La filosofía es, según el señor Dühring, el desarrollo de la forma suprema de la consciencia del mundo y de la vida, y comprende en un amplio sentido los principios de todo saber y todo querer. Siempre que se trata de cualquier serie de conocimientos o móviles, o de cualquier grupo de formas de existencia propuesto a la consciencia humana, los principios de esas formaciones tienen que ser un objeto de la filosofía. Estos principios son los elementos sencillos, o hasta el momento supuestos como simples, a partir de los cuales puede componerse el múltiple saber y querer. La constitución general de las cosas puede reconducirse a formas y elementos fundamentales como la constitución química de los cuerpos. Estos elementos últimos o principios, una vez adquiridos, no valen sólo para lo inmediatamente conocido y accesible, sino también para el mundo que nos es desconocido e inaccesible. Los principios filosóficos constituyen, pues, el complemento último que necesitan las ciencias para convertirse en un sistema unitario de explicación de la naturaleza y de la vida humana. Aparte de las formas fundamentales de toda existencia, la filosofía no tiene más que dos objetos propios de investigación, a saber, la naturaleza y el mundo humano. De ello resultan sin la menor violencia, para la ordenación de nuestra materia, tres grupos, a saber, la esquemática universal general, la doctrina de los principios naturales y, finalmente, la del hombre. En esta sucesión está además contenido un orden lógico interno, pues los principios formales que valen de todo ser van los primeros, y los terrenos materiales en los que hay que aplicarlos siguen luego en la gradación de su jerarquía.
Hasta aquí el señor Dühring, y casi literalmente.
Se trata, pues para él de principios formales inferidos del pensamiento, no del mundo externo, y que hay que aplicar a la naturaleza y al reino del hombre, es decir, según los cuales tienen que regirse la naturaleza y el hombre. Pero ¿de donde recibe el pensamiento esos principios? ¿De sí mismo? No, pues el propio señor Dühring dice: el terreno puramente ideal se limita a esquemas lógicos y a configuraciones matemáticas (y esto último es además falso, como veremos). Los esquemas lógicos no pueden referirse sino a formas de pensamiento; pero aquí no se trata sino de las formas del ser, del mundo externo, y el pensamiento no puede jamás obtener e inferir esas formas de sí mismo, sino sólo
del mundo externo. Con lo que se invierte enteramente la situación: los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final, y no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se abstraen de ellas; no es la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los principios, sino que éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la naturaleza y con la historia. Esta es la única concepción materialista del asunto, y la opuesta concepción del señor Dühring es idealista, invierte completamente la situación y construye artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento, de ciertos esquematismos, esquemas o categorías que existen en algún lugar antes que el mundo y desde la eternidad. Igual que... un Hegel.
Efectivamente. Pongamos la Enciclopedia de Hegel, con todas sus febriles fantasías, junto a las definitivas verdades de última instancia del señor Dühring. Con el señor Dühring tenemos, primero, la esquemática universal general, que en Hegel se llama Lógica. Luego tenemos en uno y otro la aplicación de esos esquemas, o categorías lógicas, a la naturaleza: esto es la Filosofía de la Naturaleza; y finalmente tenemos su aplicación al reino del hombre, que es lo que Hegel llama Filosofía del Espíritu. El "orden lógico interno" de la sucesión temática de Dühring nos lleva, pues, "sin la menor violencia", a la Enciclopedia de Hegel, de la que está tomado con una fidelidad que conmoverá hasta las lágrimas al judío eterno de la escuela hegeliana, el profesor Michelet de Berlín.
Todo esto pasa cuando se toma tranquila y naturalísticamente la "consciencia", "el pensamiento", como algo dado y contrapuesto desde el principio al ser, a la naturaleza. Porque entonces hay que asombrarse por fuerza de que consciencia y naturaleza, pensamiento y ser, leyes del pensamiento y leyes de la naturaleza coincidan hasta tal punto. Mas si se sigue preguntando qué son el pensamiento y la consciencia y de dónde vienen, se halla que son productos del cerebro humano, y que el hombre mismo es un producto de la naturaleza, que se ha desarrollado junto con su medio; con lo que se entiende sin más que los productos del cerebro humano, que son en última instancia precisamente productos de la naturaleza, no contradigan, sino que corespondan el resto de la conexión natural.
Pero el señor Dühring no puede permitirse este sencillo tratamiento del problema. No sólo piensa en nombre de la humanidad —lo cual sería ya por sí mismo una cosa muy bonita—, sino, además, en nombre del ser consciente y pensante de todos los cuerpos cósmicos.
Sería, efectivamente, "una humillación de las formaciones básicas de la consciencia y del saber el limitar, o simplemente poner en entredicho, su validez soberana y su pretensión de verdad absoluta mediante el epíteto humana".
Así, pues, para que nadie dé en la sospecha de que en algún otro cuerpo celeste dos por dos son cinco, el señor Dühring se ve imposibilitado de llamar humano al pensamiento, y tiene así que separarlo del único fundamento real que nos importa, a saber, el hombre y la naturaleza; con eso cae torpemente y sin salvación en una ideología que le obliga a aparecer como epígono del "epígono" Hegel. Por lo demás, tendremos ocasión de saludar al señor Dühring varias veces en otros planetas.
Es obviamente imposible fundar sobre una tal base ideológica ninguna doctrina materialista. Más tarde veremos que el señor Dühring se ve más de una vez obligado a atribuir a la naturaleza acciones conscientes, esto es, a hacer de ella lo que en alemán se llama Dios.
Pero nuestro filósofo de la realidad tenía además otros motivos para trasladar el fundamento de toda realidad desde el mundo real hasta el mundo del pensamiento. La ciencia de ese esquematismo universal general, de esos principios formales del ser, es precisamente el fundamento de la filosofía del senor Dühring. Cuando queremos inferir el tal esquematismo universal no de la cabeza, sino sólo mediante la cabeza, partiendo del mundo real, y los principios del ser partiendo de lo que es, no necesitamos filosofía alguna, sino conocimientos positivos del mundo y de lo que en él ocurre; y lo que entonces resulta no es tampoco una filosofía, sino ciencia positiva. Pero entonces el libro del señor Dühring sería trabajos de amor perdidos.
Además: si deja de ser necesaria cualquier filosofía, también dejará de serlo cualquier sistema, aunque sea un sistema natural de filosofía. La comprensión de que la totalidad de los procesos naturales se encuentra en una conexión sistemática mueve a la ciencia a mostrar esa conexión sistemática en todas partes, en el detalle igual que en el conjunto. Pero la correspondiente exposición científica completa de esa conexión, la composición de una reproducción mental exacta del sistema del mundo en que vivimos, nos es imposible y sería imposible para todos los tiempos. Si en algún momento de la evolución de la humanidad se compusiera un tal sistema definitivo y concluso de las conexiones del mundo físico, espiritual e histórico, quedaría con ello cerrado el reino del conocimiento
humano, y quedaría también cortada la posterior evolución histórica a partir del momento en que la sociedad se encontrara instituida de acuerdo con aquel sistema: todo lo cual es un absurdo y un puro contrasentido. Los hombres se encuentran, pues, situados ante una contradicción: reconocer, por una parte, el sistema del mundo de un modo completo en su conexión de conjunto, y, por otra parte, no poder resolver jamás completamente esa tarea, tanto por su propia naturaleza humana cuanto por la naturaleza del sistema del mundo. Pero esa contradicción no sólo arraiga en la naturaleza de los dos factores —mundo y hombre, sino que es además la palanca capital de todo el progreso intelectual, y se resuelve diariamente y constantemente en la evolución progresiva infinita de la humanidad, del mismo modo que, por ejemplo, determinados ejercicios matemáticos se resuelven en una sucesión infinita o en una fracción continua. De hecho, toda reproducción mental del sistema del mundo queda limitada objetivamente por la situación histórica, y subjetivamente por la constitución física y espiritual de su autor. Pero el señor Dühring declara desde el primer momento que su concepción excluye toda veleidad de concepción del mundo subjetivamente limitada. Hemos visto antes que el señor Dühring es ubicuo y se encuentra en todos los cuerpos celestes. He aquí ahora que es también omnisciente. El señor Dühring ha resuelto las últimas tareas de la ciencia y aherrojado finalmente el futuro de todas las ciencias.
El señor Dühring piensa poder sacarse ya lista de la cabeza la entera matemática pura, de un modo apriorístico, es decir, sin utilizar las experiencias que nos ofrece el mundo exterior, exactamente igual que las conformaciones básicas del ser.
En la matemática pura, el entendimiento tiene que ocuparse "de sus propias libres creaciones e imaginaciones"; los conceptos de número y figura son "su objeto suficiente, producible por él mismo", y con ello tiene la matemática "una validez independiente de la experiencia particular y del real contenido del mundo".
Claro que la matemática pura tiene una validez independiente de la experiencia particular de cada individuo; pero lo mismo puede decirse de todos los hechos establecidos por todas las ciencias, y hasta de todos los hechos en general. Los polos magnéticos, la composición del agua por el oxígeno y el hidrógeno, el hecho de que Hegel ha muerto y el señor Dühring está vivo, son válidos independientemente de mi experiencia o de la de otras personas, y
hasta independientemente de la experiencia del señor Dühring en cuanto que éste se duerma con el sueño del justo. Pero lo que no es verdad es que en la matemática pura el entendimiento se ocupe exclusivamente de sus propias creaciones e imaginaciones. Los conceptos de número y figura no han sido tomados sino del mundo real. Los diez dedos con los cuales los hombres han aprendido a contar, a realizar la primera operación aritmética, no son ni mucho menos una libre creación del entendimiento. Para contar hacen falta no sólo objetos contables, enumerables, sino también la capacidad de prescindir, al considerar esos objetos, de todas sus demás cualidades que no sean el número, y esta capacidad es resultado de una larga evolución histórica y de experiencia. También el concepto de figura, igual que el de número, está tomado exclusivamente del mundo externo, y no ha nacido en la cabeza, del pensamiento puro. Tenía que haber cosas que tuvieran figura y cuyas figuras fueran comparadas, antes de que se pudiera llegar al concepto de figura. La matemática pura tiene como objeto las formas especiales y las relaciones cuantitativas del mundo real, es decir, una materia muy real. El hecho de que esa materia aparece en la matemática de un modo sumamente abstracto no puede ocultar sino superficialmente su origen en el mundo externo. Para poder estudiar esas formas y relaciones en toda su pureza hay, empero, que separarlas totalmente de su contenido, poner éste aparte como indiferente; así se consiguen los puntos sin dimensiones, las líneas sin grosor ni anchura, las a y b y las x e y, las constantes y las variables, y se llega al final, efectivamente, a las propias y libres creaciones e imaginaciones del entendimiento, a saber, a las magnitudes imaginarias. Tampoco la aparente derivación de las magnitudes matemáticas unas de otras prueba su origen apriórico, sino sólo su conexión racional. Antes de que se llegara a la idea de derivar la forma de un cilindro de la revolución de un rectángulo alrededor de uno de sus lados ha habido que estudiar gran número de rectángulos y cilindros reales, aunque de forma muy imperfecta. Como todas las demás ciencias, la matemática ha nacido de las necesidades de los hombres: de la medición de tierras y capacidades de los recipientes, de la medición del tiempo y de la mecánica. Pero, como en todos los ámbitos del pensamiento, al llegar a cierto nivel de evolución se separan del mundo real las leyes abstraídas del mismo, se le contraponen como algo independiente, como leyes que le llegaran de afuera y según las cuales tiene que disponerse el mundo. Así ha ocurrido en la sociedad y en el Estado, y así precisamente
se aplica luego al mundo la matemática pura, aunque ha sido tomada sencillamente de ese mundo y no representa más que una parte de las formas de conexión del mismo, única razón por la cual es aplicable.
Pero el señor Dühring, lo mismo que se imagina deducir de los axiomas matemáticos, los cuales
no pueden tener ni necesitan fundamentación, ni siquiera según la representación lógica pura,
toda la matemática pura sin ningún añadido empírico y luego poder aplicarla al mundo, así también se imagina que puede engendrar por de pronto en su cabeza las configuraciones básicas del ser, los elementos simples de todo saber, los axiomas de la filosofía, deducir luego de ellos la filosofía entera, o esquematismo universal, y conceder finalmente por supremo decreto esa constitución a la naturaleza y al mundo humano. Pero, desgraciadamente, la naturaleza no es en absoluto, y el mundo humano lo es en escasísima medida, como los prusianos de Manteuffel de 1850.[9]
Los axiomas matemáticos son expresión de los rudimentarios contenidos de pensamiento que la matemática tiene que pedir a la lógica. Esos contenidos pueden reducirse a dos:
1. El todo es mayor que la parte. Esta proposición es una mera tautología, pues la represcntación "parte", concebida cuantitativamente, se refiere ya desde su origen de un modo determinado a la representación "todo", a saber, de tal modo que "parte" significa sin más que el "todo" cuantitativo consta de varias "partes" cuantitativas'. Los llamados axiomas no hacen más que formular eso explícitamente, con lo que no avanzamos ningún paso. Y hasta es posible probar en cierto sentido esa tautología diciendo: un todo es aquello que consta de varias partes; una parte es aquella entidad que, con otras, constituye un todo; consecuentemente, la parte es menor que el todo; la vaciedad de la repetición subraya aun entonces la vaciedad del contenido.
2. Si dos magnitudes son iguales a una tercera, son iguales entre sí. Este enunciado, como mostró ya Hegel, es una inferencia garantizada por la lógica, es decir, un enunciado demostrado, aunque fuera de la matemática pura. Los demás axiomas sobre la igualdad y la desigualdad son meras ampliaciones lógicas de esa inferencia.
Estos enunciados tan pobres de contenido no tienen por sí mismos ningún atractivo ni en la matemática ni en ningún otro campo. Para poder avanzar tenemos que añadirles contenidos reales,
relaciones y formas espaciales tomadas de cuerpos reales. Las representaciones de líneas, superficies, ángulos, polígonos, cubos, esferas, etc., proceden todas de la realidad, y hace falta una buena porción de ingenua ideología para creer la exposición de los matemáticos, según la cual la primera línea ha surgido por el movimiento de un punto en el espacio, la primera superficie por el movimiento de una línea, el primer cuerpo por el movimiento de una superficie, etc. Ya el lenguaje mismo se subleva contra ese uso. Una figura matemática de tres dimensiones se llama cuerpo, corpus solidum, en latín, es dccir, cuerpo tangible: su nombre mismo no procede de la libre imaginación del entendimiento, sino de la sólida realidad.
Pero ¿por qué perder tanto tiempo en esto? Luego de haber cantado con entusiasmo en las páginas 42 y 43 de su obra la independencia de la matemática pura respecto del mundo experiencial, su aprioridad, su dedicación a las libres creaciones e imaginaciones del entendimiento, el señor Dühring dice en la página 63:
"A menudo se pasa por alto, en efecto, que esos elementos matemáticos ["número, magnitud, tiempo, espacio y movimiento geométrico"] no son ideales más que por su forma... mientras que las magnitudes absolutas son algo plenamente empírico, cualquiera que sea el género a que pertenecen"..., pero "los esquemas matemáticos son susceptibles de una caracterización aislada de la experiencia y, sin embargo, suficiente".
Lo cual, ciertamente, es en mayor o menor medida verdad de toda abstracción, pero no prueba en absoluto que la abstracción no proceda de la realidad. En el esquematismo universal la matemática pura nace del pensamiento puro; en la filosofía de la naturaleza es en cambio algo plenamente empírico, tomado del mundo externo y luego aislado de él. ¿En qué vamos a quedar?
El ser que todo lo abarca es único. No tiene, en su autosuficiencia, nada junto a sí ni por encima de sí. Añadirle un segundo ser sería convertirle en lo que no es, a saber, en una parte o constituyente de un todo más amplio. Al entender como marco nuestro pensamiento unitario, nada que tenga que insertarse en esa unidad de pensamiento puede conservar en sí una duplicidad. Ni tampoco puede sustraerse nada a esa unidad de pensamiento... La esencia de todo pensamiento consiste en la unificación de elementos de la consciencia en una unidad... El pensamiento es el punto de unidad y reunión del que ha nacido el indivisible concepto del mundo y por el cual se conoce el universo, como ya indica su nombre, como algo en lo cual todo se une en una unidad.
Así el señor Dühring. El método es matemático:
Toda cuestión debe decidirse a base de simples configuraciones básicas y axiomáticamente, como si se tratara de sencillos... principios de la matemática.
Este método se usa por de pronto aquí.
"El ser que todo lo abarca es único." Si tautología significa la simple repetición en el predicado de lo que ya está dicho en el sujeto, y si eso constituye un axioma, entonces tenemos un axioma de lo más puro. En el sujeto nos dice el señor Dühring que el ser lo abarca todo, y en el predicado afirma impertérrito que no hay nada fuera del ser. ¡Qué colosal "pensamiento creador de sistema"!
Es efectivamente creador de sistema. En menos de seis líneas de su texto, el senor Dühring ha transformado la unicidad del ser, por medio de nuestro unitario pensamiento, en la unidad del ser. Como la esencia de todo pensamiento consiste en la reunión en una unidad, el ser, en cuanto pensado, es pensado unitariamente, el concepto del mundo es indivisible, y como el ser pensado, el concepto del mundo, es indivisible, también es el mundo real, el ser real, una unidad indivisible. Y, por tanto.
deja de haber lugar para las trascendencias en cuanto que el espíritu ha aprendido a concebir el ser en su homogénea universalidad.
He aquí una rápida campaña ante la cual palidecen completamente Austerlitz y Jena, Koniggratz y Sedán. En unas pocas frases que apenas llenan una página, una vez movilizado el primer axioma, hemos suprimido, eliminado y aniquilado todas las trascendencias, Dios, las cohortes celestiales, el cielo, el infierno y el purgatorio junto con la inmortalidad del alma.
¿Cómo pasamos de la unicidad del ser a su unidad? Representándonoslo, simplemente. En cuanto extendemos en torno suyo, como marco, nuestro unitario pensamiento, el ser único se convierte en el pensamiento en un ser unitario, en una unidad de pensamiento, pues la esencia de todo pensamiento consiste en la unificación de elementos de la consciencia de una unidad.
Este último enunciado es sencillamente falso. En primer lugar, el pensamiento consiste tanto en la separación de objetos de consciencia en sus elementos cuanto en la unificación de elementos correspondientes en una unidad. No hay síntesis sin análisis. En segundo lugar, el pensamiento, si no quiere incurrir en arbitrariedades, no puede reunir en una unidad sino aquellos elementos de la consciencia en los cuales —o en cuyos prototipos reales— existía ya previamente dicha unidad. Si reúno los cepillos de los zapatos bajo la unidad "mamíferos", no por ello conseguiré que tengan glándulas mamarias. Lo que había que probar era precisamente la unidad del ser desde el punto de vista de la justificación de su concepción como unidad, y cuando el señor Dühring nos asegura que él piensa el ser unitariamente, y no como duplicidad, no pasa de declararnos su nada decisiva opinión.
El curso de su pensamiento, si es que interesa exponerlo en su pureza, es como sigue: empiezo con el ser. Por tanto, estoy pensando el ser. El pensamiento del ser es unitario. Pero el pensamiento y el ser tienen que concordar, se corresponden, se "cubren". Por tanto, el ser es unitario también en la realidad. Así, pues, no hay "trascendencias". Pero si el señor Dühring se hubiera expresado así de abiertamente, en vez de declamarnos tan dramáticamente las anteriores frases de oráculo, la ideología habría sido inmediatamente visible. Pretender probar por la identidad del ser y el pensamiento la realidad de cualquier resultado del pensamiento fue precisamente la más insensata y febril fantasía... de un Hegel.
Pero aunque su argumentación fuera correcta, el señor Dühring no habría aún conquistado con ella a los espiritualistas ni una pulgada de terreno. Pues los espiritualistas pueden contestarle contundentemente: también para nosotros es el mundo simple; la escisión
en inmanencia y trascendencia existe sólo desde nuestro punto de vista específico, terrenal y manchado por el pecado original; pero en sí mismo, es decir, en Dios, todo el ser es algo único. Y los espiritualistas acompañarán al señor Dühring por esos cuerpos celestes a los que es tan aficionado, y le enseñarán uno o varios en los que no reine el pecado original, ni por tanto exista contraposición entre inmanencia y trascendencia, con lo que la unidad del mundo será un artículo de fe.
Lo más gracioso de todo este asunto es que el señor Dühring utiliza la demostración ontológica de la existencia de Dios para probar la inexistencia de Dios a partir del concepto del ser. El argumento ontológico es del siguiente tenor: al pensar a Dios le concebimos como suma de todas las perfecciones. Pero en la suma esencial de todas las perfecciones está ante todo la existencia, pues un ser inexistente es necesariamente imperfecto. Por tanto, tenemos que incluir la existencia entre las perfecciones de Dios. Por tanto, Dios tiene que existir. Exactamente igual razona el señor Dühring: al pensar el ser lo pensamos como un concepto. Lo comprendido en un concepto es unitario. El ser no correspondería, pues, a su concepto si no fuera unitario. Por tanto, tiene que ser unitario. Luego no hay Dios, etc.
Cuando hablamos del ser y meramente del ser, la unidad no puede consistir más que en lo siguiente: que todos los objetos de que se trate son, existen. En la unidad de ese ser están reunidos, y en ninguna otra, y la común afirmación de que todos ellos son no sólo no puede atribuirles ninguna otra propiedad, común o no común, sino que incluso excluye por de pronto de la consideración toda otra propiedad. Pues en cuanto que nos apartemos, aunque sólo sea un milímetro, del hecho sencillo y básico de que el ser compete en común a todas esas cosas, en ese mismo momento empiezan las diferencias entre esas cosas a presentarse ante nuestra mirada; y el que esas diferencias consistan, por ejemplo, en que las unas son blancas y las otras negras, las unas animadas y las otras inanimadas, las unas acaso inmanentes y las otras trascendentes, no es nada que podamos decidir en base al hecho de que a todas ellas se atribuye uniformemente la mera existencia.
La unidad del mundo no estriba en su ser, aunque su ser es un presupuesto de su unidad, ya que tiene que ser antes de poder ser uno. Pues el ser es una cuestión abierta a partir del límite en el que se interrumpe nuestro horizonte. La real unidad del mundo estriba en su materialidad, y ésta no queda probada por unas pocas
frases de prestidigitador, sino por un largo y laborioso desarrollo de la filosofía y de la ciencia de la naturaleza.
Sigamos con el texto. El ser del que nos habla el señor Dühring no es
aquel ser puro idéntico a sí mismo, carente de toda determinación particular y que no representa en realidad sino una contrafigura del pensamiento de la nada o de la ausencia de pensamiento.
Mas veremos muy pronto que el mundo del señor Dühring arranca de un ser carente de toda interna diferenciación, de todo movimiento y transformación, y es, por tanto, de hecho una mera contrafigura de la nada mental, es decir, una nada real. A partir de ese ser-nada se desarrolla el actual estado diferenciado del mundo, el cual es cambiante y presenta una evolución, un devenir; y sólo después de haber comprendido esto llegamos a "mantener idéntico a sí mismo el concepto del ser universal", incluso en esa misma transformación eterna.
Tenemos, pues, ahora el concepto del ser a un nivel superior en el cual incluye a la vez la fijeza y la modificación, el ser y el devenir. Llegados a este punto hallamos que
género y especie, y lo universal y lo particular en general, son los medios de distinción más simples, sin los cuales no puede concebirse la constitución de las cosas.
Mas esos conceptos son los medios de distinción de la cualidad; y luego de estudiar ésta seguimos adelante:
frente a los géneros se encuentra el concepto de magnitud, como el concepto de aquella homogeneidad en la que no tienen ya lugar diferencias específicas;
es decir, pasamos de la cualidad a la cantidad, la cual es siempre medible.
Comparemos ahora esa "rigurosa distinción de los esquemas generales de acción" y de su "punto de vista realmente crítico" con las crudezas, groserías y febriles fantasías de un Hegel. Descubrimos enseguida que la Lógica de Hegel empieza con el ser —como el señor Dühring; que el ser se presenta luego como la nada— como el señor Dühring; que se pasa de ese ser-nada al devenir, cuyo resultado es la existencia, es decir, una forma del ser superior y más plena —exactamente igual que en el señor Dühring. La existencia
lleva a la cualidad, y la cualidad a la cantidad— exactamente igual que el camino del señor Dühring. Y para que no falte ninguna pieza esencial, el señor Dühring nos cuenta en otra ocasión:
Del reino de la insensibilidad sólo se pasa al de la sensibilidad, a pesar de toda la paulatina continuidad cuantitativa, mediante un salto cualitativo del que... podemos afirmar que se diferencia infinitamente de la mera gradación de una y la misma propiedad.
Esto es simple y totalmente la línea nodal hegeliana de las relaciones cuantitativas, en la que aumentos o disminuciones meramente cuantitativos provocan en determinados puntos nodales un salto cualitativo; como ocurre, por ejemplo, con el agua que se calienta o enfría, en cuyo caso los puntos nodales son el punto de ebullición y el de congelación, en los que tiene lugar el salto cualitativo, en condiciones de presión normal, hacia un nuevo estado de agregación, es decir, en los que tiene lugar el paso de la cantidad a la cualidad.
Nuestro estudio ha intentado también alcanzar las raíces, y ha encontrado como raíces de los radicales esquemas básicos de Dühring nada menos que las "febriles fantasías" de un Hegel, las categorías de la Lógica de Hegel, Parte primera, Doctrina del ser, y en su "sucesión" más ortodoxamente paleo- hegeliana, y sin apenas intentar encubrir el plagio.
Pero no contento con sustraer a su predecesor más intensamente calumniado toda su esquemática del ser, el señor Dühring, después de tomar incluso el ejemplo recién recordado de la transformación brusca de la cantidad en cualidad, tiene la sangre fría de decir de Marx:
¡Qué infinitamente cómica es la apelación [de Marx] a la confusa y nebulosa imagen hegeliana de que la cantidad se transforma en cualidad!
Confusa y nebulosa imagen... ¿Quién se transforma aquí, señor Dühring, y quién resulta cómico?
Todas esas lindezas están muy lejos de haber sido "decididas axiomáticamente" según lo prescrito, sino que han sido tomadas sencillamente de fuera, es decir, de la Lógica de Hegel. Y ello de tal modo que en todo el capítulo no hay ni rastro de conexión interna, salvo en la medida en que la toma de Hegel, y que el conjunto del desarrollo culmina en una fantasmagoría huera sobre el espacio y el tiempo, la fijeza y la transformación.
Hegel pasa del ser a la esencia, a la dialéctica. En ese punto
trata de las determinaciones de la reflexión, de sus internas contraposiciones y contradicciones, como, por ejemplo, lo positivo y lo negativo; pasa luego a la causalidad, o relación de causa y efecto, y termina con la necesidad. Lo mismo hace el señor Dühring. Lo que Hegel llama doctrina de la esencia se encuentra traducido por el señor Dühring como propiedades lógicas del ser. Estas consisten ante todo en el "antagonismo de las fuerzas", en contraposiciones. En cambio, el señor Dühring niega radicalmente la contradicción; más tarde volveremos a tocar este tema. Luego pasa a la causalidad y de ésta a la necesidad. Cuando, pues, el señor Dühring dice de sí mismo
Nosotros, que no filosofamos desde una jaula,
debe querer decir que está filosofando en una jaula, a saber, la jaula del esquematismo categorial de Hegel.
Llegamos ahora a la filosofía de la naturaleza. También aquí está el señor Dühring cargado de motivos para sentirse descontento de sus predecesores.
La Filosofía de la Naturaleza "cayó tan bajo que dio en una seudopoesía pornográfica grosera y basada en la ignorancia", hasta "caer en manos de los prostituidos filosofastros del tipo de Schelling, individuos que manipulaban con el sacerdocio de lo absoluto para engañar al público". El cansancio nos ha salvado de esas "figuras deformes", pero sólo para dejar el campo libre a la "ausencia de actitudes"; "y por lo que hace al gran público, es sabido que para él la retirada de un gran charlatán no es a menudo sino ocasión para que un sucesor menor, pero más experimentado, repita los trucos del anterior bajo otro rótulo". Los científicos de la naturaleza, por su parte, tienen poca "afición a realizar excursiones por el reino de las ideas comprehensivas del universo", y por eso cometen "erradas precipitaciones" en el terreno teorético.
Hay que salvarse urgentemente, y por suerte está aquí dispuesto el señor Dühring.
Para estimar rectamente las siguientes revelaciones acerca del despliegue del mundo en el tiempo y de su limitación en el espacio tenemos que apelar de nuevo a algunos pasos del "esquematismo universal".
Se atribuye al ser la infinitud, también de acuerdo con Hegel (Enciclopedia, 93) —y precisamente la que Hegel llama mala infinitud y entonces se investiga dicha infinitud.
"La forma más precisa de una infinitud pensable sin contradicción es la ilimitada acumulación de los números en la serie numérica... Del mismo modo que siempre podemos añadir a cualquier número otra unidad, sin agotar nunca la posibilidad de seguir contando, así se añade a cada estado del ser otro estadio más, y la infinitud consiste en la ilimitada producción de esos estados. Esta infinitud exactamente pensada no tiene, por eso mismo, más que una única forma fundamental y una única dirección. Pues aunque para nuestro pensamiento es indiferente proyectar una dirección contrapuesta, de acumulación de los estados, la infinitud que progresa hacia
atrás no es más que una precipitada construcción de la representación. Pues como en la realidad habría que recorrerla en esa dirección invertida, tendría siempre a la espalda, en cualquiera de sus estados, una serie numérica infinita. Pero con esto se cometería la inadmisible contradicción de una serie numérica infinita enumerada, y así resulta absurdo admitir una segunda dirección de la infinitud."
La primera consecuencia inferida de esta concepción de la infinitud es que el encadenamiento de causas y efectos en el mundo tiene que haber tenido algún comienzo:
Un número infinito de causas que se suponen ya seriadas es impensable por el hecho de que presupone como contada la infinitud numérica.
Con eso queda probada una causa primera.
La segunda consecuencia es
"la ley de la cantidad discreta determinada: la acumulación de lo idéntico de cualquier género real de entidades independientes no puede pensarse más que como formación de un número determinado". No sólo el número de cuerpos celestes existentes tienen que ser en cada momento determinado, sino que tiene que serlo incluso el número total de las partes mínimas individuales de la materia que existen en el mundo. Esta última necesidad es el verdadero motivo por el cual no puede pensarse composición alguna sin átomos. Todo estado de división real tiene siempre una determinación finita, y tiene que tenerla para que no se produzca la contradicción de la infinitud contada. No sólo tiene que ser, por la misma razón, el número actual de revoluciones de la Tierra alrededor del Sol un número determinado, aunque no aducible, sino que todos los procesos naturales tienen que haber tenido algún principio, y toda diferenciación y todas las multiplicidades de la naturaleza que se siguen en el tiempo tienen que arraigar en un estado idéntico consigo mismo. Este sí que puede haber existido sin contradicción desde la eternidad, pero también esta representación debería excluirse si el tiempo mismo constara de partes reales, si no fuera más bien simplemente dividido arbitrariamente por nuestro entendimiento con la posición ideal de las posibilidades. Asunto propio es el contenido real y diversificado del tiempo; este real relleno del tiempo con hechos de diversa especie, así como las formas dc existencia de este ámbito, pertenecen precisamente, a causa de su diversidad, a lo enumerable. Imaginemos un estado o situación sin transformaciones y que no ofrezca en su autoidentidad ninguna diferencia de sucesión: entonces el especial concepto de tiempo se convierte en la idea general del ser. Y no se puede imaginar en qué consistiría la acumulación de una duración vacía."
El propio sehor Dühring, cuya exposición hemos reproducido hasta aquí, se siente muy edificado por la importancia de este descubrimiento. Por de pronto se limita a esperar que "por lo menos
no será considerado como una verdad de poca monta"; pero luego dice:
Recuérdese el modo sumamente sencillo con el cual hemos llevado los conceptos de infinitud y su crítica hasta un alcance hasta ahora desconocido... los elementos de la concepción universal del espacio y del tiempo, tan sencillamente construidos por nuestra presente agudización y profundización.
Hemos, pues, llevado esos conceptos hasta ese alcance. Y con nueva profundización y agudización. ¿Quién somos ese nosotros y cuándo es ese hasta ahora? ¿Quién profundiza y agudiza?
Tesis. El mundo tuvo un comienzo en el tiempo y está también limitado en cuanto al espacio. — Prueba: supóngase que el mundo no tiene un comienzo temporal, de tal modo que hasta cualquier punto dado del tiempo ha transcurrido una eternidad y, por tanto, ha discurrido en el mundo una serie infinita de estados sucesivos de las cosas. Ahora bien: la infinitud de una sucesión consiste precisamente en que nunca puede consumarse por síntesis sucesivas. Por tanto, una sucesión universal infinita y al mismo tiempo ya transcurrida es imposible, lo que quiere decir que el comienzo del mundo es condición necesaria de su existencia, que es lo primero que había que demostrar. — Por lo que hace a lo segundo, supóngase también, por de pronto, lo contrario: entonces el mundo será un todo infinito dado de cosas que existen simultáneamente. Ahora bien: no podemos pensar la magnitud de un quantum que no esté dado dentro de ciertos límites de toda percepción si no es mediante la síntesis de las partes, ni la totalidad de dicho quantum si no es por la síntesis realizada o por repetido añadido de la unidad a sí misma. Por tanto, para pensar como un todo el mundo que ocupa todos los espacios habría que considerar realizadas las síntesis sucesivas de las partes de un mundo infinito, lo que quiere decir que habría que considerar transcurrido un tiempo infinito en la enumeración de todas las cosas coexistentes, lo cual es imposible. Por tanto, un agregado infinito de cosas reales no puede considerarse como un todo dado, ni, consiguientemente, como dado simultáneamente. Luego un mundo no es infinito desde el punto de vista de la extensión en el espacio, sino que está contenido en sus límites; y esto era lo segundo que había que probar.
Esas frases están literalmente copiadas de un libro muy conocido que apareció por vez primera en 1781 y se titula Crítica de la razón pura, de Immanuel Kant, en el que todo el mundo puede leerlas, en la primera parte, segunda sección, segundo libro, segundo apartado, segundo epígrafe: "Primera antinomia de la razón pura". Al señor Dühring no pertenece en esto más gloria que la de haber pegado a una idea expuesta por Kant el nombre de ley de la cantidad discreta determinada, así como el haber descubierto que
hubo un tiempo en el que no había tiempo, aunque sí había un mundo. Para todo lo demás, es decir, para todo lo que tiene sentido en la exposición del señor Dühring, "nosotros" somos Immanuel Kant, y el "ahora" tiene cincuenta años. Es, desde luego, "sumamente sencillo". Y es también notable el "alcance hasta ahora desconocido".
Pero ocurre que Kant no formula en absoluto esos enunciados como resueltos por su demostración. Antes al contrario: en la página contrapuesta a ésa afirma y prueba lo contrario, a saber: que el mundo no tiene ningún comienzo en el tiempo ni fin en el espacio; y en esto ve precisamente la antinomia, la irresoluble contradicción de que lo uno es tan demostrable como lo otro. Gentes de menor calibre habrían quedado tal vez meditabundas al ver que "un Kant" halló aquí una dificultad irresoluble. No es ése el caso de nuestro audaz creador de "resultados y concepciones radicalmente propios": él escribe impertérrito la parte de la antinomia kantiana que le sirve y tira el resto.
La cosa misma se resuelve con sencillez. Eternidad en el tiempo, infinitud en el espacio consisten por de pronto, y según el simple sentido de las palabras, en no tener por ningún lado un final, ni hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia arriba ni hacia abajo, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Esta infinitud es completamente diversa de la de una sucesión infinita, pues ésta empieza siempre con un uno, con un primer miembro. La inaplicabilidad de esa idea de sucesión a nuestro objeto se aprecia enseguida que la aplicamos al espacio. La sucesión infinita traducida a términos espaciales es la de una línea trazada hasta el infinito en determinada dirección y desde un punto determinado. Pero ¿queda con eso expresada ni lejanamente la infinitud del espacio? Al contrario: hacen falta seis líneas trazadas a partir de ese punto en tres direcciones contrapuestas dos a dos para concebir las dimensiones del espacio, con lo que tenemos seis de esas dimensiones. Kant vio esto tan claramente que no proyectó directamente su serie numérica sobre la espacialidad del mundo, sino indirectamente y por un rodeo. El señor Dühring, en cambio, nos obliga primero a aceptar seis dimensiones espaciales, y luego no encuentra palabras bastantes para expresar su indignación contra el misticismo matemático de Gauss, que no quiso contentarse con las tres dimensiones corrientes del espacio.[10]
Aplicada al tiempo, la línea infinita por ambas partes, la sucesión de unidades, tiene cierto sentido figurativo. Pero cuando nos
imaginamos el tiempo como una línea contada a partir del uno o trazada a partir de un punto determinado, estamos diciendo ya que el tiempo tiene un comienzo: estamos presuponiendo lo que debemos probar. Damos a la infinitud del tiempo un carácter unilateral y a medias; pero una infinitud unilateral y partida es ya una contradicción en sí, lo contrario, precisamente, de una "infinitud pensada sin contradicción". No podemos superar esa contradicción sino admitiendo que el uno con el que empezamos a contar la sucesión, el punto a partir del cual medimos la línea, son, respectivamente, un uno arbitrario de la sucesión y un punto arbitrario de la línea, siendo la línea o la sucesión indiferentes a la decisión que tomemos respecto a la fijación de los mismos.
Pero ¿qué hay de la contradicción de las "sucesiones numéricas infinitas y sin embargo contadas"? Podremos estudiarla mejor en cuanto que el señor Dühring nos exhiba la habilidad de contarlas. En cuanto que haya conseguido contar de (menos infinito) hasta cero podrá volver a adoctrinarnos. Está claro que, empiece a contar por donde empiece, dejará a sus espaldas una sucesión infinita, y, con ella, la tarea que tiene que resolver. Que invierta su propia sucesión infinita 1 + 2 + 3 + 4... e intente contar desde el final infinito hasta el uno; se trata obviamente del intento de un hombre que no ve de qué se trata. Aún más. Cuando el señor Dühring afirma que la serie infinita del tiempo transcurrido está contada, afirma con eso que el tiempo tiene un comienzo, pues en otro caso no podría empezar siquiera a "contar". Por tanto, está siempre dando como presupuesto lo que tiene que probar. La idea de la sucesión infinita y sin embargo enumerada, o, dicho de otro modo, la ley dühringiana universal de la cantidad discreta determinada, es, pues, una contradictio in adjecto, contiene una contradicción en sí misma, y más precisamente una contradicción absurda.
Está claro que la infinitud que tiene un final, pero no tiene un comienzo, no es ni más ni menos infinita que la que tiene un comienzo y no tiene un final. La más modesta comprensión dialéctica habría debido decir al señor Dühring que el comienzo y el final van necesariamente juntos como el Polo Norte y el Polo Sur, y que cuando se prescinde del final el comienzo se convierte en final, es decir, en un final de la sucesión, y a la inversa. Toda esa ilusión sería imposible sin la costumbre matemática de operar con sucesiones infinitas. Como en la matemática hay que partir de lo determinado y finito para llegar a lo indeterminado y desprovisto de final, todas las sucesiones matemáticas, positivas o negativas,
tienen que empezar con un uno para poder calcular con ellas. Pero la necesidad ideal del matemático está muy lejos de ser una ley necesaria y constrictiva del mundo real.
Por lo demás, el señor Dühring no conseguirá jamás pensar sin contradicciones la infinitud real. La infinitud es una contradicción y está llena de contradicciones. Ya es una contradicción el que una infinitud tenga que estar compuesta de honradas finitudes, y, sin embargo, tal es el caso. La limitación del mundo material lleva a no menos contradicciones que su ilimitación, y todo intento de eliminar esas contradicciones lleva, como hemos visto, a nuevas y peores contradicciones. Precisamente porque la infinitud es una contradicción, es infinita, un proceso que se desarrolla sin fin en el espacio y en el tiempo. La superación de la contradicción sería el final de la infinitud. Esto lo vio perfectamente Hegel, y por eso trató con el desprecio merecido a los caballeros que se dedican a fantasear sobre esa contradicción.
Pasemos delante. Así, pues, el tiempo ha tenido un comienzo. Y ¿qué había antes de ese comienzo? El mundo en un estado idéntico a sí mismo e inmutable. Y como en ese estado no se siguen transformaciones, el especial concepto de tiempo se transforma en la idea más general del ser. Ante todo, lo que importa en esta cuestión no es en absoluto cuáles son los conceptos que se transforman en la cabeza del señor Dühring. No se trata del concepto de tiempo, sino del tiempo real, del que el señor Dühring no conseguirá liberarse a tan bajo precio. En segundo lugar, por mucho que se transforme el concepto de tiempo en la idea más general del ser, eso no nos hará adelantar nada. Pues las formas fundamentales de todo ser son el espacio y el tiempo, y un ser situado fuera del tiempo es un absurdo tan descomunal como un ser fuera del espacio. El "ser atemporalmente sido" de Hegel y el "ser inmemorial" neoschellingiano son incluso nociones racionales, comparados con este ser filera del tiempo. Por eso el señor Dühring procede, en efecto, muy cautelosamente: se trata realmente de un tiempo, pero de un tiempo al que en el fondo no debe llamarse tal, pues naturalmente que el tiempo en sí no consta de partes reales, sino que es nuestro entendimiento el que le divide arbitrariamente; sólo un conjunto de cosas distintas que ocupen el tiempo pertenece a lo enumerable, y no se sabe qué puede significar la acumulación de una duración vacía. No es aquí del todo indiferente, en efecto, lo que puede significar esa acumulación; lo que se pregunta es si el mundo en el estado presupuesto por el señor Dühring dura, recorre un lapso de
tiempo. Sabemos hace mucho tiempo que no puede obtenerse ningún resultado midiendo una duración sin contenido, como tampoco se conseguirá nada haciendo mediciones sin finalidad y sin objetivo en un espacio vacío; precisamente por eso, por esa ociosidad del procedimiento, Hegel llamaba mala a esa infinitud. Según el señor Dühring, el tiempo existe exclusivamente por la transformación, no la transformación en y por el tiempo. Y precisamente porque el tiempo es diverso e independiente de la transformación es posible medirle con ayuda de la transformación, pues en el medir es necesario siempre algo diverso de lo que hay que medir. Y el tiempo en el que no se produce ninguna transformación perceptible está muy lejos de no ser ningún tiempo; es más bien el tiempo puro, sin afectar por nada ajeno, es decir, el tiempo verdadero, el tiempo como tal. De hecho, cuando queremos concebir el concepto de tiempo en toda su pureza, aislado de toda mezcla ajena y heterogénea, nos vemos obligados a poner entre paréntesis todos los diversos acaecimientos que se producen simultánea y sucesivamente en el tiempo, para imaginarnos así un tiempo en el que no pasa nada. Con esto no dejamos disolverse el concepto de tiempo en la idea general del ser, sino que llegamos finalmente al concepto puro de tiempo.
Pero todas esas contradicciones e imposibilidades no son sino juegos de niños al lado de la confusión en que se sume el señor Dühring con su estado inicial e inmutable del mundo. Si el mundo estuvo una vez en un estadio en el cual no se producía en él absolutamente ninguna transformación, ¿cómo ha podido pasar de ese estado al de las transformaciones? Lo absolutamente inalterado, y aún más si se encuentra desde toda la eternidad en ese estado, no puede en modo alguno salir de él por sí mismo para pasar al del movimiento y la alteración. Por tanto, tiene que haber venido de afuera, de fuera del mundo, un primer impulso que le pusiera en movimiento. Pero "primer impulso" es, como se sabe, otro nombre de Dios. El Dios y el Más Allá que el señor Dühring pretendía haber eliminado tan lindamente en su esquematismo universal vuelven a introducirse aquí por obra suya, agudizados y profundizados, y en la misma filosofía de la naturaleza.
Sigamos. El señor Dühring dice:
Cuando la magnitud afecta a un elemento fijo del ser permanece sin alterar en su determinación. Esto sale... de la materia y de la fuerza mecánica.
La primera proposición, dicho sea de paso, ofrece un delicioso ejemplo de la grandilocuencia axiomático-tautológica del señor Dühring: cuando la magnitud no cambia, se mantiene inmutada. En sustancia, la cantidad de fuerza mecánica presente una vez en el mundo sigue siendo eternamente la misma. Prescindamos por de pronto de que, en la medida en que es correcta, esta afirmación ha sido ya sabida y dicha por Descartes en filosofía hace casi trescientos años, y de que en la ciencia de la naturaleza la doctrina de la conservación de la fuerza florece desde hace veinte años; y prescindamos también del hecho de que al limitarla a la fuerza mecánica el señor Dühring no mejora esa doctrina en absoluto. Pero ¿dónde se encontraba la fuerza mecánica én la época del estado sin alteración? El señor Dühring se niega tenazmente a darnos respuesta a esta pregunta.
¿Dónde, señor Dühring, estaba entonces la fuerza mecánica eternamente idéntica a sí misma? ¿Y a qué se dedicaba? Respuesta:
El estado originario del universo, o, por caracterizarlo más precisamente, de un ser de la materia desprovisto de alteración y sin ninguna acumulación temporal de alteraciones, es una cuestión que sólo puede rechazar aquel entendimiento que vea en la amputación de su propia fuerza genesíaca el colmo de la sabiduría.
O sea: o aceptáis sin discusión mi estado originario inalterado o yo, el genesíaco Eugen Dühring, os declaro eunucos espirituales. Es posible que esta perspectiva asuste a alguien. Pero nosotros, que hemos visto ya algunos ejemplos de la capacidad genesíaca del señor Dühring, podemos permitirnos pasar por alto el elegante insulto, al menos por ahora, y volver a preguntar: pero, señor Dühring, por favor, ¿qué hay de lo que preguntábamos sobre la fuerza mecánica?
El señor Dühring se turba entonces:
De hecho, balbucea, "la identidad absoluta de aquel inicial estado- límite no ofrece por sí misma ningún principio de transición. Pero recordemos que la misma situación se presenta incluso con el menor nuevo miembro de la cadena de la existencia que ya conocemos. Así, pues, el que pretenda suscitar dificultades en este punto capital hará mejor en proponerlas en ocasiones menos aparentes. Además, la posibilidad de inserción de estados intermedios progresivos y graduados queda abierta, y con ella el puente de la continuidad, para proceder hacia atrás hasta la consunción de la interacción. Cierto que desde un punto de vista estrictamente conceptual esa continuidad no llega a superar el pensamiento principal, pero ella es para nosotros la forma básica de toda legalidad y de toda otra transición conocida,
de tal modo que tenemos cierto derecho a utilizarla como mediación también entre aquel equilibrio primero y su perturbación. Pero si pensáramos el equilibrio por así decirlo [!] inerte según los criterios y conceptos que hoy se admiten, sin especial rigor [!], en nuestra actual mecánica, sería ciertamente imposible indicar cómo ha podido llegar la materia al juego de las alteraciones". Además de la mecánica de las masas hay, según el señor Dühring, una transformación del movimicnto de las masas en movimiento de partículas mínimas, pero "no disponemos hoy de ningún principio general" acerca de cómo se produce esa transformación, "y por eso no puede asombrarnos el que estos procesos discurran hasta cierto punto en la oscuridad".
Eso es todo lo que tiene que decirnos el señor Dühring. Y efectivamente tendríamos que ver el colmo de la sabiduría, no ya en la autoamputación de la fuerza genesíaca, sino en la ciega fe del carbonero, para contentarnos con esas tristes escapadas y vacías frases. El señor Dühring confiesa que por sí misma la absoluta identidad no puede llegar a la alteración. No hay en esa identidad ningún medio por el cual el equilibrio absoluto pueda pasar al movimiento ¿Qué hay entonces? Tres insanas formas de palabrería.
Primera: que no es menos difícil mostrar la transición desde el menor miembro de la conocida cadena de la existencia hasta el siguiente. El señor Dühring parece tomar a sus lectores por niños de pecho. La indicación argumentada de las particulares transiciones y conexiones de los mínimos miembros de la cadena de la existencia es precisamente el contenido de la ciencia de la naturaleza, y cuando en el cumplimiento de esa tarea hay algo que no sale, nadie, ni el señor Dühring, piensa en explicar el movimiento partiendo de la nada, sino siempre por la comunicación, transformación o continuación de un movimiento anterior. De lo que se trata, y según confesión de parte, es de hacer surgir el movimiento de la ausencia de movimiento, es decir, de nada.
Segunda: el "puente de la continuidad". Este puente, como es natural, no nos ayuda, desde un punto de vista puramente conceptual, a superar las dificultades, pero tenemos cierto derecho a utilizarlo como mediación entre la ausencia de movimiento y el movimiento. Desgraciadamente, la continuidad de la ausencia de movimiento consiste en no moverse; por tanto, sigue siendo más misterioso que nunca el modo como puede producirse así el movimiento. Y por más que el señor Dühring divida su transición de la nada de movimiento al movimiento universal en partículas pequeñísimas, y por más que le atribuya una duración larguísima, no habremos progresado ni una diezmilésima de milímetro. Sin acto de
creación no podemos pasar de nada a algo, aunque el algo sea tan pequeño como un infinitésimo matemático. El puente de la continuidad no es, pues, ni siquiera un pons asinorum, sino que sólo es transitable para el señor Dühring.
Tercera: mientras siga vigente la actual mecánica, que es, según el señor Dühring, una de las palancas más esenciales para la educación del pensamiento, es imposible indicar cómo se pasa de la ausencia de movimiento al movimiento. Pero la teoría mecánica del calor nos muestra que el movimiento de las masas se transforma en ciertas circunstancias en movimiento molecular (aunque también aquí el movimiento procede de otro movimiento, jamás de la ausencia de movimiento), y esto, indica tímidamente el señor Dühring, podría ofrecer tal vez un puente entre lo rigurosamente estático (en equilibrio) y lo dinámico (en movimiento). Pero esos procesos tienen lugar "en la oscuridad". Y en la oscuridad nos deja plantados el señor Dühring.
A este punto hemos llegado con toda la profundización y la agudización: nos hemos hundido cada vez más profundamente en un absurdo cada vez agudizado, para aterrizar finalmente donde por fuerza teníamos que hacerlo, "en la oscuridad". Esto, empero, inquieta poco al señor Dühring. Ya en la página siguiente tiene la tranquilidad de afirmar que ha
podido dotar al concepto de la fijeza idéntica a sí misma, de un modo inmediato, con un contenido real tomado del comportamiento de la materia y de las fuerzas mecánicas.
Este es el hombre que llama "charlatanes" a otros.
Por suerte, en toda esta inerme confusión y extravío "en la oscuridad" nos queda un consuelo que es realmente como para levantar los ánimos.
La matemática de los habitantes de otros cuerpos celestes no puede basarse en axiomas diversos de los nuestros.
En el ulterior desarrollo llegamos a las teorías sobre el modo como se ha originado el mundo actual.
Un estado universal de dispersión de la materia ha sido ya, según nuestro autor, la idea inicial de los filósofos jónicos, pero, especialmente desde Kant, la suposición de una nebulosa primitiva ha desempeñado un nuevo papel, posibilitando la gravitación y la irradiación de calor la formación paulatina de los cuerpos celestes sólidos particulares. La contemporánea teoría mecánica del calor permite formular de un modo mucho más preciso las inferencias referentes a los anteriores estados del universo. Pese a todo esto, "el estado gaseoso de dispersión no puede constituir un punto de partida de serias deducciones más que en el caso de que se consiga caracterizar más precisamente el sistema mecánico dado en él. En otro caso no sólo queda muy nebulosa en la práctica la idea, sino que la nebulosa originaria se va haciendo realmente, en el curso de las deducciones, cada vez más densa e impenetrable...; por de pronto se queda todo en la vaguedad y lo informe de una idea de difusión que no es ulteriormente precisable", y así tenemos "con ese universo gaseoso una concepción realmente muy nebulosa".
La teoría kantiana del origen de todos los cuerpos celestes actuales a partir de masas nebulosos en rotación ha sido el mayor progreso conseguido por la astronomía desde Copérnico. Por vez primera se osó atentar contra la idea de que la naturaleza no tiene historia alguna en el tiempo. Hasta entonces los cuerpos celestes se habían considerado fijos desde el primer momento en órbitas y estados siempre idénticos; y aunque los seres vivos se extinguieran en los cuerpos celestes particulares, los géneros y las especies se consideraban también inmutables. Sin duda la naturaleza se encontraba, de un modo obvio, en constante movimiento, pero ese movimiento parecía la repetición incesante de los mismos procesos. Kant abrió la primera brecha en esa representación, tan conforme
con el modo metafísico de pensar, y lo hizo de modo tan científico que la mayoría de los argumentos utilizados por él siguen siendo hoy válidos. Cierto que la teoría kantiana sigue siendo hoy día, hablando con rigor, una hipótesis. Pero tampoco el sistema copernicano es más que eso hoy día, y tras la prueba espectroscópica de la existencia de tales masas incandescentes de gases en el espacio, prueba que destruye toda resistencia, la oposición científica a la teoría de Kant se ha sumido en el silencio. Tampoco el señor Dühring consigue llevar a cabo su construcción del mundo sin un tal estadio nebular, pero se venga de ello exigiendo que se le muestre el sistema mecánico existente en dicho estado de nebulosa, y cubriendo entonces de despectivos adjetivos la hipótesis de la nebulosa por el hecho de que es imposible indicarle dicho sistema mecánico. La ciencia contemporánea no puede, en efecto, caracterizar ese sistema de un modo que satisfaga al señor Dühring. Del mismo modo se encuentra imposibilitada de dar respuesta a muchas otras preguntas. Por ejemplo, a la pregunta ¿por qué no tienen cola los sapos? tiene que limitarse por ahora a contestar: porque la han perdido. Pero si ante esto decidiéramos indignarnos y decir que todo esto se mantiene en la vaguedad y lo informe de una idea de pérdida no precisable ulteriormente y una concepción sumamente nebulosa, una tal aplicación de la moral a la ciencia de la naturaleza no nos haría avanzar en absoluto. En todo caso es posible formular esas expresiones poco amables de enfado, y precisamente no suelen aplicarse a nada y en ningún campo. ¿Quién impide al señor Dühring mismo descubrir el sistema mecánico de la nebulosa originaria?
Por suerte descubrimos ahora que la masa nebular kantiana
está muy lejos de coincidir con un estado plenamente idéntico del medio cósmico o, dicho de otro modo, con el estado idéntico a sí mismo de la materia.
Esto es una verdadera suerte para Kant, el cual pudo contentarse con la posibilidad de retroceder desde los cuerpos celestes actuales hasta la esfera nebular, sin soñar siquiera en un estado de la materia simpre idéntico consigo mismo. Sea dicho de paso, el que en la actual ciencia de la naturaleza la esfera nebular de Kant se designe como nebulosa originaria debe entenderse, como es obvio, de un modo meramente relativo. Se trata de una niebla originaria, por una parte, como origen de los cuerpos celestes hoy existentes y, por otra parte, como la forma más antigua de la materia a la que
hoy podemos retrotraernos. Lo cual no excluye en modo alguno, sino que condiciona más bien la posibilidad de que la materia haya atravesado antes de la nebulosa originaria una serie infinita de otras formas diversas.
El señor Dühring se da cuenta de que en este punto puede jugar con cierta ventaja. En el lugar en que nosotros tenemos que detenernos, con la ciencia, junto a la nebulosa por ahora originaria, él puede seguir mucho más allá, con la ayuda de su ciencia de la ciencia, hasta aquel
estado del medio cósmico que no pucde concebirse ni como puramente estático en el actual sentido de la representación ni como dinámico
—es decir, que no puede concebirse de ninguna manera.
"La unidad de materia y fuerza mecánica a la que llamamos medio cósmico es, por así decirlo, una fórmula lógico- real, que sirve para indicar el estado, idéntico consigo mismo, de la materia como presupuesto de todos los estadios de desarrollo enumerables".
Está claro que aún nos falta mucho para liberarnos del estado originario y autoidéntico de la materia. Aquí se le llama unidad de materia y fuerza mecánica, lo cual es una fórmula lógico- real, etc. Así, pues, en cuanto termine la unidad de materia y fuerza mecánica empezará el movimiento.
La forma lógico- real no es más que un tímido intento de aprovechar las categorías hegelianas del en- sí y el para- sí para la filosofía de la realidad. Para Hegel, la identidad originaria de las contraposiciones sin desarrollar y ocultas en una cosa, un hecho o un concepto, consiste en el en- sí; en el para- sí aparece la diferenciación y separación de esos elementos ocultos, y empieza su pugna. Tenemos, pues, que representarnos el inmóvil estado originario como unidad de materia y fuerza mecánica, y la transición al movimiento como separación y contraposición de una y otra. Lo que con ello hemos ganado no es la prueba de la realidad de aquel estado originario fantástico, sino, simplemente, la posibilidad de concebirlo bajo la categoría hegeliana del en- sí, así como la de concebir su no menos fantástico final bajo la categoría del para- sí. ¡Socórrenos, Hegel!
La materia, dice el señor Dühring, es la portadora de todo lo real, por lo cual no puede haber fuerza mecánica alguna fuera de la materia. La fuerza mecánica es un estado de la materia. Ahora
bien: en el estado originario, en el que nada sucede, la materia y su estado, la fuerza mecánica, eran una sola cosa. Luego, cuando empezó a ocurrir algo, el estado en cuestión tiene evidentemente que haberse diferenciado de la materia. Y con estas místicas frases tenemos que contentarnos, junto con la garantía de que el estado idéntico a sí mismo no era estático ni dinámico, no se encontraba en equilibrio ni en movimiento. Seguimos sin saber dónde estaba la fuerza mecánica en aquel estado, ni cómo vamos a pasar de la absoluta inmovilidad al movimiento sin un primer impulso externo, es decir, sin Dios.
Los materialistas anteriores al señor Dühring hablaban de materia y movimiento. El reduce el movimiento a la fuerza mecánica, como supuesta forma fundamental del mismo, y se imposibilita con eso el entendimiento de la real conexión entre materia y movimiento, la cual, por lo demás, también fue oscura para todos los materialistas anteriores. Y, sin embargo, la cosa es suficientemente clara. El movimiento es el modo de existencia de la materia. Jamás y en ningún lugar ha habido materia sin movimiento, ni puede haberla. Movimiento en el espacio cósmico, movimiento mecánico de masas menores en cada cuerpo celeste, vibraciones moleculares como calor, o como corriente eléctrica o magnética, descomposición y composición químicas, vida orgánica: todo átomo de materia del mundo y en cada momento dado se encuentra en una u otra de esas formas de movimiento, o en varias a la vez. Todo reposo, todo equilibrio es exclusivamente relativo, y no tiene sentido más que respecto de tal o cual forma determinada de movimiento. Por ejemplo: un cuerpo puede encontrarse en la Tierra en equilibrio mecánico, puede estar mecánicamente en reposo; pero esto no impide que participe del movimiento de la Tierra y del de todo el sistema solar, del mismo modo que tampoco impide a sus mínimas partículas físicas realizar las vibraciones condicionadas por su temperatura, ni a sus átomos atravesar un proceso químico. La materia sin movimiento es tan impensable como el movimiento sin la materia. El movimiento es, por tanto, tan increable y tan indestructible como la materia misma; lo cual ha sido formulado por la antigua filosofía (Descartes) diciendo que la cantidad de movimiento presente en el mundo es constante. El movimiento no puede pues, crearse, sino sólo transformarse y transportarse. Cuando el movimiento pasa de un cuerpo a otro, puede sin duda considerársele en la medida en que se transfiere, en que es activo, como la causa del movimiento, y como pasivo cuando es el objeto transferido.
Llamamos fuerza a ese movimiento activo y manifestación de fuerza al pasivo. Con lo que queda claro como el agua que la fuerza es tanta cuanta su manifestación, pues en ambos casos lo que tiene lugar es el mismo movimiento.
Por todo ello, un estado inmóvil de la materia resulta ser una de las representaciones más vacías y desdibujadas, una pura "fantasía febril". Para llegar a ella hay que representarse el equilibrio mecánico relativo en el que puede encontrarse un cuerpo en esta Tierra como un reposo absoluto, para generalizarlo luego al conjunto del universo. Esto queda sin duda facilitado por la reducción del movimiento universal a mera fuerza mecánica. Y entonces esa limitación del movimiento a mera fuerza mecánica ofrece además la ventaja de poder representarse una fuerza como algo en reposo, atado, es decir, ineficiente por el momento. Pues si la transmisión del movimiento es, como ocurre muy a menudo, un proceso un tanto complicado con diversos eslabones intermedios, puede entonces diferirse la transmisión real a un momento cualquiera, abandonando simplemente el último eslabón de la cadena. Así ocurre, por ejemplo, cuando se carga una escopeta y uno se reserva el momento en el cual, oprimiendo el gatillo, va a tener lugar la descarga, es decir, la transmisión del movimiento liberado por la combustión de la pólvora. Así puede uno imaginarse que mientras ha durado el estado inmóvil e idéntico consigo mismo la materia estaba cargada de fuerza, y esto es lo que parece entender el señor Dühring —si realmente entiende algo por unidad de materia y fuerza mecánica. Esta idea es absurda, porque generaliza en términos absolutos al universo un estado que es por su naturaleza relativo, y al cual, por tanto, no puede estar sometido en un momento dado más que una parte de la materia. Pero, aun prescindiendo de esto, sigue en pie la dificultad: primero, ¿cómo llegó el mundo a estar cargado de fuerza, siendo así que hoy día las escopetas no se cargan por sí mismas?, y segundo: ¿de quién es el dedo que luego apretó el gatillo? Hagamos lo que hagamos, bajo la dirección del señor Dühring llegamos siempre al Dedo de Dios.
Nuestro filósofo de la realidad pasa de la astronomía a la mecánica y la física, y se lamenta de que, una generación después de su descubrimiento, la teoría mecánica del calor no haya hecho ningún progreso esencial y se encuentre en la situación a la que poco a poco la llevó Robert Mayer. Aparte de eso, el asunto mismo le parece aún bastante oscuro:
tenemos "que recordar insistentemente que junto con los estados de movimiento de la materia están también dados estados estáticos, y que estos últimos no pueden medirse por el trabajo mecánico...; si antes hemos caracterizado a la naturaleza como una gran trabajadora y ahora tomamos con rigor esa expresión, tenemos que añadir que los estados idénticos consigo mismos y en reposo no representan ningún trabajo mecánico. Volvemos, pues, a echar de menos el puente de lo estático a lo dinámico, y si el llamado calor latente ha seguido siendo hasta ahora para la teoría una piedra de escándalo, tenemos que reconocer también aquí una imperfección innegable, sobre todo en las aplicaciones al cosmos".
Todo este discurso de oráculo se reduce de nuevo a una expresión de mala consciencia, la cual se da perfectamente cuenta de que ha entrado insalvablemente en un callejón sin salida con su producción del movimiento a partir de la inmovilidad absoluta, pero se avergüenza al mismo tiempo de tener que apelar a su único salvador posible, esto es, al Creador del Cielo y de la Tierra. Si el puente entre lo estático y lo dinámico, entre el equilibrio y el movimiento, no puede encontrarse ni en la mecánica, incluida la del calor, ¿cómo puede obligarse al señor Dühring a encontrar el puente entre su estado inmóvil y el movimiento? Con esta argumentación se considera nuestro autor felizmente a salvo de esa obligación.
En la mecánica común, el puente entre lo estático y lo dinámico es, simplemente, el impulso externo. Si se sube una piedra de un quintal de peso a una altura de diez metros y se suspende libremente allí, de tal modo que quede colgada en un estado idéntico consigo mismo y en reposo, habrá que llamar a un público de niños de pecho para poder afirmar sin protestas que la situación actual de ese cuerpo no representa ningún trabajo mecánico, o que su distancia respecto de su anterior posición no puede medirse con el trabajo mecánico. Todo transeúnte que contemple su obra hará fácilmente comprender al señor Dühring que la piedra no ha llegado por sí misma a sujetarse allá arriba en la soga, y cualquier manual de mecánica puede enseñarle que si deja caer a la piedra esta va a suministrar al caer tanto trabajo mecánico cuanto fue necesario para subirla a aquella altura de diez metros. Hasta el simplicísimo hecho de que la piedra está colgada allí arriba representa trabajo mecánico, pues si se la deja allí el tiempo suficiente, la soga acabará por romperse en cuanto que, a consecuencia de la corrosión química, deje de ser capaz de soportar la piedra. Ahora bien: todos los procesos mecánicos pueden reducirse a tales configuraciones básicas, por usar el léxico del señor Dühring, y aún está por nacer el
ingeniero incapaz de encontrar un puente entre lo estático y lo dinámico si dispone de suficiente impulso externo.
Sin duda es hueso duro de roer y píldora verdaderamente amarga para nuestro metafísico el que el movimiento deba encontrar criterio y medida en su contrario, en el reposo. Se trata de una flagrante contradicción, y toda contradicción es, según el señor Dühring, un contrasentido. Pese a lo cual es un hecho que la piedra colgada representa una determinada cantidad de trabajo mecánico, utilizable de cualquier modo y precisamente medible de varias maneras —por ejemplo, por caída directa, por caída en el plano inclinado, por rotación de un torno— , igual que la escopeta cargada. Para la concepción dialéctica, la expresabilidad del movimiento en su contrario, el reposo, no ofrece absolutamente ninguna dificultad. Toda la contraposición es para ella, como hemos visto, meramente relativa; no hay reposo absoluto ni equilibrio incondicionado. El movimiento individual tiende al equilibrio, y el movimiento total suprime de nuevo el equilibrio. Reposo y equilibrio son, cuando se presentan, resultados de un movimiento limitado, y está claro que ese movimiento es medible por su resultado, expresable en él, y reproducible de nuevo a partir de él de una forma u otra. Pero el señor Dühring no se permite la tranquilidad de contentarse con tan sencilla exposición de la cosa. Como buen metafísico, empieza por abrir entre el movimiento y el equilibrio un amplio abismo inexistente en la realidad, y luego se asombra de no poder encontrar ningún puente que supere ese abismo de fabricación propia. Igual daría que montara en su metafísico Rocinante y se dedicara a perseguir la "cosa en sí" kantiana, pues eso es precisamente lo que se oculta tras este puente inhallable.
Pero ¿qué hay de la teoría mecánica del calor y del calor latente o ligado que sigue siendo para esa teoría una "piedra de escándalo"?
Cuando se transforma una libra de hielo a la temperatura del punto de congelación y a presión normal, mediante el calor, en una libra de agua a la misma temperatura, desaparece una cantidad de calor que sería suficiente para llevar esa misma libra de agua desde 0º a 79 4/10º centígrados, o para aumentar en un grado la temperatura de 79 4/10 libras de agua. Si se calienta esa libra de agua hasta los 100º y se la transforma en vapor a 100º desaparece, si se prosigue hasta convertir totalmente el agua en vapor, una cantidad de calor siete veces mayor aproximadamente, y suficiente para aumentar cn un grado la temperatura de 537 2/10 libras de agua. Se
llama latente a ese calor desaparecido. Si por enfriamiento vuelve a transformarse el vapor en agua y el agua en hielo, la misma cantidad de calor antes latente se hace libre, es decir, perceptible y medible como calor. Esta liberación de calor al condensarse vapor y congelarse agua es la causa de que el vapor, aunque se enfríe hasta los 100º , no se transforme en agua sino paulatinamente, y de que una masa de agua a la temperatura del punto de congelación no se transforme en hielo sino muy lentamente. Estos son los hechos.[11] La cuestión es: ¿qué es del calor mientras se encuentra latente?
La teoría mecánica del calor, según la cual el calor consiste en una vibración de las partículas físicas activas mínimas de los cuerpos (moléculas), mayor o menor según la temperatura y el estado de agregación, en una vibración, pues, que, en ciertas circunstancias, puede transformarse en cualquier otra forma de movimiento, explica el hecho declarando que el calor desaparecido ha realizado un trabajo, ha sido transformado en trabajo. Al fundirse el hielo se suprime la estrecha y firme conexión de las moléculas entre ellas, y se transforma en una laxa acumulación; al vaporizarse el agua en el punto de ebullición se produce un estado en el cual las moléculas particulares dejan de ejercer influencias perceptibles unas en otras, y hasta se dispersan en todas direcciones bajo la influencia del calor. Está claro que las moléculas de un cuerpo en estado gaseoso están dotadas de una energía mucho mayor que la que tuvieran en el estado líquido, y en el líquido mayor que en el sólido. El calor latente no ha desaparecido, por tanto, sino que se ha transformado sencillamente y ha tomado la forma de la fuerza de tensión molecular. En cuanto cese la condición por la cual las moléculas pueden presentar esa libertad absoluta o relativa las unas respecto de las otras, en cuanto que —en nuestro ejemplo la temperatura descienda por debajo de los 100º y 0º, respectivamente, dicha fuerza entrará en acción y las moléculas se acercarán con la misma fuerza con la que fueron antes separadas; y dicha fuerza desaparecerá, pero sólo para volver a aparecer como calor, y precisamente como la misma cantidad de calor que antes era latente. Esta explicación es, naturalmente, una hipótesis, como toda la teoría mecánica del calor, puesto que nadie ha visto hasta ahora una molécula, por no hablar ya de una molécula en vibración. Sin duda estará, por tanto, llena de defectos, como toda esta joven teoría; pero puede al menos explicar el proceso sin caer en ningún momento en pugna con la indestructibilidad e increabilidad del
movimiento, y hasta es capaz de dar exacta cuenta de la conservación del calor en el marco de su transformación. El calor latente o ligado no es, pues, ninguna piedra de escándalo para la teoría mecánica del calor. Antes al contrario, esta teoría aporta por vez primera una explicación racional del hecho, y el único escándalo posible consiste en que los físicos siguen llamando "ligado", con una expresión anticuada e inadecuada, al calor transformado en otra forma de energía molecular.
Así, pues, los estados idénticos consigo mismos, las situaciones en reposo de los estados físicos de agregación solido, Iíquido y gaseoso, representan efectivamente trabajo mecánico, en cuanto el trabajo mecánico es medida del calor. Tanto la sólida corteza terrestre cuanto el agua del océano representan en su actual estado de agregación una cantidad perfectamente determinada de calor liberado, el cual corresponde obviamente a una cantidad no menos determinada de fuerza mecánica. En el paso de la esfera gaseosa de la que ha surgido la Tierra al estado líquido y luego al estado en gran parte sólido, se ha irradiado un determinado quantum de energía molecular en el espacio, en forma de calor.
No existe, pues, la dificultad de la cual tan misteriosamente va murmurando el señor Dühring, y en las mismísimas aplicaciones cósmicas podemos sin duda tropezar con defectos y lagunas, imputables a nuestros imperfectos medios de conocimiento, pero en ningún lugar con obstáculos teoréticamente insuperables. El puente entre lo estático y lo dinámico es también aquí el impulso externo: el enfriamiento o el calentamiento, provocados por otros cuerpos y que obran sobre el objeto que se encontraba en equilibrio. Cuanto más profundamente penetramos en esta filosofía dühringiana de la naturaleza, tanto más imposibles resultan todos los intentos de explicar el movimiento por la inmovilidad o de encontrar el puente por el cual lo puramente estático y en reposo pueda llegar, sin más motor que sí mismo, a lo dinámico, al movimiento.
A partir de este momento podemos vernos felizmente libres del estado originario idéntico consigo mismo, aunque no sea más que por algún tiempo. Pues el señor Dühring pasa a la química y aprovecha la ocasión para revelarnos tres leyes de fijeza de la naturaleza, descubiertas hasta ahora por la filosofía de la realidad. A saber:
1ª: la persistencia cuantitativa de la materia general; 2ª: la de los elementos simples (químicos); 3ª: la de la fuerza mecánica; las tres son inmutables.
Así, pues, el único resultado positivo que es capaz de ofrecernos el señor Dühring como fruto de su filosofía natural del mundo inorgánico es la increabilidad y la indestructibilidad de la materia, así como las de sus elementos simples —en la medida en que los tenga— y las del movimiento, o sea tres hechos de antiguo conocidos y que él formula muy imperfectamente. Son todas ellas cosas sabidas desde antiguo. Pero lo que no sabíamos es que se tratara de "leyes de la fijeza" y, como tales, de "propiedades esquemáticas del sistema de las cosas". Es el mismo tratamiento al que antes vimos sometido a Kant: el señor Dühring se apodera de cualquier venerable lugar común por todos sabido, le pega una etiqueta dühringiana y llama al resultado
concepciones y resultados radicalmente propios... pensamientos creadores de sistema... ciencia radical.
Pero no hay que desesperarse por ello ni mucho menos. Cualesquiera que puedan ser los defectos de la ciencia radicalísima y de la mejor organización social, hay algo que el señor Dühring puede afirmar con la mayor resolución:
El oro existente en el universo tiene que haber sido siempre la misma cantidad, y no puede ni aumentar ni disminuir, del mismo modo que no puede hacerlo la materia general.
Desgraciadamente, el señor Dühring no nos dice qué podemos comprar con ese "oro existente".
Una escala única y unitaria de conexiones se extiende desde la mecánica de la presión y el choque hasta el enlace de las percepciones y los pensamientos.
Con esta tajante afirmación se ahorra el señor Dühring el tener que decir algo más acerca del origen de la vida, aunque de un pensador que ha seguido la evolución del mundo hasta el estado idéntico consigo mismo, y que tan familiarmente se encuentra en los demás cuerpos celestes, podía esperarse sin duda que supiera sustanciosos detalles también sobre este punto. Por lo demás, aquella afirmación es sólo a medias correcta, mientras no se complete con la línea nodal hegeliana, ya citada, de relaciones cuantitativas. Pese a toda la paulatinidad, la transición de una forma de movimiento a otra es siempre un salto, una inflexión decisiva. Tal es el caso de la transición entre la mecánica de los cuerpos celestes y la de las masas menores situadas en uno de ellos; también la transición de la mecánica de las masas a la mecánica de las moléculas, la cual incluye los movimientos que estudiamos en lo que suele llamarse propiamente física: calor, luz, electricidad, magnetismo; así también tiene lugar la transición entre la física de las moléculas y la de los átomos la —química, con un salto decisivo; y aún más visiblemente es éste el caso en la transición de la acción química común al quimismo de la albúmina, al que llamamos vida. Dentro de la esfera de la vida los saltos se hacen cada vez más escasos e imperceptibles. Otra vez es Hegel el que tiene que corregir al señor Dühring.
El concepto de fin suministra al señor Dühring la transición conceptual al mundo orgánico. También esto está tomado de Hegel, el cual pasa en la Lógica —en la doctrina del concepto— del quimismo a la vida con la ayuda de la teleología o doctrina de los
fines. Miremos adonde miremos, en la obra del señor Dühring tropezamos siempre con algún "crudo" pensamiento hegeliano, presentado tranquilamente por nuestro autor como ciencia propia y radical. Nos llevaría demasiado lejos el estudiar aquí hasta qué punto está justificada y es adecuada la aplicación de las ideas de fin y medio al mundo orgánico. En todo caso, hasta la aplicación del "fin interno" hegeliano —es decir, un fin que no procede de un tercero intencionalmente activo, la sabiduría de la Providencia por ejemplo, sino que se encuentra en la necesidad de la cosa misma— da constantemente lugar, en gentes que no están suficientemente educadas desde el punto de vista filosófico, a una subrepticia e inconsciente introducción de la acción conscientemente intencional. El mismo señor Dühring, que tan desmesuradamente se indigna ante la menor manifestación "espiritista" de otras personas, nos asegura
con resolución que las sensaciones instintivas han sido creadas principalmente por la satisfacción que comporta su juego.
Y nos cuenta que la pobre naturaleza
tiene que mantener constantemente en orden el mundo de los objetos, y aún tiene aparte de ése otros asuntos que resolver "los cuales exigen a la naturaleza más sutileza que la que comúnmente se le reconoce". Pero la naturaleza no sólo sabe por qué ha creado esto y aquello, no sólo tiene que realizar servicios de doméstica, y no sólo tiene sutileza, lo cual es ya gran cosa incluso en el pensamiento subjetivo consciente, sino que, además, tiene una voluntad: pues el añadido a los instintos, un añadido que consiste en que, de paso, satisfacen reales condiciones naturales, como la alimentación, la reproducción, etc., "no puede considerarse como hechos directamente queridos, sino sólo como indirectamente queridos".
Con esto hemos llegado a una naturaleza que piensa y obra conscientemente, es decir, que hemos llegado al "puente" que va, no ciertamente de lo estático a lo dinámico, pero sí al menos del panteísmo al deísmo. ¿O es tal vez que ha tentado también al señor Dühring el hacer un poco de semipoesía "filosófico-natural"?
Imposible. Todo lo que nuestro filósofo de la realidad sabe decirnos acerca de la naturaleza orgánica se reduce a la lucha contra la semipoesía filosófico- natural, contra "la charlatanería con sus superficialidades frívolas y sus mistificaciones sedicentemente científicas", contra los "rasgos de mala poesía" del darwinismo.
Lo que ante todo reprocha a Darwin es el haber trasladado a
a ciencia de la naturaleza la teoría maltusiana de la población, el estar preso en la mentalidad del criador de animales, el hacer semipoesía acientífica con la lucha por la existencia y el haber construido con el darwinismo, si se exceptúa lo que ha tomado de Lamarck, una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad.
Darwin concibió en sus viajes científicos la opinión de que las especies de las plantas y los animales no son fijas, sino que se transforman. Para seguir trabajando esa idea en su patria no encontró mejor campo de estudio que el cultivo de las plantas y la ganadería o cría de animales. Inglaterra es precisamente el país clásico de estas actividades; los logros de otros países —de Alemania, por ejemplo no pueden dar ni de lejos la medida de lo conseguido en Inglaterra en este campo. Además, los éxitos más sobresalientes corresponden a los últimos cien años, de tal modo que la comprobación de los hechos resultaba poco difícil. Darwin halló, pues, que este tipo de cultivo y cría había producido en animales y plantas de la misma especie diferencias mayores que las que se encuentran entre especies generalmente reconocidas como diversas. La transformabilidad de las especies quedaba, pues, probada hasta cierto punto, y, por otra parte, quedaba fundamentada la posibilidad de que organismos que poseen diversos caracteres específicos tengan antepasados comunes. Darwin se preguntó entonces si no existen en la naturaleza causas que —sin la intención consciente del criador o cultivador— tengan que producir a la larga en los organismos vivos alteraciones análogas a las que produce la cría artificial. Halló esas causas en la desproporción entre el gigantesco número de gérmenes creados por la naturaleza y el escaso número de los organismos que realmente llegan a la madurez. Y como todo germen tiende a desarrollarse, surge necesariamente una lucha por la existencia, que se manifiesta no sólo como directo combate físico o aniquilación y consumo, sino también, por ejemplo, como lucha por el espacio y por la luz, hasta en las plantas mismas. Y es obvio que en esta lucha tienen las mejores perspectivas de llegar a madurez y de reprodncirse aquellos individuos que poseen propiedades individuales ventajosas para la lucha por la existencia, por modestas que ellas sean. Estas características individuales favorables tienen, pues, la tendencia a transmitirse por herencia, y cuando se presentan en varios individuos de la misma especie tienden además a incrementarse, por herencia acumulada, en la dirección inicialmente tomada, mientras que los individuos que no poseen esas pecualiaridades sucumben más fácilmente en la lucha por la existencia y desaparecen
paulatinamente. De este modo se transforma una especie por selección natural, por supervivencia de los individuos más aptos.
El señor Dühring dice contra esa teoría de Darwin que el origen de la idea de lucha por la existencia se encuentra, como el propio Darwin confiesa, en una generalización de los puntos de vista del economista y teórico de la población Malthus, y que, por lo tanto, está manchada por todos los defectos propios de las sacerdotales concepciones maltusianas sobre la acumulación de la población. Ahora bien: la realidad es que a Darwin no le pasa siquiera por la mente decir que el origen de la idea de lucha por la existencia se encuentra en Malthus. Lo único que afirma es que su teoría de la lucha por la existencia es la teoría de Malthus aplicada a todo el mundo animal y vegetal. Por grande que sea la torpeza de Darwin al aceptar en su ingenuidad la doctrina de Malthus tan irreflexivamente, todo el mundo puede apreciar de un solo vistazo que no hacen falta las lentes de Malthus para percibir en la naturaleza la lucha por la existencia, la contradicción entre el innumerable masa de gérmenes que produce pródigamente la naturaleza y el escaso número de los que consiguen llegar a la madurez; contradicción que se resuelve efectivamente en gran parte mediante la lucha por la existencia, a veces sumamente cruel. Y del mismo modo que la ley del salario sigue en pie mucho tiempo después de que se arrumbaran las argumentaciones maltusianas en que la basó Ricardo, así también puede tener lugar la lucha por la existencia en la naturaleza sin necesidad de interpretación maltusiana. Por lo demás, también los organismos de la naturaleza tienen sus leyes de población, prácticamente sin estudiar en absoluto, pero cuyo descubrimiento será de importancia decisiva para la teoría de la evolución de las especies. ¿Y quién ha dado el impulso decisivo en esa dirección? Darwin precisamente.
El señor Dühring se guarda muy bien de tocar este aspecto positivo de la cuestión. En vez de eso sigue atacando exclusivamente a la lucha por la existencia. Imposible hablar, dice, de lucha por la existencia entre plantas inconscientes y pacíficos herbívoros:
en un sentido exacto y determinado, la lucha por la existencia está ciertamente representada en el seno de la brutalidad, en la medida en que la alimentación tiene lugar mediante la rapiña carnicera.
Y luego de haber reducido el concepto de lucha por la existencia a esos estrechos límites, el señor Dühring puede dar libre curso
a su plena indignación por la brutalidad de ese concepto limitado por él mismo a la brutalidad. Pero esta ética indignación no puede dirigirse sino contra el mismo señor Dühring, que es el único autor de la lucha por la existencia en esta limitación y, por tanto, también el único responsable de la misma. No es, pues, Darwin
el que busca las leyes y el entendimiento de toda acción natural en el dominio de las bestias,
pues Darwin ha incluido precisamente en la lucha toda la naturaleza orgánica, sino que el autor de ese entuerto es un fantástico ogro fabricado por el mismo señor Dühring. El nombre "lucha por la existencia" puede por lo demás abandonarse sin perjuicio en honor de la cólera sublimemente ética del señor Dühring. Toda pradera, todo campo de trigo y todo bosque puede probarle que la cosa misma existe también entre las plantas, y lo que importa no es el nombre, ni si la cosa debe llamarse "lucha por la existencia" o "escasez de condiciones de existencia y efectos mecánicos"; de lo que se trata es de saber cómo obra en la conservación o la alteraración de las especies ese hecho. Sobre este punto se aferra el señor Dühring a un tenaz silencio idéntico consigo mismo. La cosa, pues, se queda por ahora en la selección natural.
Pero el darwinismo "produce de la nada sus transformaciones y diferencias"
Es verdad que al tratar de la selección natural Darwin prescinde de las causas que han producido las alteraciones en los individuos particulares, y trata por de pronto del modo como esas desviaciones individuales se convierten progresivamente en características de una raza, variedad o especie. Para Darwin se trata por de pronto no tanto de descubrir las causas —que hasta ahora son en parte desconocidas del todo, y en parte sólo aducibles muy genéricamente— cuanto de establecer una forma racional según la cual se consolidan sus efectos, cobran importancia duradera. El hecho de que Darwin haya atribuido a su descubrimiento un ámbito de eficacia excesivo, que le haya convertido en palanca única de la alteración de las especies y de que haya descuidado las causas de las repetidas alteraciones individuales para atender sólo a la forma de su generalización, todo eso es un defecto que comparte con la mayoría de las personas que han conseguido un progreso real. Además: si fuera verdad que Darwin produce a partir de la nada las alteraciones de
los individuos, y que se limita a aplicar la "sabiduría del ganadero y el cultivador", entonces el criador mismo debería producir también de la nada sus transformaciones de las formas animales y vegetales, las cuales no son nada meramente imaginado, sino algo muy real. Y el que ha dado el impulso para estudiar por qué se producen propiamente esas transformaciones y diferencias es, repitamos, Darwin.
Recientemente, y sobre todo por obra de Haeckel, se ha ampliado la idea de selección natural y se ha concebido la transformación como resultado de la interacción de adaptación y herencia, siendo la adaptación el aspecto activo del proceso y la herencia el aspecto conservador. Tampoco esto le gusta al señor Dühring.
Una verdadera adaptación a las condiciones de la vida tal como la naturaleza las ofrece o las sustrae es algo que presupone impulsos y actividades determinadas por representaciones. En otro caso la adaptación es mera apariencia, y la causalidad que en ella actúa no está por encima de los bajos niveles de lo físico, lo químico y la fisiología vegetal.
También aquí es el nombre lo que irrita al señor Dühring. Pero llame al hecho como más le guste, la cuestión es si por esos procesos se producen modificaciones en las especies de los organismos. Y el señor Dühring se abstiene también aquí de dar una respuesta.
Si una planta toma en su crecimicnto el camino por el cual recibe la mayor cantidad de luz, este efecto del estímulo no es más que una combinación de fuerzas físicas y actividades químicas, y si se insiste en hablar a propósito de ello de adaptación no en sentido metafórico, sino propio, esto tiene que introducir en los conceptos una confusión espiritista.
Tan riguroso es con los demás este hombre que sabe precisamente por qué finalidad hace la naturaleza esto o aquello, el hombre que habla de la sutileza de la naturaleza y hasta de su voluntad. Hay efectivamente confusión espiritista, pero ¿en quién? ¿En Haeckel o en el señor Dühring?
Y no sólo hay confusión espiritista, sino también confusión lógica. Hemos visto que el señor Dühring insiste enérgicamente en dar vara alta al concepto de finalidad en la naturaleza:
La relación entre medio y fin no presupone en absoluto una intención consciente.
Mas ¿qué es la adaptación sin intención consciente, sin mediación de representaciones, contra la que tanto se indigna, sino precisamente una acción teleológica inconsciente?
Ni la rana de zarzal ni los insectos que se alimentan de hojas tienen color verde porque se lo hayan apropiado intencionalmente o según ciertas representaciones; lo mismo vale del color amarillo arenoso de los animales del desierto, y del color predominantemente blanco de los animales terrestres del Polo; antes al contrario, esos colores no pueden explicarse más que por fuerzas físicas y acciones químicas. Pero es innegable que con esos colores dichos animales resultan adaptados al medio en el que viven, porque resultan menos visibles para sus enemigos. Del mismo modo, los órganos con que ciertas plantas apresan y devoran a los insectos que se posan en ellas están adaptados a esa actividad, y hasta teleológicamente adaptados. Si el señor Dühring insiste en que la adaptación tiene que ser producida por representaciones, lo que hace es decir con otras palabras que la actividad finalística tiene que estar también mediada por representaciones, ser consciente e intencionada. Con lo que nos encontramos de nuevo, como es corriente en la filosofía de la realidad, con el Creador finalista, con Dios.
En otro tiempo se llamaba deísmo a tal salida, y no se la tenía en mucho aprecio —dice el señor Dühring; ahora, en cambio, parece que se haya retrocedido también desde este punto de vista.
De la adaptación pasamos a la herencia. También en esto se encuentra el darwinismo, según el señor Dühring, en un callejón sin salida. Todo el mundo orgánico, afirma Darwin según el señor Dühring, procede de un protoser, es, por así decirlo, la pollada de un ser único. La coordinación independiente de productos naturales análogos o la mediación en la descendencia son, según Darwin, inexistentes, y, por tanto, sus concepciones retrospectivas tienen que cortarse enseguida que se le rompa el hilo de la reproducción, del tipo que sea.
La afirmación de que Darwin deriva todos los organismos de un solo ser originario es, por expresarnos cortésmente, una "propia y libre creación e imaginación" del señor Dühring. Darwin dice explícitamente en la penúltima página del Origin of Species, sexta edición, que ve
a todos los seres no como creaciones particulares, sino como descendencia, en línea recta, de unos pocos seres.
Y Haeckel va aún bastante más allá y supone
un árbol completamente independiente para el reino vegetal, un segundo para el reino animal y, entre ambos, "una serie de troncos independientes
de protistos, cada uno de los cuales se ha desarrollado en completa independencia a partir de una forma propia arquígona de mónera"[12] (Historia de la Creación, pág. 397).
El señor Dühring se ha inventado ese ser originario para desacreditarle poniéndole en paralelo con el judío originario, Adán. En lo cual tiene además el señor Dühring la desgracia de ignorar que los descubrimientos de Smith sobre los asirios han identificado al judío originario como semita originario, y que toda la historia bíblica de la Creación y del Diluvio es una pieza del ciclo religioso legendario arcaico y pagano común a los judíos, los babilonios, los caldeos y los asirios.
Sin duda es duro e irrefutable el reproche hecho por el señor Dühring a Darwin de que su estudio termina en cuanto que se le corta el hilo de la descendencia. Desgraciadamente, ese reproche afecta a toda nuestra ciencia de la naturaleza. En cuanto se le corta el hilo de la descendencia tiene que terminar. Hasta ahora, en efecto, no ha conseguido producir seres orgánicos sino por descendencia; ni siquiera ha podido producir sencillo protoplasma u otras proteínas a partir de los elementos químicos. Por eso no puede decirnos sólidamente hasta ahora sobre el origen de la vida sino que tiene que haberse producido por vía química. Pero tal vez sea la filosofía de la realidad capaz de ayudarnos en este punto, puesto que ella dispone de productos de la naturaleza coordinados y que no están mediados por descendencia unos de otros. ¿Cómo han podido surgir dichas producciones? ¿Por generación espontánea? Pero hasta el momento ni los más audaces representantes de la generación espontánea se han atrevido a engendrar de este modo más que bacterias, gérmenes de hongos y otros organismos muy bajos, no insectos, peces, pájaros ni mamíferos. Si, pues, estos productos de la naturaleza —orgánicos, que son los únicos que nos interesan aquí— son coordinados y no están relacionados por la descendencia, entonces ellos mismos o aquel de sus antepasados que se encuentra en el lugar en que "se corta el hilo de la descendencia" tiene que haber aparecido en el mundo por un particular acto de creación. Ya estamos, pues, otra vez con el Creador y con lo que se llama deísmo.
El señor Dühring condena, además, como una gran superficialidad de Darwin el haber hecho
del mero acto de la composición sexual de las cualidades el principio fundamental del origen de dichas cualidades.
Esto es de nuevo una libre creación e imaginación de nuestro radical filósofo. Darwin explica, por el contrario, muy claramente que la expresión "selección natural" incluye sólo la conservación de las variaciones, no su producción (pág. 63). Esta nueva atribución a Darwin de cosas que él no ha dicho es empero muy útil para llevarnos a la siguiente muestra de profundidad dühringiana:
Si se hubiera buscado en el esquematismo interno de la generación algún principio de la transformación independiente, esta idea habría sido perfectamente racional; pues es una idea natural la de reunir el principio de la génesis general con el de la reproducción sexual en una unidad, y el contemplar la generación espontánea, desde un punto de vista superior, no como contraposición absoluta a la reproducción, sino como una producción.
Y el hombre que es capaz de redactar ese galimatías se permite reprochar a Hegel su "jerga".
Pero dejemos ya las molestas y contradictorias quejas y murmuraciones con las que el señor Dühring descarga su enfado por el colosal avance que la ciencia natural debe al impulso de la teoría darwinista. Ni Darwin ni los científicos que le siguen se proponen empequeñecer en lo más mínimo los méritos de Lamarck; ellos son, por el contrario, los que han resucitado su pensamiento. Pero no debemos olvidar que en tiempos de Lamarck la ciencia no disponía aún, ni mucho menos, de material suficiente para poder dar respuesta a la cuestión del origen de las especies, si no era mediante una anticipación por así decirlo profética. Aparte del enorme material que se ha acumulado luego en la botánica y la zoología descriptivas y anatómicas, han surgido desde los tiempos de Lamarck dos nuevas ciencias cuya importancia es aquí decisiva: el estudio del desarrollo de los gérmenes animales y vegetales (embriología) y el estudio de los restos orgánicos conservados en las diversas capas de la superficie terrestre (paleontología). Hay, en efecto, una característica coincidencia entre la evolución gradual de los embriones hasta el estado de organismo maduro y la sucesión de las plantas y animales que han aparecido sucesivamente en la historia de la Tierra. Esta coincidencia es precisamente lo que ha dado a la teoría de la evolución su fundamento más sólido. Pero la teoría de la evolución es aún demasiado joven, por lo que es seguro que el ulterior desarrollo de la investigación modificará muy sustancialmente también las concepciones estrictamente darwinistas del proceso de la evolución de las especies.
¿Qué puede positivamente decirnos la filosofía de la realidad sobre la evolución de la vida orgánica?
"La... transformabilidad de las especies es un supuesto aceptable". Pero al lado de eso hay que afirmar "la coordinación independiente de producciones de la naturaleza del mismo nivel, sin relaciones de descendencia".
Esto parece querer decir que las producciones de la naturaleza que no son del mismo nivel, es decir, las especies en transformación, proceden unas de otras, mientras que las del mismo nivel no proceden unas de otras. Pero tampoco es exactamente esto, pues también en especies heterogéneas
es la mediación por descendencia, al contrario, un acto natural muy secundario.
Hay, pues, descendencia, pero "de segunda clase". Alegrémonos de que la descendencia, a pesar de lo mucho malo y oscuro que ha dicho el señor Dühring sobre ella, consiga finalmente permiso para entrar por la puerta trasera. Lo mismo ocurre con la selección natural, pues después de toda aquella indignación moral sobre la lucha por la existencia por medio de la cual se realiza la selección natural, leemos de repente:
El fundamento más profundo de la constitución de las formaciones debe, pues, buscarse en las condiciones de vida y las relaciones cósmicas, mientras que la selección natural subrayada por Darwin no puede tener sino una importancia secundaria.
Tenemos, pues, selección natural, aunque de segunda clase también; y con la selección natural tenemos la lucha por la existencia, y con ella también la acumulación clérico-maltusiana de la población. Y esto es todo; para cualquier otra cosa el señor Dühring nos remite a Lamarck.
Por último, nos pone en guardia contra el abuso de las palabras "metamorfosis" y "evolución". Dice que metamorfosis es un concepto poco claro y que el concepto de evolución no es admisible sino en la medida en que pueden probarse realmente leyes de la evolución. En vez de una y otra debemos decir "composición", con lo que todo queda arreglado. Nos encontramos con la historia de siempre: las cosas se quedan como estaban, y el señor Dühring se queda plenamente sastisfecho con que cambiemos el nombre. Cuando hablamos de la evolución del polluelo en el huevo estamos creando confusión porque no podemos indicar sino muy deficientemente las leyes de ese desarrollo. Si en cambio hablamos de su composición, queda todo claro: el polluelo se compone estupendamente
y debemos felicitar al señor Dühring por ser no sólo digno de situarse con noble autoestimación al lado del autor de El anillo del nibelungo, sino también porque puede hacerlo en calidad de compositor del futuro.
Considérese... todo el conocimiento positivo incluido en nuestra sección filosófico-natural, con objeto de precisar todos sus presupuestos científicos. Subyacen a esa sección, por de pronto, todos los logros esenciales de la matemática, y luego las tesis capitales del saber exacto de la mecánica, la física, la química, así como, en general, los resultados científico-naturales de la fisiología, la zoología y análogos campos de la investigación.
Tan segura y resueltamente se expresa el señor Dühring acerca de la erudición matemática y científico-natural del señor Dühring. La verdad es que contemplando la flaca sección en cuestión, y aún menos sus pobres resultados, no se ve la radicalidad de conocimiento positivo que la subyace. En todo caso, para asimilarse el oráculo dühringiano sobre física y química basta con saber en física la ecuación que expresa el equivalente mecánico del calor, y, en química, que todos los cuerpos se dividen en elementos y combinaciones de elementos. Y el que además de eso, como hace el señor Dühring en su página 131, decida hablar de "átomos en gravitación", no probará sino que está "en la oscuridad" por lo que hace a la diferencia entre átomo y molécula. Como es sabido, los átomos no existen para la gravitación, ni para ninguna otra forma de movimiento mecánica o física, sino sólo para la acción química. Y si se lee el capítulo sobre la naturaleza orgánica, es imposible evitar, ante la vacía cháchara contradictoria y sin sentido en el punto decisivo, la impresión de que el señor Dühring está hablando de cosas de las que sabe asombrosamente poco. Esta impresión se convierte en certeza cuando se llega a su propuesta de eliminar en la ciencia del ser orgánico (biología) la palabra "evolución" para usar "composición". La persona capaz de proponer una cosa así prueba que no tiene la menor idea de la formación de los cuerpos orgánicos.
Todos los cuerpos orgánicos, con excepción de los que ocupan el más bajo nivel, constan de células, pequeños acúmulos proteicos que no pueden verse sino con muchos aumentos y que poseen en
el interior un núcleo. Por regla general, la célula desarrolla también una membrana externa, y el contenido es más o menos fluido. Los cuerpos celulados más sencillos constan de una célula; la gran mayoría de los seres orgánicos es pluricelular, consta de un complejo coherente de muchas células que en los organismos inferiores son aún iguales, mientras que en los superiores cobran formas, agrupaciones y actividades cada vez más diferenciadas. En el cuerpo humano, por ejemplo, los huesos, los músculos, los nervios, los tendones, los ligamentos, los cartílagos, la piel, en una palabra, todos los tejidos, se componen de células o proceden de ellas. Pero desde la ameba, que es un acúmulo de proteína generalmente sin membrana y con un núcleo en el interior, hasta el hombre, y desde la más pequeña desmidiácea unicelular hasta la planta más desarrollada, es común a todos el modo como se reproducen las células: por división. El núcleo de la célula se estrecha primero por el centro; la faja estrecha que separa las dos partes del núcleo se va acusando cada vez más; al final se separan aquellas dos partes y constituyen dos núcleos. El mismo proceso tiene lugar en la célula, y cada uno de los nuevos núcleos se convierte en centro de una acumulación de materia celular aún unida con la otra por una zona cada vez más estrecha, hasta que al final las dos se separan y siguen viviendo como células independientes. Mediante esta repetida división celular se desarrolla progresivamente el animal a partir del germen del huevo y una vez ocurrida la fecundación; del mismo modo tiene lugar en el animal adulto la sustitución de los tejidos agotados. Una persona que pretenda llamar a ese proceso una composición y que declare "pura imaginación" la designación del mismo como desarrollo o evolución no puede saber nada de todo esto, por difícil que resulte imaginar hoy un ignorante así, pues el proceso lo es exclusivamente de desarrollo, y en su decurso no se compone absolutamente nada.
Más adelante tendremos aún algo que decir acerca de lo que el señor Dühring entiende en general por vida. Particularmente piensa en lo siguiente:
También el mundo inorgánico es un sistema de mociones que se actúan a sí mismas; pero sólo puede hablarse estricta y rigurosamente de vida propiamente dicha en el momento en que empieza la propia articulación y la mediación de la circulación de las sustancias por canales especiales a partir de un punto interno y según un esquema germinal comunicable a una formación menor.
Esta proposición es en sentido riguroso y estricto un sistema de mociones que se actúan a sí mismas (cualesquiera que sean esas mociones) en el absurdo, incluso prescindiendo de la gramática insalvablemente confusa. Si la vida empieza realmente donde empieza la verdadera articulación, ya podemos dar por muerto a todo el reino haeckeliano de los protistos y seguramente a muchas cosas más, según como se entienda el concepto de articulación. Si la vida empieza en el lugar en que esa articulación es transmisible por un esquema germinal, entonces no vive ningún organismo inferior, incluidos todos los unicelulares. Y si la característica de la vida es la mediación de la circulación de las sustancias por canales especiales, entonces tenemos que tachar de la lista de los seres vivos, además de a los anteriores, a toda la clase de los celentéreos, con la excepción, en todo caso, de las medusas, o sea todos los pólipos y demás zoófitos. Mas si lo esencial de la caracterización de la vida es que esa circulación de las sustancias por canales especiales tenga lugar a partir de un punto interno, entonces hay que declarar muertos a todos los animales que no tienen corazón o que tienen varios. Entre ellos se cuentan, además de todos los citados, todos los gusanos, las estrellas de mar y los rotíferos (Annuloida y Annulosa de la clasificación de Huxley), una parte de los crustáceos (cangrejos) y hasta un vertebrado, el Amphioxus. A los que hay que añadir, naturalmente, todas las plantas.
Así, pues, al decidirse a caracterizar la vida propiamente dicha en sentido riguroso y estricto, el señor Dühring da cuatro características contradictorias de la vida, una de las cuales condena a la muerte eterna no sólo al reino vegetal entero, sino también a medio reino animal. En verdad que nadie podrá quejarse de que nos haya engañado al prometemos "resultados y concepciones radicalmente propios".
En otro lugar leemos:
También en la naturaleza subyace a todas las organizaciones, desde la más baja hasta la más alta, un tipo simple, y este tipo "puede encontrarse ya en la más modesta moción de la planta más imperfecta, pleno y completo en su ser general".
También esta afirmación es plena y completamente absurda. El tipo más sencillo que puede encontrarse en toda la naturaleza orgánica es la célula, y sin duda subyace a las organizaciones superiores. Pero en cambio se encuentran entre los organismos inferiores muchos que están por debajo de la célula: la protoameba, un simple
grumo de proteína sin diferenciación, toda una serie de otras móneras y todas las sifonadas. La única vinculación de todos estos seres con los organismos superiores consiste en que su componente esencial es la albúmina y que, consiguientemente, realizan las funciones propias de ésta, es decir, que viven y mueren.[13]
Nos cuenta también el señor Dühring:
Fisiológicamente la sensación depende de la existencia de un aparato nervioso, por sencillo que sea. Por eso es característico de todas las formaciones animales el ser capaces de sensación, es decir, de una concepción subjetiva consciente de su estado. El límite preciso entre la planta y el animal se encuentra en el lugar en que se realiza el salto a la sensación. Este límite es imposible de borrar por las conocidas formaciones de transición pues precisamente estas formaciones externamente indecisas o indecidibles hacen de esa frontera una necesidad lógica.
Y luego:
En cambio, las plantas carecen totalmente y para siempre del más pálido rastro de sensación, y carecen también de toda disposición para la
Empecemos por recordar que en la Filosofía de la naturaleza, 351, añadido, Hegel dice que
la sensación es la diferencia específica, lo que caracteriza de un modo absoluto al animal.
He aquí de nuevo una "grosera crudeza" de Hegel que, mediante la anexión por el señor Dühring, asciende al estamento noble de una verdad definitiva de última instancia.
En segundo lugar: aquí notamos por vez primera que se habla de formaciones de transición externamente indecisas o indecidibles (¡hermoso galimatías!) entre la planta y el animal. Que existan esas formas intermediarias, que haya organismos de los que no podemos decir si son plantas o animales, que no podamos, pues, trazar de un modo rotundo la frontera entre la planta y el animal, eso es precisamente para el señor Dühring lo que suministra la necesidad lógica de establecer una característica diferencial de la que en el mismo momento confiesa que no es concluyente. Pero no es necesario que retrocedamos hasta el ambiguo terreno entre las plantas y los animales: ¿realmente no presentan el más pálido rasgo de sensibilidad ni tienen disposición alguna para ella las plantas sensitivas que pliegan las hojas al menor contacto, o cierran
las flores, o las plantas insectívoras? Ni el señor Dühring puede afirmar esto sin "acientífica semipoesía".
En tercer lugar: también es una libre creación e imaginación del señor Dühring su afirmación de que la receptividad está psicológicamente[14] vinculada con la existencia de un aparato nervioso, por simple que sea. Ni los animales inferiores ni los zoófitos, por lo menos en su gran mayoría, presentan rastro de aparato nervioso. Sólo a partir de los gusanos se encuentra regularmente un tal aparato, y el señor Dühring es el primero en afirmar que aquellos animales no tienen sensibilidad porque no tienen nervios. La sensibilidad no está necesariamente vinculada a nervios, aunque sí a ciertos cuerpos proteicos que hasta el momento no ha sido posible precisar.
Por lo demás, los conocimientos biológicos del señor Dühring quedan suficientemente caracterizados por la cuestión que se atreve a suscitar, dirigiéndola a Darwin:
¿Es que el animal se ha desarrollado a partir de la planta?
Una pregunta así no puede proceder más que de alguien que no sepa nada ni de animales ni de plantas.
Por lo que hace a la vida en general, el señor Dühring se limita a decirnos:
El metabolismo, que tiene lugar por medio de una esquematización de conformación plástica [¿qué querrá decir esto?], es siempre una característica denotativa del proceso vital propiamente dicho.
Esto es todo lo que se nos dice sobre la vida, y tenemos que quedarnos hundidos hasta las rodillas en el absurdo galimatías de la "esquematización de conformación plástica" de la jerga dühringiana. Si queremos saber lo que es la vida, no tendremos más remedio que buscar por nuestra cuenta.
Desde hace ya treinta años los especialistas de la química fisiológica y de la fisiología química han dicho innumerables veces que el metabolismo orgánico es el fenómeno más general y característico de la vida; lo único que hace el señor Dühring es traducir eso a su elegante y claro lenguaje. Pero definir la vida como metabolismo orgánico equivale a definir la vida diciendo que es la vida, pues metabolismo orgánico, o metabolismo con esquematización plásticamente formadora, es una expresión que requiere a
su vez aclaración por la vida misma, aclaración, esto es, mediante la diferencia entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo vivo y lo no vivo. Con esta explicación no adelantamos, pues, ni un paso.
El intercambio químico tiene también lugar sin vida. Hay toda una serie de procesos en la química que, si llega suficiente suministro de materias primas, reproducen constantemente sus propias condiciones, y de tal modo que un determinado cuerpo aparece como portador del proceso. Así ocurre en la fabricación de ácido sulfúrico por combustión de azufre. Se produce en este proceso dióxido de azufre, SO2, y al añadir vapor de agua y ácido nítrico el dióxido de azufre toma hidrógeno y oxígeno y se convierte en ácido sulfúrico, SO4H2. El ácido nítrico pierde oxígeno y da por reducción óxido de nitrógeno; este óxido de nitrógeno toma en seguida oxígeno del aire y se transforma en óxidos superiores del nitrógeno, pero sólo para volver a ceder en seguida ese oxígeno al dióxido de azufre y repetir de nuevo el proceso, de modo que teoréticamente una ínfima cantidad de ácido nítrico bastaría para transformar en ácido sulfúrico una cantidad ilimitada de dióxido de azufre, oxígeno y agua. El intercambio químico tiene también lugar cuando sustancias líquidas atraviesan membranas orgánicas muertas, y hasta membranas inorgánicas, como ocurre con las células artificiales de Traube. Queda, pues, claro que el metabolismo, el intercambio químico, no nos hace avanzar en absoluto, pues el intercambio químico específico que debe explicar la vida necesita en realidad ser explicado por la vida. Tenemos, pues, que proceder de otro modo.
La vida es el modo de existencia de los cuerpos albuminoideos, y ese modo de existencia consiste esencialmente en la constante autorrenovación de los elementos químicos de esos cuerpos.
Cuerpos albuminoideos se entiende aquí en el sentido de la química moderna, la cual reúne con esa expresión a todos los cuerpos compuestos análogamente a la común albúmina o blanco del huevo; esos cuerpos se llaman también sustancias proteínicas. El primer nombre es muy poco apropiado, porque la albúmina del huevo desempeña, entre todas las sustancias emparentadas con ella, el papel más muerto y pasivo, pues no es más que sustancia alimenticia, junto a la yema del huevo, para el germen en desarrollo. Pero mientras se sepa tan poco sobre la composición química de los cuerpos albuminoideos, el nombre es de todos modos mejor que los demás, porque es más general.
Cuando encontramos vida la hallamos siempre vinculada a un
cuerpo albuminoideo, y siempre que encontramos un cuerpo albuminoideo que no esté ya en descomposición, hallamos también sin excepción fenómenos vitales. Sin duda para producir especiales diferenciaciones de esos fenómenos vitales es necesaria la presencia de otras combinaciones químicas en un cuerpo vivo; pero no son imprescindibles para la mera vida, salvo en la medida en que, habiendo sido absorbidas como alimento, se transforman en albúmina. Los seres vivos de nivel más bajo que conocemos no son sino simples grumitos de albúmina, y presentan ya todos los fenómenos esenciales de la vida.
Mas ¿en qué consisten esos fenómenos vitales siempre presentes en igual medida y en todos los seres vivos? Ante todo, en que el cuerpo albuminoideo toma de su medio otras sustancias adecuadas y se las asimila, mientras que otras partes viejas del cuerpo se descomponen y se disimilan. Otros cuerpos no vivos se transforman también, se descomponen o se combinan en el curso de las cosas naturales, pero con ello dejan de ser lo que eran. La roca disgregada por los agentes atmosféricos no es ya una roca; el metal oxidado pasa a ser un óxido. En cambio, lo que en los cuerpos inertes es causa de la desaparición es para la albúmina condición básica de la existencia. A partir del momento en que se interrumpe en el cuerpo albuminoideo esa constante reposición de los elementos, esa permanente alternancia de alimentación y eliminación, deja de ser el propio cuerpo albuminoideo, se descompone, es decir, muere. La vida, el modo de existencia de un cuerpo albuminoideo, consiste, pues, ante todo en que en cada instante es él mismo y otro; y esto no a consecuencia de un proceso al que esté sometido desde fuera, como puede ser el caso también en cuerpos inertes. La vida, por el contrario, el intercambio químico que tiene lugar por la alimentación y la eliminación, es un proceso que se autorrealiza y es inherente, innato, a su portador, la albúmina, hasta el punto de que ésta no puede existir sin él. Y de esto se sigue que si alguna vez la química consigue producir artificialmente albúmina, esta albúmina mostrará necesariamente fenómenos vitales, por débiles que ellos sean. Quedará, naturalmente, la cuestión de si la química será también capaz de descubrir simultáneamente la alimentación adecuada para esa albúmina.
Todos los demás factores simples de la vida se derivan entonces de ese intercambio químico mediado por la alimentación y la eliminación, como función esencial de la albúmina, y de su propia plasticidad: la excitabilidad, que se encuentra ya incluida en la
interacción entre la albúmina y su alimento; la contractibilidad, que se manifiesta ya a un nivel muy bajo en la toma del alimento; la posibilidad de crecimiento, que incluye ya en el nivel más bajo la reproducción por división; el movimiento interno, sin el cual no son posibles ni la toma ni la asimilación del alimento.
Nuestra definición de la vida es, naturalmente, muy insuficiente, pues lejos de incluir todas las manifestaciones de la vida tiene que limitarse a las más generales y sencillas. Todas las definiciones son de escaso valor científico. Para saber de un modo verdaderamente completo qué es la vida, tendríamos que recorrer todas sus formas de manifestación, desde la más baja hasta la más alta. Pero, desde un punto de vista operativo, esas definiciones son muy cómodas y a veces imprescindibles; tampoco pueden perjudicar mientras no se olviden sus inevitables deficiencias.
Pero volvamos al señor Dühring. Aunque le vaya un tanto mal en el ámbito de la biología terrena, sabe consolarse refugiándose en su cielo estrellado.
No ya la especial constitución de un órgano sensible, sino todo el mundo objetivo está orientado a la producción de placer y dolor. Por esta razón admitimos que la contraposición de placer y dolor, y precisamente en la forma que conocemos, es universal y tiene que estar representada en los diversos mundos del todo por sentimientos esencialmente análogos... Esta coincidencia significa no poco, pues es la clave del universo de las sensaciones... Por ella el mundo cósmico subjetivo no nos es mucho más ajeno que el objetivo. La constitución de ambos reinos debe concebirse según un tipo concordante, y con esto tenemos los fundamentos de una doctrina de la consciencia que tiene un alcance mayor que el meramente terrestre.
¿Qué suponen unos pocos errores veniales en la ciencia terrestre de la naturaleza para aquel que tiene en el bolsillo la clave del universo de las sensaciones? Allons donc! [15]
Nos abstendremos de dar muestras del revoltijo de sentencias triviales y de oráculo, del vulgar cuento que el señor Dühring ofrece a sus lectores durante cincuenta páginas enteras como ciencia radical de los elementos de la consciencia. No vamos a citar más que lo siguiente:
El que sólo es capaz de pensar de la mano del lenguaje no sabe aún lo que significa pensamiento propio y peculiar.
Según esto, los animales son los pensadores más propios y peculiares, pues que su pensamiento no está jamás turbado por la imperiosa mezcla del lenguaje. Ciertamente, ante los pensamientos dühringianos y el lenguaje que los expresa se ve lo poco que están hechos esos pensamientos para ninguna lengua, y lo poco que está hecha la alemana para esos pensamientos.
De todo esto nos libera finalmente la cuarta sección del libro, la cual nos ofrece, además de aquellas fluidas gachas verbales, algo tangible de vez en cuando acerca de la moral y el derecho. La invitación al viaje por los demás cuerpos celestes se nos presenta esta vez nada más empezar:
...los elementos de la moral tienen que "hallarse también en todos los seres no humanos en los cuales un entendimiento activo tiene que ocuparse del orden consciente de mociones vitales instintivas, y ello de un modo concordante... Pero nuestra atención a dichas consecuencias será escasa... Por otra parte, es siempre una idea que amplía benéficamente el horizonte la de que en otros cuerpos celestes la vida individual y colectiva tiene que partir de un esquema que... no consigue suprimir ni obviar la constitución básica general de un ser que obra según el entendimiento.
El hecho de que la validez de las verdades dühringianas para todos los demás mundos posibles se coloque esta vez al principio del capítulo correspondiente, en vez de al final, tiene su razón suficiente. Una vez establecida la validez de las ideas dühringianas
de moral y justicia para todos los mundos, resulta más fácil ampliar benéficamente su validez para todos los tiempos. Y también aquí se trata de verdades definitivas de última instancia. Nada menos.
El mundo moral tiene "como el del saber general... sus principios permanentes y sus elementos simples"; los principios morales están "por encima de la historia y por encima de las actuales diferencias entre las constituciones de los pueblos... Las específicas verdades con las que se constituyen en el curso de la evolución la plena consciencia moral, y por así decirlo, la conciencia, pueden pretender, una vez reconocidas hasta sus últimos fundamentos, una validez y un alcance análogos a los de las concepciones y las aplicaciones de la matemática. Las verdades auténticas son inmutables..., de tal modo que es una necedad presentar la rectitud del conocimiento como afectable por el tiempo y por las transformaciones reales". Por eso la seguridad del saber riguroso y la suficiencia del conocimiento común no nos permiten desesperar, a la luz de la reflexiva prudencia, de la validez absoluta de los principios del saber. "Ya la duda duradera es un enfermizo estado de debilidad, y simple expresión de ruda confusión, la cual intenta a veces conseguir en la consciencia sistemática de su nulidad la apariencia de una actitud algo sólida. En las cuestiones éticas, la negación de principios generales se aferra a la multiplicidad geográfica e histórica de las costumbres y de los principios, y si se le concede la inevitable necesidad de lo malo y lo perverso ético, se cree definitivamente más allá del reconocimiento de la validez seria y de la real eficacia de los coincidentes impulsos morales. La skepsis corrosiva, que se dirige no contra particulares doctrinas falsas, sino contra la capacidad humana de desarrollar la moralidad consciente, desemboca finalmente en una nada real, y hasta en algo que es peor que el mero nihilismo... Se vanagloria de poder dominar en su confuso caos de disueltas y baratas representaciones morales, y abrir las anchas puertas al arbitrio sin principios. Pero se equivoca grandemente, pues la mera apelación a los inevitables destinos del entendimiento por el error y la verdad basta para revelar mediante esa sola analogía que la natural falibilidad no excluye necesariamente la realización de lo acertado.
Hemos ido recogiendo tranquilamente hasta el momento todas esas pomposas sentencias del señor Dühring sobre verdades definitivas de última instancia, soberanía del pensamiento, absoluta seguridad del conocimiento, etc., porque había que llevar primero el desarrollo hasta el punto al que hemos llegado. Hasta ahora bastaba con una investigación acerca de la medida en la cual las diversas afirmaciones de la filosofía de la realidad tienen "validez soberana" y "pretensión incondicionada a la verdad"; ahora llegamos a la cuestión de si hay productos del conocimiento humano en general que puedan tener validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, y cuáles son ellos. Y al decir conocimiento
humano no lo hago en absoluto con intención de ofender a los habitantes de otros cuerpos celestes, a los que no tengo el honor de conocer, sino sólo porque también los animales conocen, aunque no soberanamente. El perro reconoce en su dueño a su Dios, aunque ese dueño puede ser el mayor sinvergüenza.
¿Es soberano el pensamiento humano? Antes de poder contestar sí o no tenemos que averiguar qué es el pensamiento humano. ¿Es el pensamiento de un individuo? No. Pero no existe sino como pensamiento individual de muchos miles de millones de hombres pasados, presentes y futuros. Si digo que este pensamiento, unificado en mi imaginación, de todos esos hombres, incluidos los futuros, es soberano, capaz de conocer el mundo existente, siempre que la humanidad dure lo suficiente y siempre que ni los órganos ni los objetos contengan límites a ese conocimiento, no digo más que una trivialidad bastante estéril. Pues el resultado más valioso de esa reflexión debería consistir en hacernos sumamente desconfiados respecto de nuestro actual conocimiento, ya que según toda probabilidad nos encontramos aún bastante al comienzo de la historia humana, y las generaciones que nos corregirán serán probablemente mucho más numerosas que aquellas cuyo conocimiento corregimos nosotros, con bastante desprecio a menudo.
El propio señor Dühring declara necesario que la consciencia, y por tanto también el pensamiento y el conocimiento, tenga que manifestarse sólo a través de una serie de seres individuales. No podemos atribuir soberanía al pensamiento de cada uno de esos individuos más que en el sentido de que no conocemos ningún poder que sea capaz de imponerle por la fuerza, estando él sano y despierto, algún pensamiento. Mas por lo que hace a la validez soberana de los conocimientos de cada individuo, todos sabemos que es imposible afirmarla, y que, según toda la experiencia conocida, esos conocimicntos contienen sin excepción muchas más cosas corregibles que imperfectibles o correctas.
Dicho de otro modo: la soberanía del pensamiento se realiza en una serie de hombres que piensan de un modo nada soberano; el conocimiento con pretensión incondicionada a la verdad se realiza en una serie de errores relativos; ni la una ni el otro pueden realizarse plenamente sino mediante una duración infinita de la humanidad.
Tenemos aquí de nuevo la misma contradicción encontrada antes entre el carácter del pensamiento humano, necesariamente representado como absoluto, y su realidad en hombres individuales
de pensamiento obviamente limitado; es una contradicción que no puede resolverse más que en el progreso infinito, en la sucesión, prácticamente al menos infinita para nosotros, de las generaciones humanas. En este sentido el pensamiento humano es tan soberano cuanto no soberano, y su capacidad de conocimiento es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado según la disposición, la inspiración, la posibilidad, el objetivo histórico final; no soberano, limitado, según la realización individual y la realidad de cada momento.
Lo mismo ocurre con las verdades eternas. Si alguna vez llegara la humanidad al punto de no operar más que con verdades eternas, con resultados del pensamiento que tuvieran validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, habría llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo intelectual según la realidad igual que según la posibilidad; pero con esto se habría realizado el famosísimo milagro de la infinitud finita.
Pero ¿no hay verdades tan firmes que toda duda a su respecto nos parece locura? Por ejemplo, que dos por dos son cuatro, que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, que París está en Francia, que un hombre sin alimentar muere de hambre, etc. ¿Hay, pues, verdades etemas, verdades definitivas de última instancia?
Ciertamente. Es de antiguo sabido que podemos dividir todo el ámbito del conocimiento en tres grandes sectores. El primero comprende todas las ciencias que se ocupan de la naturaleza inerte y que son más o menos susceptibles de tratamiento matemático: la matemática, la astronomía, la mecánica, la física, la química. El que guste de aplicar palabras majestuosas a cosas muy sencillas, puede decir que ciertos resultados de estas ciencias son verdades eternas, definitivas verdades de última instancia: razón por la cual se ha llamado exactas a estas ciencias. Pero no todos los resultados. Con la introducción de las magnitudes variables y la ampliación de su variabilidad hasta lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la matemática, tan rigurosa en general en sus costumbres, ha cometido su pecado original; ha comido la manzana del conocimiento, la cual le ha abierto la vía de los éxitos más gigantescos, pero también de los errores. Se perdió para siempre el virginal estado de la validez absoluta, de la inapelable demostración de todo lo matemático; empezó el reino de las controversias, y hemos llegado ahora a una situación en la cual la mayoría de la gente diferencia
e integra no porque entienda lo que hace, sino por mera fe, porque el resultado ha sido hasta ahora siempre correcto. Aún peor es lo que ocurre en la astronomía y la mecánica, y en la física y la química uno se encuentra en medio de hipótesis como en medio de un enjambre de abejas. Ni tampoco es la ciencia posible de otra manera. En física nos encontramos con el movimiento de moléculas, en química con la formación de moléculas a partir de átomos y, a menos que la interferencia de las ondas luminosas sea una fábula, no tenemos perspectiva alguna de poner jamás ante nuestros ojos esos interesantes objetos y verlos. Las verdades definitivas de última instancia van a resultar curiosamente escasas con el tiempo.
Aún peor estamos con la geología, la cual, por su naturaleza misma, se ocupa de procesos en los cuales no hemos estado presentes ni nosotros ni ningún hombre. La cosecha de verdades definitivas de última instancia es consiguientemente cosa de mucho esfuerzo y, por tanto, muy escasa.
La segunda clase de ciencias es la que comprende la investigación de los organismos vivos. En este terreno se despliega una tal multiplicidad de interacciones y causalidades que toda cuestión resuelta, plantea una multitud de cuestiones ulteriores, y cada cuestión particular no puede generalmente resolverse sino a pasos parciales, mediante una serie de investigaciones que a menudo requieren siglos; y la necesidad de concepción sistemática de las conexiones obliga siempre y de nuevo a rodear las verdades definitivas de última instancia con todo un bosque exuberante de hipótesis. Piénsese en la larga serie de estados intermedios que han sido necesarios, desde Galen hasta Malpighi, para establecer correctamente una cosa tan sencilla como la circulación de la sangre en los mamíferos, o lo poco que sabemos del origen de los corpúsculos de la sangre, o la cantidad de eslabones intermedios que nos faltan, por ejemplo, para enlazar las manifestaciones de una enfermedad con sus causas en una conexión racional. Frecuentemente se producen además descubrimientos como el de la célula, que nos obligan a someter a una revisión total todas las verdades definitivas de última instancia registradas hasta el momento en el campo de la biología, y a eliminar para siempre un gran montón de ellas. Por tanto, el que en este ámbito quiera establecer auténticas verdades inmutables tendrá que contentarse con trivialidades como: todos los hombres tienen que morir, todos los mamíferos hembras tienen glándulas mamarias, etc.; ni siquiera podrá decir que los animales
superiores digieren con el estómago y los intestinos y no con la cabeza, pues la actividad nerviosa centralizada en la cabeza es necesaria para la digestión.
Pero aún peor es la situación de las verdades eternas en el tercer grupo de ciencias, el grupo histórico, que estudia las condiciones vitales de los hombres, las situaciones sociales, las formas jurídicas y estatales con su sobrestructura ideal de filosofía, religión, arte, etc., en su sucesión histórica y en su resultado actual. En la naturaleza orgánica nos encontramos por lo menos con una sucesión de procesos que, en la medida en que se trata de nuestra observación inmediata, se repiten con bastante regularidad en el seno de límites bastante amplios. Las especies orgánicas siguen siendo a grandes rasgos las mismas que en tiempos de Aristóteles. En cambio, en la historia de la sociedad las repeticiones de situaciones son excepcionales, no son la regla, en cuanto rebasamos las situaciones primitivas de la humanidad, la llamada edad de piedra, y cuando se producen tales repeticiones no tienen lugar nunca exactamente en las mismas condiciones. Así ocurre, por ejemplo, con la presencia de la propiedad colectiva originaria de la tierra en todos los pueblos cultos y la forma de su disolución. Por eso en el terreno de la historia humana estamos con nuestra ciencia mucho más atrasados que en el de la biología; aún más: cuando excepcionalmente se llega a conocer la conexión interna de las formas de existencia sociales y políticas de una época, ello ocurre por regla general cuando esas formas están ya en parte sobreviviéndose a sí mismas y caminan hacia su ruina. El conocimiento es, pues, aquí esencialmente relativo, en cuanto se limita a la comprensión de la coherencia y las consecuencias de ciertas formas de sociedad y estado existentes sólo en un tiempo determinado y para pueblos dados, y perecederas por naturaleza. El que en este terreno quiera salir a la caza de verdades definitivas de última instancia, de verdades auténticas y absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no sean trivialidades y lugares comunes de lo más grosero, como, por ejemplo, que los hombres no pueden en general vivir sin trabajar, que por regla general se han dividido hasta ahora en dominantes y dominados, que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, etc.
Pero es muy curioso que las supuestas verdades eternas, las verdades definitivas de última instancia, etc., se nos propongan las más de las veces precisamente en este terreno. En realidad, sólo proclama verdades eternas como el que dos y dos son cuatro, el que los pájaros tienen pico u otras afirmaciones semejantes, aquel
que procede con la intención de basarse en la existencia de verdades eternas en general para inferir que también en el terreno de la historia humana hay verdades eternas, una moral eterna, una justicia eterna, etc., las cuales aspiran a una validez y un alcance análogos a los de las nociones y aplicaciones de la matemática. En este caso podemos esperar con toda seguridad que dicho amigo de la humanidad va a aprovechar la primera ocasión para declararnos que todos los anteriores fabricantes de verdades eternas fueron más o menos asnos y charlatanes, estuvieron todos presos en el error y fracasaron completamente; tras de lo cual considerará que la existencia del error de aquéllos y de su falibilidad es una ley natural y prueba de la existencia de la verdad y el acierto en él; él, el profeta último, trae la verdad definitiva de última instancia, la moral eterna, la justicia eterna, ya lista y terminada en su mochila. Todo esto ha ocurrido tantos centenares y miles de veces que hay que asombrarse de que haya hombres lo suficientemente crédulos para creer eso no ya de otros, sino de sí mismos. Pese a lo cual estamos ahora al menos en presencia de un tal profeta, sumido en cólera altamente moral, según vieja costumbre, cuando otras gentes se niegan a admitir que algún individuo sea capaz de suministrar la verdad definitiva de última instancia. Esa negación, incluso la mera duda, es, según él, un estado de debilidad, grosera confusión, nulidad, skepsis corrosiva peor que el mero nihilismo, confuso caos y otras tantas cosas amables más. Como en todos los profetas, tampoco aquí se procede por investigación crítico-científica para alcanzar el juicio, sino que se condena sin más con truenos morales.
Habríamos podido añadir a las ciencias citadas antes las que investigan las leyes del pensamiento humano, es decir, la lógica y la dialéctica. Pero tampoco en ellas es mejor la situación de las verdades eternas. El señor Dühring declara que la dialéctica propiamente dicha es un contrasentido, y los muchos libros que sobre lógica se han escrito y siguen escribiéndose prueban suficientemente que también en esto las verdades definitivas de última instancia crecen mucho más dispersas de lo que algunos creen.
Por lo demás, no tenemos en absoluto que aterrarnos porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas el que se empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva
de última instancia a conocimientos que por la misma naturaleza de la cosa o bien van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la historia humana, ya por las deficiencias del material histórico serán siempre incompletos y con lagunas, ese tal no prueba con ello más que su propia ignorancia y desorientación, incluso en el caso de que, a diferencia de lo que ocurre con nuestro autor, el fondo verdadero de su posición no sea la pretensión de infalibilidad personal. Verdad y error, como todas las determinaciones del pensamiento que se mueven en contraposiciones polares, no tienen validez absoluta más que para un terreno extremadamente limitado, como acabamos de ver, y como también el señor Dühring vería si tuviera un poco de familiaridad con los rudimentos de la dialéctica, los cuales se refieren precisamente a la insuficiencia de todos los contrapuestos polares. En cuanto que la aplicamos fuera de aquel estrecho ámbito antes indicado, la contraposición de verdad y error se hace relativa y, con ello, inutilizable para un modo de expresión rigurosamente científico; por lo que, si intentamos seguir aplicándola como absolutamente válida fuera de aquel terreno, llegamos definitivamente a la quiebra; los dos polos de la contraposición mutan en su contrario, la verdad se hace error y el error se hace verdad. Tomemos como ejemplo la conocida ley de Boyle según la cual a temperatura constante el volumen de los gases es inversamente proporcional a ]a presión que soportan. Regnault descubrió que esta ley no vale en todos los casos. Si hubiera sido un filósofo de la realidad, se habría visto obligado a decir: la ley de Boyle es mutable; por tanto, no es una verdad auténtica; por tanto, no es ninguna verdad en absoluto; por tanto, es un error. Pero con esto habría cometido un error bastante mayor que el contenido en la ley de Boyle; su grano de verdad habría desaparecido en un montón de arena del error; habría convertido su resultado, inicialmente correcto, en un error, en comparación del cual la ley de Boyle, junto con el elemento de error que la afecta, parecería la verdad. Como hombre de ciencia, Regnault no cayó en tal infantilismo, sino que siguió investigando y halló que la ley de Boyle no es en general sino aproximadamente correcta, y particularmente que pierde su validez en gases que por presión puedan licuarse, y ello en cuanto que la presión se acerca al punto en el cual se presenta la licuefacción. La ley de Boyle resulta, pues, correcta sólo dentro de determinados límites. Mas ¿es absolutamente, definitivamente válida dentro de esos límites?
Ningún físico hará tal afirmación. Dirá más bien que tiene validez dentro de ciertos límites de presión y temperatura y para determinados gases; y tampoco excluirá que dentro de esos mismos límites estrechos exista la posibilidad de que futuras investigaciones pongan aún una limitación más estricta o den de la misma una nueva versión.[*]
Tal es, pues, la situación de las verdades definitivas de última instancia en la física, por ejemplo. Por eso los trabajos realmente científicos evitan sistemáticamente expresiones dogmático- morales tales como error y verdad, mientras que estas expresiones nos salen constantemente al paso en escritos como la filosofía de la realidad, en los que una vacía cháchara quiere imponersenos como el resultado más soberano del soberano pensamiento.
Pero un lector ingenuo podría preguntarse: ¿Dónde ha dicho explícitamente el señor Dühring que el contenido de su filosofía de la realidad sea verdad definitiva y precisamente de última instancia? ¿Dónde? Pues, por ejemplo, en el ditirambo a su sistema (pág. 13) que citamos parcialmente en el capítulo segundo. O cuando, en la frase antes citada, dice que las verdadcs morales, en cuanto reconocidas hasta su fundamento último, reivindican validez análoga a la de las nociones matemáticas. Y ¿no afirma el señor Dühring que, desde su punto de vista realmente crítico y por medio de su investigación que llega hasta las raíces, ha penetrado hasta esos fundamentos últimos, hasta los esquemas básicos, con lo que ha dado a las verdades morales carácter definitivo de última instancia? Pues si el señor Dühring no ha sentado esa pretensión para sí mismo ni para su época, si sólo quiere decir que alguna vez, en el gris y nebuloso futuro, pueden formularse verdades definitivas de última instancia, si, pues, quiere decir lo mismo, aproximadamente aunque más confusamente, que la "skepsis corrosiva" y la "grosera confusión", entonces ¿para qué todo ese ruido, qué es lo que desea este señor?
Si con la verdad y el error no hemos podido hacer mucho
[*] Esto parece haberse confirmado desde que lo escribí. Tras las nuevas investigaciones de Mendeleiev y Boguski con aparatos más precisos, todos los gases auténticos han mostrado una relación variable entre la presión y el volumen; el coeficiente de expansión ha resultado positivo en el hidrógeno para todas las presiones aplicadas hasta ahora (el volumen disminuyó más lentamente de lo que aumentaba la presión); para el aire atmostérico y los demás gases estudiados se halló para cada uno un punto cero de presión, de tal modo que para presión menor aquel coeficiente es positivo, y para presión mayor negativo. La ley de Boyle, aun prácticamente utilizable hasta hoy, va a necesitar, pues, como complemento toda una serie de leyes especiales. (Ahora —1885 sabemos que no hay en absoluto gases "auténticos". Todos han sido reducidos a estado fluido-líquido.)
camino, con el bien y el mal vamos a hacer aún menos. Esta contraposición se mueve exclusivamente en el terreno moral, es decir, en un terreno perteneciente a la historia humana, y en él las verdades definitivas de última instancia se encuentran precisamente con la mayor escasez. Las nociones de bien y mal han cambiado tanto de un pueblo a otro y de una época a otra que a menudo han llegado incluso a contradecirse. (Alguien podrá sin duda replicar que el bien no es el mal ni el mal el bien, y que si se confunden el bien y el mal se suprime toda moralidad y cada cual puede hacer o dejar de hacer lo que quiera.) Esta es también la opinión del señor Dühring, en cuanto se le quita todo el estilo sentencioso de oráculo. No obstante, la cuestión no es tan fácil de liquidar. Si tan sencilla fuera, tampoco habría discusión sobre el bien y el mal, todo el mundo sabría lo que son el bien y el mal. Pero ¿cuál es hoy la situación? ¿Qué moral se nos predica hoy? Hay, por de pronto, la cristiano-feudal, procedente de viejos tiempos creyentes, que se divide fundamentalmente en una moral católica y otra protestante, con subdivisiones que van desde la jesuítico-católica y la protestante ortodoxa hasta la moral laxa ilustrada. Se tiene además la moral moderno-burguesa y, junto a ésta, la moral proletaria del futuro, de modo que ya en los países más adelantados de Europa el pasado, el presente y el futuro suministran tres grandes grupos de teorías morales que tienen una vigencia contemporánea y copresente. ¿Cuál es la verdadera? Ninguna de ellas, en el sentido de validez absoluta y definitiva; pero sin duda la moral que posee más elementos de duración es aquella que presenta el futuro en la transformación del presente, es decir, la moral proletaria.
Mas al ver que las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal, la burguesía y el proletariado, tienen cada una su propia moral, no podemos sino inferir de ello que en última instancia los hombres toman, consciente o inconscientemente, sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se funda su situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales producen y cambian.
Pero en las tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no puede ser esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso, necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que
coincidir necesariamente en mayor o menor medida. A partir del momento en que se ha desarrollado la propiedad privada de los bienes muebles, todas las sociedades en las que valía esa propiedad privada tuvieron que poseer en común el mandamiento moral "No robarás".
¿Se convierte por ello este mandamiento en mandamiento moral eterno? En modo alguno. En una sociedad en la que se eliminen los motivos del robo, en la que a la larga no puedan robar sino, a lo sumo, los enfermos mentales, sería objeto de burla el predicador moral que quisiera proclamar solemnemente la verdad eterna "No robarás".
Rechazamos, por tanto, toda pretensión de que aceptamos la imposición de cualguier dogmática moral como ley ética eterna, definitiva y por tanto inmutable, por mucho que se nos exhiba el pretexto de que también el mundo moral tiene sus principios permanentes, situados por encima de la historia y de las diferencias entre los pueblos. Afirmamos, por el contrario, que toda teoría moral que ha existido hasta hoy es el producto, en última instancia, de la situación económica de cada sociedad. Y como la sociedad se ha movido hasta ahora en contraposiciones de clase, la moral fue siempre una moral de clase; o bien justificaba el dominio y los intereses de la clase dominante, o bien, en cuanto que la clase oprimida se hizo lo suficientemente fuerte, representó la irritación de los oprimidos contra aquel dominio y los intereses de dichos oprimidos, orientados al futuro. Todo esto no nos hace dudar de que, al igual que en las demás ramas del conocimiento humano, también en la moral se ha producido a grandes rasgos un progreso. Pero todavía no hemos rebasado la moral de clase. Una moral realmente humana que esté por encima de las contraposiciones de clase, y por encima del recuerdo de ellas, no será posible sino en un estadio social que no sólo haya superado la contraposición de clases, sino que la haya además olvidado para la práctica de la vida.
Con esto podrá apreciarse el orgullo del señor Dühring que, desde el corazón de la sociedad de clases, presenta la pretensión de imponer a la sociedad futura y sin clases, en vísperas de una revolución social, una moral etema, independiente de la época y de las transformaciones reales. Aun suponiendo —cosa para nosotros hasta el momento desconocida— que el señor Dühring entendiera por lo menos en sus rasgos fundamentales la estructura de esa sociedad futura.
He aquí, por último, una revelación "básicamente propia", pero
no por ello menos "penetrante hasta las raíces": por lo que hace al origen del mal,
contamos con el hecho de que el tipo del gato, con su correspondiente falsedad, se encuentra presente en una formación animal, con la circunstancia de que en el mismo nivel se halla en el hombre también una conformación análoga del carácter... El mal no es, pues, nada misterioso, a menos que se quiera rastrear en la existencia del gato o del animal de presa en general algo místico.
El mal es el gato. El diablo, pues, no tiene cuernos ni pezuña, sino uñas retráctiles y ojos verdes. Y Goethe cometió un error imperdonable al presentar a Mefistófeles como perro negro en vez de bajo la forma del sudodicho gato. El mal es el gato. Esta es la moral no sólo para todos los mundos, sino también ¡para el gato!
Hemos conocido ya varias veces el método del señor Dühring. Ese método consiste en descomponer cada grupo de objetos del conocimiento en sus elementos supuestamente simples, aplicar a esos elementos axiomas no menos sencillos y supuestamente evidentes y seguir operando con los resultados así conseguidos. También una cuestión del ámbito de la vida social
se decide axiomáticamente con particulares y simples formaciones fundamentales, como si se tratara de simples... formaciones fundamentales de la matemática
Y así la aplicación del método matemático a la historia, la moral y el derecho tiene que darnos también aquí certeza matemática sobre la verdad de los resultados conseguidos, caracterizarlos como verdades auténticas e inmutables.
Se trata sencillamente de otra formulación del viejo amable método ideológico que solía llamarse apriorístico, y que consiste en no registrar las propiedades de un objeto estudiando el objeto, sino en deducirlas demostrativamente a partir del concepto del objeto. Primero se forma uno un concepto del objeto a partir del objeto; luego se da la vuelta al espejo y se mide el objeto por su imagen, el concepto. El objeto debe regirse por el concepto, no el concepto por el objeto. En el caso del señor Dühring, el servicio comúnmente realizado por el concepto es cosa de los elementos simples, es decir, de las últimas abstracciones a las que consigue llegar; pero esto no altera en nada el método; estos elementos simples son, en el mejor de los casos, de naturaleza puramente conceptual. La filosofía de la realidad muestra, pues, también aquí que es pura ideología, deducción de la realidad no a partir de sí misma, sino a partir de la representación.
Si, pues, un tal ideólogo se dispone a construir la moral y el derecho no con las condiciones sociales reales de los hombres que le rodean, sino a partir del concepto o de los supuestos elementos
simples de "la sociedad", ¿qué material tiene para esa construcción? Lo tiene obviamente de dos tipos: primero, el escaso resto de contenido real que tal vez quede en aquellas abstracciones puestas como fundamento; segundo, el contenido que nuestro ideólogo vuelva a introducir en ellas partiendo de su propia consciencia. Y ¿qué encuentra en su consciencia? Sobre todo, concepciones morales y jurídicas que son expresión más o menos adecuada —positiva o negativa, conformista o polémica de las condiciones sociales y políticas en las que vive; luego tal vez nociones tomadas de la literatura principal; por último, quizá, manías personales. Nuestro ideólogo puede revolver todo lo que quiera: la realidad histórica que ha echado por la puerta vuelve a entrar por la ventana, y mientras cree estar proyectando una doctrina ética y jurídica para todos los mundos, está ejecutando en realidad un retrato de las corrientes conservadoras o revolucionarias de su época, deformado porque, separado de su suelo real, es como un rostro reflejado por un espejo cóncavo e invertido.
El señor Dühring descompone, pues, la sociedad en sus elementos simples y descubre al hacerlo que la sociedad más simple se compone por lo menos de dos seres humanos. Con estos dos seres humanos se pone, pues, a operar axiomáticamente. Y entonces se presenta con mucha naturalidad el axioma moral fundamental:
Dos voluntades humanas son como tales plenamente iguales una a la otra, y la una no puede por de pronto imponer positivamente nada a la otra. Con esto "se caracteriza la forma fundamental de la justicia moral"; y también la de la justicia jurídica, pues "para el desarrollo de los conceptos jurídicos de principio no necesitamos más que la relación plenamente simple y elemental entre dos seres humanos".
Que dos seres humanos o dos voluntades humanas como tales son plenamente iguales no sólo no es un axioma, sino que es incluso una gran exageración. Dos hombres pueden ser por de pronto, incluso como tales seres humanos, desiguales por el sexo, y este sencillo hecho nos lleva en seguida a este otro —si nos permitimos por un momento seguir al señor Dühring en su infantilismo— , a saber, que los dos elementos simples de la sociedad no son dos hombres, sino un hombrecito y una mujercita, los cuales fundaron una familia, la forma de asociación primera y más sencilla para la producción. Pero esto no satisface cn absoluto al señor Dühring. Pues, por una parte, hay que igualar lo más posible a los dos fundadores de sociedad y, por otra parte, ni el mismo señor Dühring
sería capaz de construir partiendo de la familia primitiva la equiparación jurídica de hombre y mujer. Una de dos, pues: o bien la molécula social dühringiana, por cuya multiplicación tiene que constituirse la sociedad, está desde el principio condenada a la ruina, pues dos hombres no conseguirán jamás con su colaboración producir un niño, o bien tenemos que imaginar esos dos hombres como dos cabezas de familia. Y en este caso todo ese simple esquema básico se convierte en su contrario: en vez de la igualdad entre los seres humanos prueba a lo sumo la igualdad de los cabezas de familia y, como no se pregunta nada a las mujeres, prueba además la subordinación de éstas.
Tenemos que comunicar aquí al lector la desagradable nueva de que a partir de este momento no va a conseguir perder de vista a esos dos famosos hombres por algún tiempo. Los dos desempeñan en el terreno de las relaciones sociales un papel parecido al asumido hasta ahora por los habitantes de otros cuerpos celestes, de los que esperamos habernos despedido ya. En cuanto se presenta una cuestión de la economía, la política, etc., los dos hombres se ponen inmediatamente en marcha y liquidan "axiomáticamente" el asunto en un momento. Se trata de un extraordinario descubrimiento creador, y creador precisamente de sistema, que ha hecho nuestro filósofo de la realidad: aunque desgraciadamente, si es que queremos hacer honor a la verdad, hay que decir que no ha sido él el que ha descubierto a los dos hombres en cuestión. Son más bien comunes a todo el siglo XVIII. Se presentan ya en el tratado de Rousseau sobre la desigualdad, en el que —sea dicho de paso sirven para probar axiomáticamente lo contrario de las afirmaciones dühringianas. Desempeñan un papel capital en los autores de la economía política, desde Adam Smith hasta Ricardo; pero en estos autores los dos hombres son por lo menos desiguales por el hecho de que cada uno de ellos desempeña un oficio distinto —por lo general, los oficios de cazador y pescador y en que se intercambian sus respectivos productos. Por lo demás, en todo el siglo XVIII nuestros dos hombres sirven principalmente como mero ejemplo, y la originalidad del señor Dühring consiste exclusivamente en haber ascendido ese método de ejemplificación a la categoría de método fundamental de toda ciencia de la sociedad y a criterio de todas las formaciones históricas. Cierto que es imposible facilitarse más la "concepción rigurosamente científica de las cosas y los hombres".
Para conseguir el axioma fundamental de que dos hombres y
sus voluntades son totalmente iguales entre sí y ninguno de ellos puede mandar nada al otro, no podemos en modo alguno tomar dos hombres cualesquiera. Tienen que ser dos seres humanos tan liberados de toda realidad, de todas las situaciones nacionales, económicas, políticas y religiosas que se dan en la Tierra, de toda particularidad sexual y personal, que no queda ni de uno ni de otro más que el mero concepto "ser humano"; entonces sí que son "plenamente iguales" entre sí. Son, pues, dos plenos fantasmas conjurados por ese mismo señor Dühring que en todas partes rastrea y denuncia mociones "espiritistas". Los dos fantasmas tienen que hacer, naturalmente, todo lo que les pide su conjurador, razón por la cual todos los números que realizan son sumamente indiferentes para el resto del mundo.
Pero consideremos ulteriormente la axiomática del señor Dühring. Las dos voluntades están absolutamente imposibilitadas de pretender nada positivo una de otra. Si, a pesar de ello, una lo hace así e impone por la fuerza su pretensión, se produce una situación injusta, y con este esquema básico el señor Dühring explica la injusticia, la violencia, la servidumbre y, en una palabra, toda la condenable historia sida. Ahora bien: en el escrito antes aludido Rousseau ha argüido precisamente lo contrario partiendo de los dos hombres, y de modo no menos axiomático, a saber: que dados los dos hombres, A no puede someter a B por la fuerza, sino sólo poniendo a B en una situación en la cual no pueda prescindir de A, lo cual representa para el señor Dühring una concepción ya demasiado materialista. Digamos, pues, lo mismo de otro modo. Dos náufragos se encuentran solos en una isla y fundan una sociedad. Sus voluntades son formalmente iguales, y los dos lo reconocen así. Pero desde el punto de vista material hay una gran desigualdad. A es decidido y enérgico; B es indeciso, lento y perezoso; A es despierto, B es romo. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que A imponga su voluntad a B, por persuasión primero, luego por hábito, regularmente, aunque siempre bajo forma de voluntariedad? Se respete o se pisotee la forma de la voluntariedad, sumisión es siempre sumisión. El ingreso voluntario en la servidumbre se ha mantenido durante toda la Edad Media, y en Alemania incluso hasta después de la Guerra de los Treinta Años. Cuando, tras las derrotas de 1806 y 1807, se suprimió en Prusia la servidumbre y, con ella, la obligación para los nobles señores de curar de sus siervos en la miseria, la enfermedad y la vejez, los campesinos pidieron al rey que se les dejara en servidumbre, pues ¿quién iba a curar de ellos en la
miseria? El esquema de los dos hombres está, pues, tan "orientado" a la desigualdad y la servidumbre cuanto a la igualdad y la ayuda recíproca; y como, bajo pena de extinción, tenemos que imaginarnos a los dos hombres como cabezas de familia, tenemos ya incluida en el esquema la servidumbre hereditaria.
Pero dejemos todo eso en este punto por un momento. Supongamos que la axiomática del señor Dühring nos hubiera convencido y que fuéramos ya entusiastas de la plena equiparación de las dos voluntades, de la "general soberanía humana", de la "soberanía del individuo", colosos verbales frente a los cuales el "Unico" de Stirner, con su propiedad, es un chapucero, aunque también él podría reivindicar su parte de paternidad en aquella construcción. Todos somos, pues, ahora plenamente iguales e independientes. ¿Todos? Pues no; no todos.
Hay también "dependencias admisibles", pero éstas se explican "por motivos que no hay que buscar en la actuación de las dos voluntades como tales, sino en un tercer ámbito, como, por ejemplo, cuando se trata de niños en la insuficiencia de su autodeterminación".
Efectivamente. Los motivos de la dependencia no deben buscarse en la actuación de las dos voluntades como tales. Naturalmente que no, puesto que lo que ocurre en la dependencia es que se impide precisamente la actuación de una de las voluntades. Sino es un tercer ámbito. Y ¿cuál es ese tercer ámbito? La concreta determinación de la voluntad oprimida como insuficiente. Tanto se ha alejado de la realidad nuestro filósofo de la misma que frente a la abstracta y vacía locución "voluntad" el real contenido, la determinación característica de esa voluntad, le parece ya un "tercer ámbito". Pero sea de ello lo que fuere, hemos de registrar que la equiparación tiene en todo caso su excepción. No vale para una voluntad afectada por la insuficiencia de la autodeterminación. Retirada número 1.
Sigamos:
Cuando la bestia y el hombre se encuentran mezclados en una persona puede entonces preguntarse en nombre de una segunda persona plenamente humana si la conducta de ésta puede ser la misma que sería, caso de encontrarse, por así decirlo, ante personas exclusivamente humanas... Por tanto, nuestra suposición de dos personas moralmente desiguales, una de las cuales participa en algún sentido del carácter propio de la bestia, es la forma básica típica de todas las relaciones... que pueden presentarse en grupos humanos y entre grupos humanos según esa diferencia.
Dejamos al lector el trabajo de consultar por sí mismo la triste diatriba que sigue a esa tímida escapatoria y en la que el señor Dühring se revuelve y agita como un jesuita para establecer casuísticamente hasta qué punto puede el hombre humano proceder contra el hombre bestial, en qué medida puede utilizar contra él la desconfiánza, la astucia bélica, expedientes violentos, incluso terroristas y de engaño, sin pecar por ello frente a la moral inmutable.
Así, pues, la igualdad desaparece también cuando dos personas son "moralmente desiguales". Pero entonces no valía absolutamente la pena conjurar a aquellos dos hombres plenamente iguales, pues no hay ni dos personas que sean plenamente iguales desde el punto de vista moral. Pero la desigualdad consiste, según parece, en que la una es una persona humana, mientras la otra lleva en sí una buena porción de bestia. Ahora bien: la descendencia del hombre a partir del reino animal conlleva la circunstancia de que el hombre no se libere nunca plenamente de la bestia, de tal modo que no podrá tratarse nunca sino de un más o un menos, una diferencia de grado en cuanto a bestialidad y humanidad. Aparte de la filosofía de la realidad, sólo el cristianismo —que por eso tiene consecuentemente su juez universal, para practicar la división— conoce una distribución de los hombres en dos grupos claramente delimitados, hombres- hombres y hombres- bestias, buenos y malos, corderos y cabritos. Mas ¿quién será juez universal en la filosofía de la realidad? Tendrá probablemente que ocurrir como en la práctica del cristianismo, en el cual las piadosas ovejitas asumen ellas mismas, y con el éxito sabido, la función de juez universal contra sus mundanales prójimos cabritos. Si alguna vez llega a formarse, la secta de los filósofos de la realidad no les cederá seguramente en nada en este respecto a los hombres de Dios. Pero la cosa puede dejarnos indiferentes; lo que nos interesa es la confesión de que, a consecuencia de la desigualdad moral entre los hombres, la igualdad vuelve a disiparse. Retirada número 2.
Sigamos otra vez:
Cuando el uno obra según la verdad y la ciencia y el otro según cualquier preiuicio o superstición..., tienen que presentarse nonnalmente perturbaciones recíprocas... Alcanzado cierto grado de incapacidad, rudeza o mala tendencia del carácter, tendrá que producirse siempre un choque... La fuerza es el último recurso no sólo contra niños y locos. La mala conformación de enteros grupos naturales y clases culturales de hombres puede convertir en una necesidad inevitable la sumisión de su voluntad, hostil por su deformación, en el sentido de una reconducción de la misma a los vínculos comunes. La voluntad ajena sigue aquí considerándose como equiparada;
pero por la deformación de su actuación lesiva y hostil ha provocado una compensacíón, y si esa voluntad sufre entonces la acción de la fuerza, no hace sino cosechar el contragolpe de su propia injusticia.
Así, pues, no sólo la desigualdad moral, sino incluso la intelectual basta para eliminar la "plena igualdad" de las dos voluntades y para elaborar una moral según la cual todos los crímenes de los civilizados estados rapaces contra pueblos atrasados, incluyendo las monstruosidades de los rusos en el Turquestán, pueden justificarse. Cuando en el verano de 1873 el general Kaufmann asaltó la tribu tártara de los yomudas, mandó quemar sus tiendas y acuchillar "a la caucásica", como decía la orden, a sus mujeres y a sus niños, afirmó también que la sumisión del pueblo de los yomudas, hostil por su deformación, en el sentido de su reconducción a los vínculos comunes, se había hecho una necesidad inevitable, y que los medios que él había utilizado eran los más adecuados, pues el que quiere el fin tiene también que querer los medios. Sólo que no fue lo suficientemente cruel como para burlarse encima de los yomudas diciendo que, puesto que los degollaba por compensación, estaba precisamente respetando su voluntad como equiparada. Encima de eso, los que se reservan el decidir qué es superstición, prejuicio, rudeza, mala tendencia del carácter, y cuándo son necesarios para la compensación la sumisión y la fuerza, son en este conflicto los elegidos, los que obran sedicentemente según la verdad y la ciencia, es decir, en última instancia, los filósofos de la realidad. La igualdad es, pues, ahora la compensación por la fuerza, y la primera voluntad reconoce como equiparada a la segunda por el procedimiento de someterla. Retirada número 3, que ya aquí degenera en vergonzosa huida.
Dicho sea de paso, la fraseología según la cual la voluntad ajena es considerada como equiparada precisamente en la compensación o el restablecimiento del equilibrio por la fuerza, es una simple deformación de la teoría hegeliana según la cual la pena es un derecho del delincuente;
...que la pena se considera como conteniendo su propio derecho, y en ella se hace honor al delincuente como ser racional (Filosofía del derecho, § 100, observación).
Con esto podemos dejar el tema. Sería superfluo seguir aún al señor Dühring por su progresiva destrucción de la igualdad tan axiomáticamente establecida, de la soberanía humana general, etc.,
u observar cómo, aunque consiga producir la sociedad con dos hombres, necesita un tercero para construir el Estado, pues —por decirlo brevemente sin ese tercero es imposible constituir una mayoría y sin ella, es decir, sin el dominio de la mayoría sobre la minoría, es imposible que exista un Estado; o cómo se desvía luego paulatinamente hacia las aguas más tranquilas de la construcción de su Estado socialitario del futuro, en el que tendremos el honor de ir a visitarle una hermosa mañana. Hemos visto ya suficientemente que la plena igualdad de las dos voluntades no subsiste sino mientras esas dos voluntades no quieren nada; que en cuanto que dejan de ser voluntades humanas como tales y se convierten en voluntades reales, individuales, en las voluntades de dos hombres, queda suprimida la igualdad; que la infancia, la locura, la supuesta bestialidad, el supuesto prejuicio, la supuesta superstición y la sospechada incapacidad, por un lado, y la imaginada humanidad, la comprensión de la verdad y de la ciencia, por otro, que toda diferencia, pues, en la cualidad de las dos voluntades y en la de las inteligencias que las acompañan justifica una desigualdad, la cual puede llegar incluso a la sumisión; ¿qué más vamos a pedir, una vez que el señor Dühring mismo ha derribado tan radicalmente y desde los fundamentos su propio edificio de la igualdad?
Pero si hemos terminado ya con el tratamiento trivial y chapucero de la idea de igualdad por el señor Dühring, eso no nos libera de considerar esa idea misma, en el importante papel agitatorio, teórico principalmente en Rousseau, práctico en la gran Revolución y desde ella, que sigue desempeñando aún hoy en el movimiento socialista de casi todos los países. El establecimiento de su contenido científico determinará también su valor para la agitación proletaria.
La idea de que todos los seres humanos en tanto que tales tienen algo en común y que son además iguales dentro del alcance de ese algo común es, naturalmente, antiquísima. Pero la moderna exigencia de igualdad es completamente distinta de esa noción; la idea moderna consiste más bien en deducir de aquella propiedad común del ser-hombre, de aquella igualdad de los seres humanos como tales, la exigencia de validez política o social igual de todos los hombres, o, por lo menos, de todos los ciudadanos de un Estado o de todos los miembros de una sociedad. Tuvieron que pasar, y pasaron, milenios antes de que de aquella primitiva representación de igualdad relativa se explicitara la inferencia de una equiparación
en el Estado y la sociedad, y hasta que esa inferencia pudiera incluso parecer algo natural y evidente. En las más antiguas comunidades naturales, la equiparación no tenía sentido, sino, a lo sumo, entre los miembros de la pequeña comunidad; mujeres, esclavos y extranjeros quedaban obviamente excluidos de ella. Entre los griegos y los romanos las desigualdades de los hombres tenían bastante más importancia que cualquier igualdad. Habría parecido por fuerza a los antiguos una insensatez la idea de que griegos y bárbaros, libres y esclavos, ciudadanos y protegidos, ciudadanos romanos y súbditos sometidos (por usar una expresión muy genérica) pudieran pretender una situación política igual. Bajo el Imperio Romano fueron disolviéndose paulatinamente todas esas diferencias, con excepción de la diferencia entre libres y esclavos; surgió así, al menos para los libres, aquella igualdad privada sobre cuyo fundamento se desarrolló el derecho romano, la más perfecta formación del derecho basado en la propiedad privada de la que tengamos conocimiento. Pero mientras subsistió la contraposición entre libres y esclavos, era imposible hablar de consecuencias jurídicas de la igualdad general humana; así lo hemos visto aún recientemente en los estados esclavistas de la Unión norteamericana.
El cristianismo no conoció más que una igualdad de todos los hombres, a saber, la de la igual pecaminosidad, la cual correspondía plenamente a su carácter de religión de los esclavos y oprimidos. Junto a ella conoció a lo sumo la igualdad de los elegidos, la cual, empero, no se subrayó sino muy al comienzo. Las huellas de la comunidad de bienes que se encuentran también en los comienzos de la nueva religión son más reducibles a la solidaridad de los perseguidos que a reales ideas de igualdad. Muy pronto la consolidación de la contraposición sacerdote- laico termina también con este rudimento de igualdad cristiana. La marea germánica que cubrió la Europa occidental suprimió para siglos todas las ideas de igualdad, con la paulatina edificación de una jerarquía social y política de naturaleza más complicada que todo lo conocido hasta entonces; pero, al mismo tiempo, aquella invasión introdujo a la Europa occidental y central en el movimiento de la historia, creó por vez primera un compacto territorio cultural y, en ese territorio y también por vez primera, un sistema de estados de carácter predominantemente nacional y en relaciones de influencia y acoso recíprocos. Con esto preparó el suelo en el cual podría hablarse más tarde de equiparación humana y derechos del hombre.
La Edad Media feudal desarrolló además en su seno la clase
llamada a convertirse, en su ulterior desarrollo, en portadora de la moderna exigencia de igualdad: la burguesía. Estamento feudal al principio ella misma, la burguesía había desarrollado la industria —predominantemente artesana y el intercambio de productos en el seno de la sociedad feudal hasta un nivel relativamente elevado, cuando a fines del siglo XV los grandes descubrimientos marítimos le abrieron una nueva carrera más amplia. El comercio extraeuropeo, hasta entonces sólo practicado entre Italia y el Levante, se amplió hasta América y la India, y rebasó pronto en importancia tanto el intercambio entre los diversos países europeos cuanto el tráfico interior de cada país particular. El oro y la plata americanos invadieron Europa y penetraron como un elemento de disolución por todas las lagunas, ranuras y poros de la sociedad feudal. La industria organizada artesanalmente no bastó ya para las crecientes necesidades; y así en las principales industrias de los países adelantados fue sustituida por la manufactura.
A esta gran transformación de las condiciones económicas vitales de la sociedad no siguió empero en el acto un cambio correspondiente de su articulación política. El orden estatal siguió siendo feudal, mientras la sociedad se hacía cada vez más burguesa. El comercio en gran escala, y señaladamente el internacional, así como el mundial en medida aún mayor, exige la presencia de poseedores de mercancías que sean libres, que no se vean impedidos en sus movimientos, que se hallen en una situación de equiparación y que realicen sus intercambios sobre la base de un derecho igual para todos ellos, por lo menos en cada lugar. El paso de la artesanía a la manufactura tiene como presupuesto la existencia de cierto número de trabajadores libres —libres, por una parte, de ataduras gremiales y, por otra, libres o desprovistos de los medios necesarios para aprovechar ellos mismos su fuerza de trabajo— , trabajadores que pueden contratar con el fabricante para alquilarle su fuerza de trabajo, lo que quiere decir que, en cuanto contratantes, se enfrentan con él en una situación de equiparación. Por último, la igualdad, la igual validez de todos los trabajos humanos, por ser, y en la medida en que son, trabajo humano en general, halló su expresión inconsciente, pero sumamente eficaz, en la ley del valor de la moderna economía burguesa, ley según la cual el valor de una mercancía se mide por el trabajo socialmente necesario contenido en ella.[*] Pero donde la situación económica exigía libertad
[*] Marx presentó por vez primera en El Capital esta derivación de las modernas ideas de igualdad a partir de las condiciones económicas de la sociedad burguesa.
y equiparación, el orden político le contraponía vínculos gremiales y privilegios especiales a cada paso. Privilegios locales, aduanas diferenciales y leyes de excepción de todo tipo afectaban en el comercio no sólo a los forasteros o a los habitantes de las colonias, sino también, muchas veces, incluso a categorías enteras de los propios súbditos; por todas partes y continuamente los privilegios gremiales se atravesaban en la vía del desarrollo de la manufactura. En ningún lugar había vía libre ni eran iguales las perspectivas para los competidores burgueses, y, sin embargo, ésta era la reivindicación primera y más urgente.
En cuanto que el progreso económico de la sociedad la puso al orden del día, la exigencia de liberación respecto de las ataduras feudales y de establecimiento de la igualdad jurídica mediante la eliminación de las feudales desigualdades tenía que alcanzar pronto mayores dimensiones. Si se formulaba esa exigencia en interés de la industria y del comercio, era necesario pedir la misma equiparación para la gran masa de los campesinos, los cuales tenían que conceder gratuitamente al señor feudal la mayor parte de su tiempo de trabajo, en situaciones que cubrían todos los grados de servidumbre, partiendo de la plena de la gleba, y aún estaban además sometidos a entregar al mismo señor y al Estado innumerables tributos. Tampoco, por otra parte, podía dejar de reivindicarse la supresión de los privilegios feudales, la exención fiscal de la nobleza y los privilegios políticos de los diversos estamentos. Y como no se vivía ya en un imperio universal como había sido el romano, sino en un sistema de estados independientes y situados a un nivel de desarrollo burgués aproximadamente igual, es natural que aquella exigencia cobrara un carácter general que rebasaba a cada Estado particular, o sea que la libertad y la igualdad se proclamaran como derechos del hombre. Y lo específico del carácter propiamente burgués de esos derechos del hombre es que la Constitución americana —la primera que los ha reconocido confirme simultáneamente la esclavitud de las gentes de color existente en América: mientras se condenan los privilegios de clase se santifican los de raza.
Pero, como hemos sabido, desde el momento en que rompe la crisálida de la ciudad feudal, desde el momento en que pasa de la situación de estamento medieval a la de clase moderna, la burguesía va siempre e inevitablemente acompañada por su sombra, el proletariado. Y análogamente las exigencias burguesas de igualdad van acompañadas por exigencias de igualdad proletarias. Desde
el momento en que se plantea la reivindicación burguesa de la supresión de los privilegios de clase, surge junto a ella la exigencia proletaria de supresión de las clases mismas, y ello, primero, en forma religiosa, apoyándose en el cristianismo primitivo, y luego basándose en las mismas teorías igualitarias burguesas. Los proletarios toman la palabra a la burguesía: la igualdad no debe ser sólo aparente, no debe limitarse al ámbito del Estado, sino que tiene que realizarse también realmente, en el terreno social y económico. Sobre todo desde que la burguesía francesa, a partir de la Gran Revolución, ha colocado en primer término la igualdad burguesa, el proletariado le ha devuelto golpe por golpe con la exigencia de igualdad social y económica, y la igualdad se ha convertido muy especialmente en grito de combate del proletariado francés.
La exigencia de igualdad tiene, pues, en boca del proletariado una doble significación. O bien es —como ocurre sobre todo en los comienzos, por ejemplo, en la guerra de los campesinos— la reacción natural contra las violentas desigualdades sociales, contra el contraste entre ricos y pobres, entre señores y siervos, entre la ostentación y el hambre, y entonces es simple expresión del instinto revolucionario y encuentra en esto, y sólo en esto, su justificación, o bien ha surgido de una reacción contra la exigencia burguesa de igualdad, infiere de ésta ulteriores consecuencias más o menos rectamente y sirve como medio de agitación para mover a los trabajadores contra los capitalistas con las propias afirmaciones de los capitalistas; en este caso coincide para bien y para mal con la misma igualdad burguesa. En ambos casos, el contenido real de la exigencia proletaria de igualdad es la reivindicación de la supresión de las clases. Toda exigencia de igualdad que vaya más allá de eso desemboca necesariamente en el absurdo. Hemos dado ya ejemplos de este hecho y aún encontraremos más cuando lleguemos a las fantasías futuristas del señor Dühring.
Así, pues, la idea de igualdad, tanto en su forma burguesa cuanto en su forma proletaria, es ella misma un producto histórico, para cuya producción fueron necesarias determinadas situaciones históricas que suponían a su vez una dilatada prehistoria. Será, pues, cualquier cosa, menos una verdad eterna. Y si hoy es para el gran público —en algún sentido una cosa evidente; si, como dice Marx, "posee ya la firmeza de un prejuicio popular", ello no se debe a su supuesta verdad axiomática, sino que es efecto de la general difusión y la permanente actualidad de las ideas del siglo XVIII. Si, pues, el señor Dühring puede permitirse tan tranquilamente
maniobrar a sus dos célebres hombres por el terreno de la igualdad, eso se debe a que la cosa resulta muy natural para el prejuicio público. Y, efectivamente, el señor Dühring llama natural a su filosofía, precisamente porque ella parte de cosas que le parecen a él muy naturales. Pero no se pregunta, naturalmente, por qué le parecen naturales.
Por lo que hace al terreno político y jurídico, los principios enunciados en el presente curso se basan en los estudios especializados más profundos. Por eso habrá... que partir del hecho de que aquí... se ha tratado de la exposición consecuente de los resultados de los campos jurídico y de la ciencia del Estado. Mi primera especialización fue precisamente la jurisprudencia, y le he dedicado no sólo los tres años habituales de la preparación teórica universitaria, sino además, y durante otros tres años de práctica jurídica, un estudio continuo y especialmente orientado a la profundización de su contenido científico... Por lo demás, no hay duda de que la crítica de las relaciones y la situación del derecho privado y de las correspondientes insuficiencias jurídicas no habría podido presentarse con la misma seguridad si no hubiera sido consciente de conocer en todo punto las debilidades de este campo tan bien como sus aspectos sólidos.
Un hombre que tiene derecho a hablar así de sí mismo tiene por fuerza que inspirar confianza desde el primer momento, especialmente frente al "estudio jurídico, breve y descuidado según propia confesión, del señor Marx".
Por eso tiene que asombrarnos que la crítica de la situación del derecho privado, que con tanta seguridad se presenta, se limite a contarnos que
"el carácter científico de la jurisprudencia... es escaso", que el derecho positivo civil burgués es la injusticia, pues sanciona la propiedad por la fuerza, y que el "fundamento natural" del derecho penal es la venganza,
afirmación que presenta a lo sumo la novedad de ese místico revestimiento en un "fundamento natural". Los resultados por lo que hace a la ciencia del Estado se limitan a los actos de los consabidos tres hombres, uno de los cuales ha violentado hasta el momento a los otros dos, a propósito de lo cual el señor Dühring se pone a investigar con toda seriedad si el primero que ha introducido la violencia y la servidumbre ha sido el segundo o el tercero.
Pero recorramos algo más los profundos estudios especializados y la científicidad profundizada por tres años de práctica judicial de nuestro sólido jurista.
El señor Dühring nos cuenta que Lassalle
fue acusado "de ocasionar el intento de robo de un cofrecillo", "sin que de todos modos se registrara condena judicial, pues la llamada absolución de la instancia, que entonces era aún posible..., aquella absolución a medias intervino a su favor".
El proceso contra Lassalle de que aquí habla el señor Dühring se vio en el verano de 1848 ante el Tribunal de Colonia, ciudad en la cual, como en casi toda Renania, estaba vigente el derecho penal francés. El derecho territorial prusiano se había introducido excepcionalmente sólo para faltas y delitos políticos, pero ya en 1848 Camphausen suprimió de nuevo incluso esa excepción. El derecho francés no conoce siquiera la vergonzosa categoría jurídica prusiana de "ocasionar" un delito, y aún menos, naturalmente, la de ocasionar un intento de delito. No conoce más que la incitación al delito y ésta, para que sea penable, tiene que realizarse "mediante regalos, preparativos con dolo o artificios penables" (Code pénal, art. 60). El ministerio fiscal, formado en el derecho territorial prusiano, perdió de vista, como el señor Dühring, la esencial diferencia entre el precepto francés, claro y determinado, y la vaga indeterminación prusiana, intentó un proceso tendencioso a Lassalle y fracasó brillantemente pues sólo un completo ignorante del moderno derecho francés puede afirmar que este derecho penal conozca la absolución de la instancia, esa absolución a medias del derecho territorial prusiano; el derecho penal francés no conoce más que la condena o la absolución, y ninguna cosa intermedia.
Podemos y tenemos, pues, que decir que el señor Dühring no habría podido cometer con tal aplomo ese "trazado histórico de gran estilo" contra Lassalle si hubiera tenido alguna vez en las manos el Code Napoleón. Tenemos, por tanto, que comprobar que el único código burgués moderno, basado en las conquistas sociales de la gran Revolución Francesa, conquistas que traduce al terreno jurídico, que el moderno derecho francés, en una palabra, es completamente desconocido para el señor Dühring.
En otro lugar, a propósito de la crítica de los jurados por mayoría introducidos en todo el continente según el modelo francés el señor Dühring nos adoctrina:
Aún más, es incluso posible familiarizarse con la idea, que no carece de ejemplos históricos, de que una condena con votos en contra debería ser una institución imposible en una comunidad perfecta... Pero este modo sano y profundamente espiritual de concebir el problema tiene que pareccr, como ya hemos indicado, inadecuado para las formaciones tradicionales, pues es demasiado bueno para ellas.
Así, pues, el señor Dühring ignora también que la unanimidad de los jurados es imprescindible y necesaria no sólo para condenas penales, sino incluso para sentencias en procesos civiles, según el derecho común inglés, es decir, según el derecho consuetudinario y no escrito que se encuentra en vigor desde tiempos inmemoriales, por lo menos desde el siglo XIV. Ese modo de concebir el problema, serio y profundamente espiritual y, según el señor Dühring, demasiado bueno para el mundo actual, tiene, pues, en Inglaterra vigencia legal ya en la más tenebrosa Edad Media, y pasó de Inglaterra a Irlanda, a los Estados Unidos de América y a todas las colonias inglesas, sin que los más profundos estudios especializados del señor Dühring permitan rastrear ni una palabra de ello. El campo de la unanimidad de los jurados es, pues, no sólo infinitamente grande frente al diminuto mundo del derecho territorial prusiano, sino que es además más extenso que el conjunto de todos los territorios en los que decide la mayoría del jurado. El señor Dühring no sólo desconoce el derecho francés, el único moderno, de un modo total, sino que es además igualmente ignorante por lo que hace al único derecho germánico que se ha desarrollado independientemente de la autoridad romana hasta los tiempos modernos y se ha extendido por todos los continentes: el derecho inglés. Claro que esa ignorancia está justificada, pues el tipo de pensamiento jurídico inglés
no podría hacer frente a la educación en los conceptos puros de los juristas romanos clásicos que se cultiva en suelo alemán,
dice el señor Dühring; a lo que añade:
¿Qué es el mundo de habla inglesa, con su infantil y vulgar lenguaje, frente a nuestras primigenias formaciones lingüísticas?
A esa justificación tenemos que contestar con Spinoza: ignorantia non est argumentum, la ignorancia no es argumento.
Por todo lo visto tenemos que concluir que los profundos estudios especializados del señor Dühring han consistido en sumirse durante tres años teoréticamente en el Corpus juris y otros tres
pág. 101años prácticamente en el noble derecho territorial prusiano. Cierto que ya eso es muy meritorio, y del todo suficiente para ser un respetable juez prusiano de distrito o abogado a la antigua usanza. Pero cuando se emprende la tarea de componer una filosofía del derecho para todos los tiempos y todos los mundos, habría que saber un poco de la situación jurídica de naciones como la francesa, la inglesa y la americana, las cuales han desempeñado en la historia un papel muy distinto del asumido por el rincón de Alemania en el que florece el derecho territorial prusiano. Sigamos, empero, nuestro estudio.
La abigarrada mezcla de derechos locales, provinciales y territoriales que se entrecruzan en las más diversas direcciones y de modo muy arbitrario, unas veces como derecho consuetudinario, otras como ley escrita, a menudo revistiendo la mayor importancia, en forma estatutaria pura, todo ese policromo mapa de desorden y contradicción en el que las particularidades anulan lo general y, a veces y a la inversa, lo general anula a lo particular no es en absoluto adecuado para posibilitar... que nadie consiga una clara consciencia jurídica.
Mas ¿dónde impera tan confusa situación? Como siempre, en el ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano, en un territorio en el cual, junto a dicho derecho territorial, tienen los más diversos grados relativos en vigencia los derechos provinciales, estatutos locales y, en algunos lugares, el derecho común y otros emplastos más, suscitando en todos los juristas prácticos ese grito de angustia que el señor Dühring reproduce aquí tan simpatéticamente. Pero no hace ni siquiera falta que abandone su querida Prusia; basta con que se llegue al Rin para convencerse de que en esta región no se habla ya siquiera de toda esa confusión desde hace setenta años, y ello por no hablar ya de otros países civilizados en los cuales esa situación anacrónica ha sido eliminada hace mucho tiempo.
Adelante:
La ocultación de la natural responsabilidad individual se produce de un modo menos grosero mediante los juicios secretos, y por lo tanto anónimos, de colectividades, mediante acciones colectivas de colegios u otras instituciones burocráticas que enmascaran la participación personal de cada miembro.
Y en otro lugar leemos:
En nuestra actual situación parecerá sin duda una exigencia sorprendente y sumamente rigurosa la de rechazar el enmascaramiento y recubrimiento de la responsabilidad individual por acciones colegiadas.
Tal vez parezca al señor Dühring una comunicación sorprendente la de que en el terreno del derecho inglés todo miembro del colegio judicial tiene que enunciar y fundamentar individualmente y en sesión pública su propio juicio; que los colegios administrativos no elegidos y que no actúan ni votan públicamente son una institución eminentemente prusiana, desconocida en la mayoría de los demás países, y que, por tanto, su exigencia no puede parecer sorprendente y extremadamente rigurosa más que en Prusia, precisamente.
Análogamente, sus lamentaciones acerca de la intromisión coactiva de las prácticas religiosas en el nacimiento, el matrimonio, la muerte y la inhumación no afectan, entre todos los grandes países civilizados, más que a Prusia, y ni siquiera, a ésta desde la introducción del Registro Civil. Bismarck ha resuelto mediante una sencilla ley lo que el señor Dühring no consigue sino por medio de una futura situación "socialitaria". Del mismo modo la "queja sobre la escasa preparación de los juristas para su profesión", queja que puede extenderse a los "funcionarios de la administración", es un lamento específicamente prusiano, y hasta el antisemitismo que el señor Dühring exhibe a cada paso llevándolo hasta el ridículo es una cualidad muy propia del este del Elba, si no específicamente prusiana. El mismo filósofo de la realidad que desprecia soberanamente todos los prejuicios y supersticiones está tan profundamente atado a sus manías personales que llega a llamar "juicio natural" basado en "fundamentos naturales" al prejuicio vulgar contra los judíos procedente de la beatería medieval; por este camino llega a la piramidal afirmación de que
"el socialismo es el único poder que puede hacer frente a situaciones de la población con mucha entremezcla judía" (¡qué lengua maravillosamente primigenia!)
Baste con eso. La fanfarronería sobre la sabiduría jurídica no tiene más fondo —en el mejor de los casos que los conocimientos profesionales más comunes de un comunísimo jurista prusiano de la vieja escuela. El terreno jurídico y de la ciencia del Estado, cuyos resultados nos expone consecuentemente el señor Dühring "coincide" con el ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano. Aparte del derecho romano, hoy día bastante corriente incluso en Inglaterra, los conocimientos jurídicos de nuestro autor se limitan estrictamente al derecho territorial prusiano, ese código del despotismo patriarcal ilustrado, que está escrito en un alemán
como para pensar que el señor Dühring aprendió a escribir con él, y que, con sus glosas morales, su indeterminación y su inconsistencia jurídicas y sus bastonazos como medio de tortura y pena, pertenece completamente a la época prerrevolucionaria. Lo que pasa de eso procede para el señor Dühring del Malo, tanto el moderno derecho burgués de Francia como el derecho inglés, con su peculiar desarrollo y su garantía de la libertad personal, desconocida en todo el continente. La filosofía que "no permite que subsista ningún horizonte aparente, sino que, con poderoso y subversivo movimiento, despliega todos los cielos y todas las tierras de la naturaleza interna y externa", tiene como horizonte real las fronteras de las seis viejas provincias de la Prusia Oriental, y a lo sumo, como añadidos, las pocas franjas de tierra en las que vale también el noble derecho territorial. Más allá de ese horizonte no despliega ni cielos ni tierras, ni naturaleza externa ni naturaleza interna, sino sólo el cuadro de la más crasa ignorancia sobre lo que ocurre en el resto del mundo.
No es posible tratar adecuadamente de moral y derecho sin tocar la cuestión de la llamada voluntad libre, de la responsabilidad del hombre, de la relación entre necesidad y libertad. La filosofía de la realidad tiene para este problema no ya una solución, sino dos soluciones.
En el lugar de todas las falsas teorías de la libertad hay que poner la estructura empírica de la situación en la cual la comprensión racional por un lado y las determinaciones instintivas por otro se unifican, por así decirlo, en una fuerza intermedia. Los hechos básicos de este tipo de dinámica deben tomarse de la observación, y deben también estimarse en cuanto a naturaleza y dimensiones, con la aproximación que sea posible, para la predicción cuantitativa de los acontecimientos aún no ocurridos. Con esto no sólo se eliminan radicalmente las necias ilusiones acerca de la libertad interior, que han sido roídas como alimento por milenios de la humanidad, sino que, además, se las sustituye por algo positivo, utilizable para la organización práctica de la vida.
Según esto, la libertad consiste en que la comprensión racional tira del hombre hacia la derecha, los instintos irracionales tiran de él hacia la izquierda, y en este paralelogramo de fuerzas el movimiento real tiene lugar según la diagonal. La libertad sería, pues, la media de comprensión e instinto, entendimiento y ceguera, y su grado en cada individuo podría establecerse empíricamente mediante una "ecuación personal"[16] por utilizar una expresión de los astrónomos. Pero pocas páginas después leemos:
Basamos la responsabilidad moral en la libertad, la cual, empero, no significa para nosotros más que la receptividad respecto de motivos conscientes según el criterio del entendimiento natural y adquirido. Todos esos motivos obran con inevitable legalidad natural a pesar de percibirse la posible contraposición en las acciones, pero precisamente con esa necesidad inexcusable estamos calculando cuando aplicamos la palanca moral.
Esta segunda determinación de la libertad, que tan desenfadadamente se desentiende de la primera, no es más que una trivialización extrema de la concepción hegeliana. Hegel ha sido el primero en exponer rectamente la relación entre libertad y necesidad. Para él, la libertad es la comprensión de la necesidad. "La necesidad es ciega sólo en la medida en que no está sometida al concepto." La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues, más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más libre es el juicio de un ser humano respecto de un determinado punto problemático, con tanta mayor necesidad estará determinado el contenido de ese juicio; mientras que la inseguridad debida a la ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre posibilidades de decisión diversas y contradictorias prueba con ello su propia ilibertad, su situación de dominada por el objeto al que precisamente tendría que dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales; por eso es necesariamente un producto de la evolución histórica. Los primeros hombres que destacaron de la animalidad eran en todo lo esencial tan poco libres como los animales mismos; pero cada progreso en la cultura fue un paso hacia la libertad. En el umbral de la historia humana se encuentra el descubrimiento de la transformación del movimiento mecánico en calor: la producción del fuego por frotamiento; en el último estadio de la evolución ocurrida hasta hoy se encuentra el descubrimiento de la transformación del calor en movimiento mecánico: la máquina de vapor. Y a pesar de la gigantesca subversión liberadora que produce la máquina de vapor en el mundo social —acción que no está aún ni en su mitad , es indudable que
la producción del fuego por frotamiento la supera en cuanto a eficacia liberadora del hombre respecto del mundo. Pues el fuego producido por frontamiento dio por vez primera al hombre el dominio sobre una fuerza natural, y le separó así definitivamente del reino animal. La máquina de vapor no producirá nunca en la evolución de la humanidad un salto tan descomunal, por mucho que se nos aparezca como representante de todas esas poderosas fuerzas productivas que se apoyan en ella y con cuya imprescindible ayuda se hace posible un estadio social sin diferencias de clase, sin angustias por los medios de la existencia individual, y en el que pueda hablarse por vez primera de real libertad humana, de existencia en armonía con las leyes naturales conocidas. Pero la entera historia humana es aún muy joven, y sería ridículo el pretender atribuir a nuestras actuales concepciones alguna validez absoluta, como se desprende del hecho de que toda la historia transcurrida hasta hoy puede describirse como historia del período que va desde el descubrimiento práctico de la transformación del movimiento mecánico en calor hasta el de la transforrnación del calor en movimiento mecánico.
En las obras del señor Dühring, la historia recibe, por supuesto, otro tratamiento. En general, como historia de los errores, de la ignorancia y la grosería, de la violencia y el sometimiento, la historia es un objeto que repugna a la filosofía de la realidad; pero en concreto se divide en dos grandes partes, a saber: 1.ª, desde el estadio de la materia idéntico consigo mismo hasta la Revolución Francesa, y 2.ª, desde la Revolución Francesa hasta el señor Dühring, y en ese esquema el siglo XIX
es aún esencialmente reaccionario, y aún más (!) que el XVIII desde el punto de vista espiritual, a pesar de lo cual lleva en su seno al socialismo y, con él, el germen de una transformación más gigantesca que todo lo imaginado (!) por los precursores y los héroes de la Revolución Francesa.
El desprecio de la filosofía de la realidad por la historia transcurrida hasta hoy se justifica del modo siguiente:
Los pocos milenios para los cuales contamos, con una anámnesis histórica mediada por documentos originales no tienen mucha importancia con su pasada constitución humana, si se piensa en la sucesión de los milenios por venir... El género humano como totalidad es aún muy joven, y cuando un día la anámnesis científica tenga que contar con decenas de milenios en vez de con milenios, la infantilidad espiritual e inmadura de nuestras instituciones tendrá el valor de un supuesto obvio para la comprensión de nuestra época, considerada como historia antigua.
Sin detenernos en la efectiva "formación lingüística originaria" de la última frase, nos limitaremos a observar dos cosas: primera, que esta "antigüedad" futura va a ser de todos modos un período histórico de grandísimo interés para todas las generaciones futuras, porque constituye el fundamento de todo posterior y superior desarrollo, porque tiene como punto de partida la constitución del hombre a partir del reino animal, y como contenido la superación de dificultades tales que nunca volverán a presentarse a los futuros hombres asociados. Y segunda, que el momento escogido por el señor Dühring para dar por terminada esa antigüedad, frente a la cual los futuros períodos históricos, liberados ya de esas dificultades y esos obstáculos, prometen éxitos científicos, técnicos y sociales muy diversos, es un momento muy extrañamente elegido para dictar a esos milenios venideros preceptos en forma de verdades definitivas de última instancia, verdades inmutables y concepciones radicales, todo ello descubierto sobre la base de la niñez espiritualmente inmadura de nuestro siglo tan "atrasado" y "reaccionario". Hay que ser el Ricardo Wagner de la filosofía —aunque sin el talento de Wagner para pasar por alto que todo desprecio que se proyecte sobre el desarrollo histórico sido afecta también a sus resultados supuestamente últimos, es decir, a la sediciente filosofía de la realidad.
Una de las piezas más características de la nueva ciencia radical es la sección sobre la individualización y la valorización de la vida. El más sentencioso de los lugares comunes brota y discurre aquí, en incontenible corriente, durante tres capítulos enteros. Tendremos que limitarnos, desgraciadamente, a unas pocas y breves muestras:
La esencia más profunda de todo sentimiento, y, con ello, de todas las formas de vida subjetivas, se basa en la diferencia de situaciones... Por lo que hace a la vida plena (!), es empero posible mostrar sin más discusión (!) que lo que intensifica el sentimiento vital y desarrolla los estímulos decisivos es el paso de una situación vital a otra... La situación aproximadamente igual a sí misma, mantenida, por así decirlo, en la tenacidad de la inercia y como en el mismo estado de equilibrio, cualquiera que sea su constitución, tiene poca importancia para poner a prueba la existencia... La habituación, la inserción vital, por así decirlo, hace de ella algo completamente indiferente y átono que no difiere mucho de lo muerto. A lo sumo se añade entonces, como una especie de moción vital negativa, el sufrimiento del aburrimiento... En una vida que se acumula sobre sí misma, se apaga para los individuos y para los pueblos toda pasión y todo interés por la existencia. Todos esos fenómenos resultan explicables por nuestra ley de la diferencia.
La velocidad con que el señor Dühring elabora sus resultados radicalmente propios supera toda expectativa. Apenas se ha traducido al lenguaje real- filosófico el lugar común según el cual la persistente estimulación del mismo nervio o la persistencia del mismo estímulo cansan a todo nervio y a todo sistema nervioso, lo que quiere decir que en situación normal tiene que haber una interrupción y una alternancia de los estímulos nerviosos —como puede leerse desde hace años en cualquier manual de fisiología y como sabe por propia experiencia cualquier semiculto— , apenas, pues, ha sido traducida esa arcaica trivialidad a la misteriosa forma según la cual la esencia más profunda de todo sentimiento se basa en la diferencia de estados, cuando se transforma sin más en "nuestra ley de la diferencia". Y esta ley de la diferencia hace "perfectamente explicable" toda una serie de fenómenos que no son a su vez más que ilustraciones y ejemplos de lo conveniente que es el cambio, ejemplos que no necesitan explicación alguna ni para la más vulgar inteligencia adocenada y que tampoco cobran ni un átomo de nueva claridad por la alusión a esta supuesta ley de la diferencia.
Pero con esto no está aún agotada, ni mucho menos, la radicalidad de "nuestra ley de la diferencia":
La sucesión de las edades de la vida y la aparición de las modificaciones de las situaciones vitales vinculadas a ellas suministran un ejemplo muy inmediato para hacer tangible nuestro principio de diferencia. El niño, el muchacho, el joven y el hombre experimentan la fuerza de sus sentimientos vitales respectivos menos por las situaciones ya fijadas en que se encuentran que por las épocas de transición de una a otra.
Y ni aun esto es todo:
Nuestra ley de la diferencia puede además tener una aplicación más mediata aduciendo el hecho de que la repetición de lo ya experimentado o ejecutado no tiene ningún atractivo.
El lector puede añadir por sí mismo las sentenciosas perogrulladas a que dan pie frases de la profundidad y radicalidad de las recién citadas; el señor Dühring puede exclamar triunfalmente al final de su libro:
La ley de la diferencia ha resultado teorética y prácticamente decisiva para la estimación y la intensificación del valor de la vida.
También para la estimación del valor intelectual de su público por el señor Dühring: el señor Dühring debe creer que su público se compone de asnos y de cursis.
Más adelante encontramos las siguientes reglas vitales sumamente prácticas:
"Los medios para mantener vivo el interés común por la vida [tarea hermosa para un club de cursis y para los que quieran ingresar en él] consisten en hacer desarrollarse o relevarse unos a otros los intereses individuales por así decírlo elementales, de los que se compone el todo, y ello según lapsos de tiempo naturales. También al mismo tiempo y para la misma situación deberá utilizarse la gradación en la sustituibilidad de los estímulos satisfechos más bajos y fáciles por las excitaciones superiores y más duraderas, para evitar que se produzcan huecos totalmente desprovistos de interés. Por lo demás, todo consiste en impedir que las tensiones naturales o que se producen naturalmente en el curso de la existencia social se acumulen arbitrariamente o sean forzadas o, por el error contrario, se satisfagan ya a la menor excitación, impidiéndoles así desarrollar una necesidad capaz de goce. La observancia del ritmo natural es en esto, como en otras partes, la condición del movimiento armónico y gracioso. Tampoco se debe proponer la irresoluble tarea de prolongar los atractivos estímulos de una situación más allá del plazo que les ha sido puesto por la naturaleza o las condiciones", etc.
El hombre de bien que adopte estas solemnes sentencias vacías hijas de una pedantería dedicada a fantasear sobre las más tibias trivialidades, para hacer de ellas la regla de la "experiencia de la vida", no podrá, desde luego, quejarse de "huecos totalmente desprovistos de interés". Necesitará todo el tiempo disponible para preparar correctamente y ordenar sus goces, de modo que no le quedará ni un momento libre para ese disfrute mismo.
Tenemos que experimentar la vida, la vida plena. Sólo dos cosas nos prohibe el señor Dühring: primera: "las suciedades del uso del tabaco", y, segunda, las bebidas y los alimentos que "tienen propiedades repulsivas o, en general, rechazables por una sensibilidad refinada".
Como el señor Dühring celebra ditirámbicamente en su Curso de Economía la destilación del aguardiente, éste no puede estar incluido entre esas bebidas; nos vemos, pues, obligados a inferir que su prohibición se refiere sólo al vino y la cerveza. Con sólo que prohiba además la carne, habrá conseguido llevar la filosofía de la realidad a la misma altura a que se movió con tanto éxito el difunto Gustav Struve: la altura del puro infantilismo.
Por lo demás, el señor Dühring podría ser un poco más liberal por lo que hace a las bebidas espirituosas. Un hombre que, según propia confesión, sigue sin encontrar el puente que lleve de lo
estático a lo dinámico, tendría sin duda buenos motivos para juzgar benignamente al pobre diablo que, por haber contemplado con demasiada insistencia el fondo del vaso, busca luego en vano a su vez el puente de lo dinámico a lo estático.
El principio primero y más importante sobre las propiedades lógicas fundamentales del ser se refiere a la exclusión de la contradicción. Lo contradictorio es una categoría que no puede pertenecer más que a combinaciones de pensamientos, no a una realidad. En las cosas no hay contradicciones o, dicho de otro modo, la contradicción, puesta como real, es ella misma el colmo del absurdo... El antagonismo de fuerzas que se miden una a otra en direcciones contrapuestas es incluso la forma fundamental de todas las acciones en la existencia del mundo y de su esencia. Esta pugna entre las direcciones de fuerza de los elementos y los individuos no coincide, empero, en absoluto con la idea de absurdos contradictorios... En este punto podemos estar contentos de haber disipado mediante una clara imagen del real absurdo de la contradicción real la niebla que suele surgir de supuestos misterios de la lógica, y de haber demostrado la inutilidad del incienso que se ha derrochado a veces en favor de la dialéctica de la contradicción, muñeco de madera de grosera talla que subyace al esquematismo universal antagónico.
Esto es prácticamente todo lo que se dice sobre dialéctica en el Curso de filosofía. En la Historia crítica, por el contrario, la dialéctica de la contradicción, y Hegel señaladamente con ella, reciben un tratamiento muy diverso.
Según la lógica, o más bien doctrina del logos, hegeliana, lo contradictorio no está en el pensamiento, que por su naturaleza es simplemente subjetivo y representación consciente, sino que se encuentra objetivamente en ]as cosas y hechos mismos y puede hallarse en ellos, por así decirlo, de carne y hueso, de tal modo que el contrasentido no es simplemente una combinación imposible del pensamiento, sino una fuerza real. La realidad de lo absurdo es el primer artículo de fe de la unidad hegeliana de lógica e ilógica.. . Cuanto más contradictorio, tanto más verdadero, o, con otras palabras: cuanto más absurdo, tanto más creíble; esta máxima, ni siquiera inventada por él, sino tomada de la teología de la revelación y de la mística, es la muda expresión del llamado principio dialéctico.
El contenido mental de los dos pasos citados puede resumirse en la proposición que contradicción = contrasentido y, por tanto, no puede presentarse en el mundo real. Esta proposición puede tener
pág. 111para gente de entendimiento normalmente sano la misma validez evidente que pueda tener la proposición de que lo recto no puede ser curvo ni lo curvo recto. Pero el cálculo diferencial, a pesar de todas las protestas del sano entendimiento, pone en ciertas circunstancias la igualdad de lo recto y lo curvo, y consigue con ello éxitos que no consigue jamás el sano entendimiento aferrado a lo absurdo de la identidad de lo recto y lo curvo. Y ante el importante papel que la llamada dialéctica de la contradicción ha desempeñado en la filosofía desde los más antiguos griegos hasta hoy, incluso un enemigo que fuera más sólido que el señor Dühring debería verse obligado a enfrentarle otros argumentos, y no una afirmación y muchos insultos.
Mientras contemplamos las cosas como en reposo y sin vida, cada una para sí, junto a las otras y tras las otras, no tropezamos, ciertamente, con ninguna contradicción en ellas. Encontramos ciertas propiedades en parte comunes, en parte diversas y hasta contradictorias, pero en este caso repartidas entre cosas distintas, y sin contener por tanto ninguna contradicción. En la medida en que se extiende este campo de consideración, nos basta, consiguientemente, con el común modo metafísico de pensar. Pero todo cambia completamente en cuanto consideramos las cosas en su movimiento, su transformación, su vida, y en sus recíprocas interacciones. Entonces tropezamos inmediatamente con contradicciones. El mismo movimiento es una contradicción; ya el simple movimiento mecánico local no puede realizarse sino porque un cuerpo, en uno y el mismo momento del tiempo, se encuentra en un lugar y en otro, está y no está en un mismo lugar. Y la continua posición y simultánea solución de esta contradicción es precisamente el movimiento.
Aquí tenemos, pues, una contradicción "que se encuentra objetivamente en las cosas y los hechos mismos, y puede hallarse en ellos, por así decirlo, en carne y hueso". ¿Qué dice a esto el señor Dühring? Afirma que no hay hasta ahora "en la mecánica racional ningún puente entre lo estrictamente estático y lo dinámico".
El lector puede apreciar finalmente qué es lo que hay tras esa frase favorita del señor Dühring; esto, simplemente: que el entendimiento que piensa metafísicamente no puede en absoluto pasar del pensamiento del reposo al del movimiento, porque le cierra el camino la citada contradicción. Como contradicción, el movimiento es para él completamente inconcebible. Y al afirmar la inconceptuabilidad del movimiento, reconoce sin quererlo la existencia
de esa contradicción, concede, pues, que hay una contradicción objetivamente presente en las cosas y en los hechos mismos, la cual es además un poder real.
Si ya el simple movimiento mecánico local contiene en sí una contradicción, aún más puede ello afirmarse de las formas superiores del movimiento de la materia, y muy especialmente de la vida orgánica y su evolución. Hemos visto antes que la vida consiste precisamente ante todo en que un ser es en cada momento el mismo y otro diverso. La vida, por tanto, es también una contradicción presente en las cosas y los hechos mismos, una contradicción que se pone y resuelve constantemente; y en cuanto cesa la contradicción, cesa también la vida y se produce la muerte. También vimos que tampoco en el terreno del pensamiento podemos evitar las contradicciones, y que, por ejemplo, la contradicción entre la capacidad de conocimiento humana, internamente ilimitada, y su existencia real en hombres externamente limitados y de conocimiento limitado, se resuelve en la sucesión, infinita prácticamente al menos para nosotros, de las generaciones, en el progreso indefinido.
Hemos indicado ya que la matemática superior tiene como uno de sus fundamentos la contradicción de que lo recto y lo curvo tienen que ser en determinadas circunstancias lo mismo. También construye la contradicción de que líneas que se cortan ante nuestros ojos tienen que valer, cinco o seis centímetros más allá, como paralelas, esto es, como líneas que no pueden cortarse al prolongarlas en el infinito. Y sin embargo, con estas y otras contradicciones aún más violentas, la matemática superior produce resultados no sólo correctos, sino, además, inalcanzables por la matemática elemental.
Pero incluso en esta última hormiguean las contradicciones. Es, por ejemplo, una contradicción que una raíz de A deba ser una potencia de A, y, sin embargo, A1/2 = . Es una contradicción que una magnitud negativa tenga que ser el cuadrado de algo, pues toda magnitud negativa, multiplicada por sí misma, da un cuadrado positivo. La raíz cuadrada de menos uno es, por tanto, no sólo una contradicción, sino un verdadero contrasentido. Y, sin embargo, es un resultado en muchos casos necesario de correctas operaciones matemáticas; aún más: ¿qué sería de la matemática, elemental o superior, si se le prohibiera operar con ?
La matemática penetra en el terreno dialéctico con el tratamiento
de las magnitudes variables, y es característico que haya sido un filósofo dialéctico, Descartes, el que ha introducido en ella este progreso. El pensamiento dialéctico es al pensamiento metafísico lo que la matemática de las magnitudes variables a la matemática de las magnitudes invariables. Lo cual no impide que la gran mayoría de los matemáticos no reconozca la dialéctica más que en el terreno matemático, ni que muchos de ellos sigan operando con los métodos conseguidos por la vía dialéctica al viejo modo limitado y metafísico.
Sólo nos sería posible considerar más de cerca el antagonismo de fuerzas del señor Dühring y su esquematismo universal antagónico si nos hubiera dicho sobre este tema algo más que esa mera fraseología. Luego de producirlo el señor Dühring, este antagonismo no se nos presenta ni una vez en acción en el esquematismo universal ni en la filosofía de la naturaleza, lo cual constituye la mejor confesión de que el señor Dühring no es capaz de conseguir absolutamente nada positivo con esa "forma básica de todas las acciones en la existencia del mundo y su esencia". Una vez rebajada la hegeliana "doctrina de la esencia" a las trivialidades de unas fuerzas que se mueven en sentidos contrapuestos, pero no en contradicciones, lo mejor es desde luego evitar toda aplicación de ese lugar común.
El Capital de Marx ofrece al señor Dühring el segundo punto de apoyo para dar salida a su cólera antidialéctica:
Falta de lógica natural y comprensible, que es lo que caracteriza las intrincaciones y los arabescos ideales de la confusión dialéctica...; ya en la parte publicada hay que aplicar el principio de que desde cierto punto de vista y en general (!), según un conocido prejuicio filosófico, hay que buscar cada cosa en todo y todo en cada cosa, y según esa falsa y confusa idea todo es al final uno y lo mismo.
Esta penetración en el conocido prejuicio filosófico capacita al señor Dühring para predecir con seguridad lo que será el "final" del filosofar económico de Marx, es decir, el contenido de los volúmenes siguientes de "El Capital", y ello siete líneas justas después de haber declarado que
no puede propiamente preverse qué va a seguir, dicho humanamente y en buen alemán, en los [últimos] volúmenes.
Pero ésta no es la primera vez que escritos del señor Dühring se nos ofrecen como "cosas" en las que "la contradicción está
objetivamente presente y puede hallarse, por así decirlo, en carne y hueso". Lo cual no le impide continuar victoriosamente:
Pero es previsible que la sana lógica triunfará de su caricatura. La afectada distinción y la misteriosa confusión dialéctica no atraerán a nadie que aún tenga un poco de sano entendimiento a... entregarse a Ias deformidades del pensamiento y del estilo. Con la extinción de los últimos restos de las locuras dialécticas, este instrumento de engaño... perderá su engañoso influjo, y nadie se creerá obligado a torturarse para llegar tras ellas a una profunda sabiduría, cuando el núcleo depurado de toda la confusión muestra en el mejor de los casos los rasgos de teorías corrientes, cuando no de lugares comunes... Es completamente imposible reproducir las confusiones de Marx según los criterios de la doctrina del logos sin prostituir la lógica sana. El método de Marx consiste en "producir milagros dialécticos para sus fieles", y así sucesivamente.
No nos interesa en este momento la corrección o falsedad de los resultados económicos de la investigación marxiana, sino sólo el método dialéctico aplicado por Marx. Pero una cosa es segura: la mayoría de los lectores de El Capital van a saber finalmente ahora por el señor Dühring lo que realmente leyeron. Y en esa mayoría va incluido el señor Dühring, que en el año 1867 (Ergänzungsblätter, III, cuaderno 3) aún era capaz de dar una versión del contenido del libro relativamente racional para un pensador de su calibre, sin necesidad de traducir primero el desarrollo de Marx al lenguaje dühringiano, cosa que ahora nos declara inevitable. Cuando en aquella otra ocasión tuvo la desfachatez de identificar la dialéctica de Marx con la de Hegel, no había perdido, sin embargo, aún completamente la capacidad de distinguir entre el método y los resultados con él alcanzados, ni de comprender que los últimos no quedan particularmente refutados con sólo condenar en general el primero.
La comunicación más sorprendente que nos hace el señor Dühring es, en todo caso, que para el punto de vista de Marx "todo es al final uno y lo mismo", o sea, por ejemplo, que para Marx capitalistas y asalariados, modos de producción feudal, capitalista y socialista "son todo uno", y, al final, incluso Marx y el señor Dühring son "uno y lo mismo". Para explicar la posibilidad de una tal necedad no queda más supuesto que la hipótesis de que la mera palabra "dialéctica" pone al señor Dühring en un estado de irresponsabilidad en el que, en razón de cierta "falsa y confusa idea", todo lo que dice y hace es finalmente "uno y lo mismo".
Hay aquí una buena muestra de lo que el señor Dühring llama
"mi dibujo histórico de gran estilo", o también "el procedimiento sumario que hace sus cuentas con el género y el tipo y ni siquiera se molesta en honrar con refutaciones por micrológicos detalles a lo que Hume llamó el populacho de los eruditos; este procedimiento de alto y noble estilo es el único compatible con los intereses de la verdad plena y con los deberes para con el público ajeno a las ataduras del gremio profesional".
El dibujo histórico de gran estilo y el sumario pase de cuentas con el género y el tipo es, en efecto, muy cómodo para el señor Dühring, pues con ello puede descuidar por micrológicos todos los hechos concretos, identificarlos con cero, limitarse a frases generales en vez de proceder a demostrar, y contentarse con afirmar y condenar simplemente. El método tiene además la ventaja de no ofrecer al contrincante ningún efectivo punto de apoyo, de modo que casi no le queda más posibilidad de respuesta que afirmar también en gran estilo y sumariamente, producirse en frases generales y condenar a su vez al señor Dühring, es decir, pagar con la misma moneda, lo cual no es del gusto de todo el mundo. Por eso tenemos que agradecer al señor Dühring el que de vez en cuando abandone excepcionalmente el estilo alto y noble para darnos por lo menos dos ejemplos de la recusable doctrina marxiana del logos:
¡Qué cómica resulta, por ejemplo, la apelación a la confusa y nebulosa idea hegeliana de que la cantidad se transforma en cualidad y que, por tanto, un anticipo, al alcanzar un determinado límite, se convierte en capital por este mero aumento cuantitativo!
La cosa se presenta efectivamente muy rara en esa exposición "depurada" por el señor Dühring. En la página 313[17] (de la segunda edición de El Capital) Marx infiere de su precedente investigación sobre el capital constante y variable y sobre la plusvalía la consecuencia de que "no toda suma cualquiera de dinero o valor es transformable en capital, sino que para esa transformación hay que presuponer la existencia de un determinado mínimo de dinero o valor de cambio en las manos del propietario particular de dinero o mercancías". Marx pone entonces como ejemplo que en alguna rama del trabajo el trabajador trabaje ocho horas al día para sí mismo, es decir, para la producción del valor de su salario, y las cuatro horas siguientes para el capitalista, para la producción de plusvalía que va, por de pronto, al bolsillo de éste. En este caso alguien tiene que disponer de una suma de valor que le permita suministrar a dos obreros materia prima, medios de trabajo y salario, para obtener diariamente la plusvalía necesaria para vivir como uno
de sus trabajadores. Y como la producción capitalista no tiene como objeto la mera manutención, sino el aumento de la riqueza, nuestro hombre con sus dos obreros no sería aún un capitalista. Sólo para vivir dos veces mejor que un trabajador corriente y para retransformar en capital la mitad de la plusvalía producida tendría ya que poder ocupar a ocho trabajadores, o sea poseer el cuádruplo de la suma de valor antes supuesta. Y sólo después de esto, y en el curso de otras indicaciones más, destinadas a aclarar y fundar el hecho de que no toda pequeña suma de valor puede transformarse en capital, sino que para cada período del desarrollo y para cada rama industrial existen límites mínimos determinados, observa Marx: "Aquí, como en la ciencia de la naturaleza, se confirma la corrección de la ley descubierta por Hegel en su Lógica, según la cual cambios meramente cuantitativos se mutan en un determinado punto en diferencias cualitativas."[18]
Admiremos ahora el alto y noble estilo gracias al cual el señor Dühring atribuye a Marx lo contrario de lo que en realidad ha dicho. Marx dice: el hecho de que una suma de valor no pueda convertirse en capital sino cuando ha alcanzado una dimensión mínima, distinta según las circunstancias, pero determinada en cada caso particular, es una prueba de la corrección de la ley hegeliana. El señor Dühring hace decir a Marx: Como, según la ley hegeliana, la cantidad se muta en cualidad, por eso ocurre qué "un anticipo, cuando alcanza un determinado límite, se convierte... en capital". Precisamente lo contrario.
La costumbre de citar falsamente en "interés de la verdad plena" y los "deberes para con el público ajeno a las ataduras del gremio profesional" se nos ha presentado ya en el proceso del señor Dühring contra Darwin. Esa costumbre va manifestándose cada vez más como necesidad interna de la filosofía de la realidad, y es desde luego un procedimiento muy "sumario". Por no fijarnos ya en que el señor Dühring atribuye además a Marx el hablar de un "anticipo" cualquiera, mientras que en realidad se trata sólo del preciso anticipo que puede hacerse en materias primas, medios de trabajo y salario, y sin fijarnos tampoco en que con ello el señor Dühring consigue hacer decir a Marx puros sinsentidos. Y luego tiene la cara dura de encontrar cómico el sinsentido fabricado por él mismo. Del mismo modo que se fabricó un Darwin de la fantasía para demostrar y probar su fuerza con él, así tenemos aquí un Marx fantástico que es, efectivamente, un "dibujo histórico de gran estilo".
Hemos visto ya antes, a propósito del esquematismo universal, que con esta línea nodal hegeliana de relaciones dimensionales en la que, en un determinado punto de alteraciones cuantitativas, se produce repentinamente un cambio cualitativo, el señor Dühring ha tenido la pequeña desgracia de que en un momento de debilidad la ha reconocido y aplicado él mismo. Dimos allí uno de los ejemplos más conocidos, el de la transformación de los estados de agregación del agua, que a presión normal y hacia los 0º C pasa del fluido al sólido, y hacia los 100º C pasa del líquido al gaseoso, es decir, que en esos dos puntos de flexión la alteración meramente cuantitativa de la temperatura produce un estado cualitativamente alterado del agua.
Habríamos podido aducir en apoyo de esa ley cientos más de hechos tomados de la naturaleza y de la sociedad humana. Así por ejemplo, toda la cuarta sección de El Capital de Marx —producción de la plusvalía relativa en el terreno de la cooperación, división del trabajo y manufactura, maquinaria y gran industria— trata de innumerables casos en los cuales la alteración cuantitativa modifica la cualidad de las cosas de que se trata, con lo que, por usar la expresión tan odiosa para el señor Dühring, la cantidad se muta en cualidad, y a la inversa. Así, por ejemplo, el hecho de que la cooperación de muchos, la fusión de muchas fuerzas en una fuerza total, engendra, para decirlo con las palabras de Marx, una "nueva potencia de fuerza" esencialmente diversa de la suma de sus fuerzas individuales.
A mayor abundamiento, en el mismo lugar convertido en su contrario por el señor Dühring en interés de la verdad plena, Marx había hecho la siguiente observación: "En esa ley se basa la teoría molecular utilizada en la química moderna y desarrollada científicamente por vez primera por Laurent y Gerhardt." Pero ¿qué importaba esto al señor Dühring? Él sabía muy bien que
los elementos formativos eminentemente modernos del modo científico natural de pensar faltan precisamente en los puntos en que, como ocurre con el señor Marx y su rival Lassalle, las semiciencias y un poco de filosofería constituyeron el pobre instrumental de una afectada erudición,
mientras que en el señor Dühring subyacen a toda afirmación —y del modo que hemos visto— "las afirmaciones capitales del saber exacto en la mecánica, la física y la química", etc. Pero para que también los terceros puedan decidir, vamos a considerar algo más detalladamente el ejemplo aducido en la nota de Marx.
Se trata en ella de las series homólogas de enlaces carbónicos, muchos de los cuales se conocen ya y cada uno de los cuales tiene su propia fórmula algebraica de composición. Si, como es corriente en química, representamos un átomo de carbono por C, un átomo de hidrógeno por H, un átomo de oxígeno por O, y el número de átomos de carbono contenidos en cada combinación por n, podemos expresar del modo siguiente las fórmulas moleculares de algunas de esas series:
CnH2n+2: serie de la parafina normal
CnH2n+2O: serie de los alcoholes primarios
CnH2nO2: serie de los ácidos grasos monobásicos.
Si tomamos como ejemplo la última de estas series y ponemos sucesivamente n = 1, n = 2, n = 3, etc., conseguimos los siguientes resultados (ignorando los isómeros):
Punto de |
Punto |
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y así sucesivamente hasta C30H60O2, el ácido melísico, que no se funde hasta los 80º y no tiene punto de ebullición, porque no se puede pasar al estado de vapor sin descomponerlo.
Aquí tenemos, pues, toda una serie de cuerpos cualitativamente distintos, formados por simple añadido cuantitativo de elementos, y siempre en la misma proporción. El hecho se presenta del modo más claro cuando todos los elementos de la combinación alteran su cantidad en la misma proporción, como ocurre en las parafinas normales CnH2n+2: la inferior es el metano, CH4, un gas; la más alta conocida, el hexadecano, C16H34, es un cuerpo sólido que forma cristales incoloros, se funde a 21º y tiene el punto de ebullición a 278º. En las dos series, cada nuevo miembro se produce por el añadido de CH2, un átomo de carbono y dos de hidrógeno, a la fórmula molecular del miembro anterior, y esta alteración cuantitativa de la fórmula molecular produce cada vez un cuerpo cualitativamente distinto.
Pero esas series no son más que un ejemplo especialmente
gráfico; casi en todas partes en la química, ya en los diversos óxidos del nitrógeno y en los distintos oxácidos del fósforo o del azufre, puede verse cómo la "cantidad se muta en cualidad" y hallarse, por así decirlo, en carne y hueso en las cosas y procesos esta supuesta idea confusa y nebulosa de Hegel, con lo cual nadie se siente confuso y nebuloso, salvo el señor Dühring. Y puesto que Marx ha sido el primero en llamar la atención sobre ello y el señor Dühring ha leído esa alusión sin entenderla siquiera (pues de otro modo no habría dejado pasar sin más la increíble blasfemia), ello basta para aclarar, incluso sin apelar a la gloriosa filosofía dühringiana de la realidad, a quién faltan "los elementos formativos eminentemente modernos del modo científico natural de pensar", si a Marx o al señor Dühring, y a quién falta el conocimiento de las "afirmaciones capitales... de la química".
Para terminar, vamos a apelar a otro testimonio más de la mutación de cantidad en calidad, a saber, Napoleón. Este describe el combate de la caballería francesa, de jinetes malos, pero disciplinados, contra los mamelucos, indiscutiblemente la mejor caballería de la época en el combate individual, pero también indisciplinada:
Dos mamelucos eran sin discusión superiores a tres franceses, 100 mamelucos equivalían a 100 franceses; 300 franceses eran en general superiores a 300 mamelucos, y 1.000 franceses aplastaban siempre a 1.500 mamelucos.
Igual que en Marx una determinada magnitud mínima variable de la suma de valor de cambio era necesaria para posibilitar su trasformación en capital, así también es, según Napoleón, necesaria una determinada dimensión mínima de la sección de caballería para permitir a la fuerza de la disciplina, que reside en el orden cerrado y la aplicación según un plan, manifestarse y llegar hasta la superioridad incluso sobre masas mayores de caballería irregular, mejor montadas y de mejores jinetes y guerreros, y por lo menos del mismo valor personal. Pero ¿qué prueba esto contra el señor Dühring? ¿No sucumbió Napoleón miserablemente en lucha con Europa? ¿No sufrió derrota tras derrota? ¿Y por qué? Precisamente por haber introducido en la táctica de la caballería la confusa y nebulosa idea de Hegel.
Este esbozo histórico [de la génesis de la llamada acumulación originaria de capital en Inglaterra] es lo mejor, relativamente, en el libro de Marx, y aún sería mejor si no se hubiera apoyado en la muleta hegeliana, además de hacerlo en la erudición. La hegeliana negación de la negación tiene en efecto que prestar aquí, a falta de medios mejores y más claros, los servicios de comadrona por los cuales surge el futuro del seno del pasado. La supresión de la propiedad individual que se ha producido del modo indicado desde el siglo XVI es la primera negación. Le seguirá una segunda, que se caracteriza como negación de la negación y, consiguientemente, como restablecimiento de la "propiedad individual", pero en una forma superior fundada en la posesión común del suelo y de los medios de trabajo. Cuando el señor Marx llama a esta nueva "propiedad individual" también "propiedad social", se manifiesta precisamente la unidad superior hegeliana, en la cual tiene que estar superada la contradicción, a saber, superada y a la vez preservada, según este juego de palabras... La expropiación de los expropiadores es, según esto, el resultado, por así decirlo automático, de la realidad histórica en sus relaciones materiales externas... Pero difícilmente se dejará convencer un hombre razonable de la necesidad de la comunidad de suelo y capital en base a esa confianza puesta en palabrerías hegelianas como la negación de la negación... La nebulosa ambigüedad de las ideas marxianas no asombrará, por lo demás, al que sepa qué puede conseguirse, o más bien destrozarse, con la dialéctica hegeliana como fundamento científico. Para el que no conozca estas artes hay que observar explícitamente que la primera negación es en Hegel el concepto del catecismo que llamamos pecado original, y la segunda la de una superior unidad que lleva a la Redención. La lógica de los hechos no puede fundarse en esa arbitraria analogía tomada de la religión... El señor Marx se queda tan contento en el nebuloso mundo de su propiedad a la vez individual y social, y confía a sus adeptos la tarea de resolver por sí mismos el profundo enigma dialéctico.
Hasta aquí el señor Dühring.
Así, pues, Marx no puede probar la necesidad de la revolución social, la necesidad de una sociedad fundada en la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción creados por el trabajo, sino apelando a la hegeliana negación de la negación, y al fundar su teoría socialista en ese capricho de analogía tomado de la religión,
llega al resultado de que en la sociedad futura dominará, como suprema unidad hegeliana de la contradicción superada, una propiedad a la vez individual y social.
Dejemos por el momento tranquila a la negación de la negación y veamos de cerca a esa "propiedad a la vez individual y soeial". El señor Dühring la considera un "mundo nebuloso", y esta vez tiene, asombrosamente, razón de verdad. Pero, desgraciadamente, no es Marx el que se encuentra en ese mundo nebuloso, sino también esta vez el propio señor Dühring. Del mismo modo que ya antes, gracias a su habilidad con el "delirante" método de Hegel, pudo establecer sin esfuerzo lo que tienen que contener los tomos aún incompletos de El Capital, así también consigue aquí rectificar sin gran esfuerzo a Marx por Hegel atribuyéndole la unidad superior de una propiedad de la que Marx no ha dicho ni una palabra.
En Marx se lee más bien: "Es negación de la negación. Esta restablece la propiedad individual, pero sobre la base de los logros de la era capitalista, de la cooperación de trabajadores libres y de su propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos por el trabajo mismo. La transformación de la propiedad privada de los individuos, basada en el propio trabajo y dispersa, en propiedad privada capitalista, es, naturalmente, un proceso incomparablemente más lento, duro y difícil que la transformación de la propiedad privada capitalista, basada ya fácticamente en el proceso social de producción, en una producción social." Esto es todo. El estadio producido por la expropiación de los expropiadores se caracteriza, pues, como restablecimiento de la propiedad individual, pero sobre la base de la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos por el trabajo mismo. Para todo el que entienda alemán, eso significa que la propiedad colectiva comprende la tierra y los demás medios de producción, y la propiedad individual los productos, es decir, los objetos de consumo. Y para que la cosa resulte comprensible incluso para niños de seis años, presenta Marx en la página 56[19] una "asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción colectivos y gastan conscientemente como fuerza social de trabajo sus muchas fuerzas de trabajo individuales", es decir, una asociación organizada de modo socialista, y dice: "El producto total de la asociación es un producto social. Una parte de ese producto vuelve a servir como medio de producción. No deja nunca de ser social. Pero otra es consumida como medios de vida por los miembros de la asociación.
Por eso hay que distribuirla entre ellos." Lo cual es bastante claro, incluso para la hegelizada cabeza del señor Dühring.
La propiedad simultáneamente individual y social, ese confuso híbrido, ese absurdo que necesariamente tiene que producirse con la dialéctica hegeliana, ese mundo nebuloso, ese profundo enigma dialéctico cuya solución confía Marx a sus adeptos, vuelve a ser una libre creación imaginaria del señor Dühring. Como supuesto hegeliano, Marx está obligado a suministrar como resultado de la negación de la negación una verdadera unidad superior, y como no lo hace al gusto del señor Dühring, éste tiene que adoptar de nuevo el estilo alto y noble para atribuir a Marx, en interés de la verdad plena, cosas fabricadas del modo más personal por el propio señor Dühring. Un hombre tan totalmente incapaz de citar correctamente, ni siquiera por excepción, puede perfectamente sumirse en ética indignación ante la "erudición chinesca" de otras personas que citan correctamente sin excepción; pero con eso no conseguirá sino "disimular malamente la falta de comprensión del edificio de ideas del escritor aducido en cada caso". El señor Dühring tiene razón. ¡Viva el trazado histórico de gran estilo!
Hemos partido hasta ahora del supuesto de que el falso citar del señor Dühring procediera, pese a su tenacidad, al menos con buena fe, y se basara o bien en una propia total incapacidad de comprender, o bien en la costumbre de citar de memoria, que puede ser característica de la historiografía de gran estilo, pero, por lo común, se considera grave desaliño. Parece, sin embargo, que hemos llegado al punto en el cual también para el señor Dühring la cantidad muta en calidad. Pues si consideramos: primero, que el paso de Marx es en sí perfectamente claro y se completa además por otro paso del mismo libro que resulta ya imposible comprender mal; segundo, que ni en la crítica de El Capital en los Ergänzungsblätter, que hemos citado antes, ni en la primera edición de la Historia crítica el señor Dühring había descubierto ese monstruo de la "propiedad a la vez individual y social", sino que no lo ha encontrado hasta la segunda edición, es decir, a la tercera lectura, y que en esta segunda edición, reelaborada en sentido socialista, el señor Dühring necesitaba hacer decir a Marx todos los absurdos posibles sobre la organización futura de la sociedad, para poder presentar tanto más triunfalmente —como en efecto hace la "comuna económica que he esbozado económica y jurídicamente en mi Curso": si consideramos todo eso, se nos impondrá la conclusión de que el señor Dühring nos está obligando casi a suponer
que en este punto está "ampliando benéficamente" —benéficamente para sí mismo— las ideas de Marx con toda intención.
¿Qué papel desempeña en Marx la negación de la negación? En las páginas 791 y siguientes reúne Marx los resultados finales de las investigaciones económicas e históricas sobre la llamada acumulación originaria del capital realizadas en las cincuenta páginas anteriores. Antes de la era capitalista existió, por lo menos en Inglaterra, una pequeña industria sobre la base de la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción. La llamada acumulación originaria del capital consistió aquí en la expropiación de estos productores inmediatos, es decir, en la disolución de la propiedad privada basada en el propio trabajo. Esto fue posible porque dicha pequeña unidad industrial no es compatible más que con estrechos y naturales límites de la producción y de la sociedad, con lo que alcanzado cierto grado de desarrollo produce los medios materiales de su propia aniquilación. Esta aniquilación, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos o divididos en medios de producción socialmente concentrados, constituye la prehistoria del capital. En cuanto los trabajadores se convierten en proletarios, y las condiciones de su trabajo en capital, en cuanto se encuentra ya sobre bases propias el modo de producción capitalista, cobran una forma nueva la ulterior socialización del trabajo y la ulterior conversión de la tierra y los demás medios de producción, y, por tanto, la ulterior expropiación de propietarios privados. "Lo que se puede expropiar ahora no es el trabajador en economía personal, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores. Esta expropiación se realiza por el juego de las leyes inmanentes de la misma producción capitalista, por la concentración de capitales. Cada capitalista derriba a muchos otros. Simultáneamente con esa concentración o expropiación de muchos capitalistas por pocos, se desarrollan la forma cooperativa del proceso de trabajo a un nivel cada vez más alto, la aplicación técnica consciente de la ciencia, la explotación común y planeada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo sólo utilizables colectivamente y la economización de todos los medios de producción por su uso como medios de producción comunes de un trabajo combinado social. Con la constante disminución del número de los magnates del capital que usurpan y monopolizan todos los beneficios de ese proceso de transformación, crece la masa de la miseria, la opresión, la sumisión, la degradación y la explotación, pero también la cólera de la clase obrera, en constante crecimiento,
y entrenada, unida y organizada por el propio mecanismo del proceso de producción capitalista. El capital[20] se convierte en rémora del modo de producción que ha florecido con él y bajo él. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en el cual resultan incompatibles con su revestimiento capitalista. Este salta entonces. Suena la hora final de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados."
Y ahora preguntó al lector: ¿dónde están las intrincaciones dialécticas hirsutas, los arabescos ideales, las ideas ambiguas y falsas según las cuales todo es uno y lo mismo? ¿Dónde el milagro dialéctico para los fieles, dónde la misteriosa confusión y las intrincaciones según el modelo de la doctrina hegeliana del logos, sin la cual Marx, según el señor Dühring, no consigue construir su desarrollo? Marx muestra simplemente con método histórico y resume brevemente en esos párrafos que, al modo como en otro tiempo la pequeña industria produjo necesariamente por su propio desarrollo las condiciones de su aniquilación, es decir, la expropiación de los pequeños propietarios, así ahora el modo de producción capitalista produce igualmente las condiciones materiales bajo las cuales tienen que perecer. El proceso es histórico, y si al mismo tiempo es dialéctico, ello no es culpa de Marx, por mucho que le disguste al senor Dühring.
Llegado este punto, cuando ha terminado su argumentación histórico económica, sigue diciendo Marx: "El modo capitalista de producción y apropiación, y, por tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada individual basada en el propio trabajo. La negación de la producción capitalista es producida por la misma producción capitalista, con la necesidad de un proceso natural. Es negación de la negación", etc. (como hemos citado antes).
Así, pues, al caracterizar el proceso como negación de la negación, Marx no piensa en absoluto en que con eso pueda probarse que el proceso es históricamente necesario. Antes al contrario: luego de haber probado históricamente que el proceso se ha realizado efectivamente en parte y que en parte tiene que producirse, lo caracteriza por añadido como proceso que se realiza según una determinada ley dialéctica. Esto es todo. Y el señor Dühring comete, por tanto, otra vez una falsedad de atribución cuando afirma que la negación de la negación tiene que prestar aquí servicios de comadrona por los cuales surge el futuro del seno del pasado, o
que Marx pide que por fe en la negación de la negación nos convenzamos de la necesidad de la comunidad del suelo y del capital (lo cual es una contradicción dühringiana de carne y hueso).
Ya es una falta total de comprensión de la naturaleza de la dialéctica el que el señor Dühring la tome por un instrumento de mera prueba, al modo como puede concebirse, por ejemplo, limitadamente, la lógica formal o la matemática elemental. Incluso la lógica formal es ante todo método para el hallazgo de nuevos resultados, para progresar de lo conocido a lo desconocido, y eso mismo es la dialéctica, aunque en sentido más eminente, pues rompe el estrecho horizonte de la lógica formal y contiene el germen de una concepción del mundo más amplia. La misma situación se encuentra en la matemática. La matemática elemental, la matemática de las magnitudes constantes, se mueve en el marco de la lógica formal, por lo menos a grandes rasgos; en cambio, la matemática de las magnitudes variables, cuya parte principal es el cálculo infinitesimal, no es esencialmente más que la aplicación de la dialéctica a cuestiones matemáticas. La mera prueba pasa aquí claramente a segundo lugar tras la múltiple aplicación del método a nuevos campos de investigación. Pero casi todas las demostraciones de la matemática superior, a partir del primer cálculo diferencial, son, estrictamente hablando, falsas desde el punto de vista de la matemática elemental. Y ello no puede ser de otro modo al pretender, como aquí ocurre, demostrar por medio de la lógica formal los resultados conseguidos a nivel dialéctico. El querer probar algo a un craso metafísico como el señor Dühring por medio de la mera dialéctica sería trabajo tan perdido como el que tuvieron Leibniz y sus discípulos para demostrar a los matemáticos de la época las proposiciones del cálculo infinitesimal. El diferencial les producía las mismas convulsiones internas que produce al señor Dühring la negación de la negación, en la cual, como veremos, desempeña cierto papel. Aquellos caballeros cedieron al final, los que no se habían muerto, con mucha reticencia, y no porque estuvieran convencidos, sino porque los resultados eran siempre correctos. EI señor Dühring anda, según él nos cuenta, por los cuarenta años, y si alcanza la elevada edad que le deseamos, puede experimentar él también lo mismo.
Pero ¿qué es esa terrible negación de la negación que tanto amarga la vida al señor Dühring, hasta el punto de desempeñar para él el mismo papel que en el cristianismo el pecado contra el Espíritu Santo? Es un procedimiento sencillísimo, que se ejecuta en
todas partes y cotidianamente y que puede entender un niño siempre que se lo limpie de la misteriosa confusión con que lo revistió la vieja filosofía idealista, y revestirlo con la cual sigue siendo el interés de perplejos metafísicos del tipo del señor Dühring. Pensemos en un grano de cebada. Billones de tales granos se muelen, se hierven y fermentan, y luego se consumen. Pero si un tal grano de cebada encuentra las condiciones que le son normales, si cae en un suelo favorable, se produce en él, bajo la influencia del calor y de la humedad, una transformación característica: germina; el grano perece como tal, es negado, y en su lugar aparece la planta nacida de él, la negación del grano. Pero ¿cuál es el curso normal de la vida de esa planta? La planta crece, florece, se fecunda y produce finalmente otros granos de cebada, y en cuanto que éstos han madurado muere el tallo, es negado a su vez. Como resultado de esta negación de la negación tenemos de nuevo el inicial grano de cebada, pero no simplemente reproducido, sino multiplicado por diez, veinte o treinta. Las especies cereales se modifican muy lentamente, y la cebada de hoy sigue siendo aproximadamente igual que la de hace cien años. Tomemos, en cambio, una plástica planta ornamental, por ejemplo, una dalia o una orquídea; si tratamos según el arte de la jardinería la semilla y la planta que nace de ella, conseguimos como resultado de esta negación de la negación no ya sólo más semillas, sino semillas cualitativamente mejoradas que producen flores más hermosas, y cada repetición de este proceso cada nueva negación de la negación, aumenta dicho perfeccionamiento. Este proceso se realiza de un modo análogo al visto en el grano de cebada en la mayoría de los insectos, por ejemplo, las mariposas. Las mariposas nacen del huevo por negación del huevo, realizan sus transformaciones hasta llegar a la madurez sexual, se aparean y vuelven a ser negadas, al morir, en cuanto se ha consumado el proceso de apareamiento y la hembra ha puesto sus numerosos huevos. No interesa aquí todavía el hecho de que en otras plantas y animales el proceso no se consume con esa simplicidad, sino que producen varias veces, y no una sola, semillas, huevos o retoños antes de morir; lo único que pretendemos aquí es mostrar que la negación de la negación tiene realmente lugar en los dos reinos del mundo vivo. Por otra parte, toda la geología es una serie de negaciones negadas, una serie de sucesivas destrucciones de viejas formaciones rocosas y depósito de otras nuevas. La corteza terrestre originaria, producida por el enfriamiento de las masas fluidas bajo la acción de los agentes oceánicos, meteorológicos y
atmosférico químicos, es por de pronto desmenuzada, y esas masas desmenuzadas se depositan en el fondo del mar. Elevaciones locales del fondo marino por encima del espejo de las aguas exponen de nuevo partes de esa primera estratificación a la acción de la lluvia, el cambiante calor de las estaciones, el oxígeno y el ácido carbónico de la atmósfera; a las mismas acciones están sometidas las masas fundidas, y luego enfriadas, que proceden del interior de la tierra y rompen los estratos precedentes. Durante millones de siglos van formandose así constantemente capas nuevas, son sucesivamente destruidas en su mayor parte y sirven repetidamente como material de formación de nuevos estratos. Pero el resultado es muy positivo: la producción de un suelo mixto de los más diversos elementos químicos y en un estado de desmenuzamiento mecánico que posibilita la vegetación masiva y diversificada.
Lo mismo ocurre en matemáticas. Tomemos una magnitud algebraica cualquiera, a. Negándola tenemos –a (menos a). Negando esta negación, multiplicando –a por a, tenemos +a², es decir, la magnitud positiva inicial, pero a un nivel más alto, a saber, la segunda potencia. En este punto no tiene relevancia el hecho de que podamos conseguir la misma a² multiplicando la a positiva consigo misma. Pues la negación negada está tan firmemente asentada en a² que en todo caso ésta tiene dos raíces cuadradas, a saber, a y –a. Y esta imposibilidad de desprenderse de la negación negada, de la raíz negativa contenida en el cuadrado, cobra una significación muy tangible ya en las ecuaciones de segundo grado. Aún más contundentemente destaca la negación de la negación en el análisis superior, en aquellas "sumaciones de magnitudes infinitamente pequeñas" que el propio señor Dühring califica de operaciones supremas de la matemática, y que en el lenguaje corriente se llaman cálculo diferencial e integral. ¿Cómo se practica este tipo de cálculo? Tengo, por ejemplo, en un determinado problema, dos magnitudes variables, x e y, una de las cuales no puede variar sin que varíe también la otra en una proporción determinada por la situación concreta. Diferencio entonces x e y, es decir, tomo x e y tan infinitamente pequeñas que desaparezcan prácticamente ante cualquier magnitud real, por pequeña que ésta sea, de modo que no quede de x e y más que su relación recíproca, pero sin su fundamento por así decirlo material: lo que queda es una relación cuantitativa sin cantidad. dy/dx, la razón entre los dos diferenciales de x e y, es, pues, = 0/0, pero 0/0 puesto como expresión de x/y. Indicaré sólo de paso que esta relación entre dos magnitudes
desaparecidas, el momento petrificado de su desaparición, es una contradicción; contradicción que nos molestará tan poco como ha molestado en la matemática en general desde hace casi doscientos años. ¿Qué otra cosa he hecho sino negar x e y, pero no de tal modo que no me tenga que ocupar más de ellas, como niega la metafísica, sino del modo adecuado a la situación? En vez de x e y tengo, pues, ahora su negación, dx y dy, en las fórmulas o ecuaciones estudiadas. Sigo entonces calculando con esas fórmulas, trato a dx y dy como magnitudes reales, aunque sometidas a ciertas leyes excepcionales, y en un determinado momento niego la negación, es decir, integro las fórmulas diferenciales, recupero en vez de dx y dy las magnitudes reales x e y y me encuentro así no como al principio, sino con la solución de un problema ante el cual la geometría y el álgebra comunes se habrían roto tal vez los cuernos.
Lo mismo ocurre en la historia. Todos los pueblos de cultura comienzan con la propiedad común de la tierra. En todos los pueblos que rebasan un determinado nivel originario, esa propiedad común se convierte en el curso de la evolución de la agricultura en una traba de la producción. Se supera entonces, se niega, se transforma en propiedad privada, tras pasar por estadios intermedios más o menos largos. Pero a un nivel de desarrollo superior, producido por la misma propiedad privada de la tierra, la propiedad privada se convierte a su vez en una traba de la producción, como está ocurriendo hoy tanto con la pequeña propiedad del suelo como con la grande. Destaca entonces con necesidad la exigencia de negarla a su vez, de volver a transformar la tierra en propiedad colectiva. Pero esta exigencia no significa el restablecimiento de la propiedad colectiva originaria, sino la producción de una forma supcrior y más desarrollada de posesión colectiva, la cual, lejos de convertirse en una traba de la producción, le permitirá más bien finalmente desencadenarse y aprovechar plenamente los modernos descubrimientos químicos y los modernos inventos mecánicos.
O también: la filosofía antigua fue materialismo originario, espontáneo. Como tal, era incapaz de ponerse en claro acerca de la relación del pensamiento con la materia. Pero la necesidad de aclarar este punto condujo a la doctrina de un alma separable del cuerpo, luego a la afirmación de la inmortalidad del alma, y finalmente al monoteísmo. Así fue el viejo materialismo negado por el idealismo. Pero en el ulterior desarrollo de la filosofía resultó también insostenible el idealismo, y fue negado por el moderno materialismo. Este, negación de la negación, no es la mera restauración
del viejo, sino que inserta en los permanentes fundamentos del primero todo el contenido mental de una evolución bimilenaria de la filosofía y de la ciencia natural, así como de esa misma historia de dos mil años. Ni siquiera es ya este nuevo materialismo una filosofía, sino una simple concepción del mundo que tiene que confirmarse y actuarse no en una selecta ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. La filosofía es, pues, aquí "superada",[21] es decir, "tanto superada cuanto conservada"; superada en cuanto a su forma, conservada en cuanto a su contenido real. Hay, pues, un contenido real, que se encuentra al examinar bien la cosa, donde el señor Dühring no ve más que "juego de palabras".
Por último: incluso la doctrina russoniana de la igualdad, de la que la dühringiana no es más que un eco pálido y falseado, ha necesitado para explicitarse los servicios de comadrona de la hegeliana negación de la negación y ello, encima, casi veinte años antes del nacimiento de Hegel. Y lejos de avergonzarse de ello, en su primera exposición exhibe casi fastuosamente el sello de su origen dialéctico. En el estado de naturaleza y salvajismo, los hombres eran iguales, y como Rousseau considera ya al lenguaje como falseamiento del estado de naturaleza, es del todo coherente al aplicar la igualdad de los animales de una especie también a ésta en todo su alcance; se trataría en este caso de los hipotéticos hombres animales clasificados recientemente por Haeckel como alali, es decir, sin lenguaje. Pero esos hombres-animales iguales tenían una cualidad que les adelantaba a todos los demás animales: la perfectibilidad, la capacidad de seguir evolucionando, y ésta fue la causa de la desigualdad. Rousseau ve, pues, un progreso en el origen de la desigualdad. Pero este progreso era antagonístico en sí mismo, era al mismo tiempo un retroceso.
Todos los posteriores progresos [más allá del estado originario] fueron otros tantos pasos, aparentemente, hacia el perfeccionamiento del hombre individual, pero, en realidad, hacia la decadencia de la especie... El trabajo de los metales y la agricultura fueron las dos artes cuya invención provocó esta gran revolución [la transformación del bosque primitivo en tierra cultivada, pero también la introducción de la miseria y la servidumbre a través de la propiedad]. El oro y la plata según el poeta, el hierro y el trigo según el filósofo, han civilizado a los hombres y arruinado al género humano.[22]
Cada nuevo progreso de la civilización es al mismo tiempo un nuevo progreso de la desigualdad. Todas las instituciones que se da la sociedad nacida con la civilización mutan en lo contrario de su finalidad originaria.
Es cosa indiscutible y ley fundamental de todo el derecho político que los pueblos se han dado príncipes para proteger su libertad, no para aniquilarla.
Y a pesar de ello los príncipes se convierten por necesidad en opresores de los pueblos, y agudizan esa opresión hasta un punto en el cual la desigualdad, exacerbada hasta el último extremo, muta también en su contrario, en causa de igualdad: ante el déspota son todos iguales, a saber, iguales a cero.
"Aquí está el grado extremo de la desigualdad, el punto final que cierra el círculo y toca ya al punto del que hemos partido; aquí se hacen iguales todas las personas privadas, precisamente porque no son nada, y los súbditos no tienen ya más ley que la voluntad del señor". Pero el déspota no es señor sino en cuanto tiene el poder, y, por tanto, "no puede quejarse contra el poder cuando se le expulsa... El poder le sostuvo, el poder le derriba, y todo discurre según su recto curso natural".
Y así vuelve a mutar la desigualdad en igualdad, pero no en la vieja igualdad espontánea de los protohombres sin lenguaje, sino en la igualdad superior del contrato social. Los opresores son oprimidos. Es la negación de la negación.
Tenemos, pues, aquí, ya en Rousseau, una marcha del pensamiento que se parece a la de Marx en El Capital como una gota de agua a otra, y, además y en detalle, toda una serie de las mismos giros dialécticos de que se sirve Marx: procesos que son por su naturaleza antagonísticos, que contienen en sí una contradicción, mutación de un extremo en su contrario y, finalmente, como núcleo de todo, la negación de la negación. Si, pues, Rousseau no podía aún hablar la jerga hegeliana en 1754, está de todos modos muy infectado por el mal hegeliano, la dialéctica de la contradicción, la doctrina del Logos, la teología, etc., dieciséis años antes del nacimiento de Hegel. Y cuando el señor Dühring procede a infectar la teoría russoniana de la igualdad con su victorioso par de hombres, está operando ya en el plano inclinado por el que resbalará sin remisión hasta caer en brazos de la negación de la negación. El estado en el cual florece la igualdad de esos dos hombres, representado también claramente como estado ideal, aparece en la página 271 de la Filosofía caracterizado como "estado originario". Pero este estado originario queda superado inevitablemente en la página 279 por el "sistema predatorio": primera negación. Mas ahora hemos llegado, gracias a la filosofía de la realidad, al momento de suprimir el estado predatorio e introducir en su lugar la comuna
económica inventada por el señor Dühring y basada en la igualdad: negación de la negación, igualdad a un nivel superior. Es un espectáculo delicioso, que amplía benéficamente el campo visual, éste de ver al señor Dühring cometer personalísimamente el crimen capital de la negación de la negación.
¿Qué es, pues, la negación de la negación? Es una ley muy general, y por ello mismo de efectos muy amplios e importante, del desarrollo de la naturaleza, la historia y el pensamiento; una ley que, como hemos visto, se manifiesta en el mundo animal y vegetal, en la geología, en la matemática, en la historia, en la filosofía, y a la que el mismo señor Dühring tiene que someterse sin saberlo a pesar de todos sus tirones y resistencias. Es evidente que cuando lo describo como negación de la negación no digo absolutamente nada sobre el particular proceso de desarrollo que atraviesa, por ejemplo, el grano de cebada desde la germinación hasta la muerte de la planta con frutos. Pues como el cálculo integral es también negación de la negación, si pretendiera haber dicho con eso algo sobre lo concreto no afirmaría sino el absurdo de que el proceso vital de una espiga de cebada es cálculo integral, o acaso socialismo. Y esto es precisamente lo que los metafísicos imputan siempre a la dialéctica. Cuando digo de todos esos procesos que son negación de la negación los estoy reuniendo a todos bajo esa ley del movimiento, y dejo precisamente por ello fuera de consideración la particularidad de cada proceso especial. La dialéctica no es, empero, más que la ciencia de las leyes generales del movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento.
Más puede aún objetarse: la negación aquí realizada no es una verdadera negación; también niego un grano de cebada cuando lo muelo, un insecto cuando lo aplasto, la magnitud positiva a cuando la borro, etc. O bien niego la frase "la rosa es una rosa"; y ¿qué sale en limpio si luego vuelvo a negar esta negación y digo: "la rosa es sin embargo una rosa?" Estas objeciones son realmente los argumentos capitales de los metafísicos contra la dialéctica, y plenamente dignos de esa limitación del pensamiento. En la dialéctica, negar no significa simplemente decir no, o declarar inexistente una cosa, o destruirla de cualquier modo. Ya Spinoza dice: omnis determinatio est negatio, toda determinación o delimitación es negación. Además, la naturaleza de la negación dialéctica está determinada por la naturaleza general, primero, y especial, después, del proceso. No sólo tengo que negar, sino que tengo que superar luego la negación. Tengo, pues, que establecer la primera negación
de tal modo que la segunda siga siendo o se haga posible. ¿Cómo? Según la naturaleza especial de cada caso particular. Si muelo un grano de cebada o aplasto un insecto, he realizado ciertamente el primer acto, pero he hecho imposible el segundo. Toda especie de cosas tiene su modo propio de ser negada de tal modo que se produzca de esa negación su desarrollo, y así también ocurre con cada tipo de representaciones y conceptos. En el cálculo infinitesimal se niega de modo diverso de como se hace en la consecución de potencias positivas de raíces negativas. También esto hay que aprenderlo, como cualquier otra cosa. Con el mero conocimiento de que la espiga de cebada y el cálculo infinitesimal caen bajo la negación de la negación, no puedo ni plantar cebada ni deferenciar e integrar con éxito, del mismo modo que tampoco con las meras leyes de la determinación de las notas por las dimensiones de las cuerdas puedo sin más tocar el violín. Pero es claro que en una negación de negación que consista en la pueril ocupación de poner y borrar alternativamente a o afirmar alternativamente de una rosa que es una rosa y no lo es, no puede obtenerse más que una prueba de la necedad del que aplique tan tediosos procedimientos. Pese a lo cual los metafísicos pretenden demostrarnos que si realmente queremos ejecutar la negación de la negación, ése es el modo correcto de hacerlo.
Es, pues, de nuevo el señor Dühring el que nos sugiere una mistificación al afirmar que la negación es un capricho analógico inventado por Hegel, tomado de la religión y basado en la historia del pecado original. Los hombres han pensado dialécticamente mucho antes de saber lo que era dialéctica, del mismo modo que hablaban ya en prosa mucho antes de que existiera la expresión "prosa". La ley de la negación de la negación, que se cumple en la naturaleza y en la historia inconscientemente, e inconscientemente también en nuestras cabezas hasta que se la descubre, fue formulada de un modo claro por vez primera por Hegel. Y si el señor Dühring quiere proceder él mismo con ella, pero en secreto, y lo único que no puede soportar es el nombre, debe encontrar un nombre mejor. Mas si lo que quiere es expulsar la cosa misma del ámbito del pensamiento, tendrá que proceder primero a expulsarla benévolamente de la naturaleza y de la historia, y también a inventarse una matemática en la cual –a × a no sea +a² y en la que esté prohibido bajo pena severa diferenciar e integrar.
Hemos terminado con la filosofía; lo que en el Curso queda en materia de fantasías futuristas nos ocupará con ocasión de la subversión duhringiana del socialismo. ¿Qué nos ha prometido el señor Dühring? Todo. ¿Y qué ha cumplido? Nada absolutamente. "Los elementos de una filosofía real y consecuentemente orientada a la realidad de la naturaleza y de la vida", la "concepción rigurosamente científica del mundo", los "pensamientos creadores de sistema" y todas las demás hazañas del señor Dühring, pregonadas por el señor Dühring con sonoras frases, han resultado ser, las cogiéramos por donde las cogiéramos, pura patraña. El esquematismo universal que "sin perdonar nada en cuanto a profundidad de pensamiento ha fijado con seguridad las estructuras básicas del ser" resultó ser un eco infinitamente corrompido de la Lógica hegeliana, y compartir con ésta la superstición de que dichas "estructuras básicas" o categorías lógicas tienen en algún lugar una misteriosa existencia propia, antes que el mundo y fuera del mundo al que hay que "aplicarlas". La filosofía de la naturaleza nos ofreció una cosmogonía cuyo punto de partida es un "estado de la materia idéntico consigo mismo", un estado sólo imaginable en base a la más insalvable confusión sobre la conexión de naturaleza y movimiento, y sólo, también, en base al supuesto de un Dios personal extramundano, el único ser que puede llevar de ese estado al movimiento. En el tratamiento de la naturaleza orgánica, la filosofía de la realidad, luego de haber condenado la lucha por la existencia y la selección natural darwinianas como "una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad", tuvo que volver a darles entrada por la puerta falsa, como factores activos en la naturaleza, aunque de segundo orden. Esta filosofía tuvo además ocasión de documentar en el terreno de la biología una ignorancia que, desde que las conferencias de divulgación científica florecen por todas partes, habría que buscar con una linterna incluso entre las jovencitas de la buena sociedad. En el terreno de la moral y del derecho, esa
filosofía no ha tenido con la trivialización de Rousseau más fortuna que con la anterior corrupción de Hegel, y por lo que hace a la ciencia jurídica ha mostrado también, pese a toda la enfática afirmación de lo contrario, un desconocimiento que no es fácil encontrar ni en los más vulgares juristas de la vieja escuela prusiana. La filosofía "que no deja en pie ningún horizonte meramente aparente" se contenta jurídicamente con un horizonte real que coincide con el ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano. Seguimos esperando los "cielos y las tierras de la naturaleza interna y externa" que esa filosofía prometía desplegar ante nosotros con su movimiento de poderosa subversión, igual que seguimos esperando las "verdades definitivas de última instancia" y lo "absolutamente fundamental". El filósofo cuyo modo de pensar "excluye toda veleidad de presentación subjetivista limitada del mundo" resulta estar no sólo subjetivamente limitado por sus conocimientos, probadamente muy deficientes, por su mentalidad metafísicamente limitada y por su grotesca vanidad, sino incluso por pueriles manías personales. El filósofo no consigue producir su filosofía de la realidad sin imponer a toda la humanidad, judíos incluidos, su repugnancia por el tabaco, los gatos y los judíos, como si esa repugnancia fuera una ley de validez universal. Su "punto de vista realmente crítico" contra otros autores consiste en atribuirles tenazmente cosas que ellos no han dicho, pues son fabricación personalísima del señor Dühring. Sus difusas jeremíadas sobre temas honradamente pequeñoburgueses como el valor de la vida y el mejor modo de gozar de ella son de una tal afectada trivialidad que explican muy bien su cólera contra el Fausto de Goethe. Es sin duda imperdonable en Goethe el haber hecho un héroe del inmoral Fausto, y no del serio filósofo de la realidad Wagner.
[23] En resolución, la filosofía de la realidad, tomada en su conjunto, resulta ser, para hablar con Hegel, "la más pálida lucecilla de la ilustracioncilla alemana",[24] lucecilla cuya tenuidad y transparente trivialidad no se adensan ni enturbian sino por los humos de las sentenciosas palabras que la atraviesan. Y al terminar el libro del filósofo sabemos tanto como al principio, y nos vemos obligados a confesar que el "nuevo modo de pensar" y los "resultados y las concepciones radicalmente propios" y los "pensamientos creadores de sistema" nos han ofrecido sin duda diversos y nuevos absurdos, pero ni siquiera una línea de la que pudiéramos aprender algo. Y este hombre que alaba sus artes y mercancías a fuerza de tambores y trompetas más ruidosos que los del más ordinario pregonero del mercado, este hombre bajocuyas grandes palabras no se esconde nada, absolutamente nada, ese hombre se permite encima llamar charlatanes a gentes como Fichte, Schelling y Hegel, el más pequeño de los cuales es aún un gigante en comparación con él. Charlatán, efectivamente. Pero ¿quién?