LOS dolores y los horrores de la gran guerra han producido una eclosión de ideas revolucionarias y pacifistas. La gran guerra no ha tenido sino escasos y mediocres cantores. Su literatura es pobre, ramplona y oscura. No cuenta con un solo gran monumento. Las mejores páginas que se han escrito sobre la guerra mundial no son aquéllas que la exaltan, sino aquéllas que la detractan. Los más altos escritores, los más hondos artistas han sentido; casi unánime-mente, una aguda necesidad de denunciarla y maldecirla como un crimen monstruoso, como un pecado terrible de la humanidad occidental. Los héroes de las trincheras no han encontrado cantores ilustres. Los portavoces de su gloria, desprovistos de todo gran acento poético, han sido periodistas y funcionarios. Poincaré -un abogado, un burócrata- ¿no es acaso el cantor máximo de la victoria francesa? La contienda última -contrariamente a lo que dicen los escépticos- no ha significado un revés para el pacifismo. Sus efectos y sus influencias han sido, antes bien, útiles a las tesis pacifistas. Esta amarga prueba no ha disminuido al pacifismo; lo ha aumentado. Y, en vez de deses-perarlo, lo ha exasperado. (La guerra, además, fue ganada por un predicador de la paz: Wilson. La victoria tocó a aquellos pueblos que creyeron batirse porque esta guerra fuese la última de las guerras). Puede afirmarse que se ha inaugurado un período de decadencia de la guerra y de decadencia del heroísmo bélico, por lo menos en la historia del pensamiento y del arte. Ética y estéticamente, la guerra ha perdido mucho terreno en los últimos años. La humanidad ha cesado de considerarla bella. El heroísmo bélico no interesa como antes a los artistas. Los artistas contemporáneos prefieren un tema opuesto y antitético: los sufrimientos y los horrores bélicos. El Fuego quedará, probablemente, como la más verídica crónica de la contienda. Henri Barbusse como el mejor cronista de sus trincheras y sus batallas.
La inteligencia ha adquirido en suma, una actitud pacifista. Pero este pacifismo no tiene en todos sus adherentes las mismas consecuencias. Muchos intelectuales creen que se puede asegurar la paz al mundo a través de la ejecución del programa de Wilson. Y aguardan resultados mesiánicos de la Sociedad de las Naciones. Otros intelectuales piensan que el viejo orden social, dentro del cual son fatales la paz armada y la diplomacia nacionalista, es impotente e inadecuado para la realización del ideal pacifista. Los gér-menes de la guerra están alojados en el organismo de la sociedad capitalista. Para vencerlos es necesario, por consiguiente, destruir este régimen cuya misión histórica, de otro lado, está ya agotada. El núcleo central de esta tendencia es el grupo clartista que acaudilla, o, mejor dicho, representa Henri Barbusse.
Clarté, en un principio, atrajo a sus rangos no sólo a los intelectuales revo-lucionarios sino también a algunos intelectuales estacionados en el ideario liberal y democrático. Pero éstos no pudieron seguir la marcha de aquéllos.
Barbusse y sus amigos se solidarizaron cada vez más con el proletariado revolucionario. Se mezclaron, por ende, a su actividad política. Llevaron a la Internacional del Pensamiento hacia el camino de la Internacional Comunista. Esta era la trayectoria fatal de Clarté. No es posible entregarse a medias a la Revolución. La revolución es una obra política. Es una realización concreta. Lejos de las muchedumbres que la hacen, nadie puede servirla eficaz y válidamente. La labor revolucionaria no puede ser aislada, individual, dis-persa. Los intelectuales de verdadera filiación revolucionaria no tienen más remedio que aceptar un puesto en una acción colectiva. Barbusse es hoy un adherente, un soldado del Partido Comunista Francés. Hace algún tiempo presidió en Berlín un congreso de antiguos combatientes. Y desde la tribuna de este congreso dijo a los soldados fran-ceses del Ruhr que, aunque sus jefes se lo ordenasen, no debían disparar jamás contra los trabajadores alemanes Estas palabras le costaron un proceso y habría podido costarle una condena. Pero pronunciarlas era para él un deber político.
Los intelectuales son, generalmente, reacios a la disciplina, al programa y al sistema. Su psicología es individualista y su pensamiento es heterodoxo. En ellos, sobre todo, el sentimiento de la individualidad es excesivo y desbor-dante. La individualidad del intelectual se siente casi siempre superior a las reglas comunes. Es frecuente, en fin, en los intelectuales el desdén por la política. La política les parece una actividad de burócratas y de rábulas. Olvidan que así es tal vez en los períodos quietos de la historia, pero no en los periodos revolucionarios, agitados, grávidos, en que se gesta un nuevo estado social y una nueva forma política. En estos períodos la política deja de ser oficio de una rutinaria casta profesional. En estos periodos la política rebasa los niveles vulgares e invade y domina todos los ámbitos de la vida de la humanidad. Una revolución representa un grande y vasto interés humano. Al triunfo de ese interés superior no se oponen nunca sino los prejuicios y los privilegios amenazados de una minoría egoísta. Ningún espíritu libre, ninguna mentalidad sensible, puede ser indiferente a tal conflicto. Actualmente, por ejemplo, no es concebible un hombre de pensamiento para el cual no exista la cuestión social. Abundan la insensibilidad y la sordera de los intelectuales a los problemas de su tiempo; pero esta insensibilidad y esta sordera no son normales. Tienen que ser clasificadas como excepciones patológicas. "Hacer política -escribe Barbusse- es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social; la política es la vida. Admitir una solución de continuidad entre la teoría y la práctica, aban-donar a sus propios esfuerzos a los realizadores, aunque sea concediéndoles una amable neutralidad, es desertar de la causa humana".
Tras de una aparente repugnancia estética de la política se disimula y se esconde, a veces, un vulgar sentimiento conservador. Al escritor y al artista no les gusta confesarse abierta y explícitamente reaccionarios. Existe siempre cierto pudor intelectual para solidarizarse con lo viejo y lo caduco, Pero, realmente, los intelectuales no son menos dóciles ni accesibles a los prejuicios y a los intereses conservadores que los hombres comunes. No sucede, única-mente, que el poder dispone de academias, honores y riquezas suficientes para asegurarse una numerosa clientela de escritores y artistas. Pasa, sobre todo, que a la revolución no se llega sólo por una vía fríamente conceptual. La revolución más que una idea, es un sentimiento. Más que un concepto, es una pasión. Para comprenderla se necesita una espontánea actitud espiritual, una especial capacidad psicológica. El intelectual, como cualquier idiota, está sujeto a la influencia de su ambiente, de su educación y de su interés. Su inteligencia no funciona libremente. Tiene una natural inclinación a adaptarse a las ideas más cómodas; no a las ideas más justas. El reaccionarismo de un intelectual, en una palabra, nace de los mismos móviles y raíces que el reaccionarismo de un tendero, El lenguaje es diferente; pero el mecanismo de la actitud es idéntico.
Clarté no existe ya como esbozo o como principio de una Internacional del Pensamiento. La Internacional de la Revolución es una y única. Barbusse lo ha reconocido dando su adhesión al comunismo. Clarté subsiste en Francia como un núcleo de intelectuales de vanguardia, entregado a un trabajo de preparación de una cultura proletaria. Su proselitismo crecerá a medida que madure una nueva generación. Una nueva generación que no se contente con simpatizar en teoría con las reivindicaciones revolucionarias, sino que sepa, sin reservas mentales, aceptarlas, quererlas y actuarlas. Los clartistas, decía antes Barbusse, no tienen lazos oficiales con el comunismo; pero constatan que el comunismo internacional es la encarnación viva de un sueño social bien concebido. Clarté ahora no es sino una faz, un sector del partido revolucionario. Significa un esfuerzo de la inteligencia por entregarse a la revolución y un esfuerzo de la revolución por apoderarse de la inteligencia. La idea revolucionaria tiene que desalojar a la idea conservadora no sólo de las instituciones sino también de la mentalidad y del espíritu de la humanidad. Al mismo tiempo que la conquista del poder, la Revolución acomete la conquista del pensamiento.
El caso de Barbusse es uno de los que mejor nos instruyen sobre el drama de la inteligencia contemporánea. Este drama no puede ser bien comprendido sino por quienes lo han vivido un poco. Es un drama silencioso, sin espec-tadores y sin comentadores, como casi todos los grandes dramas de la vida. Su argumento, dicho en pocas y pobres palabras, es éste: la Inteligencia, demasiado enferma de ideas negativas, escépticas, disolventes, nihilistas, no puede ya volver, arrepentida, a los mitos viejos y no puede todavía aceptar la verdad nueva. Barbusse ha sufrido todas sus dudas, todas sus vacilaciones. Pero su inquietud ha conseguido superarlas. En su alma se ha abierto paso una nueva intuición del mundo. Sus ojos, repentinamente iluminados, han visto un "resplandor en el abismo". Ese resplandor es la Revolución. Hacia él marcha Barbusse por la senda oscura y tempestusoa que a otros aterra.
Los libros de Barbusse marcan las diversas estaciones de la trayectoria de su espíritu. Los primeros libros de Barbusse, Pleureuses, versos, y Les Suppliants, novela, son dos estancias melancólicas de su poesía, son dos datos de su juventud. Su arte madura en L'Enfer y en Nous Autres, libros desolados, pesimistas, acerbos. La poesía barbussiana llega al umbral de estos tiempos procelosos con una pesada carga de tristeza y desencanto. L'Enfer tiene un amargo acento de desesperanza. Pero el pesimismo de Barbusse no es cruel, no es corrosivo, como, por ejemplo, el de Andreiev. Es un pesimismo piadoso, es un pesimismo fecundo. Barbusse constata que la vida es dolorosa y trágica; pero no la maldice. Hay en su poesía, aún en sus más angustiosas peregrinaciones, un amor, una caridad infinitos. Ante la miseria y el dolor humano, su gesto está siempre llenó de ternura y de piedad por el hombre. El hombre es débil, es pequeño, es miserable, es a veces grotesco. Y precisamente por esto no debe ser befado, no merece ser detractado.
Esta era la actitud espiritual de Barbusse cuando vino la guerra: Barbusse fue uno de sus actores anónimos, uno de sus soldados ignotos. Escribió con la sangre de la gran tragedia una dolorosa crónica de las trincheras: El Fuego. Le Feu, describe todo el horror, toda la brutalidad, todo el fango de la guerra, de esa guerra que la locura de Marinetti llamaba "la única higiene del mundo". Pero, sobre todo, El Fuego es una protesta contra la matanza. La guerra hizo de Barbusse un rebelde. Barbusse sintió el deber de trabajar por el adveni-miento de una sociedad nueva. Comprendió la ineptitud y la esterilidad de las actitudes negativas. Fundó entonces el grupo Claridad, germen de una Internacional del Pensamiento. Clarté fue, en un principio, un hogar intelectual donde se mezclaban, con Henri Barbusse y Anatole France, muchos vagos pacifistas, muchos indefinidos rebeldes. La misma estructura espiritual tenía la Asociación Republicana de Ex-combatientes, creada también por Barbusse para reunir alrededor del ideal pacifista a todos los soldados, a todos los vencidos de la guerra. Barbusse y Clarté siguieron la idea pacifista y revolucionaria hasta sus últimas consecuencias. Se dieron, se entregaron cada vez más a la Revolución.
A este período de la vida de Barbusse pertenecen La Lueur dans l'Abime y Le Couteau entre les Dents. El Cuchillo entre los Dientes es un llama-miento a los intelectuales, Barbusse recuerda a los intelectuales el deber revolucionario de la Inteligencia. La función de la Inteligencia es creadora. No debe, por ende, conformarse con la subsistencia de una forma social que su crítica ha atacado y corroído tan enérgicamente. El ejército innumerable de los humildes, de los pobres, de los miserables, se ha puesto resueltamente en marcha hacia la Utopía que la Inteligencia, en sus horas generosas, fecundas y videntes, ha concebido. Abandonar a los humildes, a los pobres, en su batalla contra la iniquidad es una deserción cobarde. El pretexto de la repugnancia a la política es un pretexto femenino y pueril. La política es hoy la única grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano. La política se ennoblece, se dignifica, se eleva cuando es revolucionaria. Y la verdad de nuestra época es la Revolución. La revolución que era para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu.
Barbusse no se dirige, naturalmente, a los intelectuales degradados por una larga y mansa servidumbre. No se dirige a los juglares, a los bufones, a los cortesanos del poder y del dinero. No se dirige a la turba inepta y emasculada de los que se contentan, ramplonamente, con su oficio de artesanos de la palabra. Se dirige a los intelectuales y artistas libres, a los intelectuales y artistas jóvenes. Se dirige a la Inteligencia y al Espíritu.
¿Les Enchainements, el nuevo libro de Henri Barbusse, es una novela o un poema? He ahí una cuestión que preocupa a la crítica. La crítica necesita, ordinariamente, antes de juzgar una obra, entenderse sobre su género. Pero, en este caso, la averiguación me parece un poco banal. Les Enchainements no se deja encerrar en ninguna de las casillas de la técnica literaria. Barbusse nos advierte en el prefacio de su obra de la dificultad de clasificarla. Como un Dante de su época, el poeta de Le Feu ha descendido al abismo del dolor universal. Ha penetrado en la realidad profunda de la historia. Ha interrogado a las muchedumbres de todas las edades. Y luego, ha reconstruido, encadenando sus episodios, la unidad de la tragedia humana. Para escribir este poema o esta novela, ha tenido que "aventurarse en un plan nuevo". "Cuando he ensayado condensar la evocación múltiple -escribe- me ha parecido tocar a tientas formas de arte diversas: la novela, el poema, el drama y aun la gran perspectiva cinematográfica y la eterna tentación del fresco".
Se encuentra realmente, en Les Enchainements, elementos de todos estos medios de expresión artística. El nuevo libro de Barbusse no se ajusta a ninguna receta. Paul Souday lo anexa al género del Fausto de Goethe y de Las Tentaciones de San Antonio de Flaubert. Su sagacidad crítica esquiva los riesgos de una clasificación más específica.
En Les Enchainements la novela es un pretexto. El protagonista es un pretexto también. El poeta. Serafín Tranchel no vive casi su vida actual. Revive su vida de otros siglos. Es un caso de individuo en quien se despierta la memoria ancestral. Barbusse aplica en su novela, una teoría científica. La teoría de que "todas las impresiones sin excepción no solamente quedan inscritas, en potencia y en estado latente, en el cerebro, sino que se trasmiten integralmente de individuo a individuo". Y aquí surge, seguramente, para algunos, otra cuestión de procedimiento estético. ¿Se debe hacer intervenir a la ciencia en una obra de imaginación? El debate seria superfluo. La cuestión resulta impertinente, extraña, desplazada. Una obra de estas proporciones tenía que llevar el sello de la época y de la civilización a que pertenece. Tenía que representar la sensibilidad y cultura de un hombre de Occidente. Criatura de su siglo, Barbusse no podía explicarse sino científicamente las reminiscencias, los recuerdos ancestrales de su personaje. De otra suerte habría flotado en la atmósfera de la novela algo de esotérico, algo de sobrenatural que habría deformado sus líneas. Ninguno de los ingredientes del laboratorio de Maeterlinck podía servir a Barbusse. La convención empleada simplifica, además, extremamente la arquitectura de Les Enchainements. Las visiones, las evocaciones de Serafín Tranchel se suceden, nítidas, lúcidas, plásticas, sin ningún nexo artificioso. Barbusse nos conduce parsimoniosamente por el Infierno, el Cielo y el Purgatorio. Su técnica suprime el viaje. De una edad nos hace pasar a otra edad. En cada episodio, en cada cuadro, el mismo drama reaparece, dentro de un decorado distinto, No hay transiciones, no hay intervalos extraños a ese drama. Esto es lo que Les Enchainements tienen de cinematográfico, en la acepción noble de este adjetivo. Pero cada episodio, cada cuadro no es una titilante y fugitiva visión cinematográfica. Es un gran fresco. Las figuras no son escultóricas como las de los frescos de Miguel Angel. Tienen más bien esa especie de vaguedad de los frescos de Puvis de Chavannes. Esa especie de vaguedad que tienen casi siempre los protagonistas barbussianos.
La técnica toda de Les Enchainements, si se ahonda en su génesis, es esencial y típicamente barbussiana. Barbusse emplea en esta obra el método de sus obras anteriores. Le Feu no es tampoco una novela. Es una crónica de las trincheras. Es un relato del horror bélico. El procedimiento de Les Enchainements está, si se quiere, bosquejado en L'Enfer. El personaje, más que como un actor, se comporta como un espectador del drama humano que, por ser el drama de todos, es también su propio drama. Pero no hay en él solamente un espectador, sino, sobre todo, un iluminado, un vidente. Bajo las apariencias falaces de la vida, sus ojos aprehenden una eterna verdad trágica. En todos los hechos que contempla late una emoción idéntica.
Nuestra época aparecía, literariamente, como una época de decadencia del género épico. Barbusse, sin embargo, ha escrito una obra épica. Épica porque se inspira en un sentimiento multitudinario. Épica porque tiene el acento de una canción de gesta. Nada importa que, al mismo tiempo, sea lírica como un evangelio. La preceptiva ha deformado demasiado el sentido de lo épico y de lo lírico, con sus rígidas y escuetas definiciones. La épica renace. Pero no es ya la misma épica de la civilización capitalista. Es la épica larvada, e informe todavía, de la civilización proletaria. El literato del mundo que tramonta no logra casi asir sino lo individual. Su literatura se recrea en la descripción sutil de un estado de alma, en la degustación voluptuosa de un pecado o de un goce, en un juego mórbido de la fantasía. Literatura psicológica. Literatura psicoanalítica que elige sus sujetos en la costra enferma del planeta. Para el literato de la revolución existen otras categorías humanas y otros valores universales. Su mirada no descubre sólo los seres de excepción de la superficie. Vuela hacia otros ámbitos. Explora otros horizontes. El artista de la revolución siente la necesidad de interpretar el sueño oscuro de la masa, la ruda gesta de la muchedumbre. No le interesa, exclusiva y enfermizamente, el caso; le interesa, panorámica y totalmente, la vida. La vieja épica era la exaltación del héroe; la nueva épica será la exaltación de la multitud. En sus cantos, los hombres dejarán de ser el coro anónimo e ignorado del hombre.
Vivimos todavía demasiado presos, dentro de los confines de una literatura decadente y moribunda, para presentir o concebir los contornos y los colores de un arte nuevo, en embrión, en potencia apenas. El propio Barbusse procede, por ejemplo, de una escuela decadente de cuya influencia no puede hasta ahora liberarse del todo. Mas Les Enchainements no es un fenómeno solitario en la historia contemporánea. Aparecen desde hace tiempo signos precursores de un arte que, como las catedrales góticas, reposará sobre una fe multitudinaria. En algunos poemas de Alejandro Blok -enfant du siécle como Barbusse- en Los Escitas, verbigracia, se siente ya el rumor caudaloso de un pueblo en marcha. Vladimir Mayaskowski, el poeta de la revolución rusa, preludia, más tarde, en su poema 150'000,000 una canción de gesta. Los animadores del nuevo teatro ruso ensayan en Moscú representaciones en que intervienen millares de personas y que Bertrand Russell compara con los Misterios de la Edad Media por su carácter imponente y religioso. El siglo del Cuarto Estado, el siglo de la revolución social, prepara los materiales de su épica y de sus epopeyas. ¿La misma guerra mundial no ha reclamado acaso el máximo homenaje para un símbolo de la masa: el soldado desconocido?
Ningún literato de Occidente manifiesta en su arte, la misma ternura por el hombre, la misma pasión por la muchedumbre que Henri Barbusse. El autor de L'Enfer, no se muestra atraído por el personaje. Se muestra atraído por los hombres. El argumento de todas las páginas es el drama humano. Drama uno y múltiple. Drama de todas las edades. Barbusse reivindica, con infinito amor, con vigorosa energía, la gloria humilde de la muchedumbre. «Es la cariátide -escribe- que ha cargado sobre su cuello toda la historia dorada de los otros».
En Les Enchainements este sentimiento aflora a cada instante. "Busca la aventura prodigiosa del número... Las multitudes que hacen la guerra... Las multitudes que hacen las cosas... El número ha cambiado la faz de la naturaleza. El número ha producido las ciudades. Las masas oscuras son la base de las montañas, el mundo se ensombrece gradualmente como una tempestad. Las líneas convergentes de las rutas, los tráficos y las expediciones se hunden en los bajos fondos, de los cuales se extrae la fuerza, la vida y la alteza misma de los reyes. Yo veo, semihundida en la tierra, semiahogada en el aire, a la cariátide".
Este sentimiento constituye el fondo del nuevo libro de Barbusse. Les Enchainements es el drama de la cariátide. Es la novela de este Atlas que porta el mundo sobre sus espaldas curvadas y sangrantes. Y este sentimiento distingue la épica de Barbusse de la épica antigua, de la épica clásica. Barbusse ve en la Historia lo que los demás tan fácilmente ignoran. Ve el dolor, ve el sufrimiento, ve la tragedia. Ve la trama oscura y gruesa sobre la cual, olvidándola y negándola, bordan algunos hombres sus aventuras y su fama. La historia es una colección de biografías ilustres. Barbusse escruta sus dessous. En su libro todas las grandes ilusiones, todos los grandes mitos de la humanidad dejan caer su máscara. La revelación divina, la palabra rebelde, no han perdurado nunca puras. Han sido, por un instante, una esperanza. Han parecido renovar y redimir al mundo. Pero, poco a poco, han envejecido. Se han petrificado en una fórmula. Se han desvanecido en un rito. "La verdad no ha prevalecido contra el error sino a fuerza de parecérsele".
El ritmo del libro es doloroso. Sus visiones, como las de L'Enfer, son acerbamente dramáticas. Pero, libro pesimista como todos los de los profetas, como todos los de las religiones, Les Enchainements encierra una iluminada y suprema promesa. La verdad no ha triunfado antes porque no ha sabido ser la verdad de los pobres. Ahora se acerca, finalmente, el reino de los pobres, de los miserables, de los esclavos. Ahora la verdad viene en los brazos rudos de Espartaco. "El pueblo que del hombre no tenía sino el olor y que el hombre forzaba a no pensar sino con su carne; el número, anónimo como la tierra y como el agua, el gran muerto ha adquirido conciencia de sí mismo". Barbusse escucha la música furiosamente dulce de la Revolución. "He aquí —exclama— que vibra sonora esta cosa, este espectáculo: Debout les damnés de la terre!" El libro se cierra con una invocación a todos los hombres: Par sagesse, par pitié, revoltez vous.
¿Ha escrito Barbusse una obra maestra, su obra maestra? Otra pregunta impertinente. Les Enchainements es un libro de excepción que no es posible medir con las medidas comunes. Su puesto en la historia de la literatura no depende de su contingente mérito artístico que es, por supuesto, altísimo. Depende de que llegue o no a ser un evangelio de la Revolución, una profecía del porvenir. Y de que consiga encender en muchas almas la llama de una fe y crispar muchos puños en un gesto de rebeldía.
El crepúsculo de Anatole France ha sido el de una vida clásica. Anatole France ha muerto lenta y compuestamente, sin prisa y sin tormento, como él, acaso, se propuso morir. El itinerario de su carrera fue siempre el de una carrera ilustre. France llegó puntualmente a todas las estaciones de la inmortalidad. No conoció nunca el retardo ni la anticipación. Su apoteosis ha sido perfecta, cabal, exacta, como los períodos de su prosa. Ningún rito, ninguna ceremonia ha dejado de cumplirse. A su gloria no le ha faltado nada: ni el sillón de la Academia de Francia ni el Premio Nóbel.
Anatole France no era un agnóstico en la guerra de clases. No era un escritor sin opiniones políticas, religiosas y sociales. En el conflicto que desgarra la sociedad y la civilización contemporáneas no se había inhibido de tomar parte. Anatole France estaba por la revolución y con la revolución. "Desde el fondo de su biblioteca -como decía una vez un periódico francés- bendecía las empresas de la gran Virgen". Los jóvenes lo amábamos por eso.
Pero la adhesión a France, en estos tiempos de acérrima beligerancia, va de la extrema derecha a la extrema izquierda. Coinciden en el acatamiento al maestro reaccionarios y revolucionarios.
No han existido, sin embargo, dos Anatole France, uno para uso externo de la burguesía y del orden, otro para regalo de la revolución y sus fautores. Acontece, más bien, que la personalidad de Anatole France tiene diversos lados, diversas facetas, diversos matices y que cada sector del público se consagra a la admiración de su escorzo predilecto. La gente vieja, la gente moderada ha frecuentado, por ejemplo La Rotisserie de la Reine Pedauque y ha paladeado luego, como un licor aristocrático, Les opinions de Jerome Coignard. La gente nueva, en tanto, ha gustado de encontrar a France en compañía de Jaurés o entre los admiradores de Lenin.
Anatole France nos aparece un poco más complejo, un poco menos simple del France que nos ofrecen generalmente la crítica y sus lugares comunes. France ha vivido siempre en un mismo clima, aunque han pasado por su obra diversas influencias. Ha escrito durante más de cincuenta años, en tiempos muy versátiles, veloces y tornadizos. Su producción, por ende, corresponde a las distintas estaciones de su época heteróclita y cosmopolita. Primero acusa un gusto parnasiano, ático, preciosista; en seguida obedece una intención disolvente, nihilista, negativa; luego adquiere la afición de la utopía y de la crítica social. Pero bajo la superficie ondulante de estas manifestaciones, se advierte una línea persistente y duradera.
Pertenece Anatole France a la época indecisa, fatigada, en que madura la decadencia burguesa. Sus libros denuncian un temperamento educado clásicamente, nutrido de antigüedad, curado de romanticismo, amanerado, elegante y burlón. No llega France al escepticismo y al relativismo actuales. Sus negaciones y sus dudas tienen matices benignos. Están muy lejos de la desesperanza incurable y honda de Andreiev, del pesimismo trágico de El Infierno de Barbusse y de la burla acre y dolorosa de Vestir al desnudo y otras obras de Pirandello. Anatole France huía del dolor. Era la suya un alma griega, enamorada de la serenidad y de la gracia. Su carne era una carne sensual como la de aquellos pretéritos abates liberales, un poco volterianos, que conocían a los griegos y los latinos más que el evangelio cristiano y que amaban, sobre todas las cosas, la buena mesa. Anatole France era sensible al dolor y a la injusticia. Pero le disgustaba que existieran y trataba de ignorarlos. Ponía sobre la tragedia humana la frágil espuma de su ironía. Su literatura es delicada, transparente y ática como el champagne. Es el champagne melancólico, el vino capitoso y perfumado de la decadencia burguesa; no es el amargo y áspero mosto de la revolución proletaria. Tiene contornos exquisitos y aromas aristocráticos. Los títulos de sus libros son de un gusto quintaesenciado y hasta decadente: El Estuche de Nácar, El Jardín de Epicuro, El Anillo de Amatista, etc. ¿Qué importa que bajo la carátula de El Anillo de Amatista se oculte una procaz intención anticlerical? El fino título, el atildado estilo, bastan para ganar la simpatía y el consenso de la opinión burguesa. La emoción social, el latido trágico de la vida contemporánea quedan fuera de esta literatura. La pluma de France no sabe aprehenderlos. No lo intenta siquiera. El ánima y las pasiones de la muchedumbre se le escapan. "Sus finos ojos de elefante" no saben penetrar en la entraña oscura del pueblo; sus manos pulidas juegan feli-namente con las cosas y los hombres de la superficie. France satiriza a la burguesía, la roe, la muerde con sus agudos, blancos y maliciosos dientes; pero la anestesia con el opio sutil de su estilo erudito y musical, para que no sienta demasiado el tormento.
Se exagera mucho el nihilismo y el escepticismo de France que, en verdad, son asaz leves y dulces. France no era tan incrédulo como parecía. Im-pregnado de evolucionismo, creía en el progreso casi ortodoxamente. El socialismo era para France una etapa, una estación del Progreso. El valor científico del socialismo lo conmovía más que su prestigio revolucionario. Pensaba France que la Revolución vendría; pero que vendría casi a plazo fijo. No sentía ningún deseo de acelerarla ni de precipitarla. La revolución le inspiraba un respeto místico, una adhesión un poco religiosa. Esta adhesión no fue, ciertamente, un episodio de su vejez. France dudó durante mucho tiempo; pero en el fondo de su duda y de su negación latía una ansia imprecisa de fe. Ningún espíritu, que se siente vacío, desierto, deja de tender, finalmente, hacia un mito, hacia una creencia. La duda es estéril y ningún hombre se conforma estoicamente con la esterilidad. Anatole France nació demasiado tarde para creer en los mitos burgueses; demasiado temprano para renegarlos plenamente. Lo sujetaban a una época que no amaba, el pesado lastre del pasado, los sedimentos de su educación y su cultura, cargados de nostalgias estéticas. Su adhesión a la Revolución fue un acto intelectual más bien que un acto espiritual.
Las izquierdas se han complacido siempre de reconocer a Anatole France como una de sus figuras. Sólo con motivo de su jubileo, festejado por toda Francia,, casi unánimemente, los intelectuales de la extrema izquierda sintieron la necesidad de diferenciarse netamente de él Clarté, negó "al nihilista sonriente, al escéptico florido", el derecho al homenaje de la revolución. "Nacido bajo el signo de la democracia —decía Clarté—Anatole France queda inseparablemente unido a la Tercera República". Agregaba que "las pequeñas tempestades y las mediocres convulsiones de ésta" componían uno de los principales materiales de su literatura y que su escepticismo "pequeño truco al alcance de todas las bolsas y de todas las almas, era en suma el efecto de la mediocridad circundante".
Pero, malgrado estas discrepancias y oposiciones, nada más falso que la imagen de un Anatole France muy burgués, muy patriota, muy académico, que nos aderezan y sirven las cocinas de la crítica conservadora. No, Anatole France no era tan poca cosa. Nada le habría humillado y afligido más en su vida que la previsión de merecer de la posteridad ese juicio. La justicia de los pobres, la utopía y la herejía de los rebeldes, tuvieron siempre en France un defensor. Dreyfusista con Zolá hace muchos años, clartista con Barbusse hace muy pocos años, el viejo y maravilloso escritor insurgió siempre contra el viejo orden social. En todas las cruzadas del bien ocupó su puesto de combate. Cuando el pueblo francés pidió la amnistía de Andrés Marty, el marino del Mar Negro que no quiso atacar Odesa comunista, Anatole France proclamó el heroísmo y el deber de la indisciplina y la desobediencia ante una orden criminal. Varios de sus libros, Opiniones Sociales, Hacia los Nuevos Tiempos, etc., señalan a la humanidad las vías del socialismo.
Otro de sus libros Sobre la Piedra Blanca, que tiende el vuelo hacia el porvenir y la utopía, es uno de los mejores documentos de su personalidad. Todos los elementos de su arte se conciertan y combinan en esas páginas admirables. Su pensamiento, alimentado de recuerdos de la antigüedad clásica, explora el porvenir distante desde un anciano proscenio. Las dramatis personae de la novela, gente selecta, exquisita e intelectual, de alma al mismo tiempo antigua y moderna, se mueven en un ambiente grato a la literatura del maestro. Uno es un personaje auténticamente real y contem-poráneo, Giacomo Boni, el arqueólogo del Foro Romano, a quien más de una vez he encontrado en alguna aula o en algún claustro de Roma. El argumento de la novela es una plática erudita entre Giacomo Boni y sus contertulios. El coloquio evoca a Galión, gobernador de Grecia, filósofo y literato romano, que habiéndose encontrado con San Pablo, no supo entender su extraño lenguaje ni presentir la revolución cristiana. Toda su sabiduría, todo su talento fracasaban ante el intento, superior a sus fuerzas, de ver en San Pablo algo más que un judío fanático, absurdo y sucio. Dos mundos estuvieron en ese encuentro frente a frente sin conocerse y sin comprenderse. Galión desdeñó a San Pablo como protagonista de la Historia; pero la Historia dio la razón al mundo de San Pablo y condenó el mundo de Galión. ¿No hay en este cuadro una anticipación de la nueva filosofía de la Historia? Luego, los personajes de Anatole France se entretie-nen en una previsión de la futura sociedad proletaria. Calculan que la revolu-ción llegará hacia el fin de nuestro siglo.
La previsión ha resultado modesta y tímida. A Giacomo Boni y a Anatole France les ha tocado asistir, en el tramonto dorado de su vida, al orto sangriento de la revolución.
En los funerales de Anatole France, todos los estratos sociales y todos los sectores políticos quisieron estar representados. La derecha, el centro y la izquierda, saludaron la memoria del ilustre hombre de letras. Los sobre-vivientes del pasado, los artesanos del presente y los precursores del porvenir coincidieron, casi unánimes, en este homenaje fúnebre. La vieja guardia del partido comunista francés escoltó por las calles de París los restos de Anatole France. Hubo pocas abstenciones. Pravda, órgano oficial de Rusia sovietista, declaró que en la persona de Anatole France la vieja cultura tendía la mano a la humanidad nueva.
Pero este casi armisticio que, en una época de aguda beligerancia, colocaba la figura de Anatole France por encima de la guerra de clases, no duró sino un segundo. Fue sólo la ilusión de un armisticio. Algunos intelectuales de extrema derecha y de extrema izquierda sintieron la necesidad de esclarecer y de liquidar el equívoco. La juventud comunista francesa negó su voto a la gloria del maestro muerto. En un número especial de Clarté, cuatro escritores clartistas definieron agresivamente la posición antifrancista de su grupo. Y, por su parte, los representantes ortodoxos de la ideología reaccionaria, católica y tradicionalista, separándose de Charles Maurras, rehusaron su acatamiento a Anatole France, a quien no podían perdonar, ni aún in extremis, el sentimiento anticristiano y anticlerical que constituye la trama espiritual de todo su arte.
De esta revisión de la obra de Anatole France, únicamente las críticas de la extrema izquierda tienen verdadero interés histórico. Que la Aristocracia y el Medioevo excomulguen a Anatole France, por su paganismo y su nihilismo, no puede sorprender absolutamente a nadie. Anatole France no fue nunca un literato en olor de santidad católica y conservadora. Su filiación socialista situaba, normalmente, a France al lado del proletariado y de la revolución. France era comúnmente designado como un patriarca de los nuevos tiempos. La sola crítica nueva, la sola crítica iconoclasta que se formula contra su personalidad literaria es, por consiguiente, la que le discute y le cancela este título.
El documento más autorizado y característico de esta crítica es el panfleto de Clarté. Anatole France, como es notorio, dio su nombre y su adhesión al movimiento clartista. Suscribió con Henri Barbusse los primeros manifiestos de la Internacional del Pensamiento. Se enroló entre los defensores de la Revolución rusa. Se puso al flanco del comunismo francés. Su vejez, su fatiga, su gloria y su arterioesclerosis no le consintieron seguir a Clarté en su rápida trayectoria. Clarté marchaba aprisa, por una vía demasiado ruda, hacia la revolución. La culpa no era de Anatole France ni de Clarté. France per-tenecía a una época que concluía; Clarté a una época que comenzaba. La historia, en suma, tenía que alejar a Clarté de Anatole France y de su obra.
La obra de France encuentra su más severo tribunal en el grupo de intelec-tuales organizado o bosquejado bajo su auspicio. Esta circunstancia confiere a la crítica de Clarté un valor singular.
Marcel Fourrier no cree que se pueda establecer una distinción entre France hombre de letras y France hombre político. Clarté no puede pronunciarse sobre una obra, cualquiera que esta obra sea, sin examinarla desde un punto de vista social. "Sobre este plano -escribe- y con pleno conocimiento de causa, nosotros repudiamos la obra de France. Estamos animados en esta revista por una preocupación demasiado viva de probidad intelectual para poder hablar diversamente a un público que apreciará nuestra franqueza. La obra de France niega toda la ideología proletaria de la cual ha brotado la Revolución Rusa. Por su escepticismo superior y su retórica untuosa, France se halla singularmente emparentado a todo el linaje de socialistas burgueses". Luego estudia Fourrier los móviles y los estímulos de la conducta de France en dos capítulos sustantivos de la historia francesa: la cuestión Dreyfus y la gran guerra. En ambos instantes, France sostuvo la política de la «unión sagrada». Su gaseoso pacifismo capituló ante el mito de la guerra por la Democracia. A este pacifismo no tornó sino después de 1917 cuando Romain Rolland, Henri Barbusse y otros hombres habían suscitado ya una corriente pacifista.
El oportunismo mundano de Anatole France es acremente condenado por Jean Bernier. Con mordacidad y agudeza maltrata la estética del maestro, que "ajusta sus frases, combina sus proporciones y carda sus epítetos", perenne-mente fiel a un gusto mitad preciosista, mitad parnasiano. "El hombre, sus instintos y sus pasiones, sus amores y sus odios, sus sufrimientos y sus esfuerzos, todo esto resulta extraño a esta obra". Bernier se opone, con tanta vehemencia como Fourrier, a toda tentativa de anexar la literatura de Anatole France a la ideología de la revolución.
Otro de los escritores de Clarté, Edouard Berth, discípulo remarcable de Jorge Sorel, ve en Anatole France uno de los representantes típicos del fin de una cultura. Piensa que las dos familias espirituales, en que se ha dividido siempre la Francia burguesa, han tenido en Barrés y en Anatole France sus últimos representantes. La cultura burguesa -dice- ha cantado en la obra de ambos escritores su canto del cisne. Observa Berth que nadie ama tanto al maestro como "ciertas mujeres, judías cerebrales, grandes burguesas blasées, a quienes el epicureísmo, aliado a un misticismo florido y perfumado y a un revolucionarismo distinguido, hace el efecto de una caricia inédita; y ciertos curas en quienes el catolicismo es hijo del Renacimiento y de Horacio más que del Evangelio, prelados untuosos, finos humanistas y diplomáticos consumados de la corte romana".
Anatole France ha sido considerado siempre como un griego de las letras francesas. Contra este equívoco insurge George Michael, otro escritor de Clarté, que desnuda la Grecia postiza de los humanistas franceses. La Grecia, que estos helenistas admiran y conocen, es la Grecia de la decadencia. Anatole France, como todos ellos, se ha complacido y se ha deleitado en la evocación voluptuosa de la hora decadente, retórica, escéptica, crepuscular, de la civilización helénica.
Tales impresiones sobre el arte de Anatole France venían madurando, desde hace algún tiempo en la conciencia de los intelectuales nuevos. Ahora ad-quieren expresión y precisión. Pero, larvadas, bosquejadas, se difundían en la inteligencia y en el espíritu contemporáneos, especialmente en los sectores de vanguardia, desde el comienzo de la crisis post-bélica. A medida que esta crisis progresaba se sentía en una forma más categórica e intensa que Anatole France correspondía a un estado de ánimo liquidado por la guerra. Malgrado su adhesión a Claridad y a la Revolución rusa, Anatole France no podía ser considerado como un artista o un pensador de la humanidad nueva. Esa adhesión expresaba, a lo sumo, lo que Anatole France quería ser; no lo que Anatole France era.
También de mi alma, como de otras, se borraba poco a poco la primera imagen de Anatole France. Hace tres meses, en un artículo escrito en ocasión de su muerte, no vacilé en clasificar a Anatole Franee como un literato fin de siglo. "Pertenece -dije- a la época indecisa, fatigada, de la decadencia burguesa".
Pienso, sin embargo, que la requisitoria de Clarté es, en algunos puntos, como todas las requisitorias, excesiva y extremada. En la obra de Anatole France es ciertamente, vano y absurdo buscar el espíritu de una humanidad nueva. Pero lo mismo se puede decir de toda la literatura de su tiempo. El arte revolucionario no precede a la Revolución. Alejandro Blok, cantor de las jornadas bolcheviques, fue antes de 1917 un literato de temperamento decadente y nihilista. Arte decadente también, hasta 1917, el de Mayaskowski. La literatura contemporánea no se puede librar de la enfermiza herencia que alimenta sus raíces. Es la literatura de una civilización que tramonta. La obra de Anatole France no ha podido ser una aurora. Ha sido, por eso, un crépúsculo.
Máximo Gorki es el novelista de los vagabundos, de los parias; de los miserables. Es el novelista de los bajos fondos, de la mala vida y del hambre. La obra de Gorki es una obra peculiar, espontánea, representativa de este siglo de la muchedumbre, del Cuarto Estado y de la revolución social. Muchos artistas contemporáneos extraen sus temas y sus tipos de los estratos plebeyos, de las capas inferiores. El alma y las pasiones burguesas son un tanto inactuales. Están demasiado exploradas. En el alma y las pasiones proletarias, en cambio, existen matices nuevos y líneas insólitas.
La plebe de las novelas y de los dramas de Gorki no es la plebe occidental. Pero es auténticamente la plebe rusa. Y Gorki no es sólo un narrador del romance ruso, sino también uno de sus protagonistas. No ha hecho la revolución rusa; pero la ha vivido. Ha sido uno de sus críticos, uno de sus cronistas y uno de sus actores.
Gorki no ha sido nunca bolchevique. A los intelectuales, a los artistas, les falta habitualmente la fe necesaria para enrolarse facciosa, disciplinada, sectariamente, en los rangos de un partido. Tienden a una actitud personal, distinguida y arbitraria ante la vida. Gorki, ondulante, inquieto, heterodoxo, no ha seguido rígidamente ningún programa y ninguna confesión política. En los primeros tiempos de la revolución dirigió un diario socialista revolucionario: la Novaia Yzn. Este diario acogió con desconfianza y enemistad al régimen sovietista. Tachó de teóricos y de utopistas a los bolcheviques. Gorki escribió que los bolcheviques efectuaban un experimento útil a la humanidad, mortal para Rusia. Pero la raíz de su resistencia era más recóndita, más íntima, más espiritual. Era un estado de ánimo, un estado de erección contrarrevolucionaria común a la mayoría de los intelectuales. La revolución los trataba y vigilaba como a enemigos latentes. Y ellos se mal-humoraban de que la revolución, tan bulliciosa, tan torrentosa, tan explosiva, turbase descortésmente sus sueños, sus investigaciones y su discursos. Algunos persistieron en este estado de ánimo. Otros se contagiaron, se inflamaron de fe revolucionaria. Gorki, por ejemplo, no tardó en aproximarse a la revolución. Los Soviets le encargaron la organización y el rectorado de la casa de los intelectuales. Esta casa, destinada a salvar la cultura rusa de la marea revolucionaria, albergó, alimentó y proveyó de elementos de estudio y de trabajo a los hombres de ciencia y a los hombres de letras de Rusia. Gorki, entregado a la protección de los sabios y los artistas rusos, se convirtió así en uno de los colaboradores sustantivos del Comisario de Instrucción Pública Lunatcharsky.
Vinieron los días de la sequía y de la escasez en la región del Volga. Una cosecha frustrada empobreció totalmente, de improviso, a varias provincias rusas, debilitadas y extenuadas ya por largos años de guerra y de bloqueo. Muchos millones de hombres quedaron sin pan para el invierno. Gorky sintió que su deber era conmover y emocionar a la humanidad con esta tragedia inmensa. Solicitó la colaboración de Anatole France, de Gerardo Hauptmann, de Bernard Shaw y de otros grandes artistas. Y salió de Rusia, más lejana y mas extranjera entonces que nunca, para hablar a Europa de cerca. Pero no era ya el vigoroso vagabundo, el recio nómade de otros tiempos. Su vieja tuberculosis lo asaltó en el camino. Y lo obligó a detenerse en Alemania y a asilarse en un sanatorio. Un gran europeo, el sabio y explorador Nansen, recorrió Europa demandando auxilios para las provincias famélicas. Nansen habló en Londres, en París, en Roma. Dijo, bajo la garantía de su palabra insospechable y apolítica, que no se trataba de una responsabilidad del comunismo, sino de un flagelo, de un cataclismo, de un infortunio. Rusia, bloqueada y aislada, no podía salvar a todos sus hambrientos. No había tiempo que perder. El invierno se acercaba. No socorrer inmediatamente a los hambrientos era abandonarlos a la muerte. Muchos espíritus generosos respondieron a este llamamiento. Las masas obreras dieron su óbolo. Mas el instante no era propicio para la caridad y la filantropía. El ambiente occidental estaba demasiado cargado de rencor y de enojo contra Rusia. La gran prensa europea acordó a la campaña de Nansen un favor desganado. Los estados europeos, insensibilizados, envenenados por la pasión, no se consternaron ante la desgracia rusa. Los socorros no fueron proporcionados a la magnitud de ésta. Varios millones de hombres se salvaron; pero otros varios millones perecieron. Gorky, afligido por esta tragedia, anatematizó la crueldad de Europa y profetizó el fin de la civilización europea. El mundo -dijo- acaba de constatar un debilitamiento de la sensibilidad moral de Europa. Ese debilitamiento es un síntoma de la decadencia y degeneración del mundo occidental. La civilización europea no era únicamente respetable por su riqueza técnica y material sino también por su riqueza moral. Ambas fuerzas le habían conferido autoridad y prestigio ante el Oriente. Venidas a menos, nada defiende a la civilización europea de los asaltos de la barbarie.
Gorki escucha una interna voz subconsciente que le anuncia la ruina de Europa. Esta misma voz le señala al campesino como a un enemigo implacable y fatal de la revolución rusa. La revolución rusa es una obra del proletariado urbano y de la ideología socialista, esencialmente urbana también. Los campesinos han sostenido a la revolución porque ésta les ha dado la posesión de la tierra. Pero otros capítulos de su programa no son igualmente inteligibles para la mentalidad y el interés agrarios. Gorki desespera de que la psicología egoísta y sórdida del campesino llegue a asimilarse a la ideología del obrero urbano. La ciudad es la sede, es el hogar de la civilización y de sus creaciones. La ciudad es la civilización misma. La psicología del hombre de la ciudad es más altruista y más desinteresada que la psicología del hombre de campo. Esto se observa no sólo en la masa campesina sino también en la aristocracia cam-pesina. El temperamento del latifundista agrario es mucho menos elástico, menos ágil y menos comprensivo que el del latifundista industrial, Los magnates del campo están siempre en la extrema derecha; los magnates de la banca y de la industria prefieren una posición centrista y tienden al pacto y al compromiso con la revolución. La ciudad adapta al hombre al colectivismo; el campo estimula bravíamente su individualismo. Y por esto, la última batalla entre el individualismo y el socialismo se librará, tal vez, entre la ciudad y el campo.
Varios estadistas europeos comparten, implícitamente, esta preocupación de Gorki. Caillaux, verbigracia, mira con inquietud y aprensión la tendencia de los campesinos de la Europa Central a independizarse del industrialismo urbano. Resurge en Hungría la pequeña industria rural. El campesino vuelve a hilar su lana y a forjar su herramienta. Intenta renacer una economía medioeval, una economía primitiva. La intuición, la visión de Gorki coincide con la constatación, con la verificación del hombre de ciencia.
Yo he hablado con Gorki de esta y otras cosas en diciembre de 1922 en el Neue Sanatorium de Saarow Ost. Su alojamiento estaba clausurado a todas las visitas extrañas, a todas las visitas insólitas. Pero María Feodorowna, la mujer de Gorki, me franqueó sus puertas. Gorki no habla sino ruso, María Feodorowna habla alemán, francés, inglés, italiano. En ese tiempo Gorki escribía el tercer tomo de su autobiografía. Y comenzaba un libro sobre hombres rusos.
- ¿Hombres rusos?
- Si; hombres que yo he visto en Rusia; hombres que he conocido; no hombres célebres, sino hombres interesantes.
Interrogué a Gorki acerca de sus relaciones con el bolchevismo. Algunos periódicos pretendían que Gorki andaba divorciado de sus líderes. Gorki me desmintió esta noticia. Tenía la intención de volver pronto a Rusia. Sus relaciones con los Soviets eran buenas, eran normales.
Hay en Gorki algo de viejo vagabundo, algo de viejo peregrino. Sus ojos agudos, sus manos rústicas, su estatura un poco encorvada, sus bigotes tártaros. Gorki no es físicamente un hombre metropolitano; es, más bien, un hombre rural y campesino. Pero no tiene un alma patriarcal y asiática como Tolstoy. Tolstoy predicaba un comunismo campesino y cristiano. Gorki admira, ama y respeta las máquinas, la técnica, la ciencia occidentales, todas las cosas que repugnaban al misticismo de Tolstoy. Este eslavo, este vagabundo es, abstrusa y subconscientemente, un devoto, un fautor, un enamorado del Occidente y de su civilización.
Y, bajo los tilos de Saarow Ost, a donde no llegaban los rumores de la revolución comunista ni los alalás de la reacción fascista, sus ojos enfermos y videntes de alucinado veían con angustia aproximarse el tramonto y la muerte de una civilización maravillosa.
En 1917 el Occidente ignoraba todavía al mayor poeta ruso del siglo XX. La revolución comunista se lo reveló. Los poemas inspirados a Blok por la revolución -Los Escitas y Los Doce- fueron los primeros poemas suyos traducidos y difundidos en varias lenguas occidentales. La celebridad de Blok empezó con estos poemas. Los públicos occidentales de 1920 se interesaban más por el bolchevique que por el poeta. Y Blok, en verdad, no era bolchevique. Sobre todo, no lo había sido nunca antes de 1918. En cambio era, y había sido siempre, un poeta. Una curiosidad y una inquietud, comunes a todos los intelectuales y a todos los artistas rusos de su tiempo, lo habían acercado a grupos y revistas que se ocupaban de temas sociales y políticos. Pero su psicología y su temperamento no le habían consentido sentir, apasionada y exaltadamente, la política y sus problemas. Su pensamiento político era oscuro y confuso. Blok daba a veces la impresión de razonar reaccionaria-mente. En los últimos años perteneció a la izquierda del partido socialista revolucionario. No militó nunca en el partido bolchevique. Poeta simbolista, su arte se nutrió, antes de la revolución, de nostalgias aristocráticas.
Su más intensa vida intelectual y artística trascurrió entre dos fechas culmi-nantes de la historia de este siglo: 1905 y 1917. Estas dos fechas encierran el período en el cual se incubó la revolución bolchevique. El fracaso de la revolución de 1905 creó en Rusia una atmósfera sentimental de pesimismo y de desesperanza. La literatura rusa de ese tiempo es trágicamente nihilista y negativa. Es la literatura de una derrota. Se clasifica como uno de los docu-mentos de esa crisis del alma rusa una novela de Arzibachev: Sanin. Esta y otras novelas de Arzibachev. El Extremo Límite, por ejemplo, reflejan un humor enfermo y neurótico. Pasan por sus escenas sombras de dolientes suicidas. Y en este mundo abúlico y alcohólico, discurre insolente y befardo, un personaje cínico y sensual que se propone vivir super-humanamente. Crisis de individualismo y de pesimismo disolventes y corrosivos. Andreiev y sus agonistas son también un producto de esta neurastenia.
Blok, principalmente, se parecía a uno de esos personajes atormentados, místicos y débiles de Sanin. Tal es, por lo menos, el retrato que de él nos han ofrecido, después de su muerte, algunos contemporáneos suyos. Z. Hippius, que trató a Blok entre 1901 y 1918, nos cuenta algunos capítulos de su romance. Blok, en el croquis de la Hippius, es un gran enfant hiperestésico, bueno, un poco triste, preocupado por todo lo indecible, desprovisto de voluntad y de impulso. La Hippius presiente en él, desde los primeros encuentros, un hombre dulcemente trágico. Su vida se anuncia gris, pálida, estéril. Y Blok acepta este destino sin rebeldía y sin protesta. Una de las características de su psicología parece ser, según el relato de la Hippius, la no defensa. El matrimonio, la filosofía, el alcohol y, un poco la política, se combinan, más tarde, en su destino. Hay un instante, sin embargo, en que la vida y el alma de Alejandro Blok se iluminan súbitamente. Es el instante en que su esposa le da un hijo. Su existencia adquiere entonces una pulsación nueva. Cesa, por un momento, de ser una existencia sin objeto y sin esperanza. Pero el niño nace condenado a muerte. Y muere a los diez días de su nacimiento. El destino del poeta vuelve a ensombrecerse. Blok parte para un viaje. El viaje es para su tristeza un alcohol nuevo. Blok se embriaga, se abandona, se fastidia. Retorna a Petrogrado más lunático y más taciturno que antes. Llegan los tiempos de la guerra. Viene, después, la revolución. Y, por segunda vez, Blok descubre una estrella. La Hippius, contrarrevolucionaria acérrima y rencorosa, nos dice que en esos días Blok hablaba como en los días del nacimiento de su hijo. La revolución era otra cosa que nacía en su vida y, acaso, en parte de su vida. El dormido elan vital de Blok despertó para ordenar al poeta que se entregase íntegro a la revolución. Fue por este camino que Alejandro Blok, poeta simbolista, de espíritu y estirpe aristocráticos, se sumó al bolchevismo. La pobre Hippius llama a esta repentina, imperiosa e irresistible inspiración, "su caída". Su "profunda y dolorosa caída" escribe la Hippius, con una compasión conmovedoramente sincera y estúpida.
Los días más exaltados, más febriles, más intensos de la vida y la poesía de Alejandro Blok fueron, sin duda, los de la revolución. Pero para el poeta de Los Doce y de Los Escitas este acontecimiento arribó demasiado tarde. Blok no podía ya rehacer su vida. La revolución reclamaba esfuerzos heroicos. Blok sintió, muy pronto que en este esfuerzo, en esta tensión, se rompían su alma y su cuerpo exhaustos. En la llama devoradora de la revolución se quedó la última brizna de su voluntad. Blok murió en 1921, deshecho, quebrado, vencido por el postrer esfuerzo.
Máximo Gorki ha escrito últimamente su recuerdo de Blok. Este recuerdo está casi totalmente ocupado por un diálogo de Gorki y Blok en un jardín de Petrogrado. Diálogo en el cual Blok se mostró, como siempre, torturado, obsesionado por su afán de discutir y comprender el sentido de la vida, de la muerte, del amor. Gorki interrogado, respondió que estos eran pensamientos íntimos que él guardaba para sí. "Hablar de mí mismo es un arte sutil que yo no poseo". Blok se exasperó: "Usted esconde lo que usted piensa del espíritu de la verdad. ¿Por qué?" Y, después de un rato de divagación neurasténica, tornó a interrogar a Gorki: "¿Qué piensa usted de la inmortalidad, de la posibilidad de la inmortalidad?" La respuesta metafísicamente materialista de Gorki le pareció un poco ininteligible y un poco humorística. Luego, barajó sombríamente algunas ideas penetrantes, pero inútiles para componer una concepción positiva de la vida. Y cayó en una desolación acerba. "¡Si nosotros pudiéramos cesar completamente de pensar aunque no fuese sino durante diez años! Extinguir este fuego engañador que nos atrae siempre más adentro en la noche del mundo y escuchar con nuestro corazón la armonía universal. El cerebro, el cerebro... Es un órgano poco seguro, monstruo-samente grande, monstruosamente desarrollado. Hinchado como un bocio". Blok se planteaba a sí mismo incesantemente todas las cuestiones. Una de las que más le preocupaba, en los últimos tiempos, era la de la posición y el deber de los intelectuales frente a la revolución social. Blok sabía y sentía cuál era el mal de los intelectuales. Reconocía en él su propio mal. Lo definía, lo diag-nosticaba con una clarividencia trágica de alucinado. No ignoraba absolutamente nada de su debilidad y su impotencia. En uno de sus ensayos, revelados al Occidente después de su muerte, explica así su tragedia: "La línea que separa a los intelectuales del pueblo de Rusia, ¿es verdade-ramente una línea infranqueable? En tanto que subsista esta barrera los intelectuales están condenados a errar, a agitarse vanamente, a degenerar en un círculo sin salida. La inteligencia no tiene, ninguna razón de renegarse a sí misma mientras, no crea que pueda haber en esta actitud una directa necesidad vital. No solamente le es imposible renegarse sino que puede confirmar todas sus flaquezas, hasta la flaqueza del suicidio. ¿Qué replicaré yo a un hombre a quien conducen al suicidio las exigencias de su individualismo, de su demonismo, de su estética o, en fin, la muy corriente inducción de la desesperanza y de la angustia? ¿Qué objetaré, si yo mismo amo la estética, el individualismo y la desesperanza; si yo mismo, como él, soy un intelectual? ¿Si no hay en mí nada que yo pueda amar más que esta predilección amorosa del individualismo, más que mi angustia que acompaña siempre, como una sombra, esta predilección?" Y precisa Blok en el mismo ensayo, el contraste entre el alma del intelectual y el alma de las masas: "Si los intelectuales se impregnan cada día más de la voluntad de muerte, el pueblo desde tiempos lejanos porta en sí la voluntad de vida. Se comprende, pues, por qué aún el incrédulo se dirija a veces hacia el pueblo pidiéndole la fuerza de vivir: obra simplemente por instinto de conservación, pero encuentra el silencio, el desprecio, una indulgente piedad: es detenido ante la línea inaccesible; se rompe tal vez contra algo más terrible que lo que podía prever". El poeta de Los Doce y de Los Escitas quiso, en estos poemas, ser el poeta de la revolución rusa. No fue su culpa si no pudo serlo por mucho tiempo. Su alma había absorbido, en treintiocho años, todos los venenos de una época de decadencia. Y su conciencia, lúcida y sensible, se sentía irremediablemente envenenada.
Pero su destino quiso que su poesía saludara el alba de la época nueva. El poeta tuvo, al final de su existencia, un instante de exaltación y de plenitud. Después, se irguió ante él la barrera infranqueable. Las manos transidas de Blok, torcían ya, tal vez, la cuerda del suicidio, cuando arribó sola la muerte.
George Grosz, reputado como uno de los mayores dibujantes de Alemania, desconcierta con su agresividad a los públicos europeos. Merece ser presentado como el autor de la más vehemente requisitoria que, en los últimos tiempos, se haya pronunciado contra la vieja Alemania.
Grosz ha hecho el retrato más genial y más crudo de la burguesía tudesca. Sus dibujos desmidan el alma de los junckers, los banqueros, los rentistas etc. De toda la adiposa y ventruda gente a la cual el pobrediablismo de otros artistas respeta y saluda servilmente como a una élite. Grosz define, mejor que ningún artista, mejor que ningún literato, mejor que ningún psiquiatra, los tipos en quienes se concreta la decadencia espiritual, la miseria psíquica de una casta agotada y decrépita. Es un psicólogo. Es un psicoanalista.
La psicología de sus personajes acusa constantemente una baja sensualidad. El lápiz de Grosz estudia todos los estados y todos los gestos de su libídine. Libídine de dinero y libídine carnal. En la atmósfera de sus restaurants, de sus casinos, de sus cabarets, flota un relente de sensualidad exasperada. El repleto schieber, delante de la mesa donde ha cenado en la grata compañía de una amiga pingüe, degusta su champaña con un regüeldo de digestión obscena.
No es George Grosz, sin embargo, un caricaturista. Su arte no es bufo. Ante uno de sus dibujos, no es el caso de hablar de caricatura. George Grosz no deforma, cómica-mente, la naturaleza. La interpreta, la desviste, con una terrible fuerza para poseer y revelar su íntima verdad. Pertenece este artista a la categoría de Goya. Es un Goya explosivo. Un Goya moderno. Un Goya revolucionario. En esta época se le podría clasificar teóricamente dentro del superrealismo. René Arcos, a propósito de esta clasificación, escribe que para designar su ten-dencia la palabra realismo le parece ampliamente suficiente. "Si algunos han creído que este vocablo merecía pasar al retiro -opina- es porque no ha encontrado todavía servidores dignos de él. Nadie pensará siquiera sostener que los artistas y escritores de la época naturalista no se han contado entre los menos realistas. Todos casi se han detenido en la apariencia exterior de los seres y de las cosas. El realismo se encuentra aún en sus comienzos. Me refiero al realismo interior, al intrarealismo, si esta palabra no asusta".
Superrealista o realista, George Grosz es un artista del más alto rango. Su dibujo, de una simplicidad infantil, es, al mismo tiempo, de una fuerza de expresión que parece superar todas las posibilidades. Cuenta Grosz que la manera de los niños lo sedujo siempre. En este rasgo de su arte se reconoce y se identifica uno de los sentimientos que lo emparentan con el expresionismo y, en general, con las escuelas del arte ultra-moderno.
Piensa Grosz que un impulso revolucionario mueve al verdadero artista. El verdadero artista trabaja sin preocuparse del gusto y del consenso de su época. Le importa poco estar de acuerdo con sus contemporáneos. Lo que le importa es estar de acuerdo consigo mismo. Obedece a su inspiración individual. Produce para el porvenir. Deja su obra al fallo de las generaciones futuras. Sabe que la humanidad cambiará. Se siente destinado a contribuir con su obra a este cambio.
En sus primeros tiempos, Grosz se entregó, como otros artistas nacidos bajo el mismo signo, a un escéptico y desesperado individualismo. Se encastilló en una enfermiza super-estimación del arte. Sufrió una crisis de aguda y acérrima misantropía. Los hombres, según su pesimista filosofía de entonces, se distinguían en dos especies: malvados e imbéciles. La guerra modificó totalmente su ególatra y huraña concepción de la vida y de la humanidad. "Muchos de mis camaradas -dice Grosz- acogían bien mis dibujos, compartían mis sentimientos. Esta constatación me produjo más placer que la recompensa de un amateur cualquiera de cuadros, que podía apreciar mi trabajo únicamente bajo el punto de vista especulativo. En esa época yo empecé a dibujar no sólo porque en esto encontraba una com-placencia sino porque otros participaban de mi estado de espíritu. Comencé a ver que existía un fin mejor que el de trabajar para sí o para los comerciantes de cuadros".
El caso Grosz, desde este punto de vista, se semeja al caso Barbusse. Como Barbusse, Grosz procedía de una generación escéptica, individualista y negativa. La guerra le enseñó un camino nuevo. La guerra le reveló que los hombres que repudian y condenan el presente no están solos. En las trincheras, Grosz descubrió a la humanidad. Antes no había conocido sino a su sedicente élite; la costra muerta e inerme que flota sobre la superficie de las aguas inquietas y vivientes. "Hoy -declara Grosz- ya no odio a los hombres sin distinción; hoy, odio vuestras malas instituciones y sus defensores. Y si tengo una esperanza es la de ver desaparecer estas instituciones y la clase que las protege. Mi trabajo está al servicio de esta esperanza. Millones de hombres la comparten conmigo: millones de hombres que no son evidentemente amateurs de arte, ni mecenas, ni mercaderes de cuadros».
Este arte -del cual el público elegante y la crítica burguesa no perciben y admiran sino los elementos formales y exteriores, el humorismo, la técnica, la agresividad, la penetración- se alimenta de una emoción religiosa, de un sentimiento místico. La fuerza de expresión de Grosz nace de su fe, de su pathos. El escritor italiano ItaloTavolato constata, acertadamente, que la obra de Grosz se eleva a un dominio metafísico. "El burgués -dice- tal como lo entiende Grosz, equivale al pecador del mito cristiano, símbolo el uno y el otro de la imperfección orgánica, personificaciones irresponsables de los defectos de la creación, productos de una experiencia frustrada de la naturaleza. Y si, como lo quieren todas las religiones, el primero, y el único deber del hombre es la perfección, es decir el genio, el burgués es en este caso aquel que no ha tenido el ánimo de conquistar un rango superior en la humanidad, que no ha sabido adueñarse de algunas partículas de la sustancia divina, que por el contrario se ha resignado y fosilizado a medio camino".
Es esto lo que diferencia a George Grosz de otros artistas de las escuelas de vanguardia. Es esto lo que da profundidad a su realismo. La mayor parte de los expresionistas, de los futuristas, de los cubistas, de los superrealistas,* etc., se debaten en una búsqueda exasperada y estéril que los conduce a las más bizarras e inútiles aventuras. Su alma está vacía; su vida está desierta. Les falta un mito, un sentimiento, una mística, capaces de fecundar su obra y su inspiración. Les preocupa el instrumento; no les preocupa el fin. Una vez hallado, el instrumento no les sirve sino para inventar una nueva escuela. Grosz es un poco super-realista, un poco dadaísta, un poco futurista. Pero a ninguna de estas escuelas -en ninguna de las cuales su genio se deja encasillar- le debe los ingredientes espirituales, los elementos superiores de su arte.
El futurismo no es -como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo- únicamente una escuela o una tendencia de arte de vanguardia. Es, sobre todo, una cosa peculiar de la vida Italiana. El futurismo no ha produ-cido, como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo, un concepto o una forma definida o peculiar de creación artística. Ha adoptado, parcial o total-mente, conceptos o formas de movimientos afines. Más que un esfuerzo de edificación de un arte nuevo ha representado un esfuerzo de destrucción del arte viejo. Pero ha aspirado a ser no sólo un movimiento de renovación artística sino también un movimiento de renovación política. Ha intentado casi ser una filosofía. Y, en este aspecto, ha tenido raíces espirituales que se confunden o enlazan con las de otros fenómenos de la historia contemporánea de Italia.
Hace quince años del bautizo del futurismo. En febrero de 1909, Marinetti y otros artistas suscribieron y publicaron en París el primer manifiesto futurista. El futurismo aspiraba a ser un movimiento internacional. Nacía, por eso, en París. Pero estaba destinado a adquirir, poco a poco, una fisonomía y una esencia fundamentalmente italianas. Su duce, su animador, su caudillo, era un artista de temperamento italianísimo: Marinetti, ejemplar típico de latino, de italiano, de meridional. Marinetti recorrió casi toda Europa. Dio conferencias en París, en Londres, en Petrogrado. El futurismo, sin embargo, no llegó a aclimatarse duradera y vitalmente sino en Italia. Hubo un instante en que en los rangos del futurismo militaron los más sustanciosos artistas de la Italia actual: Papini, Govoni, Palazeschi, Folgore y otros. El futurismo era entonces un impetuoso y complejo afán de renovación.
Sus líderes quisieron que el futurismo se convirtiese en una doctrina, en un dogma. Los sucesivos manifiestos futuristas tendieron a definir esta doctrina, este dogma. En abril de 1909 apareció el famoso manifiesto contra el claro de luna. En abril de 1910 el manifiesto técnico de la pintura futurista, suscrito por Boccioni, Carrá, Russolo, Balla, Severini, y el manifiesto contra Venecia pasadista. En enero de 1911 el manifiesto de la mujer futurista por Valentine de Saint Point. En abril de 1912 el manifiesto de la escultura futurista por Boccioni. En mayo el manifiesto de la literatura futurista por Marinetti. En pintura, los futuristas plantearon esta cuestión: que el movi-miento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos. En música, iniciaron la tendencia a interpretar el alma musical de las muchedumbres, de las fábricas, de los trenes, de los transatlánticos. En literatura, inventaron las palabras en libertad. Las palabras en libertad son una literatura sin sintaxis y sin coherencia. Marinetti la definió como una obra de «imaginación sin hilos».
En octubre de 1913 los futuristas pasaron del arte a la política. Publicaron un programa político que no era, como los programas anteriores, un programa internacional sino un programa italiano. Este programa propugnaba una política extranjera "agresiva, astuta, cínica". En el orden exterior, el futurismo se declaraba imperialista; conquistador, guerrero. Aspiraba a una anacrónica restauración de la Roma Imperial. En el orden interno, se declaraba antisocialista y anticlerical. Su programa, en suma, no era revolucionario sino reaccionario. No era futurista, sino pasadista. Concepción de literatos, se inspiraba sólo en razones estéticas.
Vinieron, luego, el manifiesto de la arquitectura futurista y el manifiesto del teatro sintético futurista. El futurismo completó así su programa ómnibus. No fue ya una tendencia sino un haz, un fajo de tendencias. Marinetti daba a todas estas tendencias un alma y una literatura comunes. Era Marinetti en esa época uno de los personajes más interesantes y originales del mundo occi-dental. Alguien lo llamó «la cafeína de Europa».
Marinetti fue en Italia uno de los más activos agentes bélicos. La literatura futurista aclamaba la guerra como la «única higiene del mundo». Los futuristas excitaron a Italia a la conquista de Tripolitania. Soldado de esa empresa bélica, Marinetti extrajo de ella varios motivos y ritmos para sus poemas y sus libros. Mafarka, por ejemplo, es una novela de ostensible y cálida inspiración africana. Más tarde, Marinetti y sus secuaces se contaron entre los mayores agitadores del ataque a Austria.
La guerra dio a los futuristas una ocupación adecuada a sus gustos y aptitudes. La paz, en cambio, les fue hostil. Los sufrimientos de la guerra generaron una explosión de pacifismo. La tendencia imperialista y guerrera declinó en Italia. El Partido Socialista y el Partido Católico ganaron las elecciones e influyeron acentuadamente en los rumbos del poder. Al mismo tiempo inmigraron a Italia nuevos conceptos y formas artísticas francesas, alemanas, rusas. El futurismo cesó de monopolizar el arte de vanguardia. Carrá y otros divulgaron en la revista Valori Plastici las novísimas corrientes del arte ruso y del arte alemán. Evolá fundó en Retina una capilla dadaísta. La casa de arte Bragaglia y su revista Cronache di Attualitá, alojaron las más selectas expresiones del arte europeo de vanguardia. Marinetti, nerviosamente dinámico, no desapareció ni un minuto de la escena. Organizó con uno de sus tenientes, el poeta Cangiullo, una temperada de teatro futurista. Disertó en París y en` Roma sobre el tactilismo. Y no olvidó la política. El bolchevismo era la novedad del instante. Marinetti escribió Más allá del comunismo. Sostuvo que la ideología futurista marchaba adelante de la ideología comunista. Y se adhirió al movimiento fascista.
El futurismo resulta uno de los ingredientes espirituales e históricos del fascismo. A propósito de D'Annunzio, dije que el fascismo es d'annunziano. El futurismo, a su vez, es una faz del d'annunzianismo. Mejor dicho, d'annunzianismo y marinettisimo son aspectos solidarios del mismo fenó-meno. Nada importa que D'Annunzio se presente como un enamorado de la forma clásica y Marinetti como su destructor. El temperamento de Marinetti es, como el temperamento de D'Annunzio, un temperamento pagano, estetista, aristocrático, individualista. El paganismo de D'Annunzio se exaspera y extrema en Marinetti. Marinetti ha sido en Italia uno de los más sañudos adversarios del pensamiento cristiano. Antonio Labriola considera acertadamente a Marinetti como uno de los forjadores psicológicos del fascismo. Recuerda que Marinetti ha predicado a la juventud italiana el culto de la violencia, el desprecio de los sentimientos humanitarios, la adhesión a la guerra, etc.
Y el ambiente fascista, por eso, ha propiciado un retoñamiento del futurismo. La secta futurista se encuentra aún en plena actividad. Marinetti vuelve a sonar bulliciosamente en Italia con motivo de su libro sobre Futurismo y Fascismo. En un escrito de este libro, publicado ya en su revista Noi, reafirma su filiación nietzschana y romántica. Preconiza el advenimiento pagano de una Artecracia. Sueña con una sociedad organizada y regida por artistas, en vez de esta sociedad organizada y regida por políticos. Opone a la idea colectivista de la Igualdad la idea individualista de la Desigualdad. Arremete contra la Justicia, la Fraternidad, la Democracia.
Pero políticamente el futurismo ha sido absorbido por el fascismo. Dos escritores futuristas, Settimelli y Carli, dirigen en Roma el diario L'Impero, extremistamente reaccionario y fascista. Settimelli dice en un artículo de L'Impero que "la monarquía absoluta es el régimen más perfecto". El futurismo ha renegado, sobre todo, sus antecedentes anticlericales e iconoclastas. Antes, el futurismo quería extirpar de Italia los museos y el Vaticano. Ahora, los compromisos del fascismo lo han hecho desistir de este anhelo. El Fascismo se ha mancomunado con la Monarquía y con la Iglesia. Todas las fuerzas tradicionalistas, todas las fuerzas del pasado, tienden necesaria e históricamente a confluir y juntarse. El futurismo se torna, así, paradójicamente pasadista. Bajo el gobierno de Mussolini y las camisas negras, su símbolo es el fascio littorio de la Roma Imperial.