Cecilia Toledo

 

Mujeres:
El género nos une, la clase nos divide

 


Escrito: Probablemente en el 2000.  La edición más temprana de la cual tenemos mención está fechada enero de 2001.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 8 de marzo de 2008, Día Internacional de la Mujer.
Fuente del texto: Marxismo en Red (http://www.marxismo.org).  Descargado el 2 de marzo de 2008.
Formato alternativo: .DOC


 

 

La desigualdad de la mujer en el capitalismo se viene profundizando en los últimos años, sobre todo en los países explotados. La discusión de por qué se da eso se reviste de un carácter académico y todo lo que se refiere a la opresión de la mujer es rotulado como una cuestión de genero.

Después de las grandes movilizaciones feministas de los años 60 y 70, las mujeres volvieron a casa, y las discusiones feministas pasaron de las calles a las aulas de las universidades. Surgieron los llamados Estudios de la Mujer y, posteriormente, Estudios de Género, sobre todo en los países imperialistas, y la lucha por la liberación de la mujer perdió lo más progresivo que tenía: el método de lucha, las manifestaciones masivas, la movilización, que involucraba otros sectores de la sociedad. Bajo la dirección de corrientes de clase media e intelectuales, sin la participación masiva de la mujer trabajadora, la lucha feminista se volvió aún más reformista, contentándose con ampliar los espacios de la mujer en la democracia burguesa, como queda claro en esta declaración de la feminista argentina Mabel Bellucci: “La expresión Estudios de la Mujer identifica esa nueva empresa intelectual dispuesta a democratizar aquelllos espacios productores de conocimiento, donde las mujeres no se sienten representadas por estar excluidas como sujetos y objetos de estudio” .

En estos últimos treinta años, se produjo mucha literatura sobre el tema, en especial en Inglaterra, Estados Unidos, España, Italia y Francia. Los catálogos de las grandes editoriales y los programas de congresos, conferencias y cursos universitarios lo confirmam, así como la pluralidad de posiciones teóricas existentes. Tanto que ya se habla de teoría feminista, que fundamenta toda un área llamada estudios de género.

Dentro de los marcos del capitalismo, estos estudios son importantes porque tornan cada vez más visible la desigualdad de la mujer y, en algunos países, sobre todo en los países imperialistas, esta producción académica conseguió ampliar los espacios de la mujer en la sociedad. Sin embargo, es preciso polemizar con esta postura porque, al centrar la opresión de la mujer en la desigualdad de género, restringe su lucha en los marcos del capitalismo –tornándose una lucha por reformas dentro del sistema capitalista– e ignora el problema de clase, llevando a una política que busca unir a todas las mujeres, independientemente de la posición que ocupan en el modo de producción.

Género y autonomismo

¿Qué significa hablar de género? Para la investigadora española María de Jesús Izquierdo:

La desigualdad de las mujeres es un proceso que comienza con la división sexual del trabajo y se consolida con la constitución de los géneros sociales: si usted es mujer, tiene que hacer determinadas cosas, si es hombre, otras. El paso siguiente es considerar como femeninas las actividades hechas por las mujeres y masculinas aquellas hechas por los hombres. El tercer paso es diferenciar el tratamiento recibido (respeto, reconocimiento, medios y estilo de vida) por las personas que realizan actividades femeninas y las que realizan actividades masculinas. En este momento decimos que tienen carácter de género. Las personas, independientemente de cuál sea su sexo, son tratadas según un patrón específico, el de género.

Para María de Jesús Izquierdo, el género es tan importante que llega al punto de afirmar que lo que estructura a la sociedad es el género, porque prácticamente todos los ámbitos de la vida tienen el carácter de uno u otro género, y que la sociedad se vendría abajo o cambiaría sus fundamentos si se rompiese con las posiciones de género. Para ella, el aspecto fundamental de la estructura de géneros es la interrelación entre la posición social del “ganador de pan” y del “ama de casa”, pues “la mayor parte de las actividades está organizada dando por sentado que en toda casa hay un ama de casa”.

Los hombres no estan sometidos a una tensión estructural entre el trabajo doméstico y el trabajo remunerado. Las mujeres sí. Mantienen una dedicación parcial tanto al trabajo remunerado como al doméstico, y viven, por eso, una gran frustración, malestar e insatisfacción. No cambian de posición en la estructura social, pero “medio-ocupan” dos posiciones al mismo tiempo.

De ahí, ella concluye que, aunque las mujeres no estuviesen discriminadas en el trabajo, tendrían pocas posibilidades de ser promovidas, porque no es posible que rindan tanto como los hombres. El peso de la estructura de la sociedad sobre la mujer es tan importante que eso se torna imposible.

Virginia Vargas y Wicky Meyen definen el género como parte de un sistema:

Definiremos el sistema sexo/género como el conjunto de acitudes mediante las cuales la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y a través de la cual estas necesidads son satishechas. No es, entonces, sólo una relación entre mujeres y hombres, sino un elemento constitutivo de las relaciones sociales en general que se expresa en símbolos, normas, organización política y social y en las subjetividades personales y sociales.

Las dos investigadoras van más allá y concluyen que las mujeres no pueden ser reducidas a su condición de género, porque

en cada individuo conviven diferentes posiciones subjetivas; cada agente social está inscrito en una multiplicidad de relaciones sociales: de producción, de raza, de nacionalidad, etnicidad, género, sexo, etc. Cada una de esas relaciones específicas no puede ser reducidas ni unida a las otras. Y cada una de ellas determina diferentes subjetividades.

De esta forma, crean un mundo aparentemente complejo, donde todo se relaciona y donde no existe una jerarquía de las cosas, como si las relaciones de producción y las de raza, sexo, género, nacionalidad, etc., estuviesen al mismo nivel, sin que una determine a la otra. De ahí trazan la política que se conoce como autonomismo. “La autonomía, dicen, es una forma de generar un espacio de maniobra para las mujeres y de iniciar un proceso de crecimiento personal y colectivo que asegure el cuestionamiento a las diferentes formas que asume su subordinación, así como la capacidad de desarrollar control y poder sobre sus vidas, sus organizaciones y sobre sus contextos sociales, económicos, políticos y culturales específicos”.

Sería la organización autónoma de las mujeres para luchar por sus derechos y abrir espacios en la sociedad.

Esta concepción se construyó en oposición y en confrontación directa con una visión de clase sobre el problema de la mujer, considerada reduccionista y economicista. Virginia Guzmán, del Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán, argumenta que la subordinación femenina es un problema diferente del problema de las relaciones de clase. Ataca a las feministas marxistas por considerar que “todos los procesos sociales son consecuencias o epifenómenos de una estructura económica (expresiva de una sociedad de clases dependiente del capitalismo mundial). Los sujetos sociales portadores del cambio están jerarquizados solamente por su posición de clase”. Esta acusación apunta a demostrar que ahora las mujeres tienen una visión “más completa y global” de su condición, y ya no una visión reduccionista, “sólo” clasista del problema. Porque lo que estructura la sociedad no son más las clases sociales, como afirma el marxismo, sino los géneros.

De hecho, cuanndo se habla de opresión de la mujer no se puede utilizar sólo categorías económicas. La opresión es un conjunto de actitudes que involucran también categorías psicológicas, emocionales, culturales e ideológicas. La correspondencia entre éstas y la estructura económica de la sociedad es muy compleja y varía de acuerdo con las épocas históricas. Desde que Marx escribió El Capital, describiendo las leyes generales que rigen el modo de producción capitalista, muchas otras ciencias se desarrollaron, entre ellas el psicoanálisis, sin hablar de la antropología y la sociología, que ayudaron a clarificar el problema de la superestructura ideológica de la sociedad y su relación con la estructura de producción. Sin embargo, todas ellas, en su búsqueda de una respuesta a los problemas que afligen a los hombres en momentos históricos determinados, siempre tuvieron que volver los ojos a lo que ocurría en las condiciones materiales de vida. No es una relación mecánica, no hay una correspondencia directa y universal entre una y otra. Las leyes económicas determinan las leyes ideológicas, en última instancia. Sin embargo, nosotros no partimos de las numerosas formas de opresión (de la mujer, del negro, de los homosexuales, de los inmigrantes, etc.) para explicar las leyes generales de la sociedad, sino al contrario. Sería hacer lo mismo que intentaron los filósofos reacionarios de la época de Marx y Engels: demostrar teóricamente que era imposible conocer la realidad objetiva, reduciendo la misión de la ciencia a “analizar las sensaciones”.

Por más complejos que fuesen los problemas psicológicos de sus pacientes, Freud buscaba su explicación última en las relaciones concretas entre los hombres, en el mundo objetivo; no tenía otro camino. Él dió el nombre de introyección al proceso psíquico por medio del cual es formada nuestra conciencia, el proceso de tomar algo que está fuera de nosotros e interiorizarlo. Para Freud, todo sueño era la realización de un deseo que tenía una u otra relación con las condiciones concretas de vida. Así, demostraba que en esta multiplicidad de relaciones sociales en las cuales estamos insertos hay una jerarquía, unas determinan a las otras. Para Marx, las relaciones de producción eran las determinantes.

En la producción social de la propia existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción correspdonden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de estas relaciones de producción constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual .

Género, construcción cultural

Cuando se habla de género femenino y género masculino ya no se habla más de algo inherente a los seres humanos; no se está tratando del ser genérico, sino del ser histórico, aquel que es constituido históricamente. Son construcciones culturales derivadas de las diferencias sexuales existentes entre hombres y mujeres. Las ideas de lo que es femenino y masculino con las cuales convivimos día a día se fueron construyendo y transformando a lo largo de la historia. Los géneros guardan poca relación con el sexo porque, como explica la psicoanalista Emilce Bleichmar, se definen en la etapa edípica (la superación del Complejo de Edipo), cuando se pasa de la biología a la cultura. El Complejo de Edipo, conforme fue formulado por Freud, requiere determinados presupuestos que sólo se encuentran en las familias nucleares, características de las sociedads capitalistas modernas. Las familias nucleares son típicas del patriarcado y se fueron constituyendo por razones económicas, más que culturales. Lo que es femenino y lo que es masculino también son comportamientos simbólicos típicos de las sociedades patriarcales y asentadas en el modo de producción capitalista. El modo de producción dominante determina, en última instancia, la superestructura cultural. No es una relación mecánica, sino dialéctica, un choque constante entre la psiquis humana y su relación social y económica, que va conformando los comportamientos humanos.

Así, podemos concluir que los géneros, guardan poca relación con el sexo y tienen mucha relación con las clases sociales, con la localización de la familia en el modo de producción dominante. La sociedad capitalista está estructurada sobre la división de los hombres y mujeres según la función que cumplen en la producción general de bienes. Está dividida entre aquellos que producen y aquellos que se apropian del trabajo ajeno. Es de esta estructura central de la que, en última instancia, surgen las ideologías y construcciones culturales, como los géneros. Tiene razón María de Jesús Izquierdo cuando dice que todos los ámbitos sociales tienen un carácter de uno o de otro género. Pero no es eso lo que estructura la sociedad; ella no se asienta sobre esta división, y no se va a derrumbar si esta división se acabara, si trabajar con máquinas pasara a ser considerado femenino y cuidar niños, masculino.

Jamás las sociedades, en cualquier época histórica, se estructuraron sobre construcciones culturales. Éstas son derivadas de un determinado modo de producción, la manera en que los hombres se relacionan para producir sus medios materiales de vida. Y, como ya recordó Marx, las ideologías sirven para justificar determinadas relaciones de producción, y las ideologías dominantes son las de la clase dominante, porque ella y solamente ella posee los mecanismos para tornar dominante su ideología, su cultura.

Dado que no afectan la estructura de la sociedad y no alteran el modo de producción dominante, las construcciones culturales se modifican. En los años 20, hablar de sexo estaba prohibido; hoy en día, se habla de él por televisión. Hasta pocos años atrás, era mal visto que la mujer conduciera automóviles o se sentara en un bar y pidiera una cerveza. Hoy, nada de eso causa sorpresa. Operar máquinas era un trabajo masculino; hoy es preciso decir que ya no tiene una definición tan clara, a pesar de que la mayoría de los operadores de máquinas son hombres. Ser profesora siempre fue considerado una profesión femenina. Hoy, por diversos motivos que no cabe discutir aquí, algunos de los mejores profesores son hombres. Son muchas las transformaciones operadas en la cultura, y siempre ocurren en el ámbito de las relaciones humanas cuando se opera alguna transformación en las condiciones materiales de vida, en el modo de producción de la riqueza.

La división sexual del trabajo está apenas simbólicamente asentada en una supuesta división entre géneros. Las mujeres de la clase trabajadora sufren, antes que nada, una discriminación entre clases –relación desigual entre ellas y las mujeres burguesas, o entre ellas y toda la burguesía– que una discriminación entre géneros (que ocurriría en el ámbito de su propia clase). Inclusive, la discriminación de género que la mujer trabajadora sufre en el ámbito de su propia clase es impuesta a partir da clase dominante.

En el interior de las clases sociales, la cuestión de género es definida por el papel que esta clase cumple en el modo de producción. Hay una distorsión importante en esta premisa, que es el hecho de que la noción de género está definida a partir de la clase dominante. Trabajar fuera era, hace pocos años, considerado masculino. La mujer era ejército de reserva. Si en la clase burguesa eso no generaba más que problemas psicológicos para la mujer, en la clase trabajadora ese preconcepto era señal de aumento de la miseria, sobre todo cuando el marido quedaba desempleado. Así, la situación económica impuso una ruptura en la ideología dominante. Lo que se operó fue una transformación en esta ideología, impuesta por las condiciones de vida: la crisis económica empuja a la mujer hacia el trabajo remunerado.

Por otro lado, la mujer trabajadora continúa relegada al trabajo precapitalista. Aquí guarda un vínculo fuerte con el pasado, ya que la mujer primordial fue la trabajadora precapitalista por excelencia. Ya sea en la condición de ama de casa o en la de trabajadora asalariada, especialmente en la prestación de servicios. Las que consiguen integrar el sector formal o hegemónico, ejercen actividades en condiciones aún más subalternas que las masculinas: reciben salarios más bajos, en puestos inferiores en la jerarquía del trabajo y en tareas más descalificadas .

A partir del momento en que las representaciones inconscientes son producidas por los hombres insertos en una situación de vida determinada, ya la transformación de esta situación de vida podrá conducir, aunque lentamente, a cualquier transformación de estas representaciones inconscientes. ¿Y cuáles son las condiciones materiales de vida determinantes hoy, en este final de milenio?

En las Tesis sobre Feuerbach, escritas en 1845, Marx ya había visto que estas ideas y representaciones no existen de forma autónoma.

La producción de las ideas y la conciencia está directamente entrelazada con la actividad material y el trato material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. La formación de las ideas, el pensamiento, el trato espiritual de los hombres se presentan aquí aun como emanación directa de su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica etc., de un pueblo. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, pero se trata de hombres reales y activos tal y como se hayan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas.

De ahí que no sea la liberación de la mujer algo de la esfera de la representación, de lo espiritual, de la moral, sino algo material, histórico. No se puede liberar a la mujer de la dominación en la medida que ella no esté en condiciones de garantizar plenamente sus condiciones materiales de vida. En un nivel más general, no se puede liberar a los hombres de la dominación, y los sexos del conflicto en que están insertos, en la medida que no se liberen de los conflictos que el sistema económico crea entre la propiedad privada y el trabajo asalariado.

La desigualdad entre los géneros como creación cultural sólo puede ser formulada como tal en una sociedad donde existen dominados y dominantes, y la mujer cumple una función social y económica como ser dominado. Restringir el problema a una cuestión de género puede enmascarar los determinantes económicos que separan a los hombres y mujeres de las diferentes clases, además de diluir las diferencias que existen entre las mujeres burguesas y proletarias. La cuestión de género se manifesta de forma distinta en cada clase social y tratar de forma globalizante esta cuestión enmascara ese hecho, transmite la idea de que todas las mujeres están unidas por igual problemática. A pesar de que todas sufren la problemática de género, lo sufren de forma diferente y las salidas para ellas son diferentes, de acuerdo con la clase social a que pertenezcan. Las salidas para las opresiones de distintos órdenes en el Capitalismo no son individuales, sino colectivas, y como tal dependen directamente de las transformaciones operadas en la estructura económica de la sociedad.

El género es una construcción social burguesa, es ideología de la clase dominante. No fueron los trabajadores los que definieron lo que es masculino y lo que es femenino. Fue la burguesía, en su proceso de afirmación como clase que precisaba generar un modo de producción asentado en la explotación de masas y masas de lúmpenes que vagaban por las ciudades y campesinos despojados de sus tierras que después se constituyeron como clase obrera. El género, por lo tanto, es una construcción social propia del Capitalismo, y tiene una esencia opresora, que busca resaltar las diferencias entre las personas, en especial las diferencias que son naturales y contra las cuales nadie puede hacer nada. Como el hecho de ser mujer y engendrar hijos, por ejemplo. El género, como construcción social, se asienta, por lo tanto, en algo que es de la naturaleza, que no es cultural.

El origen de la opresión

Un punto clave en esta discusión es el origen de la opresión de la mujer. Y existen distintas formas de abordar eso. El feminismo académico divide la teoría feminista en tres grandes perspectivas o enfoques: la teoría feminista liberal, la teoría feminista marxista y socialista y la teoría feminista radical. Para las feministas liberales, la causa principal de la opresión de la mujer es la injusta discriminación –legal y de otros tipos– a que está sujeta, que la priva del derecho a la auto-realización y a la búsqueda de su propio interés, un derecho que debe ser considerado idéntico al del hombre. Por eso, al criticar las normas y costumbres sexuales contemporáneas, las liberales usan casi exclusivamente conceptos de libertad e igualdad. Sus propuestas políticas para cambiar la situación de subordinación de la mujer consisten en alcanzar la igualdad con los hombres. Afirman que no basta la igualdad formal, sino la igualdad auténtica, que sólo se podrá alcanzar con la reestructuración de la sociedad, cuando hombres y mujeres compartan, tanto en la esfera pública como en la privada, las responsabilidades hasta ahora divididas conforme al sexo.

El feminismo radical toma como la causa principal de la opresión de la mujer el patriarcado, “un conflicto sexual transhistórico que los hombres resolvieron hasta el momento a su favor, controlando los cuerpos, la sexualidad y los procesos reproductivos de las mujeres”. A pesar de ser menos influyente que el feminismo liberal, la teoría feminista radical viene ejerciendo atracción sobre las feministas descontentas con el liberalismo. Es un fenómeno cuyas raíces pueden ser buscadas en el movimiento de liberación de las mujeres del final de los años 70 y la new left norteamericana, de inspiración parcialmente marxista. A pesar de la gran heterogeneidad de posiciones que abarca ese rótulo, todas tienen en común la preocupación con la biología reproductiva humana; la concepción de que la biologia femenina es básica para la división sexual del trabajo, que se asienta en la subordinación de la mujer, y el papel relevante que atribuyen a la cultura y la socialización, ya que “la mujer no nace mujer, sino que se hace mujer”.

En consecuencia, las feministas radicales consideran que la opresión de las mujeres no puede ser erradicada reformando las leyes y haciendo que hombres y mujeres compartan por igual las responsabilidades que antes eran divididas en función del sexo, como postulan las feministas liberales, ni compartiendo en pie de igualdad las instituciones políticas y económicas, como defienden las feministas socialistas. Es preciso una reconstrucción radical de la sexualidad. Esto explica por qué muchas de sus políticas pretenden identificar los aspectos de la construcción social de la feminidad que sirven para perpetuar la dominación masculina: la maternidad forzada y diversas formas de esclavitud sexual, incluyendo el acoso y la pornografia.

Sobre las propuestas de actuación, acostumbran defender formas de separatismo entre hombres y mujeres. A pesar de que la defensa de organizaciones políticas separadas, por lo menos en forma temporaria, es compartida por todas las corrientes, las radicales las ven como el único camino para alcanzar la liberación de las mujeres. Se diferencian de las demás corrientes por dar énfasis al compromiso feminista.

Las feministas radicales buscan una respuesta universal a la pregunta de por qué las mujeres están sometidas a los hombres, y afirman que la naturaleza es la única causa del dominio de los hombres. La versión más conocida de este argumento está en el libro La Dialéctica del Sexo, de S. Firestone. Al mismo tiempo que ataca la separación liberal entre público y privado, ella se mantiene dentro del marco del individualismo abstracto. Reduce la historia de la relación entre naturaleza y cultura, o entre privado y público, a una oposición entre femenino y masculino. Afirma que el origen de la dualidad reside en la “propia biología y en la procreación”, una desigualdad natural u original que es la base de la opresión de la mujer y fuente de poder e incluso moviliza millones de mujeres en el mundo entero contra la opresión masculina. Los hombres, al confinar a las mujeres al espacio de la reproducción (a la naturaleza), se liberaron a sí mismos para “los negocios del mundo”, y de esta forma crearon y controlaron la cultura. La solución propuesta consiste en eliminar las diferencias naturales (desigualdades) entre los sexos, introduciendo la reproducción artificial. Entonces, la “naturaleza” y la esfera privada de la familia quedarían abolidas y los individuos, de todas las edades, actuarían como iguales en el espacio público.

El marxismo fue el único que conseguió dar una respuesta concreta al problema. La línea divisoria establecida por Marx y Engels desde el Manifesto es la que existe entre el socialismo utópico y el socialismo científico. Los socialistas utópicos premarxistas también defendían la emancipación de la mujer. Pero su defensa se asentaba sobre principios morales y deseos abstractos, no sobre una comprensión de las leyes de la historia y de la lucha de clases. El marxismo proporcionó, por primera vez, una base materialista científica para la emancipación femenina. La mujer no nació oprimida; su opresión coincide, en la historia, con el surgimiento de la opresión y explotación del conjunto de los hombres y mujeres que trabajan. El marxismo sólo expuso las raíces de esta opresión, su relación con un sistema de producción basado en la propiedad privada y con una sociedad dividida en clases, en la cual todas las relaciones son relaciones de propiedad.

Por haber comprendido que la opresión de la mujer tiene una raíz económica, el marxismo puede apuntar el camino para conseguir su liberación: la abolición de la propiedad privada, única forma de proporcionar las bases materiales para transferir a la sociedad en su conjunto las responsabilidades domésticas y familiares que recaen sobre los hombros de la mujer. Libres de estas cargas, decía Marx, las masas de mujeres podrán romper los grilletes de servidumbre doméstica y cultivar sus plenas capacidades como miembros creativos y productivos de la sociedad, y no sólo reproductivos.

Género y mercado de trabajo

A pesar de que el Capitalismo se aprovecha de las diferenciaciones de género, ésta no es la causa primordial de la opresión de la mujer. Apenas agrava la situación de la mujer trabajadora y pobre. La situación social de las mujeres se caracteriza por la desigualdad y en el fondo de cualquiera de los aspectos en que se manifesta esta desigualdad está el trabajo, porque está relacionada directamente con la forma como la mujer trabajadora concilia su condición de reproductora del Capital y de fuerza de trabajo.

En el estudio “Cambio Tecnológico y Género en Brasil”, Alice Rangel de Paiva aborda los impactos de la nueva tecnología microelectrónica sobre la división y la organización del trabajo. Según la autora, el estudio de las calificaciones, de las trayectorias ocupacionales y de las formas de gestión pasa por la articulación de la problemática de la división sexual del trabajo con la categoría género, que le confiere la dimensión histórico-social esencial para una real profundización de la cuestión.

La autora parte del análisis de las transformaciones operadas en el trabajo femenino a partir de los años 80. Hubo una incorporación masiva de mujeres en el mercado de trabajo brasileño (la tasa de actividad femenina creció del 33,6% en 1979 al 38,7% en 1989), mientras la tasa de actividad de los hombres se mantenía prácticamente estable en el mismo período. Este movimiento estaría acoplado a una nítida tercerización de la economía y a un sensible aumento del asalariamiento del empleo urbano que se da, sin embargo, de forma bastante precaria, toda vez que diminuyó a lo largo de la década el número de asalariados con puesto de trabajo estable. Entre las mujeres, apenas el 55% de las asalariadas tienen empleo estable en Brasil.

La autora busca analizar este período de “modernización de la estructura industrial brasileña” desde el punto de vista de la división sexual del trabajo porque, según ella, si la clase obrera tiene dos sexos, el cambio tecnológico sólo puede ser entendido a partir de una perspectiva de género.

Aquí queda claro, por lo tanto, que la autora descarta una perspectiva de clase para analizar el cambio tecnológico. Pero, según la perspectiva de género, a nuestro entender, la autora no consigue dar respuesta al problema de por qué la mujer continuó siendo discriminada en el mercado de trabajo con la modernización de la estructura industrial. Y eso se debe, justamente, a no haber adoptado una perspectiva de clase.

Alice Rangel afirma que la

idea largamente difundida en los años 60 de que las nuevas tecnologías microeletrónicas, al eliminar trabajos pesados y sucios, permitirían una mayor igualdad entre hombres y mujeres en el mercado de trabajo fue siendo desmentida a lo largo de las dos décadas siguientes, ante la constatación irrefutable de las diferencias que mantienen el foso entre el trabajo calificado de los hombres y el trabajo descalificado de las mujeres.

Tiene razón, pero esta constatación debe ser comprendida desde el punto de vista de la explotación del conjunto de los trabajadores, porque las nuevas tecnologías sirven a los intereses del Capital y no para aliviar la explotación de la clase. Éstas eliminan trabajos pesados e sucios, y con eso emplean más mujeres, pero no por la preocupación de interferir en la desigualdad de género sino obedeciendo a la lógica del Capital, o sea, en búsqueda de reducir costos y aumentar el rendimiento del Capital fijo.

Alice Rangel da otro argumento que sólo refuerza esto:

La feminización creciente de la fuerza de trabajo europea y americana en este final de siglo no fue acompañada de la soñada igualdad en el empleo. Especialmente en la industria de tranformación, los guetos ocupacionales masculinos y femeninos fueron de hecho reforzados.

Para ella, eso muestra que la utilización de mano de obra femenina no se explica por imperativos técnicos. Si no es por imperativos técnicos, o sea, la supuesta capacidad de la mujer para lidiar con alta tecnología, entonces tampoco se explica por una cuestión de género, porque la informatización, por ejemplo, creó nuevos puestos de trabajo para mujeres, sobre todo en un gueto tradicionalmente femenino, como es el sector bancario. Así, la mujer no quedó totalmente alejada de la alta tecnología y, sin embargo, eso no trajo mayor igualdad para ella en el mercado de trabajo. Si fuese por una cuestión de género, eso no se explicaría, porque la mujer y el hombre se igualan en la mayoría de los trabajos. Prueba de esto es la propia revolución industrial, cuando la llegada de la máquina a vapor llevó a la incorporación en masa de la mujer en las fábricas. El Capital confiscó la mano de obra femenina para hacer rendir más a la máquina; en las grandes concentraciones fabriles trabajaban, lado a lado, hombres y mujeres. Ella era superexplotada debido a la doble jornada y recibía un salario inferior porque en la familia patriarcal el salario de la mujer es visto como complementario al del hombre.

Además de esto, Ricardo Antunes recuerda que “en la división sexual del trabajo operada por el Capital dentro del espacio fabril generalmente las actividades de concepción o aquellas basadas en capital intensivo (las de alta tecnología) son cumplidas por el trabajo masculino, mientras aquellas dotadas de menor calificación, más elementales y muchas veces fundadas en el trabajo intensivo, son destinadas a las mujeres trabajadoras (y, muy frecuentemente, también a los trabajadores/as inmigrantes y negros/as)”. Por lo tanto, estos puestos donde la explotación de la mano de obra es mayor no se destinan sólo a las mujeres, sino también a los varones inmigrantes y varones negros. O sea, a los sectores más oprimidos y “descalificados” de la clase trabajadora.

El Capital califica a la clase trabajadora de acuerdo con sus intereses y sus necesidades, a cada momento, no de acuerdo con los intereses del trabajador. Éste queda desempleado conforme su fuerza de trabajo atienda o no al interés del Capital en aquel momento, conforme el mercado lo absorba o lo descarte. Qué es trabajo “femenino” y “masculino” es definido a partir de la necesidad del Capital de obtener más lucro y utilizar la fuerza de trabajo disponible, aprovechándose inclusive de sus diferenciaciones internas (entre sexo, edad, color, etc.) para éste o aquél empleo, aumentando su rendimiento. La opresión de la mujer, del negro, del inmigrante tiene que ver, por lo tanto, con una lógica superior, que determina todas las demás: la necesidad del Capital de reproducirse continuamente. El empleo de nuevas tecnologías sirve a los intereses del Capital en esta tarea, y no para aliviar la explotación de la clase trabajadora de conjunto. Los trabajadores no tienen el control sobre su uso, y cuanto más son empleadas, más agravan la falta de control que tienen sobre su propia fuerza de trabajo. Por eso, profundizan la explotación y la división sexual del trabajo.

Es claro que, en este mecanismo, los sectores más discriminados de la clase trabajadora sufren grados especiales de explotación, y el Capital obtiene un lucro extra. Por eso, el Capital no se preocupa por aliviar esta discriminación; si en algunos momentos hace adaptaciones en la tecnología empleada para que sea operada por mujeres, lo hace en el sentido de extraer más lucratividad del Capital fijo, y no por una supuesta búsqueda de igualdad entre la mujer y el hombre. Es lo que ocurre en las Zonas Francas, como la de Manaus, en el norte de Brasil, por ejemplo, que emplea más del 30% de mujeres en el sector de producción, y se asemejan a las zonas francas industriales asiáticas y de México, consideradas como “industrias maquiladoras”. Como en estas otras Zonas Francas, en la de Manaus predominan las actividades intensivas en mano de obra y, como informa la investigadora Edila Ferreira, son extremamente desgastantes de la agudeza visual y el equilibrio motor. Las industrias emplean fuerza de trabajo joven, abundante, barata y no-especializada, reciben incentivos fiscales que incluyen la exención de impuestos, se instalan en un lugar privilegiado, a 8 km del centro de Manaus, disponiendo de rutas asfaltadas, iluminación pública, sistema de agua y cloacas, teléfono y télex. En fin, toda la infraestructura necesaria para la instalación de la moderna tecnología internacional. El sector privilegiado ahí es el electroelectrónico, con el mayor número de empresas implantadas y cuya mano de obra es 75% femenina. Dentro de la división internacional del trabajo, realizan el montaje final del producto con partes producidas en otros países.

La investigadora Edila Ferreira entrevistó gerentes de empresas de Manaus, y las respuestas de estos gerentes muestran: 1) como el Capital se aprovecha del problema de género para mejor explotar a la mujer como fuerza de trabajo, 2) como la opresión está al servicio de la explotación, y 3) como la opresión no existe en sí misma, separada del modo de producción y de la división social en clases. Veamos algunos de estas declaraciones:

Damos preferencia al trabajo femenino por ser la mujer más sumisa y más sometida; es más fácil de someterse a la monotonía del trabajo de montaje que el hombre (gerente de producción de industria electroelectrónica).

Ningún hombre se somete a un trabajo monótono y repetitivo como este, de pasar el día entero soldando pequeñas puntas de hilos. Este es un trabajo que sólo la paciencia de las mujeres permite hacer (jefe de personal de industria de televisores).

El trabajo es femenino porque es servicio manual. Para la mujer, es más práctico. Ellas se quedan en aquel mismo trabajo. Los hombres tratan luego de volverse operadores (jefe de producción de fábrica de compensados).

Estos relatos comparan a la mujer y el hombre y muestran que, contradictoriamente a lo que parece, el Capital da preferencia al hombre y no a la mujer como fuerza de trabajo; acepta la mujer porque el hombre está más bajo presión (como dice un gerente: “si yo tuviese trescientos hombres en vez de mujeres, los problemas serían mucho mayores”). Pero, sobre todo, lo que aprovecha el Capital es la abundancia de mano de obra disponible. Esta relación es la que determina cómo, cuándo y en qué grado el empleador da preferencia al hombre o a la mujer. Da preferencia a una fuerza de trabajo que sea sumisa, independientemente del sexo. Y eso tiene que ver también con la correlación de fuerzas entre las clases en un determinado momento, que va a determinar si la fuerza de trabajo está dispuesta a aceptar o rechazar el grado de explotación que le imponen. A nuestro modo de ver, ese es el determinante en las relaciones de producción y no las cuestiones relativas a las diferencias sexuales y de género. En momentos de crisis, el Capital apunta a la parte más descalificada de la fuerza de trabajo, porque lo que tiene para ofrecer es un trabajo repetitivo, sin calificación alguna, y precisa bajar el precio de la mano de obra para compensar su retorno. A partir de esta situación concreta surgen los estereotipos de género o se aprovechan los estereotipos ya existentes.

Lo mismo ocurre con relación a la jerarquía salarial. En el ramo de confecciones, por ejemplo, el corte de la tela es la única función dentro de la producción que es desempeñada por hombres, y justificada como una tarea pesada, que necesita de firmeza en los movimientos. El salario puede ser hasta tres veces mayor que el de las mujeres. Como las mujeres sólo pueden alcanzar el máximo de un salario y medio, aquellas consideradas “profesionales”, el cortador puede sobrepasar tres salarios mínimos. Cortar tela siempre fue una tarea históricamente femenina (diríamos, entonces, de género femenino) pero aquí no es desvalorizada por eso. Por el contrario. Pasa a ser atribuida al hombre debido a la carga de responsabilidad que exige, con la cual la mujer, supuestamente, no podría cargar. En las industrias de montaje de televisores de Manaus, el embalaje es una actividad masculina y mejor remunerada (20% más que las otras), no sólo por exigir mayor esfuerzo físico, sino también por ser considerado un trabajo de mayor responsabilidad. En general, los sectores de punta de la economía tienden a absorber fuerza de trabajo masculina, independientemente del género del trabajo, justamente porque se considera a la mujer menos responsable. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la industria textil, que tradicionalmente emplea mayoría de mujeres, pero cuando es una rama de producción importante en un país, como en el caso de Venezuela, por ejemplo, emplea mayoría de hombres.

En todos estos casos, el género de la tarea no fue tenido en cuenta para bajar el salario, sino su importancia en la línea de producción. La mujer se queda con las tareas de menor importancia, porque es considerada menos “responsable” y eso sirve para aumentar la explotación del conjunto de los trabajadores, bajando los costos salariales.

La calificación es otra construcción social, definida de acuerdo con los intereses de la burguesía y no de la clase trabajadora. Recordemos la afirmación de Marx de que el hombre es versátil por naturaleza , y puede aprender y desarrollar una infinidad de tareas. El Capitalismo, además de crear la subdivisión del trabajo, concede premios a especialidades parciales y unilaterales, y produce una camada de trabajadores no-calificados, elevando la ausencia de calificación a un nuevo tipo de especialidad. Marx reconocía que una cierta división del trabajo era necesaria en la sociedad industrial, pero no una división en especialidades tan estrecha y permanente que impidiese el desarrollo total del individuo .

La mujer genérica es versátil por naturaleza. Sin embargo, la sociedad de clases la conforma según los intereses del Capital. Ser operadora de máquina, ejercer las tareas más mecánicas y repetitivas, no asumir cargos que exijan decisión y responsabilidad, en fin, ser un trabajador no-calificado: esta es la especialidad de la mujer en el Capitalismo. Y eso se hace en nombre del género, para que no abandone las tareas de reproducción de mano de obra en el hogar, de donde el Capital extrae una parte de plusvalía; continúe ocupándose de las tareas domésticas, con las cuales suple las deficiencias del Estado en relación a los servicios públicos, reciba salarios precarios y sirva de mano de obra barata y descartable. Estas tareas, que tienen relación directa con el género femenino, no tienen en él su explicación concreta. Todo eso ocurre porque no existe pleno empleo para todos, y el Capital precisa administrarse. Se aprovecha de esos datos culturales y los profundiza en la dirección que le interesa, para poder disponer de la mano de obra.

Una llaga del Capitalismo

Como toda cuestión cultural, la desigualdad entre los géneros no es igual en todo el mundo. En los países imperialistas está más atenuada, porque la mujer tuvo más conquistas. Francia acaba de votar una serie de leyes para reducir la desigualdad de oportunidades para la mujer en el mercado de trabajo, e Inglaterra votó la remuneración del trabajo doméstico. Para que estas concesiones fuesen hechas, se profundizó la opresión y la explotación de la mujer en los países dependientes.

Hay más desigualdad de género cuanto más dependiente es el país y más explotada la mujer. Cuanto mayor la explotación, mayor la barbarie, y barbarie significa para la mujer violencia y costumbres religiosas retrógradas. En África, costumbres salvajes, como la mutilación del clítoris, sobreviven sin grandes chances de cambio, incluso con las furiosas campañas feministas de denuncia. En los países musulmanes, como Afganistán, Arabia Saudita o Pakistán, las leyes seculares del Corán están en pleno vigor, y las mujeres son asesinadas a pedradas por sus maridos o hermanos. La espantosa miseria de países como Bangla Desh, por ejemplo, impide a la mujer hasta, incluso, un derecho natural, que es el de ser madre, ya que el hambre la torna impotente para engendrar hijos. En China, con la restauración capitalista, las mujeres, que llegaron a ser las más emancipadas del mundo, sufrieron grandes derrotas. Y hoy, en el campo chino, ocurre el mayor número de suicidios de mujeres por ahorcamiento o envenenamiento del mundo. Con la vuelta del Capitalismo también volvió la costumbre ancestral del secuestro de mujeres para que trabajen como prostitutas. La restauración capitalista es lo que explica la vuelta, en Cuba, de la degradación femenina. La isla volvió a ser, como en los tiempos de Batista, un paraíso para que los turistas extranjeros se diviertan con las prostitutas, en su mayoría jóvenes con diploma universitario que no encuentran empleo. Sólo la lucha de clases explica estos hechos.

El desempleo crónico, que había sido superado en los estados obreros, ahora se agrava cada día en todo el mundo. El empleo es crucial para la emancipación de la mujer, o para trazarse cualquier “política de género”. El trabajo, la oportunidad de disfrutar de un empleo con derechos laborales, un salario digno y otros beneficios, es fundamental para cualquier trabajador, en especial para la mujer. Es la piedra de toque para su independencia y su libertad, para que ella consiga minimizar la opresión, la violencia y la miseria. Basta observar como en Afganistán, tal vez el caso más extremo de atentado a los derechos de la mujer, una de las primeras prohibiciones para ellas por parte del gobierno Talibán fue al trabajo.

El desempleo estructural es un retroceso en la emancipación femenina. Una mujer que trabaja, que puede alcanzar cierta independencia, no es tan fácil de someter como una mujer que permanece recluida en casa, encerrada en el núcleo familiar, sin perspectivas de vida. En los países pobres, una mujer que encuentra un empleo puede aumentar mucho su grado de independencia, de poder decisorio, y tener acceso a la educación y a la formación profesional. La diferencia, simplemente, entre saber leer y escribir o no saber, puede ser decisiva. Desde el punto de vista de la clase trabajadora, una mujer que trabaja es una mujer que puede participar del sindicato y de los movimientos políticos, y puede localizarse en el seno de su clase. Eso significa un logro para la clase trabajadora. Si algo se avanzó en el terreno de los derechos de la mujer, eso se debió en gran parte al hecho de que se incorporaron cada vez más al mercado de trabajo.

En los países dependientes, la entrada de la mujer en el mercado de trabajo no significa mayor igualdad ni mayores derechos. El Capital viene consiguiendo transformar ese paso fundamental de la mujer en dirección a su emancipación en una forma de profundizar su explotación. La mayor parte de las trabajadoras que se incorporan al mercado de trabajo lo hacen en sectores informales, precarios, y son blancos fáciles de la superexplotación del capitalista, acumulando el trabajo doméstico. Las nuevas tecnologías profundizan la división sexual del trabajo. Además de eso, la opresión femenina se torna aún más injusta cuando se recuerda que su trabajo no es accesorio o complementario al del hombre, pero es imprescindible para la economía y la supervivencia de millones de familias. Según la OIT, el trabajo de las mujeres es la principal fuente de ingresos para el 30% de los hogares del mundo. En Europa, el 60% de las trabajadoras aporta la mitad o más de los ingresos del grupo familiar. En India, 60 millones de personas viven en hogares mantenidos únicamente por mujeres. En América Latina, la mitad de toda la producción agrícola sale de manos femeninas.

Por lo tanto, garantizar trabajo para la mujer es una reivindicación fundamental para asegurar la emancipación femenina. El derecho al trabajo remunerado es inalienable no sólo para los hombres, sino también para las mujeres. La autonomía de una persona es imposible si carece de ingresos propios. Como dice María Jesús Benito , enfrentar el problema por la raíz implica enfrentar el hecho de que obtener un empleo es una necesidad, no un deseo. La crítica al principio de igualdad de oportunidades debe necesariamente ir acompañada de una exigencia: que toda mujer adulta sin empleo remunerado debe ser contabilizada en las estadísticas de desempleados y no declarada como “ama de casa”. Es una forma de encubrir el desempleo femenino, extremadamente alto en todos los países.

No es la desigualdad de género lo que explica eso. Es la desigualdad de clase. La mujer no tiene empleo porque no hay empleo para la clase trabajadora de conjunto. En un sistema basado en el explotación de la clase trabajadora, sus sectores más oprimidos son los más afectados. Los estudios de género ven ahí el problema central. Refiriéndose, por ejemplo, al hambre en África, dicen que, a pesar de que la mujer tiene un papel primordial en la producción agrícola, produciendo el 80% de los alimentos de base, recibe solamente el 10% de los ingresos generados en la agricultura y controla apenas el 1% de la tierra. Se trata, realmente, de una disparidad. Sin embargo, no es una situación que afecta sólo a la mujer y tampoco a África. El hombre trabajador agrícola en África tampoco tiene el control de la tierra ni de sus ingresos. Su situación es, tal vez, un poco mejor que la de la mujer, pero no se puede afirmar que controle la tierra y sus ingresos, y la mujer no. Quien controla toda la tierra es el latifundio, los grandes propietarios. Ese es el enemigo principal de las mujeres y los hombres trabajadores africanos. Si tomamos el caso de los trabajadores agrícolas en Brasil, la situación no es muy diferente de África, y aquí tampoco se puede afirmar que los hombres tengan el control de la tierra y sus ingresos, y la mujer no. La división primordial, decisiva, se da entre clases poseedoras y desposeídas, y no entre hombres y mujeres desposeídos. No puede negarse que haya un desarreglo entre hombres y mujeres de la clase trabajadora, y que la explotación se suma a la opresión, sacrificando aún más a la mujer. Sin embargo, aquí se trata de buscar el camino para la solución de un problema que afecta a ambos, hombres y mujeres trabajadores, y ese camino es el del enfrentamiento con la burguesía, cuyo programa incluye las banderas específicas de la mujer, como legalización del aborto, igual salario por igual trabajo y otras.

Sin embargo, eso no significa que si la burguesía dejase de aprovecharse de estas desigualdades, la situación de la clase trabajadora de conjunto estaría resuelta. ¡Basta recordar que en la sociedad machista, patriarcal y blanca en que vivimos, los hombres no consiguen empleo y mejores condiciones de vida y qué decir de las mujeres, los negros, los homosexuales! Por eso, es un error centrar la política en este aspecto y exigir una “política de género”. Estas son reivindicaciones democráticas que surgen de una contradicción estructural de la sociedad: el Capitalismo no avanza más, las fuerzas productivas no se desarrollan y, por eso, no hay espacio para concesiones democráticas. Es el choque de las fuerzas productivas con las relaciones de producción, que sólo puede ser resuelto por la revolución socialista, que liberará las fuerzas productivas para que la sociedad avance y las cuestiones democráticas encuentren un camino de resolución.

Las políticas de género, al no asentarse en la clase trabajadora, tienen que asentarse en alguna cosa. Por eso, están siempre dirigidas a los gobiernos burgueses, a los organismos del imperialismo, ONU y FMI, como hacen las organizaciones que ahora dirigen la Marcha de las Mujeres 2000. Tienen siempre al frente una primera dama o una ONG que aportan su “esencia femenina”, su iniciativa personal para salir de los dilemas, el “toquecito femenino” para resolver los conflictos. La política de género pide a la mujer que vote una mujer, no importa cual sea. El objetivo es aumentar la representación femenina en el Parlamento, no derribarlo, ya que no se llama a la mujer trabajadora a votar por mujeres trabajadoras. Es como si no existiesen mujeres burguesas y proletarias, intereses burgueses y proletarios, como si un Parlamento mayoritariamente femenino votase sólo políticas favorables al pueblo.

Lo mismo ocurre en todos los documentos de las mujeres de la CUT, principal central sindical de Brasil, y del PT (Partido de los Trabajadores), donde la palabra clase fue literalmente substituida por la palabra género. Lo que es un error en todos los frentes, porque cada vez que crece el conflicto, que aumenta la opresión contra la mujer, eso estimula a las mujeres a tomar conciencia de pertenecer a una clase social definida, con intereses y principios opuestos a la clase dominante, y no a tomar conciencia de pertenecer al sexo femenino, o al género femenino. Cada vez que se hace un aborto, la mujer trabajadora se siente violando la ley, una ley que no la beneficia a ella, sino sólo a la mujer burguesa. Cada vez que busca trabajo fijo y sólo encuentra trabajo precario ella, objetivamente se siente identificada con la clase de los desempleados y no a una supuesta conciencia de pertenecer al género femenino. Los golpes contra la mujer la empujan contra el gobierno, contra la injusticia social, contra un modo de vida deshumano. Y no contra los hombres de forma genérica. Por eso es un crimen lo que hacen las activistas que exigen la autonomía de las mujeres porque, en vez de desarrollar la conciencia contra el sistema la desarrollan contra los hombres.

El fin del Capitalismo y de la división de la sociedad de clases con certeza permitirá que la mujer desarrolle plenamente sus potencialidades latentes, ya que tendrá el control de su fuerza de trabajo y su calificación no responderá a otro interés que el suyo y el del conjunto de la humanidad. El fin de la sociedad de clases podrá conformar a la mujer como un ser histórico diferente, participante de la producción social como cualquier trabajador.

Para Alise Rancel, la explicación para la situación de la mujer en el mercado de trabajo pasa por la articulación de la problemática de la división sexual del trabajo con la categoría género. Para nosotros, ninguna explicación es posible si no se articula la problemática de la división sexual del trabajo con la relación entre las clases. Para María de Jesús Izquierdo, la sociedad se estructura en géneros. Para nosotros, marxistas, se estructura en clases sociales, y todos los problemas sociales tienen un carácter de clase, porque se relacionan con la estructura económica de la sociedad.

Y no es un discurso, es lo que la realidad nos está mostrando todos los días. Opresión femenina es desempleo, es prostitución, es degradación, es violencia, es muerte por aborto sin asistencia médica, es tristeza, frustración y dolor. Todo eso tiene un nombre: Capitalismo. En los estados obreros, había sido erradicado y volvió a aparecer con la restauración capitalista.

Por eso, el problema de la mujer trabajadora no es ser mujer, es vivir en un régimen capitalista. Ella no precisa rechazar su feminidad, ni su función de maternidad. No precisa ver en el hombre un adversario. Lo que precisa es reconocer su propia fuerza y unirse –como mujer, con todas sus potencialidades– a su clase para luchar por el fin de la sociedad capitalista. Tenemos que hacer con que, las mujeres que en su día a día, se enfrentan, objetivamente, con las trabas del capitalismo –el hambre, la miseria, el desempleo, la opresión sexual, la humillación- tome conciencia de quien es su real enemigo y se disponga a hacer un llamado a sus compañeros de clase para luchar juntos contra el capital. Ese será el primer paso para que se transforme como ser histórico y pueda construir una sociedad socialista, en igualdad con el hombre, donde todos los resquicios de opresión sean tirados al basurero de la historia.