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INTRODUCCION

 

I. GENERALIDADES

El socialismo moderno es ante todo, por su contenido, el producto de la percepción de las contraposiciones de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y burgueses, por una parte, y de la anarquía reinante en la producción, por otra. Pero, por su forma teorética, se presenta inicialmente como una ulterior continuación, en apariencia más consecuente, de los principios sentados por los grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que enlazar con el material mental que halló ya presente, por más que sus raíces estuvieran en los hechos económicos.

Los grandes hombres que iluminaron en Francia las cabezas para la revolución en puerta obraron ellos mismos de un modo sumamente revolucionario. No reconocieron ninguna autoridad externa, del tipo que fuera. Lo sometieron todo a la crítica más despiadada: religión, concepción de la naturaleza, sociedad, orden estatal; todo tenía que justificar su existencia ante el tribunal de la razón, o renunciar a esa existencia. El entendimiento que piensa se aplicó como única escala a todo. Era la época en la que, como dice Hegel, el mundo se puso a descansar sobre la cabeza, primero en el sentido de que la cabeza humana y las proposiciones descubiertas por su pensamiento pretendieron valer como fundamento de toda acción y toda sociación humanas; pero luego también en el sentido, más amplio, de invertir de arriba abajo en el terreno de los hechos la realidad que contradecía a esas proposiciones. Todas las anteriores formas de sociedad y de Estado, todas las representaciones de antigua tradición, se remitieron como irracionales al desván de los trastos; el mundo se había regido hasta entonces por meros prejuicios; lo pasado no merecía más que compasión y desprecio. Ahora irrumpía finalmente la luz del día; a partir de aquel momento, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión iban a ser expulsados por la verdad eterna, la justicia eterna, la igualdad fundada en la naturaleza y los inalienables derechos del hombre.

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Hoy sabemos que aquel Reino de la Razón no era nada más que el Reino de la Burguesía idealizado, que la justicia eterna encontró su realización en los tribunales de la burguesía, que la igualdad desembocó en la igualdad burguesa ante la ley, que como uno de los derechos del hombre más esenciales se proclamó la propiedad burguesa y que el Estado de la Razón, el contrato social roussoniano, tomó vida, y sólo pudo cobrarla, como república burguesa democrática. Los grandes pensadores del siglo XVIII, exactamente igual que todos sus predecesores, no pudieron rebasar los límites que les había puesto su propia época.

Pero junto a la contraposición entre nobleza feudal y burguesía existía la contraposición general entre explotadores y explotados, entre ricos ociosos y pobres trabajadores. Fue precisamente esa circunstancia lo que permitió a los representantes de la burguesía situarse como representantes no de una clase particular, sino de la entera humanidad en sufrimiento. Aún más. Desde su mismo nacimiento la burguesía traía su propia contraposición: no pueden existir capitalistas sin trabajadores asalariados, y en la misma razón según la cual el burgués gremial de la Edad Media dio de sí el burgués moderno, el trabajador gremial y el jornalero sin gremio fueron dando en proletarios. Y aunque a grandes rasgos la burguesía pudo pretender con razón que en la lucha contra la nobleza representaba al mismo tiempo los intereses de las diversas clases trabajadoras de la época, en todo gran movimiento burgués se manifestaron agitaciones independientes de aquella clase que fue la precursora más o menos desarrollada del moderno proletariado. Así ocurrió en la época de las guerras religiosas y campesinas alemanas con la tendencia de Thomas Münzer; en la gran Revolución inglesa con los levellers; en la gran Revolución Francesa con Babeuf. Junto a estas manifestaciones revolucionarias de una clase aún inmadura se produjeron manifestaciones teoréticas; en los siglos XVI y XVII, descripciones utópicas de situaciones sociales ideales; en el siglo XVIII, ya explícitas teorías comunistas (Morelly y Mably). La exigencia de igualdad no se limitó a los derechos políticos, sino que se amplió a la situación social del individuo; no se trataba de suprimir meramente los privilegios de clase, sino también las diferencias de clase. Y así fue la primera forma de manifestación de la nueva doctrina un comunismo ascético que enlazaba con Esparta. A eso siguieron los tres grandes utópicos: Saint Simon, en el cual la tendencia burguesa aún conserva cierto valor junto a la proletaria; Fourier, y Owen, que, en el país de la producción

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capitalista más desarrollada y bajo la impresión de las contraposiciones por ella producidas, desarrolló sistemáticamente sus propuestas para la eliminación de las diferencias de clase, enlazando directamente con el materialismo francés.

Común a los tres es el hecho de que no se presentan como representantes de los intereses del proletariado, mientras tanto producido ya históricamente. Al igual que los ilustrados, estos tres autores no se proponen liberar a una clase determinada, sino a la humanidad entera. Como aquéllos, quieren implantar el Reino de la Razón y de la Justicia eterna; pero su reino es abismáticamente diverso del de los ilustrados. También el mundo burgués instituido según los principios de aquellos ilustrados ha resultado irracional e injusto, y por eso acaba en la olla de las cosas recusables, exactamente igual que el feudalismo y que todos los anteriores estadios sociales. El hecho de que no hayan dominado aún en el mundo la verdadera Razón y la verdadera Justicia se debe simplemente a que no se las ha conocido hasta ahora rectamente. Ha faltado, sencillamente, el genial individuo que ahora se presenta y descubre la verdad; y el hecho de que se presente ahora, y ahora precisamente descubra la verdad, no es algo que se siga necesariamente de la conexión del desarrollo histórico, no es un acontecimiento inevitable, sino puro caso afortunado. Igual habría podido nacer hace quinientos años, y entonces habría ahorrado a la humanidad quinientos años de error, lucha y sufrimiento.

Este tipo de concepción es en lo esencial el de todos los socialistas ingleses y franceses y el de los primeros socialistas alemanes, incluyendo a Weitling. El socialismo es la expresión de la verdad absoluta, de la razón y la justicia absolutas, y basta con que sea descubierto para que por su propia fuerza conquiste el mundo; como la verdad absoluta es independiente del tiempo, el espacio y el desarrollo humano histórico, es meramente casual la cuestión del lugar y el tiempo de su descubrimiento. Lo que no quita que la verdad, la razón y la justicia absoluta sean distintas en cada fundador de escuela; y como en cada uno de ellos el tipo especial de la verdad, la razón y la justicia absolutas está a su vez condicionado por su entendimiento subjetivo, sus condiciones vitales y las dimensiones de sus conocimientos y la educación de su pensamiento, este conflicto de verdades absolutas no tiene más solución posible que el desgaste y limadura de unas con otras. De ello no podía resultar más que una especie de ecléctico socialismo medio, que es efectivamente el que domina las cabezas de la mayoría de

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los trabajadores socialistas de Francia e Inglaterra; una mezcla, con admisión de numerosos matices, de las exposiciones críticas menos violentas, los pocos principios económicos y las representaciones sociales futuristas de los diversos fundadores de sectas; una mezcla tanto más fácil de conseguir cuanto más se redondean en la discusión, como los cantos del arroyo, las agudas aristas que precisan y determinan los diversos elementos particulares. Para hacer del socialismo una ciencia había que empezar por situarle en un suelo real.

Mientras tanto, junto con la filosofía francesa del siglo XVIII y posteriormente a ella, había surgido la moderna filosofía alemana, para encontrar en Hegel su cierre y conclusión. Su mayor mérito fue recoger de nuevo la dialéctica como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos fueron todos innatos dialécticos espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, ha investigado incluso las formas más esenciales del pensamiento dialéctico. La filosofía moderna, en cambio, aunque también ella tenía brillantes representantes de la dialéctica (por ejemplo, Descartes y Spinoza), había cristalizado cada vez más, por la influencia inglesa, en el modo de pensar llamado metafisico, el cual dominó también casi exclusivamente a los franceses del siglo XVIII, por lo menos en sus trabajos específicamente filosóficos. Fuera de la filosofía estrictamente dicha, ellos también eran capaces de suministrar obras maestras de la dialéctica; bastará con recordar El sobrino de Rameau, de Diderot, y el Tratado sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, de Rousseau. Vamos a limitarnos aquí a indicar lo esencial de ambos métodos de pensamiento; más tarde volveremos a tratar detalladamente este tema.

Cuando sometemos a la consideración del pensamiento la naturaleza o la historia humana, o nuestra propia actividad espiritual, se nos ofrece por de pronto la estampa de un infinito entrelazamiento de conexiones e interacciones, en el cual nada permanece siendo lo que era, ni como era ni donde era, sino que todo se mueve, se transforma, deviene y perece. Esta concepción del mundo, primaria e ingenua, pero correcta en cuanto a la cosa, es la de la antigua filosofía griega, y ha sido claramente formulada por vez primera por Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, se encuentra en constante modificación, sumido en constante devenir y perecer. Pero esta concepción, por correctamente que capte el carácter general del cuadro de conjunto de los fenómenos, no basta para explicar las particularidades de que se compone aquel cuadro

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total, y mientras no podamos hacer esto no podremos tampoco estar en claro sobre el cuadro de conjunto. Para conocer esas particularidades tenemos que arrancarlas de su conexión natural o histórica y estudiar cada una de ellas desde el punto de vista de su constitución, de sus particulares causas y efectos, etc. Esta es por de pronto la tarea de la ciencia de la naturaleza y de la investigación histórica, ramas de la investigación que por muy buenas razones no ocuparon entre los griegos de la era clásica sino un lugar subordinado, puesto que su primera obligación consistía en acarrear y reunir material. Los comienzos de la investigación exacta de la naturaleza han sido desarrollados por los griegos del período alejandrino y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; pero una verdadera ciencia de la naturaleza no data propiamente sino de la segunda mitad del siglo XV, y a partir de entonces ha hecho progresos con velocidad siempre creciente. La descomposición de la naturaleza en sus partes particulares, el aislamiento de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas clases especiales, la investigación del interior de los cuerpos orgánicos según sus muy diversas conformaciones anatómicas, fue la condición fundamental de los progresos gigantescos que nos han aportado los últimos cuatrocientos años al conocimiento de la naturaleza. Pero todo ello nos ha legado también la costumbre de concebir las cosas y los procesos naturales en su aislamiento, fuera de la gran conexión de conjunto. No en su movimiento, por tanto, sino en su reposo; no como entidades esencialmente cambiantes, sino como subsistencias firmes; no en su vida, sino en su muerte. Y al pasar ese modo de concepción de la ciencia natural a la filosofía, como ocurrió por obra de Bacon y Locke, creó en ella la específica limitación de pensamiento de los últimos siglos, el modo metafísico de pensar.

Para el metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, los conceptos, son objetos de investigación dados de una vez para siempre, aislados, uno tras otro y sin necesidad de contemplar el otro, firmes, fijos y rígidos. El metafísico piensa según rudas contraposiciones sin mediación: su lenguaje es sí, sí, y no, no, que todo lo que pasa de eso del mal espíritu procede. Para él, toda cosa existe o no existe: una cosa no puede ser al mismo tiempo ella misma y algo diverso. Lo positivo y lo negativo se excluyen lo uno a lo otro de un modo absoluto; la causa y el efecto se encuentran del mismo modo en rígida contraposición. Este modo de pensar nos resulta a primera vista muy plausible porque es el del llamado sano sentido común. Pero el sano sentido común, por apreciable compañero

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que sea en el doméstico dominio de sus cuatro paredes, experimenta asombrosas aventuras en cuanto que se arriesga por el ancho mundo de la investigación, y el modo metafísieo de pensar, aunque también está justificado y es hasta necesario en esos anchos territorios, de diversa extensión según la naturaleza de la cosa, tropieza sin embargo siempre, antes o después, con una barrera más allá de la cual se hace unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en irresolubles contradicciones, porque atendiendo a las cosas pierde su conexión, atendiendo a su ser pierde su devenir y su perecer, atendiendo a su reposo se olvida de su movimiento: porque los árboles no le dejan ver el bosque. Para casos cotidianos sabemos, por ejemplo, y podemos decir con seguridad si un animal existe o no existe; pero si llevamos a cabo una investigación más detallada, nos damos cuenta de que un asunto así es a veces sumamente complicado, como saben muy bien, por ejemplo, los juristas que en vano se han devanado los sesos por descubrir un límite racional a partir del cual la muerte dada al niño en el seno materno sea homicidio; no menos imposible es precisar el momento de la muerte, pues la filosofía enseña que la muerte no es un acaecimiento instantáneo y dado de una vez, sino un proceso de mucha duración. Del mismo modo es todo ser orgánico en cada momento el mismo y no lo es; en cada momento está elaborando sustancia tomada de fuera y eliminando otra; en todo momento mueren células de su cuerpo y se forman otras nuevas; tras un tiempo más o menos largo, la materia de ese cuerpo se ha quedado completamente renovada, sustituida por otros átomos de materia, de modo que todo ser organizado es al mismo tiempo el mismo y otro diverso. También descubrimos con un estudio más atento que los dos polos de una contraposición, como positivo y negativo, son tan inseparables el uno del otro como contrapuestos el uno al otro, y que a pesar de toda su contraposición se interpretan el uno al otro; también descubrimos que causa y efecto son representaciones que no tienen validez como tales, sino en la aplicación a cada caso particular, y que se funden en cuanto contemplamos el caso particular en su conexión general con el todo del mundo, y se disuelven en la concepción de la alteración universal, en la cual las causas y los efectos cambian constantemente de lugar, y lo que ahora o aquí es efecto, allí o entonces es causa, y viceversa.

Todos estos hechos y métodos de pensamiento encajan mal en el marco del pensamiento metafísico. Para la dialéctica, en cambio, que concibe las cosas y sus reflejos conceptuales esencialmente en

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su conexión, en su encadenamiento, su movimiento, su origen y su perecer, hechos como los indicados son otras tantas confirmaciones de sus propios procedimientos. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y tenemos que reconocer que la ciencia moderna ha suministrado para esa prueba un material sumamente rico y en constante acumulación, mostrando así que, en última instancia, la naturaleza procede dialéctica y no metafísicamente. Pero como hasta ahora pueden contarse con los dedos los científicos de la naturaleza que han aprendido a pensar dialécticamente, puede explicarse por este conflicto entre los resultados descubiertos y el modo tradicional de pensar la confusión ilimitada que reina hoy día en la ciencia natural, para desesperación de maestros y discípulos, escritores y lectores.

Sólo, pues, por vía dialéctica, con constante atención a la interacción general del devenir y el perecer, de las modificaciones progresivas o regresivas, puede conseguirse una exacta exposición del cosmos, de su evolución y de la evolución de la humanidad, así como de la imagen de esa evolución en la cabeza del hombre. En este sentido obró desde el primer momento la reciente filosofía alemana. Kant inauguró su trayectoria al disgregar el estable sistema solar newtoniano y su eterna duración después del célebre primer empujón en un proceso histórico: en el origen del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebular en rotación. Al mismo tiempo infirió la consecuencia de que con ese origen quedaba simultáneamente dada la futura muerte del sistema solar. Su concepción quedó consolidada medio siglo más tarde matemáticamente por Laplace, y otro medio siglo después el espectroscopio mostró la existencia de tales masas incandescentes de gases en diversos grados de condensación y en todo el espacio cósmico.

Esta nueva filosofía alemana tuvo su culminación en el sistema hegeliano, en el que por vez primera y esto es su gran mérito se exponía conceptualmente todo el mundo natural, histórico y espiritual como un proceso, es decir, como algo en constante movimiento, modificación, transformación y evolución, al mismo tiempo que se hacía el intento de descubrir en ese movimiento y esa evolución la conexión interna del todo. Desde este punto de vista, la historia de la humanidad dejó de parecer una intrincada confusión de violencias sin sentido, todas igualmente recusables por el tribunal de la razón filosófica ya madura, y cuyo más digno destino es ser olvidadas lo antes posible, para presentarse como el proceso evolutivo de la humanidad misma, convirtiéndose en la tarea del

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pensamiento el seguir la marcha gradual, progresiva, de ese proceso por todos sus retorcidos caminos, y mostrar su interna legalidad a través de todas las aparentes casualidades.

No interesa aquí el hecho de que Hegel no resolviera esa tarea. Su mérito, que ha abierto una nueva época, consiste en haberla planteado. Pues la tarea es tal que ningún individuo podrá resolverla jamás. Aunque Hegel ha sido —junto con Saint Simon— la cabeza más universal de su época, estaba de todos modos limitado, primero, por las dimensiones necesariamente reducidas de sus propios conocimientos, y, por los conocimientos y las concepciones de su época, igualmente reducidas en cuanto a dimensión y a profundidad. Y a ello se añadía aún una tercera limitación. Hegel fue un idealista, es decir, los pensamientos de su cabeza no eran para él reproducciones más o menos abstractas de las cosas y de los hechos reales, sino que, a la inversa, consideraba las cosas y su desarrollo como reproducciones realizadas de la Idea existente en algún lugar ya antes del mundo. Con ello quedaba todo puesto cabeza abajo, y completamente invertida la real conexión del mundo. Por correcta y genialmente que Hegel concibiera incluso varias cuestiones particulares, otras muchas cosas de detalle están en su sistema, por los motivos dichos, zurcidas, artificiosamente introducidas, construidas, en una palabra, erradas. El sistema hegeliano es en sí un colosal aborto, pero también el último de su tipo. Aún padecía una insanable contradicción interna: por una parte, tenía como presupuesto esencial la concepción histórica según la cual la historia humana es un proceso evolutivo que, por su naturaleza, no puede encontrar su consumación intelectual en el descubrimiento de la llamada verdad absoluta; pero, por otra parte, el sistema hegeliano afirma ser el contenido esencial de dicha verdad absoluta. Un sistema que lo abarca todo, un sistema definitivamente concluso del conocimiento de la naturaleza y de la historia, está en contradicción con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye en modo alguno, sino que, por el contrario, supone que el conocimiento sistemático de la totalidad del mundo externo puede dar pasos de gigante de generación en generación.

La comprensión del total error por inversión del anterior idealismo alemán llevó necesariamente al materialismo, pero, cosa digna de observarse, no al materialismo meramente metafísico y exclusivamente mecanicista del siglo XVIII. Frente a la simplista recusación ingenuamente revolucionaria de toda la historia anterior, el moderno materialismo ve en la historia el proceso de evolución

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de la humanidad, descubrir las leyes de cuyo movimiento es su tarea. Frente a la concepción de la naturaleza como un todo inmutable de cuerpos celestes que se mueven en estrechas órbitas, como había enseñado Newton, y de inmutables especies de seres orgánicos, como lo había enseñado Linneo, el actual materialismo reúne los nuevos progresos de la ciencia de la naturaleza, segun los cuales también la naturaleza tiene su historia en el tiempo, los cuerpos celestes y las especies de organismos, que los habitan cuando las circunstancias son favorables, nacen y perecen, y los cielos y órbitas, cuando de verdad existen, tienen dimensiones infinitamente más gigantescas. En los dos casos es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas y del conocimiento de las cosas, se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.

Pero mientras que ese salto progresivo en la concepción de la naturaleza no ha podido realizarse sino en la medida en que la investigación ha suministrado el correspondiente material de conocimiento positivo, ya mucho antes se habían puesto en evidencia hechos históricos que provocaron una decisiva inflexión en la concepción histórica. En 1831 tuvo lugar en Lyón la primera sublevación obrera; entre 1838 y 1842 alcanzó su punto culminante el primer movimiento obrero nacional, el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía se situó en primer término en la historia de los países adelantados de Europa, en la medida en que se desarrollaban en ellos, por una parte, la gran industria y, por otra, el dominio político recién conquistado por la burguesía. Las doctrinas propuestas por la economía burguesa sobre la identidad de intereses entre el capital y el trabajo, la armonía general y el bienestar universal del pueblo como consecuencia de la libre competencia, se vieron desmentidas cada vez más contundentemente por los hechos. Era imposible ya esconder todas esas cosas, o eliminar el socialismo francés e inglés, que eran su expresión teorética, aunque aún muy imperfecta. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había sido eliminada, no conocía ninguna lucha de clases basada en intereses materiales

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ni intereses materiales de ningún tipo; la producción, como todas las circunstancias económicas, aparecía en esa historia subsidiariamente, como elemento subordinado de la historia de la cultura.

Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a una nueva investigación, y entonces resultó que toda historia sida anterior había sido la historia de las luchas de clases,[6] que estas clases en lucha de la sociedad son en cada caso producto de las relaciones de producción y del tráfico, en una palabra, de la situación económica de su época; por tanto, que la estructura económica de la sociedad constituye en cada caso el fundamento real a partir del cual hay que explicar en última instancia toda la sobrestructura de las instituciones jurídicas y políticas, así como los tipos de representación religiosos, filosóficos y de otra naturaleza de cada período histórico. Con esto quedaba expulsado el idealismo de su último refugio, la concepción de la historia, se daba una concepción materialista de la misma y se descubría el camino para explicar la consciencia del hombre a partir del ser del hombre, en vez de explicar, como se había hecho hasta entonces, el ser del hombre partiendo de su consciencia.

Pero el socialismo entonces existente era tan incompatible con esa concepción materialista de la historia como pudiera serlo la concepción de la naturaleza propia del materialismo francés con la dialéctica y la nueva ciencia natural. El anterior socialismo criticaba sin duda el modo de producción capitalista existente y sus consecuencias, pero no podía explicar uno ni otras, ni, por tanto, superarlos; tenía que limitarse a condenarlos por dañinos. Se trataba, empero, de exponer ese modo de producción capitalista en su conexión histórica y en su necesidad para un determinado período histórico, o sea también la necesidad de su desaparición, y, por otra parte, de descubrir su carácter interno, que aún seguía oculto, pues la crítica realizada hasta entonces había atendido más a sus malas consecuencias que al proceso de la cosa misma. Todo esto fue posible gracias al descubrimiento de la plusvalía. Con ello se probó que la forma fundamental del modo de producción capitalista y de la explotación del trabajador por él realizada es la apropiación de trabajo no pagado; que el capitalista, incluso cuando compra a su pleno precio la fuerza de trabajo de su obrero, al precio que tiene como mercancía en el mercado, aún recaba a pesar de ello más valor del que por ella pagó; y que esta plusvalía constituye en última instancia la suma de valor por la cual se acumula en las manos de las clases poseedoras la suma de capital en constante

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aumento. Así quedaban explicados tanto el proceso de la producción capitalista cuanto el de la producción de capital.

Debemos a Marx esos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la desvelación de los secretos de la producción capitalista. Con ellos se convirtió el socialismo en una ciencia; la tarea es ahora desarrollarla en todos sus detalles y todas sus conexiones.

Así aproximadamente estaban las cosas en el terreno del socialismo teórico y de la muerta filosofía cuando el señor Eugen Dühring surgió en el escenario, no sin considerable fragor, y anunció una subversión radical de la filosofía, de la economía polítiea y del socialismo.

Vamos a ver ahora lo que promete el señor Dühring, y lo que cumple.

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II. LO QUE PROMETE EL SEÑOR DÜHRING

Los escritos del señor Dühring de oportuna consideración aquí son por de pronto su Curso de filosofía, su Curso de economía nacional y social y su Historia crítica de la economía nacional y del socialismo. La primera obra es la que nos ocupará principalmente para empezar.

Ya en la primera página de la misma el señor Dühring se anuncia en ella como

aquel que asume la representación de este poder [la filosofía] en su tiempo y para el posterior desarrollo hoy previsible.[7]

El señor Dühring se proclama, pues, único verdadero filósofo del presente y del futuro hoy previsible. El que discrepe de él discrepará de la verdad. Ya muchas personas antes que el señor Dühring han pensado eso de sí mismas, pero —dejando aparte a Ricardo Wagner— él es probablemente el primero que lo ha dicho con tanta tranquilidad. La verdad de la que se trata en sus escritos es, por cierto, una verdad definitiva y de última instancia.

La filosofía del señor Dühring es

el sistema natural, o la filosofía de la realidad... la realidad es pensada en este sistema de tal modo que excluye toda veleidad de concepción del mundo fantasiosa, subjetivista y limitada.

Esta filosofía es, pues, de tal naturaleza que levanta al señor Dühring por encima de las innegables fronteras de su limitación subjetiva personal. Cierto que esto es necesario para que pueda sentar definitivas verdades de última instancia, aunque por el momento no comprendemos aún cómo va a poder realizarse ese milagro.

Este "sistema natural del saber, valioso ya de por sí para el espíritu" ha "fijado con seguridad las configuraciones fundamentales del ser, sin perdonar nada en cuanto a profundidad de pensamiento". Desde su "punto de vista realmente crítico" ofrece "los elementos de una filosofía real",

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consiguientemente, orientada hacia la realidad de la naturaleza y de la vida, la cual no deja subsistir ningún horizonte de mera apariencia, sino que, con su poderoso movimiento de subversión, despliega todas las tierras y todos los cielos de la naturaleza externa e interna", es un "nuevo modo de pensar", y sus resultados son "resultados y concepciones radicalmente propios... pensamientos creadores de sistema... verdades comprobadas". Tenemos ante nosotros "un trabajo que tiene que encontrar su fuerza en la iniciativa concentrada" cualquiera que sea el significado de estas palabras; una "investigación que llega hasta las raíces... una ciencia radical, una concepción estrictamente científica de las cosas y de los hombres..., un trabajo de pensamiento que lo penetra todo en todas direcciones..., un proyectar creador de los presupuestos y las consecuencias dominables por el pensamiento..., lo absolutamente fundamental."

En el terreno político económico no sólo nos da

"amplios trabajos históricos y sistemáticos", destacando además los históricos por "mi dibujo histórico de gran estilo", los cuales han aportado en economía "creadoras inflexiones",

sino que incluye además un plan socialista completamente elaborado para la sociedad del futuro, el cual es el

fruto práctico de una teoría clara y que llega hasta las últimas raíces,

con lo que resulta tan infalible y tan portador de la única salvación como la filosofía dühringiana, pues

"sólo en el cuadro socialista que he dibujado en mi Curso de economía nacional puede presentarse un auténtico propio en el lugar de la propiedad sólo aparente y transitoria o violenta". Según ese cuadro debe regirse el futuro.

Este florilegio de elogios del señor Dühring por el señor Dühring puede fácilmente multiplicarse por diez. Y es posible que ya haya suscitado en el lector alguna duda acerca de si está realmente ante un filósofo o ante... Pero será mejor pedir al lector que se reserve el juicio hasta que conozca más de cerca la citada radicalidad. El florilegio anterior debe servir sólo para mostrar que no estamos en presencia de un filósofo y socialista corriente que se limita a formular sus ideas y confiar al ulterior desarrollo la decisión sobre su valor, sino ante un ser completamente extraordinario, que afirma ser no menos infalible que el Papa, y cuya doctrina, fuera de la cual no hay salvación, debe aceptarse sin más, so pena de sucumbir a la más condenable de las herejías. No estamos, pues,

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en presencia de uno de esos trabajos de que tan ricas son todas las literaturas socialistas, y recientemente también la alemana: trabajos en los cuales personas de diverso calibre intentan, del modo más sincero que pueda imaginarse, ponerse en claro acerca de cuestiones para cuya solución tal vez les falta en mayor o menor medida el material; trabajos en los cuales, por muchos que sean sus defectos científicos y literarios, siempre es de apreciar la buena voluntad socialista. Aquí, por el contrario, el señor Dühring nos ofrece proposiciones que declara son verdades definitivas de última instancia junto a las cuales, por tanto, toda otra opinión es desde el principio falsa; y al igual que la verdad exclusiva, el señor Dühring posee también el único método de investigación rigurosamente científico, junto al cual son acientíficos todos los demás. O bien tiene razón y entonces estamos ante el mayor genio de todos los tiempos, ante el primer hombre sobrehumano, puesto que infalible , o bien no tiene razón, y en este caso, cualquiera que fuera nuestro juicio, el benévolo respeto a su posible buena voluntad sería precisamente la ofensa más mortal que podríamos inferir al señor Dühring.

Cuando se está en posesión de la verdad definitiva de última instancia y del único proceder científico riguroso, es inevitable sentir bastante desprecio por el resto de la humanidad, errada y acientífica. No puede, pues, asombrarnos que el señor Dühring hable de sus predecesores con el mayor desprecio, ni que sólo unos pocos grandes hombres excepcionalmente nombrados por él mismo hallen gracia a los ojos de Su Radicalidad.

Oigámosle hablar sobre los filósofos:

Leibniz, desprovisto de todo pensamiento discreto..., el mejor de todos los filosofadores cortesanos posibles.

Aún Kant resulta, si malamente, tolerado al menos; pero tras él todo ha sido confusión:

se produjeron las "brutalidades y las insanias, tan necias como hueras, de los primeros epígonos, señaladamente las de un Fichte y un Schelling... monstruosas caricaturas, obra de ignorantes filosofastros de la naturaleza... las monstruosidades postkantianas" y las "febriles fantasías", coronadas por "un Hegel". Este hablaba la "jerga hegeliana" y difundió la "epidemia hegeliana" por medio de su "manera, que por si eso faltaba, es acientífica incluso en la forma", y por medio también de sus "crudas expresiones".

No es mejor la suerte de los científicos de la naturaleza; pero sólo aduce por su nombre a Darwin, y así tenemos que limitarnos a éste:

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La semipoesía y el truco de las metamorfosis darwinistas, con su grosera estrechez de concepción y su embotada capacidad de distinguir... En nuestra opinión, el darwinismo propiamente dicho, del que hay que distinguir, naturalmente, la concepción lamarckiana, es una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad.

Pero los que sufren peor suerte son los socialistas. Con la excepción de Luis Blanc en todo caso el más irrelevante de todos ellos , son todos pecadores y carecen de la gloria que se pretende tienen antes que (o después que) el señor Dühring. Y no sólo por lo que hace a la verdad y al carácter científico de su obra, sino también por su carácter humano. Ni siquiera son "hombres", con la excepción de Babeuf y de algunos communards de 1871. Los tres utópicos se llaman en la terminología del señor Dühring "alquimistas sociales". De los tres, Saint Simon sale aún bien librado, puesto que sólo se le reprocha "exageración", indicándose al mismo tiempo compasivamente que sufrió una locura religiosa. Pero ante Fourier el señor Dühring pierde definitivamente la paciencia. Pues Fourier

"revela todos los elementos de la locura... Ideas que por lo común se encuentran en los manicomios... sueños de lo más frenético... productos de la enajenación mental... El indeciblemente estúpido Fourier", ese enfermo de "infantilismo", ese "idiota", no es ni siquiera socialista; su falansterio no es en absoluto un elemento de socialismo racional, sino "un engendro construido según el esquema del tráfico común".

Y, por último:

Aquel al que no basten... esos ataques [de Fourier contra Newton] para convencerse de que en el nombre de Fourier y en todo el fourierismo no hay más verdad que la primera sílaba, debería incluirse a su vez bajo alguna categoría de idiotas.

Por lo que hace a Roberto Owen,

"tenía ideas pobres y muertas... su pensamiento moral, tan grosero... sus lugares comunes que degeneran en rarezas... su tipo de concepción, absurdo y grosero... Las concepciones de Owen no merecen una crítica seria... su vanidad", etc.

El señor Dühring caracteriza, pues, con suma agudeza, a los utópicos por sus nombres del modo siguiente: Saint Simon saint (santo), Fourier fou (loco); Enfantin enfant (niño); lo único que falta es que añada: Owen o weh!,[8] con lo que le habrían bastado cuatro palabras para disipar con un trueno un período

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muy importante de la historia del socialismo; y el que no lo crea "debería incluirse a su vez bajo alguna categoría de idiotas".

Por lo que hace a los juicios de Dühring sobre los socialistas posteriores nos limitaremos a entresacar, por razones de brevedad, sólo los referentes a Lassalle y Marx:

Lassalle: Ensayos de divulgación pedantes y afectados... escolástica desbordada..., monstruosa mezcla de teoría general y charlatanería mezquina..., superstición hegeliana sin sentido y sin forma..., ejemplo espantoso..., propia limitación..., fanfarronería con las pequeñeces más intranscendentes..., héroe judío..., panfletista..., ordinario..., inconsistencia interna de la concepción de la vida y del mundo.

Marx: Estrechez de la concepción..., sus trabajos y realizaciones son en sí, es decir, consideradas de un modo estrictamente teorético, cosa sin duradera importancia en nuestro terreno [la historia crítica del socialismo] y desde el punto de vista de la historia general síntoma de la influencia de una rama de la moderna escolástica sectaria... Impotencia de las capacidades de concentración y ordenación... Carácter informe de los pensamientos y del estilo, tono indigno del lenguaje... vanidad a la inglesa..., engaño..., burdas concepciones que no son de hecho sino bastardas de la fantasía histórica y lógica..., gestos engañosos..., vanidad personal..., manierismo desdeñoso..., petulante..., lindezas y trucos de literato..., erudición chinesca..., atraso filosófico y científico.

Y así sucesivamente, pues tampoco esto es sino un pequeño florilegio superficial del jardín del señor Dühring. Como es natural, por el momento no nos importa en absoluto saber si esos amables insultos, que por poco educado que fuera el señor Dühring deberían impedirle llamar a nada desdeñoso y petulante, son también verdades definitivas de última instancia. También nos abstendremos por ahora de dudar de su radicalidad, no vaya a ser que se nos prohiba incluso elegir nosotros mismos la categoría de idiotas a la que pertenecemos. Nos hemos considerado obligados exclusivamente, por una parte, a dar un ejemplo del lenguaje al que el señor Dühring llama

lo selecto de un modo de expresión sin contemplaciones, y al mismo tiempo modesto en el auténtico sentido de la palabra,

y, por otra parte, a comprobar que la recusación de sus predecesores es para el señor Dühring cosa no menos firmemente establecida que su propia infalibilidad. Tras de lo cual moriremos sumidos en el más profundo respeto por el genio más poderoso de todos los tiempos. A condición de que todo sea efectivamente como él dice.