Aun cuando publica buen número de artículos especiales
de indudable utilidad, la revista Asuntos Militares no logra encontrar
su equilibrio. No hay de qué asombrarse. Acontecimientos que no
habían sido previstos por los colaboradores de la revista se han
desarrollado en todo el mundo, de modo especial en nuestro país,
y muchos de esos colaboradores pensaron que, ya que no hay esquema alguno
que sea aplicable a tales acontecimientos, más valía dejar
a un lado todo criterio de apreciación y aguardar pacientemente
hasta poder ver cuál sería la salida del trastorno: todo
resultaba incomprensible. Con el correr del tiempo, no obstante, de aquel
inmenso caos comenzaron a despuntar ciertas características que
los colaboradores de Asuntos Militares no habían previsto para nada.
La inteligencia humana suele ser pasiva y bastante perezosa; capta con
mayor facilidad lo que ya conoce, lo que no exige reflexiones suplementarias.
Es lo que ocurre hoy. Convencidos desde luego de que sus conocimientos
no serían rechazados, y reconociendo en seguida en la nueva organización
rasgos que les eran familiares, muchísimos especialistas se apresuraron
a sacar la conclusión de que nada nuevo hay bajo el sol y que por
consiguiente las antiguas estructuras muy bien pueden servir aún
de manera exitosa.
Pero hay más. Después de haber deducido que en fin de
cuentas también en el campo militar todo terminaría por recaer
en los antiguos usos, tomaron coraje y decidieron esperar muy santamente
la restauración. Con esta consigna, algunos colaboradores de Asuntos
Militares corrieron a poner sobre el tapete sus concepciones generales,
francamente polvorientas, sobre todo las relacionadas con el lugar que
la guerra y el ejército ocupan en la historia de la evolución
humana. Ni que decir tiene que se toman a sí mismos por "especialistas"
también en este terreno. ¡Error fatal! Un buen artillero o
un intendente, están muy lejos de ser llamados siempre a juzgar
a los filósofos de la historia. Con dos o tres ejemplos, he aquí
la prueba.
En su número 15-16, Asuntos Militares publica en lugar destacado
un artículo del ciudadano F. Herschelman titulado "¿Será
la guerra posible en el futuro?" Comenzando por el título, todo
en el artículo es falso. En cuanto al fondo, el autor se pregunta
si las guerras son inevitables en el futuro y llega a la conclusión
de que sí. Hay, como todo el mundo sabe, una abundante literatura
a este respecto. El problema ha pasado hoy del terreno literario al del
combate, adquiriendo abiertamente en todos los países el aspecto
de guerra civil. En Rusia el poder está en manos de un partido político
cuyo programa define con precisión y claridad las características
sociales e históricas de las guerras, pasadas o actuales, y detalla
con tanta claridad como exactitud las condiciones en que las guerras pasarán
a ser no solo inútiles, sino además imposibles. Nadie le
pide al ciudadano Herschelman que adopte el punto de vista comunista. Pero
cuando un especialista en materia militar emprende el análisis de
la guerra en una revista oficiosa -¡y en 1919, no en 1914!- parece
que estamos en el derecho de exigir que el susodicho especialista conozca
por lo menos los rudimentos del programa que es doctrina oficial del régimen
y en el que descansa toda nuestra política interior e internacional.
El autor del artículo no alude siquiera a él. De acuerdo
con la tradición, comienza por el principio, es decir, arranca de
un postulado de la peor trivialidad extraído de la escolástica
impotencia histórica de Leer y que estipula que "la lucha es el
atributo de todo lo que vive".
Basado en la más amplia y hasta ilimitada interpretación
de la palabra "lucha", ese aforismo suprime con absoluta simplicidad el
conjunto de la historia humana, disolviéndola, sin residuo, en la
biología. Cuando hablamos, sin jugar con las palabras, de guerra,
sobreentendemos un enfrentamiento sistemático de grupos humanos
organizados por el Estado y que utilizan los medios técnicos de
que disponen en nombre de propósitos fijados por el poder político
que los representa. Es del todo evidente que nada semejante existe al margen
de la sociedad humana. Si la lucha es propia de todo lo que vive, la guerra
en cambio es un fenómeno puramente histórico y humano. Quien
no se da cuenta de ello se halla aún muy lejos del umbral mismo
del problema.
En otros tiempos los hombres se comían entre ellos. En ciertas
regiones el canibalismo se ha conservado hasta nuestros días. Cierto
es que los achantis no publican revistas militares; si lo hicieran, ahora
bien, presumiblemente sus teóricos en la materia escribirían:
"Esperar que la gente renuncie al canibalismo es vano puesto que la lucha
es el atributo de todo lo que vive". Con permiso del ciudadano Herschelman,
podríamos replicar al sabio antropófago que no se trata por
ahora de la lucha en general, sino de una de sus formas singulares, que
se expresa en la oportunidad por el hombre al acecho de su semejante.
Ni se discute que el canibalismo desapareció, no por efecto
de la persuasión, sino como consecuencia de las modificaciones del
orden social; en efecto, cuando se patentizó que resultaba más
ventajoso transformar a los prisioneros en esclavos, la antropofagia, esto
es, el canibalismo, desapareció. ¿Y la lucha? Pues bien,
la lucha prosiguió. Pero no estamos hablando de lucha, sino de canibalismo.
Antaño, el macho peleaba con otro macho por una hembra. Como
el ciudadano Herschelman sin duda sabe, ese medio ya no tiene vigencia
en nuestros días, aun cuando la lucha sea el atributo de todo lo
que vive. Los arreglos de cuentas en los bosques o las cavernas fueron
reemplazados por torneos de caballería en presencia de las damas.
Sin embargo, torneos y duelos pertenecen hoy al pasado o se han trasformado,
en conjunto, en vulgar eco de la mascarada de los antiguos, sangrientos
choques. Para comprender este proceso hay que seguir de cerca la evolución
de la economía, las relaciones entre varones y mujeres, las fundamentales
modificaciones sobrevenidas en la vida familiar y tribunal, la aparición
y la evolución de las clases, el condicionamiento histórico
de las opiniones y los prejuicios de los caballeros y la nobleza, el papel
del duelo corno elemento de la ideología de clase, la desaparición
del fundamento social de las clases privilegiadas, la trasformación
del duelo en una supervivencia inútil, etcétera. Sobre la
base de un aforismo carente de sentido -la lucha es el atributo de todo
lo que vive- no se puede ir muy lejos, ni en este terreno, ni en ningún
otro.
Las tribus y los clanes eslavos peleaban entre sí. En tiempos
del feudalismo los principados peleaban entre sí. Las tribus alemanas
hacían otro tanto, tal como los principados feudales de la futura
Francia unificada. Las luchas sangrientas entre feudales o las guerras
que oponían entre sí a las provincias o las ciudades a los
ejércitos de caballeros estaban a la orden del día, no porque
"la lucha sea el atributo de todo lo que vive", sino porque se hallaban
determinadas por ciertas relaciones sociales de la época: desaparecieron
al mismo tiempo que éstas. Los motivos que impulsaban a los moscovitas
a pelear contra los habitantes de Kíev, a los prusianos contra los
sajones, a los normandos contra los borgoñones, eran en su época
tan profundos y rigurosos como las causas que originaron la última
guerra entre alemanes e ingleses. Por consiguiente. no se trata, una vez
más, de una simple ley de la naturaleza en su condición de
tal, sino de leyes específicas que definen la evolución de
la sociedad humana. Incluso sin apartarnos del campo más general
de las consideraciones históricas, permítaseme formular una
pregunta. Si el hombre superó la fase de la guerra entre Borgoña
y Normandía, entre Sajonia y Prusia, entre los principados de Kíev
y Moscú, ¿por qué no habría de superar la fase
de los enfrentamientos entre Inglaterra y Alemania, entre Rusia y Japón?
Desde luego, la lucha, en el más amplio sentido de la palabra, proseguirá;
ello no obstante, la guerra, que no es más que una forma particular
de la lucha, solo apareció en la época en que el hombre comenzó
a construir su sociedad y a utilizar armas. La guerra, forma especial de
lucha, ha seguido el curso de las modificaciones de la sociedad humana,
y en determinadas circunstancias históricas puede desaparecer por
completo.
Las guerras feudales se debían de manera esencial al aislamiento
de la economía medieval. Cada región consideraba a su vecina
como un mundo retraído en sí mismo del que se podía
sacar provecho. Y en sus nidos de águila los caballeros observaban
con mirada rapaz el enriquecimiento de las ciudades que se desarrollaban.
La posterior evolución unificó provincias y regiones en un
todo. Con posterioridad a una implacable lucha interna y externa, Francia
unificada, Italia unificada y Alemania unificada se desarrollaron sobre
una nueva base económica. Y habiendo la unidad económica
transformado así grandes países en un organismo económico
único, las guerras pasaron a ser imposibles dentro de los límites
de la nueva, ensanchada formación histórica: la nación
y el estado.
Sin embargo, la evolución de las relaciones económicas
no se detuvo allí. Hacía ya tiempo que la industria había
sobrepasado su marco nacional y vinculado a todo el mundo con las cadenas
de la interdependencia. No solo Borgoña o Normandía, Sajonia
o Prusia, Moscú o Kíev, sino además Francia, Alemania
y Rusia dejaron hace ya mucho de ser mundos que se basten a sí solos,
para convertirse en partes dependientes de la economía mundial.
Demasiado bien lo sentimos hoy en día, en este período de
bloqueo militar, cuando no recibimos los productos industriales alemanes
o ingleses que nos son indispensables. Y por otra parte también
los obreros alemanes o ingleses sienten la ruptura mecánica de un
todo económico, puesto que no reciben el trigo del Don ni la manteca
siberiana.
Los fundamentos de la economía han pasado a ser mundiales. La
percepción de los beneficios, es decir, el derecho de escoger lo
mejor de la economía mundial, no ha dejado de estar por ello en
manos de las clases burguesas de determinadas naciones. Así pues,
si las raíces de las guerras actuales hay que buscarlas en la "naturaleza",
no ha de ser ello en la naturaleza biológica, ni aun en la naturaleza
humana en general, sino en la "naturaleza" social de la naciente burguesía,
que después se desarrolló como clase explotadora, usurpadora,
dirigente, logrera y asoladora, compeliendo a las masas trabajadoras a
guerrear en nombre de sus objetivos. La economía mundial, estrechamente
ligada en un todo, crea inauditas fuentes de enriquecimiento y poder. La
burguesía de cada nación querría ser la única
en beneficiarse con esas fuentes, desorganizando con ello mismo la economía
mundial, como lo hicieron los feudales en la época de transición
hacia un nuevo régimen.
Una clase destinada a sembrar siempre más desorden en la economía
no puede mantenerse mucho tiempo en el poder. De ahí que la propia
burguesía se vea compelida a buscar una salida y cree la Sociedad
de las Naciones. La idea de Wilson consiste en revisar la economía
mundial unificada mediante la creación de una especie de sociedad
de bandidaje por acciones, a fin de que los beneficios se distribuyan entre
los capitalistas de todos los países sin necesidad de pelear entre
ellos. Claro está, Wilson entiende reservar con ello la mayoría
de las acciones para sus propios bolsistas de Nueva York o Chicago, de
los que no quieren oír hablar los bandidos de Londres, París,
Tokio y demás.
En ese enfrentamiento de los apetitos burgueses estriba la dificultad
de los gobiernos burgueses para encontrar una solución al problema
de la "Sociedad de las Naciones". Se puede asegurar, no obstante, que después
de la experiencia de la guerra actual los medios capitalistas de los países
más importantes tendrían que haber creado las condiciones
de una explotación más o menos centralizarla y unificada
del mundo entero sin recurrir a la guerra, de la misma manera como la burguesía
hubo de liquidar las guerras feudales dentro de los límites del
territorio nacional. Ahora bien, la burguesía habría podido
llevar a cabo esta tarea si la clase obrera no se hubiese vuelto contra
ella, tal como también ella se opuso en su tiempo a las fuerzas
feudales. La guerra civil que acaba de culminar en Rusia con la victoria
del proletariado tendrá un fin semejante en todos los demás
países. Es una guerra que nos lleva a la siguiente conclusión:
el proletariado tiene en sus manos la solución del problema que
se le plantea hoy a la humanidad -problema de vida o muerte-, a saber,
la transformación de toda la superficie terrestre, de sus riquezas
naturales y de todo cuanto ha sido creado por el trabajo del hombre en
una economía mundial, mejor sistematizado en función de un
solo y mismo pensamiento y en la que la distribución de los bienes
se efectúe como en una gran cooperativa.
El ciudadano Herschelman no tiene, sin duda, la menor idea de todo
esto. Ha descubierto un opúsculo cualquiera de un tal profesor Danievsky
titulado El sistema del equilibrio político, del legitimismo y de
los comienzos de la nación y, apoyándose en unas cuantas
conclusiones raquíticas del jurista oficial, desemboca en la inevitabilidad
de las guerras hasta la consumación de los siglos. En las columnas
de la revista del Ejército Rojo obrero y campesino -¡en mayo
de 1919!- el editorial expone con toda gravedad que el comienzo de la legitimidad
no preserva de la guerra... La legitimidad es el reconocimiento de la inmutabilidad
de toda la porquería monárquica y de clases y castas que
se ha acumulado sobre la tierra. Tratar de probar que el reconocimiento
de los derechos eternos del poder de los Hohenzoll o los Romanov, o bien
de los usureros parisienses, no preserva de las guerras significa, simplemente,
hablar para no decir nada. Y esto es válido asimismo para la teoría
del pretendido "equilibrio político". Nadie ha demostrado mejor
que el marxismo (comunismo) la falsedad y la inanidad de esta teoría.
La fullería diplomática del "equilibrio" no era más
que la fachada de una diabólica competencia del armamentismo de
una y otra parte, de las aspiraciones de Inglaterra a debilitar a Francia
y Alemania, de las de Alemania a debilitar a Francia, etc.
Dos locomotoras lanzadas en sentido contrario por una misma vía:
tal es la significación de la teoría del mundo armado por
el "equilibrio europeo", una teoría cuya falsedad ha sido demostrada
por los marxistas mucho antes de que se derrumbara en el lodo y la sangre.
únicamente los ilusos pequeños burgueses y los burgueses
charlatanes pueden hablar del principio nacional como fundamento de la
paz eterna. Cuando el desarrollo de la industria exigió la transformación
de la provincia en una unidad nacional mucho más vasta, las guerras
se entablaron bajo la bandera de la nación. Las guerras contemporáneas
no suponen el principio nacional. Ya no se trata de guerras civiles. Kolchak
vende la Siberia a Estados Unidos y Denikin se halla dispuesto a enfeudar
las tres cuartas partes del pueblo ruso a Inglaterra y Francia, con tal
que se lo deje seguir robando cómodamente al cuarto restante. El
principio nacional ya no desempeña siquiera papel alguno en las
guerras internacionales. Inglaterra y Francia se reparten las colonias
alemanas y descuartizan a Asia. Estados Unidos mete su nariz en los asuntos
europeos, mientras que Italia se apropia de los eslavos. Servia, medio
sofocada, todavía da con el medio de estrangular a los búlgaros.
En el mejor de los casos, el principio nacional no es más que un
pretexto. En rigor se trata de soberanía mundial, es decir, de la
denominación económica de todo el mundo. Después de
una superficial crítica de la legitimidad, de la teoría del
equilibrio político y del principio nacional, el ciudadano Herschelman
no tiene siquiera la ocurrencia de mencionar el problema de la salida de
la guerra. Y sin embargo esto es lo que se está hoy resolviendo
en la arena. La clase obrera, después de haber desalojado a la burguesía
del timón nacional y tomado las riendas del poder, prepara la creación
de la República Federativa Soviética Europea y Mundial, que
descansará en una economía mundial unificada.
La guerra ha sido y seguirá siendo una forma armada de la explotación
o de la lucha contra la explotación. La dominación federativo
del proletariado como transición hacia una comuna mundial significa
la supresión de la explotación del hombre por el hombre y,
por lo tanto, la liquidación de los enfrentamientos armados. La
guerra desaparecerá, como el canibalismo. La lucha, por su parte,
continuará, pero habrá de ser la lucha colectiva de la humanidad
contra las fuerzas enemigas de la naturaleza.
10 de julio de 1919