Vimos en la Introducción cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, precursores de la Revolución, apelaban a la razón como juez único de todo lo que existe. Había que establecer un Estado razonable, una sociedad razonable, y había que eliminar sin compasión todo lo que contradecía a la razón eterna. Vimos igualmente que esa eterna razón no era en realidad más que el intelecto idealizado del ciudadano medio que entonces cristalizaba en burgués. Por eso cuando la Revolución Francesa hubo realizado esa sociedad y ese Estado de la Razón, la nuevas instituciones por racionales que fueran en comparación con la situación anterior, no resultaron en modo alguno razonables en sentido absoluto. El Estado de la Razón acabó en un atasco. El contrato social roussoniano había tenido su realización en el período del Terror, del cual escapó la burguesía, extraviada en su propia capacitación política, para refugiarse, primero, en la corrupclón del Directorio, y luego bajo la protección del despotismo napoleónico. La paz eterna prometida se transmutó en una inacabable guerra de conquista. No habían ido mejor las cosas en la sociedad de la Razón. La contraposición entre pobre y rico, en vez de disolverse en el bienestar gcneral, se había agudizado por la eliminación de los privilegios, gremiales y de otro tipo, que solían tender un puente por encima de ella, así como por la desaparición de las instituciones benéficas eclesiásticas que la suavizaban. El desarrollo de la industria sobre bases capitalistas hizo de la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras una condición general de existencia de toda la sociedad. De año en año aumentó el número de delitos. Mientras que los vicios feudales antes abiertamente manifiestos a la luz del día pasaban a segundo término, aunque sin ser ciertamente suprimidos, los vicios burgueses hasta entonces cultivados en el secreto florecieron tanto más exuberantemente. La "fraternidad" de la divisa revolucionaria se realizó en los pinchazos y en la envidia de la lucha de la competencia. En el lugar de la opresión violenta apareció la
corrupción, y en el del puñal como primera palanca social del poder se impuso el dinero. El derecho de pernada, ius primae noctis, pasó de los señores feudales a los fabricantes burgueses. El matrimonio mismo siguió siendo, como hasta entonces, la forma legalmente reconocida y la capa encubridora de la prostitución, pero ahora se completó con un abundante florecimiento del adulterio. En resolución: comparadas con las magníficas promesas de los ilustrados, las instituciones sociales y políticas establecidas por la "victoria de la Razón" resultaron desgarradas imágenes que suscitaron una amarga decepción. Ya no faltaban más que hombres que formularan esa decepción, y esos hombres aparecieron con el cambio de siglo. En 1802 aparecieron las Cartas ginebrinas de Saint-Simon; en 1808 se publicó la primera obra de Fourier, aunque el fundamento de su teoría databa ya de 1799, y el primero de enero del año 1800 Roberto Owen asumió la dirección de New Lanark.
Pero por entonces el modo capitalista de producción y, con él, la contraposición entre burguesía y proletariado estaba aún muy poco desarrollados. La gran industria, que acababa de nacer en Inglaterra, era aún desconocida en Francia. Y sólo la gran industria despliega, por una parte, los conflictos que hacen de la subversión del modo de producción una necesidad imperiosa —conflictos no sólo entre las clases por ella engendradas, sino también entre las fuerzas productivas que ella crea y las formas de intercambio que impone—; mientras, por otra parte, desarrolla precisamente con esas gigantescas fuerzas productivas los medios, también, para resolver dichos conflictos. Si, pues, hacia 1800 los conflictos que brotan de este nuevo orden social estaban aún naciendo, lo mismo puede decirse, aún con mayor motivo, de los medios para resolverlos. Si las desposeídas masas de París habían podido conquistar por un momento el poder, durante el período del Terror, no habían conseguido probar con eso sino que su dominio era imposible en las circunstancias de la época. El proletariado que entonces se segregaba de aquellas masas desposeídas, como tronco de una nueva clase, aún incapaz de acción política independiente, se presentaba entonces como estamento oprimido y en sufrimiento, al cual, por su incapacidad para defenderse por sí mismo, no se podía sino, a lo sumo, aportar ayuda de fuera, desde arriba.
Esta situación histórica dominó a los fundadores del socialismo. A la inmadurez de la producción capitalista y de la situación de
clases correspondieron teorías inmaduras. La solución de las tareas sociales, aún oculta en la situación económica no desarrollada, tenía que obtenerse de la mera cabeza. La sociedad no ofrecía más que abusos y maldades; el eliminarlos era tarea de la razón pensante. Se trataba de inventar un nuevo y mejor sistema del orden social, y de decretarlo y concederlo luego a la sociedad desde fuera, mediante la propaganda y, caso de ser posible, mediante el ejemplo de experimentos modelos. Estos nuevos sistemas sociales estaban desde el principio condenados a ser utópicos; cuanto más cuidadosamente se elaboraban en el detalle, tanto más resueltamente tenían que desembocar en la pura fantasía.
Establecido esto, no nos detendremos ni un instante más ante estos aspectos hoy plenamente pertenecientes al pasado. Podemos dejar a pequeños merceros literarios a la Dühring el manipular solemnemente esas fantasías que hoy no pasan de ser motivo de entretenimiento, y la satisfacción de demostrar la superioridad de su propio sobrio modo de pensar comparándolo con tales "absurdos". Nosotros preferimos admirar los geniales gérmenes teóricos y pensamientos que aparecen por todas partes en aquellos primitivos autores, rompiendo el caparazón fantasioso: gérmenes para los cuales son completamente ciegos nuestros sesudos filisteos. Saint-Simon afirma en sus Cartas ginebrinas que "todos los hombres deben trabajar". En el mismo escrito muestra haber comprendido que el período del Terror fue el dominio de las masas desposeídas:
Contemplad —grita a esas masas lo que ocurrió en Francia cuando dominaron vuestros camaradas; consiguieron producir el hambre.
Presentar la Revolución Francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos era en el año 1802 un descubrimiento genial. En 1816, Saint-Simon enseña que la política es la ciencia de la producción, y predice toda la disolución de la política en economía. Y aunque con esas frases no expone sino en germen el conocimiento de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, sin embargo, la transformación del gobierno político sobre hombres en administración de cosas y dirección de procesos de producción —es decir, la supresión del Estado, hoy tan ruidosamente difundida— aparece claramente formulada por Saint-Simon. Con igual superioridad sobre sus contemporáneos proclama en 1814, inmediatamente después de la entrada de los aliados en París, y repite en 1815, durante los Cien
Días, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo lugar, la de los dos países con Alemania, es la única garantía de un próspero desarrollo y de la paz en Europa. Predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo exigía desde luego bastante más valor que declarar a los profesores alemanes una guerra de chismorreos.[68]
Mientras que en Saint-Simon descubrimos una genial amplitud de horizonte, gracias a la cual se encuentran germinalmente en su obra casi todas las ideas no rigurosamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier hallamos una crítica auténticamente francesa y aguda, mas no por ello menos profunda, de la situación social existente. Fourier toma al pie de la letra a la burguesía, es decir, a sus entusiastas profetas de antes de la Revolución y a sus interesados cantores de después de la Revolución. Revela despiadadamente la misere material y moral del mundo burgués, y pone frente a ella tanto las brillantes promesas de los ilustrados acerca de una sociedad en la que sólo reinaría la Razón, acerca de la civilización que aportaría en todo la felicidad, acerca de la ilimitada capacidad de perfección del hombre, cuanto las frases rosas de los ideólogos burgueses de su época; prueba que a las más sonoras palabras corresponde en todas partes la más miserable realidad, y redondea el inapelable fiasco de aquella fraseología con un sarcasmo que hace mella. Fourier no es sólo un crítico: su naturaleza, profundamente alegre y animada, hace de él un satírico y aun de los más grandes de todos los tiempos. Describe magistral y deliciosamente la especulación deshonesta que floreció con la decadencia de la Revolución, y la general cominería y mezquindad del comercio francés de la época. Aún mejor en su crítica del ordenamiento burgués de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El ha sido el primero en decir que en cualquier sociedad el grado de emancipación de la mujer es el criterio natural de la emancipación general. Pero lo más grande de Fourier es su concepción de la historia de la sociedad. Divide todo el decurso anterior de ésta en cuatro estadios de evolución: salvajismo, patriarcado, barbarie y civilización, coincidiendo esta última con lo que ahora llamamos sociedad burguesa,[69] y entonces arguye
que el orden civilizado convierte en forma de existencia compleja, doble, ambigua e hipócrita cada uno de los vicios ejercidos por la barbarie en la simplicidad,
que la civilización se mueve en un "círculo vicioso", en contradicciones que ella misma reproduce continuamente sin poder superarlas, de tal modo que consigue siempre lo contrario de lo que quería conseguir, o de lo que pretendía querer. De modo que, por ejemplo, "en la civilización, la pobreza nace de la misma abundancia".
Como se aprecia por ese ejemplo, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Con la misma dialéctica subraya contra la cháchara sobre la ilimitada capacidad de perfeccionamiento del hombre que toda fase histórica tiene, junto con su rama ascendente, también una rama descendente, y aplica esta concepción también al futuro de toda la humanidad. Fourier ha introducido en la consideración histórica la futura muerte de la humanidad, igual que Kant ha introducido la noción de final de la tierra en la ciencia de la naturaleza.
Mientras que en Francia el huracán de la Revolución barría la tierra, se producía en Inglaterra una transformación más silenciosa, pero no por ello menos importante. El vapor y las nuevas máquinas-herramientas transformaron la manufactura en la gran industria moderna, y revolucionaron con ello todo el fundamento de la sociedad burguesa. El soñoliento ritmo de desarrollo del período manufacturero se transformó en un verdadero Sturn und Drang[70] de la producción. Con creciente velocidad fue produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, entre los cuales tenía una vacilante existencia, en vez de la anterior y estable clase media, una agitada masa de artesanos y pequeños comerciantes, la parte de la población que más fluctúa. El nuevo modo de producción se encontraba aún en los comienzos de su rama ascendente; era todavía el modo de producción normal, el único posible en las condiciones dadas. Pero ya entonces engendraba tremendos males sociales: aglomeración de una población desarraigada en las peores viviendas de las grandes ciudades; disolución de todos los lazos tradicionales del origen y ascendencia, de la subordinación patriarcal, de la familia; agotamiento por el trabajo, especialmente de las mujeres y los niños, en una medida espantosa; desmoralización masiva de la clase trabajadora, lanzada repentinamente a una situación totalmente nueva. Un fabricante de veintinueve años se levantó entonces como Reformador, un hombre de una infantil simplicidad de carácter que llegaba a ser sublime y, al mismo tiempo, un nato director de hombres como hay pocos. Roberto Owen había asimilado la doctrina
de los ilustrados materialistas, según la cual el carácter del hombre es el producto de su organización innata, por un lado, y, por otro, de las circunstancias que le rodean durante su vida, especialmente durante el período del desarrollo. La mayoría de sus compañeros de clase no veían en la revolución industrial más que confusión y caos, buenos para pescar en río revuelto y enriquecerse rápidamente. El, en cambio, vio en esa revolución la oportunidad de aplicar su doctrina favorita y aportar orden al caos. Ya lo había intentado con éxito en Manchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros; desde 1800 hasta 1829 dirigió Owen las grandes hilaturas de algodón de New Lanark, en Escocia, como socio y gerente, en el mismo sentido en que había obrado antes, pero con mayor libertad de acción y con un resultado que le valió la fama en toda Europa. Owen se encontró con una población que poco a poco llegó a las 2.500 almas, formada por los elementos más heterogéneos y, en su mayor parte, más desmoralizados, y la transformó en una redonda colonia ejemplar en la que se desconocían el alcoholismo, la policía, el verdugo, los procesos, los asilos de pobres y la necesidad de la caridad material. Y lo consiguió, simplemente, colocando a las personas en una situación humana y digna, y educando sobre todo cuidadosamente a la nueva generación. Owen es el inventor de los jardines de infancia y parvularios, y el primero que los estableció. Los niños entraban en esas escuelas a los dos años, y en ellas se divertían tanto que no querían volver a casa. Mientras que las empresas competidoras trabajaban de trece a catorce horas diarias, en New Lanark se trabajaba sólo diez horas y media. Cuando una crisis algodonera impuso un paro de cuatro meses, los trabajadores parados siguieron recibiendo el salario completo. Y con todo eso la empresa había duplicado ampliamente su valor y siguió suministrando hasta el final a los propietarios un beneficio abundante.
Pero Owen no estaba satisfecho con eso. La existencia que había facilitado a sus trabajadores no era aún ni mucho menos, para su mirada, una existencia digna del hombre: "aquellas gentes eran esclavos míos". La situación relativamente favorable en que los había puesto estaba aún muy lejos de permitirles un desarrollo multilateral y racional del carácter y del entendimiento, por no hablar ya de una libre actividad vital.
Y, sin embargo, la parte trabajadora de aquellos 2.500 hombres producía tanta riqueza real para la sociedad cuanta podía, si acaso, producir, apenas medio siglo antes, una población de 600.000 seres humanos. Por
eso me pregunté: ¿qué ocurre con la diferencia entre la riqueza consumida por las 1.500 personas y la que habrían tenido que consumir 600.000?
La respuesta estaba clara. Esa diferencia se había utilizado para entregar a los propietarios del establecimiento unos intereses del cinco por ciento sobre el capital de instalación y, además, 300.000 libras esterlinas largas (6.000.000 de marcos) de beneficio. Y lo que valía a este respecto para New Lanark valía aún en mayor medida de todas las fábricas en Inglaterra.
Sin esta nueva riqueza creada por las máquinas no habrían podido sostenerse las guerras contra Napoleón y por el mantenimiento de los principios sociales aristocráticos. Y, sin embargo, ese nuevo poder era una creación de la clase trabajadora.
A ella debían pertenecer también los frutos. Las nuevas gigantescas fuerzas productivas, utilizadas hasta ahora sólo para enriquecer a individuos y oprimir a las masas, ofrecían a Owen el fundamento de una nueva formación social, y debían destinarse a trabajar exclusivamente, como propiedad colectiva, por el bienestar colectivo.
Así surgió el comunismo de Owen, por la vía mental del hombre de negocios, como fruto, por así decirlo, del cálculo empresarial. Y siempre mantuvo ese mismo carácter orientado a lo práctico. Así, por ejemplo, en 1823 Owen propuso suprimir la miseria irlandesa mediante colonias comunistas, y presentó cálculos completos de los costes de instalación, las inversiones anuales y el rendimiento previsible. Por todo eso su definitivo plan del futuro contiene la elaboración técnica de los detalles con tal conocimiento concreto que, si se admite en general el método de reforma social de Owen, queda poco que objetar, desde el punto de vista técnico, contra sus detalles.
El paso al comunismo fue el decisivo punto de inflexión en la vida de Owen. Mientras se presentó como mero filántropo, cosechó riqueza, aplauso, honor y gloria. Fue el hombre más popular de Europa. No sólo sus compañeros de clase, sino incluso estadistas y príncipes le escucharon y aplaudieron. Pero la cosa cambió inmediatamente en cuanto apareció con sus teorías comunistas. Había sobre todo tres grandes obstáculos que parecían cerrarle el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Cuando los atacó se daba cuenta de lo que le esperaba: la condena general por parte
de la sociedad oficial y la pérdida de toda su posición social. Pero eso no le movió a dejar de atacar sin reparo aquellos obstáculos, y entonces ocurrió lo que él mismo había previsto. Desterrado de la sociedad oficial, mortalmente silenciado por la prensa, arruinado por fracasados intentos comunistas en América, para los que sacrificó toda su fortuna, Owen se sumió entonces directamente en la clase obrera, y aún vivió activo en su seno durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales conseguidos en Inglaterra en interés de los trabajadores, se enlazan con el nombre de Owen. En 1819, tras cinco años de esfuerzos, consiguió que se dictara la ley de limitación del trabajo de las mujeres y los niños en las fábricas. El presidió el Congreso en el cual las Trade-Unions de toda Inglaterra se unificaron en una grande comunidad sindical. El introdujo, como transición hacia la organización plenamente comunista de la sociedad, las cooperativas (de consumo y producción) que desde entonces han suministrado, por lo menos, la prueba práctica de que el comerciante y el fabricante son personas muy poco imprescindibles; introdujo también los bazares del trabajo, instituciones para el intercambio de productos del trabajo por medio de un papel-moneda fundado en el trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo: esas instituciones tenían que fracasar necesariamente, pero anticipaban el banco de cambio proudhoniano, que es muy posterior, y del que se diferencian en que no pretende ser, como éste, la medicina universal para todos los males sociales, sino sólo un primer paso hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Esos son los hombres a los que el soberano señor Dühring contempla con desprecio desde la altura de su "verdad definitiva de última instancia", de la cual dimos en la Introducción[71] algunos ejemplos. Y ese desprecio tiene ciertamente, en un aspecto, su razón suficiente se basa, en efecto, en una ignorancia realmente espantosa de los escritos de los tres utopistas. Así nos dice de Saint-Simon que
su idea básica ha sido en lo esencial acertada, y, si se prescinde de algunas exageraciones, sigue dando hoy día el impulso rector para verdaderas formaciones.
Mas aunque el señor Dühring parece haber tenido realmente en sus manos algunas de las obras de Saint-Simon, en vano buscamos por las veintisiete páginas que le dedica las "ideas básicas" de Saint-Simon; como nos ocurrió antes con lo que "significaba en
Quesnay mismo" el Tableau económico; al final tenemos que contentarnos con la frase
que la imaginación y la pasión filantrópica..., con su natural tensión de la fantasía, dominan todo el círculo de ideas de Saint-Simon.
De Fourier no conoce ni recoge nuestro autor más que el novelesco detalle de las fantasías futuristas, las cuales, ciertamente, son "mucho más importantes" para probar la infinita superioridad del señor Dühring sobre Fourier que el investigar cómo Fourier "intenta de vez en cuando criticar la situación real". ¡De vez en cuando! A saber: casi en cada página de sus obras, las chispas de la sátira y la crítica revientan por encima de las miserias de la elogiada civilización. La frase equivale, digamos, a sostener que el señor Dühring declara sólo "de vez en cuando" que el señor Dühring es el pensador más grande de todos los tiempos. Y por lo que hace a las doce páginas enteras dedicadas a Roberto Owen, el señor Dühring no ha tenido absolutamente más fuente que la miserable biografía del filisteo Sargant, el cual no conocía tampoco los principales escritos de Owen: los que versan sobre el matrimonio y sobre las instituciones comunistas. Por eso el señor Dühring puede atreverse a sentar la audaz afirmación de que no es lícito "suponer en Owen un resuelto comunismo". Si el señor Dühring hubiera tenido simplemente en las manos el Book of the New Moral World de Owen, habría encontrado en él, dicho con todas las letras, no sólo el más resuelto de los comunismos —con obligación igual de trabajar y derecho igual de todos al producto (según la edad, como añade siempre Owen)—, sino, además, la elaboración completa del edificio de la comunidad comunista del futuro, con planta, alzada y panorama a vista de pájaro. Mas si el "estudio directo de los propios escritos de los representantes del círculo de ideas socialista" se limita al conocimiento de los títulos y, a lo sumo, del motto de algunos pocos de ellos, como hace el señor Dühring aquí, entonces, ciertamente, lo único que sale en limpio son esas afirmaciones necias y literalmente inventadas. Owen no sólo ha predicado el "comunismo resuelto", sino que además lo ha practicado durante cinco años (a fines de los treinta y principios de los cuarenta) en la colonia de Harmony Hall, en Hampshire, cuyo comunismo no deja nada que desear en cuanto a resolución. Yo personalmente he conocido a varios antiguos miembros de aquel experimento comunista. Sargant, en cambio, no sabe nada de ellos, como no sabe nada de toda la actividad de Owen entre 1836 y
1850, razón por la cual la "más profunda historiografía" del señor Dühring se queda también al respecto en una ignorancia negra como la pez. El señor Dühring llama a Owen "un monstruo de ]a impertinencia filantrópica desde todos los puntos de vista". Mas cuando el señor Dühring nos informa del contenido de libros que no conoce apenas sino por título y motto, no podemos permitirnos decir que él sea "un monstruo de impertinencia ignorante desde todos los puntos de vista". Pues, dicho por nosotros, eso sería brutal "insulto".
Los utopistas, como hemos visto, fueron utopistas porque no podían ser otra cosa en una época en la que la producción capitalista estaba aún tan poco desarrollada. Se vieron obligados a sacar de sus cabezas los elementos constructivos de una nueva sociedad, pues esos elementos no eran aún generalmente visibles en la sociedad vieja misma; los utopistas estaban limitados a apelar a la razón para establecer los rasgos básicos de su nueva construcción, porque no podían aún apelar a la historia contemporánea. Pero cuando ahora, casi ochenta años después de los utopistas. el señor Dühring sale a escena con la pretensión de construir el sistema "decisivo" de un nuevo orden social, no desarrollándolo a partir del material histórico presente y cristalizado, y como resultado necesario del mismo, sino despidiéndolo de su soberana cabeza, de su razón grávida de verdades definitivas, entonces él mismo, él que huele por todas partes epígonos, es a su vez un mero epígono de los utopistas, o el más reciente de los utopistas. El senor Dühring llama a los grandes utopistas "alquimistas sociales", de acuerdo: en su tiempo la alquimia era necesaria o inevitable. Pero después de aquella época la gran industria ha tomado las contradicciones que dormían en el modo de producción capitalista y las ha desarrollado hasta hacer de ellas tan violentas contraposiciones, que el próximo hundimiento de este modo de producción está, por así decirlo, al alcance de la mano; que las mismas nuevas fuerzas productivas no pueden mantenerse ni desarrollarse ulteriormente sino por la introducción de un nuevo modo de producción que corresponda a su actual grado de desarrollo; que la lucha de las dos clases engendradas por el actual modo de producción, reproducidas por él en contraposición cada vez más aguda, afecta ya a todos los países civilizados y se hace cada día más violenta, y que ya se ha logrado la comprensión de esa conexión histórica de las condiciones de la transformación social que ella misma hace necesaria y de los rasgos básicos de esa transformación, también
condicionados por la misma realidad histórica. El señor Dühring, en vez de partir del material económico ya conseguido, lo fabrica todo con su sublime cráneo, obtiene así un nuevo orden social utópico, y comete, al hacerlo, no simple "alquimia social": más bien se comporta como uno que, tras el descubrimiento y la formulación de las leyes de la química moderna, quisiera restablecer la vieja alquimia y utilizar los pesos atómicos, las formas moleculares, las valencias de los átomos, la cristalografía y el análisis espectral exclusivamente para dar con la piedra filosofal.
La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción, y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo como se intercambia lo producido. Según esto, las causas últimas de todas las modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio; no hay que buscarlas en la filosofía, sino en la economía de las épocas de que se trate. El despertar de la comprensión de que las instituciones sociales existentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha convertido en absurdo y la buena acción en una plaga, es sólo un síntoma de que en los métodos de producción y en las formas de intercambio se han producido ocultamente modificacioncs con las que ya no coincide el orden social, cortado a la medida de anteriores condiciones económicas. Con esto queda dicho que los medios para eliminar los males descubiertos tienen que hallarse también, más o menos desarrollados, en las cambiadas relaciones de producción. Estos medios no tienen que inventarse con sólo la cabeza, sino que tienen que descubrirse, usando la cabeza, en los hechos materiales de la producción.
¿Cuál es la situación del socialismo moderno a este respecto?
El orden social existente ha sido creado, como hoy día concede prácticamente todo el mundo, por la clase ahora dominante, que es la burguesía. El modo de producción característico de la burguesía, conocido desde Marx con el nombre de "modo de producción capitalista", era incompatible con los privilegios locales y estamentales, igual que con los lazos personales del orden feudal; la burguesía destruyó el orden feudal y levantó encima de sus
ruinas la constitución social burguesa, el reino de la libre competencia, de la libertad de movimientos, de la equiparación de todos los propietarios de mercancías y demás magnificencias burguesas. Entonces pudo desarrollarse libremente el modo de producción capitalista. Las fuerzas productivas constituidas bajo la dirección de la burguesía se desarrollaron con velocidad hasta entonces inaudita, y a escala desconocida desde que el vapor y las nuevas máquinas-herramientas transformaron la vieja manufactura en gran industria. Pero del mismo modo que, en otro tiempo, la manufactura y la artesanía ulteriormente desarrollada bajo su influencia habían entrado en conflicto con las ataduras feudales de los gremios, así también la gran industria, una vez plenamente formada, entra en conflicto con los límites a los cuales la reduce el modo de producción capitalista. Las nuevas fuerzas productivas han rebasado ya la forma burguesa de su aprovechamiento; y este conflicto entre fuerzas productivas y modos de producción no es un conflicto nacido en la cabeza de los hombres, como el del pecado original humano con la justicia divina, sino que existe en los hechos, objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad y el hacer de los hombres mismos que lo han producido. El socialismo moderno no es más que el reflejo mental de ese objetivo conflicto, su reflejo ideal en las cabezas, por de pronto, de la clase que lo sufre directamente, la clase trabajadora.
Y ¿en qué consiste ese conflicto?
Antes de la producción capitalista, o sea en la Edad Media, existía en general el tipo de la pequeña explotación o empresa sobre la base de la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción: era la agricultura de los pequeños campesinos, libres o siervos, y la artesanía de las ciudades. Los medios de trabajo —tierra, aperos agrícolas, taller, herramientas artesanas eran medios de trabajo del individuo, previstos sólo para el uso individual, y, por ello mismo, necesariamente mezquinos, enanos, limitados. Pero también por la misma razón pertenecían en general al productor mismo. La función histórica del modo de producción capitalista y de su portadora, la burguesía, consistió prccisamente en concentrar esos dispersos y estrechos medios de producción, ampliarlos y convertirlos en las potentes palancas productivas de la actualidad. En la cuarta sección de El Capital ha descrito Marx detalladamente cómo realizó históricamente la burguesía esa tarea desde el siglo XV, pasando por los tres estadios de la cooperación simple, la manufactura y la gran industria. Pero,
como se muestra también en esas páginas de El Capital, la burguesía no pudo transformar aquellos limitados medios de producción en potentes fuerzas productivas sino convirtiéndolos al mismo tiempo de medios de producción del individuo, que es lo que eran, en medios de producción sociales, sólo utilizables por una colectividad de seres humanos. En el lugar de la rueca, del telar a mano y del martillo del herrero, aparecieron la máquina de hilar, el telar mecánico y el martillo pilón a vapor; en el lugar del taller individual, la fábrica que impone la colaboración de cientos y miles de personas. Del mismo modo que los medios de producción, se transformó la producción misma, que pasó de ser una serie de acciones individuales a ser una sucesión de actos sociales, y así también los productos pasaron de productos de individuos a productos sociales. Los hilados, los tejidos y las mercancías metalúrgicas que ahora salían de la fábrica eran producto común de muchos obreros, por cuyas manos tenían que pasar sucesivamente antes de estar terminados. Ningún individuo puede decir: esto lo he hecho yo, es mi producto.
Pero siempre que la forma básica de la producción es la división espontánea del trabajo en el seno de la sociedad, esta división imprime a los productos la forma de la mercancía, cuyo recíproco intercambio, cuya compra y cuya venta posibilitan a los productores individuales el satisfacer sus diversas necesidades. Tal fue el caso en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía productos agrícolas al artesano, y compraba a cambio productos artesanales. El nuevo modo de producción penetró en esa sociedad de productores individuales, de productores de mercancías. Y en el seno de esa división del trabajo espontánea, sin plan, ella colocó la división planeada del trabajo, tal como estaba organizada en las diversas fábricas. Los productos de ambas procedencias se vendían en el mismo mercado, lo que quiere decir que se vendían a precios aproximadamente equivalentes. Pero la organización planeada era mucho más potente que la división espontánea del trabajo --las fábricas, trabajando socialmente, obtenían sus productos más baratos que los pequeños productores aislados. Por eso la producción individual fue sucumbiendo sucesivamente en todos los terrenos, y la producción social revolucionó todo el modo de producción en general. Este su carácter revolucionario fue, empero, tan escasamente visto, que ella fue introducida precisamente como un medio de sostener, levantar y promover la producción de mercancías. La producción social se relaciona directamente con determinadas
palancas de la producción y el intercambio de mercancías que estaban ya presentes en la realidad económica: el capital mercantil, la artesanía, el trabajo asalariado. Al aparecer como nueva forma de producción de mercancías, las formas de apropiación de la producción de mercancías quedaron, tales cuales, en vigor.
En la producción de mercancías que se había desarrollado en la Edad Media no podía siquiera plantearse la cuestión de a quién debía pertenecer el producto del trabajo. Por regla general, el productor individual lo ha obtenido con materias primas que le pertenecían, a menudo producidas por él mismo, y con propios medios de trabajo y el trabajo de sus propias manos o el de su familia. No necesitaba siquiera apropiárselo, porque ya le pertenecía directamente. La propiedad de los productos descansaba, pues, en el propio trabajo. Incluso cuando se usaba ayuda ajena, ésta no pasaba por lo general de cosa accesoria, y obtenía frecuentemente, además del salario, algún otro tipo de remuneración: el aprendiz y el oficial de los gremios trabajaban menos por el sustento y el salario que por formarse como maestros. En esa situación ocurrió la concentración de los medios de producción en grandes talleres y manufacturas, y la transformación de dichos medios en medios de producción efectivamente sociales. Pero éstos y los productos sociales siguieron tratándose como si fueran todavía medios de producción y productos de individuos. Si hasta entonces el propietario de los medios de trabajo se había apropiado el producto porque, en general, era el producto de su propio trabajo, mientras que la ayuda ajena era cosa excepcional, ahora el propietario de los medios de trabajo siguió apropiándose el producto aunque ya no se trataba de su producto, sino, exclusivamente, del producto de trabajo ajeno. Y así los productos, ahora conseguidos socialmente, fueron apropiados no por aquellos que realmente habían puesto en movimiento los medios de producción y realmente habían producido los productos, sino por el capitalista. Los medios de producción y la producción misma se han hecho esencialmente sociales. Pero se someten a una forma de apropiación que tiene como presupuesto la producción privada por individuos, en la cual cada uno posee su propio producto y lo lleva al mercado.[*] En esta
[*] No hará falta aclarar que, aunque la forma de apropiación se mantiene idéntica, el carácter de la apropiación queda tan revolucionariamente cambiado por los hechos descritos como pueda quedarloa la producción misma. Entre que me apropie de mi propi producto o del producto de otro hay, naturalmente, una gran diferencia: se trata de dos especies de apropiación. Dicho sea de paso: el trabajo asalariado, en el cual se encuentra en germen no pudo desarrollarse en forma de modo de producción capitalista hasta que quedaron establecidas sus previas condiciones históricas.
contradicción que da al nuevo modo de producción su carácter capitalista se encuentra ya en germen toda la actual colisión. Cuanto más se extendió el dominio del nuevo modo de producción en todos los campos decisivos de la producción misma y por todos los países económicamente importantes, reduciendo la producción individual a unos restos irrelevantes, tanto más violentamente hubo que salir a la luz la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Como queda dicho, los primeros capitalistas encontraron ya desarrollada la forma del trabajo asalariado. Pero lo que encontraron fue el trabajo asalariado como excepción, como ayuda, como momento de transición. El trabajador agrícola que se empleaba temporalmente como bracero tenía unas cuantas yugadas de tierra propia, que le bastaban, llegado el caso, para sostenerse miserablemente. Las ordenanzas de los gremios curaban de que el oficial de hoy se convirtiera en el maestro de mañana. Pero todo eso cambió en cuanto que los medios de producción se hicieron sociales y se concentraron en manos de los capitalistas.
Progresivamente fueron perdiendo valor el medio de producción y el producto del pequeño productor individual; al final no le quedó a éste más remedio que ponerse a salario con el capitalista. El trabajo asalariado, antes recurso de excepción, se hizo regla y forma básica de toda la producción; lo que antes era ocupación subsidiaria se hizo ahora única actividad del trabajador. El asalariado temporal se convirtió en asalariado perpetuo. Además, la masa de los asalariados perpetuos aumentó colosalmente por el contemporáneo hundimiento del orden feudal: disolución de los séquitos y mesnadas de los señores feudales, expulsión de los campesinos, que perdieron sus seguras posiciones serviles, etc. Así se consumaba la división entre los medios de producción, concentrados en las manos de los capitalistas, y los productores reducidos a la propiedad exclusiva de su fuerza de trabajo. La contradicción entre producción social y apropiación capitalista se manifiesta como contraposición de proletariado y burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista se insertó en una sociedad de productores de mercancías, de productorcs individuales cuyo entrelazamiento social estaba mediado por el intercambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción
de mercancías tiene la peculiaridad de que en ella los productores pierden el dominio de sus propias relaciones sociales. Cada cual produce para sí con los medios de producción que casualmente tiene y para su individual necesidad de intercambiar. Ninguno de ellos sabe cuánta cantidad de su artículo está llegando al mercado, cuánta de ella se necesita y usa realmente; nadie sabe si su propio producto va a encontrar una necesidad real, si va a poder cubrir costes, y ni siquiera si va a poder vender. Reina la anarquía de la producción social. Mas la producción de mercancías, como cualquier otra forma de producción, tiene sus leyes características, inherentes, inseparables de ella, y esas leyes se imponen a pesar de la anarquía, en la anarquía y a través de la anarquía. Esas leyes se manifiestan en la única forma de conexión social que subsiste, a saber, el intercambio, y se imponen frente al productor individual en forma de leyes constrictivas de la competencia. Las leyes son al principio desconocidas para esos productores, y ellos tienen que irlas descubriendo paulatinamente y gracias a una larga experiencia. Se imponen, pues, las leyes sin el concurso de los productores, contra los productores, como ciegas leyes naturales de su propia forma de producción. El producto domina a los productores.
En la sociedad medieval, y señaladamente en la de los primeros siglos, la producción se orientaba esencialmente al propio uso. Satisfacía principalmente y casi sólo las necesidades del productor y de su familia. Donde existían relaciones de dependencia personal, como era el caso general en el campo, la producción contribuía también a satisfacer las necesidades de los señores feudales. Con todo eso, no tenía lugar ningún intercambio, y por eso los productos no tomaban la forma de mercancías. La familia del campesino producía casi todo lo que necesitaba: aperos o herramientas o vestidos, igual que productos alimenticios. Sólo cuando llegaba a producir un excedente sobre su propio consumo y sobre la prestación en naturaleza debida al señor feudal, sólo entonces la familia campesina producía también mercancías; este excedente, en efecto, lanzado al intercambio social, ofrecido en venta, se convertía en mercancía. Los artesanos urbanos, desde luego, han tenido que producir para el intercambio ya desde el primer momento. Pero también ellos conseguían por sí mismos la mayor parte de lo que necesitaban; tenían huertos y pequeños campos de labor; enviaban sus bestias al pasto comunal, y del bosque comunal obtenían madera para diversos usos y leña; las mujeres hilaban el lino, la lana, etc. La producción con fines de intercambio, la producción de
mercancías, estaba, pues, en sus primeros pasos. De aquí la limitación del intercambio, la del mercado, la estabilidad del modo de producción, la cerrazón local hacia afuera, la integración local hacia adentro: la marca[72] en el campo, el gremio en la ciudad.
Pero con la ampliación de la producción mercantil, y señaladamente con la aparición del modo de producción capitalista, las leyes de la producción de mercancías, o mercantil, que hasta entonces habían permanecido bastante en la sombra, entraron más abierta y poderosamente en acción. Se relajaron las viejas asociaciones integradoras, se perforaron las viejas fronteras que aislaban las comunidades, y los productores se transformaron progresivamente en productores individuales e independientes de mercancías. Se reveló la anarquía de la producción social, y luego fue exacerbándose progresivamente. Pero el instrumento capital con el cual el modo de producción capitalista intensificó aquella anarquía de la producción social era precisamente lo contrario de la anarquía, a saber: la creciente organización de la producción como actividad social en cada establecimiento. Con esta palanca terminó con la vieja y pacífica estabilidad. Cuando se introducía en una rama de la industria, no toleraba ningún otro método de explotación junto a sí. Cuando se apoderó de la artesanía, aniquiló su vieja naturaleza. El campo de trabajo se hizo campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las colonizaciones que los siguieron multiplicaron las posibilidades de salida de las mercancías y aceleraron la transformación de la artesanía en manufactura. Y no sólo estalló la lucha entre los diversos productores locales: las luchas locales crecieron hasta dar lugar a luchas nacionales y a las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. La gran industria y el establecimiento del mercado mundial han universalizado por último esa lucha, y le han dado al mismo tiempo una violencia inaudita. El favor de las condiciones de producción naturales o creadas decidía de la existencia entre los diversos capitalistas, igual que entre enteras industrias y enteros países. El que pierde es eliminado sin compasión. Es la lucha darviniana por la existencia individual, traducida de la naturaleza a la sociedad con una furia aún potenciada. La actitud natural del animal se presenta así como punto culminante de la evolución humana. La contradicción entre producción social y apropiación capitalista se reproduce como contraposición entre la organización de la producción en cada fábrica y la anarquía de la producción en la sociedad en su conjunto.
En estas dos formas de manifestarse la contradicción que le es inmanente por su origen se mueve el modo de producción capitalista, describiendo ciegamente aquel "círculo vicioso" que ya descubrió en él Fourier. Pero lo que en su tiempo aún no podía ver Fourier es que ese círculo vicioso va estrechándose progresivamente, que el movimiento representa más bien una espiral, y que tiene que alcanzar su final, igual que el de los planetas, chocando con el centro. La fuerza impulsora de la anarquía social de la producción, que convierte progresivamente en proletarios a la gran mayoría de los hombres, y estas mismas masas proletarias, terminarán finalmente con la anarquía de la producción. Es también esa fuerza impulsora de la anarquía de la producción social la que hace de la infinita capacidad de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria una necesidad ineludible para cada capitalista industrial, obligándole a perfeccionar constantemente su maquinaria bajo pena de sucumbir. Pero perfeccionamiento de la maquinaria quiere decir prescindibilidad de trabajo humano. Si la introducción y el aumento de la maquinaria suponen el desplazamiento de millones de trabajadores manuales por pocos trabajadores mecánicos, el perfeccionamiento de la maquinaria significa expulsión de cada vez más obreros mecánicos mismos, y, en última instancia, creación de un número de trabajadores asalariados disponibles superior a la necesidad media del capital de emplear asalariados, la creación de lo que ya en 1845[*] llamé un ejército industrial de reserva, disponible para los momentos en que la industria trabaja a toda máquina, pero arrojado al arroyo por el siguiente y necesario crack, y siempre en función de cadenas de plomo en los pies de la clase trabajadora, en su lucha por la existencia contra el capital, al mismo tiempo que regulador para mantener el salario del trabajo al bajo nivel adecuado a la necesidad capitalista. Así ocurre, para usar las palabras de Marx, que la maquinaria se convierte en el más potente medio de guerra del capital contra la clase obrera, que el medio de trabajo arranca constantemente al trabajador el pan de las manos, y que el propio producto del trabajador se convierte en un instrumento de su servidumbre. Así ocurre que la economización de medios de trabajo se convierte por principio en una dilapidación desconsiderada de la fuerza de trabajo, y en una destrucción de los presupuestos normales de la función del trabajo; que la maquinaria, el medio más potente para abreviar el tiempo
[*] Die Lage der arbeitenden Klasse in Englad <La situación de la clase trabajadora en Inglaterra>, pág. 109.[73]
de trabajo, se transmuta en el medio infalible de convertir la vida entera del trabajador y de su familia en tiempo de trabajo disponible para la valorización dcl capital; así ocurre que el agotamiento de unos por el trabajo es presupuesto del paro y falta de trabajo de otros, y que la gran industria, que recorre la tierra entera a la busca de nuevos consumidores, limita en su propia casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre, minándose así el propio mercado interno. "La ley según la cual la sobrepoblación relativa, o ejército industrial de reserva, se encuentra siempre en equilibrio con la dimensión y la energía de la acumulación capitalista, encadena el trabajador al capital más firmemente de lo que la cuña de Hefesto pudo encadenar a Prometeo a la roca. Esa ley determina una acumulación de la miseria que corresponde a la acumulación del capital. La acumulación de riqueza en un polo es, pues, al mismo tiempo acumulación de miseria, tortura del trabajo, ignorancia, bestialización y degradación moral en el contrapolo, es decir, en la clase que produce su propio producto en forma de capital" (Marx, El Capital, pág. 671). Esperar del modo de producción capitalista otra distribución de los productos es lo mismo que exigir que los electrodos de una batería, cuando están conectados con ella, dejen de electrolizar el agua, y que deje de obtenerse en uno de los polos oxígeno y en el otro hidrógeno.
Hemos visto cómo, a través de la anarquía de la producción en la sociedad, la extremada capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna se convierte, para el capitalista industrial, en una necesidad ineludible de perfeccionar constantemente su propia maquinaria, de aumentar constantemente su capacidad de producción. La mera posibilidad fáctica de ampliar su ámbito de producción se convierte para él en una necesidad del mismo tipo. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, frente a la cual la de los gases es cosa de niños, se manifiesta ahora como una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, la cual se impone a cualquier contrapresión. La contrapresión es el consumo, la salida de productos, el mercado de los productos de la gran industria. Pero la capacidad de expansión de los mercados, tanto la extensiva cuanto la intensiva, se encuentra por de pronto dominada por leyes muy distintas y de acción bastante menos enérgica. La expansión de los mercados no puede producirse al ritmo de la expansión de la producción. La colisión es inevitable, y como no puede conseguirse ninguna solución mientras no se vaya más allá del modo mismo de produción capitalista, la colisión se hace
periódica. La producción capitalista origina un nuevo "círculo vicioso".
Desde 1825 en efecto, fecha en la cual estalló la primera crisis general, todo el mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de sus apéndices más o menos barbáricos, salen de quicio aproximadamente cada diez años. El tráfico queda bloqueado, los mercados se saturan, los productos se almacenan tan masiva cuanto invendiblemente, el dinero líquido se hace invisible, desaparece el crédito, se paran las fábricas, las masas trabajadoras carecen hasta de alimentos por haber producido demasiado, una bancarrota sigue a otra, y lo mismo ocurre con las ejecuciones forzosas en los bienes. Esa situación de bloqueo dura años, fuerzas productivas y productos se desperdician en masa, se destruyen, hasta que las acumuladas masas de mercancías, tras una desvalorización mayor o menor, van saliendo finalmente, y la producción y el intercambio vuelven paulatinamente a funcionar. La marcha se acelera entonces progresivamente y pasa a ser trote; el trote industrial se hace luego galope, y ésta vuelve a culminar en la carrera a rienda suelta de un completo steeple-chase[74] industrial, comercial, crediticio y especulativo, para llegar finalmente, tras los más audaces saltos, a la fosa del nuevo crack. Y así sucesivamente. Todo eso lo hemos vivido desde 1825 cinco veces, y lo estamos experimentando en este momento (1877) por sexta vez. El carácter de estas crisis es tan claramente manifiesto que ya Fourier pudo describirlas todas al llamar a la primera crise plétorique, crisis pletórica o por abundancia.
La contradicción entre producción social y apropiación capitalista irrumpe en las crisis con gran violencia. La circulación de mercancías se interrumpe momentáneamente; el medio de circulación, el dinero, se convierte en obstáculo de la misma; se invierten todas las leyes de la producción y la circulación de mercancías. La colisión económica ha alcanzado su punto culminante: el modo de producción se rebela contra el modo de intercambio, y las fuerzas productivas se rebelan contra el modo de producción del que han nacido, y al que ya rebasan.
El hecho de que la organización social de la producción dentro de la fábrica se ha desarrollado hasta un punto en el cual se ha hecho incompatible con la anarquía de la producción en la sociedad, que existe junto a aquella organización y por encima de ella, se revela a los capitalistas mismos por la poderosa concentración de capitales que tiene lugar durante la crisis, a través de la ruina
de muchos grandes capitalistas y de muchos más pequeños. El mecanismo entero del modo de producción capitalista fracasa bajo la presión de las fuerzas productivas engendradas por él mismo. Ese mecanismo no puede ya convertir en capital todas esas masas de medios de producción, las cuales yacen yermas, razón por la cual tiene que estar también sin aprovechar el ejército industrial de reserva. Medios de producción, alimentos, trabajadores disponibles, todos los elementos, en definitiva, de la producción y de la riqueza general, se encuentran en ese momento a disposición con sobreabundancia. Pero "la abundancia resulta fuente de la miseria y la escasez" (Fourier), porque esa sobreabundancia es precisamente la que obstaculiza la transformación de los medios de producción y de vida en capital. Pues en la sociedad capitalista los medios de producción no pueden entrar en actividad a menos de transformarse antes en capital, en medios de explotación de fuerza humana de trabajo. La necesidad de que el capital posea los medios de producción y de vida está siempre, como un fantasma, entre ellos y los trabajadores. Y esa necesidad impide que coincidan juntas las palancas material y personal de la producción: ella es lo único que prohibe a los medios de producción servir para lo que naturalmente sirven, y a los trabajadores vivir y trabajar. Así, pues, por una parte, el modo de producción capitalista se encuentra en la crisis ante la demostración de su propia incapacidad para seguir administrando aquellas fuerzas de producción. Por otra parte, esas fuerzas productivas presionan cada vez más intensamente en favor de la superación de esa contradicción, en favor de su propia liberación de su condición de capital, en favor del efectivo reconocimiento de su carácter de fuerzas productivas sociales.
Esa contrapresión de las fuerzas productivas, en imponente crecimiento, contra su condición de propiedad del capital, esa creciente constricción a reconocer su naturaleza social, es lo que obliga a la clase misma de los capitalistas a tratarlas cada vez más como fuerzas productivas sociales, dentro, naturalmente, de lo que eso es posible en el marco de la sociedad capitalista. Tanto el período de alta presión industrial, con su ilimitada hinchazón del crédito, como el crack mismo, por el hundimiento de grandes establecimientos capitalistas, empujan hacia aquella forma de sociación de grandes masas de medios de producción que se nos presenta en las diversas clases de sociedades por acciones. Algunos de esos medios de producción y tráfico son ya por sí mismos tan colosales que, como ocurre con los ferrocarriles, excluyen cualquier otra
forma de explotación capitalista. Pero llegados a un cierto nivel de desarrollo, ya no basta siquiera esa forma: el representante oficial de la sociedad capitalista, que es el Estado, se ve obligado a asumir la dirección.[*] Esta necesidad de transformación en propiedad del Estado aparece ante todo en las grandes organizaciones del tráfico: los correos, el telégrafo, los ferrocarriles.
Si las crisis descubren la incapacidad de la burguesía para seguir administrando las modernas fuerzas productivas, la transformación de las grandes organizaciones de la producción y el tráfico en sociedades por acciones y en propiedad del Estado muestra que la burguesía no es ya imprescindible para la realización de aquella tarea. Todas las funciones sociales de los capitalistas son ya desempeñadas por empleados a sueldo. El capitalista no tiene ya más actividad social que percibir beneficios, cortar cupones y jugar a la bolsa, en la cual los diversos capitalistas se arrebatan los unos a los otros sus capitales. Si el modo de producción capitalista ha desplazado primero a trabajadores, ahora está haciendo lo mismo con los capitalistas, lanzando a éstos, como antes a muchos trabajadores, a engrosar la población superflua, aunque no, por el momento, el ejército industrial de reserva.
Pero ni la transformación en sociedades por acciones ni la transformación en propiedad del Estado suprime la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas. En el caso de las sociedades por acciones, la cosa es obvia. Y el Estado moderno, por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista contra ataques de los trabajadores o de los
[*] Digo que se ve obligado. Pues sólo cuando los medios de producción o del tráfico han rebasado realmente la posibilidad de ser dirigidos por sociedades anónimas, sólo cuando la estatalización se ha hecho inevitable económicamente, y sólo en este caso, significa esa medida un progreso económico, aunque sea el actual estadoel que la realiza: significa la consecución de un nuevo estadio previo a la toma de posesión de todas las fuerzas productivas por la sociedad misma. Pero recientemente, desde que Bismarck se dedicó también a estatalizar, se ha producido cierto falso socialismo —que ya en algunos casos ha degenerado en servicio al estado existente— para el cual toda estatalización, incluso la bismackiana, es sin más socialista. La verdad es que si la estatalización del tabaco fuera socialista, Napoleón y Metternich deberían contarse entre los fundadores del socialismo. Cuando el estado belga se construyó sus propios ferrocarriles por motivos políticos y financieros muy vulgares, o cuando Bismack estatalizó sin ninguna necesidad económica las líneas férreas principales de Prusia, simplemente por tenerlas mejos preparadas para la guerra y poder aprovecharlas mejor militarmente, así como para educar a los funcionarios de ferrocarriles como borregos electorales del gobierno y para procurarse, ante todo, una fuente de ingresos nueva e independiente de las decisiones del parlamento, en ninguno de esos casos se dieron, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, pasos socialistas. De selo éstos, también serían instituciones socialistas la Real Compañia de Navegación, las Reales Manufacturas de Porcelana y hasta los sastres de compañía del ejército.
capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, un Estado de los capitalistas: el capitalista total ideal. Cuantas más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que, más bien, se exacerba. Pero en el ápice se produce la mutación. La propiedad estatal de las fuerzas productivas no es la solución del conflicto, pero lleva ya en sí el medio formal, el mecanismo de la solución.
Esa solución no puede consistir sino en reconocer efectivamente la naturaleza social de las modernas fuerzas productivas, es decir, en poner el modo de apropiación y de intercambio en armonía con el carácter social de los medios de producción. Y esto no puede hacerse sino admitiendo que la sociedad tome abierta y directamente posesión de las fuerzas productivas que desbordan ya toda otra dirección que no sea la suya. Con eso el carácter social de los medios de producción y de los productos —que hoy se vuelve contra los productores mismos, rompe periódicamente el modo de producción y de intercambio y se impone sólo, violenta y destructoramente, como ciega ley natural— será utilizado con plena consciencia por los productores, y se transformará, de causa que es de perturbación y hundimiento periódico, en la más poderosa palanca de la producción misma.
Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de la naturaleza —ciega, violenta, destructoramente, mientras no las descubrimos ni contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros el someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio nuestros fines. Esto vale muy especialmente de las actuales gigantescas fuerzas productivas. Mientras nos neguemos tenazmente a entender su naturaleza y su carácter —y el modo de producción capitalista y sus defensores se niegan enérgicamente a esa comprensión—, esas fuerzas tendrán sus efectos a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán tal como detalladamente hemos expuesto. Pero una vez comprendidas en su naturaleza, pueden dejar de ser las demoniacas dueñas que son y convertirse, en manos de unos productores asociados, en eficaces servidores. Esta es la diferencia entre el poder destructor de la electricidad en el rayo de la tormenta y la electricidad dominada del telégrafo y del arco voltaico;
la diferencia entre el incendio y el fuego que actúa al servicio del hombre. Con este tratamiento de las actuales fuerzas productivas según su naturaleza finalmente descubierta, aparece en el lugar de la anarquía social de la producción una regulación socialmente planeada de la misma según las necesidades de la colectividad y de cada individuo; con ello el modo capitalista de apropiación, en el cual el producto esclaviza primero al productor y luego al mismo que se lo apropia, se sustituye por el modo de apropiación de los productos fundado en la naturaleza misma de los modernos medios de producción: por una parte, una apropiación directamente social como medio para el sostenimiento y la aplicación de la producción; por otra parte, apropiación directamente individual como medios de vida y disfrute.
Al convertir en creciente cantidad la mayoría de la población en proletarios, el modo capitalista de producción crea la fuerza obligada a realizar esa transformación, so pena de perecer. Al empujar cada vez más hacia la transformación de los grandes medios sociales de producción en propiedad del Estado, aquel modo de producción muestra él mismo el camino para realizar aquella transformación. El proletariado toma el poder del Estado y transforma primero los medios de producción en propiedad estatal. Pero con eso se supera a sí mismo como proletariado, supera todas las diferencias y contraposiciones de clase, y, con ello, el Estado como tal Estado. La sociedad existente hasta hoy, que se ha movido en contraposiciones de clase, necesitaba el Estado —esto es, una organización de la clase explotadora en cada caso para mantener sus condiciones externas de la producción, es decir, señaladamente, para someter por la violencia y mantener a la clase explotada en las condiciones de opresión dictadas por el modo de producción (esclavitud, servidumbre de la gleba o vasallaje, trabajo asalariado)—. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su resumen en una corporación visible; pero no lo era sino en la medida en que era el Estado de aquella clase que representaba en su tiempo a toda la sociedad: en la Antigüedad, fue el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media, el Estado de la nobleza feudal; en nuestro tiempo, el Estado de la burguesía. Al hacerse finalmente real representante de toda la sociedad, el Estado se hace él mismo superfluo. En cuanto que deja de haber clase que mantener en opresión, en cuanto que con el dominio de clase y la lucha por la existencia individual, condicionada por la actual anarquía de la producción, desaparecen las colisiones y los excesos dimanantes de
todo ello, no hay ya nada que reprimir y que haga necesario un especial poder represivo, un Estado. El primer acto en el cual el Estado aparece realmente como representante de la sociedad entera —la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad— es al mismo tiempo su último acto independiente como Estado. La intervención de un poder estatal en relaciones sociales va haciéndose progresivamente superflua en un terreno tras otro, y acaba por inhibirse por sí misma. En lugar del gobierno sobre personas aparece la administración de cosas y la dirección de procesos de producción. El Estado no "se suprime", sino que se extingue. De acuerdo con ese principio hay que calibrar la fraseología que habla de un "Estado libre popular", y tanto desde el punto de vista de su temporal justificación para la agitación cuanto desde el de su definitiva insuficiencia científica, y también con ese criterio puede estimarse la exigencia de los llamados anarquistas, que quieren suprimir el Estado de hoy a mañana.
La toma de posesión de todos los medios de producción por la sociedad ha estado más o menos clara a la vista, como ideal del futuro, para muchos individuos y sectas enteras desde la aparición histórica del modo capitalista de producción. Pero esa idea no podía convertirse en necesidad histórica sino cuando se presentaron las condiciones materiales de su realización. Como todos los progresos sociales, éste no resulta sin más viable porque se haya comprendido que la existencia de las clases contradice a la justicia, a la igualdad, etc., ni por la mera voluntad de suprimir esas clases, sino gracias a determinadas nuevas condiciones económicas. La escisión de la sociedad en una clase explotadora y otra explotada, en una clase dominante y otra sometida, fue consecuencia necesaria del escaso desarrollo anterior de la producción. Mientras el trabajo social total no suministra más que un fruto reducido, que supera en poco lo exigido para la existencia más modesta de todos los miembros de la sociedad, mientras, pues, el trabajo requiere todo el tiempo, o casi todo el tiempo de la gran mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide necesariamente en clases. Junto a esa gran mayoría exclusivarmente dedicada al trabajo se constituye una clase liberada del trabajo directamente productivo y que se ocupa de los asuntos colectivos de la sociedad: dirección del trabajo, asuntos de Estado, justicia, ciencia, artes, etc. Lo que subyace a la división en clases es la ley de la división del trabajo. Lo cual no obsta para que esa división en clases se imponga mediante la violencia y la expoliación, la astucia y el engaño, ni para
que la clase dominante, una vez izada al poder, consolide sistemáticamente su dominio a costa de la clase trabajadora, y haga de la dirección de la sociedad pura y simple explotación de las masas.
Mas si de esto se desprende que la división en clases tiene cierta justificación histórica, ésta vale sólo para un determinado tiempo, para determinadas condiciones sociales. La división en clases se basó en la insuficiencia de la producción, y será barrida por el pleno despliegue de las fuerzas productivas modernas. La supresión de las clases sociales tiene efectivamente como presupuesto un grado de desarrollo histórico en el cual sea un anacronismo, cosa anticuada, no ya la existencia de tal o cual clase dominante, sino el dominio de clase en general, es decir, las diferencias de clase mismas. Tiene, pues, como presupuesto un alto grado de desarrollo de la producción en el cual la apropiación de los medios de producción y de los productos por una determinada clase social —y con ella el poder político, el monopolio de la instrucción y la dirección intelectual por dicha clase— se haya hecho no sólo superflua, sino también un obstáculo económico, político e intelectual para el desarrollo. A este punto hemos llegado ya. Mientras la bancarrota política e intelectual de la burguesía es ya apenas un secreto para ella misma, su bancarrota económica se repite regularmente cada diez años. En cada crisis se ahoga la sociedad bajo la exuberancia de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, inutilizables unas y otros, y se encuentra perpleja ante la absurda contradicción de que los productores no tengan nada que consumir precisamente porque faltan consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ataduras que les pone el modo de producción capitalista. Su liberación de esas ataduras es el único presupuesto de un desarrollo ininterrumpido, del progreso cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y, por tanto, de un aumento prácticamente ilimitado de la producción misma. Pero eso no es todo. La apropiación social de los medios de producción elimina no sólo la actual inhibición artificial de la producción, sino también el positivo despilfarro y la destrucción de fuerzas productivas y productos que son hoy día compañeros inevitables de la producción y alcanzan su punto culminante en las crisis. Esa apropiación social pone además a disposición de la comunidad una masa de medios de producción y de productos al eliminar el insensato desperdicio del lujo de las clases actualmente dominantes y de sus representantes políticos. La posibilidad de asegurar a todos los miembros de la
sociedad, gracias a la producción social, una existencia que no sólo resulte del todo suficiente desde el punto de vista material, sino que, además de ser más rica cada día, garantice a todos su plena y libre formación y el ejercicio de todas sus disposiciones físicas e intelectuales, existe hoy por vez primera, incipientemente, pero existe.[*]
Con la toma de posesión de los medios de producción por la sociedad se elimina la producción mercantil y, con ella, el dominio del producto sobre el productor. La anarquía en el seno de la producción social se sustituye por la organización consciente y planeada. Termina la lucha por la existencia individual. Con esto el hombre se separa definitivamente, en cierto sentido, del reino animal, y pasa de las condiciones de existencia animales a otras realmente humanas. El cerco de las condiciones de existencia que hasta ahora dominó a los hombres cae ahora bajo el dominio y el control de éstos, los cuales se hacen por vez primera conscientes y reales dueños de la naturaleza, porque y en la medida en que se hacen dueños de su propia sociación. Los hombres aplican ahora y dominan así con pleno conocimiento real las leyes de su propio hacer social, que antes se les enfrentaban como leyes naturales extrañas a ellos y dominantes. La propia sociación de los hombres, que antes palecía impuesta y concedida por la naturaleza y la historia, se hace ahora acción libre y propia. Las potencias objetivas y extrañas que hasta ahora dominaron la historia pasan bajo el control de los hombres mismos. A partir de ese momento harán los hombres su historia con plena conciencia; a partir de ese momento irán teniendo predominantemente y cada vez más las causas sociales que ellos pongan en movimiento los efectos que ellos deseen. Es el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad.
La misión histórica del proletariado moderno consiste en llcvar a cabo esa acción liberadora del mundo. La tarea de la expresion teorética del movimiento proletario, la tarea del socialismo
[*] Unas pocas cifras bastan para dar una idea aproximada de la enorme fuerza expansiva de los modernos medios de producción, incluso bajo la opresión capitalista. Según las recientes estimaciones de Giffen, la riqueza total de la Gran Bretaña e Irlanda sumaba en cifras redondeadas:
En 1814: 2.200 millones de libras esterlinas.
En 1865: 6.100 millones de libras esterlinas.
En 1875: 8.500 millones de libras esterlinas.
Por lo que hace a la destrucción de medios de producción y de productos en las crisis, en el segundo congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21 de febrero de 1878, se calculó que la pérdida total de la sola industria siderúrgica alemana en el último crack sumó 455 millones de marcos.
científico, es descubrir las condiciones históricas de aquella acción y, con ello, su naturaleza misma, para llevar a consciencia de la clase hoy oprimida llamada a realizarla las condiciones y la naturaleza de su propia tarea.
Luego de todo lo visto, no puede sorprender al lector que la exposición de los rasgos fundamentales del socialismo dada en el capítulo anterior no vaya, en modo alguno, en el sentido del señor Dühring. Al contrario. El señor Dühring no tiene más remedio que arrojarla al abismo de todas las basuras, junto con las demás "bastardas de fantasía histórica y lógica", las "groseras concepciones" y las "confusas y nebulosas ideas", etc. Pues para él el socialismo no es en absoluto un producto necesario del desarrollo histórico, y aún menos de las condiciones económicas del presente, groseramente materiales y orientadas a meros fines de pienso. El señor Dühring lo sabe mucho mejor. Su socialismo es una verdad definitiva de última instancia: es "el sistema natural de la sociedad", y tiene sus raíces en un "principio universal de la justicia", y aunque ese socialismo no tiene más remedio que tomar nota de la actual situación, creada por la anterior pecaminosa historia, con objeto de mejorarla, esto es ciertamente una desgracia desde el punto de vista del puro principio de la justicia. El señor Dühring compone su socialismo, como todo lo demás, por medio de sus dos célebres hombres. Estas dos marionetas, en vez de ponerse, como hasta ahora, a representar los papeles de señor y siervo, representan por una vez, y por variar, la comedia de la equiparación, y con eso queda listo el fundamento del socialismo dühringiano.
Es, por tanto, evidente que el señor Dühring no concede en absoluto a las crisis industriales la importancia histórica que les hemos atribuido.
Las crisis son para él meras desviaciones ocasionales de la "normalidad", se limitan, a lo sumo, a dar ocasión para el "despliegue de un orden más normado". El "modo habitual" de explicar las crisis por la sobreproducción no satisface en absoluto a su concepción más exacta. Cierto que una tal explicación puede admitirse para crisis especiales en ciertos ámbitos". Así, por ejemplo, "una plétora en el mercado de librería causada
por ediciones de obras cuyos derechos han quedado libres, y que son aptas para la venta en masa.
El señor Dühring puede acostarse desde luego con la conciencia tranquila: sus inmortales obras no producirán jamás esa universal catástrofe.
Pero en las grandes crisis no es la sobreproducción, sino más bien "el retraso del consumo popular... el subconsumo artificiosamente engendrado... la ostaculización de las necesidades populares (!) en su natural crecimiento, lo que hace al final tan críticamente grande el abismo entre los depósitos y la salida de los productos."
Y hasta ha conseguido felizmente un discípulo para esta su teoría de las crisis.
Pero el hecho es que el subconsumo de las masas, la limitación del consumo de éstas a lo imprescindible para el sustento y la reproducción, no es en absoluto cosa nueva. Ha existido siempre que ha habido clases explotadoras y explotadas. Incluso en los períodos históricos en que la situación de las masas fue especialmente favorable, como, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo XV, estaban en una situación de subconsumo. Se encontraban muy lejos de poder disponer de su propio producto anual para el consumo. Si, pues, el subconsumo es un hecho histórico constante desde hace milenios, mientras que el bloqueo general de la salida de las mercancías que se produce en las crisis a consecuencia del exceso de producción no es visible sino desde hace cincuenta años, toda la trivialidad económico-vulgar del señor Dühring consiste en explicar la nueva colisión no por el nuevo fenómeno de la sobreproducción, sino por el del subconsumo, que tiene milenios de edad. Es como si en matemáticas se quisiera explicar la variación de la razón entre dos magnitudes, una variable y otra constante, no por el hecho de que la variable ha variado, sino por el de que la constante sigue siendo idéntica. El subconsumo de las masas es una condición necesaria de todas las formas de sociedad basadas en la explotación, y, por tanto, también de la sociedad capitalista; pero sólo la forma capitalista de la producción lleva ese subconsumo a elemento de una crisis. El subconsumo de las masas es, pues, también una condición de las crisis, y desempeña en ellas un papel de antiguo conocido; pero nos informa tan poco de las causas de la actual existencia de las crisis como de las causas de su anterior inexistencia.
El señor Dühring tiene en general nociones muy curiosas del mercado mundial. Hemos visto cómo intenta imaginarse verdaderas crisis especiales de la industria, como un auténtico literato alemán, por medio de imaginarias crisis de la feria del libro de Leipzig, lo que equivale a intentar comprender una tempestad en el mar mirando atentamente una tormenta en un vaso de agua. También se imagina que la actual producción empresarial tiene que "girar en cuanto a su salida principalmente en el círculo de la propia clase propietaria", lo cual no le impide, apenas dieciséis páginas después, presentar al modo corriente, como industrias modernas decisivas, la del hierro y la del algodón, es decir, precisamente las dos ramas de la producción cuyos productos no consume la clase propietaria sino en diminuta proporción, y que se orientan necesariamente ante todo al consumo masivo. Busquemos lo que busquemos, no encontramos en el señor Dühring más que cháchara vacía y contradictoria. Mas tomemos un ejemplo de la industria del algodón. Cuando en la sola ciudad de Oldham —que es una ciudad relativamente pequeña, una de la docena de ciudades de 50.000 a 100.000 habitantes de la zona de Manchester que se dedican a la industria algodonera— el número de husos dedicados exclusivamente a producir hilo del 32 ha pasado en cuatro años, de 1872 a 1875, de los dos millones y medio a los cinco millones, de modo que en una sola ciudad media de Inglaterra hay tantos husos hilando hilo de un solo número cuantos posee la industria algodonera de toda Alemania, incluida Alsacia, y cuando la expansión de las demás ramas y localidades de la industria algodonera inglesa y escocesa ha tenido lugar en general en una proporcion sensiblemente igual, hace falta una gran dosis de radical cara dura para explicar el actual colapso de la salida del hilado de algodón y sus tejidos en Inglaterra por el subconsumo de las masas inglesas, y no por la sobreproducción de los fabricantes ingleses de algodón.[*]
Baste con eso. Es imposible discutir con gentes lo suficientemente ignorantes en economía como para considerar a la feria del libro de Leipzig como un mercado en el sentido de la industria moderna. Limitémonos, por tanto, a registrar que, aparte de lo visto, el señor Dühring no sabe indicarnos respecto de las crisis sino que en ellas no tiene lugar más que
[*] La explicación de las crisis por el subconsumo procede de Sismondi, y aún tiene en su obra cierto sentido. De Sismondi la ha tomado Rodbertus, y de Rodbertus la ha copiado el señor Dühring con su habitual manera trivializadora.
"un juego corriente entre la hipertensión y la relajación"; que la hiperespeculación "no se debe sólo a la acumulación sin plan de empresas privadas", sino que también hay que contar "la precipitación de los empresarios particulares y la falta de prudencia privada entre las causas que producen la superoferta".
Mas, ¿cuál es a su vez la "causa que produce" la precipitaclon y la falta de prudencia privada? Precisamente la falta de plan, que se manifiesta en la acumulación sin plan de las empresas privadas. La traducción inconsciente de un hecho económico en un reproche moral, como medio de descubrir una nueva causa, es también una notable "precipitación".
Dejemos aquí las crisis. Tras de haber mostrado en el capítulo anterior su naturaleza de consecuencia necesaria del modo de producción capitalista y su importancia como crisis de ese modo de producción mismo, como medios constrictivos de la transformación social, no necesitamos ya oponer ni una palabra a las falsedades del señor Dühring sobre este tema. Pasemos a sus creaciones positivas, al "sistema natural de la sociedad".
Este sistema, construido sobre la base de un "principio universal de la justicia", es decir, libre de toda atención al peso de los hechos materiales, consiste en una federación de comunas económicas entre las cuales hay "libertad de movimientos y necesidad de aceptar nuevos miembros según determinadas leyes y normas administrativas". La comuna económica misma es ante todo
"un amplio esquematismo de alcance histórico-humano", y se encuentra mucho más allá de las "confusas medias tintas", por ejemplo, de un cierto Marx. La comuna económica es "una comunidad de personas que están ligadas, por su derecho público de disposición sobre un ámbito de tierra y sobre un grupo de establecimientos de producción, a una actividad común y a una participación común en los frutos". El derecho público es un "derecho sobre la cosa... en el sentido de una relación puramente publicística con la naturaleza y con las instituciones de producción".
Los futuros juristas de la comuna económica se devanarán los sesos para conseguir entender lo que eso quiere decir. Nosotros renunciamos a ello y nos informamos a continuación de que
la comuna económica no es en modo alguno lo mismo que "la propiedad corporativa de las asociaciones obreras", la cual no excluiría la competencia, ni siquiera la explotación salarial.
A propósito de lo cual se abandona de paso
la idea de una "propiedad colectiva", que parece encontrarse en Marx, la cual es "por lo menos oscura y discutible, pues esa idea futurista cobra siempre el aspecto de no significar más que la propiedad corporativa de grupos obreros".
Aquí se presenta otra vez esa "vil manierilla" que tiene el señor Dühring de atribuir falsamente afirmaciones: "cualidad tan vulgar" (como él mismo dice), que "sólo puede calificarse con la palabra vil"; se trata de una falsedad tan injustificada como aquel otro invento del señor Dühring según el cual la propiedad colectiva es en Marx "a la vez propiedad individual y propiedad social".
Algo, en todo caso, resulta ya claro: el derecho publicístico de una comuna económica sobre sus medios de trabajo es un derecho de propiedad excluyente, al menos, respecto de las demás comunas económicas, y también respecto de la sociedad y del Estado.
Pero no tendrá el poder "de proceder excluyentemente hacia afuera... pues entre las diversas comunas económicas hay libertad de movimientos y necesidad de aceptar a nuevos miembros según determinadas leyes y normas administrativas... análogamente... a lo que ocurre hoy con la pertenencia a una formación política y con la participación en las competencias económicas comunales."
Habrá, pues, comunas económicas ricas y pobres, y la compensación y el equilibrio tendrán lugar por el paso en masa de la población a las comunas ricas y el abandono de las comunas pobres. Pues si el señor Dühring pretende eliminar la competencia en productos entre las diversas comunas por medio de una organización nacional del comercio, no por ello impide que la competencia siga subsistiendo. Las cosas se sustraen a la competencia, pero los hombres quedan sometidos a ella.
Mas todavía no estamos nada en claro acerca del "derecho publicístico". Dos páginas más adelante nos lo explica el señor Dühring:
La comuna económica no abarca "al principio más que el ámbito político social cuyos miembros están unidos en un sujeto jurídico unitario, y en esa cualidad tienen la disposición sobre toda la tierra, las viviendas y las instituciones de producción".
No es, pues, cada comuna la que dispone, sino la nación entera. El "derecho público", el "derecho sobre la cosa", la "relación publicística con la naturaleza", etc., no es, pues, sólo "por lo menos oscuro y discutible", sino que se encuentra en directa contradicción
consigo mismo. Es en efecto, por lo menos en la medida en que cada comuna económica es también un sujeto de derecho, "una propiedad a la vez individual y social", y esta última "afirmación nebulosa y ambigua" no puede, por tanto, encontrarse más que en las ideas del señor Dühring.
En todo caso, la comuna económica dispone de sus medios de trabajo para la producción. ¿Cómo procede esa producción? Por todo lo que nos dice el señor Dühring, la producción procede exactamente igual que antes, con la única diferencia de que la comuna aparece en el lugar de los capitalistas. A lo sumo se nos dice que la elección de la profesión es finalmente libre para todo individuo, que existe obligación igual de trabajar.
La forma fundamental de toda producción que ha existido hasta hoy es la división del trabajo, dentro de la sociedad, por una parte, y dentro de cada establecimiento de producción por otra. ¿Cómo se comporta la "socialidad" dühringiana respecto de la división del trabajo?
La primera gran división social del trabajo es la separación en ciudad y campo.
Este antagonismo es, según el señor Dühring, "inevitable por la naturaleza misma de las cosas". Pero "es discutible la idea de que el abismo entre la agricultura y la industria... sea insalvable. De hecho existe ya cierta continuidad del paso, la cual promete aumentar aun mucho en el futuro". Ya ahora dos industrias se han introducido en la agricultura y la empresa agrícola: "ante todo las destilerías, y en segundo lugar la obtención de azúcar de remolacha..., la producción de bebidas espirituosas es de tal importancia que hasta ahora se la ha subestimado más que otra cosa". Y "si fuera posible que, a consecuencia de algunos descubrimientos, se constituyera un círculo mayor de industrias tales que se produjera la necesidad de situar las fábricas en el campo y apoyarlas directamente en la producción de materias primas," se debilitaría la contraposición de ciudad y campo, y "se conseguirían los fundamentos más amplios del desarrollo de la civilización". Pero, además, "una cosa parecida podría plantearse por otro camino. Además de las necesidades técnicas, importan cada vez más las necesidades sociales, y cuando estas últimas se hagan decisivas para la agrupación de las actividades humanas, no será ya posible descuidar los beneficios que se desprenden de un próximo y sistemático enlace de las ocupaciones del campo con las realizaciones del trabajo técnico de transformación".
Y como en la comuna económica lo quc importa son precisamente las necesidades económicas, no hay duda de que dicha comuna se apresurará a apropiarse en plena medida los citados beneficios
de la unificación de la agricultura y la industria. Seguramente no dejará el señor Dühring de darnos con su acostumbrada prolijidad noticia de la posición de la comuna económica ante esta cuestión, según sus "más exactas concepciones". Se engañará el lector que así lo crea. Los anteriores lugares comunes, magros, tímidos, de nuevo encerrados en el círculo aguardentoso y remolachero del derecho territorial prusiano, son todo lo que el señor Dühring tiene que decirnos acerca de la contraposición de la ciudad y el campo en el presente y en el futuro.
Pasemos al detalle de la división del trabajo. En esto es el señor Dühring ya más "exacto". Habla de
"una persona que tenga que dedicarse exclusivamente a un género de actividad". Si se trata de la introducción de una nueva rama de la producción, la cuestión consiste simplemente en saber si un cierto número de existencias que deben dedicarse a la producción de un solo artículo pueden crearse junto con el consumo necesario para ellas (!). Ninguna rama de la producción requeriría mucha población en la socialidad. Y también en la socialidad habrá tipos económicos de hombres, "separados según el modo de vida".
Según esto, en la esfera de la produccion todo se queda prácticamente como estaba. Cierto que en la sociedad actual domina una "falsa división del trabajo"; pero acerca de en qué consista ella y de mediante qué tiene que ser sustituida en la comuna económica, no se nos dice más que lo siguiente:
Por lo que hace a las cuestiones de la división del trabajo, ya hemos dicho antes que pueden considerarse liquidadas en cuanto que se tiene en cuenta los hechos de las diversas ocasiones naturales y las capacidades personales.
Y junto a las capacidades cuenta además la inclinación personal a imponerse:
"El atractivo del ascenso hacia actividades que ponen en juego más capacidades y más preparación se basaría exclusivamente en la inclinación a la ocupación correspondiente y en la alegría de ejercitar precisamente esa cosa y no otra" [¡ejercitar una cosa!].
Con esto se estimula la emulación en la socialidad y
se mantiene en interés la producción misma, y la siniestra empresa que no considera la producción sino como medio de la ganancia dejará de ser el rasgo dominante de la situación.
En ninguna sociedad de desarrollo espontáneo de la producción —y la nuestra es una de ellas— son los productores los que dominan los medios de producción, sino éstos los que dominan a aquéllos. En una tal sociedad cada nueva palanca de la producción se muta necesariamente en nuevo medio de esclavización de los productores a los medios de producción. Y esto vale ante todo de la palanca de la producción que ha sido con mucho la más poderosa hasta la introducción de la gran industria, a saber, la división del trabajo. Ya la primera gran división del trabajo, la separación entre la ciudad y el campo, condenó a la población rural a un embotamiento milenario, y a la población urbana a la esclavitud de cada cual bajo su propio oficio. Esa separación aniquiló la base del desarrollo espiritual de los unos y del desarrollo físico de los otros. Cuando el campesino se apropia la tierra y el hombre de la ciudad se hace con su oficio, ocurre al mismo tiempo que la tierra se está apoderando del campesino, y el oficio del artesano. Al dividirse el trabajo se escinde también el hombre. Todas las demás capacidades físicas y espirituales se sacrifican al perfeccionamiento de una sola actividad. Este anquilosamiento del hombre se intensifica en la misma medida en que se agudiza la división del trabajo, la cual alcanza su supremo desarrollo en la manufactura. La manufactura descompone el oficio artesano en sus diversas operaciones particulares, encarga cada una de esas operaciones a un solo trabajador, como profesión de por vida, y le encadena así perpetuamente a una determinada función parcial y a una determinada herramienta. "Anquilosa y hace del trabajador un abnorme tullido, promoviendo la habilidad en el detalle como en invernadero, mediante la represión de todo un mundo de impulsos y disposiciones productivas... El mismo individuo se divide, se transforma en motor automático de un trabajo parcial"[75] (Marx): en un motor que muchas veces no consigue ser perfecto sino gracias a una mutilización, en sentido literal, física y espiritual del obrero. La maquinaria de la gran industria degrada al obrero hasta por debajo de la máquina, convirtiéndole en mero accesorio de ésta. "La especialidad de por vida de manejar una herramienta parcial se convierte en la eterna especialidad de servir a una máquina parcial. Se abusa de la maquinaria para convertir al trabajador mismo, y desde niño, en una parte de una máquina parcial" (Marx). Pero no solo los trabajadores quedan sometidos por la división del trabajo al instrumento de su actividad, sino también las clases que los explotan directa o indirectamente: el burgués de espíritu yermo está sometido a su capital
y a su propia furia de beneficio; el jurista, a sus momificadas ideas jurídicas, que le dominan como poder sustantivo; las "clases ilustradas" en general, a las diversas limitaciones locales y unilateralidades, a su miopía física y espiritual, a su anquilosamiento por una educación orientada a la especialización y por un encadenamiento perpetuo a su especialidad, incluso cuando esta especialidad es el puro ocio.
Los utopistas estaban ya plenamente en claro acerca de los efectos de la división del trabajo, acerca del anquilosamiento del obrero, por una parte, y de la actividad misma del trabajo, por otra, limitada a la repetición perpetua, monótona y mecánica, de uno y el mismo acto. La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo es para Fourier, igual que para Owen, la primera condición básica de la superación de la vieja división del trabajo en general. Según los dos autores, la población debe distribuirse por el país en grupos de mil seiscientos a tres mil seres humanos; cada grupo habita, en el centro de su demarcación, un gigantesco palacio, con comunidad doméstica. Fourier habla de vez en cuando de ciudades, pero éstas constan simplemente de cuatro o cinco palacios contiguos. Según los dos autores, cada miembro de la sociedad toma parte tanto en la agricultura cuanto en la industria; en el caso de Fourier, el papel industrial principal es desempeñado por la artesanía y la manufactura. Owen, en cambio piensa en la gran industria, y hasta propone la introducción del vapor y de la maquinaria en las tareas domésticas. Pero incluso dentro de la agricultura y de la industIia exigen ambos la mayor diversidad posible de ocupaciones para cada individuo, y, consiguientemente, la educación de la juventud es una actividad técnica lo más multilateral posible. Según los dos autores, tiene que desarrollarse el hombre de un modo universal mediante una ocupación práctica universal, y el trabajo tiene que recuperar el atractivo perdido por la división; a ello contribuirá por de pronto la variación y la correspondiente brevedad de la "sesión" (ésta es la expresión de Fourier) dedicada a cada trabajo particular. Los dos han llegado ya mucho más allá que la concepción tradicional del señor Dühring, la cual considera que la contraposición entre la ciudad y el campo es inevitable por la naturaleza de la cosa, como si en cualesquiera situaciones un cierto número de "existencias" tuviera que estar condenado a producir un solo artículo; esa concepción quiere eternizar los "tipos económicos" de hombres distinguidos por el modo de vida, y perpetuar la existencia de gentes que se alegran de
ejercitar una cosa y ninguna otra, es decir, que han caído ya tan bajo que se alegran de su propia esclavitud y unilateralidad. Comparado con las ideas básicas incluso de las más insensatas fantasías del "idiota" Fourier, o con las más pobres ideas del "rudo, pálido y débil" Owen, el señor Dühring, todavía sometido totalmente a la división del trabajo, aparece como un impertinente enano.
Al hacerse dueña de todos los medios de producción para aplicarlos social y planeadamente, la sociedad suprime el anterior sometimiento del hombre a sus propios medios de producción. Como es obvio, la sociedad no puede liberarse sin que quede liberado cada individuo. Por eso el antiguo modo de producción tiene que subvertirse radicalmente, y, en especial, tiene que desaparecer la vieja división del trabajo. En su lugar tiene que aparecer una organización de la producción en la que, por una parte, ningún individuo pueda echar sobre las espaldas de otro su participación en el trabajo productivo, esa condición natural de la existencia humana, y en la que, por otra parte, el trabajo productivo, en vez de ser un medio de servidumbre, se haga medio de la liberación de los hombres, al ofrecer a todo individuo la ocasión de formar y ocupar en todos los sentidos todas sus capacidades físicas y espirituales, y al dejar así de ser una carga para convertirse en una satisfacción.
Todo eso ha dejado ya hoy de ser mera fantasía, mero piadoso deseo. Dado el actual desarrollo de las fuerzas productivas, basta ya el aumento de la producción que viene dado por la socialización de las fuerzas productivas, por la eliminación de las inhibiciones y perturbaciones nacidas del modo de producción capitalista, del despilfarro de productos y medios de producción, para que, con una participación general en el trabajo, el tiempo de éste pueda reducirse a una duración muy pequeña desde el punto de vista de nuestros actuales conceptos.
La superación de la vieja división del trabajo no es tampoco una exigencia que tenga que pagarse con una pérdida de productividad del trabajo. Al contrario. La gran industria ha hecho ya de ella una condición de la producción misma. "La operación a máquina supera la necesidad de fijar, al modo de la manufactura, la distribución de los grupos de obreros entre las diversas máquinas, adaptando constantemente los mismos trabajadores a la misma función. Como el movimiento total de la fábrica no parte del obrero, sino de la máquina, puede organizarse un constante cambio de personal sin interrupción del proceso de trabajo... Por último, la rapidez con la cual se aprende de joven el trabajo a máquina
elimina igualmente la necesidad de educar a una clase especial de trabajadores de un modo exclusivo para trabajos a máquina." Pero mientras que el modo capitalista de utilizar la maquinaria tiene que continuar la vieja división del trabajo con sus momificadas particularidades, a pesar de que éstas se han hecho técnicamente superfluas, la maquinaria misma se subleva contra ese anacronismo. La base técnica de la gran industria es revolucionaria. "Mediante la maquinaria, los procesos químicos y otros métodos, revoluciona constantemente, junto con los fundamentos técnicos de la producción, las funciones de los trabajadores y las combinaciones sociales del proceso de trabajo. Así revoluciona con la misma constancia la división del trabajo en el interior de la sociedad, y lanza ininterrumpidamente masas de capital y masas de obreros de una rama de la producción a otras. La naturaleza de la gran industria condiciona por tanto la variación del trabajo, el fluido carácter de las funciones, la movilidad omnilateral del trabajador... Se ha visto cómo esta contradicción absoluta... se desencadena en la ininterrumpida liturgia del sacrificio de la clase obrera, en el más desmedido despilfarro de las fuerzas de trabajo y en las destrucciones causadas por la anarquía social. Este es su aspecto negativo. Pero aunque el cambio de trabajo se impone hoy día sólo como irresistible ley natural y con el ciego efecto destructor de la ley natural que tropieza en todas partes con obstáculos, la gran industria está convirtiendo, por sus mismas catástrofcs, en una cuestión de vida o muerte el cambio de trabajo y, con él, la mayor multilateralidad posible del trabajador, como ley social general de la producción, a cuya normal realización hay que adaptar las condiciones. La gran industria pone como cuestión de vida o muerte la necesidad de sustituir esa monstruosidad que es la existencia de una población obrera de reserva, mantenida en la miseria a disposición de las cambiantes necesidades de la explotación, por la absoluta disponibilidad de los seres humanos para cambiantes exigencias de trabajo; la sustitución del individuo parcial, mero portador de una función social de detalle, por el individuo totalmente desarrollado, para el cual diversas funciones sociales son simplemente modos de actividad que se alternan" (Marx, El Capital).
Al enseñarnos a transformar los movimientos moleculares que pueden conseguirse más o menos en todas partes en movimientos masivos útiles para fines técnicos, la gran industria ha liberado en gran medida a la producción industrial de sus limitaciones locales. La fuerza hidráulica era local, pero la del vapor es libre.
Mientras que la fuerza hidráulica es necesariamente rural, la del vapor no es necesariamente urbana. Su aplicación capitalista es la que la ha concentrado primordialmente en las ciudades, transformando aldeas fabriles en ciudades industriales. Pero con eso mina al mismo tiempo las condiciones de su propia explotación. La primera exigencia de la máquina de vapor y la necesidad principal de casi todas las ramas de la gran industria es contar con un agua relativamente limpia. Pero la ciudad industrial convierte todas las aguas en un hediondo líquido. Por eso, en la misma medida en que la concentración urbana es una condición básica de la producción capitalista, en ella misma tiende siempre cada capitalista industrial a alejarse de las grandes ciudades que aquella producción ha creado, y a acercarse a la explotación en el campo. Este proceso puede estudiarse en concreto en los distritos textiles del Lancashire y el Yorkshire; la gran industria capitalista engendra allí constantemente nuevas grandes ciudades en su huida de la ciudad al campo. Análogamente ocurre en los distritos metalúrgicos, en los que causas en parte diversas producen los mismos efectos.
Este nuevo círculo vicioso, esta contradicción constantemente reproducida por la moderna industria, no puede tampoco superarse sin superar su carácter capitalista. Sólo una sociedad que haga interpenetrarse armónicamente sus fuerzas productivas según un único y amplio plan puede permitir a la industria que se establezca por toda la tierra con la dispersión que sea más adecuada a su propio desarrollo y al mantenimiento o a la evolución de los demás elementos de la producción.
La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo no es pues, según esto, sólo posible. Es ya una inmediata necesidad de la producción industrial misma, como lo es también de la producción agrícola y, además, de la higiene pública. Sólo mediante la fusión de la ciudad y el campo puede eliminarse el actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra; sólo con ella puede conseguirse que las masas que hoy se pudren en las ciudades pongan su abono natural al servicio del cultivo de las plantas, en vez de al de la producción de enfermedades.
La industria capitalista se ha hecho ya relativamente independiente de las limitaciones locales dimanantes de la localización de la producción de sus materias primas. La industria textil trabaja, si atendemos a las grandes cifras, materias primas importadas. Minerales de hierro españoles se trabajan en Inglaterra y Alemania; menas españolas y sudamericanas de cobre se trabajan en Inglaterra.
Cada distrito carbonífero proporciona combustible a una zona industrial situada más allá de sus límites y que aumenta de año en año. Por toda la costa europea se utilizan máquinas de vapor alimentadas por carbón inglés, y a veces alemán y belga. Pero la sociedad liberada de la producción capitalista puede ir aún mucho más allá. Al engendrar un linaje de productores formados omnilateralmente, que entienden los fundamentos científicos de toda la producción industrial y cada uno de los cuales ha seguido de hecho desde el principio hasta el final toda una serie de ramas de la producción, aquella sociedad crea una nueva fuerza productiva que supera con mucho el trabajo de transporte de las materias primas o los combustibles importados desde grandes distancias.
La superación de la separación de la ciudad y el campo no es, pues, una utopía, ni siquiera en atención al hecho de que presupone una dispersión lo más uniforme posible de la gran industria por todo el territorio. Cierto que la civilización nos ha dejado en las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y esfuerzo eliminar. Pero las grandes ciudades tienen que ser suprimidas, y lo serán, aunque sea a costa de un proceso largo y difícil. Cualesquiera que sean los destinos del Imperio Alemán de la Nación Prusiana,[76] Bismarck podrá irse a la tumba con la orgullosa conciencia de que su más intenso deseo será satisfecho: las grandes ciudades desaparecerán.[77]
Y ahora consideremos la infantil idea del señor Dühring de que la sociedad puede tomar posesión de la totalidad de los medios de producción sin cambiar radicalmente el viejo modo de producir y, ante todo, sin suprimir la vieja división del trabajo; según él, todo está listo en cuanto "se toman en cuenta las disposiciones naturales y las capacidades personales", pero dejando como antes a enteras masas de existencias esclavizadas por la producción de un solo artículo, "poblaciones" enteras absorbidas por una sola rama de la producción, y a la humanidad dividida, como antes, en cierto número de diversos "tipos económicos" anquilosados, como son los de "peón" y "arquitecto". La sociedad tiene que ser entonces dueña de los medios de producción en su totalidad para que cada cual siga siendo esclavo de su medio de producción y pueda sólo elegir el medio de producción del que quiere ser esclavo. Considérese también el modo como el señor Dühring considera "inevitable por la naturaleza de la cosa" la separación entre la ciudad y el campo, sin poder descubrir más que un pequeño paliativo en las ramas industriales, específicamente prusianas en su situación,
de la destilería de aguardiente y la obtención de azúcar de remo]acha; ese paliativo hace que la dispersión de la industria por el país dependa de algunos futuros descubrimientos y de la obligación impuesta a las industrias de apoyarse en la obtención de sus materias primas —cuando las materias primas se están utilizando a distancias cada vez mayores de sus lugares de origen—, e intenta al final cubrirse la espalda con la aseveración de que las necesidades sociales acabarán por imponer la unión de la agricultura y la industria seguramente contra toda consideración económica, como si aquella unión fuera un sacrificio económico.
Cierto que para darse cuenta de que los elementos revolucionarios que eliminarán la vieja división del trabajo, con la separación de la ciudad y el campo, y subvertirán toda la producción, se encuentran ya contenidos en germen en las condiciones de producción, de la gran industria moderna, y para entender que el actual modo de producción capitalista está obstaculizando el despliegue de dichos elementos, hay que tener un horizonte algo más amplio que el ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano, la tierra en la cual el aguardiente y el azúcar de remolacha son los dos productos industriales decisivos, y en la cual las crisis comerciales pueden estudiarse en la feria del libro. Pero para tener ese horizonte más amplio hay que conocer la verdadera gran industria en su historia y en su realidad actual, es decir, en el país en el que tiene su patria y es el único en que hasta ahora ha conseguido su desarrollo clásico; entonces no se pensará siquiera en corromper el moderno socialismo científico ni en rebajarlo al socialismo específicamente prusiano del señor Dühring.
Hemos visto ya que la economía dühringiana se resume en la proposición siguiente: el modo de producción capitalista es muy bueno y puede seguir en pie, pero el modo de distribución capitalista es malo y tiene que desaparecer. Ahora sabemos que esta "socialidad" del señor Dühring es exclusivamente la realización de esa proposición en la fantasía. Resultó, efectivamente, que el señor Dühring no tiene casi nada que objetar al modo de producción de la sociedad capitalista, como tal modo de producción; que quiere mantener en todos sus rasgos esenciales la vieja división del trabajo, razón por la cual apenas sabe decir una palabra sobre la producción en el interior de su comuna económica. La producción es, ciertamente, un campo en el cual se trata de cosas muy reales y sólidas, en el cual, por tanto, la "fantasía racional" puede dar poco espacio al golpe de ala de su alma libre, porque el peligro de hacer el ridículo es demasiado inminente. Por lo que hace a la distribución, en cambio, que en opinión del señor Dühring no tiene relación alguna con la producción, sino que se determina por un puro acto de voluntad, ella ofrece el campo predestinado para su "alquimia social".
Frente al mismo deber de producción se yergue el mismo derecho a consumir, organizado en la comuna económica y en la comuna comercial, que abarca a gran número de las primeras. El "trabajo se intercambia aquí... con otro trabajo según el principio de la misma estimación...: Prestación y contraprestación representan aquí real igualdad de magnitudes de trabajo". Y precisamente rige esta "equiparación de las fuerzas humanas, aunque algunos individuos hayan rendido más o menos, o, casualmentc, nada en absoluto"; pues toda actividad, en la medida en que requiere tiempo y fuerzas, puede considerarse prestación de trabajo, también, pues, el jugar a los bolos o el ir de paseo. Pero este intercambio no tiene lugar entre los individuos, puesto que la comunidad es propietaria de todos los medios de producción y, por tanto, también de todos los productos, sino, por una parte, entre cada comuna económica y sus miembros individuales, y, por otra parte, entre las diversas comunas económicas y comerciales. "Señaladamente,
las diversas comunas económicas sustituirán en su distrito el comercio al por menor por empresas plenamente planificadas". Así también se organiza el comercio grande: "El sistema de la libre sociedad económica... sigue, pues, siendo una gran institución de cambio, cuya ejecución tiene lugar mediante la base monetaria dada por los metales nobles. Nuestro esquema se diferencia de todas las nebulosidades que afean incluso a las formas más racionales de las ideas socialistas hoy en curso precisamente por haber comprendido la inevitable necesidad de esa propiedad básica".
La comuna económica, en cuanto que es la primera que se apropia los productos sociales, tiene que poner para ese intercambio "un precio unitario a cada rama de artículos" según los costes medios de producción. "Lo que significan hoy para el valor y el precio... los llamados costes propios de producción, quedará cubierto" en la socialidad por "...la estimación de la cantidad de trabajo utilizada. Esas estimaciones que, según el principio del derecho igual, también en lo económico, de todas las personas, pueden realizarse en última instancia en base al número de personas utilizadas, arrojarán la relación de precios correspondiente a la vez a la situación natural de la producción y al derecho social de explotación. La producción de los metales nobles seguirá siendo, como hasta hoy, decisiva para la estimación del valor del dinero... De donde se desprende que en la nueva constitución social no se pierden la base de determinación ni la medida de los valores y de las relaciones en las cuales se cambian los productos, sino que entonces se consiguen plenamente."
Lo que quiere decir que se ha realizado finalmente el célebre "valor absoluto".
Pero, por otra parte, la comuna tiene que posibilitar también a los individuos que le compren los artículos producidos, pagándoles, como contraprestación de su trabajo, una cierta suma diaria, semanal o mensual de dinero, la cual debe ser la misma para todos. "Por eso desde el punto de vista de la socialidad es indiferente decir que ha desaparecido el salario del trabajo o que el salario tiene que ser la única forma de ingreso económico". Mas los salarios iguales y los precios iguales establecen la "igualdad cuantitativa del consumo, aunque no la cualitativa", y con eso se ha realizado económicamente el "principio universal de la justicia".
Sobre la determinación del montante de ese salario del futuro, el señor Dühring nos dice sólo
que también aquí, como en todos los demás casos, "se cambia trabajo igual por trabajo igual". Por seis horas de trabajo se pagará, pues, una suma de dinero que encarne precisamente seis horas de trabajo.
Pero el "principio universal de la justicia" no debe en modo alguno confundirse con aquel grosero igualitarismo que tanto irrita al burgués contra todo comunismo, especialmente contra el espontáneo
de los obreros. No es, ni mucho menos, tan radical como tiende a parecerlo.
La "igualdad de principio de las reivindicaciones jurídicas económicas no excluye que se añada voluntariamente a lo que exige la justicia una expresión de especial reconocimiento y honor... La sociedad se honra a sí misma al decorar a los tipos de rendimiento más elevados con un moderado plus de derechos sobre el consumo".
Y el señor Dühring se honra a sí mismo al preocuparse tan conmovedoramente, con una mezcla de inocencia de paloma y astucia de serpiente, por el moderado plusconsumo de los Dührings del futuro.
Con esto se ha suprimido definitivamente el modo de distribución capitalista. Pues
"suponiendo que sobre la base de una tal situación alguien dispusiera de un excedente de medios privados, no podría encontrar ninguna aplicación capitalista de los mismos. Ningún individuo o grupo le tomaría ese excedente para la producción sino por vía de intercambio o compra, sin caer jamás en el caso de pagarle por él intereses o beneficio". Esto pennite admitir un sistema de "herencia compatible con el principio de la igualdad". La herencia es inevitable, pues "cierta herencia será siempre fenómeno concomitante necesario del principio de la familia". Pero tampoco el derecho de herencia "podrá dar lugar a una acumulación de grandes patrimonios, pues la formación de la propiedad no puede ya nunca más tener como fin la creación de medios de producción y de existencias puramente rentistas".
Y con esto está felizmente terminada la comuna económica. Examinemos ahora cómo administra.
Vamos a suponer que todos los supuestos del señor Dühring estén plenamente realizados; suponemos, pues, que la comuna económica paga a cada uno de sus miembros, por un trabajo diario de seis horas, una suma de dinero en la que están incorporadas precisamente seis horas de trabajo; pongamos que esa suma es doce marcos. También suponemos que los precios corresponden exactamente a los valores, o sea, según dichos supuestos, que sólo incluyen los costes de las materias primas, el desgaste de la maquinaria, el uso de los medios de trabajo y el salario pagado. Una comuna económica de cien miembros que trabajan produce así diariamente mercancías por un valor de 1.200 marcos, y al año, contándolo de trescientos días laborales, 360.000 marcos; esa misma suma paga a sus miembros, cada uno de los cuales hace lo que quiere con su parte de 12 marcos diarios, o 3.600 marcos anuales.
Al final del año, y lo mismo al final de cien años, la comuna no se ha enriquecido absolutamente nada. Durante todo ese tiempo no será siquiera capaz de asegurar el moderado plus de consumo del señor Dühring, a menos de ponerse a destruir su tronco de medios de producción. La acumulación ha sido completamente olvidada. Aún peor: como la acumulación es una necesidad social, y el quedarse con el dinero en vez de gastarlo es una cómoda forma de acumulación, la organización de la comuna económica llega propiamente a empujar a sus miembros a que acumulen privadamente, es decir, les lleva a que la destruyan.
¿Cómo puede evitarse esa doble y escindida faz de la comuna económica? Podría servirse para ello la comuna del celébre "gravamen", o imposición sobre el precio, vendiendo, por ejemplo, su producción anual por 480.000 marcos, en vez de por 360.000. Pero como todas las demás comunas económicas se encuentran en la misma situación y tienen que hacer lo mismo, cada una de ellas tendrá que pagar en el intercambio con las demás tanto "gravamen" cuanto ella misma percibe, con lo que el "tributo" recaerá exclusivamente sobre sus propios miembros.
O bien la comuna económica puede zanjar el problema cortando por lo sano: pagar a cada miembro, por seis horas de trabajo, el producto de menos de seis horas de trabajo, el de cuatro, por ejemplo, lo que quiere decir ocho marcos en vez de doce al día, pero manteniendo los precios de las mercancías al nivel anterior. En este caso hace abierta y directamente lo que en el caso anterior buscaba por un rodeo: constituye lo que Marx ha caracterizado como plusvalía, en una cuantía anual de 120.000 marcos, pagando a sus miembros, de modo exquisitamente capitalista, por debajo del valor de su prestación, y cargándoles además las mercancías, que sólo a ella pueden comprar, a su valor pleno. La comuna económica no puede, pues, conseguir un fondo de reserva sino revelándose como versión "ennoblecida" del sistema Truck,[*] sobre una amplísima base comunista.
Una de dos, pues: o bien la comuna económica cambia "trabajo igual por trabajo igual", y entonces no puede, sino que sólo los particulares lo pueden, acumular un fondo para el sostenimiento y la ampliación de la producción, o bien constituye un tal fondo, y entonces no puede cambiar "trabajo igual por trabajo igual".
[*] Los ingleses llaman así al sistema, también conocido en Alemania, por el cual los mismos fabricantes abren tiendas y obligan a sus obreros a comprar en ellas.
Eso por lo que hace al contenido del intercambio en la comuna económica.
¿Y la forma? El intercambio es mediado por el dinero metálico, y el señor Dühring está muy orgulloso del "alcance histórico-humano" de esa mejora. Pero en el tráfico entre las comunas y sus miembros, el dinero no es dinero, no funciona como dinero. Sirve como puro certificado de trabajo, no documenta, por decirlo con Marx, "sino la participación individual del productor en el trabajo común y su derecho individual a la parte del producto total destinada al consumo"[78]; en esta función, el dinero "es tan poco dinero como pueda serlo un billete de teatro". Cualquier signo puede sustituirle en esta función, como el "libro de comercio" de Weitling, en una de cuyas páginas se sellan las horas de trabajo, mientras en la otra se registran los disfrutes y usos obtenidos a cambio de ellas. En resolución: en el tráfico de la comuna económica con sus miembros, el dinero funciona como el "dinero-hora de trabajo" de Owen, esa "loca fantasía" que tan distinguidamente desprecia el señor Dühring, a pesar de lo cual tiene que introducirla en su propia economía del futuro. Para esta función que aquí cumple es del todo indiferente que el símbolo que identifica la cantidad de "deber de producción" cumplido, y, consiguientemente, del "derecho de consumo" así adquirido, sea un trozo de papel, una ficha o una pieza de oro. Para otros fines no hay tal indiferencia, como se verá.
Si ya en el tráfico de la comuna económica con sus miembros el dinero metálico no tiene una función de dinero, sino de sello o señal disfrazada del trabajo, en el intercambio entre las diversas comunas económicas está aún más alejado de aquella función. Basándose en los presupuestos del señor Dühring, el dinero metálico es completamente superfluo en este caso. Bastaría de hecho una mera contabilidad, la cual computará el intercambio de productos de trabajo igual por productos de trabajo igual mucho más fácilmente si calcula con el natural criterio del trabajo —el tiempo, la hora de trabajo como unidad— que si empieza por traducir las horas de trabajo a dinero. Este intercambio es en realidad puramente natural; todos los saldos favorables pueden compensarse fácil y simplemente mediante transferencias a otras comunas. Pero si una comuna llegara a encontrarse realmente en déficit respecto de otras, entonces no bastaría todo "el oro existente en el universo", a pesar de ser "dinero por naturaleza", para ahorrar a esa comuna el tener que cubrir el déficit con un aumento del propio trabajo,
si no quiere caer en la dependencia de la deuda respecto de aquellas otras comunas. El lector, por cierto, cuidará de recordar en todo punto que no estamos haciendo construcciones sobre el futuro, sino admitiendo, simplemente, los presupuestos del señor Dühring, para ver qué consecuencias inevitables dimanan de ellos.
Así, pues, ni en el intercambio entre las comunas económicas y sus miembros, ni en el intercambio entre las diversas comunas, el oro, el "dinero por naturaleza", puede llegar a realizar esa naturaleza suya. A pesar de lo cual el señor Dühring le prescribe funciones de dinero también en la socialidad. Tenemos, pues, que buscar otro ámbito en el cual pueda efectivamente realizar esa función de dinero. Ese ámbito existe. El señor Dühring, efectivamente, permite y posibilita a todos un "consumo cuantitativamente igual". Pero es claro que no puede obligar a nadie a ese consumo. Antes al contrario, está muy orgulloso de que en su mundo cada cual puede hacer con su dinero lo que quiera. Por tanto, no puede impedir que los unos ahorren un tesorillo, en dinero, mientras los otros acaso no llegan a fin de mes con el salario recibido. El señor Dühring llega a hacer esto incluso inevitable, al reconocer con el derecho de herencia la propiedad común de la familia, de lo que resulta la obligación de los padres de mantener a sus hijos. Pero con esto el consumo cuantitativamente igual sale descalabrado. El soltero vive estupendamente y de fiesta con sus ocho o doce marcos al día, mientras que el viudo con ocho niños vegeta miserablemente. Por otra parte, al admitir como pago dinero sin más, la comuna deja abierta la posibilidad de que ese dinero se haya conseguido de un modo que no sea el del propio trabajo. Non olet.[79] La comuna no sabe de dónde viene ese dinero. Y con esto están dadas todas las condiciones para que el dinero metálico, que hasta entonces no había desempeñado más que el papel de un símbolo del trabajo, entre en verdaderas funciones de dinero. Tenemos la ocasión y el motivo para el atesoramiento, por una parte, y el endeudamiento por otra. El que anda mal de dinero lo pide prestado al atesorador. Ese dinero prestado, y que la comuna acepta como pago de productos alimenticios, vuelve a ser lo que es en la sociedad actual, encarnación social del trabajo humano, medida real del trabajo, medio general de circulación. Todas las "leyes y normas administrativas" del mundo son tan incapaces de alterar esto como de anular la tabla de multiplicar o la composición química del agua. Y como el atesorador puede exigir del necesitado el
pago de intereses, se restablece la usura con la función de dinero del dinero metálico.
Hasta ahora no hemos considerado los efectos de esa conservación del dinero metálico más que dentro del ámbito de validez de la comuna económica dühringiana. Pero, más allá de esos confines, el resto del perverso mundo sigue por de pronto caminando a su sólito paso. En el mercado mundial, la plata y el oro siguen siendo dinero mundial, medios universales de compra y pago, encarnación absolutamente social de la riqueza. Y con esta propiedad de los metales nobles aparece ante cada individuo de la comuna económica otro motivo de atesorar, enriquecerse y practicar la usura, a saber, el de moverse libre e independientemente frente a la comuna y más allá de sus límites, valorizando su acumulada riqueza individual en el mercado mundial. Los usureros se convierten en gentes que negocian con el medio de circulación, o sea en banqueros, dominantes del medio de circulación y del dinero mundial, lo que conlleva el dominar también la producción, y el dominar los medios de producción, aunque éstos figuren aún durante varios años y nominalmente como propiedad de la comuna económica y comercial. Pero los atesoradores y usureros transformados en banqueros son, con eso mismo, los dueños de la comuna económica y comercial misma. La "socialidad" del señor Dühring se diferencia, en efecto, muy esencialmente de las "nebulosidades" de los demás socialistas. La socialidad no tiene más finalidad que el restablecimiento de la alta finanza, bajo cuyo control y en cuya bolsa va a acabar metiéndose trabajosamente... si es que llega a formarse y a mantenerse. Su única salvación consistiría en que los atesoradores prefieran aprovechar su dinero mundial para escaparse lo más de prisa posible de la comuna.
Dada la ignorancia del socialismo antiguo que reina en Alemania, algún inocente discípulo podría aquí preguntar si, por ejemplo, los bonos de trabajo de Owen no darían lugar a un abuso parecido. Y aunque aquí no tenemos por qué exponer la significación de dichos signos del trabajo, la aclaración siguiente puede ser oportuna para comparar el "amplio esquematismo" dühringiano con las "groseras, pálidas y débiles ideas" de Owen: en primer lugar, para que se produjera un tal abuso con los bonos de Owen, sería necesario convertirlos antes en dinero real, mientras que el señor Dühring presupone por una parte dinero real, y, por otra, quiere prohibirle el funcionar como tal dinero, permitiéndole sólo hacerlo como signo del trabajo. Mientras que en el primer caso
se trataría realmente de un abuso de aquellos signos o bonos, en el de Dühring la naturaleza inmanente del dinero, independiente de la voluntad humana, se impone normalmente, sin abuso, frente al real abuso, que es el que comete el señor Dühring al obligar al dinero a no serlo, gracias a su propia ignorancia. En segundo lugar, en el caso de Owen los bonos de trabajo no son más que una forma de transición hacia la comunidad plena y la libre utilización de los recursos sociales y, aparte de eso, también acaso un medio para hacer plausible el comunismo al público inglés. Si, pues, la aparición de algún abuso del tipo descrito obligara a la sociedad oweniana a suprimir los bonos de trabajo, esa sociedad no haría con ello sino avanzar un paso más y penetrar en un estadio de desarrollo superior. En cambio, si la comuna económica dühringiana suprime el dinero, aniquila de un golpe su "alcance histórico-humano", elimina su característica belleza, deja de ser la comuna económica dühringiana y se sume en las nebulosidades para levantarla de las cuales quemó el señor Dühring tanto duro trabajo de la fantasía racional.[*]
¿Cuál es el origen de todos esos callejones sin salida y todas esas confusiones en que desemboca la comuna económica dühringiana? Es, simplemente, la nebulosidad que en la cabeza del señor Dühring recubre a los conceptos de valor y de dinero, nebulosidad que le lleva al final a pretender descubrir el valor del trabajo. Pero como el señor Dühring no tiene desde luego en Alemania el monopolio de esa nebulosidad, sino que, al contrario, encuentra en ella numerosos competidores, vamos a "imponernos por un momento el desenredar la madeja" que él ha revuelto aquí.
El único valor que conoce la economía es el valor de mercancías. ¿Qué son mercancías? Mercancías son productos obtenidos en una sociedad de productores privados y más o menos aislados, es decir, y por de pronto, productos privados. Pero esos productos privados no son de verdad mercancías más que a partir del momento en que no se producen para el propio uso, sino para el uso de otros, es decir, para el uso social, y entran en el uso social por el intercambio. Los productores privados se encuentran, pues, en una conexión social, constituyen una sociedad. Sus productos, aunque privados de cada cual, son, por tanto, al mismo tiempo, pero sin
[*] Dicho sea de paso, el papel que desempeñan en la sociedad comunista de Owen los bonos de trabajo es totalmente desconocido para el seños Dühring. Éste conoce esos bonos —gracias a Sargant sólo en cuanto aparecen en los Labour Exchange Bazaars, intentos, naturalmente fracasados, de llevar de la sociedad actual a la comunista por medio del directo intercambio de trabajo.
intención y, por así decirlo, mal de su grado, productos sociales. ¿En qué consiste el carácter social de esos productos privados? Evidentemente, en dos propiedades: primera, que todos ellos satisfacen alguna necesidad humana, tienen un valor de uso no sólo para su productor, sino también para otros, y segunda, que aunque son productos de los más diversos trabajos privados, son al mismo tiempo productos del trabajo humano en general, del general trabajo humano. En la medida en que tienen valor de uso también para otros, pueden entrar en el intercambio; en la medida en que en todos ellos hay explicado trabajo humano general, simple utilización de fuerza de trabajo humana, pueden compararse en el cambio según la cantidad de dicho trabajo que llevan incorporada, y pueden ponerse como iguales o como desiguales. En dos productos privados de igual valor, y bajo las mismas condicioncs sociales, pueden estar incorporadas cantidades de trabajo privado diversas, pero siempre lo está la misma cantidad de trabajo general humano. Un herrero inhábil puede hacer cinco herraduras en el mismo tiempo en que otro más hábil hace diez. Pero la sociedad no valora la casual torpeza del uno, sino que reconoce como trabajo general humano sólo el trabajo que responde a la habilidad media de cada momento. Por eso una de las cinco herraduras de nuestro primer herrero no tiene en el intercambio más valor que una de las diez forjadas en el mismo tiempo por el otro. El trabajo privado, contiene trabajo general humano en la cantidad en que es socialmente necesario.
Al decir, pues, que una mercancía tiene tal o cual valor determinado, estoy diciendo: 1.º, que es un producto socialmente útil; 2.º, que ha sido producido por una persona privada a cuenta privada; 3.º, que, aunque producto del trabajo privado, es al mismo tiempo, sin saberlo o quererlo, producto de trabajo social, y precisamente de una determinada cantidad de trabajo social, fijada por vía social mediante el intercambio; 4.º, que no expreso esa cantidad en trabajo mismo, en tales o cuales horas de trabajo, sino en otra mercancía. Cuando digo, pues, que este reloj vale tanto como aquella pieza de paño y que cada uno de esos objetos vale cincuenta marcos, estoy significando: en el reloj, en la pieza de paño y en ese dinero están incorporadas cantidades iguales de trabajo representado. Estoy afirmando que el tiempo de trabajo social representado en ellas ha sido socialmente medido, y que la medición ha arrojado en los tres casos el mismo resultado. Pero esa medición no ha sido directa, absoluta, como la corriente
de medir el tiempo de trabajo por horas o días, etc., sino que se ha llevado a cabo con un rodeo, relativamente, por medio del intercambio. Por eso no puedo expresar ese quántum de tiempo de trabajo en horas trabajadas, sino sólo, también mediante un rodeo, de un modo relativo, en términos de otra mercancía que represente el mismo quántum de tiempo de trabajo social. El reloj vale tanto como la pieza de paño.
Pero la producción y el intercambio de mercancías, que obligan a toda sociedad basada en ellos a dar ese rodeo, le imponen también la mayor abreviación posible del mismo. Lo hacen separando de la común caterva de mercancías una mercancía principesca en la cual puede expresarse de una vez para siempre el valor de todas las demás; se trata de una mercancía que obra como encarnación inmediata del trabajo social y que, por eso mismo, es inmediatamente cambiable, sin ninguna limitación, por todas las demás mercancías: se trata del dinero. El dinero está ya incluido en germen en el concepto de valor, y no es más que el valor desplegado. Pero al independizarse el valor como dinero, frente a las mercancías mismas, penetra un nuevo factor en la sociedad que produce e intercambia mercancías: un factor con nuevas funciones y nuevos efectos sociales. Nos bastará con comprobar esto, sin profundizar más en ello.
La economía de la producción mercantil no es, en modo alguno, la única ciencia que tiene que contar con factores conocidos sólo relativamente. Tampoco en física sabemos cuántas moléculas de gas hay en un determinado volumen, a una presión y una temperatura dadas. Pero sabemos que, dentro del margen de vigencia de la ley de Boyle, un tal volumen dado de cualquier gas contiene, a iguales presión y temperatura, tantas moléculas cuantas contiene un volumen igual de cualquier otro gas. Por eso podemos comparar en cuanto a su contenido en moléculas los más diversos volúmenes de los más diversos gases, bajo las más diversas condiciones de presión y de temperatura; y si tomamos como unidad un litro de gas a 0º C y 760 mm. de presión, podemos medir con esa unidad aquel contenido en moléculas. También desconocemos en química los pesos atómicos absolutos de los diversos elementos. Pero los conocemos relativamente, porque sabemos cuáles son sus proporciones recíprocas. Del mismo modo, pues, que la producción mercantil y su economía tienen una expresión relativa de los quanta de trabajo, para ellas desconocidos, que se encuentran en las diversas mercancías, al comparar esas mercancías según sus relativos
contenidos en trabajo, así también la química se procura una expresión relativa de la magnitud de los pesos atómicos, por ella desconocidos, comparando los diversos elementos según sus pesos atómicos, es decir, expresando el peso atómico de uno por un múltiplo o una fracción de otro (azufre, oxígeno, hidrógeno). Y del mismo modo que la producción mercantil ha hecho del oro la mercancía absoluta, el equivalente general de las demás mercancías, la medida de todos los valores, así también la química hace del hidrógeno la mercancía dineraria química, al poner su peso atómico = 1, reducir los pesos atómicos de todos los demás elementos al del hidrógeno y expresarlos en múltiplos del peso atómico de éste.
Pero la producción mercantil no es en modo alguno la única forma de producción social. En las antiguas comunidades indias, o en la comunidad familiar de los eslavos meridionales, los productos no se transforman en mercancías. Los miembros de la comunidad están directamente asociados para la producción, el trabajo se distribuye según la tradición y las necesidades, y lo mismo ocurre con los productos en la medida en que llegan al consumo. La producción directamente social, igual que la distribución inmediatamente social, excluyen todo intercambio de mercancías, también, por tanto, la transformación, de los productos en mercancías (al menos, en el interior de la comunidad), y con ello, también, su transformación en valores.
En cuanto la sociedad entra en posesión de los medios de producción y los utiliza en socialización inmediata para la producción, el trabajo de cada cual, por distinto que sea su específico carácter útil, se hace desde el primer momento y directamente trabajo social. Entonces no es necesario determinar mediante un rodeo la cantidad de trabajo social incorporada a un producto: la experiencia cotidiana muestra directamente cuánto trabajo social es necesario por término medio. La sociedad puede calcular sencillamente cuántas horas de trabajo están incorporadas a una máquina de vapor, a un hectólitro de trigo de la última cosecha, a cien metros cuadrados de paño de determinada calidad. Por eso no se le puede ocurrir expresar en una medida sólo relativa, vacilante e insuficientc antes inevitable como mal menor —en un tercer producto, en definitiva los quanta de trabajo incorporados a los productos, quanta que ahora conoce de modo directo y absoluto, y puede expresar en su medida natural, adecuada y directa, que es el tiempo. Tampoco se le ocurriría a la química expresar relativamente
los pesos atómicos por el rodeo del peso atómico del hidrógeno si pudiera expresarlos de un modo absoluto con su medida adecuada, esto es, en peso real, en billonésimas o cuadrillonésimas de gramo. En el supuesto dicho, la sociedad no atribuye valor alguno a los productos. Por eso el hecho de que los cien metros cuadrados de paño han exigido para su producción, pongamos, mil horas de trabajo, no se expresará con la frase, oblicua y sin sentido entonces, de que valen mil horas de trabajo. Cierto que la sociedad tendrá también entonces que saber cuánto trabajo requiere la producción de cada objeto de uso. Pues tendrá que establecer el plan de producción atendiendo a los medios de producción, entre los cuales se encuentran señaladamente las fuerzas de trabajo. El plan quedará finalmente determinado por la comparación de los efectos útiles de los diversos objetos de uso entre ellos y con las cantidades de trabajo necesarias para su producción. La gente hace todo esto muy sencillamente en su casa, sin necesidad de meter de por medio el célebre "valor".[*]
El concepto de valor es la expresión más general y, por tanto, más abarcante, de las condiciones económicas de la producción mercantil. En el concepto de valor está, por tanto, contenido el germen no sólo del dinero, sino también de todas las otras formas desarrolladas de la producción y el intercambio mercantiles. En el hecho de que el valor es la expresión del trabajo social contenido en los productos privados, se encuentra ya la posibilidad de la diferencia entre éste y el trabajo privado contenido en un mismo producto. Si, pues, un productor privado sigue produciendo según un modo anticuado, mientras que el modo social de producción progresa, la diferencia en cuestión se sentiría sensiblemente. Lo mismo ocurre cuando la totalidad de los productores privados de un determinado género de mercancías producen un determinado quántum de las mismas que rebasa la necesidad social de aquel género. En el hecho de que el valor de una mercancía no se expresa más que por otra mercancía, y sólo puede realizarse en el intercambio con ella, se encuentra la posibilidad de que no se realice siquiera el intercambio, o la de que el intercambio no realice el valor exacto. Por último, si en el mercado aparece la mercancía específica que es la fuerza de trabajo, su valor se determina como
[*] Ya en 1844 indiqué que la citada comparación o estimación del efecto útil y el gasto de trabajo en la decisión sobre la producción es todo lo que queda del concepto de valor de la economía política en una sociedad comunista ( en los Deustch-Französische Jahrbücher <Anales franco-alemanes>, pág. 95). Pero la fundamentación científica de esa afirmación no ha sido posible, como estará viendo el lector, hasta la aparición de El Capital de Marx.
el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción. Por eso en la forma valor de los productos se encuentra ya en germen toda la forma de producción capitalista, la contraposición entre capitalistas y trabajadores asalariados, el ejército industrial de reserva, las crisis. Querer suprimir la forma de producción capitalista por el procedimiento de restablecer el "verdadero valor" es, por tanto, lo mismo que querer suprimir el catolicismo por el procedimiento de restablecer al "verdadero" Papa; es querer fundar una sociedad en la que los productores dominen por fin a sus productos, mediante la realización consecuente de una categoría económica que es la más acabada expresión del sometimiento de los productores al producto.
Cuando la sociedad productora de mcrcancías ha desarrollado hasta la forma de dinero la forma de valor inherente como tal a las mercancías, entonces aparecen ya a la luz diversos gérmenes aún ocultos en el mero valor. La consecuencia más inmediata y esencial de ese paso al dinero es la generalización de la forma mercantil. El dinero impone la forma de mercancía y arrastra al intercambio incluso a los objetos hasta entonces producidos para un consumo propio directo. Con ello la forma mercancía y el dinero irumpen en el doméstico interior de las comunidades directamente asociadas para la producción, rompen uno tras otro los lazos de comunidad y descomponen a ésta en un montón de productores privados. Como puede verse en la India, el dinero empieza por sustituir el cultivo colectivo del suelo por el individual; más tarde termina también con la propiedad colectiva sobre el suelo, aún manifiesta en la repetida redistribución a plazo fijo, y la sustituve por una división definitiva (como ocurre, por ejemplo, con las comunidades del Mosela, o está empezando a ocurrir en la aldea rusa) y por último, el dinero impone también la división del último resto colectivo, la posesión de bosques y pastos. Cualesquiera que sean las demás causas, basadas en el desarrollo de la producción, que cooperen también a esos resultados, el dinero es en todo caso el más poderoso medio de intervención de aquellas causas en la comunidad. Y con esa necesidad natural el dinero, pese a todas las "leyes y normas administrativas", disolvería la comuna económica dühringiana, caso de que ésta llegara a existir.
Hemos visto antes (Economía, IV) que es una contradicción interna hablar de valor del trabajo. Como en ciertas condiciones sociales el trabajo no crea sólo productos, sino también valor, y ese valor se mide por el trabajo, éste no puede tener valor, del mismo
modo que el peso no puede pesar ni el calor puede tener una determinada temperatura. Pero lo característico de toda la confusión social que se pone a especular sobre el "verdadero valor" consiste en imaginarse que el trabajador no recibe hoy el pleno "valor" de su trabajo, y que el socialismo está llamado a terminar con eso. Para realizar ese programa hay que empezar por averiguar el valor del trabajo; y lo encuentran intentando medir el trabajo no por su medida adecuada, el tiempo, sino por su producto. El trabajador, se dice, tiene que recibir el "producto pleno de su trabajo". Habrá que intercambiar no ya productos del trabajo, sino el trabajo mismo de un modo directo, una hora de trabajo por el producto de otra hora de trabajo. Pero esto presenta inmediatamente una "discutible" cojera. Pues así se distribuye el producto total. Se sustrae a la sociedad la función progresiva más importante que tiene, la acumulación, que va a parar a las manos y al arbitrio de los individuos. Estos pueden hacer con sus "frutos" lo que quieran, y la sociedad se queda, en el mejor de los casos, tan pobre o tan rica como fuera antes. Así, pues, no se han centralizado en manos de la sociedad los medios de producción acumulados en el pasado sino para que todos los medios de producción que se acumulen en el futuro se dispersen de nuevo en manos de los individuos. Esto es negar los propios presupuestos y acabar en el puro absurdo.
Se pretende cambiar el trabajo en curso y vivo, la activa fuerza de trabajo, por productos del trabajo. Pero con eso se la hace mercancía, igual que el producto con el que se la quiere intercambiar. El valor de esa fuerza de trabajo no se determinará entonces en absoluto por su producto, sino por el trabajo social incorporado en ella, es decir, según la actual ley del salario.
Pero, al mismo tiempo, estas consecuencias son precisamente lo que se pretende negar. El trabajo vivo, la fuerza de trabajo, tiene que recibir su producto pleno. Es decir: tiene que ser cambiable no por su valor, sino por su valor de uso; la ley del valor tiene que seguir en vigor para todas las demás mercancías, pero debe superarse para la fuerza de trabajo. Y esta confusión que se contradice y suprime a sí misma es todo lo que se esconde detrás de la frase "valor del trabajo".
El "intercambio de trabajo por trabajo según el principio de la estimación igual", en la medida en que tiene algún sentido, y este sentido estriba en la intercambiabilidad de productos del mismo trabajo social, o sea en la ley del valor, es la ley fundamental precisamente de la producción mercantil, y, naturalmente, también
de la forma suprema de la misma, que es la producción capitalista. Esa ley se impone hoy día en la actual sociedad del mismo y único modo en que pueden imponerse leyes económicas en una sociedad de productores privados: como ley natural de acción ciega, contenida en las cosas y en las relaciones, independiente del querer y el hacer de los productores mismos. Al proclamar a esta ley fundamental de su comuna económica y pretender al mismo tiempo que esa comuna realice dicha ley con plena consciencia, el señor Dühring convierte la ley fundamental de la sociedad hoy existente en ley fundamental de su sociedad fantástica. El señor Dühring quiere la sociedad actual. Pero sin sus abusos. Y así se mueve exactamente en el mismo terreno que Proudhon. Al igual que éste, pretende eliminar los abusos nacidos del desarrollo de la producción mercantil en producción capitalista, y para ello opone a aquellos abusos la ley fundamental de la produccion mercantil, cuya acción es precisamente la que ha engendrado dichos males. También como Proudhon, el señor Dühring quiere superar las consecuencias reales de la ley del valor mediante consecuencias fantásticas de la misma.
Pero ¡qué orgullosamente cabalga nuestro moderno Don Quijote montado en su noble Rocinante, el "principio universal de la justicia", seguido por su agudo Sancho Panza, Abraham Enss, por la intrincada y caballeresca senda, a la conquista del yelmo de Mambrino, del "valor del trabajo"! Tememos, mucho tememos que no se traiga a casa más que la vieja y conocida bacía de barbero.
Con las dos secciones anteriores hemos agotado prácticamente el contenido económico de la "nueva formación socialitaria" del señor Dühring. Aún habría que observar, si acaso, que "la amplitud universal de la mirada histórica" no le impide en absoluto defender sus especiales intereses; dejando aparte lo del moderado plusconsumo. Como la vieja división del trabajo subsiste en la socialidad, la comuna económica tendrá que contar también, además de con arquitectos y peón, con literatos de profesión, lo que suscita la cuestión de cómo se tratará el derecho de autor. Esta cuestión preocupa y ocupa al señor Dühring más que cualquier otra. El derecho de autor le sale al lector por donde menos lo piensa, incluso, por ejemplo, al tratarse de Luis Blanc y de Proudhon, y acaba al final felizmente salvado en el puerto de la socialidad, en la misteriosa forma de un "premio al trabajo", a lo largo de nueve largas y difusas páginas del Cursus. No se precisa si ese premio es con o sin plusconsumo moderado. No menos oportuno que ese tema habría sido un capítulo sobre la posición de la pulga en el sistema natural de la sociedad; en todo caso, habría sido menos aburrido.
La Filosofía da detallados preceptos acerca del orden estatal del futuro. En esta materia, Rousseau, aunque "único predecesor importante" del señor Dühring, no ha puesto, sin embargo, fundamentos lo bastante profundos; su continuador, más profundo, subviene radicalmente a esa necesidad, aguando extremadamente al susodicho Rousseau y adobándolo con unas cuantos desperdicios de la filosofía hegeliana del derecho, previamente cocidos para dar de sí muy líquida sopa boba. "La soberanía del individuo" constituye el fundamento del Estado dühringiano del futuro; esa soberanía no debe quedar oprimida por el dominio de la mayoría, sino culminar, precisamente, gracias a él. ¿Cómo se consigue esto? Muy sencillamente.
Cuando se suponen en todas las direcciones conciertos de cada cual con cada uno de todos los demás, y cuando esos contratos tienen por objeto la ayuda recíproca contra lesiones injustas, entonces el poder no se refuerza sino para el mantenimiento del derecho, y no se deriva ningún derecho de ninguna mera prepotencia de la muchedumbre sobre el individuo o de la mayoría sobre la minoría.
Con esta facilidad pasa la viva fuerza del birlibirloque filosóficorreal por encima de los más insuperables obstáculos, y si el lector piensa que con todo eso no está más en claro que antes, el señor Dühring le contestará que no se tome la cosa tan a la ligera, pues
el más pequeño error en la concepción del papel de la voluntad general aniquilaría la soberanía del individuo, y esta soberanía es lo único que (!) lleva a la derivación de reales derechos.
El señor Dühring trata a su público como éste se merece: tomándole el pelo. Aún habría podido decirlas más gordas, que los estudiosos de la filosofía de la realidad no notarían nada.
La soberanía del individuo consiste esencialmente en que
"el individuo está obligado para con el estado de un modo absoluto", pero esa obligación no puede justificarse sino en la medida en que "sirve realmente a la justicia natural". Con este objeto habrá "legislación y judicatura", las cuales, empero, tienen que "mantenerse en la colectividad"; también habrá una liga defensiva, la cual se manifestará en la "comunidad en el ejército o en una correspondiente sección ejecutiva para los servicios de seguridad internos",
o sea que habrá también ejército, policía y guardias. Ya más de una vez ha demostrado el señor Dühring ser un honrado prusiano; aquí demuestra estar a la altura de aquel prusiano modelo que, según el difunto ministro Von Rochow, "lleva a los gendarmes en el pecho". Pero esta gendarmería del futuro no será tan peligrosa como los actuales "patrases".[80] Haga lo que haga al individuo soberano, éste tendrá siempre un consuelo:
el derecho o la injusticia que, según las circunstancias, le vengan de la sociedad, no podrá ser jamás peor que lo que acarrearía también el estado de naturaleza.
Y luego, tras dejamos perplejos con una digresión más sobre su inevitable derecho de autor, el señor Dühring nos asegura que en su futuro mundo habrá "naturalmente una abogacía completamente libre y general".
"La sociedad libre hoy imaginada" va haciéndose cada vez más mezclada: arquitectos, peones, literatos, guardas y encima abogados. Este "sólido y crítico reino del pensamiento" se parece, como una gota de agua a otra, a los diversos reinos celestes de las diversas religiones, en los cuales el creyente encuentra siempre transfigurado aquello que ha amargado su existencia terrena. Y el señor Dühring pertenece ciertamente al Estado en el cual "cada uno puede ganar a su manera la eterna bienaventuranza".[81] ¿Qué más puede desearse?
Pero lo que deseemos es aquí irrelevante. Lo que importa es lo que quiere el señor Dühring. Y éste se diferencia de Federico II por el hecho de que en el futuro Estado dühringiano no es en absoluto verdad que cada cual pueda ser bienaventurado a su modo. En la constitución de ese Estado del futuro se lee:
"En la sociedad libre no puede haber ningún culto, pues cada uno de sus miembros ha superado la pueril imaginación primitiva de que detrás o por encima de la naturaleza haya seres en los cuales pueda influirse mediante el sacrificio o la oración". Un "sistema correctamente entendido de la socialidad tiene, por tanto..., todas las armas necesarias para terminar con la hechicería clerical y, consiguientemente, con todos los elementos esenciales del culto".
Prohibida la religión.
Pero la religión no es más que el reflejo fantástico, en las cabezas de los hombres, de los poderes externos que dominan su existencia cotidiana: un reflejo en el cual las fuerzas terrenas cobran forma de supraterrenas. En los comienzos de la historia son las fuerzas de la naturaleza las primeras en experimentar ese reflejo, para sufrir luego, en la posterior evolución de los distintos pueblos, los más complejos y abigarrados procesos de personificación. Este proceso está documentado en detalle, por lo menos para los pueblos indogermánicos, por la mitología comparada, desde su origen en los vedas indios y en su continuación entre los indios, los persas, los griegos, los romanos, los germanos y, según la suficiencia del material, entre los celtas, los lituanos y los eslavos. Pero pronto entran en acción, junto a las fuerzas de la naturaleza, también las fuerzas sociales, fuerzas que se enfrentan al principio al hombre como tan extrañas e inexplicables como las de la naturaleza, y que le dominan aparentemente con la misma necesidad natural que éstas. Las formaciones fantásticas en las que al principio se reflejaron solo las misteriosas fuerzas de la naturaleza cobran así atributos
sociales, se convierten en representantes de poderes históricos.[*] A un nivel evolutivo aún superior, todos los atributos naturales y sociales de los muchos dioses se transfieren a un único Dios omnipotente, el cual no es a su vez sino el reflejo del hombre abstracto. Así nació el monoteísmo, el cual fue históricamente el último producto de la tardía filosofía vulgar griega y halló su encarnación en el Dios exclusivamente nacional judío Jahvé. En esta forma cómoda, manejable y adaptable a todo, la religión puede subsistir como forma inmediata —es decir, sentimental— del comportamiento del hombre respecto de las fuerzas ajenas, naturales y sociales, que le dominan, y ello mientras los hombres estén bajo el dominio de dichas fuerzas. Pero hemos visto varias veces que en la actual sociedad burguesa los hombres están dominados, como por un poder ajeno, por las relaciones económicas que han creado ellos mismos y por los medios de producción que ellos mismos han producido. El fundamento real de la acción refleja religiosa sigue, pues, en pie, y con él el reflejo religioso mismo. El hecho de que la economía burguesa permita cierta percepción de las conexiones causales de ese dominio externo no cambia objetivamente nada. La economía burguesa no puede ni impedir las crisis en su totalidad ni proteger al capitalista individual de pérdidas, malas deudas y bancarrota, o al trabajador individual del paro y la miseria. Aún sigue valiendo que el hombre propone y Dios (es decir, el extraño poder del modo de producción capitalista) dispone. El mero conocimiento, aunque sea más amplio y profundo que la economía burguesa, no basta para someter fuerzas sociales al dominio de la sociedad. Para ello hace falta ante todo una acción social. Y cuando esa acción está realizada, cuando la sociedad, mediante la toma de posesión y el manejo planificado de todos los medios de producción, se haya liberado a sí misma y a todos sus miembros de la servidumbre en que hoy están respecto de esos mismos medios de producción, por ellos producidos, pero a ellos enfrentados como ajeno poder irresistible; cuando el hombre pues, no se limite a proponer, sino que también disponga, entonces desaparecerá el último poder ajeno que aún hoy se refleja en la religión, y con él desaparecerá también el reflejo religioso mismo, por la sencilla razón de que no habrá nada ya que reflejar.
[*] Este posterior dúplice carácter de las figuras de los dioses, pasado por alto por la mitología comparada —que se interesa unilateralmente por su carácter de reflejos de fuerzas naturales—, es una de las causas de la confusión posterior de las mitologías. Así, en algunas tribus germánicas el dios de la guerra se llama Tyr, en lengua paleonórdica, Zio en altoalemán antiguo, y corresponde al griego Zeus, en latín Júpiter (Diespiter); en otra tribus se llama Er, Eor, y corresponde al griego Ares, latín Mars.
El señor Dühring, en cambio, tiene prisa y no puede esperar a que la religión muera de esa su muerte natural. El procede más radicalmente y se pone a superbismarckear: decreta unas nuevas y más duras leyes de mayo,[82] y no sólo contra el catolicismo, sino contra toda religión en general; lanza sus gendarmes del futuro contra la religión y la ayuda así a ser cosa de mártires, con la consiguiente prolongación de su vida. Miremos adonde miremos, este hombre da un socialismo específicamente prusiano.
Luego de haber aniquilado el señor Dühring tan felizmente la religión,
el ser humano, basado ya sólo en sí mismo y en la naturaleza, y madurado hasta el conocimiento de sus fuerzas colectivas, puede lanzarse audazmente por todos los caminos que se le abran en el curso de las cosas y de su propio ser.
Contemplemos ahora, para variar, cuál es el "curso de las cosas" por el que puede lanzarse audazmente el hombre basado sólo en sí mismo, de la mano del señor Dühring.
El primer curso de las cosas por el cual el hombre queda basado en sí mismo consiste en que le den a luz. Entonces,
por todo el tiempo de la incapacidad natural, queda "confiado a la educadora natural de los niños", la madre. "Este período puede durar hasta la pubertad, como en el antiguo derecho romano, es decir, hasta los catorce años aproximadamente". Sólo cuando muchachos mal educados no respeten como es debido la presencia de la madre, la ayuda paterna y sobre todo, las medidas públicas de educación, harán inocuo el defecto. Con la pubertad el niño entra bajo "la natural tutela del padre", si es que existe un hombre "con paternidad real indiscutida"; si no lo hay, la comunidad nombra un tutor.
Del mismo modo que el señor Dühring se imaginaba que es posible sustituir el modo de producción capitalista sin cambiar la producción misma, así también se imagina aquí que se puede separar a la moderna familia burguesa de todo su fundamento económico sin alterar también toda su forma. Esta forma es para él tan inmutable que hasta considera al "antiguo derecho romano", aunque en forma un tanto "ennoblecida", decisivo para la familia y para toda la eternidad; por eso tampoco puede representarse la familia sino como "heredera", es decir, como unidad propietaria. Los utopistas se encuentran en esto muy por encima del señor Dühring. Para ellos, la libre asociación de los hombres y la transformación del trabajo privado doméstico en una industria pública
significaban al mismo tiempo la socialización de la educación de la juventud y, con ella, una relación recíproca realmente libre entre los miembros de la familia. Por otra parte, Marx (El Capital, págs. 515 s.) ha indicado cómo "la gran industria, con el importante papel que atribuye a las mujeres, a jóvenes y a niños de ambos sexos en procesos productivos socialmente organizadss más allá de Ia esfera doméstica, está creando los nuevos fundamentos económicos de una forma más alta de la familia y de la relación entre los dos sexos".
Todo fantasioso reformador social —dice el señor Dühring tiene naturalmente a punto la pedagogía que corresponde a su nueva vida social.
Medido por el patrón de esa frase, el señor Dühring resulta "un verdadero monstruo" entre los fantasiosos reformistas sociales. La escuela del futuro le ocupa por lo menos tanto como el derecho de autor, y eso quiere realmente decir mucho. El señor Dühring tiene planes escolares y universitarios ya listos y terminados no sólo para todo el "futuro previsible", sino también para el período de transición. Limitémonos, sin embargo, a ver qué debe enseñarse a la juventud de ambos sexos en la definitiva socialidad de última instancia.
La escuela popular general ofrece
"todo lo que en sí mismo y en principio puede tener un atractivo para el hombre", o sea, señaladamente, "los fundamentos y los resultados principales de todas las ciencias referentes a las concepciones del mundo y de la vida". Enseña, pues, ante todo matemática, y ello de tal modo que se "atraviese plenamente" el ciclo de todos los conceptos y métodos de principio, desde el simple contar y sumar hasta el cálculo integral.
Esto no quiere decir que ya en esa primera escuela se vaya a diferenciar e integrar realmente. Más bien se trata de enseñar en ella elementos completamente nuevos de la matemática total, los cuales contienen en sí tanto la matemática elemental corriente cuanto, en germen, la matemática superior. Aunque el señor Dühring afirma que ya tiene "esquemáticamente ante la vista los rasgos principales" del "contenido de los manuales" de esa escuela del futuro, no ha conseguido, desgraciadamente, hasta ahora descubrir esos "elementos de la matemática total"; y lo que él mismo no es capaz de hacer "no puede realmente esperarse sino de las libres y acrecentadas fuerzas de la nueva situación social".
Mas si las uvas de la matemática del futuro están por ahora demasiado verdes, la astronomía, la mecánica y la física del futuro van a presentar en cambio menos dificultades, y "van a dar el núcleo de toda la instrucción", mientras que la botánica y la zoología, con su estilo aún predominantemente descriptivo, a pesar de todas las teorías..." servirán más "a la ligera distracción".
Así está impreso en la página 417 de la Filosofía. El señor Dühring sigue sin conocer más que una botánica y una zoología predominantemente descriptivas. Toda la morfología orgánica, que incluye la anatomía comparada, la embriología y la paleontología del mundo orgánico, parece serle desconocida hasta de nombre. Mientras a sus espaldas surgen casi a docenas nuevas ciencias en el ámbito de la biología, su pueril espíritu sigue tomando de la Historia Natural para los niños de Raff los "elementos de formación eminentemente modernos del modo científico-natural de pensar", y decreta esa constitución del mundo orgánico también para el "futuro previsible". La química, como suele ocurrir a nuestro autor, queda también aquí totalmente olvidada.
Por lo que hace al aspecto estético de la educación, el señor Dühring va a tener que construirlo todo nuevo. La poesía que ha existido hasta ahora no puede servirle. Estando prohibida la religión, es claro que no puede tolerarse en la escuela "el aderezo mitológico o de otro tipo de religión" corriente en los poetas del pasado. También queda condenado "el misticismo poético", tan intensamente cultivado por Goethe, verbigracia. El señor Dühring va a tener, pues, que decidirse a suministrarnos él mismo aquellas obras maestras poéticas que "corresponden a las superiores exigencias de una fantasía equilibrada con el entendimiento" y que representan el auténtico ideal que "significa la perfección del mundo". Que no tarde en hacerlo. La comuna económica no podrá conquistar el mundo sino cuando irrumpa en él con el equilibrado paso de carga del alejandrino.
El ciudadano del futuro no verá muy amargada su infancia por la filología.
"Las lenguas muertas caducarán completamente... y las lenguas vivas extranjeras... serán materia secundaria". Sólo en los casos en que el tráfico entre las naciones incluya también el movimiento de las masas populares, esas lenguas se facilitarán de modo cómodo, y según las necesidades, a cada cual. "La instrucción linguística escolar verdaderamente formativa" se encuentra en una especie de gramática general, y señaladamente en "la materia y la forma de la propia lengua."
La limitación nacional del hombre de hoy es aún demasiado cosmopolita para el señor Dühring. El cual se propone aún suprimir las dos palancas que en el mundo actual ofrecen al menos la posibilidad de levantarse por encima del propio limitado punto de vista nacional: el conocimiento de las lenguas antiguas, que ofrecen al menos, a las gentes con educación clásica de todas las naciones, un amplio horizonte común, y el conocimiento de las lenguas modernas, gracias al cual personas de diversas naciones pueden entenderse y entrar en trato con lo que ocurre más allá de los propios límites. La gramática del propio lenguaje será, en cambio, aprendida radicalmente. Pero "la materia y la forma de la propia lengua" no se entienden más que si se estudia su origen y su progresiva evolución, y esto no es posible sin tener en cuenta, por una parte, sus propias formas muertas, y, por otra, las lenguas, vivas y muertas, emparentadas con ella. Pero con esto volvemos a entrar en el terreno expresamente prohibido. Y si el señor Dühring elimina así de su plan de estudios toda la moderna gramática histórica, no le va a quedar para la instrucción lingüística más que la vieja gramática técnica, dispuesta al estilo de la antigua filología clásica, con todo su casuismo y todas sus arbitrariedades, debidos uno y otras a la falta de base histórica. El odio a la vieja filología le lleva a erigir en "centro de la introducción lingüística escolar verdaderamente formativa" el peor producto de dicha vieja filología. Queda claro que estamos ante un lingüista que no ha oído siquiera hablar de la investigación lingüística histórica, tan pujante y felizmente desarrollada desde hace sesenta años, y que, consiguientemente, no busca los "elementos de formación eminentemente modernos" en Bopp, Grimm y Diez, sino en Heyse y Becker, de felice recordación.
Pero todo eso no basta para "basar en sí mismo" al joven ciudadano del futuro. Para ello hace aún falta una fundamentación más profunda por medio de la
"asimilación de los últimos fundamentos filosóficos". "Pero una tal profundización... habrá dejado de ser en absoluto una tarea gigantesca" desde que el señor Dühring ha hecho en ella tabla rasa. Efectivamente: "si se limpia de falsos arabescos escolásticos el poco saber riguroso de que puede enorgullecerse el esquematismo general del ser, y si nos decidimos a imponer que sólo valga la realidad confirmada" por el señor Dühring, entonces la filosofía elemental resulta plenamente accesible a la juventud del futuro. "Recuérdense las formulaciones sumamente sencillas con las cuales hemos llevado los conceptos de infinitud y su crítica a un alcance hasta ahora desconocido", y entonces "se verá que no hay razón para que los elementos
de la concepción universal del espacio y del tiempo, tan sencillamente formulados por la actual profundización y agudización, no puedan entrar en el acervo de los primeros y previos conocimientos..., los pensamientos más radicales" del señor Dühring "no pueden desempeñar un papel secundario en la sistemática educativa universal de la nueva sociedad". El estado idéntico a sí mismo de la materia y el infinito enumerado están, por el contrario, llamados "no sólo a asentar a los hombres en sus propios pies, sino también a enseñarles a saber que tienen bajo sus propios pies el sedicente Absoluto".
Como se ve, la escuela popular del futuro no es más que una escuela media prusiana algo "ennoblecida", en la que el griego y el latín se sustituyen por algo más de matemática pura y aplicada y, sobre todo, por los elementos de la filosofía de la realidad, mientras que la enseñanza de la lengua alemana se rebaja de nuevo al nivel en que la cultivó el difunto Becker, es decir, al nivel de la clase de tercero aproximadamente. Efectivamente "no hay razón" para que los "conocimientos" del señor Dühring —o, más bien lo que quede de ellos después de aquella "depuración" cuidadosa—, siendo, como hemos visto en todos los terrenos, sumamente escolares, no vayan a poder "entrar en el acervo de los primeros y previos conocimientos", sobre todo si se tiene en cuenta que jamás han salido de ese infantil acervo. El senor Dühring ha oído algo de eso de que en la sociedad socialista el trabajo y la educación van unidos, para asegurar una formación técnica multilateral y un fundamento práctico de la instrucción científica; por eso también este punto se utiliza del modo sólito para la socialidad. Pero puesto que, como hemos visto, la vieja división del trabajo sigue subsistiendo en lo esencial en la futura producción dühringiana, esta formación escolar técnica carece de toda ulterior aplicación práctica, de toda relevancia para la producción, y no puede ser sino fin en sí misma: sustituirá a la gimnasia de la cual no quiere oír hablar nuestro radical revolucionador. Por eso no puede ofreccrnos al respecto más que unas pocas frases vacías, como que "la juventud y la vejez trabajan en el más serio sentido de la palabra".
Toda esa vacua charlatanería, sin contenido ni fundamento resulta lamentable cuando se la compara con el paso de El Capital (págs. 508-515) en el que Marx desarrolla la tesis de que "del sistema fabril, tal como puede verse en detalle en Roberto Owen, nació el germen de la educación del futuro, la cual combinará, para todos los niños que rebasen una cierta edad, el trabajo productivo con la instrucción y la gimnasia, no sólo como método de
intensificar la producción social, sino como único método de producir hombres plenamente desarrollados en todos los respectos".
Pasemos por alto la Universidad del futuro, en la cual la filosofía de la realidad constituirá el núcleo de todo saber, y en la que, junto a la Facultad de Medicina, seguirá también floreciendo una Facultad de Derecho; pasemos también por alto los "especiales institutos especializados", de los que sólo se nos dice que se limitarán a "unos pocos temas". Supongamos que el joven ciudadano del futuro, tras superar todos los cursos escolares, se encuentra ya "tan basado en sí mismo" que puede buscar mujer. ¿Qué curso de las cosas le abre aquí el señor Dühring?
Vista la importancia de la rcproducción para la fijación, la eliminación y la mezcla, así como, incluso, para un nuevo desarrollo formador de propiedades y cualidades, las raíces últimas de lo humano o inhumano deben buscarse en gran parte en la asociación sexual y en la elección sexual, y, además, en la cura favorable o contraria a una determinada tendencia de los nacimientos. Habrá que dejar prácticamente a una época futura el dictar sentencia sobre la grosería y la incomprensión que hoy día reinan en este campo. Pero incluso bajo el peso de los prejuicios puede hacerse entender ya hoy que seguramente más importa la cualidad o constitución de los nacimientos, obrada por la naturaleza de la prudencia humana, que el número de los mismos. En todos los tiempos y en todas las situaciones jurídicas se han aniquilado los monstruos; pero la escala que lleva de lo normal a la deformación que ya no es humana tiene muchos peldaños... El evitar que nazca un ser humano que no podría ser sino un mal producto es evidentemente un beneficio.
Análogamente se lee en otro lugar:
No puede ser difícil para la consideración filosófica... el concebir... el derecho del mundo aún no nacido a la mejor composición posible... La concepción, y, en todo caso, también el nacimiento, ofrecen la ocasión de introducir en este campo un control previsor y, excepcionalmente, también clasificador.
Y en otro lugar:
"El arte griego de idealizar al hombre en el mármol no podrá seguir teniendo la misma importancia histórica en el momento en que se tome en serio la tarea, mucho menos artísticamente juguetona y, por tanto, mucho más importante para el destino vital de millones, de perfeccionar la forma del hombre en carne y sangre. Este tipo de arte no es meramente pétreo, y su estética no se refiere a la contemplación de formas muertas", etc.
Nuestro joven ciudadano del futuro se queda de una pieza. Sin necesidad de que se lo dijera el señor Dühring sabía él muy
bien que lo de casarse no es ningún arte pétreo, ni contemplación de formas muertas; pero el señor Dühring le había prometido que podría recorrer todas las vías que le abrieran el curso de las cosas y su propio ser, con objeto de encontrar un femenino corazón hermano, con su correspondiente cuerpo. En modo alguno, le atruena ahora la "moralidad más profunda y rigurosa". Primero hay que deponer la grosería y la incomprensión que reinan en el terreno de la asociación y la elección sexuales, para tener en cuenta el derecho del mundo futuro a una composición que sea lo mejor posible. Nuestro joven tiene, pues, que ser en ese solemne momento una especie de Fidias en carne y sangre, ocupado en perfeccionar en esos materiales la formación del hombre. ¿Cómo hacerlo? Las anteriores misteriosas manifestaciones del señor Dühring no le dan la menor indicación concreta, aunque el propio autor dice que se trata de un "arte". ¿Tendrá ya tal vez el señor Dühring un manual de este arte "esquemáticamente a la vista", como tantos otros que ya circulan subrepticiamente en el comercio del libro alemán? En realidad, no nos encontramos ya aquí en la socialidad, sino más bien en La flauta mágica, con la diferencia de que el reposado capellán masón Sarastro apenas puede pretender a la categoría de "sacerdote de segunda clase" comparado con nuestro más profundo y riguroso moralista. Las pruebas que Sarastro impuso a su parejita de adeptos son juego de niños ante la prueba espantosa que el señor Dühring impone a sus dos soberanos individuos antes de permitirles llegar al estado del "matrimonio ético y libre". Y así puede ocurrir que nuestro Tamino del futuro, muy puesto "sobre sí mismo" y con el Absoluto bajo sus pies, tenga uno de estos pies a un par de peldaños de distancia de lo normal, de modo que, por ejemplo, las malas lenguas le llamen cojo. Y también está dentro de lo posible que su tierna Pamina del futuro no se encuentre muy derecha encima del susodicho Absoluto, a causa, tal vez, de una ligera desviación en favor del hombro derecho, desviación que la envidia llegue a llamar un poquitín jibosa. ¿Y qué, entonces? ¿Prohibirá nuestro más profundo y más riguroso Sarastro a los dos practicar en carne y sangre el arte del perfeccionamiento del hombre? ¿Aplicará su "control previsor" en la "concepción" o el control "clasificador" en el "nacimiento"? Diez contra uno a que las cosas ocurrirán de otro modo: la pareja se volverá de espaldas a Sarastro-Dühring y se dirigirá a la oficina del estado civil.
¡Alto!, exclama el señor Dühring. Eso no es lo que quería decir. Hablemos un momento.
Dados los "altos, auténticamente humanos motivos de las sanas uniones de los sexos..., la figura humanamente ennoblecida de la emoción sexual cuya culminación se manifiesta como amor apasionado, es con su doble faz la mejor garantía de su unión, saludable también en su resultado..., es mero efecto de segundo orden el que de una relación armoniosa en sí misma nazca un producto de concordante textura. De lo que se sigue que toda constricción tiene que ser nociva", etc.
Y con esto se resuelve todo del modo más hermoso en la más hermosa de las socialidades. Cojo y jorobadita se aman apasionadamente y ofrecen así, con su doble faz, la mejor garantía de un armonioso "efecto de segundo orden"; como en las novelas: se aman, se consiguen, y toda la moralidad más profunda y más rigurosa termina, como siempre, en armoniosa cháchara.
La siguiente acusación a la actual sociedad indica las nobles concepciones del señor Dühring acerca del sexo femenino:
En la sociedad basada en la venta del hombre al hombre, la prostitución rige como obvio complemento del matrimonio coactivo, en favor de los varones, y es cosa de lo más comprensible, pero también de lo más significativo, que no pueda haber algo parecido para las mujeres.
No me gustaría por nada del mundo ser yo el que tuviera que cosechar el agradecimiento debido por las mujeres al señor Dühring en atención a tal cumplido. Mas ¿será posible que el señor Dühring desconozca totalmente ese tipo de ingresos, hoy nada insólitos, procedentes de faldas protegidas? Y pensar que el señor Dühring ha hecho él mismo su obligatorio período de pasante, y que vive en Berlín, ciudad en la que ya en mis tiempos, hace treinta y seis años (y por no hablar de los tenientes de la guardia), "pasante" solía rimar con el nombre de los aludidos tunantes.
*
Permítasenos que nos despidamos divertidos y conciliantes de nuestro tema, el cual fue a menudo bastante seco y miserable. Mientras tuvimos que tratar distintas cuestiones particulares, el juicio estaba constreñido por los hechos objetivos indiscutibles; ya con sólo aducir esos hechos iba a resultar el juicio las más de las veces rotundo y hasta duro. Pero ahora, cuando ya nos hemos echado a la espalda la filosofía, la economía y la socialidad, cuando
tenemos a la vista la figura completa del escritor al que teníamos que juzgar en el detalle, ahora podemos poner en primer término puntos de vista humanos; ahora se nos permitirá que reconduzcamos a causas personales varios absurdos y muchas petulancias que de otro modo serían incomprensibles; y así resumiremos nuestro juicio de conjunto sobre el señor Dühring con las palabras: irresponsabalidad por megalomanía.