LA historia del movimiento proletario inglés, es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia es de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lassalle a los dos hombres representativos de la teoría socialista: Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa mínimo. La organización y la asociación de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Interna-cional, tuvo en cambio, un ánima reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción del horario de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la Revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. El proletariado quería obtener de lo burguesía todas las concesio-nes que ésta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés está colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria. Una diferencia de temperamento, de clima y de estilo.
La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su meta revolucio-naria. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reivin-dicaciones. Ya no le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. Le ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo! -han exclamado- ¡estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas! Cierto, los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de ocho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales. Exacta-mente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La élite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolu-cionario. Constituye una generación de funcionarios socialistas y sindicales, desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domes-ticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la socialdemocracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscú ha subvencionado al órgano del Labour Party The Daily Herald. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas.
El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado por los grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.
Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro Sobre la piedra inmaculada, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo XXII la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el África; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; mas, Inglaterra socialista conserva sin embargo la monarquía.
Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.
En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el putsch y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los mas beatos y normales tiempos prebélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral. Los tres grandes partidos británicos -conservador, liberal y laborista- usan como instrumentos de lucha la prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.
Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de su escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista-democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.
Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Mas el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.
El socialismo se dividía en Francia, hasta fines del siglo pasado, en varias escuelas y diversas agrupaciones. El Partido Obrero, dirigido por Guesde y Lafargue, representaba oficialmente el marxismo y la táctica clasista. El Partido Socialista Revolucionario, emanado del blanquismo,* encarriaba la tradición revolucionaria francesa de la Comuna. Vaillant era su más alta figura. Los independientes reclutaban sus prosélitos, más que en la clase obrera, en las categorías intelectuales. En su estado mayor se daban cita no pocos diletantes del socialismo. Al lado de la figura de un Jaurés se incubaba, en este grupo, la figura de un Viviani.
En 1898, el partido obrero provocó un movimiento de aproximación de los varios grupos socialistas. Se bosquejaron las bases de una entente. El proceso de clarificación de la teoría y la praxis socialistas, cumplido ya en otros países, necesitaba liquidar también en Francia las artificiales diferencias que anarquizaban aún, en capillas y sectas concurrentes, las fuerzas del socialismo. En el sector socialista francés había nueve matices; pero, en realidad no había sino dos tendencias: la tendencia clasista y la tendencia colabora-cionista. Y, en último análisis, estas dos tendencias no necesitaban sino entenderse sobre los límites de su clasismo y de su colaboracionismo para arribar fácilmente a un acuerdo. A la tendencia clasista o revolucionaria le tocaba reconocer que, por el momento, la revolución debía ser considerada como una meta distante y la lucha de clases reducida a sus más moderadas manifestaciones. A la tendencia colaboracionista le tocaba conceder en cambio, que la colaboración no significase, también por el momento, la entrada de los socialistas en un ministerio burgués. Bastaba eliminar esta cuestión para que la vía de la polarización socialista quedase franqueada.
Sobrevino entonces un incidente que acentuó y exacerbó momentáneamente esta única discrepancia sustancial. Millerand, afiliado a uno de los grupos socialistas, aceptó una cartera en el ministerio radical de Waldeck Rousseau. La tendencia revolucionaria reclamó la ex-confesión de Millerand y la descalificación definitiva de toda futura participación socialista en un ministerio. La tendencia colaboracionista, sin solidarizarse abiertamente con Millerand, se reafirmó en su tesis, favorable, en determinadas circunstancias, a esta participación. Briand que debía seguir, poco después, la ruta de Millerand, maniobraba activamente por evitar que un voto de la mayoría cerrase la puerta de la doctrina socialista a nuevas escapadas ministeriales. Pero, entre tanto, algo se había avanzado en él camino de la concentración socialista. Los grupos, las escuelas, no eran ya nueve sino únicamente dos.
A la unificación se llegó, finalmente, en 1904. La cuestión de la colaboración ministerial fue examinada y juzgada en agosto de ese año, en suprema instancia, por el congreso socialista internacional de Amsterdam. Este congreso repudió la tesis colaboracionista. Jaurés -que hasta ese instante la sustentó honrada y sinceramente- con un gran sentido de su responsabilidad y de su deber se inclinó, disciplinado, ante el voto de la Internacional. Y, como consecuencia de la decisión de Amsterdam, los principios de un entendimi-ento entre la corriente dirigida por Jaurés y la corriente dirigida por Guesde y Vaillant quedaron, en las subsecuentes negociaciones, fácilmente estableci-dos. La fusión fue pactada y sellada, definitivamente, en el congreso de París de abril de 1905. En el curso del año siguiente, el Partido Socialista se desembarazó de Briand, atraído desde hacía algún tiempo al campo de gravitación de la política burguesa y los sillones ministeriales.
Pero la política del partido unificado no siguió, por esto, un rumbo revolu-cionario. La unificación fue el resultado de un compromiso entre las dos corrientes del socialismo francés. La corriente colaboracionista renunció a una eventual intervención directa en el gobierno de la Tercera República; pero no se dejó absorber por la corriente clasista. Por el contrario, consiguió suavizar su antigua intransigencia. En Francia, como en las otras democracias occidentales, el espíritu revolucionario del socialismo se enervaba y desfibraba en el trabajo parlamentario. Los votos del socialismo, cada vez más numerosos, pesaban en las decisiones del Parlamento. El partido socialista jugaba un papel en los conflictos y en las batallas de la política burguesa. Practicaba, en el terreno parlamentario, una política de colaboración con los partidos más avanzados de la burguesía. La fuerte figura y el verbo elocuente de Jaurés imprimían a esta política un austero sello de idealismo. Mas no podían darle un sentido revolucionario que, por otra parte, no tenía tampoco la política de los demás partidos socialistas de la Europa occidental. El espíritu revolucionario había trasmigrado, en Francia, al sindicalismo. El más grande ideólogo de la revolución no era ninguno de los tribunos ni de los escritores del Partido Socialista. Era Jorge Sorel, creador y líder del sindicalismo revolucionario, crítico penetrante de la degeneración parlamentaria del socialismo.
Durante el período de 1905 a 1914, el partido socialista francés actuó, sobre todo, en el terreno electoral y parlamentario. En este trabajo, acrecentó y organizó sus efectivos; atrajo a sus rangos a una parte de la pequeña burguesía; educó en sus principios, asaz atenuados, a una numerosa masa de intelectuales y diletantes. En las elecciones de 1914, el partido obtuvo un millón cien mil votos y ganó ciento tres asientos en la Cámara. La guerra rompió este proceso de crecimiento. El pacifismo humanitario y estático de la socialdemocracia europea se encontró de improviso frente a la realidad dinámica y cruel del fenómeno bélico. El Partido Socialista francés sufrió, además, cuando la movilización marcial comenzaba, la pérdida de Jaurés, su gran líder. Desconcertado por esta pérdida, la historia de esos tiempos tempestuosos lo arrolló y lo arrastró por su cauce. Los socialistas franceses no pudieron resistir la guerra. No pudieron tampoco, durante la guerra, preparar la paz. Acabaron colaborando en el gobierno. Guesde y Sembat formaron parte del ministerio. Los jefes del socialismo y del sindicalismo sostuvieron mansamente la política de la unión sagrada. Algunos sindicalistas, algunos revolucionarios, opusieron, solos, aislados, una protesta inerme a la masacre.
El Partido Socialista y la Confederación General del Trabajo se dejaron conducir por los acontecimientos. Los esfuerzos de algunos socialistas europeos por reconstruir la Internacional no lograron su cooperación ni su consenso.
El armisticio sorprendió, por tanto, debilitado, al Partido Socialista. Durante la guerra, los socialistas no habían tenido una orientación propia. Fatalmente, les había correspondido, por tanto, seguir y servir la orientación de la burguesía. Pero en el botín político de la victoria no les tocaba parte alguna. En las elecciones de 1919, a pesar de que la marejada revolucionaria nacida de la guerra empujaba a su lado a las masas descontentas y desilusionadas, los socialistas perdieron varios asientos en la Cámara y muchos sufragios en el país.
Vino, luego, el cisma. La burocracia del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo carecía de impulso revolucionario. No podía, por ende, enrolarse en la nueva Internacional. Un estado mayor de tribunos, escritores, funcionarios y abogados que no habían salido todavía del estupor de la guerra, no podía ser el estado mayor de una revolución. Tendía, forzosamente, a la vuelta a la beata y cómoda existencia de demagogia inocua y retórica, interrumpida por la despiadada tempestad bélica. Toda esta gente se sentía normalizadora; no se sentía revolucionaria. Pero la nueva generación socialista se movía, por el contrario, hacia la revolución. Y las masas simpatizaban con esta tendencia. En el Congreso de Tours de 1920 la mayoría del partido se pronunció por el comunismo. La minoría conservó el nombre de Partido Socialista. Quiso continuar siendo, como antes, la S.F.I.O. (Sección Francesa de la Internacional Obrera). La mayoría constituyó el partido comunista. El diario de Jaurés, L'Humanité, pasó a ser el órgano del comunismo. Los más ilustres parlamentarios, los más ancianos personajes, permanecieron, en cambio, en las filas de la S. F. I. O. con León Blum, con Paul Boncour, con Jean Longuet.
El comunismo prevaleció en las masas; el socialismo en el grupo parlamen-tario.
El rumbo general de los acontecimientos europeos favoreció, más tarde, un resurgimiento del antiguo socialismo. La creciente revolucionaria declinaba. Al período de ofensiva proletaria seguía un período de contraofensiva bur-guesa. La esperanza de una revolución mundial inmediata se desvanecía. La fe y la adhesión de las masas volvían, por consiguiente, a los viejos jefes. Bajo el gobierno del Bloque Nacional, el socialismo reclutó en Francia muchos nuevos adeptos. Hacia un socialismo moderado y parlamentario afluían las gentes que, en otros tiempos hubiesen afluido al radicalismo. La S. F. I. O., coaligada con los radicales socialistas en el Bloque de Izquierdas, recuperó en mayo de 1924 todas las diputaciones que perdió en 1919 y ganó, además, algunas nuevas. El Bloque de Izquierdas asumió el poder. Los socialistas no consideraron oportuno formar parte del Ministerio. No era todavía el caso de romper con la tradición anticolaboracionista -formalmente anticolaboracionista- de los tiempos prebélicos. Por el momento bastaba con sostener a Herriot, a condición de qué Herriot cumpliese con las promesas hechas, en las jornadas de mayo, al electorado socialista.
En su congreso de Grenoble, en febrero último, los socialistas de la S. F. I. O. han debatido el tema de sus relaciones con e1 radicalismo. En esa reunión, Longuet, Ziromsky y Braque han acusado a Herriot de faltar a su programa y han reprobado al grupo parlamentario socialista su lenidad y su abdicación ante el ministerio. Por boca de esos tres oradores, una gruesa parte del proselitismo socialista ha declarado su voluntad de permanecer fiel a la táctica clasista. Pero, al mismo tiempo, ha reaparecido acentuadamente en el socialismo francés la tendencia a la colaboración ministerial, expulsada en otro tiempo con Millerand y Briand. León Blum, que como attaché de Marcel Sembat ha conocido ya la tibia y plácida temperatura de los gabinetes ministeriales, ha pedido a los representantes del colaboracionismo un poco de paciencia. Les ha recordado que sostener un ministerio no tiene los riesgos ni las responsabilidades de formar parte de él. Los socialistas, según Blum, no deben ir al gobierno como colaboradores de los radicales. Deben aguardar que madure la ocasión en que acapararán solos el poder. Al calor de un gobierno del bloque de izquierdas, los socialistas adquirirán la fuerza nece-saria para recibir el poder de manos de sus aliados de hoy. Movido por esta esperanza, el Partido Socialista se ha declarado en Grenoble a favor del bloque de izquierdas, contra la reacción y contra el bolchevismo. Lo que equivale a decir que se ha declarado francamente democrático.
La figura de Jaurés es la más alta, la más noble, la más digna figura de la Troisiéme Republique. Jaurés procedía de una familia burguesa. Debutó en la política y en el parlamento en los rangos del radicalismo. Pero la atmósfera ideológica y moral de los partidos burgueses no tardó en disgustarle. El socialismo ejercía sobre su espíritu robusto y combativo una atracción irresistible. Jaurés se enroló en las filas del proletariado. Su actitud, en los primeros tiempos, fue colaboracionista. Creía Jaurés que los socialistas no debían excluir de su programa la colaboración con un ministerio de la izquierda burguesa. Mas, desde que la Segunda Internacional, en su congreso de Amsterdam, rechazó esta tesis sostenida por varios líderes socialistas, Jaurés acató disciplinadamente este voto. León Trotsky, en un sagaz ensayo sobre la personalidad del gran tribuno, escribe lo siguiente: "Jaurés había entrado en el partido hombre maduro ya, con una filosofía idealista comple-tamente formada. Esto no le impidió curvar su potente cuello (Jaurés era de una complexión atlética) bajo el yugo de la disciplina orgánica y varias veces tuvo la obligación y la ocasión de demostrar que no solamente sabia mandar sino también someterse".
Jaurés dirigió las más brillantes batallas parlamentarias del socialismo francés. Contra su parlamentarismo, contra su democratismo, insurgieron los teóricos y los agitadores de la extrema izquierda proletaria. George Sorel y los sindicalistas denunciaron esta praxis como una deformación del espíritu revolucionario del marxismo. Mas el movimiento obrero, en los tiempos prebélicos, como se ha dicho muchas veces, no se inspiró en Marx sino en Lassalle. No fue revolucionario sino reformista. El socialismo se desarrolló insertado dentro de la democracia. No pudo, por ende, sustraerse a la influencia de la mentalidad democrática. Los líderes socialistas tenían que proponer a las masas un programa de acción inmediata y concreta, como único medio de encuadrarlas y educarlas dentro del socialismo. Muchos de estos líderes perdieron en este trabajo toda energía revolucionaria. La praxis sofocó en ellos la teoría. Pero a Jaurés no es posible confundirlo con estos revolucionarios domesticados. Una personalidad tan fuerte como la suya no podía dejarse corromper ni enervar por el ambiente democrático. Jaurés fue reformista como el socialismo de su tiempo, pero dio siempre a su obra reformista una meta revolucionaria.
Al servicio de la revolución social puso su inteligencia profunda, su rica cultura y su indomable voluntad. Su vida fue una vida dada íntegramente a la causa de los humildes. El libro, el periódico, el parlamento, el mitin, todas las tribunas del pensamiento fueron usadas por Jaurés en su larga carrera de agitador. Jaurés fundó y dirigió el diario L'Humanité, perteneciente en la actualidad al Partido Comunista. Escribió muchos volúmenes de crítica social e histórica. Realizó, con la colaboración de algunos estudiosos del socialismo y de sus raíces históricas, una obra potente: la Historia Socialista de la Revolución Francesa.
En los ocho volúmenes de esta historia, Jaurés y sus colaboradores enfocan los episodios y el panorama de la Revolución Francesa desde puntos de vista socialistas. Estudian la Revolución como fenómeno social y como fenómeno económico, sin ignorarla ni disminuirla como fenómeno espiritual. Jaurés, en esta obra, como en toda su vida, conserva su gesto y su posición idealistas. Nadie más reacio, nadie más adverso que Jaurés a un materialismo frío y dogmático. La crítica de Jaurés proyecta sobre la Revolución del 89 una luz nueva. La Revolución Francesa adquiere en su obra un contorno nítido. Fue una revolución de la burguesía, porque no pudo ser una revolución del proletariado. El proletariado no existía entonces como clase organizada y consciente. Los proletarios se confundían con los burgueses, en el estado llano, en el pueblo. Carecían de un ideario y una dirección clasistas. Sin embargó, durante los días polémicos de la revolución, se habló de pobres y ricos. Los jacobinos, los babouvistas reivindicaron los derechos de la plebe. Desde muchos puntos de vista la revolución fue un movimiento de sans culottes. La Revolución se apoyó en los campesinos que constituían una categoría social bien definida. El proletariado urbano estaba representado por el artesano en el cual prevalecía un espíritu pequeño-burgués. No había aún grandes fábricas, grandes usinas. Faltaba, en suma; el instrumento de una revolución socialista. El socialismo, además, no había encontrado todavía su método. Era una nebulosa de confusas y abstractas utopías. Su germinación, su maduración, no podían producirse sino dentro de una época de desarrollo capitalista. Así como en la entraña del orden feudal se gestó el orden burgués, en la entraña del orden burgués debía gestarse el orden proletario. Finalmente, de la revolución francesa emanó la primera doctrina comunista: el babouvismo.
El tribuno del socialismo francés, que demarcó así la participación material y espiritual del proletariado en la revolución francesa, era un idealista, pero no un utopista. Los motivos de su idealismo estaban en su educación, en su temperamento, en su psicología. No se avenía con su mentalidad un socialismo esquemática y secamente materialista. De allí, en parte, sus contrastes con los marxistas. De allí su adhesión honrada y sincera a la idea de la democracia. Trotsky hace una definición muy exacta de Jaurés en las siguientes líneas: "Jaurés entró en la arena política en la época más sombría de la Tercera República, que no contaba entonces sino una quincena dé años de existencia y que, desprovista de tradiciones sólidas, tenía que luchar contra enemigos poderosos. Luchar por la República, por su conservación, por su depuración, he aquí la idea fundamental de Jaurés, la que inspira toda su acción. Buscaba Jaurés para la República una base social más amplia; quería llevar la República al pueblo para hacer del Estado republicano el instrumento de la economía socialista. El socialismo era para Jaurés el solo medio seguro de consolidar la República y el solo medio posible de completarla y terminarla. En su aspiración infati-gable de la síntesis idealista, Jaurés era, en su primera época, un demócrata pronto a adoptar el socialismo; en su última época, un socialista que se sentía responsable de toda la democracia".
El asesinato de Jaurés cerró un capítulo de la historia del socialismo francés. El socialismo democrático y parlamentario perdió entonces a su gran líder. La guerra y la crisis post-bélica vinieron más tarde a invalidar y a desacreditar el método parlamentario. Toda una época, toda una fase del socialismo, concluyó con Jaurés.
La guerra encontró a Jaurés en su puesto de combate. Hasta su último instan-te, Jaurés trabajó, con todas sus fuerzas, por la causa de la paz Su verbo ululó contra el gran crimen en Paris y en Bruselas. Únicamente la muerte pudo ahogar su elocuente voz acusadora.
Le tocó a Jaurés ser la primera víctima de la tragedia. La mano de un oscuro nacionalista, armada moralmente por L'Action Française y por toda la prensa reaccionaria, abatió al hombre más grande de la Tercera República. Más tarde, la Tercera República debía renegarlo absolviendo al asesino.
El Partido Comunista Francés nació de la misma matriz que los otros partidos comunistas de Europa. Se formó, durante los últimos años de la guerra, en el seno del socialismo y del sindicalismo. Los descontentos de la política del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo -los que en plena guerra osaron condenar la adhesión del socialismo a la "unión sagrada" y a la guerra- fueron su primera célula. Hubo pocos militantes conocidos entre estos precursores. En esta minoría minúscula, pero dinámica y combativa, que concurrió a las conferencias de Zimmerwald y Kienthal, es donde se bosquejó, embrionaria e informe todavía, una nueva Internacional revolucionaria. La revolución rusa estimuló el movimiento. En torno de Loriot, de Monatte y de otros militantes, se concentraron numerosos elementos del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo. Fundada la Tercera Internacional, con Guilbeaux y Sadoul como representantes de los revolucionarios franceses, la fracción de Monatte y de Loriot planteó categóricamente, en el Partido Socialista Francés, la cuestión de la adhesión a Moscú. En 1920, en el congreso de Strasbourg, la tendencia comunista obtuvo muchos votos. Sobre todo, atrajo a una parte de sus puntos de vista a una tendencia centrista que, encabezada por Cachin y Frossard, constituía el grueso del Partido Socialista. El debate quedó abierto. Cachin y Frossard hicieron una peregrinación a Moscú donde el espectáculo de la revolución los conquistó totalmente. Esta conversión fue decisiva. En el Congreso de Tours, reunido meses después que el anterior, la mayoría del Partido Socialista se pronunció por la adhesión a la Tercera Internacional. El cisma se produjo en condiciones favorables al comunismo. Los socialistas conservaron el nombre del antiguo partido y la mayor parte de sus parlamentarios. Los comunistas heredaron la tradición revolucionaria y la propiedad de L'Humanité.
Pero la escisión de Tours no pudo separar, definitiva y netamente, en dos grupos absolutamente homogéneos, a reformistas y revolucionarios, o sea a socialistas y comunistas. Al nuevo Partido Comunista había trasmigrado una buena parte de la mentalidad y del espíritu del viejo Partido Socialista. Muchos militantes habían dado al comunismo una adhesión sólo sentimental e intelectual que su saturación democrática no les consentía mantener. Educados en la escuela del socialismo prebélico, no se adaptaban al método bolchevique. Espíritus demasiado críticos, demasiado racionalistas, demasiado enfants du siécle, no compartían la exaltación religiosa, mística, del bolchevismo. Su trabajo, su juicio, un poco escépticos en el fondo, no correspondían al estado de ánimo de la Tercera Internacional. Este contraste engendró una crisis. Los elementos de origen y de psicología reformistas tenían que ser absorbidos o eliminados. Su presencia paralizaba la acción del joven partido.
La fractura del Partido Socialista fue seguida de la fractura de la Confede-ración General del Trabajo. El sindicalismo revolucionario, nutrido del pensamiento de Jorge Sorel, había representado, antes de la guerra, un renacimiento del espíritu revolucionario y clasista del proletariado, enervado por la práctica reformista y parlamentaria. Este espíritu había dominado, al menos formalmente, hasta la guerra, en la C.G.T. Pero en la guerra la C.G.T. se había comportado como el Partido Socialista. Con la crisis del socialismo sobrevino, por consiguiente, terminada la guerra, una crisis del sindicalismo. Una parte de la C.G.T. siguió el socialismo; la otra parte siguió al comunismo. El espíritu revolucionario y clasista estaba representado, en esta nueva fase de la lucha proletaria, por las legiones de la Tercera Internacional. Varios teóricos del sindicalismo revolucionario lo reconocían así. Jorge Sorel, crítico acerbo de la degeneración reformista del socialismo, aprobaba el método clasista de los bolcheviques, mientras que algunos socialistas, negando a Lenin el derecho de considerarse ortodoxamente marxista, sostenían que su personalidad acusaba, más bien, la influencia soreliana.
La C.G.T. se escindía porque los sindicatos necesitaban optar entre la vía de la revolución y la vía de la reforma. El sindicalismo revolucionario cedía su puesto, en la guerra social, al comunismo. La lucha, desplazada del terreno económico a un terreno político, no podía ser gobernada por los sindicatos, de composición inevitablemente heteróclita, sino por un partido homogéneo. En el hecho, aunque no en la teoría, los sindicalistas de las dos tendencias se sometían a esta necesidad. La antigua Confederación del Trabajo obedecía la política del Partido Socialista; la nueva Confederación (C. G. T. U.) obedecía la política del Partido Comunista. Pero también en el campo sindical debía cumplirse una clasificación, una polarización, más o menos lenta y laboriosa, de las dos tendencias. La ruptura no había resuelto la cuestión: la había planteado solamente.
El proceso de bolcheviquización del sector comunista francés impuso, por estos motivos, una serie de eliminaciones que, naturalmente, no pudieron realizarse sin penosos desgarramientos. La Tercera Internacional, resuelta a obtener dicho resultado, empleó los medios más radicales. Decidió, por ejemplo, la ruptura de todo vínculo con la masonería. El antiguo Partido Socialista -que en la batalla laica, en los tiempos prebélicos, había sostenido al radicalismo- se había enlazado y comprometido excesivamente con la burguesía radical, en el seno de las logias. La francmasonería era el nexo, más o menos visible, entre el radicalismo y el socialismo. Escindido el Partido Socialista, una parte de la influencia francmasónica se trasladó al Partido Comunista. El nexo, en suma, subsistía. Muchos militantes comunistas que en la plaza pública combatían todas las formas de reformismo, en las logias fraternizaban con toda suerte de radicaloides. Un secreto cordón umbilical ligaba todavía la política de la revolución a la política de la reforma. La Tercera Internacional quería cortar este cordón umbilical. Contra su resolu-ción, se rebelaron los elementos reformistas que alojaba el partido. Frossard, uno de los peregrinos convertidos en 1920, secretario general del comité ejecutivo, sintió que la Tercera Internacional le pedía una cosa superior a sus fuerzas. Y escribió, en su carta de dimisión de su cargo, su célebre je no peux pas. El partido se escisionó. Frossard, Lafont, Meric, Paul Louis y otros elementos dirigentes constituyeron un grupo autónomo que, después de una accidentada y lánguida vida, ha terminado por ser casi íntegramente reabsorbido por el Partido Socialista.
Estas amputaciones no han debilitado al partido en sus raíces. Las elecciones de mayo fueron una prueba de que, por el contrario, las bases populares del comunismo se habían ensanchado. La lista comunista alcanzó novecientos mil votos. Estos novecientos mil votos no enviaron a la Cámara sino veintiséis militantes del comunismo, porque tuvieron que enfrentarse solos a los votos combinados de dos alianzas electorales; el Bloque Nacional y el Cartel de Izquierdas. El partido ha perdido, en sus sucesivas depuraciones, algunas figuras; pero ha ganado en homogeneidad. Su bolcheviquización parece conseguida.
Pero nada de esto anuncia aún en Francia una inmediata e inminente revo-lución comunista. El argumento del "peligro comunista", es, en parte, un argumento de uso externo. Una revolución no puede ser predicha a plazo fijo. Sobre todo, una revolución no es un golpe de mano. Es una obra multitu-dinaria. Es una obra de la historia. Los comunistas lo saben bien. Su teoría y su praxis se han formado en la escuela y en la experiencia del materialismo histórico. No es probable, por ende, que se alimenten de ilusiones.
El partido comunista francés no prepara ningún apresurado y novelesco asalto del poder. Trabaja por atraer a su programa a las masas de obreros y campe-sinos. Derrama los gérmenes de su propaganda en la pequeña burguesía. Emplea, en esta labor, legiones de misioneros. Los doscientos mil ejemplares diarios de L'Humanité difunden en toda Francia sus palabras de orden. Marcel Cachin, Jacques Doriot, Jean Renaud, André Berthon, Paul Vaillant Couturier y André Marty, el marino rebelde del Mar Negro, son sus líderes parlamentarios.
Una rectificación. O, para decirlo en francés una mise au point. En el vocabulario comunista, el término parlamentario no tiene su acepción clásica. Los parlamentarios comunistas no parlamentan. El parlamento es para ellos únicamente una tribuna de agitación y de crítica.
La historia del socialismo italiano se conecta, teórica y prácticamente, con toda la historia del socialismo europeo. Se divide en dos períodos bien demarcados: el período pre-bélico y el período post-bélico. Enfoquemos, en este estudio, el segundo período, que comenzó, definida y netamente, en 1919, cuando las consecuencias económicas y psicológicas de la guerra y la influencia de la revolución rusa crearon en Italia una situación revolucionaria.
Las fuerzas socialistas llegaron a ese instante unidas y compactas todavía. El partido socialista italiano, malgrado la crisis y las polémicas intestinas de veinte años, conservaba su unidad. Las disidencias, las secesiones de su proceso de formación -que habían eliminado sucesivamente de su seno el bakuninismo de Galleani, el sindicalismo soreliano de Enrique Leone y el reformismo colaboracionista de Bissolati y Bonomi- no habían engendrado, en las masas obreras, un movimiento concurrente. Los pequeños grupos que, fuera del socialismo oficial, trabajan por atraer a las masas a su doctrina, no significaban para el partido socialista verdaderos grupos competidores. Los reformistas de Bissolati y de Bonomi no constituían, en realidad, un sector socialista. Se habían dejado absorber por la democracia burguesa. El Partido Socialista dominaba en la Confederación General del Trabajo, que reunía en sus sindicatos a dos millones de trabajadores. El desarrollo del movimiento obrero se encontraba en su plenitud.
Pero la unidad era sólo formal. Maduraba en el socialismo italiano, como en todo el socialismo europeo, una nueva conciencia, un nuevo espíritu. Esta nueva conciencia, este nuevo espíritu, pugnaban por dar al socialismo un rumbo revolucionario. La vieja guardia socialista, habituada a una táctica oportunista y democrática, defendía, en tanto, obstinadamente su política tradicional. Los antiguos líderes, Turati, Treves, Modigliani, D'Aragona, no creían arribada la hora de la revolución. Se aferraban a su viejo método. El método del socialismo italiano había sido, hasta entonces, teóricamente revolucionario; pero prácticamente reformista. Los socialistas no habían colaborado en ningún ministerio; pero desde la oposición parlamentaria habían influido en la política ministerial. Los jefes parlamentarios y sindicales del socialismo representaban esta praxis. No podían, por ende, adaptarse a una táctica revolucionaria.
Dos mentalidades, dos ánimas diversas, que convivían dentro del socialismo, tendían cada vez más a diferenciarse y separarse. En el congreso socialista de Bolonia (octubre de 1919) la polémica entre ambas tendencias fue ardorosa y acérrima. Mas la ruptura pudo aún ser evitada. La tendencia revolucionaria triunfó en el congreso. Y la tendencia reformista se inclinó, disciplinada-mente, ante el voto de la mayoría. Las elecciones de noviembre de 1919 robustecieron luego la autoridad y la influencia de la fracción victoriosa en Bolonia. El Partido Socialista obtuvo, en esas elecciones, tres millones de sufragios. Ciento cincuentiséis socialistas ingresaron en la Cámara. La ofensiva revolucionaria, estimulada por este éxito, arreció en Italia tumul-tuosamente.
Desde casi todas las tribunas del socialismo se predicaba la revolución. La monarquía liberal, el estado burgués, parecían próximos al naufragio. Esta situación favorecía en las masas el prevalecimiento de un humor insurreccio-nal que anulaba casi completamente la influencia de la fracción reformista. Pero el espíritu reformista, latente en la burocracia del partido y de los sindicatos, aguardaba la ocasión de reaccionar. La ocasión llegó en agosto de 1920, con la ocupación de las fábricas por los obreros metalúrgicos. Este movimiento aspiraba a convertirse en la primera jornada de la insurrección. Giolitti, jefe entonces del gobierno italiano, advirtió claramente el peligro. Y se apresuró a satisfacer la reivindicación de los metalúrgicos aceptando, en principio, el control obrero de las fábricas. La Confederación General del Trabajo y el Partido Socialista, en un dramático diálogo, discutieron si era o no era la oportunidad de librar la batalla decisiva. La supervivencia del espíritu reformista en la mayoría de los funcionarios y conductores del proletariado italiano -aún en muchos de los que, intoxicados por la literatura del Avanti, se suponían y se proclamaban revolucionarios incandescentes- quedó evidenciada en ese debate. La revolución fue saboteada por los líderes. La mayoría se pronunció por la transacción. Esta retirada quebrantó, como era natural, la voluntad de combate de las masas. Y precipitó el cisma socialista. El Congreso de Livorno (enero de 1921) fue un vano intento por salvar la unidad. El empeño romántico de mantener, mediante una fórmula equívoca, la unidad socialista, tuvo un pésimo resultado. El partido apareció, en el Congreso de Livorno, dividido en tres fracciones: la fracción comunista, dirigida por Bórdiga, Terracini, Gennari, Graziadei, que reclamaba la ruptura con los reformistas y la adopción del programa de la Tercera Internacional; la fracción centrista encabezada por Serrati, director del Avanti que, afirmando su adhesión a la Tercera Internacional, quería, sin embargo, la unidad a ultranza; y la fracción reformista que seguía a Turati, Treves, Prampolini y otros viejos líderes del socialismo italiano. La votación favoreció la tesis centrista de Serrati, quien, por no romper con los más lejanos, rompió con los más próximos. La fracción comunista constituyó un nuevo partido. Y una segunda escisión empezó a incubarse.
Ausentes los comunistas, ausentes la juventud y la vanguardia, el partido socialista quedó bajo la influencia ideológica de la vieja guardia. El núcleo centrista de Serrati carecía de figuras intelectuales. Los reformistas, en cam-bio, contaban con un conjunto brillante de parlamentarios y escritores. A su lado estaban, además, los más poderosos funcionarios de la Confederación General del Trabajo. Serrati y sus fautores acaparaban, formalmente, la dirección del Partido Socialista; pero los reformistas se aprestaban a recon-quistarla sagaz y gradualmente. Las elecciones de 1921 sorprendieron así escindido y desgarrado el movimiento socialista. A la ofensiva revolucionaria, detenida y agotada en la ocupación de las fábricas, seguía una truculenta contra-ofensiva reaccionaria. El fascismo, armado por la plutocracia, tolerado por el gobierno y cortejado por la prensa burguesa, aprovechaba la retirada y el cisma socialistas para arremeter contra los sindicatos, cooperativas y municipios proletarios. Los socialistas y los comunistas concurrieron a las elecciones separadamente. La burguesía les opuso un cerrado frente único. Sin embargo, las elecciones fueron una vigorosa afirmación de la vitalidad del movimiento socialista. Los socialistas conquistaron ciento veintidós asientos en la Cámara; los comunistas obtuvieron catorce. Juntos, habrían conservado seguramente su posición electoral de 1919. Pero la reacción estaba en marcha. No les bastaba a los socialistas disponer de una numerosa representación parlamentaria. Les urgía decidirse por el método revolucionario o por el método reformista. Los comunistas habían optado por el primero; los socia-listas no habían optado por ninguno. El Partido Socialista, dueño de más de ciento veinte votos en la Cámara, no podía contentarse con una actitud perennemente negativa. Había que intentar una u otra cosa: la Revolución o la Reforma. Los reformistas propusieron abiertamente este último camino. Propugnaron una inteligencia con los populares y los liberales de izquierda contra el fascismo. Sólo este bloque podía cerrar el paso a los fascistas. Mas el núcleo de Serrati se negaba a abandonar su intransigencia formal. Y las masas que lo sostenían, acostumbradas durante tanto tiempo a una cotidiana declamación maximalista, no se mostraban, por su parte, asequibles a ideas colaboracionistas. El reformismo no había tenido aún tiempo de captarse a la mayoría del partido. Las tentativas de colaboración en un bloque de izquier-das resultaban prematuras. Encallaban en la intransigencia de unos, en el hamletismo de otros. Dentro del Partido Socialista reaparecía el conflicto entre dos tendencias incompatibles, aunque esta vez los términos del contraste no eran los mismos. Los reformistas tenían un programa; los centristas no tenían ninguno. El partido consumía su tiempo en una polémica bizantina. Vino, finalmente, el golpe de estado fascista. Y, tras de esta derrota, otra fractura. Los centristas rompieron con los reformistas. Constituyeron los primeros el Partido Socialista Maximalista y los segundos el Partido Socialista Unitario.
La batalla antifascista no ha unido las fuerzas socialistas italianas. En las últimas elecciones, los tres partidos combatieron independientemente. A pesar de todo mandaron a la Cámara, en conjunto, más de sesenta diputados. Cifra conspicua en un escrutinio del cual salían completamente diezmados los grupos liberales y democráticos.
Presentemente, los unitarios y los maximalistas forman parte de la oposición del Aventino. Los unitarios se declaran prontos a la colaboración ministerial. Su máximo líder, Filippo Turati, preside las asambleas de los aventinistas. La batalla antifascista ha atraído a las filas socialistas unitarias a muchos elemen-tos pequeño-burgueses de ideología democrática, disgustados de la política de los grupos liberales. El contenido social del reformismo ha acentuado así su color pequeño-burgués. Los socialistas unitarios conservan, por otra parte, su predominio en la Confederación General del Trabajo que, aunque quebrantada por varios años de terror fascista, es todavía un potente núcleo de sindicatos. Finalmente, el sacrificio de Matteotti, una de sus más nobles figuras, ha dado al Partido Socialista Unitario un elemento sentimental de popularidad.
Los maximalistas han sufrido algunas defecciones. Serrati y Maffi militan ahora en el comunismo. Lazzari, que representa la tradición proletaria clasista del socialismo italiano, trabaja por la adhesión de los maximalistas a la política de la Tercera Internacional. Los maximalistas se sirven, en su propaganda, del prestigio del antiguo P.S.I. (Partido Socialista Italiano) cuyo nombre guardan como una reliquia. Han heredado el diario Avanti, tradicional órgano socialista. No hablan a las masas el mismo lenguaje demagógico de otros tiempos. Pero continúan sin un programa definido. De hecho, han adoptado provisoriamente el del bloque de izquierdas del Aventino. Programa más bien negativo que afirmativo, puesto que no se propone, realmente, construir un gobierno nuevo, sino casi sólo abatir al gobierno fascista. A los maximalistas les falta además, como ya he observado, elementos intelectuales.
Los comunistas, que reclutan a la mayoría de sus adherentes en la juventud proletaria, siguen la política de la Tercera Internacional. No figuran, por eso, en el bloque del Aventino, al cual han tratado de empujar a una actitud revolucionaria, invitándolo a funcionar y deliberar como parlamento del pueblo en oposición al parlamento fascista.
Se destacan en el estado mayor comunista el ingeniero Bórdiga, el abogado Terracini, el profesor Graziadei, el escritor Gramsci. El comunismo obtuvo en las elecciones del año pasado más de trescientos mil sufragios. Posee en Milán un diario: Unitá. Propugna la formación de un frente único de obreros y campesinos.
La división debilita, marcadamente, el movimiento socialista en Italia. Pero este movimiento que ha resistido victoriamente más de tres años de violencia fascista, tiene intactas sus raíces vitales. Más de un millón de italianos (unitarios maximalistas, comunistas) han votado por el socialismo, hace un año, a pesar de las brigadas de camisas negras. Y los augures de la política italiana coinciden, casi unánimemente, en la previsión de que será la idea socialista, y no la idea demo-liberal, la qua dispute el porvenir al fascio littorio.
Ebert representa toda una época de la social-democracia alemana. La época de desarrollo y de envejecimiento de la Segunda Internacional. Dentro del régimen capitalista, arribado a su plenitud, la organización obrera no tendía sino a conquistas prácticas. El proletariado usaba la fuerza de sus sindicatos y de sus sufragios para obtener de la burguesía ventajas inmediatas. En Francia y en otras naciones de Europa apareció el sindicalismo revolucionario como una reacción contra este socialismo domesticado y parlamentario, Pero en Alemania no encontró el sindicalismo revolucionario un clima favorable. El movimiento socialista alemán se insertaba cada vez más dentro del orden y del Estado burgueses.
La social-democracia alemana no carecía de figuras revolucionarias. Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, Kautsky y otros mantenían viva la llama del marxismo. Mas la burocracia del Partido Socialista y de los sindicatos obreros estaba compuesta de mesurados ideólogos y de prudentes funcionarios, impregnados de la ideología de la clase burguesa. El proletariado creía ortodoxamente en los mismos mitos que la burguesía la Razón, la Evolución, el Progreso. El magro bienestar del proletariado se sentía solidario del pingüe bienestar del capi-talismo. El fenómeno era lógico. La función reformista había creado un órgano reformista. La experiencia y la práctica de una política oportunista habían desadaptado, espiritual e intelectualmente, a la burocracia del socialismo para un trabajo revolucionario.
La personalidad de Ebert se formó dentro de este ambiente. Ebert, enrolado en un sindicato, ascendió de su rango modesto de obrero manual al rango conspicuo de alto funcionario de la social-democracia. Todas sus ideas y todos sus actos estaban rigurosamente dosificados a la temperatura política de la época. En su temperamento se adunaban las cualidades y los defectos del hombre del pueblo, rutinario, realista y práctico. Desprovisto de genio y de elan, dotado sólo de buen sentido popular, Ebert era un condottiere perfectamente adecuado a la actividad prebélica de la social-democracia. Ebert conocía y comprendía la pesada maquinaria de la social-democracia que, orgullosa de sus dos millones de electores, de sus ciento diez diputados, de sus cooperativas y de sus sindicatos, se contentaba con el rol que el régimen monárquico-capitalista le había dejado asumir en la vida del Estado alemán. El puesto de Bebel, en la dirección del partido socialista, quizá por esto permanecía vacante. La social democracia no necesitaba en su dirección un líder. Necesitaba, más bien, un mecánico. Ebert no era un mecánico; era un talabartero. Pero para el caso un talabartero era lo mismo, si no más apropia-do. Los viejos teóricos de la social-democracia -Kautsky, Bernstein, etc.- no tenían talla de conductores. El partido socialista los miraba como a ancianos oráculos, como a venerables depositarios de la erudición socialista; pero no como a capitanes o caudillos. Y las figuras de la izquierda del partido, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, no corres-pondían al estado de ánimo de una mayoría que rumiaba mansamente sus reformas.
La guerra reveló a la social-democracia todo el alcance histórico de sus compromisos con la burguesía y el Estado. El pacifismo de la social-democracia no era sino una inocua frase, un platónico voto de los congresos de la Segunda Internacional. En realidad, el movimiento socialista alemán estaba profundamente permeado de sentimiento nacional. La política refor-mista y parlamentaria había hecho de la social-democracia una rueda del Estado. Los ciento diez diputados socialistas votaron en el Reichstag* a favor del primer crédito de guerra. Catorce de estos diputados, con Haase, Liebk-necht y Ledebour a la cabeza, se pronunciaron en contra, dentro del grupo; pero en el parlamento, por razón de disciplina, votaron con la mayoría. El voto del grupo parlamentario socialista se amparaba en el concepto de que la guerra era una guerra de defensa. Más tarde, cuando el verdadero carácter de la guerra empezó a precisarse, la minoría se negó a seguir asociándose a la responsabilidad de la mayoría. Veinte diputados socialistas se opusieron en el Reichstag a la tercera demanda de créditos de guerra. Los líderes mayorita-rios, Ebert y Scheideman, reafirmaron entonces su solidaridad con el Estado. Y, desde ese voto, pusieron su autoridad al servicio de la política imperial. La minoría fue expulsada del partido.
La derrota obligó a la burocracia del socialismo alemán a jugar un papel superior a sus aptitudes espirituales. Sobrevino un acontecimiento histórico que jamás habían supuesto tan cercano sus pávidas previsiones: la revolución. Las masas obreras, agitadas por la guerra, animadas por el ejemplo ruso, se movieron resueltamente a la conquista del poder. Los líderes social-democráticos, los funcionarios de los sindicatos, empujado por la marea popular, tuvieron que asumir el gobierno.
Walter Rathenau ha escrito que "la revolución alemana fue la huelga general de un ejército vencido". Y la frase es exacta. El proletariado alemán no se encontraba espiritualmente preparado para la revolución. Sus líderes, sus burócratas, durante largos años, no habían hecho otra cosa que extirpar de su acción y de su ánima todo impulso revolucionario. La derrota inauguraba un período revolucionario antes que los instrumentos de la revolución estuviesen forjados. Había en Alemania, en suma, una situación revolucionaria; pero no había casi líderes revolucionarios ni conciencia revolucionaria. Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Mehring, Joguisches, Leviné, disidentes de la minoría -que, convertida en Partido Socialista Independiente, sé mantenía en una actitud hamlética, indecisa, vacilante- reunieron en la Spartacusbund a los elementos más combativos del socialismo. Las muchedumbres comenzaron a reconocer en la Spartacusbund el núcleo de una verdadera fuerza revolucio-naria y a sostener, insurreccionalmente, sus reivindicaciones.
Les tocó entonces a Ebert y a la social-democracia ejercer la represión de esta corriente revolucionaria. En las batallas revolucionarias de enero y marzo de 1919 cayeron todos los jefes de la Spartacusbund. Los elementos reaccionarios y monárquicos, bajo la sombra del gobierno social-democrático, se organizaron marcial y fascísticamente con el pretexto de combatir al comunismo. La república los dejó hacer. Y, naturalmente, después de haber abatido a los hombres de la revolución, las balas reaccionarias empezaron a abatir a los hombres de la democracia. Al asesinato de Kurt Eisner, líder de la revolución bávara, siguió el de Haase, líder socialista independiente. Al asesinato de Erzberger, líder del partido católico, siguió el de Walter Rathenau, líder del partido demócrata.
La política social-demócrata ha tenido en Alemania resultados que desca-lifican el método reformista. Los socialistas han perdido, poco a poco, sus posiciones en el gobierno. Después de haber acaparado íntegramente el poder, han concluido por abandonarlo del todo, desalojados por las maniobras reaccionarias. El último gabinete se ha constituido sin su visto bueno. Y ha señalado el principio de una revancha de la Reacción.
El fuerte partido de la revolución de noviembre es hoy un partido de oposi-ción. Sus efectivos no han disminuido. Los diputados socialistas al Reichstag son ahora ciento treinta. Ningún otro partido tiene una representación tan numerosa en el parlamento. Pero esta fuerza parlamentaria no consiente a los socialistas controlar el poder. La defensa de la democracia burguesa es, presentemente, todo el ideal de los hombres que en noviembre de 1918 creyeron fundar una democracia socialista.
La responsabilidad de esta política no pertenece, por supuesto, totalmente, a Friedrich Ebert. Como se ha comportado Ebert en la Presidencia de la República se habría comportado, sin duda, cualquier otro hombre de la vieja guardia social-democrática. Ebert ha personificado en el gobierno el espíritu de su burocracia.
El sino de Ebert no era un sino heroico. No era un sino romántico. Ebert no estaba hecho del paño de los grandes reformadores. Nació para tiempos normales; no para tiempos de excepción. Ha usado todas sus fuerzas en su jornada. No podía ser sino el Kerensky de la revolución alemana. Y, no es culpa suya si la revolución alemana, después de un Kerensky, no ha tenido un Lenin.
Enfoquemos el caso Jacques Sadoul. El nombre del capitán Jacques Sadoul, a fuerza de ser repetido por el cable, es conocido en todo el mundo. La figura es menos notoria. Merece, sin embargo, mucho más que otras figuras de ocasión, la atención de sus contemporáneos. Henri Barbusse la considera "una de las más claras figuras de este tiempo". Sadoul es, según el autor de El Fuego, uno de los luchadores que debemos amar más. André Barthon, su abogado ante el Consejo de Guerra, cree que Sadoul "ha sido un momento de la conciencia humana".
Un Consejo de Guerra condenó a muerte a Sadoul en octubre de 1919; un Consejo de Guerra lo ha absuelto en 1925. Sadoul no ha sido amnistiado como Caillaux por una mayoría parlamentaria amiga. La misma justicia militar que ayer lo declaró culpable, hoy lo ha encontrado inocente. La rehabilitación de Sadoul es más completa y más perfecta que la rehabilitación de Caillaux.
¿Cuál era el "crimen" de Sadoul? "Mi único crimen -ha dicho Sadoul a sus jueces militares de Orleáns- es el de haber sido clarividente contra mi jefe Noulens". Toda la responsabilidad de Sadoul aparece, en verdad, como la responsabilidad de una clarividencia.
Sadoul, amigo y colaborador de Alberto Thomas, Ministro de Municiones y de Armamentos del gobierno de la unión sagrada, fue enviado a Rusia en setiembre de 1917. El gobierno de Kerensky entraba entonces en su última fase. Su suerte preocupaba hondamente a los aliados. Kerensky se había revelado ya impotente para dominar y encauzar la revolución. Incapaz, por consiguiente, de reorganizar y reanimar el frente ruso. La embajada francesa, presidida por Noulens, estaba íntegramente compuesta de diplomáticos de carrera, de hombres de gran mundo. Esta gente, brillante y decorativa en un ambiente de cotillón y de intriga elegantes, era, en cambio, absolutamente inadecuada a un ambiente revolucionario. Hacía falta en la embajada un hombre de espíritu nuevo, de inteligencia inquieta, de juicio penetrante. Un hombre habituado a entender y presentir el estado de ánimo de las muchedumbres. Un hombre sin repugnancia al demos ni a la plaza, con capacidad para tratar las ideas y a los hombres de una revolución. El capitán de reserva Jacques Sadoul, socialista moderado, poseía estas condiciones. Militaba en el Partido Socialista. Pero el Partido Socialista formaba entonces parte del ministerio. Intelectual, abogado, procedía, además, de la misma escuela socialista que ha dado tantos colaboradores a la burguesía. En la guerra, había cumplido con su deber de soldado. El gobierno francés lo juzgó, por estas razones, aparente para el cargo de agregado político a la embajada.
Mas sobrevino la Revolución de Octubre. A Sadoul no le tocó ya actuar cerca de un gobierno de mesurados y hamletianos demócratas, como Kerensky, sino cerca de un gobierno de osados y vigorosos revolucionarios como Lenin y Trotsky, detestable para el gusto de una embajada que, naturalmente, culti-vaba en los salones la amistad del antiguo régimen. Noulens y su séquito, en riguroso acuerdo con la aristocracia rusa, pensaron que el gobierno de los Soviets no podía durar. Consideraron la Revolución de Octubre como un episodio borrascoso que el buen sentido ruso, solícitamente estimulado por la diplomacia de la Entente, se resolvería muy pronto a cancelar. Sadoul se esforzó vanamente por iluminar a la embajada. Noulens no quería ni podía ver en los bolcheviques a los creadores de un nuevo régimen ruso. Mientras Sadoul trabajaba por obtener un entendimiento con los Soviets, que evitase la paz separada de Rusia con Alemania, Noulens alentaba las conspiraciones de los más estólidos e ilusos contra-revolucionarios. La Entente, a su juicio, no debía negociar con los bolcheviques. Puesto que la descomposición y el derrumbamiento de su gobierno eran inminentes, la Entente debía, por el contrario, ayudar a quienes se proponían apresurarlos. Hasta la víspera de la paz de Brest Litowsk, Sadoul luchó por inducir a su embajador a ofrecer a los Soviets los medios económicos y técnicos de continuar la guerra. Una palabra oportuna podía detener aún la paz separada. Los jefes bolcheviques capitulaban consternados ante las brutales condiciones de Alemania. Habrían preferido combatir por una paz justa entre todos los pueblos beligerantes. Trotsky, sobre todo, se mostraba favorable al acuerdo propugnado por Sadoul. Pero el fatuo embajador no comprendía ni percibía nada de esto. No se daba cuenta, en lo absoluto de que la revolución bolchevique, buena o mala, era de todas maneras, un hecho histórico, Temeroso de que los informes de Sadoul impresionasen al gobierno francés, Noulens se guardó de trasmitirlos telegráficamente.
Los informes de Sadoul llegaron, sin embargo, a Francia. Sadoul escribía, frecuentemente, al Ministro Albert Thomas y a los diputados socialistas Longuet, Lafont y Pressemane. Estas cartas fueron oportunamente conocidas por Clemenceau. Pero no lograron, por supuesto, atenuar la feroz hostilidad de Clemenceau contra los Soviets. Clemenceau opinaba como Noulens. Los bolcheviques no podían conservar el poder. Era fatal, era imperioso, era urgente que lo perdiesen.
Clemenceau dio la razón a su embajador. Sadoul se atrajo todas las cóleras del poder. La embajada estuvo a punto de mandarlo en comisión a Siberia, como un medio de desembarazarse de él y de castigar la independencia y la honradez de sus juicios. Lo hubiera hecho si una grave circunstancia no se lo hubiera desaconsejado. El capitán Sadoul le servía de pararrayos en medio de la tempestad bolchevique. A su sombra, a su abrigo, la embajada maniobraba contra el nuevo régimen. Los servicios de Sadoul, convertido en un fiador ante los bolcheviques, le resultaban necesarios. Mas el juego fue finalmente descubierto. La embajada tuvo que salir de Rusia.
La revolución, en tanto, se había apoderado cada vez más de Sadoul. Desde el primer instante, Sadoul había comprendido su alcance histórico. Pero, impregnado todavía de una ideología democrática, no se había decidido a aceptar su método. La actitud de las democracias aliadas ante los Soviets se encargó de desvanecer sus últimas ilusiones democráticas. Sadoul vio a la Francia republicana y a la Inglaterra liberal, ex-aliadas del despotismo asiático del zar, encarnizarse rabiosamente contra la dictadura revolucionaria del proletariado. El contacto con los líderes de la revolución le consintió, al mismo tiempo, aquilatar su valor. Lenin y Trotsky se revelaron a sus ojos y a su conciencia, en un momento en que la civilización los rechazaba, como dos hombres de talla excepcional. Sadoul, poseído por la emoción que estremecía el alma rusa, se entregó gradualmente a la revolución. En julio de 1918 escribía a sus amigos, a Longuet, a Thomas, a Barbusse, a Romain Rolland: "Como la mayor parte de nuestros camaradas franceses, yo era antes de la guerra un socialista reformista, amigo de una sabia evolución, partidario resuelto de las reformas que, una a una, vienen a mejorar la situación de los trabajadores, a aumentar sus recursos materiales e intelectuales, a apresurar su organización y a multiplicar su fuerza. Como tantos otros, yo vacilaba ante la responsabilidad de desencadenar, en plena paz social (en la medida en que es posible hablar de paz social dentro de un régimen capitalista), una crisis revolucionaria, inevitablemente caótica, costosa, sangrienta y que, mal conducida, podía estar destinada al fracaso. Enemigos de la violencia por encima de todo, nos habíamos alejado poco a poco de las sanas tradiciones marxistas. Nuestro evolucionismo impenitente nos había llevado a confundir el medio, esto es la reforma, con el fin, o sea la socialización general de los medios de producción y de cambio. Así nos habíamos separado, hasta perderla de vista, de la única táctica socialista admisible, la táctica revolucionaria. Es tiempo de reparar los errores cometidos".
Noulens y sus secretarios denunciaron en Francia a Sadoul como un funcionario desleal. Les urgía inutilizarlo, invalidarlo como acusador de la incomprensión francesa. Clemenceau ordenó un proceso. El Partido Socialista designó a Sadoul candidato a una diputación. El pueblo era invitado, de este modo, a amnistiar al acusado. La elección habría sido entusiasta. Clemenceau decidió entonces inhabilitar a Sadoul. Un consejo de guerra se encargó de juzgarlo en contumacia y de sentenciarlo a muerte.
Sadoul tuvo que permanecer en Rusia. La amnistía de Herriot, regateada y mutilada por el Senado, no quiso beneficiarlo como a Caillaux y como a Marty. Sobre Sadoul continuó pesando una sentencia de muerte. Pero Sadoul comprendió que era, a pesar de todo, el momento de volver a Francia. La opinión popular, suficientemente informada sobre su caso, sabría defenderlo. A su llegada a París, la policía procedió a arrestarlo. Protestó la extrema izquierda. El gobierno respondió que Sadoul no estaba comprendido en la amnistía. Sadoul pidió que se reabriera su proceso. Y en enero último compareció ante el Consejo de Guerra. En esa audiencia, Sadoul habló como un acusador más bien que como un acusado. En vez de una defensa, la suya fue una requisitoria. ¿Quién se había equivocado? No por cierto él, que había predicho la duración y que había advertido la solidez del nuevo régimen ruso. No por cierto él, que había preconizado una cooperación franco-rusa, recíprocamente respetuosa del igual derecho de ambos pueblos a elegir su propio gobierno, admitida ahora, en cierta forma, con la reanudación de las relaciones diplomáticas. No; no se había equivocado él; se había equivocado Noulens. El proceso Sadoul se transformaba en cierta forma en un proceso a Noulens. El Consejo de Guerra acordó la reapertura del proceso y la libertad condicional de Sadoul. Y luego pronunció su absolución. La historia se había anticipado a este fallo.