A medida que esta serie de artículos conmemorando la Revolución Rusa llega a su fin, debemos tomar en consideración la más cautivante descripción de aquel momento. Escrita por uno de sus participantes, Historia de la Revolución Rusa de Leon Trotsky se terminó de escribir en 1930, con Trotsky recién exiliado de Rusia y viviendo en Turquía.
A pesar de su extensión –la edición de 1977 que utilizo llega a casi 1,300 páginas– la obra está estrictamente enfocada en los meses entre febrero y octubre de 1917. Con excepción de sus seis capítulos iniciales, que explican el marco teórico de la obra y el contexto histórico, y seis apéndices que refutan las aseveraciones del stalinismo, cada tomo trata sobre apenas unos meses. El primer tomo va desde febrero a junio; el segundo, desde julio hasta septiembre; y el tercero, abarca octubre, finalizando en los momentos inmediatos a la toma del poder por los bolcheviques.
Ninguna otra obra de historia sobre el tema incluye tal gama de detalle. No debe sorprender que el tomo uno recibió críticas inmediatas por su “prolijidad”, a las que Trotsky respondió en la “Introducción a los tomos do y tres”:
“Uno puede presentar una fotografía de una mano en una sola página, pero se requiere un tomo para presentar los resultados de una investigación microscópica de sus tejidos. El autor no se hace ilusiones respecto a la plenitud o el acabado de su investigación. Sin embargo, en muchos casos se vio obligado a emplear métodos más similares al microscopio que a la cámara.”
La Historia toma la forma de una narración, pero Trotsky usa su “microscopio” para realizar análisis detallado, deteniendo la narración de vez en cuando para tratar problemas que surgen. Típicamente le dedica capítulos enteros a esos temas, que incluyen cuestiones de agencia (“¿Quién dirigió la Revolución de Febrero?”), posibles desenlaces alternativos (“¿Pudieron los bolcheviques tomar el poder en julio?”), nuevas situaciones (“Poder dual”), y el hecho mismo de tomar el poder del estado (“El arte de la insurrección”). Ellos no interrumpen ni distraen de la historia, más bien enriquecen nuestra comprensión de los eventos antes de retornar a la narrativa.
Un marco teórico distintivo subyace a aquellos análisis. Efectivamente, pocas obras de historiografía marxista tienen un filo tan decididamente teórico como la Historia. Menos aun son los que empiezan con presentar un nuevo concepto teórico, tal como lo hace Trotsky en el primer capítulo.
Si la principal contribución estratégica de Trotsky fue su versión singular de la “revolución permanente”, entonces su mayor contribución teórica es el “desarrollo desigual y combinado”. Al desarrollar este concepto, él quiso simplemente explicar las condiciones bajo las cuales se podría desenvolver la revolución permanente, primero en Rusia y luego en otros países donde imperaban condiciones similares, empezando por China.
Veinticinco años antes, Trotsky había argumentado que aunque las relaciones de producción capitalistas se habían establecido en Rusia, y quizá hasta estaban llegando a ser las dominantes, la revolución burguesa –en el sentido de establecer un estado burgués– aun no se había llevado a cabo. La existencia de una clase obrera militante hizo que la burguesía sea reacia a lanzar una revolución en beneficio propio, por temor que pronto perdería el control.
Pero, la clase obrera podría realizar la revolución en contra del estado pre-capitalista y, por lo menos en la versión de revolución permanente de Trotsky, pasar directamente a construir el socialismo, siempre y cuando los eventos se desarrollasen como parte de un movimiento revolucionario internacional exitoso.
En la Historia, él se propuso explorar el desarrollo desigual del capitalismo en Rusia. La competencia militar de las potencia occidentales había forzado al zar a modernizar parcialmente. Como observó Trotsky en una conferencia, “la Gran Guerra, resultado de las contradicciones del imperialismo mundial, arrastró a su maelstrom a países en diferentes etapas de desarrollo pero hizo los mismos reclamos sobre todos los participes.” El estado ruso generó desarrollo combinado en esperanza de superar su atraso –es decir, su desarrollo desigual. Pero, como escribió Trotsky en su ensayo sobre la revolución china:
“El atraso histórico no implica una simple reproducción del desarrollo de países avanzados, Inglaterra o Francia, con un atraso de uno, dos, o tres siglos. Engendra una formación social “combinada” completamente nueva, en la que las últimas conquistas de la técnica y estructura capitalistas echan raíces en relaciones de barbarie feudal o semi-feudal, transformándolas y subyugándolas, creando relaciones de clase peculiares.”
La estabilidad típica de sociedades feudales o tributarias se desmorona al arribo de la industrialización capitalista y de todo lo que ella conlleva: rápida expansión demográfica, expansión urbana sin coordinación, dramáticos cambios ideológicos. El desarrollo combinado significó que las zonas atrasadas solo podían lograr avances sectoriales en áreas específicas, pero no reproducir la experiencia general de las economías avanzadas. En Historia, Trotsky hace énfasis en la naturaleza especial de aquellas adopciones:
“Rusia estaba tan detrás de los demás países que, por lo menos en ciertas esferas, estaba obligada a sobrepasarlos… La ausencia de formas sociales y tradiciones firmemente establecidas hace al país atrasado –por lo menos dentro de ciertos límites– extremadamente hospitalaria hacia lo último en técnica internacional y en pensamiento internacional. Pero, no por eso el atraso deja de ser atraso.” (Énfasis nuestro)
Aquellas adopciones no necesariamente socavaban al estado, ya que “la nación [atrasada]… en el proceso de adaptarlos a su propia cultura más primitiva, a menudo envilece los éxitos prestados del extranjero.” Y, en efecto, por lo menos al comienzo, “adaptación envilecida” ayudó a preservar el estado pre-capitalista ruso.
A partir de 1861 el zarismo tuvo necesidad de producir armas para defender el absolutismo feudal, así que estableció fábricas usando las técnicas características del capitalismo monopólico. Pero los trabajadores necesarios para impulsar esa producción eran una amenaza para el estado. Los trabajadores industriales constituían un grupo más calificado y con más consciencia política que cualquiera que el estado absolutista o incipientemente capitalista había enfrentado antes.
El desarrollo desigual y combinado creó una clase obrera rusa que tenía niveles excepcionales de militancia revolucionaria, aunque fuese apenas una minoría de la población. El estado antidemocrático, el cual esta “adaptación envilecida” del capitalismo debía conservar, provocó a la clase obrera a destruirlo.
Para Trotsky, entonces, el desarrollo desigual y combinado potencialmente potenció la organización política e industrial de los trabajadores, su comprensión teórica y su actividad revolucionaria. Ello no garantizaba la victoria –eso requería un partido revolucionario con inteligencia estratégica y un contexto global en el cual revoluciones en países más avanzados podrían ofrecer ayuda a la Rusia materialmente atrasada– pero era un punto de partida necesario para la revolución y para el recuento de Trotsky.
Cualquier apreciación de la Historia que sigue el tour de force del capítulo inicial tiene que empezar por lo original, lo sin precedentes, que es dentro de la tradición marxista, precisamente por ser una historia. Es extraño, dado que el sinónimo más común para el marxismo es materialismo histórico, cuan pocas obras de historiografía marxista se habían escrito antes de 1930.
A menudo se cita las obras de Marx y Engels de inicios de los 1850s –“La lucha de clases en Francia”, “Revolución y contrarrevolución en Alemania”, “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, y la posterior defensa por Marx de la Comuna de París (“La guerra civil en Francia”) – como dando inicio a la tradición a la que Trotsky luego contribuyó. Pero aquellas no son historiografías; son brillantes exámenes periodísticos escritos inmediatamente después de los hechos. De las obras de Trotsky, quizá 1905 (1907) se asemeja más a ellas en su comparable cercanía cronológica a su temática y por haber sido escrita en similares condiciones de derrota y exilio.
Claro, los fundadores del marxismo estaban elaborando una teoría de desarrollo histórico y siempre se apoyaron en ejemplos de la historia para ilustrar y justificar sus argumentos, pero de todas sus obras, sólo La guerra campesina en Alemania (1850) puede ser seriamente considerada una obra de historia –y ella trata de un episodio relativamente distante en el pasado que es tratado como una advertencia acerca de los peligros de intentar tomar el poder antes de maduren que las condiciones.
La situación no cambió drásticamente con el arribo de la Segunda Internacional en 1889. Parte del problema fue que, ante la ausencia de algo semejante a una revolución proletaria entre la Comuna de París en 1971 y la revolución rusa de 1905, las revoluciones burguesas devinieron la principal temática histórica para los marxistas. En tales estudios se solía, o a establecer linajes para el pensamiento socialista contemporáneo en, por ejemplo, la revolución inglesa, o a descubrir ejemplos de comunismo en los movimientos milenarios previos.
Las historias de la Revolución Francesa, la revolución burguesa más importante en cuanto a la participación de las masas, habían existido por más de cien años –las obras iniciales de Francois Mignet y Adolphe Theirs aparecieron en 1820– pero no fue sino hasta el alba del Siglo XX que salió el primer relato socialista, aunque no precisamente marxista, en la Historia socialista de la Revolución Francesa de Jean Jaurès.
Es decir, Trotsky tuvo pocos modelos marxistas en los cuales inspirarse. Por tanto, por lo menos formalmente, la Historia se asemeja a las obras de sus antecesores burgueses decimonónicos. En particular, la Historia de Inglaterra desde la asunción de Jacobo VII hasta la Revolución (1848-1853) de Thomas Babington Macaulay le tiene una sorprendente similitud. Ambos comienzan con un amplio resumen del desarrollo nacional hasta la víspera de la revolución antes de estrechar su enfoque hasta ser un relato casi diario; ambos muestran la misma profundidad de caracterización de los actores históricos; ambos autores insuflan su proyecto con una distintiva teoría de la historia –en efecto, el whiguismo de Macaulay es un principio organizativo tan importante como lo es el marxismo de Trotsky.
El propio Marx no tuvo una opinión muy alta de Macaulay, tildándolo de “falsificador sistemático de la historia”, y Trotsky fue apenas más generoso (“a veces interesante pero siempre superficial”). Aun así, hay paralelos entre sus historiografías.
Estilísticamente, Trotsky nos recuerda a otro escocés victoriano, aunque uno algo diferente a Macaulay. En el tercer volumen de su biografía clásica, Isaac Deutscher sigue a A. L. Rowse en comparar a Trotsky con Thomas Carlyle.
Por estrambótico que eso incialmente parezca, Deutscher ha identificado un verdadero común entre ambos hombres: ambos agudamente sacan a flor la ironía en la historia, ambos rechazan el tono plano de la histórica académica a favor de un lenguaje adecuado a los eventos que describen, y ambos expresan cambios colectivos de consciencia. Comparemos estas líneas.
Aquí, Carlyle sobre el viraje radical de las masas parisinas en julio de 1789, el día anterior a la toma de la Bastilla:
“¡Qué París al caer la oscuridad! Una ciudad metropolitana europea que surge repentinamente de sus antiguas combinaciones y arreglos; para chocar tumultuosamente entre sí, buscando lo nuevo. Uso y costumbre ya no dirigirán a ningún hombre; cada hombre, con la originalidad que tenga, deberá comenzar a pensar; o a seguir a aquellos que piensen. Setecientos mil individuos, repentinamente, ven todos sus viejos caminos, sus viejas formas de actuar y decidir, desaparecer bajo sus pies... La gran Ciudad ha despertado el lunes, no a su industria de días de semana: ¡sino a una diferente! El trabajador se ha convertido en un luchador; tiene solo un deseo: el de las armas.”
Y, aquí Trotsky sobre el primer y el segundo día de la Revolución de Febrero:
“Una masa de mujeres, no solamente obreras, se dirigió a la Duma municipal pidiendo pan. Era como pedir leche a un chivo. Salieron a relucir en distintas partes de la ciudad banderas rojas, cuyas leyendas testimoniaban que los trabajadores querían pan, pero no querían, en cambio la autocracia ni la guerra. El Día de la Mujer transcurrió con éxito, con entusiasmo y sin víctimas. Pero nadie adivinaba lo que este día fenecido llevaba en su entraña, ni siquiera al caer la noche. Al día siguiente, el movimiento huelguístico, lejos de decaer, cobra mayor incremento: el 24 de febrero se lanza a la huelga cerca de la mitad de los obreros industriales de Petrogrado. Los trabajadores se presentan por la mañana en las fábricas, pero se niegan a trabajar, organizan mítines; luego se dirigen en procesión al centro de la ciudad. Nuevas barrios y nuevos grupos de la población se adhieren al movimiento. El grito de "¡Pan!" desaparece o es arrollado por los de "¡Abajo la autocracia!" y "¡Abajo la guerra!"”
El estilo de Trotsky permanece asequible de una manera en que los estilismos barrocos de Carlyle no. Aun así, ambos hombres abordan el escribir la historia del mismo modo, uno vastamente diferente al de las obras de aquellos a quienes Carlyle llamó “Profesores Secos-como-polvo”, quienes durante su vida empezaban ya a dominar la profesión de historia.
Perry Anderson correctamente describe a Trotsky como “el primer gran historiador marxista” y comenta que “por mucho tiempo la Historia de la Revolución Rusa fue única en la literatura del materialismo histórico.”
Más que eso: es aun excepcional en el canon de la historiografía marxista. ¿Por qué? Más que nada, por el papel que Trotsky desempeñó en el proceso que él describe.
Figuras políticas de antaño a menudo dejaron memorias de su participación en eventos revolucionarios –pensemos en el relato de la Revolución Francesa de 1848-49 de Alexis de Tocqueville. Pero una consecuencia de las derrotas de revoluciones socialistas desde 1917 –aunque una de menor consecuencia que la continuación de la explotación, la opresión, y la guerra imperialista– es que ha habido muy pocos historiadores-participantes para registrarlas. Trotsky no ha tenido sucesores porque su temática continua siendo única.
Hubo, por supuesto, muchas memorias sobre los eventos en y en torno a 1917. Cuando Trotsky escribió su libro pudo acceder a memorias de primera fuente de opositores mencheviques como Nikolai Sukhánov, camaradas bolcheviques como Aleksandr Shliápnikov, y de simpatizantes extranjeros quienes estuvieron presentes en Petrogrado como John Reed. La de este último fue de especial utilidad para los propósitos de Trotsky dado que Lenin la había avalado, el movimiento comunista la había leído ampliamente, y ella hizo notable el papel de Trotsky en momentos en que la burocracia stalinista intentaba negarlo. Pero estas obras, y la muchas otras que cita Trotsky, tratan principalmente sobre las experiencias u observaciones personales de sus autores: no intentan reconstruir el proceso en su totalidad.
Quizá la única obra que tenga alguna similitud a Historia en aquel aspecto es Historia de la Comuna de París (1876) de Prosper-Olivier Lissagaray, escrita por alguien que luchó en las barricadas y tuvo que exiliarse a consecuencia. Pero, en el caso de Lissagaray, él no era “ni miembro, ni oficial, ni funcionario de la comuna.”
Trotsky, en cambio, perteneció al Comité Central bolchevique, sirvió de presidente del Soviet de Petrogrado y fue el principal responsable por asegurar que su Comité Militar Revolucionario sí iniciara la insurrección.
Pero sus obras sí se parecen en otro aspecto, también. Lissagaray se describió a sí mismo como uno que “por cinco años ha cernido la evidencia; que no ha hecho ninguna aseveración sin haber acumulado pruebas.” Realizó aquella investigación en parte para evitar que su trabajo fuese rechazado a razón de errores individuales pero principalmente porque la clase obrera necesita y merece la verdad: “Aquel que le cuenta leyendas revolucionarias a la gente, aquel que la entretiene con cuentos sensacionales, es tan criminal como un geógrafo que dibujaría mapas falsos para los navegantes.”
Aunque Trotsky estuvo presente en los momentos decisivos de la Revolución Rusa, él, en efecto, tomó la misma ruta, negándose a basar su relato meramente en sus propias memorias e impresiones:
“Este trabajo no está basado precisamente en los recuerdos personales de su autor. El hecho de que éste participara en los acontecimientos no le exime del deber de basar su estudio en documentos rigurosamente comprobados. El autor habla de sí mismo allí donde la marcha de los acontecimientos le obliga a hacerlo, pero siempre en tercera persona. Y no por razones de estilo simplemente, sino porque el tono subjetivo que en las autobiografías y en las memorias es inevitable sería inadmisible en un trabajo de índole histórica. Sin embargo, la circunstancia de haber intervenido personalmente en la lucha permite al autor, naturalmente, penetrar mejor, no sólo en la sicología de las fuerzas actuantes, las individuales y las colectivas, sino también en la concatenación interna de los acontecimientos.”
El referirse a sí mismo en tercera persona distingue el papel de Trotsky como autor de su papel como actor, un efecto que marca al texto no solo como moderno sino como una obra de modernismo literario, como lo son el “Manifiesto del Partido Comunista”, Historia y consciencia de clase, y “Sobre el concepto de historia”.
Pero no debemos confiar ciegamente en la palabra de Trotsky. Él extrae citas de sus propio Recuerdos de Lenin (1924), que es, precisamente, “recuerdos personales”, lo que no cambia por ser usados como evidencia. Y, de vez en cuando, el lector debe maravillarse de los poderes de memoria que, al parecer, pueden reproducir las contribuciones a discusiones, o incluso discursos, sin aparente referencia a ningún registro escrito. La Historia no tiene ningún aparato académico formal, pero por lo general Trotsky anota sus fuentes en el texto: en las pocas instancias en que no lo hace, uno sospecha que, efectivamente, se está basando en su propia memoria.
Dicho eso, él generalmente cita documentos impresos o inéditos. En dicho contexto vale contrastar a Trotsky con otro de los autores a quién lo compara Deutscher: Winston Churchill, específicamente en cuanto a su historia de la II Guerra Mundial.
La comparación es válida en que Churchill también desempeñó un importante papel político en los eventos que describe y poseyó una concepción particular –aunque diferente– del mundo. Pero Churchill explícitamente basa su relato en su propia perspectiva y a menudo describe eventos sin ninguna evidencia, notablemente el notorio episodio en el que Stalin y él deciden como sus respectivos estados ejercerán su influencia en Europa oriental y en los Balcanes después de la guerra.
No es que aquel episodio esté descrito con inexactitud –de hecho, parece exactamente el tipo de repartija antidemocrática al que aquellos dos villanos habrían accedido, mostrando sin querer las ilusiones de Churchill sobre el alcance del poderío británico en la postguerra– pero sí muestra una metodología diferente a la de Trotsky, quien se cierne mucho más a las normas académicas en cuanto al uso de evidencia.
Algunos críticos han notado que Trotsky extrae citas de fuentes que, en otro instante, ha criticado por inexactitud o equivocaciones. Pero Trotsky generalmente explica por qué o por qué no se está basando en algún autor específico.
Por ejemplo, utiliza el relato de Reed de cómo Lenin comenzó su informe al Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets: “Ahora procederemos a construir el orden socialista.” Pero, también explica que no ha sobrevivido acta alguna del Congreso, solo informes periodísticos “tendenciosos”: “Esa frase inicial que John Reed pone en boca de Lenin no figura en ninguno de los relatos periodísticos. Pero sí refleja totalmente el espíritu del orador. Reed no pudo haberla inventado.” Más adelante, explica como Reed pudo haber inventado una “histórica segunda conferencia” del 21 de octubre completamente imaginaria:
“Reed fue un observador extraordinariamente agudo, capaz de transcribir en las páginas de su libro los sentimientos y pasiones de los días decisivos de la revolución…. Pero el trabajo realizado en el fragor de los hechos, apuntes hechos en pasillos, en calles, al lado de fogatas, conversaciones y frases fragmentadas captadas al paso, y todo ello requiriendo de un traductor –todo eso hace que algunos errores sean inevitables.”
Pero, el que Trotsky pueda citar sus fuentes y discriminar entre ellas no significa que las utilice confiablemente. En dos aspectos, el libro es obra de un autor parcial.
Primero, y lo más obvio, es que Trotsky perteneció al movimiento revolucionario al que ayudó a conducir. De hecho, el explícitamente rechaza lo que Max Weber ya había empezado a promover como ciencia social “desinteresada.” Como señala Trotsky, su obvia parcialidad no priva de valor científico a su trabajo:
“El lector serio y critico no deseará imparcialidad engañosa … sino una consciencia científica, la que, por sus simpatías y antipatías –abiertas y sin disfraz– busca sustentarse en un estudio honesto de los hechos, en una determinación de sus conexiones reales, en una exposición de las leyes causantes de su movimiento.”
Trotsky hace una distinción entre neutralidad, un imposible para cualquiera no completamente vacío de opinión política, y objetividad, una necesidad para cualquiera que no se contente con el rol de propagandista.
Pero Trotsky es parcial en otro sentido. Él tenía una interpretación particular de cómo triunfó la revolución, de cuales grupos sociales y partícipes individuales fueron responsables, y de la relación entre ellos. En ello, apuntó a desacreditar las afirmaciones del régimen stalinista, que veía en pasado como materia prima a ser moldeada y remoldeada según las necesidades políticas del presente. Según él, “el funcionario-historiador” encomendado con la composición de las “leyendas de la burocracia,” “maquilla la historia, repara biografías, crea reputaciones. Fue necesario burocratizar la revolución antes de que Stalin pudiera ser su corona.”
Sería un error imaginar que la parcialidad de Trotsky en este, segundo, sentido no produjo distorsiones. Su urgencia de enmendar el registro histórico a veces lo llevó a exagerar las divergencias entre Lenin y todos los demás en el Partido Bolchevique, sobre todo con Stalin.
La dificultad ahí no es su énfasis en el rol decisivo de Lenin. En dos capítulos esenciales (“Rearme del Partido” y “Lenin llama a la insurrección”), Trotsky argumenta que sin la llegada de Lenin en abril de 1917 y su insistencia en la toma del poder a lo largo de septiembre, la Revolución de Octubre no se habría llevado a cabo:
“Sin Lenin, la crisis que los lideres oportunistas inevitablemente producirían habría asumido un carácter extraordinariamente agudo y prolongado. Sin embargo, las condiciones de guerra y revolución no le permitirían al partido un periodo largo para cumplir su misión. Por ello no queda excluido el que un partido desorientado y dividido podría haber dejado pasar la oportunidad revolucionaria por muchos años.”
Trotsky no está diciendo que los bolcheviques nunca habrían llegado a la estrategia correcta sin Lenin, ni que la oportunidad revolucionaria no habría surgido nuevamente. Simplemente dice que el tiempo es de suma importancia en las situaciones revolucionarias y que, sin Lenin, el partido lo habría dejado correr.
La discusión de Trotsky respecto a las figuras individuales se conforma a los dogmas marxistas clásicos acerca de que la gente hace la historia pero no la hace bajo condiciones elegidas por ellos mismos, y demuestra también que el grado al que puedan cambiar la historia es efecto de un proceso histórico.
Veamos un de los personajes cuyos dilemas ocurren una y otra vez a lo largo de los capítulos tempranos de la Historia: el Zar Nicolás II, el último representante de un sistema condenado a morir:
“En una sección horizontal de la monarquía histórica, Nicolás es el último eslabón en la cadena dinástica. Sus antepasados más cercanos, quienes en su día estuvieron unidos en un colectivo de familia, casta y burocracia –uno más amplio, nadas más– trataron varias medidas y métodos de gobierno a fin de proteger el viejo régimen social del destino que se le sobrevenía. De todos modos, le dejaron a Nicolás un imperio caótico con la revolución ya madura en su vientre. Si le cada elección alguna, era entre distintos senderos a la ruina.”
Al representar una clase que podía tomar el poder en lugar de impotentemente verlo discurrir, Lenin tenía mayor espacio para maniobrar. Pero Lenin, también, fue moldeado por el desarrollo de Rusia:
“[L]a envoltura de circunstancia externa –facilita, en este caso, un contraste mecánico de la persona, el héroe, el genio, con las condiciones objetivas, la masa, el partido. En realidad, dicho contraste es completamente parcial. Lenin no fue un elemento accidental en el desarrollo histórico sino un producto de todo el pasado de la historia rusa. Estuvo profundamente arraigado en ello. Junto a la vanguardia obrera, él había experimentado su lucha a largo del cuarto de siglo anterior.”
Sin embargo, hay un problema en el argumento de Trotsky respecto a Lenin: en diversos instantes, Trotsky argumenta que el Partido Bolchevique fue esencial para el triunfo de la revolución y que partidos revolucionarios injerenciales son condición necesaria de toda revolución futura. Pero, en su propio relato sobre los bolcheviques –o por lo menos sobre sus dirigentes– él los muestra repetidamente errando en su comprensión de la situación, continuando esquemas existentes pero irrelevantes, y siendo arrastrado a la derecha.
Trotsky argumenta que eso habría sido menor problema si Lenin no hubiera sido obligado al exilio:
“Su divergencia con los círculos directrices de los bolcheviques significó la lucha del futuro del partido contra su pasado. Si Lenin no hubiese sido artificialmente separado del partido por condiciones de emigración y guerra, la mecánica externa de la crisis no hubiera sido tan dramática y no hubiera eclipsado a semejante grado la continuidad interna del desarrollo partidario.”
Ello equivale a decir que el partido aun habría cometido errores, pero que Lenin los habría corregido más fácilmente. En otros lados, Trotsky acredita a “la presión desde abajo” además de “la crítica de Lenin, desde arriba” por la corrección de los errores de los bolcheviques. Un partido que requiere corrección regular claramente no es un partido “de vanguardia” en ningún sentido serio. Esto representa una de las raras ocasiones en que el deseo de Trotsky de debilitar mitologías stalinistas especificas en realidad socava sus propios argumentos en cuanto al rol del partido revolucionario.
A pesar de que la Historia es una obra con un compromiso político, estudios recientes apoyan a la mayoría, sino a todas, las apreciaciones e interpretaciones de Trotsky. Incluso biógrafos profundamente hostiles, como Robert Service, han reconocido que “raramente se le acusa de inexactitud.” Ian Thatcher, otro biógrafo reciente que no puede ser acusado de simpatía ni hacia Trotsky ni hacia el marxismo en general, ha ido más allá, al sugerir que la Historia ha resistido confrontación con nuevas investigaciones e incluso continua sugiriendo nuevas áreas de investigación:
“El sumario de Trotsky de los factores que tuvo que hacer notorios para explicar 1917 aun dicta nuestra agenda de estudio sobre la Revolución Rusa. A fin de cuentas, en comparación a Historia de la Revolución Rusa la mayor parte de los estudios “modernos” no parecen tan “modernos”.”
Ese es un juicio sorprendente por tratarse de un libro escrito hace ochenta-y-cinco años: la gente tiende a leer La historia de Inglaterra de Macaulay o La Revolución Francesa de Carlyle por sus méritos literarios o por lo que nos dicen acerca de los supuestos ideológicos de sus autores, no porque nos ayuden a comprender 1688 o 1789. Podemos, igualmente, leer la Historia de Trotsky de esos modos, pero también ocupa un lugar importante en cualquier bibliografía seria sobre 1917.
Por cierto, sabemos más acerca de la Revolución Rusa de lo que cualquiera pudo saber en 1930 –en gran medida por el valioso trabajo de sus historiadores sociales “revisionistas” a partir de los 1960s. Pero ellos han suplementado más que suplantado al libro de Trotsky. Compartiendo la preocupación de los revisionistas por la historia desde abajo, él reconoce la necesidad de balancearla con la historia desde arriba. Igualmente preocupado por explicar las estructuras de la sociedad rusa, las sitúa dentro de un sistema global que afecta y moldea sus formas.
Este aspecto nos retorna al punto de partida de Trotsky –y el nuestro: el desarrollo desigual y combinado.
En la primera página de Historia Trotsky explica uno de los suposiciones que la guían:
“El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. … La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.”
Como caracterización general de las revoluciones, eso no sirve: la mayoría de las revoluciones burguesas que ocurrieron después de 1848 fueron conducidas desde arriba precisamente para contrarrestar “la irrupción de las masas.” Es, sin embargo, una excelente caracterización de la revolución socialista, y una que, urgentemente, debemos reafirmar.
Nuestras conmemoraciones de 1917 no pueden evadir nuestro conocimiento de lo que vino después, la plenitud del horror que no era aun evidente cuando Trotsky escribió su Historia. La contrarrevolución stalinista de 1928, y los regímenes que subsecuentemente la tomaron como modelo, son por lo menos parcialmente responsables por el recelo hacia la idea del socialismo por parte de a quienes le sería de mayor beneficio.
Hay muchas razones para fomentar una amplia lectura de la Historia, pero quizá la más importante es que ella describe la creatividad y el poder de la clase trabajadora como la base verdadera del socialismo. Ojalá, para el bicentenario, los libros de Trotsky no ocuparán un lugar tán solitario en nuestros libreros porque 1917 habrá sido acompañado por otras revoluciones socialistas que requieran sus propios historiadores.