"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 6 de 13

Nos dirigimos a la aldea de Ignátovka, del distrito de Srébnoe. Allí conocía a varias personas.

El 27 de septiembre, ya avanzada la noche, Iván Simonenko y yo, después de doce días de caminar, entramos por primera vez en una casa.

Golpeamos en la ventana de la casa del maestro Zajárchenko. Yo le conocía un poco. Unos meses antes de la guerra había ingresado en las filas del Partido.

Tardaron en abrir. Alguien disminuyó la luz del quinqué y se acercó a la ventana, apoyando la mano en el cristal. Nadie observaba allí las reglas de la defensa antiaérea.

— ¿Quién va? -preguntó una voz masculina.

— Somos de los suyos, camarada Zajárchenko, abra.

Al cabo de unos cinco minutos, la puerta se abrió. Pasamos al interior de la casa. La mujer del maestro avivó la mecha y el dueño de la casa nos contempló en silencio largo rato.

— Me parece haberle visto alguna vez. Pero a su compañero, desde luego, no le conozco. ¡Ah, camarada Fiódorov! —y se puso rojo como la grana, se encogió y comenzó a hablar en un murmullo. La mujer en seguida empezó a tapar las ventanas.

— ¿No le ha visto nadie, camarada Fiódorov? Porque sabe... Sí, si... ¡Qué sorpresa! Es que, camaradas... El stárosta sabe que soy comunista y, claro, me vigilan especialmente. Ahora, por cierto, no hay alemanes en la aldea. Sin embargo...

-¿Acaso sólo el stárosta sabe que es usted comunista? También lo sé yo. Sé que pertenece a nuestra organización de Chernígov. No estaré mucho tiempo en su casa. Cuénteme cómo andan las cosas, qué medidas ha tomado el Comité de Distrito, cómo han organizado el trabajo clandestino... Y mientras nos refiere todo eso, su compañera quizás pueda prepararnos algo para lavarnos y también para tomar un bocado...

Yo obraba así guiado por una idea repentina. Y mi tono seguro produjo la impresión que esperaba.

"Conviene que esta gente -pensaba yo- consideren mi aparición aquí como un hecho natural y corriente: que piensen que el secretario del Comité Regional anda de inspección por los distritos, interesándose por la actividad de las organizaciones de base".

No les hablé nada de los largos días que habíamos tardado en llegar. "Comienza el trabajo", decidí para mis adentros. Desde aquel momento dejé de ser una fiera acorralada, a la que se persigue. Era yo el cazador. ¡Y que las fieras alemanas escondan el rabo! Por ahora tendríamos que ocultarnos, ser cautelosos, pero ya verían ellos cuando desplegásemos nuestras fuerzas...

Comencé a interrogar a Zajárchenko.

— ¿Supongo que no se habrá usted registrado en la comandancia del distrito?

— ¡Claro, camarada Fiódorov!

Pero por el modo de contestarme comprendí que si no se había registrado aún, había pensado en ello. Mas no importaba, desde aquella noche pensaría de otro modo.

— Está bien, eso quiere decir que trabaja en la clandestinidad. ¿Quién es el secretario del Distrito?

— El camarada Gorbov. No lo he visto aún... Y desgraciadamente no sé dónde se esconde. Mejor dicho, dónde se oculta.

— ¿Qué otros comunistas han quedado en el distrito?

— He oído decir que en la aldea de Gurbintsi actúa un grupo dirigido por el antiguo jefe de distrito del Comisariado del Pueblo de Asuntos Interiores. No recuerdo el nombre de este camarada.

— ¿Qué más noticias tiene? ¿No conoce la existencia de otros grupos? Seguramente están bien camuflados... Mire, camarada Zajárchenko, mañana por la mañana o a lo mejor esta misma noche tendrá usted que ir a Gurbintsi y buscar a este grupo. Que vengan por instrucciones.

En aquel instante la mujer del maestro terció en la conversación:

— Kostia no puede ir.

— ¿Por qué no puede?

— Tenemos hijos, y si a mi marido le pasa algo...

— ¿Y si estuviera en el frente?

— El frente es otra cosa.

El marido llevaba ya un rato haciendo enérgicas señas a su mujer, dándole a entender que no se metiera en lo que no le incumbía.

— Anda, mujer, ve. Más vale que des de comer a los amigos —dijo el maestro.

Cuando la mujer salió, hice una seña a Simonenko. Se dirigió tras ella a la cocina. La mujer, enjugándose a cada instante los ojos, encendió el horno, puso agua a calentar para que nos laváramos y comenzó a preparar una tortilla.

El maestro había conseguido reponerse de la primera impresión. Me preguntó con serenidad qué debía hacer. Le aconsejé que se trasladara inmediatamente a otra aldea, lo más lejos posible, donde no le conociera nadie.

Zajárchenko me dio unos pantalones y una vieja chaqueta guateada, también me dio una gorra, pero como era pequeña para mí, tuve que descoserla por detrás. No me afeité: decidí dejarme la barba; así sería más difícil que me reconocieran.

Nos lavamos, cambiamos de ropa, comimos y nos acostamos sobre el tibio horno. La noche pasó tranquila.

Al día siguiente, Zajárchenko tardó un buen rato en conseguir despertarme. Había regresado de Gurbintsi con tres camaradas.

Por lo visto, el trabajo comenzaba ya.

* * *

Zajárchenko se entregó de lleno a la labor. Era un hombre fuerte, de unos treinta y cinco años, atormentado por la inactividad antes de nuestra llegada. Precisamente por no tener dónde emplear sus energías, la imaginación le hacía concebir toda clase de peligros. Pasivo por naturaleza, necesitaba un impulso exterior. Hay muchos hombres así. Fuera de la organización se desorientan. Sólo la organización les anima, les da alientos y energía.

Zajárchenko comenzó a contarme detallada y animadamente cómo, sin ser visto, había pasado por medio de los huertos a la aldea de Gurbintsi y, sin preguntar a nadie, encontrado la casa del camarada que buscaba...

Pero yo le interrumpí. Estaba impaciente por oír a los demás compañeros.

Los recién llegados me contaron que habían organizado un grupo clandestino, constituido por cuatro miembros del Partido y siete del Komsomol. No habían comenzado aún su labor de sabotaje ni a actuar como guerrilleros.

Observé que los compañeros estaban preocupados por algo. Me contaron que días atrás el grupo había sufrido una pérdida muy sensible: en la aldea de Deméievka había perecido uno de los miembros del grupo, el camarada Logvinenko, presidente del koljós "Partisán".

— No sabemos, camarada secretario del Comité Regional, cómo enjuiciar lo sucedido —dijo uno de los recién llegados—. Claro está que Logvinenko murió heroicamente, sacrificó su vida, pero obró de un modo irreflexivo, sin orden ni concierto.

La cosa había ocurrido así: por la carretera que bordeaba la aldea, pasó un coche alemán ocupado por varios oficiales. Logvinenko, al ver el auto, desprendió una bomba de mano que llevaba en el cinto y, al grito de " ¡Viva Ucrania soviética, mueran los invasores alemanes! ", la arrojó dentro del coche. En la explosión murieron dos soldados. Los restantes saltaron del coche y echaron a correr tras de Logvinenko. No tuvo tiempo de escapar. Le fusilaron allí mismo, en el campo. Todo esto ocurrió en pleno día.

— ¿Y qué dice la gente? —pregunté yo.

— Lo lamenta mucho; algunos le critican, pero todos admiran su valentía.

— Y vosotros, ¿qué pensáis?

Les hacía estas preguntas porque, en el primer momento, ni yo mismo sabía cómo enjuiciar el caso. La conducta de Logvinenko era comprensible. Unos días atrás también a mí me había faltado poco para dejarme llevar de un impulso sentimental, cuando la chiquilla me llamé pidiendo que salvara a su madre. Era indudable que Logvinenko, miembro del Partido, ardiente patriota, dirigente koljosiano, podría haber sido de mayor utilidad, si no se hubiera dejado llevar de un arrebato, si hubiese actuado de un modo reflexivo, de común acuerdo con los camaradas. Pero había obrado así, cegado por su amor al pueblo, por su odio a los opresores.

Discutimos durante mucho tiempo aún la heroica hazaña del presidente del koljós de Deméievka. Decidimos buscar su cuerpo y enterrarlo solemnemente en sitio visible, cerca de la aldea. Su muerte heroica debía ser recordada por el pueblo. En la inscripción que pondríamos en su tumba, le llamaríamos guerrillero, vengador del pueblo.

Los camaradas me informaron detalladamente del odioso gobierno de los alemanes en el distrito.

Al lado de un almiar descubrieron a once soldados del Ejército Rojo que dormían y, sin despertarles, los fusilaron a todos.

En muchas aldeas habían nombrado ya stárostas. La mayoría eran antiguos kulaks o sus secuaces. En Ozerniani, el stárosta, por ejemplo, era un alemán de los que vivían en nuestro país desde hacía tiempo. En algunos lugares, sin embargo, ocuparon el puesto de stárosta hombres soviéticos honrados, que aceptaron conscientemente este cargo para luchar contra los invasores. El grupo clandestino iba estableciendo contacto con ellos. A los canallas y traidores manifiestos se les habían enviado cartas de advertencia...

—Ahora es tarde ya para prevenir y amenazar —opinó Zajárchenko-. Hay que exterminar a los que ayudan al enemigo.

—Eso es justo —confirmé yo—. Pero con las fuerzas de vuestro insignificante grupo no podréis exterminar a todos los stárostas traidores. Debemos planear ahora a quién se debe suprimir en primer lugar. Es preciso que el pueblo sepa que ni un solo cómplice del enemigo escapará al justo castigo. El trabajo de agitación debe comenzar inmediatamente. ¿No habéis conservado ninguno un aparato de radio? Es preciso hallarlo. Hay que captar y comunicar regularmente a la población los partes del Buró Soviético de Información. Debéis anotar todas las atrocidades alemanas, recordar las y divulgarlas entre los koljosianos bien en octavillas o de viva voz.

Hice a los camaradas algunas indicaciones más y les comuniqué el itinerario aproximado que pensaba seguir.

— Procurad mantener contacto con el Comité de Distrito y el Comité Regional del Partido.

Aquella primera reunión duró varias horas. Durante todo el tiempo la mujer del maestro permaneció sentada a la puerta de la casa para que no pasara nadie. Lo mismo que la víspera, enjugábase continuamente las lágrimas, sin dejar de mordisquear pipas de girasol. Su marido le había aconsejado: "Come pipas, así despistarás mejor".

Los hijos del maestro —uno tenía un año, el otro dos— estuvieron todo el tiempo con nosotros. Cuando el menor comenzaba a gritar, yo lo tomaba en brazos, y, meciéndolo, seguía presidiendo la reunión. Zajárchenko tenía las manos ocupadas: actuaba de secretario y estaba levantando el acta.

Después de comer, cuando anocheció, Simonenko y yo emprendimos la marcha. La mujer del maestro nos había llenado los bolsillos de empanadas. Al despedirse de nosotros, volvió a llorar.

Zajárchenko me estreché largo rato la mano y me dijo, señalando a su mujer:

— Camarada Fiódorov, no haga caso de sus lágrimas. También yo he tardado mucho en acostumbrarme.

— Pues cuidado, no se ahogue en lágrimas de mujer.

— No, ahora ya no me ahogaré. No tengo tiempo. Una cosa quiero decirle: no sé qué hacer con la escuela. Siguiendo su consejo, he resuelto marchar de aquí, pero dicen que los alemanes permiten las escuelas primarias. ¡Me dan pena los chicos!

¿Qué podría contestarle? Muchas cosas no estaban claras aún. Pero admitiendo incluso que los alemanes "permitiesen" el funcionamiento de la escuela, no sería ya una escuela soviética.

— Por mucha pena que le den los chicos, este invierno tendrán que quedarse sin clase. ¡No van a estudiar por el programa fascista!

Los tres camaradas del grupo clandestino de Gurbintsi salierod a acompañarnos hasta la próxima aldea de Sokírintsi.


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