Redactado: En 1892 y envíado a un congreso pedagógico ese mismo
año.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 8 de marzo
de 2012, Día Internacional de la Mujer.
Fuente de la edicion: Concepción Arenal, La educación de la mujer, en Wikisource ( http://es.wikisource.org/wiki/La_educación_de_la_mujer
), 2007.
Nos fijaremos bien en la diferencia que hay entre educación e instrucción. Un hombre puede ser muy instruido y estar muy mal educado, y estar muy bien educado y no ser muy instruido.
Esto nos indica que si la educación no debe prescindir de la inteligencia, no se dirige exclusivamente a ella, sino a todas las facultades que constituyen el hombre moral y social; a los impulsos perturbadores para contenerlos, a los armónicos para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los desventurados. La educación procura formar el carácter, hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales, de que no podrá prescindir nunca y necesitará siempre si ha de ser como debe. Al educador del joven no le importa saber si el educando será un día militar o magistrado, ingeniero o albañil; su misión es formar un hombre recto, firme y benévolo, y que lo sea constantemente en la posición social que le depare la suerte o él se conquiste; cualquiera que sea, su firmeza, su rectitud y su benevolencia son indispensables, si ha de conducirse bien, al frente de un regimiento o presidiendo un tribunal. Los accidentes, las exterioridades, las apariencias, podrán variar; pero las condiciones esenciales que la educación perfecciona son las mismas, cualquiera que sea la posición social del que las tiene.
Cuando estas condiciones, esenciales son deficientes en alto grado, se ven grandes señores, ricos capitalistas, hombres inteligentes e instruidos, de los cuales se burlan gente ignorante y hasta los criados, que los desprecian por su falta de carácter; no es raro que este desprecio se convierta en dominio más o menos ostensible, y que hombres muy medianos manejen al que les es infinitamente superior por la posición social y por la ciencia, pero al que falta carácter, personalidad, aquello que es esencial para todo hombre, que la educación debe fortalecer y que no da el conocimiento de los astros ni de los microbios.
Si la educación es un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad y sea más benévolo; si procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables cualquiera que sea la condición y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que ejercer, nos parece que entre su educación y la del hombre no debe haber diferencias.
Si alguna diferencia hubiere, no en calidad, sino en cantidad de educación, debiera hacer más completa la de la mujer, porque la necesita más. No entraremos aquí en la cuestión de si tiene inferioridades, pero es evidente que tiene desventajas naturales; y agregando a éstas las sociales, que, aunque no son tantas como eran, son todavía muchas, resulta que, si no ha de sucumbir moralmente bajo el peso de la existencia, si no ha de ir a perderse en la frivolidad, en la esclavitud, en la prostitución, en tanto género de prostituciones como la amenazan y la halagan, necesita mucha virtud, es decir, mucha fuerza, mucho carácter, mucha personalidad. La mujer, para ser persona, ha menester hoy y probablemente siempre (porque hay condiciones naturales que no pueden cambiarse), para tener personalidad, decimos necesita ser más persona que el hombre y una educación que contribuya a que conozca y cumpla su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los límites del hogar doméstico, y llame suyos a todos los débiles que piden justicia o imploran consuelo.
Esto no es pedir una cosa imposible, puesto que hay mujeres de éstas en todos los pueblos civilizados, y en los más cultos muchas. La educación de la mujer tiene un gran punto de apoyo en su fuerza moral, que es grande, puesto que, en peores condiciones, resiste más a todo género de concupiscencias e impulsos criminales. Verdad es que esto lo niegan algunos autores, pero sin probar la negativa, porque no es prueba la prostitución, cuya culpa echan toda sobre las mujeres, como si no fuera mayor la de los hombres, por muchas causas que no debemos aquí analizar, ni aun enumerar.
La fuerza moral de la mujer se revela en la mucha necesaria para el cumplimiento de sus deberes que exigen una serie de esfuerzos continuos, más veces desdeñados que auxiliados por los mismos que los utilizan. Cuando el hombre cumple un deber difícil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin más impulso que el corazón, sin más aplauso que el de la conciencia, se quedan en el hogar, donde el mundo no penetra más que para infamar; si hay allí sacrificio, abnegación sublime, constancia heroica, pasa de largo: sólo entra cuando hay escándalo.
Se alega que la frivolidad natural de la mujer es un obstáculo insuperable para darle una personalidad sólida, grave, firme.
Confesemos humilde y razonablemente que todo lo que decimos todos respecto a la mujer debe tomarse, hasta cierto punto, a beneficio de inventario, es decir, a rectificar por el tiempo; porque, después de lo que han hecho los hombres con sus costumbres, sus leyes, sus tiranías, sus debilidades, sus contradicciones, sus infamias y sus idolatrías, ¿quién sabe lo que es la mujer, ni menos lo que será? Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmación parece más fácil que la prueba. De todos modos, no por eso debe dejar de combatirse; natural es el robo y se pena; las cosas se califican por buenas o por malas, y la mayor propensión a éstas sólo indica la necesidad de medios más enérgicos para corregirlas. Pero, hay que repetirlo, el natural de la mujer ha venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos.
Lo que se ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal vez éstas tengan para ella un atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo y no se ve que lo pueril no está exclusiva mente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan frívola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico traje de última moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepción de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y bajo el punto de vista de la frivolidad, no nos parecía que hubiese diferencia esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los encajes, las cintas y las flores de las mujeres.
Dejando al tiempo que resuelva las cosas dudosas, lo que nos parece cierto es que los esfuerzos deben dirigirse a satisfacer las necesidades más apremiantes, y que la más apremiante necesidad de hoy, para el hombre como para la mujer, es la educación, que forma su carácter, que los convierte en persona. La persona no tiene sexo: es el cumplimiento del deber, sea el que quiera; la reclamación de un derecho, sea el que fuere; la dignidad, que puede tenerse en todas las situaciones; la benevolencia, que, si está en el ánimo, halla siempre medio de manifestarse de algún modo.
Pensamos, por lo tanto:
Que la educación debe ser la misma para el hombre que para la mujer;
Que es más urgente aún respecto a la mujer, porque, siendo para ella la personalidad más necesaria, está más combatida por las leyes y por las costumbres;
Que la falta de personalidad es un obstáculo para su instrucción y, adquirida, para que la utilice;
Que, por más que se ilustre, si no se educa, si no tiene gravedad y dignidad, si no es un carácter, una persona, aun los que sepan mucho menos que ella procurarán y hasta lograrán hacerla pasar por marisabidilla;
Que no hay más que un medio de que las mujeres sean respetadas, y es que sean respetables: lo cual no se conseguirá con sólo tener instrucción si no tiene carácter. Hay momentos y países en que la cuestión, como suelen serlo las sociales, es circular; a la mujer no se la respeta porque no es respetable, y no es respetable porque no se la respeta. Cuando esto sucede, es difícil, pero no imposible, que la mujer se blinde, por decirlo así, con una sólida personalidad; pero si lo consigue ha de dar por bien empleado el trabajo que le costó, y sabrá cuánto vale tener en sí algo que no esté a merced de nadie.
Como, en nuestra opinión, no debe haber diferencias esenciales entre la educación del hombre y de la mujer, las relaciones en la esfera educadora han de ser necesariamente armónicas.
Dados los pocos recursos pecuniarios e intelectuales con que cuenta la educación de la mujer, y la indiferencia, si no la prevención, desfavorable con que el público la mira, sería en vano pedir fondos para crear muchas y bien organizadas escuelas; lo único práctico nos parece introducir en las actuales algunas modificaciones, o siquiera la idea de que, si es preciso instruir a la mujer, no es menos necesario educarla, para que moralmente sea una persona y socialmente un miembro útil de la sociedad.
Ya se concede que hay que educar a la mujer lo necesario para que sea buena esposa y buena madre. Y ¿cuál es lo necesario para eso? No está bien determinado y aparece con la vaguedad de las cosas que no se ven claramente, ni pueden verse, porque no tienen existencia real. En efecto; la buena esposa y la buena madre es una ilusión si se prescinde de la buena persona, y la buena persona es ilusoria si se prescinde de la personalidad.
Es un error grave, y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre; equivale a decirle que por sí no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral a intelectual, preparándola con absurdos deprimentes a la gran lucha de la vida, lucha que no suprimen, antes la hacen más terrible los mismos que la privan de fuerzas para sostenerla: cualquiera habrá notado que los que menos consideran a las mujeres son los que más se oponen a que se las ponga en condiciones de ser personas, y es natural.
Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independiente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar, e idea de que la vida es una cosa seria, grave, y que si la toma como juego, ella será indefectiblemente juguete. Dadme una mujer que tenga estas condiciones, y os daré una buena esposa y una buena madre, que no lo será sin ellas. ¡Cuánta falta le harán, y a sus hijos, si se queda viuda! Y, si permanece soltera, puede ser muy útil, mucho, a la sociedad, harto necesitada de personas que contribuyan a mejorarla, aunque no contribuyan a la conservación de la especie. La falta de personalidad en la mujer esteriliza grandes cualidades de miles de solteras o viudas, y no es poco el daño que de su falta de acción benéfica resulta.
Los que dirigen, auxilian o influyen en los establecimientos de enseñanza de la mujer deberían procurar que su educación concurriera eficazmente a formar su carácter, no contentándose con que saliesen de la escuela alumnas instruidas, sino aspirando al mismo tiempo a que fueran personas formales.
Convendría inculcar repetidamente la obligación del trabajo, tarea perseverante, útil, reproductiva, y no frívolo pasatiempo; del trabajo que dignifica, contribuye a la felicidad, consuela en la desgracia y es un deber que, cumplido, facilita el cumplimiento de todos los otros. Con decir esto no se dirá nada nuevo, pero se recordará mucho olvidado y más no practicado en un país en que, respecto a las mujeres de las clases bien acomodadas, no se tiene generalmente idea de que deben trabajar porque no necesitan ganarse la vida. Prescindamos, que no es poco prescindir, de que estos propósitos de holganza van unidos a los proyectos de que la vida la ganará un marido que no viene, o que hubiera sido mejor que no viniese. ¿La vida se reduce a comer? Todo el que no tenga de ella tan bajo concepto, comprenderá que la vida que no sea solamente material, y con riesgo de ser brutal, la vida de la conciencia, de la inteligencia, del corazón, no puede ser obra del trabajo de otro, y tiene que ganársela uno mismo.
«El que no trabaja que no coma», ha dicho San Pablo. Muchos comen que no trabajan, pero ninguno que no trabaja es persona; es cosa, que anda descalza o en coche, cubierta de galas o de andrajos, pero cosa siempre. La persona es una actividad consciente y útil; todo lo demás son cosas que, según las circunstancias, podrán ser más o menos perjudiciales, pero que lo son siempre para sí y para los demás, porque en el combate de la vida no hay neutralidad posible; hay que decidirse por el bien o por el mal.
Contribuiría mucho a formar el carácter serio de la mujer y consolidar su personalidad el que se interesara y tomase parte activa en las cuestiones sociales. ¡Cómo! ¡Meterse ella en el intrincado laberinto de la oferta y la demanda, de la concurrencia y el proteccionismo y el libre cambio, de las relaciones del trabajo y el capital, etc.!
No es necesario que entre en estas cuestiones, o que entre todavía; pero todas ellas tienen una fase muy sencilla que no necesita estudiarse y que basta con sentirla: esta fase es el dolor sin culpa, y ¡ay! casi siempre sin consuelo. ¿Quién más que la mujer puede y debe darlo?
Los hombres que han calificado el sexo de piadoso no llevarán a mal, antes deben aplaudir, que tenga piedad de los que sufren y procure consolarlos.
Hay una huelga: los patronos ven exigencias injustas de los obreros; éstos, tiranías crueles de los patronos; las autoridades, una cuestión de orden público; los egoístas indiferentes, un tumulto que turba su sosiego; brotan odios, injurias, calumnias, abusos de la fuerza, excesos iracundos de la debilidad desesperada. Y ¿no hay más que eso? Sí; esos miles de hombres, que resuelven no trabajar para mejorarlas condiciones del trabajo, tienen miles de hijos que carecen de pan desde el momento que su padre no gana jornal, y en su miserable vivienda está la fase más terrible de la cuestión: el sufrimiento de los inocentes, porque los niños lo son, tengan o no culpa los padres. Lo más terrible de las huelgas (donde no hay fuertes cajas de resistencia, como sucede en España) no está en los tumultos de las calles y de las plazas; está en casa del obrero, donde la miseria tortura e inmola sin ruido, porque el llanto de las débiles criaturas no se oye. La mujer debe oirlo, debe resonar en su corazón; y la huelga, signifique para los hombres lo que significare, razón o absurdo, justicia o iniquidad, será para ella dolor inmerecido. Y ¿no le llevará algún consuelo?
En todo problema social hay una fase dolorida; y suponiendo que sea la única que puede entender la mujer, tiene, por desgracia, bastante extensión para ocupar su actividad bienhechora. Todo el bien que en este sentido haga, se convertirá en un medio de perfección.
Nada más propio para dar gravedad al carácter y consistencia a la personalidad que la contemplación compasiva de tantos dolores como entraña esa cuestión de cuestiones que se llama la cuestión social.
Cuando se sabe lo que pasa en las prisiones, en los hospitales, en los manicomios, en los hospicios, en las inclusas; cuando se ven miles de niños preparándose al vicio y al crimen en la mendicidad, y cruelmente maltratados si no llevan el mínimo de limosna que sus verdugos les exigen; cuando se compara el precio de las habitaciones y de los comestibles con el de los jornales, que tantas veces faltan; cuando se considera este cúmulo abrumador de dolores que no se consuelan, de males a que no se busca remedio, ocurre preguntar: ¿Dónde están las mujeres?
Algunas están donde deben, pero son pocas; tan pocas, que su actividad benéfica se pierde en la inercia general. ¿Por qué así? Por muchas causas que aquí no podemos analizar, ni enumerar siquiera, limitándonos a comprobar el hecho, de una desdichada evidencia.
No lo condenamos en nombre de ideas atrevidas, ni de novedades peligrosas; no se trata de cuestiones intrincadas, de problemas difíciles, de derechos controvertidos, de aptitudes dudosas; se trata de practicar las obras de misericordia, ni más, ni menos.
Esta práctica, que no debe ser alarmante aun para los que son hostiles a la ilustración de la mujer, contribuiría eficazmente a su educación, como lo prueba la experiencia en los países en que las mujeres, tomando gran parte, y muy activa, en las obras benéficas, fortalecen en este trabajo piadoso altas dotes que sin él se debilitarían, y ennoblecen y consolidan su carácter.
No podemos tratar aquí de cuánto influiría para el bien en las cuestiones sociales el que la mujer tomase parte en ellas consolando los dolores que son su causa o su consecuencia; debemos limitarnos a decir y repetir que la desgracia que se conoce, se compadece y consuela, enseña, eleva y fortalece mucho; es decir, que es un grande elemento de educación.
La mujer es paciente, afectuosa, insinuante; no le falta perspicacia; si convenientemente se la educa e instruye, comprenderá y aun adivinará, si el discípulo atiende, se distrae o se cansa, hasta dónde entiende ésa y encontrará medios de que aprenda lo que es capaz de aprender; es decir, que consideramos a la mujer con aptitud para la enseñanza.
¿Hasta dónde deberá enseñar? Hasta donde sepa; su esfera de acción pedagógica debe coincidir exactamente con su esfera moral a intelectual, y aun creemos que las cosas que sepa tan bien como el hombre las enseñará mejor que él.
A un Congreso pedagógico no se puede mandar un libro para que le discuta; las sesiones son pocas, los asuntos muchos, la discusión está absolutamente limitada por el tiempo; todo lo cual impone la necesidad de un laconismo más propio para dar definiciones de lo que se sabe o se cree saber, que para explicarlo. Por otra parte, la ilustración de los congresistas suple las explicaciones que no necesitan; con indicaciones basta.
Los Padres de aquel Concilio que suscitaron la duda de si la mujer tenía alma, no sospechaban que en la guerra separatista de los Estados Unidos de América, cuando los federales mal dirigidos estaban en una situación muy comprometida, los sacó de ella y les dio el triunfo el plan de campaña de una mujer, que adoptaron los hombres, aunque ocultando su origen femenino para no desacreditarlo. Tampoco los susodichos Padres hubieran imaginado que en la Exposición de Chicago, para las grandes construcciones de la Exposición femenina, veinticuatro arquitectas habían de presentar planos, muchos notables, todos buenos (dice un periódico profesional inglés redactado por hombres); ni que en el tercer Congreso de Antropología criminal que acaba de celebrarse en Bruselas, su Vicepresidente, al hacer el resumen de los trabajos, dijera: «Madama Tarnowski, en un concienzudo estudio de los órganos de los sentidos en las mujeres criminales, nos ha demostrado que sabe aplicar con toda exactitud los principios de la experimentación fisiológica más ardua; séame permitido felicitarla y darle gracias por haber venido a nuestra reunión, y presentarla como ejemplo a sus colegas del sexo fuerte.»
Hay todavía gentes que casi están a la altura de los Padres aludidos; por otra parte, el mundo intelectual de la mujer puede decirse que es un nuevo mundo, vislumbrado más que visto, donde cualquiera que sepa mirar comprende que hay mucho que ver, pero donde todavía se ha visto poco.
Por de pronto, y para la práctica, podrían bastar algunos breves razonamientos.
¿Todos los hombres tienen aptitud para toda clase de profesiones?
Suponemos que no habrá nadie que responda afirmativamente.
¿Algunas mujeres tienen aptitud para algunas profesiones?
La respuesta no puede ser negativa sino negándose a la evidencia de los hechos.
¿El hombre más inepto es superior a la mujer más inteligente?
¿Quién se atreve a responder que sí? Resulta, pues, de los hechos que hay hombres, no se sabe cuántos, ineptos para ciertas profesiones; mujeres, no se sabe cuántas, aptas para esas mismas profesiones; y si al hombre apto no se le prohíbe el ejercicio de una profesión porque hay algunos ineptos, ¿por qué no se ha de hacer lo mismo con la mujer? ¿Se dirá que la ineptitud es en ella más general? Aunque esto se probara, no se razonaría la opinión ni se justificaría el hecho de vedar el ejercicio de las facultades intelectuales al que las tenga. Supongamos que no hay en España más que una mujer capaz de aprender medicina, ingeniería, farmacia, etc. Esa mujer tiene tanto derecho a ejercer esas profesiones como si hubiese diez mil a su altura intelectual: porque el derecho, ni se suma ni se multiplica, ni se divide; está todo en todos y cada uno de los que lo tienen, y entre las aberraciones jurídicas no se ha visto la de negar el ejercicio de un derecho porque sea corto el número de los que puedan o quisieran ejercitarle.
El médico, como hombre, ¿tiene derecho a ejercer su profesión? ¿Se le autoriza para ejercerla en virtud de su sexo, o de su ciencia. ¿Qué se pensaría del que, sin haber estudiado quisiera recetar u operar, y dijese al enfermo: «yo no sé medicina, ni cirugía, pero le curaré a usted porque soy hombre?» Se pensaría en enviarle a un manicomio; y si el hombre, no por serlo, sino por lo que sabe, puede ejercer una profesión, a la mujer que sepa lo mismo que él ¿no le asistirá igual derecho?
No creemos que pueden fijarse límites a la aptitud de la mujer, ni excluirla a priori de ninguna profesión, como no sea la de las armas, que repugna a su naturaleza, y ojalá que repugnara a la del hombre. Sólo el tiempo puede fijar esos límites, que en el nuestro se han dilatado tanto en algunos países.
Decíamos más arriba que, para la práctica podrían bastar algunos breves razonamientos; debemos decir más bien para las necesidades del discurso, porque la práctica ofrece obstáculos de todo género que no se vencen con razones. Las leyes, la opinión de los hombres, la que muchas mujeres tienen de sí mismas, el no hallarse con bastante fuerza (se necesita mucha) para luchar con la desaprobación y con el ridículo, con resistencias de afuera y de casa, todo contribuye a limitar la esfera de acción intelectual de la mujer, a limitarla de hecho, aunque en teoría no se le pongan límites.
No se crea por lo dicho que en los establecimientos exclusivos para la enseñanza de la mujer deseamos que haya cátedras de metafísica, filosofía del derecho y cálculo infinitesimal. Todo lo contrario; quisiéramos que esta enseñanza fuese encaminada a facilitar y perfeccionar la práctica de profesiones fáciles, de artes y oficios lucrativos, de que hoy están excluidas las mujeres, y lo quisiéramos por muchas razones.
1.ª Porque hoy, aunque no se exprese así, la enseñanza de la mujer viene a ser la enseñanza de la señorita; y debe procurarse que todas las clases participen de los beneficios del saber, cada una en la medida y dirección que le conviene.
2.ª Porque en todo es regla de razón empezar por lo más fácil; y es más fácil preparar una joven para que sea relojera, pintora de loza, telegrafista, tenedora de libros, etc., etc., que enseñarle ingeniería o medicina.
3.ª Porque, viendo que los establecimientos de enseñanza de la mujer dan resultados de esos que se llaman prácticos, que proporcionan medios de vivir y de amparar a su familia a muchas jóvenes que hubieran sido una carga sin la instrucción recibida, esto contribuirá muy eficazmente a conquistar la opinión pública en favor de la enseñanza de la mujer.
4.ª Porque esta dirección, encaminada a facilitar y perfeccionar las profesiones fáciles y los oficios y artes de aplicación, contribuiría a combatir muchas preocupaciones respecto a los trabajos que pueden o no hacerse decorosamente.
5.ª Porque, vistos los resultados que dan los Institutos de segunda enseñanza, debe evitarse que tengan ninguna semejanza con ellos los establecimientos para la instrucción de la mujer.
Y ¿dónde podrá adquirir la mujer los conocimientos especiales y superiores para esas profesiones cuyo ejercicio no hay derecho a negarle? Muchos de esos conocimientos, muchos más de lo que se cree, puede adquirirlos en su casa, porque es con frecuencia bastante ilusorio el auxilio que presta un profesor cuando no sabe mucho ni tiene buen método, o, aunque lo tenga y sepa, se dirige, más que a discípulos, a oyentes (cuando atienden), por ser tanto su número que no es posible individualizar, ni enseñar a estudiar, y el profesor poco más puede hacer, si lo hace, que un libro sobre el mismo asunto que con atención, sosiego y economía de tiempo se leyera en casa. Además, consultando a personas competentes se puede estudiar en los libros mejores; si las circunstancias favorecen, se puede buscar un maestro que enseñe; mientras que, catedrático, hay que tomar el que dan, que no siempre es el mejor.
Con la enseñanza privada, sin más intervención oficial que los exámenes, hay ahora facilidades para que las mujeres puedan hacer estudios superiores; respecto a los que exigen la asistencia a los establecimientos públicos, esperamos que los hombres se irán civilizando lo bastante para tener orden y compostura en las clases a que asistan mujeres, como la tienen en los templos, en los teatros, en todas las reuniones honestas, donde hay personas de los dos sexos.
¡Sería fuerte cosa que los señoritos respetasen a las mujeres que van a los toros Y faltaran a las que entran en las aulas!
Donde, como acontece en España, la educación física del hombre está descuidada, la de la mujer ha de estarlo más, y tanto, que respecto a ella no hay sólo descuido, sino dirección torcida.
Las mujeres del pueblo se debilitan por exceso de trabajo, las señoras por exceso de inacción; y los que sin salir de la errónea rutina aspiran a que sean buenas madres, no lo consiguen ni aun bajo el punto de vista fisiológico.
Las mujeres del pueblo que se debilitan por exceso de trabajo son las que trabajan en el campo, en las minas, machacando piedra, etc.
Hay otros trabajos que no parecen excesivos porque no exigen gran esfuerzo muscular, y suelen ser los más enervantes y fatales a la salud, ya porque obligan a una vida sedentaria, ya porque la trabajadora, encerrada en su estrecha vivienda o en una fábrica, no tiene siquiera la compensación de respirar aire puro como la mujer de los campos. La miseria estrecha tan de cerca a la trabajadora sedentaria, le impone condiciones tan terribles en la hora presente, que al educador le es más fácil enseñar cómo la falta de higiene acaba con su vida, que evitar que la aniquile y la mate. Esto hoy.
¿Y mañana? Mañana podría comprenderse el absurdo de que los hombres aprendan un oficio y las mujeres no; ellas que, con menos fuerza muscular, necesitan, y pueden suplirla con la destreza, y por falta de educación industrial están condenadas a ser siempre braceras.
La educación física de la mujer del pueblo no puede intentarse sin hacer su trabajo más productivo por medio de su instrucción industrial y de su mayor consideración social: porque debe notarse que a veces la misma obra, y aun mayor, se paga menos porque es una mujer la que la hace. El difícil remedio de este grave mal es asunto de discusión pedagógica, en cuanto la dignificación de la mujer de una clase influye indirectamente en el bien de todas, y porque la instrucción en general, y la industrial en particular, contribuiría a que la mujer, menos abrumada por la miseria, pudiese tener higiene y recibir educación física.
Esta educación respecto a la mujer de las clases acomodadas no halla imposibilidad material, pero sí grandes dificultades, que oponen la rutina y la ignorancia, y un cúmulo de preocupaciones que consideran la debilidad física como una parte de las gracias y de los atractivos de sexo. Si una niña que conserva aún el instinto de conservación quiere ejercitar sus músculos con alguna energía, se la reprende, diciéndole que esos juegos son de muchachos; las niñas han de jugar de modo que no se rompan el vestido (tan fácil de romper), ni se despeinen, etc. Han de pasear como en procesión, andar acompasadamente con los brazos colocados de cierto modo y poco menos rígidos que los de un cadáver. Cuando es ya señorita y no ya al colegio, no sale de casa sino a misa y a paseo, y esto pocas veces, porque no tiene quien la acompañe, porque hay que hacer visitas, recibirlas, prepararse para ir al teatro o a alguna reunión, dar la lección de piano, estudiarla, concluir una labor para un día determinado, o una novela prestada que hay que devolver, etc., etc. ¡Y qué paseo! Sale tarde, no va al campo a respirar el aire libre, sino donde hay gente, y cuanta más mejor; no hace apenas ejercicio, y la molesta el calor, el frío, el viento, la lluvia, todo. Ya perdiendo el gusto natural de ejercitar las fuerzas, de arrostrar la intemperie, debilitándose y haciéndose completamente sedentaria; así llega a ser madre de hijos más débiles que ella, sus nietos lo serán aún más todavía, y la degeneración es indefectible y visible para cualquiera que observe. Con la inacción física o intelectual se quiere tener buenas madres, y se tienen mujeres que no pueden criar a sus débiles hijos ni saben educarlos.
Muchos defectos físicos e intelectuales de la mujer se han convertido en el ideal de la belleza, al menos para un número de personas que, según todas las apariencias, constituyen una gran mayoría. Los que comprenden la necesidad de la educación física de la mujer y la quieren, tienen que luchar con fuerzas muy superiores en número; pero no deben desalentarse, porque todo progreso empieza con la lucha de pocos contra muchos.
Entre varios medios que pueden ponerse en práctica hay uno propio de la Pedagogía, con el concurso de ciencias auxiliares. En las escuelas normales primero, y después en todas, debería enseñarse a la mujer la importancia de la higiene, siendo una parte esencial de esa higiene el ejercicio ordenado de sus músculos, y, acomodándose a las circunstancias, establecer alguna especie de gimnasia.
Lo aprendido en las escuelas sería letra muerta, al menos por mucho tiempo, si fuera de ellas no recibía un apoyo eficaz con la publicación de libros y de cartillas que generalizaran conocimientos, de que hoy carecen aun las personas muy ilustradas en otros conceptos.
Para disipar ignorancias, vencer rutinas y contrarrestar hábitos nada sería tan eficaz como la asociación, que da medios de que el individuo aislado carece y que, en la resistencia como en el ataque, agrupa las fuerzas y las multiplica.
Debe anotarse que a tantas causas como conspiran contra la salud y la robustez en las sociedades modernas, hay que añadir, heredada de las antiguas, una muy poderosa: el desprecio, casi el horror del cuerpo como materia vil, de que debe prescindirse en lo posible para no ocuparse más que del alma. Los ascetas no sabían, y muchos que no lo son ignoran hoy, que el mayor enemigo del alma es un cuerpo débil.
Si se ha dicho mens sana in corpore sano, bien se dirá «carácter débil en cuerpo enfermizo»; y los trastornos, puede decirse los estragos, del histerismo serían tan raros como hoy son frecuentes si se atendiese a la educación física de la mujer.