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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Ha sido para mí una sorpresa que el presente escrito tuviera que aparecer en una nueva edición. El objeto en él criticado está hoy olvidado prácticamente; y el escrito mismo, además de haber estado al alcance de miles de lectores en el Vorwärts de Leipzig, aunque por entregas, en 1877 y 1878, se imprimió también en un volumen y en gran número de ejemplares. ¿Cómo puede, pues, seguir interesando a alguien lo que escribí hace años sobre el señor Dühring?

Es muy probable que ello se deba a la circunstancia de que este escrito, como casi todos los míos que entonces estaban en circulación, fue prohibido en el Imperio Alemán inmediatamente después de promulgarse la ley contra el socialismo. El efecto de esta medida tenía que ser claro para todo el que no estuviera aherrojado por los hereditarios prejuicios burocráticos de los países de la Santa Alianza: el efecto tenía que ser la duplicación y la triplicación de los libros prohibidos, la revelación de la impotencia de los señores de Berlín, incapaces de imponer la ejecución de las prohibiciones que decretan. De hecho, esta amabilidad del gobierno del Reich me está acarreando más ediciones de mis escritos breves de las que son compatibles con mi responsabilidad, pues no tengo tiempo suficiente para revisar el texto como fuera debido, y la mayoría de las veces tengo que mandarlo a la reimpresión sin más ceremonias.

Pero a eso se añade aún otra circunstancia. El sistema del señor Dühring aquí criticado abarca un campo teorético muy amplio; esto me obligó a seguirle por todas partes y a contraponer en cada punto mis concepciones a las suyas. Con ello la crítica negativa se hizo positiva; la polémica se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática del método dialéctico y de la concepción comunista dél mundo sostenidas por Marx y por mí, y esto ocurrió en una serie bastante amplia de campos temáticos. Desde que se presentó al mundo por vez primera en la Miseria de la filosofía de Marx y en el Manifiesto Comunista, esta concepción nuestra ha atravesado un estadio de incubación de más de veinte años, hasta que con la aparición de El Capital empezó a abarcar

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con velocidad creciente círculos cada vez más amplios, para encontrar actualmente, rebasando con mucho los límites de Europa, consideración y adhesión en todos los países en los que haya, por una parte, proletarios, y, por otra, teóricos científicos sin prejuicios. Parece, pues, que existe un público cuyo interés por la cosa es lo suficientemente grande como para cargar con la polémica contra las tesis de Dühring, polémica hoy sin objeto en muchos respectos, en consideración de los desarrollos positivos dados en añadido a la polémica.

Quiero hacer observar incidentalmente lo que sigue: como el punto de vista aquí desarrollado ha sido en su máxima parte fundado y desarrollado por Marx, y en su mínima parte por mí, era obvio entre nosotros que esta exposición mía no podía realizarse sin ponerse en su conocimiento. Le leí el manuscrito entero antes de llevarlo a la imprenta, y el décimo capítulo de la sección sobre economía («De la Historia crítica») ha sido escrito por Marx; yo no tuve sino que acortarlo un poco, desgraciadamente, por causa de consideraciones externas. La colaboración de Marx se explica porque siempre fue costumbre nuestra ayudarnos recíprocamente en cuestiones científicas especiales.

La presente nueva edición es, con la excepción de un capítulo, reimpresión sin modificar de la anterior. Me faltaba, en efecto, tiempo para realizar una revisión detallada, aunque desde luego me habría gustado modificar bastantes cosas de la exposición. Pero tengo el deber de preparar para la imprenta los manuscritos póstumos de Marx, y esto es mucho más importante que todo lo demás. Por otra parte, la conciencia se me resistía a toda modificación. Este escrito es polémico, y creo que debo a mi contrincante la justicia de no corregir yo nada puesto que él no puede hacerlo. Sin duda habría podido ejercer mi derecho a replicar a la respuesta del señor Dühring. Pero no he leído lo que ha escrito el señor Dühring sobre mi crítica, ni lo leeré sin algún motivo imprevisible; teoréticamente he terminado con él. Por lo demás, me es fuerza respetar a propósito de él las reglas de decoro de la lucha literaria, tanto más cuanto que posteriormente la Universidad de Berlín le hizo víctima de una vergonzosa injusticia. Cierto que la Universidad de Berlín ha sido castigada por ello. Una Universidad que se ha permitido retirar al señor Dühring la libertad de enseñanza en las circunstancias de todos conocidas no puede asombrarse de que le impongan la presencia del señor Schweninger, en circunstancias no menos conocidas por todos.

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El único capítulo en el que me he permitido algunos añadidos aclaratorios es el segundo de la tercera sección: Cuestiones teoréticas. En él, tratándose sólo y exclusivamente de la exposición de un punto básico de la concepción que propongo, no podrá quejarse mi contrincante de que yo me esfuerce por hablar más popularmente y por completar la coherencia de lo dicho. La mejora, por cierto, ha tenido una motivación externa a la obra. He reelaborado tres capítulos de este escrito (el primero de la Introducción y el segundo y el tercero de la tercera sección) para mi amigo Lafargue, que deseaba componer una traducción francesa de los mismos, de modo que constituyeran un folleto independiente; luego de que la edición francesa sirviera de base a otra italiana y otra polaca, preparé yo mismo una edición alemana con el título de La evolución del socialismo desde la utopía hasta la ciencia. Este folleto ha sido objeto de tres ediciones en pocos meses, y ha aparecido también en traducciones rusa y danesa. En todas esas ediciones, los añadidos se limitaban al capítulo en cuestión, y habría sido una pedantería atarme de nuevo en esta edición de la obra original al texto primitivo, despreciando su forma posterior y ya internacional.

Los demás cambios que querría hacer se refieren principalmente a dos puntos. Primero, a la prehistoria humana, cuya clave nos facilitó Morgan en 1877. Pero como posteriormente a la primera edición de esta obra tuve ocasión de considerar el material de Morgan en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Zurich, 1884, bastará con remitir aquí a dicha obra posterior.

Y, en segundo lugar, querría modificar la parte que trata de la ciencia natural. Hay en ella una gran torpeza de exposición, y hoy día podrían formularse más clara y precisamente varias cosas. Si, pues, no me atribuyo el derecho de corregirme, estoy en cambio obligado a criticarme aquí a mí mismo.

Marx y yo fuimos probablemente los únicos en salvar la dialéctica consciente de la filosofía idealista alemana, trasplantándola a la concepción materialista de la naturaleza y de la historia. Pero una concepción a la vez dialéctica y materialista de la naturaleza supone el conocimiento de la matemática y de la ciencia natural. Marx era un matemático sólido, pero ninguno de los dos pudimos seguir los progresos de las ciencias de la naturaleza sino fragmentaria, irregular y esporádicamente. Por eso, cuando al retirarme del trabajo comercial y trasladarme a Londres me encontré con tiempo para ello, hice, según la expresión de Liebig, una muda completa, en lo posible, de piel matemática y científico-natural, dedicando

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a ella lo mejor de ocho años seguidos. Estaba precisamente sumido en aquel proceso de muda cuando tropecé con la necesidad de ocuparme de la sedicente filosofía de la naturaleza del señor Dühring. Así, pues, es muy natural que en esta parte del libro no encuentre a veces la expresión correcta, y que me mueva siempre con bastante torpeza en el terreno de la ciencia teórica de la naturaleza. Pero, por otra parte, la consciencia de mi inseguridad aún no superada me hizo prudente; no se me podrán probar verdaderas transgresiones contra los hechos entonces conocidos, ni exposición incorrecta de las teorías entonces reconocidas como tales. Sólo un gran matemático, cuyos méritos no parece apreciar nadie, se quejó a Marx por carta de que yo había herido temerariamente la honra de la raíz de -1.[3]

En toda esta recapitulación mía de la matemática y las ciencias de la naturaleza se trataba, naturalmente, de convencerme también en el detalle —pues en líneas generales no tenía duda al respecto— de que en la naturaleza vigen las mismas leyes dialécticas del movimiento, en el confuso seno de las innumerables modificaciones, que dominan también en la historia la aparente casualidad de los acontecimientos; las mismas leyes que, constituyendo también en la evolución del pensamiento humano el continuo hilo conductor, llegan progresivamente a la consciencia del hombre; las leyes desarrolladas por vez primera por Hegel de un modo amplio y general, aunque en forma mistificada; extraerlas de esa forma mística y llevarlas a consciencia claramente, en toda su sencillez y generalidad, era uno de nuestros objetivos. Es claro sin más que la vieja filosofía de la naturaleza[4] —a pesar de lo mucho bueno y de los muchos fecundos gérmenes que contenía[*] — no podía bastarnos. Como se

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expone más detalladamente en el presente escrito, la filosofía de la naturaleza, especialmente en la forma hegeliana, pecó al no reconocer a la naturaleza ninguna evolución en el tiempo, ningún después de, sino sólo un junto a. Esto tenía sus raíces, por una parte, en el sistema mismo de Hegel, que no atribuye una evolución histórica más que al espíritu, pero por otra parte arraigaba también en la situación general de las ciencias naturales en la época. Así se quedó Hegel muy por detrás de Kant, cuya teoría de la nebulosa había proclamado ya el origen del sistema solar, mientras que su teoría de la obstaculización de la rotación de la Tierra por las mareas anunciaba el fin de dicho sistema. Por último, no podía tratarse para mí de construir artificialmente, por proyección, las leyes dialécticas en la naturaleza, sino de encontrarlas en ella y desarrollarlas a partir de ella.

Pero hacer esto de un modo coherente y en cada terreno concreto es una tarea gigantesca. No sólo es el terreno que hay que dominar casi infinito, sino que además toda la ciencia natural se encuentra en este terreno sometida a un proceso de transformación tan imponente que apenas puede seguirlo aquel que dispone para ello de todo su tiempo. Y desde la muerte de Carlos Marx mi tiempo está hipotecado por deberes más urgentes, por lo cual he tenido que interrumpir mi trabajo. Tengo que contentarme por ahora con las indicaciones dadas en el presente escrito, y esperar si más tarde vuelve a presentárseme una ocasión para reunir y editar los resultados conseguidos, tal vez junto con los importantísimos manuscritos matemáticos dejados por Marx.[5]

Mas quizá el progreso de la ciencia teórica de la naturaleza haga mi trabajo totalmente o en gran parte superfluo. Pues la revolución impuesta a la ciencia teórica de la naturaleza por la mera necesidad de ordenar los descubrimientos puramente empíricos que se acumulan masivamente es tal que tiene que llevar a consciencia hasta de los empíricos más recalcitrantes el carácter dialéctico de los procesos naturales. Las viejas contraposiciones rígidas, a la moda de los franceses del siglo XVIII,

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las fronteras tajantes e insuperables van desapareciendo cada vez más. Desde la licuefacción del último gas auténtico, desde la prueba de que un cuerpo puede ponerse en un estado en el cual son indistinguibles la forma gaseosa y la de gota, los estados de agregación han perdido el último resto de su anterior carácter absoluto. Con el teorema de la teoría cinética de los gases según el cual los cuadrados de las velocidades con que se mueven las moléculas en los gases perfectos son, a temperatura igual, inversamente proporcionales a los pesos moleculares, el calor se suma sin más a la serie de las formas de movimiento directamente medibles como tales. Mientras que aún hace diez años la gran ley fundamental del movimiento, entonces recientemente descubierta, se concebía como mera ley de la conservación de la energía, como mera expresión de la indestructibilidad del movimiento y de la imposibilidad de crearlo, o sea según su aspecto meramente cuantitativo, aquella expresión estrecha y negativa es hoy cada vez más desplazada por la transformación positiva de la energía, con lo que empieza finalmente a apreciarse el contenido cualitativo del proceso y se borra el último recuerdo del Creador ajeno al mundo. Ya no hay que predicar como cosa nueva que la cantidad de movimiento (de la llamada energía) no varía cuando se transforma de energía cinética (la llamada fuerza mecánica) en electricidad, calor, energía potencial de posición, etc., y a la inversa; ese hecho es ya el fundamento adquirido de la investigación, aún mucho más rica en contenido, del proceso mismo de transformación, del gran proceso básico en cuyo conocimiento se comprime todo el de la naturaleza. Y desde que en biología se trabaja con la antorcha de la teoría de la evolución han ido también disolviéndose una tras otra las rígidas líneas de la clasificación en el terreno de la naturaleza orgánica; cada día aumenta el número de los eslabones intermedios casi inclasificables, la investigación más detallada pasa organismos de una clase a otra, y caracteres diferenciales que se habían convertido casi en artículos de fe pierden su validez absoluta; tenemos ahora mamíferos ovíparos y, si se confirma la noticia, hasta pájaros de cuatro patas. Si ya hace años Virchow se vio obligado, a consecuencia del descubrimiento de la célula, a descomponer la unidad del individuo animal en una federación de estados celulares, con una concepción más progresista que científico-natural y dialéctica, el concepto de la individualidad animal (y, por tanto, también de la humana) se complica hoy aún mucho más por el descubrimiento de esas células blancas de la sangre que, como amebas, se mueven

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en el cuerpo de los animales superiores. Pero aquellas contraposiciones polares e imaginadas como irresolubles, aquellas fronteras y diferencias entre clases fijadas con tanta violencia, fue precisamente lo que dio a la ciencia moderna teórica de la naturaleza su carácter limitado y metafísico. El reconocimeinto de que esas contraposiciones y diferencias, aunque efectivamente se presentan en la naturaleza, no tienen sino una validez relativa, y que en cambio ha sido nuestra reflexión la que ha introducido la idea de su rigidez y de su validez absoluta, es el punto nuclear de la concepción dialéctica de la naturaleza. Es posible llegar a esa concepción por el mero peso de los hechos que van acumulándose en las ciencias de la naturaleza; pero es más fácil alcanzarla si se percibe el carácter dialéctico de esos hechos con la consciencia de las leyes del pensamiento dialéctico. En todo caso, la ciencia de la naturaleza ha llegado ya al punto en el cual no puede seguir sustrayéndose a la concepción de conjunto dialéctica. Y se facilitará su propio proceso si no olvida que los resultados en los cuales se compendian sus experiencias son conceptos, y que el arte de operar con conceptos no es innato, ni tampoco está dado sin más con la corriente consciencia cotidiana, sino que exige verdadero pensamiento, el cual tiene a su vez una larga historia de experiencia, ni más ni menos que la investigación empírica de la naturaleza. Apropiándose, precisamente, los resultados de tres mil años de desarrollo de la filosofía, conseguirá, por una parte, liberarse de toda filosofía de la naturaleza que pretenda situarse fuera y por encima de ella, y, por otra parte, rebasar su propio limitado método de pensamiento, tomado del empirismo inglés.

F. ENGELS.

London, 23 de septiembre de 1886.


[*] Es mucho más fácil abalanzarse contra la vieja filosofía de la naturaleza, según el ejemplo del superficial vulgo à la Karl Vogt, que justipreciar su importancia histórica. La filosofía de la naturaleza contiene mucho absurdo y mucha fantasía, pero no más que las teorías afilosóficas contemporáneas de ella presentadas por los investigadores empíricos de la naturaleza; pero también contenía muchas cosas con sentido y entendimiento, como empieza a verse desde la difusión de la teoría de la evolución. Así ha reconocido Haeckel con todo derecho los méritos de Oken y Treviranus. Con su protolimo y sus protovesículas, Oken ha establecido como postulado de la biología lo que más tarde se ha descubierto realmente como protoplasma y como célula. Y por lo que hace concretamente a Hegel, puede decirse que en muchos respectos está por encima de sus contemporáneos empíricos, los cuales creían haber explicado todos los fenómenos oscuros con adscribirlos a alguna fuerza subyacente —fuerza de gravedad, fuerza natatoria, fuerza eléctrica de contacto, etc.—, o bien, cuando eso no era posible, atribuyéndolos a una sustancia desconocida, como la materia lumínica, el calórico, la sustancia eléctrica, etc. Las sustancias imaginarias están hoy prácticamente desbancadas, pero la fantasmagoría de las fuerzas combatida por Hegel, sigue aún haciendo sus apariciones, por ejemplo, en 1869, en el discurso de Innsbruck de Hemholtz (Helmholtz, Populare Vorlesungen <Lecciones de divulgación>, II. Heft, 1871, pág. 190). Frente a la divinización de Newton, cubierto de honores y riquezas por Inglaterra, Hegel destacó que Kepler, al que Alemania dejó sumido en la miseria, es el verdadero fundador de la moderna mecánica de los cuerpos celestes, y que la ley newtoniana de gravitación está ya contenida en las tres leyes de Kepler, y hasta explícitamente en la tercera. Lo que Hegel ha demostrado en su Naturphilosophie, 270 y añadidos (Hegel, Werke <Obras de Hegel>, 1842, vol. VII, págs. 98 y 113-115) con un par de sencillas ecuaciones, se encuentra como resultado de la más reciente mecánica matemática en las Vorlesungen uber mathematiscge Physik <Lecciones de física matemática> 2ª ed., Leipzig, 1877, pág. 10, de Gustav Kirchhof, y esencialmente en la misma sencilla forma matemática desarrollada por vez primera por Hegel. Los filósofos de la naturaleza son respecto de la ciencia natural conscientemente dialéctica lo que los utópicos respecto del comunismo moderno.