Capitulo II |
Los “compañeros de viaje” literarios de la revolución
Entre el arte burgués que agoniza en medio de repeticiones o de silencios, y el arte nuevo, que todavía no ha nacido, se ha creado un arte de transición más o menos orgánicamente vinculado a la revolución, aunque no sea todavía el arte de la revolución. Boris Pilniak, Vsévolod Ivanov, Nicolái Tijonov, los “hermanos Serapión”, Esenin y el grupo de los imaginistas, y en cierta medida también Kliuiev, habrían sido inconcebibles, tanto en conjunto como individualmente, sin la revolución. Ellos mismos lo saben, no lo niegan ni sienten necesidad alguna de negarlo cuando no lo proclaman a los cuatro vientos. No forman parte de los literatos de carrera que paulatinamente se ponen a “describir” la revolución. Tampoco son conversos, como los miembros del grupo “Cambio de dirección”, cuya actitud implica una ruptura con el pasado, un cambio radical de frente.
Los escritores que acabo de citar son, en su mayoría, muy jóvenes; tienen entre veinte y treinta años.
No poseen ningún pasado prerrevolucionario han tenido que romper con algo ha sido todo lo con bagatelas. Su fisonomía literaria y sobre todo intelectual ha sido creada por la revolución, según, desde el que ésta les ha afectado y todos, cada cual a su manera, la han aceptado. Pero en su aceptación individual hay un rasgo común que los separa nítidamente del comunismo y que amenaza constantemente con enfrentarse a él. No captan la revolución en su conjunto, y el ideario comunista les resulta extraño. Todos más o menos se hallan inclinados a depositar sus esperanzas en el campesino, pasando por alto al obrero. No son los artistas de la revolución proletaria, sino los “compañeros de viaje” artísticos de ésta, en el sentido en que esta palabra era empleada por la antigua socialdemocracia. Si la literatura ajena a la revolución de Octubre contrarrevolucionaria en su esencia es la literatura agonizante de la Rusia campesina y burguesa, la producción literaria de los “compañeros de viaje” constituye en cierta forma un nuevo populismo soviético, desprovisto de las tradiciones de los narodniki de antaño y, al menos hasta ahora, de toda perspectiva política. Respecto a “compañero de viaje”, el problema que se plantea es siempre el mismo: saber hasta dónde nos acompañará. Y no se puede solucionar este problema de antemano, ni siquiera por aproximación. Más que de las cualidades personales de tal o cual “compañero de viaje”, la solución dependerá esencialmente del curso objetivo de las cosas en los próximos diez años.
No obstante, en la ambigüedad de las concepciones de estos “compañeros
de viaje” que los vuelven inquietos e inestables, hay un peligro constante
para el arte y para la sociedad. Blok sintió ese dualismo moral
y político con mayor intensidad que los demás; en líneas
generales, era más profundo. En sus recuerdos, transcritos por Nadejda
Pavlovina, encontramos la frase siguiente: “Los bolcheviques no impiden
escribir versos, sino sentirse maestro; maestro es aquel que siente en
sí mismo el eje de su inspiración, de su creación,
y quien lleva en sí el ritmo.” La expresión de este pensamiento
peca por falta de elaboración, defecto frecuente en Blok, aunque
en este caso nos hallemos con recuerdos que, como se sabe, no siempre son
exactos. Pero la verosimilitud interna y la significación hacen
a esta frase digna de crédito. Los bolcheviques impiden al escritor
sentirse maestro, porque un maestro debe tener en sí mismo un eje
orgánico indiscutible; los bolcheviques han desplazado ese eje principal.
Ninguno de los “compañeros de viaje” de la revolución -porque
también Blok fue un “compañero de viaje” y los “compañeros
de viaje forman en la hora presente un sector muy importante de la literatura
rusa- lleva en sí mismo ese eje. Por eso no conocemos más
que un período preparatorio de una literatura nueva, que sólo
produce estudios, esquemas, ensayos; todavía no ha llegado una maestría
completa capaz de ejercer sobre sí misma una dirección segura.
Por supuesto, la poesía burguesa no existe, dado que la poesía, arte libre, no está al servicio de una clase.
Pero aquí tenemos a Kliuiev, poeta y campesino, que no sólo reconoce lo que es, sino que lo repite, lo subraya y se ufana de ello. Un poeta campesino no siente' necesidad de esconder su rostro ni a los demás ni, sobre todo, a sí mismo. El campesino ruso, oprimido durante siglos, al elevarse, espiritualizado por el populismo durante decenios, no infundió en algunos poetas surgidos de él el impulso social o artístico tendente a enmascarar su origen campesino. Antaño ya ocurrió eso en el caso de Koltzov, y ahora vuelve a ocurrir con mayor verdad en el caso de Kliuiev.
En Kliuiev vemos precisamente una vez más cuán esencial es el método social en asunto de crítica literaria. Se nos ha repetido que el escritor comienza donde comienza el individualismo, y que, por tanto, el manantial de su espíritu creador es su alma única, no su clase. Cierto que sin individualidad no puede haber escritor. Pero si en su obra sólo se revelara la individualidad del poeta, y sólo esta individualidad, ¿qué sería entonces objeto del arte?
¿De qué se ocupa la crítica literaria? Probablemente el artista, si es un artista auténtico, nos hablará de su individualidad única mejor que un crítico charlatán. Pero lo cierto es que, aun cuando esa individualidad sea única, puede ser objeto de análisis. La individualidad es una íntima fusión de elementos derivados de la tribu, de la nación, de la clase, pasajeros o institucionalidades, y de hecho la individualidad sólo puede Expresarse en el carácter único de esta fusión, en las proporciones de esta composición psicoquímica. Una de las tareas más importantes de la crítica consiste en analizar la individualidad del artista (es decir, de su arte) en sus elementos constitutivos y mostrar su correlación. De este modo, la crítica acerca el artista al lector, quien también tiene, más o menos, un alma única, “artísticamente” inexpresada, “no fijada”, pero que no por ello representa en menor grado una unión de los mismos elementos que los del alma del poeta. Llegamos así a la conclusión de que lo que sirve de puente entre el alma del escritor y la del lector no es lo único, sino lo común. Sólo gracias a lo común se conoce lo único; lo común, en el hombre, viene determinado por las condiciones más profundas y duraderas que moldean su “alma”, por las condiciones sociales de educación, de existencia, de trabajo y de asociaciones. Las condiciones sociales en la sociedad humana histórica son, ante todo, las condiciones de pertenencia de clase. Por eso resulta tan fecundo un criterio de clase en todos los terrenos de la ideología, incluido el arte, o también especialmente en el terreno del arte, porque con frecuencia expresa las aspiraciones sociales más profundas y ocultas. Por otro lado, un criterio social no sólo no excluye la crítica formal, sino que casa perfectamente con ella, es decir, con el criterio técnico; también este último analiza de hecho lo particular mediante una medida común, porque si no se relacionase lo particular con lo general, no habría contactos entre los hombres, ni pensamiento, ni poesía.
Privad a Kliuiev de su carácter campesino; su alma no sólo quedará huérfana, sino que, en sentido estricto, quedará reducida a la nada. Porque el individualismo de Kliuiev es la expresión artística de un campesino independiente, bien alimentado y acomodado, que ama egoístamente su libertad. Todo campesino es campesino, pero no todo campesino sabe expresarse. Un campesino que sabe expresar, en el lenguaje de una nueva técnica artística, a sí mismo y un mundo propio que se basta a sí mismo, o mejor dicho, un campesino que ha conservado su alma campesina pese a la formación burguesa, es una individualidad grande: tal es el caso de Kliuiev.
Pero la base social del arte no siempre es tan transparente e irrefutable. Ello se debe, como ya, hemos dicho, al hecho de que la mayoría de los poetas están vinculados a las clases explotadoras que, por el mismo hecho de su naturaleza explotadora, no dicen de sí mismas lo que piensan, ni piensan de sí mismas lo que son. Sin embargo, pese a todos los métodos sociales y psicológicos mediante los que se mantiene esta hipocresía social, puede hallarse la esencia social de un poeta, incluso aunque esté diluida de la forma más sutil. Y si la crítica del arte y la historia del arte no comprenden esta esencia, están condenadas a quedar suspendidas en el vacío.
Hablar del carácter burgués de esta literatura que denominamos “ajena a la revolución de Octubre” no significa necesariamente, por tanto, denigrar a los poetas que se pretenden servidores del arte y no de la burguesía. Porque, ¿dónde está escrito que es imposible servir a la burguesía por medio del arte? De igual forma que los corrimientos geológicos ponen al desnudo los sedimentos de las capas terrestres, las convulsiones sociales ponen al descubierto el carácter de clase del arte. El arte ajeno a Octubre está tocado de una impotencia mortal por la simple razón de que la muerte ha tocado a las clases a las que en el pasado se hallaba vinculado. Privado del sistema burgués de la propiedad agrícola y de sus costumbres, de las sugerencias sutiles aptas para las fincas y los salones, este arte no le ve sentido alguno a la vida, se consume, agoniza, queda reducido a nada.
Kliuiev no pertenece a la escuela campesina; no canta al mujik. No es un populista, sino un auténtico campesino, o casi un auténtico campesino. Su actitud espiritual es realmente la de un campesino; o dicho con mayor exactitud, la de un campesino del Norte. Kliuiev es individualista como un campesino; él es su propio amo, él es su propio profeta. Siente firme el suelo bajo sus pies, y el sol por encima de su cabeza. Un campesino, un propietario acaudalado, tiene trigo en su granero, vacas con leche en su establo, veletas cinceladas en la cima de su tejado. Le gusta presumir de su casa, de su buena vida, de su avisada prudencia en los negocios, igual que hace Kliuiev de su talento y de sus formas poéticas. Tan natural es para él elogiarse como eructar, tras una copiosa comida o santiguarse en la boca después de haber bostezado.
Kliuiev ha hecho estudios. Cuándo y cuáles, eso no lo sabemos, pero administra su saber como una persona instruida, y también como un avaro. Si un campesino acaudalado trajese de la ciudad, por un azar, un aparato telefónico, lo colocaría en el ángulo principal de la habitación, no lejos del icono. De igual manera, Kliuiev embellece los principales rincones de sus versos con la India, el Congo, el Mont-Blanc; ¡y cuánto le gusta embellecer a Kliuiev! Sólo un campesino pobre y perezoso se contenta con un yugo simplemente pulido. Un buen campesino posee un yugo esculpido, pintado de los colores más diversos. Kliuiev es un buen maestro poeta, abundantemente dotado: por todas partes deja cincelados, colores rojos, dorados, molduras en cualquier lugar, e incluso brocados, satenes, plata y toda suerte de piedras preciosas. Y todo esto luce y espejea al sol, y podría pensarse que ese sol es el suyo, el sol de Kliuiev, porque en realidad en este mundo no hay nada más que él, que Kliuiev, que su talento, que la tierra bajo sus pies y el sol encima de su cabeza.
Kliuiev es el poeta de un mundo cerrado, inflexible en sí mismo, un mundo que no por ello ha dejado de cambiar, ¡y cuánto desde 1861! Kliuiev no es Koltzov; un siglo no pasa en balde. Koltzov es simple, humilde y modesto. Kliuiev es complejo, exigente, ingenioso. De la ciudad ha traído su nueva técnica poética, igual que su vecino el campesino ha podido traer un fonógrafo; Y emplea la técnica poética como la geografía de la India, con el solo objeto de embellecer el marco campesino de su poesía. Es colorido, brillante con frecuencia y expresivo; facilón otras veces, con efectos bastos y de relumbrón, y todo ello sobre un sólido fondo campesino.
Los poemas de Kliuiev, como su pensamiento y su vida, están desprovistos de movimiento. Hay demasiado adorno en la poesía de Kliuiev para que quepa la ficción: pesados brocados, piedras de tintes naturales coloreadas y toda suerte de cosas todavía encima. Hay que tener cuidado para no romper nada o destruirlo. Y, sin embargo, Kliuiev ha aceptado la revolución, el mayor de los dinamismos. Y Kliuiev la aceptó no por sí mismo, sino con el conjunto de los campesinos y a la manera de un campesino. La supresión de los feudos de la nobleza produjo placer a Kliuiev: “Que Turgueniev llore por lo que le toca.” Pero su revolución es ante todo una revolución ciudadana. Sin la ciudad, la supresión de los feudos de la nobleza no hubiera podido ocurrir. Aquí es donde surge el dualismo de Kliuiev respecto a la revolución, un dualismo característico -repitámoslo- no sólo de Kliuiev, sino de todo el campesinado. A Kliuiev no le gusta la ciudad; no admite la poesía de las ciudades. El tono amistoso-enemistoso de sus poemas, donde incita al poeta Kirilov a alejarse de la idea de poesía de fábrica y a apoyar la suya, a reunírsela en los pinares de Kliuiev, única fuente del arte, es muy instructivo. Kliuiev habla de los “ritmos industriales” de la poesía proletaria, del principio mismo de ésta con el desprecio natural y propio de los labios de un campesino “sólido” cuando ojea la propaganda del socialismo, cuando ve al obrero de la ciudad sin casa o, lo que es peor, un vagabundo. Y cuando Kliuiev, condescendiente, invita al herrero a descansar un momento sobre un banco campesino esculpido, nos recuerda el comportamiento del campesino rico y de orgulloso porte de Olonets que ofrece caritativamente un trozo de pan al proletario hambriento cuya familia vive desde varias generaciones en Petrogrado “con los harapos de las ciudades, con los tacones gastados sobre guijarros de la ciudad”.
Kliuiev acepta la revolución porque ha liberado al campesino, y le dedica numerosos cantos, de abrazos y de danzas, y luego cada cual retorna a su hogar, a su propia tierra bajo los pies y a su propio sol sobre su cabeza. Para los demás se trata de una república; para Kliuiev es la vieja tierra de Rusia; para los demás se trata del socialismo; para él de Kitej, la ciudad del sueño, muerta y desaparecida. Promete el paraíso a través de la revolución, pero este paraíso sólo es un reino campesino, engrandecido y hermoseado, un paraíso de trigo y miel, con un ruiseñor en el ala decorada de la casa y un sol de jaspe y de diamante. Y no sin dudas recibe Kliuiev en su paraíso campesino la radio, el magnetismo y la electricidad, porque en última instancia la electricidad le parece un toro gigantesco que procede de una epopeya campesina y que entre sus cuernos trae una mesa servida.
Kliuiev se hallaba en Petrogrado en el momento de la revolución. Escribió entonces en Krasnaiati Gazeta y fraternizó con los obreros. Pero incluso durante ese período de luna de miel, como campesino astuto, sopesó en su ánimo si de alguna forma no se derivaría de todo aquello algún mal para su pequeño terreno, es decir, para su arte. Aunque le parecía que la ciudad no le apreciaba demasiado, él, Kliuiev, demostraría pronto su carácter y pondría de manifiesto el precio de su paraíso de trigo frente al infierno industrial. Aunque se le reprochase algo, no perdería el tiempo en buscar sus palabras: derribaría a su adversario por tierra y se jactaría con fuerza y convicción. No hace mucho tiempo, Kliuiev se enzarzó en una pelea poética con Esenin, quien había decidido -anunciándolo en sus poemas- ponerse levita y sombrero de copa. Kliuiev vio en ello una traición a sus orígenes campesinos y reprendió al joven, como un primogénito rico haría con su hermano menor que quisiera casarse con alguna muchacha ciudadana e irse a vivir a los suburbios.
Kliuiev es suspicaz. Alguien le pidió que evitase las palabras sagradas, y se ofendió:
Ni santos ni malvados según parece existenNo se sabe con certeza si es creyente o no. Su Dios escupe repentinamente sangre mientras la Virgen se entrega a un húngaro a cambio de unas piezas de metal amarillo. Todo esto suena a blasfemia, pero no puede consentir que se excluya a Dios de su casa, que se destruya el rincón sagrado donde la luz de la lámpara ilumina un marco plateado o dorado. Sin la lámpara de los iconos, el mundo está incompleto.
Para los cielos industriales.
Cuando Kliuiev canta a Lenin en “versos campesinos ocultos” no resulta fácil saber si está a favor o en contra de Lenin. ¡Qué ambigüedad de pensamiento de sentimiento, de palabras! En la base de todo ello se encuentra la dualidad del campesino, ese Jano en laptis que vuelve una cara hacia el pasado y otra hacia el futuro. Kliuiev llega incluso a cantar a la Comuna. Pero se trata sólo cantos de glorificación “en honor de”. “No quiero la Comuna sin la estufa del campesino.” Pero la Comuna con estufa de campesino no equivale a reconstruir todas las bases de la vida según la razón, el compás v el metro en la mano, sino que vuelve a ser una vez más el antiguo paraíso campesino:
Los sones de oroAhí está en toda su extensión la poética de Kliuiev. ¿Dónde se halla la revolución, la lucha, el dinamismo, la aspiración hacia lo nuevo? Tenemos paz, una inmovilidad encantada, un encantamiento de oropel. “Como martin pescadores las palabras se posan en las ramas”. ¿Hay algo más curioso? El hombre moderno no puede vivir en un clima semejante.
cuelgan como racimos del árbol;
como martines pescadores, las palabras
se posan en las ruinas.
(“La Ballena de bronce”.)
¿Qué camino seguirá Kliuiev? ¿Se acercará
a la revolución o se alejará de ella? Lo más probable
es que se aleje. Está demasiado saturado de pasado. El aislamiento
intelectual y la originalidad estética de la aldea, pese al fugaz
debilitamiento de la ciudad, están de hecho en declive. Y Kliuiev
también parece hallarse en la pendiente del declive
.
Corno todo el grupo de los imaginistas (Marienhof, Cherchenevituch, Kusikov), Esenin se encuentra cerca de donde se cruzan los caminos de Kliuiev y de Mayakovsky. Las raíces de Esenin están en la aldea, pero son menos profundas que en Kliuiev. Esenin es más joven. Se convirtió en poeta cuando la aldea estaba siendo sacudida por la revolución, que ya sacudía a toda Rusia. Kliuiev se había formado en los años anteriores a la guerra, y respondió a la guerra y a la revolución desde los límites del conservadurismo del hombre de los bosques. Esenin no sólo es más joven, sino que es además más flexible, más plástico, más abierto a las influencias y más rico en posibilidades. Incluso su base campesina no es la misma que la de Kliuiev; Esenin no posee ni la solidez de Kliuiev, ni su lamentación sombría y pomposa. Esenin se vanagloria de arrogancia y de ser un hooligan. Pero su arrogancia, que es puramente literaria (la Confesión), no es tan terrible. Sin embargo, Esenin es indudablemente la expresión del espíritu prerrevolucionario y revolucionario de la juventud campesina, que la vida perturbada de la aldea ha lanzado a la arrogancia y a la turbulencia.
La ciudad ha marcado a Esenin con más fuerza de modo más visible que a Kliuiev. En este aspecto es donde interviene la influencia incontestable del futurismo. Esenin es más dinámico porque es más nervioso, más flexible, más sensible a lo nuevo. Pero el imaginismo es lo opuesto al dinamismo. La imagen adquiere una significación por sí misma, a costa del conjunto, y entonces los elementos aislados se vuelven lejanos y fríos.
Se ha dicho, sin razón, que la abundancia de imágenes del imaginista Esenin derivaba de sus inclinaciones personales. De hecho, encontramos en él los mismos rasgos que en Kliuiev. Sus versos están sobrecargados por una imaginaría aún más cerrada e inmóvil. En el fondo se trata de una estética menos personal que campesina. La poesía de las formas repetitivas de la vida tiene en definitiva poco movimiento y busca una salida en la condensación de imágenes.
El imaginismo se halla tan sobrecargado de imágenes que su poesía se parece a una bestia de carga y por eso es lenta en sus movimientos. La abundancia de imágenes no es en sí prueba de poder creador, al contrario, puede derivar de una falta de madurez técnica de un poeta sorprendido por los acontecimientos y por los sentimientos que, artísticamente, le superan. El poeta se ve casi aplastado por las imágenes y el lector se siente también nervioso e impaciente por terminar, igual que cuando se escucha a un orador tartamudo. De todas formas, el imaginismo no es una escuela de la que se pueda esperar un desarrollo serio. Incluso la arrogancia tardía de Kussikov (el Occidente, en cuya dirección nosotros, los imaginistas, estornudamos) resulta curioso, pero apenas divertido. El imaginismo es, todo lo más, una etapa para algunos poetas más o menos valiosos de la generación joven, cuyo único punto en común es la falta de madurez de todos ellos.
El esfuerzo realizado por Esenin para construir una gran obra mediante las fórmulas imaginistas se ha mostrado ineficaz desde el momento en que el autor ha abusado hasta el exceso de su abundante imaginaría. La forma dialogada de Pugachov ha resultado ser, sin compasión alguna, más fuerte que el poeta. Por regla general el drama es una forma artística muy transparente y rígida; no da ocasión a fragmentos descriptivos o narrativos ni a arrebatos líricos. El diálogo precipitó a Esenin en aguas claras. Emelko Pugachov, lo mismo que sus enemigos o sus colegas, son, sin excepción, imaginistas. Y Pugachov mismo es Esenin de la cabeza a los pies; quiere ser terrible, pero no puede serio. El Pugachov de Esenin es un romántico sentimental. Resulta divertido que Esenin se presente a sí mismo como una especie de hooligan vagamente sediento de sangre; pero cuando Pugachov se expresa como un romántico cargo de imágenes la diversión no existe. El imaginista Pugachov adquiere un porte bastante ridículo.
Aunque el imaginismo, apenas nacido, esté va muerto, Esenin pertenece
todavía al futuro. Declara a los periodistas extranjeros que se
halla más a la izquierda que los bolcheviques. Eso es lógico
y no asusta a nadie. Por ahora, Esenin, el poeta que puede estar más
a la izquierda que nosotros, pobres pecadores, pero que no por eso es menos
medieval, ha iniciado sus viajes de juventud y no volverá idéntico
a como era. No prejuzguemos. Cuando vuelva, él mismo se encargará
de decírnoslo.
Los “Hermanos Serapion”, Vsevolod Ivanon, Nícolas Nikitin
Los “Hermanos Serapion” son jóvenes que viven todavía en el seno de su familia. Algunos de ellos no han llegado a la revolución a través de la literatura, sino que han llegado a la literatura a través de la revolución. Y precisamente porque su breve itinerario parte de la revolución experimental -al menos algunos de ellos-, sienten una necesidad interna de distanciarse de la revolución, y de proteger contra sus exigencias la libertad de sus obras. Es como si por primera vez sintiesen que el arte tiene derechos propios. El artista David (en la obra de N. Tijonov) inmortaliza al mismo tiempo “la mano del asesino patriota” y a Marat. ¿Por qué? Porque es “tan bello el resplandor que va desde la muñeca al codo, salpicado de manchas rojas”. Con mucha frecuencia los hermanos Serapion se alejan de la revolución o de la vida moderna en general, es decir, del hombre, para escribir sobre los estudiantes de Dreste, los judíos de los tiempos bíblicos, las tigresas y los perros. Todo ello sólo da una impresión de tanteo, de ensayo, de preparación. Absorben las adquisiciones literarias y técnicas de las escuelas prerrevolucionarias sin las cuales no podría haber movimiento hacia adelante. El tono general de sus trabajos es realista, pero todavía confuso. Es demasiado pronto para juzgar individualmente a los “Hermanos Serapion”, al menos en el marca de esta obra. En líneas generales anuncian, entre muchos otros síntomas, un renacimiento de la literatura a partir de una nueva base histórica, tras el trágico hundimiento. ¿Por qué los relegamos a la categoría de “compañeros de viaje”? Porque están ligados a la revolución, pero por un lazo todavía muy débil, porque son demasiado jóvenes y porque nada definitivo puede decirse en cuanto a su porvenir.
El rasgo más peligroso de los “Serapion” es su jactancia de carecer de principios. Eso es estupidez y tontería. Como si pudieran existir artistas “sin tendencia”, sin relaciones definidas con la vida social -aunque estén implícitas y no se formulen en términos políticos-. Es cierto que la mayoría de los artistas en los períodos normales elaboran sus relaciones con la vida y con las formas sociales de un modo insensible, molecular, y apenas sin participación de la razón crítica. El artista dibuja la vida tal cual la encuentra, coloreando su actitud respecto a ella con una especie de lirismo. Considera sus bases como inmutables y no la aborda con más espíritu crítico que el que manifiesta ante el sistema solar. Este conservadurismo pasivo constituye el eje invisible de su obra.
Los períodos críticos no conceden al artista el lujo de poder crear de forma automática e independiente de toda consideración social. Quien se vanagloria de ello, aunque sea sin sinceridad e incluso sin pretensiones, oculta una tendencia reaccionaria o ha caído en la estupidez social, o está haciendo el ridículo. Evidente, mente, se pueden hacer ejercicios de juventud al modo de las historias de Sinbriujov, a la manera de la novelita de Fedin Ana Timofeevna, pero es imposible producir un retablo grande e importante, o incluso mantenerse durante mucho tiempo con esbozos, sin preguntarse por las perspectivas sociales y artísticas.
Los novelistas y poetas nacidos de la revolución, que ahora son todavía muy jóvenes y que están casi en pañales, tratan, durante la búsqueda de su personalidad artística, de alejarse de la revolución, que ha sido su medio, el marco en el que ellos deben encontrarse a sí mismos. De ahí los discursos sobre “el arte por el arte, que a los “Hermanos Serapion” les parecen muy importantes y muy audaces; de hecho, todo lo más son un signo de crecimiento, y en cualquier caso una prueba de inmadurez. Si los “Serapion” se separasen completamente de la revolución, pronto aparecerían como un residuo de segunda o tercera fila de las escuelas literarias anteriores a la revolución, pese a hallarse ya superadas. Es imposible jugar con la Historia. En este terreno, el castigo sigue inmediatamente al crimen.
* * *
Vsevolod Ivanov, el mayor y el más célebre de los “Serapion”, es también el que mayor importancia y peso tiene. Escribe sobre la revolución, sólo sobre la revolución, pero exclusivamente sobre las revoluciones campesinas y lejanas. El carácter unilateral de su tema v la relativa estrechez de su campo artístico ponen huella de monotonía en sus colores frescos y brillantes.
Es espontáneo en sus manifestaciones de ánimo, pero en esa espontaneidad no se muestra suficientemente atento y exigente consigo mismo. Es muy lírico, y su material poético fluye sin fin. Pero el autor se deja sentir con demasiada insistencia, sale con demasiada frecuencia también a primer plano, se expresa con demasiado ruido, da a la naturaleza y a las personas palmetadas demasiado rudas en los hombros y en la espalda. Dado que esa esponeidad procede de su juventud, resulta atrayente; el peligro radica en que se convierta en manierismo. A medida que la espontaneidad disminuye, hay que compensarla con una ampliación del campo creador y una elevación del nivel técnico. Lo cual es imposible si no se es exigente con uno mismo. El lirismo con que Ivanov aviva la naturaleza y sus diálogos debe hacerse más secreto, más interior, más oculto y más avaro de su expresión. Una frase debe preceder a otra por la fuerza natural de los materiales artísticos, sin la ayuda visible del autor. Ivanov ha aprendido en Gorki, y ha aprendido bien. Que vuelva a pasar una vez más por esta escuela, pero esta vez en sentido inverso.
Ivanov conoce y comprende al campesino siberiano, al cosaco, al kirguís. Sobre un fondo de revueltas, de batallas, de disparos y de represión, muestra muy bien el defecto del campesino: carece de personalidad política, pese a su fuerza social estable. Al hallarse en Rusia, un joven campesino siberiano, antiguo soldado del zar, apoya a los bolcheviques; pero a su regreso a Siberia, sirve en el “Kolchak” contra los rojos. Su padre, un rico campesino que, molesto, buscaba una nueva fe, se convierte, de forma imperceptible e inesperada para él mismo, en el dirigente de los grupos rojos. Toda la familia queda dislocada; la aldea es incendiada. Sin embargo, tan pronto como pasa el huracán, el campesino comienza a marcar los árboles en el bosque para abatirlos y se pone a reconstruir. Tras haber oscilado en varias direcciones, Pussah trata de quedar sólidamente fijado sobre su base más segura. En Ivanov, diferentes escenas aisladas alcanzan gran fuerza. Las escenas en que se refiere la “conversación” entre los rojos de Extremo Oriente y un prisionero americano, o la borrachera de los rebeldes, o la búsqueda de un “gran Dios” de un kirguís son espléndidas. Sin embargo, en líneas generales, lo quiera o no, Ivanov demuestra que las sublevaciones campesinas en la Rusia “campesina” no son todavía la revolución. De una pequeña chispa brota rápidamente la revuelta campesina, efímera, cruel a menudo en su desesperanza, sin que nadie sepa por qué se ha encendido ni a dónde lleva. Y jamás, de la forma que sea, la revuelta campesina aislada puede salir victoriosa. En Vientos rojos hay una alusión a un levantamiento campesino; se debe a Nikitin, pero queda muy vaga. El Nikitin del relato de Ivanov es una parcela enigmática de otro mundo, y no se ve con claridad por qué gira a su alrededor el elemento campesino. De todos estos cuadros de la revolución en sus rincones más atrasados, se desprende una conclusión irrefutable: en un gran crisol y a una temperatura muy elevada se está realizando una reestructuración del carácter nacional del pueblo ruso. Y de ese crisol, Pussah no saldrá igual que entró.
Sería de desear que Vsevolod Ivanov pudiese madurar también en ese crisol.
* * *
Nikitin ha sobresalido entre los “Hermanos Serapion” nítidamente durante el curso del año pasado. Lo que ha escrito en 1921 señala un salto hacia adelante respecto a lo que había hecho el año anterior. Pero en esta maduración rápida hay algo tan inquietante como en la precocidad de un joven. Inquietante es ante todo la evidente nota de cinismo que, en mayor o menor medida, caracteriza hoy a casi toda la juventud, pero que en Nikitin adopta por momentos un cariz malo. No se trata de palabras groseras, ni de excesos naturalistas -aunque los excesos sean siempre excesos-, sino de una actitud respecto a los hombres y a los acontecimientos hecha de grosería provocante y de realismo superficial. El realismo, en el sentido amplio del término, es decir, en el sentido de una afirmación artística del mundo real con su sangre y con su carne, pero también con su voluntad y su conciencia, comprende numerosas especies. Se puede tomar al hombre, y no sólo al hombre social, sino también al hombre psicológico, y abordarlo desde diferentes ángulos: desde arriba, desde abajo, por el lado, o incluso girar a su alrededor. Nikitin le aborda, o mejor dicho, se aproxima furtivamente a él, por la parte de abajo. Por eso todas sus perspectivas de hombre resultan groseras y a veces incluso desagradables. La precocidad llena de talento de Nikitin presta a este muchacho un carácter inquietante. Está en un callejón sin salida.
Bajo las inconveniencias verbales y bajo esta corrupción naturalista se oculta una falta de fe o la extinción de una fe, y esto no es válido sólo para Nikitin. Esta generación ha sido cogida en el torbellino de los grandes acontecimientos sin preparación de ningún tipo, ni político, ni moral ni artístico. No tenía nada que fuese estable, o mejor dicho, tradicional. Por eso la conquisto tan fácilmente la revolución. Pero por su misma facilidad, esta conquista ha sido superficial. Los jóvenes fueron cogidos en el remolino, y todos, imaginistas, “Serapion”, etc., se volvieron disidentes, a medias convencidos conscientemente de que la hoja de parra era el emblema esencial del viejo mundo. Resulta a todas luces significativo que la generación de adolescentes cogida por la revolución sea la peor no sólo entre la intelligentsia ciudadana, sino entre el campesinado e incluso entre la clase obrera. No es revolucionaria, es una generación turbulenta que lleva en sí las señales distintivas del individualismo anarquista. La generación siguiente, que ha crecido bajo el nuevo régimen, es mucho mejor; es más social, más disciplinada, más exigente consigo misma, y su sed de conocimientos crece con seriedad. Esta generación es la que se entiende tan bien con los “viejos”, con aquellos que se formaron y templaron antes de febrero y octubre de 1917 e incluso antes de 1914. El revolucionario de los “Serapion”, como el de la mayoría de los “compañeros de viaje”, se halla más relacionado con la generación que ha llegado demasiado tarde para preparar la revolución, y demasiado pronto para ser educado por ella. Al haber abordado la revolución por su lado malo, por el del campesinado, y al haber adquirido un punto de vista propio de semidisidentes, estos “compañeros de viaje” se encuentran tanto más desilusionados cuanto más nítido resulta que la revolución no es un juego de placer, sino una concepción, una organización, un plan, una empresa. El imaginista Marienhof se quita su sombrero y con cortesía e ironía se despide de la revolución que la ha traicionado a él, a Marienhof. Y Nikitin, en su cuento Pella, donde este tipo de disidente seudorrevolucionario encuentra su expresión más acabada, concluye con estas palabras esencialmente escépticas, que sin ser tan tímidas como las de Marienhof son igual de cínicas: “Estáis cansados y yo ya he dejado la caza... Y ahora es inútil correr detrás. No tiene sentido. Alejaos de los lugares muertos.”
Ya una vez oímos esas palabras, v las recordamos muy bien. Los jóvenes novelistas y rimadores que fueron captados por la revolución en 1905, le volvieron más tarde las espaldas en términos casi idénticos. Cuando en 1907 se quitaron el sombrero para decir adiós a esta extraña, pensaron seriamente que habían arreglado sus cuentas con ella. Pero ella volvió una segunda vez, y con mucha mayor fuerza. Encontró entonces a los primeros “amantes” inesperados de 1905 prematuramente envejecidos, y moralmente calvos. Por eso, aunque a decir verdad sin preocuparse demasiado, atrajo a su campo a la nueva generación de la vieja sociedad (siempre en zonas periféricas a ella, e incluso en zonas tangenciales). Luego vino otro 1907: cronológicamente se llama 1921-1922, y adopta la forma de la Nep. Después de todo, la revolución no era una extraña tan espléndida. ¡Se trataba sólo de una comerciante!
Cierto que estos jóvenes están dispuestos a sostener en
muchas ocasiones que no sueñan con romper con la revolución,
que han sido hechos por ella, que no pueden ser concebidos fuera de la
revolución y que ni siquiera ellos pueden pensarse fuera de ella.
Pero todo resulta muy impreciso, e incluso ambiguo. Evidentemente, no pueden
separarse de la revolución, dado que la Revolución, aunque
comerciante, es un hecho e incluso un modo de vida. Estar fuera de la revolución
significaría encontrarse entre los emigrados. Y esto no se puede
plantear siquiera. Pero además de los emigrados en el extranjero
están los emigrados del interior. Y la ruta hacia ellos pasa lejos
de la revolución. Quien no tiene motivos para correr tras algo está
pidiendo la emigración espiritual, y esto inevitablemente significa
su muerte en cuanto artista, porque no sirve de nada engañarse a
sí mismo: la seducción, la frescura, la importancia dada
a los más jóvenes proceden enteramente de la revolución
que les ha tocado al pasar. Si ésta se quita, habrá unos
cuantos más Chirikov en el mundo, nada más.
Pilniak es un realista y un observador notable, posee un ojo claro y un oído fino. Hombres y objetos no le parecen viejos, usados, ni idénticos, sino sólo arrojados en un desorden temporal por la revolución. Sabe captarlos en su frescura y en lo que de único tienen, es decir, vivos y no muertos, y en el desorden revolucionario que para él constituye un hecho vivo y fundamental, busca apoyos para su propio orden artístico. En arte como en política -y desde ciertos enfoques el arte se parece a la política, y a la recíproca, porque ambos hacen una obra creadora- el “realista” es incapaz de mirar más allá de sus pies, de observar otra cosa que los obstáculos, los defectos, los atolladeros, las botas agujereadas y la vajilla rota. De ahí una política timorata, escapista, oportunista, y un arte de escasa condición, roído por el escepticismo, episódico. Pilniak es un realista. Lo único que hay que saber es cuál es la escala de su realismo. Porque nuestra época exige una escala grande.
Con la revolución, la vida se ha convertido en un campamento. La vida privada, las instituciones, los métodos, los pensamientos, los sentimientos, todo se ha vuelto anormal, momentáneo, transitorio, todo se siente precario e incluso con frecuencia esta precariedad se expresa en los nombres. De ahí la dificultad de toda marcha artística. Este perpetuo bivaqueo, este carácter episódico de la vida implica en sí mismo un elemento accidental, y lo accidental lleva el sello de la insignificancia. ¿Dónde está entonces la revolución? Ahí radica la dificultad. Sólo la superará quien sepa comprender, sentir hasta lo más profundo el sentido interno de esta diversidad y descubrir tras ella el eje de cristalización histórica. “¿Para qué casas sólidas -preguntaban antiguamente los viejos creyentes-, si esperamos la venida del Mesías?” “La revolución tampoco construye casas sólidas; en su lugar, hace que las gentes se trasladen y se alojen en los mismos locales, construye barracones. Barracones provisionales: es la impresión general de sus instituciones. Y esto no porque espere la venida del Mesías, ni tampoco porque en el proceso material de la organización de la vida oponga su objetivo final; antes bien, al contrario, se esfuerza en una búsqueda y en un experimentalismo incesantes por hallar los mejores métodos para edificar su casa definitiva. Todos sus actos son esbozos, borradores, esquemas sobre un tema dado. Ha habido muchos y habrá más todavía. Y los esbozos desechados son mucho más numerosos que los que prometen algún logro. Pero todos están marcados por el mismo pensamiento, por la misma búsqueda. Los inspira un mismo objetivo histórico. “Gviu”, “Glavbum” no son simplemente combinaciones de sonidos en los que Pilniak oye el aullido de las fuerzas elementales de la revolución; son elementos de trabajo (de igual forma que hay hipótesis de trabajo), términos buscados, pensados, forjados conscientemente con objeto de una construcción consciente, premeditada, querida -y querida- como nunca antes lo fuera en el mundo.
Sí, dentro de cien o ciento cincuenta años los hombres sentirán nostalgia por la Rusia actual, viendo en ella los días de la manifestación más hermosa del espíritu humano... Pero mis zapatos están agujereados, y me gustaría estar en el extranjero, sentado en un restaurante y bebiendo un whisky. (Iván y María.) De igual modo que un tren formado por vagones de ganado no puede, debido a la confusión de manos, pies, mendigos y luces, ver una vía de 2.000 kilómetros, tampoco se puede ver el giro histórico que acabamos de realizar debido a un zapato agujereado y a las demás disonancias y dificultades de la vida soviética. ¡Los mares y las llanuras han cambiado de sitio! ¡En Rusia se están produciendo los dolores del parto! ¡Porque Rusia está dividida en zonas económicas! ¡Porque en Rusia hay vida! ¡Porque la superficie de las aguas están cubiertas de tierra negra! ¡Esto lo sé YO! ¡Pero ELLOS ven piojos en la basura! El problema queda planteado con toda precisión. Ellos (los filisteos amargos, los dirigentes frustrados, los profetas ofendidos, los pedantes, los estúpidos, los soñadores profesionales) no ven otra cosa que piojos y barro, mientras que en realidad también existen los dolores del parto, que también son muy importantes. Pilniak lo sabe. ¿Puede contentarse con suspiros y convulsiones, con anécdotas fisiológicas? No, pretende hacernos participar en el parto.
Se trata de una tarea grande y muy difícil. Está muy bien que Filniak se haya fijado esta tarea. Pero todavía no es el momento de decir si ha conseguido realizarla.
Como siente miedo ante las anécdotas, Pilniak no tiene temas. A decir verdad, insinúa dos o tres temas, más incluso, que van de un lado para otro a lo largo del relato; pero no se trata más que de alusiones, sin la significación cardinal que generalmente posee un tema, Pilniak desea mostrar la vida actual en sus relaciones y su movimiento; la capta tanto de una forma como de otra, a base de cortes en diferentes lugares, porque no se parece en nada a lo que fue. Los temas, o mejor, las posibilidades de temas que cruzan sus relatos no son otra cosa que muestras de vida tomadas al azar, y la vida, tengámoslo en cuenta, tiene ahora muchos más temas que antes. Pero el centro de la cristalización no existe en estos temas episódicos y a veces anecdóticos. ¿Dónde está entonces? Aquí radica el obstáculo. El eje invisible (el eje de la Tierra también es invisible) deberá ser la revolución misma, en torno a la cual debería girar toda la vida agitada, caótica y en vías de reconstrucción. Para que el lector descubra este, eje, el autor debería ocuparse de él y al mismo tiempo reflexionar con toda seriedad sobre el problema.
Cuando Pilniak, sin saber contra quién se enfrenta, choca con Zamiatin y otros “insulares” diciendo que una hormiga no puede comprender la belleza de una estatua de mujer porque allí no ve nada más que montes y valles cuando pasea por ella, ataca con fuerza y con razón. Toda gran época, sea la Reforma, el Renacimiento o la Revolución, debe ser aceptada como un todo y no por trozos o a migajas. Las masas, con su instinto invencible, participan siempre en estos movimientos. En el individuo, ese instinto alcanza al nivel del concepto. Sin embargo, los intelectualmente mediocres no se encuentran ni aquí ni allá; demasiado individualistas para compartir la percepción de las masas, están poco desarrollados todavía para tener una comprensión sintetizada. Su terreno son los montes y valles sobre los que se martirizan con maldiciones filosóficas y estéticas. ¿Qué ocurre en este aspecto con Pilniak?
Pilniak escruta hábilmente y con agudeza una parte de nuestra vida y en eso reside su fuerza, porque es un realista. Además, sabe y proclama que Rusia está dividida en zonas económicas, que los bellos dolores del parto han ocurrido y que en la confusión de piojos, maldiciones y mendigos se está realizando la mayor transición de la historia. Pilniak debe saberlo, puesto que lo proclama. Pero lo molesto es que no hace más que proclamarlo, como si opusiese sus convicciones a la realidad, fundamental y cruel. No vuelve la espalda a la Rusia revolucionaria. Al contrario, la acepta e incluso la celebra a su manera. Pero no hace más que decirlo. No puede realizar su tarea de artista porque no logra abarcarla intelectualmente. Por eso con frecuencia Pilniak rompe arbitrariamente el hilo de su narración, para apretar rápidamente los nudos, para explicar (de una forma o de otra), para generalizar (muy mal) y para adornar líricamente (en ocasiones de modo magnífico y la mayor parte de las veces de modo inútil). Toda su obra está marcada por la ambigüedad. A veces la revolución constituye el eje invisible; a veces, de forma muy visible, es el autor mismo quien gravita tímidamente en torno a la revolución. Así es hoy día Pilniak.
En cuanto al tema, Pilniak es un provinciano. Capta la revolución en sus aspectos periféricos, en sus patios traseros, en la aldea y sobre todo en las ciudades de provincias. Su revolución es aldeana. Por supuesto, esa forma de abordarla puede ser viva. Puede estar incluso más encarnada. Pero para que lo esté no puede detenerse en lo periférico. Hay que encontrar el eje de la revolución, que no está ni en la aldea ni en el distrito. Se puede abordar la revolución por la aldea, pero no se puede tener de ella una visión de aldeano.
El consejo de los soviets de un distrito -un camino resbaladizo- “Camarada, ayúdame a entrar” - alpargatas - pieles de carnero - la cola en la Casa de los soviets a la espera de pan, de salchichas y de tabaco -Camaradas, vosotros sois los únicos dueños del Consejo revolucionario y del ayuntamiento - ¡Querida, me das muy poco! (Se refiere a las salchichas) - es la lucha final, la lucha decisiva - la Internacional - la Entente El capitalismo internacional.
En estos fragmentos de discusión, de vida, de discursos, de salchichas y de himnos hay algo de revolución; una parte vital de ésta es captada por un ojo penetrante, pero de modo apresurado, como si el autor pasara al galope. Falta un lazo entre estos fragmentos y el cuerpo del relato. La idea en que se funda nuestra época falta. Cuando Pilniak pinta un vagón de ganado se nota en él al artista, al artista del mañana, al artista en potencia de mañana. Pero no se ve que las contradicciones hayan sido resueltas, sino incontrastables de la obra de arte. Uno se queda tan perplejo como antes, si no más. ¿Por qué el tren? ¿Por qué el vagón de ganado? ¿En qué son Rusia? Nadie exige a Pilniak que proceda, mediante un corte en la vida o en el tiempo, al análisis histórico de un vagón de ganado, ni siquiera a que anuncie proféticamente hacia qué se inclina él como individuo. Si Pilniak hubiese comprendido el significado del vagón de ganado y sus relaciones con el curso de los acontecimientos, lo habría transmitido al lector. Sin embargo, ese vagón de ganado que apesta circula sin motivo ni justificación. Y Pilniak, que acepta buenamente todo esto, no hace más que sembrar la duda en el ánimo del lector.
Una de las últimas grandes obras de Pilniak, La tormenta de nieve, muestra que estamos ante un gran escritor. La vida desolada, insignificante, del sucio filisteo provinciano que desaparece en medio de la revolución, la rutina prosaica, estancada, de la vida soviética cotidiana, todo esto, en plena tormenta de Octubre queda pintado por Pilniak no en forma de un cuadro ordenado, sino de una serie de manchas brillantes, de siluetas bien recortadas y de escenas inteligentes. La impresión general es siempre la misma: una ambigüedad inquietante.
Olga pensaba que una revolución se parecía a una tormenta de nieve; las personas eran los copos. Probablemente Pilniak piensa lo mismo por influencia de Blok, que aceptó la revolución como un elemento natural y, por temperamento, como un elemento frío; y no como fuego, sino bajo la forma de una tempestad de nieve. “Las personas eran los copos”. Si la revolución no fuera más que un elemento poderoso sin relación con el hombre, ¿a qué vienen las jornadas de la más bella manifestación del espíritu humano? Si los dolores pueden justificarse, ¿por qué esos dolores de parto, qué ha sido lo que realmente ha salido de ese parto? Si no se responde a esta pregunta, habrá entonces zapatos agujereados, piojos, sangre, tempestad de nieve e incluso juegos de pídola, pero no revolución.
¿Sabe Pilniak que ha nacido gracias a los dolores de la revolución? No, no lo sabe. Evidentemente ha oído hablar de ello (¿cómo podría no haberlo oído?), pero no lo cree. Pilniak no es un artista de la revolución, sino solamente un “compañero de viaje” en el arte. ¿Dónde desembocará este artista? No lo sabemos. La posteridad hablará de “las jornadas más bellas” del espíritu humano. Muy bien, ¿cómo era Pilniak en esos días? Confuso, nebuloso, ambiguo. ¿Y el motivo no será que Pilniak ha sentido miedo de los acontecimientos y de los hombres, rigurosamente definidos y provistos de sentido? Pilniak presta poca atención al comunismo; lo trata con respeto, con alguna frialdad, a veces con simpatía, pero no por ello le presta atención. Raras veces encontramos en él un obrero revolucionario, y, lo que es más grave, el autor es incapaz de ver por sus ojos. En El año desnudo contempla la vida a través de diversos personajes que también son “compañeros de viaje” de la revolución, y así, se descubre que el Ejército rojo no existía para este artista en los años 1918-1921. ¿Cómo es posible? ¿No fueron acaso los primeros años de la revolución años de guerra en que la sangre corría del corazón del país hacia los frentes, y no se gastó durante varios años abundantemente? Durante esos años, la vanguardia obrera gastó todo su entusiasmo, toda su fe en el futuro, toda su abnegación, toda su lucidez y toda su voluntad en el Ejército rojo. La Guardia roja revolucionaria de las ciudades, a finales de 1917 y principios de 1918, en su lucha por la autodefensa, se desplegó en el frente en divisiones y batallones. Pilniak no ha prestado atención. Para el Ejército rojo no existe. Por eso para él el año 1919 está desnudo.
Pilniak, sin embargo, debe responder de una forma o de otra a la siguiente pregunta: ¿por qué todo esto? Debe tener su filosofía de la revolución. He aquí, sin embargo, lo que nos preocupa: la filosofía de la historia en Pilniak está completamente vuelta hacia el pasado. Este “compañero de viaje” artístico razona como si los caminos de la revolución llevasen hacia atrás, no hacia adelante. Acepta la revolución porque es nacional, y es nacional porque ha derrocado a Pedro el Grande y ha resucitado el siglo XVII. Para él la revolución es nacional porque Pilniak mira hacia atrás.
El año desnudo, la obra principal de Pilniak, está marcada desde el principio al fin por este dualismo. La base, los fundamentos de esta obra están hechos de tempestades de nieve, de embrujamientos, de superstición, de espíritus del bosque, de sectas que viven exactamente como se vivía hace siglos, y para los cuales Petrogrado no significa nada. La “fábrica ha resucitado” sólo de pasada, gracias a la actividad de grupos de obreros de provincias. ¿No hay ahí un poema cien veces más grande que la resurrección de Lázaro?
En 1918-1919 la ciudad es saqueada y Pilniak celebra este acontecimiento porque está claro que no hay nada “que hacer con Petrogrado”. Por otra parte, y siempre de pasada, los bolcheviques, los hombres de trajes de cuero, son lo mejor del pueblo ruso, amorfo y grosero. Y vestidos de cuero, no les podréis debilitar. Lo sabemos, eso es lo que queremos: eso es lo que hemos decidido, sin posible marcha atrás. Pero el bolchevismo es el fruto de una cultura urbana. Sin Petrogrado no habría habido selección en el seno de ese “pueblo grosero”. Los ritos de brujas, los cantos populares, las palabras seculares por un lado, son fundamentales. El “gviu, el glavbum, el guvazl ¡Oh, qué tempestad de nieve! ¡Qué tumulto! ¡Qué bien!”, por otro lado. Todo es hermoso y bueno, pero no pega, no casa, y eso ya no está tan bien.
Indudablemente, Rusia está llena de contradicciones, de contradicciones extremas incluso. Al lado de los encantamientos de las brujas se encuentra el glavbum. Porque los hombrecillos de la literatura desprecian esta nueva creación del lenguaje, Pilniak repite: “Guvuz, Glavbum... ¡Ay, qué bien! “ En estas palabras provisionales, inusitadas, provisionales como un vivac o como una hoguera al borde de un río (un vivac no es una casa y una hoguera no es una chimenea). Pilniak ve reflejarse el espíritu de su tiempo. “ ¡Ah, qué bien! “ Está bien que Pilniak sienta esto (sobre todo si lo dice seriamente y resulta duradero). Pero ¿cómo se puede hablar de la ciudad que la revolución (aunque urbana de nacimiento) ha perjudicado tan gravemente? Aquí es donde Pilniak fracasa. Ni intelectual ni emocionalmente ha decidido cuál será su selección en ese caos de contradicciones. Y hay que elegir. La revolución ha cortado el tiempo en dos. Por supuesto, en la actual Rusia, los encantamientos de bruja existen al lado del gviu y del glavbum, por imperfectos que sean, van hacia adelante, mientras que los encantamientos, por populares que sean, figuran entre el peso muerto de la historia. Donat, miembro de una secta, es un tipo espléndido. Se trata de un campesino regordete, ladrón de caballos con principios (no bebe té). Gracias a Dios, no necesita para nada a Petrogrado. El bolchevique Arjipov es igualmente una figura bien lograda. Dirige el distrito, y al amanecer aprende el vocabulario en un libro. Es inteligente, fuerte, y dice “funciona” con toda energía. ¿Cuál de los dos encarna la revolución? Donat pertenece a la leyenda, a la “verde” Rusia, al siglo XVII considerado en bloque. Arjipov, por el contrario, pertenece al siglo XIX aunque no conozca demasiado bien sus palabras extranjeras. Si Donat fuese el más fuerte, si el piadoso y tranquilo ladrón de caballos derrotase al mismo tiempo al capital y a la vía férrea, sería el fin de la revolución y a la vez el fin de Rusia. El tiempo ha sido cortado en dos, una mitad está viva, la otra muerta, y hay que escoger la mitad viva. Pilniak es incapaz de decidirse, duda en elegir y para contentar a todo el mundo pone la barba de Pugachov en el mentón del bolchevique Arjipov. Esto es truco teatral. Nosotros hemos visto a Arjipov, y sabemos que se afeita.
La bruja Egorka dice: “Rusia es sabia en sí misma. ¡El alemán es inteligente, pero su espíritu es estúpido! “¿Y qué pasa con Karl Marx?”, pregunta alguien. “Es un alemán -digo yo-, y por tanto, un estúpido.” “ ¿Y Lenin?” “Lenin -digo yo- es un campesino, un bolchevique; por tanto, debéis ser comunistas...” Pilniak se oculta tras la bruja Egorka. y resulta muy inquietante que, al hablar en favor de los bolcheviques, se exprese abiertamente, mientras que cuando habla contra ellos lo hace en el lenguaje estúpido de una bruja. ¿Cuál de estas dos opiniones es la más profunda y auténtica en él? ¿No podría este “compañero de viaje” cambiar de tren en dirección opuesta en una de las próximas paradas?
El peligro político implica además un peligro para el artista. Si Pilniak persiste en descomponer la revolución en revueltas y en muestras de la vida campesina, se verá obligado a simplificar cada vez más sus métodos artísticos. Incluso hoy Pilniak no representa un cuadro de la revolución, no compone más que el fondo y el primer plano. Ha distribuido el color a grandes brochazos audaces, pero sería una pena que el maestro decidiese que el fondo constituye todo el cuadro. La revolución de Octubre es una revolución de las ciudades: la revolución de Petrogrado y de Moscú (“La revolución prosigue todavía”, señala con toda exactitud Pilniak de pasada). Todo el trabajo futuro de la revolución será dirigido hacia la industrialización y la modernización de nuestra economía, hacia la puesta a punto de los procesos y métodos de reconstrucción en todos los terrenos, hacia el desarraigo del cretinismo aldeano, hacia una conformación de la personalidad humana que la torne más compleja y más rica. La revolución proletaria no puede completarse ni justificarse, en el plano de la técnica y de la cultura, más que mediante la electrificación, y no mediante el retorno a la vela; mediante la filosofía materialista de un optimismo activo, y no por medio de las supersticiones rústicas y de un fatalismo estancador. Será una lástima que Pilniak quiera convertirse en el poeta de la vela en lugar de tener las pretensiones de un revolucionario. Por supuesto, no nos encontramos ante un peligro político -nadie sueña con arrastrar a Pilniak a la política-, sino ante un peligro muy real, muy auténtico en el terreno del arte. Su error consiste en su manera de abordar la historia, de donde se desprenden una percepción falsa de la realidad y una ambigüedad que irrita. Esto le desvía de los aspectos más importantes de la realidad, le lanza a la reducción de todo, al primitivismo, a la barbarie social, a una simplificación de los métodos artísticos, a excesos naturalistas, nada atrevidos sino insolentes porque les hace dar de sí todo lo que contienen. Si prosigue por ese camino, desembocará (sin darse siquiera cuenta de ello) en el misticismo o en la hipocresía mística (de acuerdo con el punto de partida romántico), que supondría su muerte completa y definitiva.
Incluso hoy Pilniak exhibe su pasaporte romántico cada vez que se encuentra en apuros. Resulta sorprendente que a cada paso, por ejemplo, tenga que decir que acepta la revolución no en términos vagos o ambiguos, sino con total claridad. Entonces actúa con rapidez, al modo de Andrei Bieli, y hace retirar tipográficamente algunos cuadrantines y con tono poco habitual declara: "No olvidéis, por favor, que yo soy un romántico". Los borrachos, con frecuencia, se vuelven solemnes, pero gentes sobrias tienen, también con frecuencia, que pretender que están borrachos para así escapar a situaciones difíciles. ¿No será Pilniak uno de éstos? Cuando con insistencia se autotitula de romántico y ruega que no se olvide este hecho, ¿no es el realista temeroso y limitado que habla de sí mismo? La revolución no es, de cualquier lado que se mire, un zapato agujereado más romanticismo. El arte de la revolución no consiste en modo alguno, en ignorar la realidad o en transformar mediante la imaginación esta dura realidad en una vulgar “leyenda en curso de fabricación”, para uno mismo y para su propio uso. La psicología de la “leyenda en curso de fabricación” se opone a la revolución. Con ella, con su misticismo y sus mistificaciones comenzó el período contrarrevolucionario que siguió a 1905.
Aceptar la revolución proletaria en nombre de una mentira creciente no sólo significa rechazarla, sino calumniaría. Todas las ilusiones sociales, que los delirios del género humano han expresado en forma de religión, de poesía de moral o de filosofía, no han servido más que para engañar y enceguecer a los oprimidos. La revolución socialista arranca el velo de las “ilusiones”, de las “moralizaciones”, así como las decepciones humillantes, y lava el maquillaje de la realidad en la sangre. La revolución es fuerte en la medida en que es realista, racional, estratégica y matemática. ¿Es posible que la revolución, esta revolución que tenemos ante los ojos, la primera desde que la tierra gira, necesite el sazonamiento del romanticismo, como un ragú de carne necesita salsa de liebre? Dejad eso para los Bieli. Que degusten hasta el fin el ragú de gato filisteo en salsa antroposófica.
Pese a la importancia y al frescor de la forma en Pilniak, su afectación irrita porque frecuentemente es fruto de imitación. A duras penas se puede comprender que Pilniak haya caído en una dependencia artística respecto a Bieli, mejor dicho, respecto a los peores aspectos de Bieli. Se trata de ese subjetivismo fatigante que adopta la forma de intervenciones líricas insensatas, repetidas hasta la saciedad, mientras una argumentación literaria furiosa e irracional oscila entre el ultrarrealismo y los discursos psicofilosóficos inesperados; de un subjetivismo que obliga al texto a disponerse en estratos tipográficos mientras las citas incongruas están allí sólo por asociación mecánica; todo esto es superfluo, enojoso y carente de originalidad. Andrei Bieli es astuto. Disimula los fallos de su discurso bajo una histeria lírica. Bieli es un antroposofo. ha conseguido sabiduría con Rudolf Steiner, ha montado guardia ante el templo místico alemán en Suiza, ha bebido café y comido salchichas. Y como su mística es escasa y digna de piedad, inserta en sus métodos literarios una charlatanería semiconsciente, semiconfesada (que cumple con la definición exacta del diccionario). A medida que avanza, más cierto y claro se ve todo. ¿ Por qué siente Pilniak la necesidad de imitarle? ¿O es que también él se prepara para enseñarnos la filosofía tragiconsoladora de la redención a través de la salsa de chocolate Pedro? ¿No toma Pilniak el mundo tal cual es en su materialidad y no lo considera en tanto que tal? ¿De dónde procede, por tanto, esa dependencia respecto a Bieli? A la manera de un espejo convexo, esa dependencia refleja la necesidad interior de Pilniak de hacerse una imagen sintética de la revolución. Sus lagunas le llevan hacia Bieli, ese decorador verbal de quiebras espirituales. Y eso es una pendiente que se hunde en el abismo; sería conveniente para Pilniak abandonar ese comportamiento semibufo del steineriano ruso y labrar su propio camino.
Pilniak es un joven escritor. Pese a ello no es un joven. Ha entrado en la fase crítica, y el mayor peligro que ante sí tiene reside en una complacencia precoz. Acababa de dejar de ofrecer promesas cuando se ha convertido en un oráculo. Se considera oráculo, es ambiguo, oscuro, habla mediante sutilezas y sobrentendidos como un cura. Se pretende profesor cuando de hecho necesita estudiar y estudiar mucho, porque sus objetivos en el plano social y en el plano artístico no coinciden. Su túnica no es segura, no está dominada, su voz se quiebra, sus plagios chocan. Quizá todo esto no sea otra cosa que inevitables crisis de crecimiento, pero en ese caso no tiene que tomarse en serio. Porque si la autosatisfacción y la pedantería se ocultasen tras su voz cascada, ni siquiera su gran talento le salvaría de un fin sin gloria. Tal fue la suerte, en el período anterior a la revolución, de varios de nuestros autores que prometían, pero que al hundirse inmediatamente en la complacencia, fueron ahogados por ella. El ejemplo de Leónidas Andreiev debería figurar en los manuales destinados a los autores llenos de promesas.
Pilniak tiene talento, las dificultades que tiene que vencer son grandes.
Le deseamos que triunfe.
Los escritores rústicos y los cantores del mujik
Resulta imposible comprender, aceptar o pintar la revolución, ni siquiera parcialmente, si no se la ve en su totalidad, con sus tareas históricas reales que son los objetivos de sus fuerzas dirigentes. Si falta esta perspectiva, se pasa de largo frente a los objetivos de la revolución y frente a la revolución al mismo tiempo. Esta se desintegra en episodios heroicos o siniestros. Pueden ofrecerse de ella cuadros mejor o peor logrados, pero no se puede recrear la revolución y no se puede, con mayor motivo, reconciliarse con ella; porque si las privaciones y los sacrificios inauditos carecen de meta, la historia es entonces... una casa de locos.
Pilniak, Vsevolod Ivanov, Esenin, parecen esforzarse por sumirse en el torbellino, pero sin pensarlo y sin responsabilizarse por ello. No se funden con ella hasta el punto de volverse invisibles, cosa por la que habría que alabarles en vez de atacarles. Pero no merecen que se les alabe. Se les ve de sobra: de Pilniak se ve su coquetería y sus afectaciones; de Vsevolod Ivanov su lirismo asfixiante; de Esenin su pesada “arrogancia”. Entre ellos y la revolución, en tanto que tema de su obra, no hay esa distancia espiritual que aseguraría la necesaria perspectiva artística. La falta de deseo y de capacidad literarias de los “compañeros de viaje” para captar la revolución y fundirse en ella, en vez de disolverse en ella, de comprenderla no sólo como un fenómeno elemental, sino como un proceso determinado, no pertenece a la individualidad; se trata de un rasgo social. La mayoría de los “compañeros de viaje” son intelectuales que cantan al mujik. Pero la intelligentsia no puede aceptar la revolución apoyándose en el mujik sin demostrar su estupidez. Por eso, los “compañeros de viaje” no son revolucionarios, sino los inocentes de la revolución. No se ve con claridad con qué casan bien: ¿con la revolución en tanto que punto de partida de un perseverante movimiento hacia adelante, o porque, según determinadas opiniones, nos lleva hacia atrás? Porque desde luego hay hechos de sobra para colocar en ambas categorías. Como se sabe, el mujik ha tratado de aceptar al “bolchevique” y de rechazar al “Comunista”. Lo cual quiere decir que el kulak, o campesino rico, al someter al campesino medio, ha tratado de burlar a la vez a la historia y a la revolución. Después de haber expulsado al terrateniente, ha querido quedarse con la ciudad a trozos, volviendo al Estado sus anchas espaldas. El kulak no necesita Petrogrado (al menos al principio), y si la capital se vuelve “sarnosa” (Pilniak) es un asunto de ella. Pero no sólo la presión del campesino sobre el propietario terrateniente -muy significativa e inestimable por sus consecuencias históricas-, sino también la presión del mujik sobre la ciudad constituyen un elemento necesario de la revolución. Pero eso no es toda la revolución. La ciudad vive y dirige. Si se abandona la ciudad, es decir, si se deja al kulak que la trocee en el plano económico y a Pilniak fragmentaria en el plano artístico, de la revolución no quedará más que un proceso de regresión lleno de violencia y de sangre. Privada de la dirección ciudadana, la Rusia campesina no sólo no alcanzará nunca el socialismo, sino que será incapaz de mantenerse dos meses y terminará como abono y como carbón del imperialismo mundial. ¿Se trata de una cuestión política? Se trata de una reflexión sobre el mundo, y por tanto de una cuestión de altos vuelos para el arte. Aquí tenernos que detenernos un instante.
No hace mucho, Chukovski instaba a Alexis Tolstoi a que se reconciliara o con la Rusia revolucionaria, o con la Rusia sin la revolución. El principal argumento de Chukovsky era que Rusia seguía siendo lo que había sido, y que el mujik ruso no trocará sus iconos ni sus cucarachas a cambio de cualquier pastel histórico. Chukovsky demuestra evidentemente con esta frase que hay un vasto desarrollo del espíritu nacional y que es imposible de desarraigar. La experiencia del hermano guardián de un monasterio que hizo pasar una cucaracha por una pasa en un pan es la que Chukovsky extiende a toda la cultura rusa. ¡La cucaracha como que “pasa” del espíritu nacional! ¡Qué bajo nivel el del espíritu nacional y qué desprecio por las personas! ¿Cree todavía Chukovsky en los iconos? No, no cree, porque de otra manera no los compararía a las cucarachas, aunque en la isba la cucaracha se oculte de buena gana tras los iconos. Pero como las raíces de Chukovsky se hallan completamente en el pasado, y como ese pasado a su vez engloba al mujik supersticioso y cubierto de musgo, Chukovsky convierte a la vieja cucaracha nacional que vive tras el icono en el principio que le une a la revolución. ¡Qué vergüenza y que infamia! ¡Qué infamia y qué vergüenza! Estos intelectuales han estudiado libros (a costa de ese mismo campesino), han garrapateado en las revistas, han vivido “épocas” variadas, han creado “movimientos”, pero cuando llega la revolución encuentran un refugio para el espíritu nacional en el rincón más sombrío de la isba del campesino, allí donde vive la cucaracha.
Y Chukovsky es el que habla con menos ceremonias: todos los escritores que cantan al mujik tienden de igual manera a un nacionalismo primitivo que huele a cucarachas. Resulta indudable que en la revolución misma vemos desarrollarse procesos que rozan en varios puntos el nacionalismo. El declive económico, el refuerzo del provincialismo, la revancha de la alpargata sobre el zapato, la orgía y el alambique clandestino, todo esto lleva (y ahora podemos decir ha llevado) hacia atrás, hacia las profundidades de los siglos. Y de modo paralelo se puede comprobar un retorno consciente de los ternas “populistas” en literatura. El gran auge de las canciones callejeras ciudadanas en Blok (Los Doce), las notas populares (de Ajmatova y con mayor afectación en Zvetaeva), la ola de provincianismo (Ivanov), la inserción casi mecánica de cuplés, de palabras rituales en los relatos de Pilniak, todo eso ha sido, a no dudar, provocado por la revolución, es decir, por el hecho de que las masas -precisamente tal cual son- se han situado en el primer plano de la vida. Pueden señalarse otras manifestaciones de un “retorno” a lo “nacional”, más ínfimas, más accidentales y superficiales. Por ejemplo, nuestros uniformes militares, aunque tengan algo de los franceses y del repugnante Galliffet, empiezan a recordar a la túnica medieval y a nuestro viejo casco de policía. En otros terrenos, la moda no ha aparecido todavía debido a la pobreza general, pero hay razones suficientes para admitir la existencia de una tendencia hacia los modelos populares. En el sentido amplio del término, la moda procedía del extranjero; sólo concernía a las clases poseedoras y constituía por ello una clara línea de demarcación social. El advenimiento de la clase obrera como clase dirigente provocó una reacción inevitable contra la adopción de los modelos burgueses en los diversos campos de la vida cotidiana.
Es a todas luces evidente que el retorno a las zapatillas de esparto, a los trabajos de cuerda hechos en casa y a la destilación de aguardiente clandestino no es una revolución social, sino una reacción económica que constituye el principal obstáculo para la revolución. En la medida en que se trata de un giro consciente hacia el pasado y hacia el “pueblo”, todas estas manifestaciones son extremadamente inestables y superficiales. Sería poco razonable esperar que una nueva forma de literatura pueda desarrollarse a partir de las canciones callejeras o de los cantos campesinos; esto no puede ser más que una “supuración”. La literatura desechará los términos demasiado provincianos. La túnica medieval se ve ahora mucho por doquier por razones económicas. La originalidad de nuestra nueva vida nacional y de nuestro nuevo arte será mucho menos sorprendente, pero mucho más profunda, y no surgirá hasta mucho más tarde.
En esencia, la revolución significa una ruptura profunda del pueblo con el asiatismo, en el siglo XVII, con la “Santa Rusia”, con los iconos y con las cucarachas. No significa el retorno a la era anterior a Pedro el Grande, sino por el contrario, una comunión de todo el pueblo con la civilización y una reconstrucción de las bases materiales de la civilización de acuerdo con los intereses del pueblo. La era de Pedro el Grande no ha sido más que un primer paso en la ascensión histórica hacia Octubre y gracias a Octubre se irá más lejos y más alto. En este sentido Blok ha calado más hondo que Pilniak. En Blok la tendencia revolucionaria se expresa en estos versos perfectos:
A la Santa Rusia una bala disparemos,La ruptura con el siglo XVII, con la Rusia del isba, aparece en el místico Blok como una cosa santa, como la condición misma de la reconciliación con el Cristo. Bajo esta forma arcaica se expresa el pensamiento de que esta ruptura no viene impuesta desde el exterior, sino que deriva del desarrollo nacional y corresponde a las necesidades más profundas del pueblo. Sin esta ruptura, el pueblo habría reventado podrido hace tiempo. Esta misma idea de que la revolución es de carácter nacional se encuentra en el interesante poema de Briusov sobre las viejas, El día del bautismo en Octubre:
a la del pasado,
a la de las isbas, a esa que llamamos
de las posaderas pesadas.
Ay, ay, sin cruz al pecho van!
Según me han dicho, en la plaza,¿Cuál es, en realidad, el carácter “nacional”? Tenemos que volver a aprender el alfabeto. Puskhin, que no creía en los iconos, y que no vivió entre cucarachas, ¿no era “nacional”? Y Bielinski, ¿tampoco lo era? Podríamos citar muchos otros, además de los contemporáneos. Pilniak considera el siglo XVIII “nacional”. Pedro el Grande sería “antinacional”. De donde se deduce que sólo sería nacional aquello que representa el peso muerto de la evolución y aquello de donde el espíritu de la acción ha volado, aquello que el cuerpo de la nación ha digerido y expulsado como excremento en los siglos pasados. Sólo serían nacionales los excrementos de la historia. Nosotros pensamos exactamente lo contrario. El bárbaro Pedro el Grande fue más nacional que todo el pasado barbudo v abigarrado que se enfrentó a él. Los decembristas fueron más nacionales que todos los funcionarios de Nicolás I, con su servidumbre, sus iconos burocráticos y sus cucarachas nacionales. El bolchevismo es más nacional que los emigrados monárquicos y los demás, y Budienny es más nacional que Wrangel, por mucho que digan los ideólogos, los místicos y los poetas de los excrementos racionales. La vida y el movimiento de una nación se realizan a través de contradicciones encarnadas en clases, en partidos y en grupos. En su dinamismo, los elementos nacionales y los elementos de clase coinciden. En todos los períodos críticos de su desarrollo, es decir, en todos los períodos más cargados de responsabilidades, la nación se rompe en dos mitades, y nacional es aquella que eleva al pueblo a un plano económico y cultural más alto.
allí donde el Kremlin servía de blanco,
ellas cortaban el hilo y traían
lino nuevo para hilar.
La revolución ha salido del “elemento nacional”, pero esto no quiere decir que sólo lo que es elemental en la revolución sea vital y nacional, como parecen pensar esos poetas que se han inclinado ante la revolución.
Para Blok, la revolución es un elemento rebelde: “Viento, viento en el mundo de Dios.” Vsévolod Ivanov parece no alzarse jamás por encima del elemento campesino. Para Pilniak la revolución es una tormenta de nieve. Para Kiuiev y Esenin es una insurrección como aquellas de Pugachev o de Stenka Razin. Elementos, tormenta de nieve, llama, golfo, torbellino. Pero Chukovsky, que está dispuesto a hacer la paz vía las cucarachas, declara que la revolución de Octubre no era real porque sus llamas son demasiado pocas. E incluso Zamiatin, ese snob flemático, ha descubierto poco calor en nuestra revolución. He aquí toda la gama, desde la tragedia hasta la burla. De hecho tragedia y burla denuncian la misma actitud romántica, pasiva, contemplativa y filistea hacia la revolución de igual modo que hacia toda fuerza del elemento nacional desencadenada.
La revolución no es sólo una tormenta de nieve. El carácter revolucionario del campesinado está representado por Pugachev, Stenka Razín y en parte por Majno. El carácter revolucionario de las ciudades está representado por el pope Gapon, en parte por Jrustalev e incluso por Kerensky. Sin embargo, no son de hecho todavía la revolución, sino sólo el motín. La revolución es la lucha de la clase obrera por conquistar el poder, por establecer su poder, por reconstruir la sociedad. Pasa por las cimas más elevadas, por los paroxismos más agudos de una lucha sangrienta, permanece una e indivisible en su curso, desde sus principios tímidos hasta la meta ideal en que el Estado levantado por la revolución se disolverá en la sociedad comunista.
No hay que buscar la poesía de la revolución en el ruido de las ametralladoras o en el combate de las barricadas, en el heroísmo del vencido o en el triunfo del vencedor, porque todos estos momentos existen también en las guerras. En ellas corre igualmente la sangre, incluso con mayor abundancia, las ametralladoras crepitan de la misma forma y también se encuentran vencedores y vencidos. Lo patético y la poesía de la revolución radican en el hecho de que una nueva clase revolucionaria se convierte en dueña de todos estos instrumentos de lucha y que en nombre de un nuevo ideal para elevar al hombre y crear un hombre nuevo, dirige el combate contra el viejo mundo, unas veces derrotada, otras triunfante hasta el momento decisivo de la victoria. La poesía de la revolución es global. No puede ser transformada en calderilla para uso lírico y temporal de los fabricantes de sonetos. La poesía de la revolución no es portátil. Está en la lucha difícil de la clase obrera, en su crecimiento, en su perseverancia, en sus defectos, en sus reiterados esfuerzos, en el gasto cruel de energía que cuesta la conquista más pequeña, en la voluntad y la intensidad creciente de la lucha, en el triunfo tanto como en los retrocesos calculados, en su vigilancia y en sus asaltos, en la ola de la rebelión de masa tanto como en la cuidadosa estimación de las fuerzas y una estrategia que hace pensar en el juego de ajedrez. La revolución comienza con la primera carretilla en que los esclavos agraviados expulsan a su patrón, con la primera huelga con la que niegan sus brazos a su dueño, con el primer círculo clandestino en que el fanatismo utópico y el idealismo revolucionario se alimentan de la realidad de las úlceras sociales. Sube y baja, oscilando al ritmo de la situación económica, de sus subidas y de sus caídas. Con cuerpos sangrantes como escudo abre para sí la arena de la legalidad concebida por los exploradores, instala sus antenas y si es preciso las camufla. Construye sindicatos, cajas de resistencia, cooperativas y círculos educativos. Penetra en los parlamentos hostiles, funda periódicos, agita y al mismo tiempo realiza sin descanso una selección de los mejores elementos, de los más valientes y los más entregados a la clase obrera y construye su propio partido. Las huelgas acaban la mayoría de las veces en derrotas o en victorias a medias, las manifestaciones se caracterizan por nuevas víctimas y por sangre nuevamente derramada, pero todas dejan huellas en la memoria de la clase, refuerzan y templan la unión de los mejores, el partido de la revolución.
No actúa en un escenario histórico vacío, y por tanto no es libre de escoger sus caminos y sus ritmos. En el curso de los acontecimientos se halla forzada a iniciar una acción decisiva antes de haber podido reunir las fuerzas necesarias: tal fue el caso de 1905. Desde la cima a donde ha sido llevaba por la abnegación y la claridad de los objetivos, se ve condenada a caer por falta de un apoyo de masa organizada. Los frutos de numerosos años de esfuerzos le son arrancados entonces de las manos. La organización que parecía omnipotente queda rota, aniquilada. Los mejores han quedado pulverizados, aprisionados, dispersados. Parece como que su hora final ha llegado. Y los pequeños poetastros que vibraban patéticamente por ella en el momento de su victoria circunstancial, comienzan a dejar oír su lira con tono pesimista, místico y erótico. Incluso el proletario parece desalentado y desmoralizado. Pero en última instancia encuentra grabado en su memoria un nuevo rasgo imborrable. Y la derrota se convierte en un paso hacia la victoria. Nuevos esfuerzos obligan a apretar los dientes y a consentir nuevos sacrificios. Poco a poco la vanguardia reúne sus fuerzas y los mejores elementos de la nueva generación, despertados por la derrota de los anteriores, se les unen. La revolución, sangrante pero no vencida, continúa viviendo en medio del odio sordo que asciende de los barrios obreros y de las aldeas, diezmadas pero no abatidas. Vive en la conciencia clara de la vigilia guardada, débil en número, pero templada en la prueba y que, sin espantarse de la derrota, hace inmediatamente balance, lo analiza, lo aprecia, lo sopesa, define nuevos puntos de partida, discierne la línea general de la evolución y señala el camino. Cinco anos después de la derrota, el movimiento brotó de nuevo con las aguas primaverales de 1912. Del seno de la revolución ha nacido el método materialista que permite a cada uno sopesar las fuerzas, prever los cambios y dirigir los acontecimientos. Es el mayor logro de la revolución y en él reside su poesía más alta. La ola de huelgas crece según un plan irresistible y por debajo de ella se siente una base de masa y una experiencia mayor que en 1905. Pero la guerra, salida lógica de esta evolución y que también estaba prevista, corta la marcha de la revolución ascendente. El nacionalismo sumerge todo en sus aguas. El militarismo tronante habla para la nación. El socialismo parece enterrado para siempre. Y es precisamente en el momento en que parece estar en ruinas cuando la revolución formula su deseo más audaz: la transformación de la guerra imperialista en guerra civil y la conquista del poder por la clase obrera. Bajo el gruñido de los carros de combate a lo largo de los caminos, y bajo la vociferación, idéntica en todas las lenguas, del chovinismo, la revolución reagrupa sus fuerzas, en el fondo de las trincheras, en las fábricas y en los pueblos. Las masas captan por vez primera, con sagacidad admirable, los lazos ocultos de los acontecimientos históricos. Febrero de 1917 es una gran victoria para la revolución en Rusia. Sin embargo, esta victoria condena aparentemente las reivindicaciones revolucionarias del proletariado. Las considera funestas e imposibles. Lleva a la era de Kerenski, de Tseretelli, de los coroneles y tenientes revolucionarios y patriotas, a los Chernov prolijos de mirada bizca, asfixiantes, estúpidos, canallas. ¡Oh, los rostros sagrados de los jóvenes maestros de escuela y de escribanos de aldea a quienes encantaban las notas del tenor Avksentiev! ¡Oh, la risa profundamente revolucionaria de los demócratas, a la que sigue un loco aullido de rabia ante los discursos de ese “pequeño puñado” de bolcheviques-, Sin embargo, la caída de la “democracia revolucionaria” del poder estaba preparada por la profunda conjunción de las fuerzas sociales, por los sentimientos de las masas, por la previsión y la acción de la vanguardia revolucionaria. La poesía de la revolución no se hallaba solamente en el ascenso elemental del flujo de octubre, sino en la conciencia lúcida y la voluntad firme del partido dirigente. En julio de 1917, cuando fuimos derrotados y expulsados, apresados, tratados de espías de los Hohenzollern, cuando fuimos privados del pan y la sal, cuando la prensa democrática nos enterró bajo montañas de calumnias, nos sentimos, aunque clandestinos o prisioneros, vencedores y dueños de la situación. En esta dinámica predeterminada de la revolución, en su geometría política reside su mayor poesía.
Octubre no fue más que una coronación y pronto presentó nuevas tareas inmensas, dificultades sin número. La lucha que siguió exigió los métodos y los medios más variados, desde los locos ataques de la Guardia roja hasta la fórmula “ni guerra ni paz” o la capitulación circunstancia ante el ultimátum del enemigo. Pero incluso en Brest-Litovsk, cuando empezamos por rechazar la paz de los Hohenzollern, y, más tarde, cuando la firmamos sin leerla, el partido revolucionario no se sentía vencido, sino el amo del porvenir. Su diplomacia fue una pedagogía que ayudó la lógica revolucionaria de los acontecimientos. La respuesta fue noviembre de 1918. La previsión histórica no puede pretenderse, evidentemente, con precisión matemática. Unas veces exagera, otras subestima. Pero la voluntad consciente de la vanguardia se convierte paulatinamente en un factor decisivo ante los acontecimientos que preparan el futuro. La responsabilidad del partido revolucionario se profundiza v se hace más compleja. Las organizaciones del partido penetraron en las profundidades del pueblo, tantearon, evaluaron, previeron, prepararon y dirigieron los procesos. Cierto que el partido en ese período se batió en retirada con más frecuencia que atacó. Pero sus retrocesos no alteraron la línea general de su acción histórica. Se trata de episodios, las curvas de la carretera. ¿Es prosaica la Nep? ¡Por supuesto! La participación en la Duma de Rodzianko, la sumisión a la campanilla de Chkeidze y de Dan durante el primer soviet, las negociaciones con Von Kühlmann en Brest-Litovsk no tenían tampoco nada de atractivo. Pero Rodzianko y su Duma ya no existen. Chkeidze y Dan han sido derrocados, igual que Kühlmann y su amo. La Nep ha venido. Ha venido y se marchará. El artista para quien la revolución pierde su aroma porque no hace desaparecer los olores del mercado Sutcharevka tiene vacía la cabeza: es mezquino. Admitiendo incluso que tenga todas las demás condiciones necesarias, sólo se convertirá en poeta de la revolución quien aprenda a comprenderla en su totalidad, a mirar sus defectos como pasos hacia la victoria, a penetrar en la necesidad de los retrocesos, y quien sea capaz de ver en la intensa preparación de las fuerzas durante el reflujo el patetismo eterno de la revolución y su poesía.
La revolución de Octubre es nacional en sus raíces más profundas. Pero desde el punto de vista nacional no sólo es una fuerza. Es también una escuela. El arte de la revolución debe pasar por esta escueta. Y se trata de una escuela muy difícil.
Por sus bases campesinas, por sus vastos espacios y sus lagunas culturales, la revolución rusa es la más caótica e informe de las revoluciones. Pero por su dirección, por el método que la orienta, por su organización, sus fines y sus tareas, es la más “exacta”, la más planificada y perfecta de todas las revoluciones. En la amalgama de estos dos extremos se halla el alma, el carácter peculiar de nuestra revolución.
En su folleto sobre los futuristas, Chukovsky, que dice lo que los más prudentes guardan en su espíritu, ha llamado por su nombre a la tara fundamental de la revolución de Octubre: “Externamente es violenta y explosiva, pero en su médula interna es calculadora, inteligente y taimada. “ Chukovsky y sus semejantes habrían admitido a fin de cuentas una revolución que sólo hubiera sido violenta, que únicamente hubiera sido catastrófica. Ellos, o sus descendientes directos, habrían derivado de ella su árbol genealógico, porque una revolución que no hubiera sido calculadora, ni inteligente, jamás habría llevado su trabajo hasta el fin, jamás habría asegurado la victoria de los explotados sobre los explotadores, jamás habría destruido la base material subyacente en el arte y en la crítica conformistas. En todas las revoluciones anteriores, las masas fueron violentas y explosivas, pero fue la burguesía la calculadora y la taimada, y por eso, la que recogió los frutos de la victoria. Señores estetas, románticos, campeones de lo elemental, místicos y críticos ágiles habrían aceptado sin dificultad una revolución en la que las masas hubieran mostrado entusiasmo y sacrificio, pero no cálculo político. Habrían canonizado una revolución de esa estirpe siguiendo un ritual romántico ya establecido. Una revolución obrera vencida habría tenido derecho al magnánimo saludo de ese arte que vendría entonces en las maletas del vencedor. ¡Perspectiva muy reconfortante! Pero nosotros preferimos una revolución victoriosa, aunque artísticamente no sea reconocida por ese arte que ahora está en el campo de los vencidos.
Herzen ha dicho de la doctrina de Hegel que era el álgebra de la revolución. Esta definición puede aplicarse más exactamente todavía al marxismo. La dialéctica materialista de la lucha de clases es la verdadera álgebra de la revolución. En apariencia, bajo nuestros ojos reinan el caos, el diluvio, lo infome y lo ilimitado. Pero es un caos calculado y medido. Sus etapas están previstas. La regularidad de su sucesión está prevista y encerrada en fórmulas de acero. El caos elemental es el abismo tenebroso. Pero la clarividencia y la vigilancia existen en la política dirigente. La estrategia revolucionaria no es informe a la manera de una fuerza de la naturaleza; es tan perfecta como una fórmula matemática. Por primera vez en la historia vemos el álgebra de la revolución en acción.
Pero estos rasgos tan importantes -claridad, realismo, poder físico
del pensamiento, lógica despiadada, lucidez y firmeza de líneas-
que no proceden de la aldea, sino de la industria, de la ciudad, como último
término de su desarrollo espiritual, aunque constituyen los rasgos
fundamentales de la revolución de Octubre, son, sin embargo, completamente
extraños a los compañeros de viaje. Por eso no son más
que compañeros de viaje. Y nuestro deber es decírselo, en
interés de esa misma claridad de líneas y de esa lucidez
que caracterizan a la revolución.
El insinuante grupo “Cambio de dirección”
En Rusia, presunto órgano del grupo “Cambio de dirección”, Lejnev ataca con todas sus fuerzas, que no son muchas, al grupo “Cambio de dirección” en general. Le acusa, no sin motivo, de una eslavofilia precipitada, pero tardía. Cierto que pecan un poco a este respecto. El esfuerzo que despliega el grupo. “Cambio de dirección” para emparentar con la revolución es muy digno de alabanza, pero las muletas ideológicas que emplea para ello están groseramente hechas. Podría pensarse que esta campaña inesperada de Lejnev es bien recibida. No lo es. El grupo “Cambio de dirección”, aunque cojea desesperadamente, cambia de color y parece acercarse a la revolución mientras que Lejnev, valiente y audaz se aleja cada vez más de ella. Si la eslavofilia de Klutchnikov y de Potejin, tardía y poco meditada, le embaraza, no es tanto por ser eslavofilia cuanto por ser ideología. Quiere librarse de toda ideología, sea la que fuera. Es lo que él llama reconocer los derechos de la vida.
Todo el artículo, escrito con mucha diplomacia, está meditado de cabo a rabo. El autor liquida la revolución, y con ella, de paso, la generación que la ha hecho. Edifica su filosofía de la historia como si se tratase de defender a la nueva generación contra los viejos, contra los demócratas idealistas, los doctrinarios, etc., entre los que Lejnev incluye igualmente a los constitucionales-demócratas, a los socialistas revolucionarios y a los mencheviques. Pero ¿en qué consiste está nueva generación que protege bajo sus alas? A primera vista, parece ser aquella que ha rechazado bruscamente la ideología democrática y todas sus ficciones, la que ha establecido el régimen soviético y que, bien o mal, dirige hasta nueva orden la Revolución. Es lo que parece en principio, y Lejnev sugiere tal impresión mediante un hábil recurso psicológico: haciéndolo así le resulta fácil captar la confianza del lector ara luego manipularle más a su gusto. En la segunda parte del artículo ya no son dos, sino tres las generaciones que aparecen: la que ha preparado la revolución, pero que, como dicen los cánones, se ha mostrado incapaz de llevarla a término; la que ha encarnado los aspectos “heroicos y destructores” y, por último, la tercera, que está llamada no a destruir la ley, sino a ponerla en práctica. Esta generación queda caracterizada de forma más vaga, pero de modo mucho más insinuante. La forman los fuertes, los constructores sin prejuicios que no se amilanan ante nada. En opinión de Lejnev, cualquier ideología es superflua. La revolución, figuraos, igual que la vida, en líneas generales “se parece a un río que corre, a un pájaro que canta, y en sí no es teleológica”. Tamaña vulgaridad filosófica va acompañada de guiños de ojo para uso de los teóricos de la revolución, para quienes creen en una doctrina teórica y consideran objetivos definidos o tareas creadoras. Por otro lado, ¿qué significa “la vida en sí no es teleológica, corre como un río”? ¿De qué vida se trata aquí? Si se trata del metabolismo fisiológico, es más o menos cierto, aunque el hombre haya recurrido a una determinada teleología en forma de arte culinario, de higiene, de medicina, etc. Pero en esto la vida no es un río que corre. Además, la vida consiste en algo más elevado que la fisiología. El trabajo humano, esa actividad que distingue al hombre del animal, es a todas luces teleológico; al margen de gastos de energía dirigidos racionalmente no hay trabajo. Y el trabajo tiene su lugar en la vida humana. El arte, incluso el más “puro”, es también teleológico; si se aparta de grandes objetivos, se dé cuenta o no el artista, degenera en simple juego. La política es la teleología encarnada. Y la revolución es la política condensada que pone en acciones masas de varios millones de seres humanos. Entonces, ¿cómo es posible la revolución sin teleología?
En relación con cuanto acabamos de decir, la actitud de Lejnev respecto a Pilniak es interesante en sumo grado. Lejnev declara que Pilniak es un verdadero artista, casi el creador de la revolución en el terreno artístico. “La ha sentido, la ha llevado y la lleva en sí, etc.” Es un error, dice Lejnev, acusar a Pilniak de disolver la revolución en lo elemental. Ahí precisamente radica la potencia de Pilniak como artista. Pilniak “ha comprendido la revolución no desde el exterior, sino desde dentro, le ha dado dinamismo, ha desvelado su naturaleza orgánica”. ¿Qué quiere decir la expresión “comprender la revolución desde dentro”? Al parecer consiste en mirarla con los ojos de lo que constituye su mayor fuerza dinámica, la clase obrera, su vanguardia consciente. ¿Y qué significa mirar la revolución desde el exterior? Significa considerar la revolución sólo como una fuerza de la naturaleza, un proceso ciego, una tempestad de nieve, un caos de hechos, de personas y de sombras. Eso es lo que significa mirarla desde el exterior. Y eso es lo que hace Pilniak.
Al contrario que nosotros, que pensamos de forma esquemática, Pilniak, al parecer, habría dado una “síntesis artística de Rusia y de la revolución. Pero ¿de qué forma es posible una “síntesis” de Rusia y de la revolución? ¿Ha venido acaso la revolución del exterior? ¿No es la revolución propia de Rusia? ¿Es posible separarlas, luego oponer Rusia y la revolución, y en última instancia sintetizarlas? Todo esto equivale a hablar de una síntesis del hombre y de su edad, o de una síntesis de la mujer y del embarazo. ¿De dónde deriva esta monstruosa combinación de palabras y de ideas? Deriva precisamente del hecho de que la revolución es vista desde el exterior. Para ellos, la revolución es un acontecimiento monumental, pero inesperado. Rusia no es la Rusia real, con su pasado y el porvenir que en sí llevaba, sino la Rusia tradicional y reconocida que se hallaba depositada en su conciencia conservadora, la cual no acepta la revolución que se abate sobre ellos. Y estas gentes se esfuerzan por “sintetizar” mediante la lógica y la psicología -con un esfuerzo que puede ser moderado- Rusia y revolución sin perjudicar su economía espiritual. Un artista como Pilniak, con sus defectos y debilidades, está precisamente hecho para ellos. Rechazar la teleología revolucionaria supone en realidad reducir la revolución a una revuelta campesina efímera. De esta forma, consciente o inconsciente, la mayoría de esos escritores que hemos denominado “compañeros de viaje” abordan la revolución. Puskhin dijo que nuestro movimiento nacional era una revuelta irracional y cruel. Evidentemente es la definición de un noble, pero en los límites del punto de vista de un noble es profunda y justa. Durante todo el tiempo que el movimiento revolucionario conserve su carácter campesino, es “no teleológico” para emplear la frase de Lejnev, o “irracional” si se prefiere la de Pushkin. En la historia jamás se ha alzado el campesinado de forma independiente hasta objetivos políticos generales. Los movimientos campesinos han dado un Pugachev o un Stenka Razin y han sido reprimidos a lo largo de la historia, han servido de base a la lucha de otras clases. En ninguna parte ha habido jamás una revolución puramente campesina. Cuando un campesino se hallaba desprovisto de dirección, ofrecida por la democracia burguesa en las viejas revoluciones, o por el proletariado entre nosotros, su impulso no hacía más que golpear y desarbolar el régimen existente, sin conseguir jamás una reorganización preparada de antemano. Jamás ha sido capaz un campesinado revolucionario de crear un gobierno. En su lucha ha creado guerrillas, pero nunca un ejército revolucionario centralizado. Por eso ha sido derrotado. ¡Cuán significativo es el hecho de que casi todos nuestros poetas revolucionarios se vueIvan hacia Pugachev y a Stenka Razin! Vasili Makensky es el poeta de Stenka Razin, Esenin el de Pugachev. Evidentemente, no es malo que estos poetas hayan sido inspirados por esos elementos dramáticos de la historia rusa, pero es malo y criminal que no puedan abordar la revolución actual de otra forma que descomponiéndola en revueltas ciegas, en sublevaciones elementales, y que borren de esta forma ciento cincuenta años de la historia rusa, como si no hubiesen existido jamás. Como dice Pilniak, “la vida del campesino es conocida: comer para trabajar, trabajar para comer y, además, nacer, engendrar y morir”. Por supuesto, esto es una vulgarización de la vida campesina. No obstante, desde el punto de vista del arte se trata de una vulgarización legítima. Porque ¿qué es nuestra revolución sino furiosa revuelta en nombre de la vida consciente, racional, reflexiva, camina hacia adelante, contra el automatismo elemental, desprovisto de sentido biológico de la vida, es decir, contra las raíces campesinas de la vieja historia rusa, contra su ausencia de objetivo (su carácter no teleológico), contra su “santa e imbécil filosofía a lo Karataiev? Si le quitamos esto a la revolución, no valdría ni las velas que se encendieron por ella y, como se sabe, por ella se han quemado mucho más que velas.
Sería, sin embargo, calumniar no sólo a la revolución,
sino también al campesino, ver en Pilniak, o mejor aún en
Lejnev, la auténtica manera campesina de considerar la revolución.
En realidad, nuestra gran conquista histórica reside en el hecho
de que el campesino mismo, con torpeza, casi como un oso, parándose
en su marcha o incluso retrocediendo, se aleja de la antigua vida irracional
y carente de sentido, y se siente gradualmente arrastrado hacia la esfera
de la reconstrucción consciente. Serán precisos decenios
antes de que la filosofía de Karataiev sea aniquilada y aventadas
sus cenizas, pero ese proceso se ha iniciado ya, y se ha iniciado bien.
El punto de vista de Lejnev no es el del campesino es el punto de vista
de un intelectual filisteo, emboscado tras la espalda del campesino de
ayer, porque quiere ocultar su propia espalda de hoy. Y esto no es muy
artístico que digamos.
El artista, como veis, es un profeta. Las obras de arte se hacen con presentimientos; de donde se deduce que el arte anterior a la revolución es el arte real de la revolución. En la revista Chipovnik, llena de ideas reaccionarias, tal filosofía queda formulada por Muratov y por Efros, cada cual a su manera, pero con las mismas conclusiones. Resulta indiscutible que la guerra y la revolución han sido preparadas por determinadas condiciones materiales y en la conciencia de las clases. Resulta igualmente indiscutible que tal preparación se ha reflejado de diversa forma en las obras de arte. Pero era un arte anterior a la revolución, el arte de la intelligentsia burguesa decadente antes de la tormenta. Mientras, nosotros hablamos del arte de la revolución, del arte creado por la revolución, de donde ese arte ha sacado sus nuevos “presentimientos”, que a su vez ahora nos nutre. Ese arte no está detrás de nosotros, sino ante nosotros.
Los futuristas y cubistas que reinaron casi sin rivalidad durante los primeros años de la revolución (entonces el terreno del arte era un desierto) han sido expulsados de sus posiciones. Y ello no sólo porque el presupuesto soviético se ha visto reducido, sino porque no tenían, ni por naturaleza podían tener, recursos suficientes para resolver sus vastos problemas artísticos. Ahora oímos decir que el clasicismo está en marcha. Y, lo que es más, oímos decir que el clasicismo es el arte de la revolución. Y más aún que el clasicismo es el “hijo” y la esencia de la revolución” (Efros). Son frases evidentemente muy alegres. Sin embargo, resulta extraño que el clasicismo se acuerde de su parentesco con la revolución a los cuatro años de pensárselo. Es una prudencia clásica. Pero ¿es cierto que el neoclasicismo de Ajmatova, de Verjovsky, de Leonid Grosman y de Efros es “el hijo y la esencia de la revolución”? Por lo que respecta a la “esencia”, es ir demasiado lejos. ¿Es el “neoclasicismo” un “hijo de la revolución” en el mismo sentido en que lo es la Nep? Esta pregunta puede parecer inesperada e incluso inoportuna. Sin embargo, está bien puesta en su sitio. La Nep ha encontrado eco bajo la forma del grupo “Cambio de dirección” y nos enseña la buena nueva de que los teóricos del cambio aceptan “la esencia” de la revolución. Quieren reforzar sus conquistas y ordenarlas; su lema es el “conservadurismo revolucionario”. Para nosotros, la Nep es un giro de la trayectoria entera la que efectúa un giro. Nosotros consideramos que el tren de la historia acaba de partir ahora y que se procede a una breve parada para tomar agua y hacer subir la presión. Ellos piensan, por el contrario, que hay que mantenerse en este estado de reposo ahora que el desorden del movimiento se ha detenido. La Nep ha producido el grupo “Cambio de dirección”, y gracias a la Nep el neoclasicismo se proclama “hijo de la revolución”. Estamos vivos; en nuestras arterias la sangre bate fuerte; en armonía con el ritmo del día que viene; no hemos perdido ni el sueño ni el apetito, porque el pasado se ha ido. Muy bien dicho. Quizá algo mejor de lo que el autor quisiera. Hijos de la revolución que, como véis, no han perdido el apetito porque el pasado ha huido. ¡Lo menos que se puede decir es que son hijos con buen apetito! Pero la revolución no se satisface tan fácilmente con estos poetas que, a pesar de la revolución, no han perdido el sueño y no han pasado las fronteras. Ajmatova ha escrito algunas líneas vigorosas para decir que no se ha marchado. Excelente que no se haya marchado. Pero la propia Ajmatova a duras penas cree que sus cantos son los de la revolución, y el autor del manifiesto neoclásico tiene demasiada prisa. No perder el sueño por culpa de la revolución no es lo mismo que conocer su “esencia”. Cierto que el futurismo ha captado la revolución, pero posee una tensión interior que, en cierto sentido, es semejante a la de la revolución. Los futuristas mejores eran todo fuego, todo llama, y quizá lo son aún. El neoclasicismo, en cambio, se contenta con no perder el apetito. Ese neoclasicismo, hermanastro de la Nep, está muy cerca del grupo “Cambio de dirección”.
Y es natural, después de todo. Mientras que el futurismo, atraído
por- la dinámica caótica de la revolución, trataba
de expresarse en el dinamismo caótico de las palabras, el neoclasicismo
expresa la necesidad de paz, de formas estables y de una puntuación
correcta. Es lo que el grupo “Cambio de dirección” denominaría
“conservadurismo revolucionario”.
Ahora ya está claro que la actitud benévola e incluso “simpática” de Marietta Chaguinian respecto a la revolución nace en la menos revolucionaria, la más asiática, la más pasiva, la más cristianamente resignada de las concepciones del mundo. La última novela de Chaguirian, Nuestro Destino, sirve de nota explicativa a este punto de vista. Todo es en ella psicológico, es decir, psicología trascendental, con raíces que se pierden en la religión. Se encuentran ahí caracteres “genéricos”, del espíritu y del alma, del destino numénico v del destino fenoménico, enigmas psicológicos por doquier y, para que este amontonamiento no parezca demasiado monstruoso, la novela se sitúa en un asilo de psicópatas. Ahí tenemos al muy magnífico profesor, un psiquiatra de ingenio muy fino, el más noble de los maridos y de los padres, y el menos corriente de los cristianos; la esposa es algo más simple, pero su unión con su marido, sublimada en Cristo, es total; la hija trata de rebelarse, pero luego se humilla en nombre del Señor. Un joven psiquiatra, supuesto confidente del relato, concuerda por entero con esta familia. Es inteligente, dulce y pío. Hay también un técnico de nombre sueco, excepcionalmente noble, bueno, prudente en su simplicidad, lleno de paciencia y temeroso de Dios. Está también el cura Leónid, excepcionalmente perspicaz, excepcionalmente pío, y por supuesto, como manda su vocación, temeroso de Dios. Y a su alrededor, locos o medio locos. A su través apreciamos la comprensión y la profundidad del profesor, y por otra parte, la necesidad de obedecer a Dios, que no pudo crear un mundo sin locos. Pero he aquí que llega un psiquíatra joven. Es ateo, pero evidentemente también se somete a Dios. Estas personas discuten entre sí para saber si el profesor cree en el diablo o si considera el mal como impersonal; terminan por inclinarse a pasarse sin el diablo. En la portada se lee: “1923, Moscú y Petrogrado”. ¡Esto sí que es un milagro!
Los héroes de Marietta Chaguinian, sutiles, buenos y píos, no provocan la simpatía, sino una indiferencia total que a veces se convierte en náusea-, a pesar de la inteligencia evidente del autor, y a causa de todo ese lenguaje barato, de ese humor auténticamente provinciano. Incluso las figuras pías y temerosas de Dostoievski implican una parte de falsedad, porque se nota que le son extraños. En su mayoría las ha creado contra él mismo, porque él era apasionado y tenía mal carácter en todo, incluido su cristianismo pérfido. Marietta Chaguinian parece muy buena, aunque de una bondad doméstica. Ha encerrado la abundancia de sus conocimientos y su extraordinaria penetración psicológica en el marco de- su punto de vista doméstico. Ella misma lo reconoce y lo dice abiertamente. Pero la revolución no es en modo alguno un suceso doméstico. Por eso, la sumisión fatalista de Marietta Chaguinian se opone tan crudamente al espíritu y la significación de nuestra época. Y por eso sus criaturas, todo lo prudentes y pías que queráis, hieden, si me permitís el término, a beatería.
En su diario literario, Marietta Chaguinian habla de la necesidad de luchar por la cultura siempre y en todas partes. Si las gentes se suenan con los dedos, enseñadles a servirse del pañuelo. Es justo y audaz, sobre todo hoy en que la auténtica masa del pueblo comienza a reconstruir conscientemente la cultura. Pero el proletario semianalfabeto que no está acostumbrado al pañuelo (no ha tenido nunca ninguno), que ha terminado de una vez por todas con la idiotez de los mandamientos divinos y que trata de construir relaciones humanas justas, está infinitamente más cultivado que esos educadores reaccionarios de los dos sexos que se suenan filosóficamente la nariz con su pañuelo místico, complicando este gesto antiestético con los artificios artísticos más complejos, y con plagios disfrazados y tímidos de la ciencia.
Marietta Chaguinian es contrarrevolucionaria por naturaleza. Es su cristianismo fatalista, su indiferencia doméstica a todo cuanto no se relaciona con la casa, lo que hace aceptar la revolución. Simplemente, ha cambiado de sitio, pasando de un coche a otro, con sus maletas y su ganchillo artístico-filosófico. Con ello cree haber conservado con mayor seguridad su individualismo. Pero ni un solo kilo de su labor demuestra esa individualidad.
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