Fuente: R. Scheiner, "La liberación de la mujer y la revolución proletaria",
revista Izquierda, Año 1, Núm.
1, Buenos Aires - Argentina, Octubre
1934; págs. 7-8.
Transcripto por: Juan Fajardo,
2018.
Desde tiempos remotos el hombre había sometido a la mujer, aprovechándose de su condición biológica que la colocaba en una situación desventajosa con respecto a aquél. La pesada carga del embarazo y de la lactancia le ha impedido dedicarse a la caza y a la guerra, preferentes fuentes de sustento de los tiempos primitivos, a las que acudiera el hombre.
Al constituirse pues en proveedor de la mujer, al mantenerla, le exigió sumisión incondicional y la obtuvo. He aquí cómo una simple razón económica echa las bases del imperio masculino.
Esa situación se fue perpetrando hasta culminar en el gineceo y el serrallo, en cuyos interiores sombríos se desarrollaban calladas y a veces inconscientes tragedias de seres humanos privados de la menor libertad, purgando el pretendido estigma de su sexo.
Exceptuando el fugaz período del matriarcado, en que la mujer, y no el hombre era la cabeza, el jefe de la familia, la mujer de todos los tiempos, de todas las civilizaciones, aun tan brillantes como la árabe o la griega, estuvo a merced del hombre.
El cristianismo en su época de mayor poder, el de la Edad Media, lleva su desprecio por la mujer a su grado máximo, declarándola vaso de impurezas, nido de pecados, morada de demonios, etc.; olvidando que la “buena nueva” de Jesucristo, el pretendido o o real fundador de la religión cristiana, ha encontrado en las mujeres de su tiempo la más fervorosa adhesión.
La gran Revolución Francesa, con todas sus proyecciones entre otros pueblos, trajo sin duda en soplo renovador respecto a la situación de la mujer, pero rozó el problema en una forma superficial. En los salones de la burguesía ilustrada alternaban mujeres con literatos, políticos, artistas, comentando acaloradamente los acontecimientos de aquella hora singular.
Alguna vez hombres y mujeres de todas las categorías sociales fraternizaron al conjuro de la embriaguez revolucionaria.
Pronto resonaron algunas voces autorizadas (Stuart Mill en Inglaterra, Fourier en Francia), llegando hasta abogar por el sufragio femenino.
Parecía que el advenimiento de la burguesía en medio de tantas declaraciones patéticas y generosas iban a significar el fin de la servidumbre femenina.
Pero ocurrió con las proclamaciones de las burguesías lo que en su oportunidad con la prédica del cristianismo: una vez victoriosa, no pensó más que en ensanchar sus privilegios y halagar sus apetitos de clase dominante. Así como no tuvo escrúpulo alguno en hacer caer sobre la masa obrera que tuviera a sus órdenes, el mazaso de una brutal opresión, así no se desveló en ningún momento para destruir, en nombre de la famosa triada de “Libertad, igualdad, fraternidad”, la más oprobiosa delas desigualdades: la desigualdad de los sexos.
Al fin de cuentas, la decantada civilización burguesa, que tan bellas palabras profiriera, tiene en el fondo el mismo concepto sobre la mujer, que cualquier civilización bárbara.
Este concepto lo ha concentrado muy bien, aunque en una forma poco elegante para algunos oídos ceudo artísticos, el griego Demócrito: La mujer, dijo, es una mesa bien servida que se ve de una manera distinta antes y después de la comida.
Se puede resumir esa eruda metáfora democristiana así: la mujer interesa sólo como hembra.
Pero el capitalismo moderno adjudicó a la mujer otra misión ajena: la de ser una pródiga fuente de lucro en su calidad de asalariada.
Millones de mujeres están encadenadas a la gigantesca producción capitalista y a sus ramas colaterales. A cambio de remuneraciones irrisorias se exprime de ellas recónditas energías ¿Qué obrero, ni el más inepto, se resignaría con el salario que recibe la obrera, aun la más hábil? Por algo florece tanto en el “progesista” mundo burgués la prostitución con todas sus terribles consecuencias.
El progreso exhibe ante la obrera famélica y miserable todos sus portentos: viviendas espléndidas, vestidos magníficos, joyas, flores, manjares … Como otro Mefistófeles, el progreso, el mentido progreso burgués la tienta y la fascina. Y la pobre mujer, generalmente ignorante, aprovecha la primera oportunidad – aun la más engañosa, para correr en pos de la quimera de la felicidad, que su pobre pocilga sin alegría, sin belleza y sin pan no podrá brindarle nunca …
El tan mentado progreso necesitó de largas décadas para plasmar, pregonadas por las luchas obreras, algunas pocas leyes de protección para la madre obrera, leyes que como todas las que benefician a la clase proletaria, se violan descaradamente a la primera oportunidad.
El decantado liberalismo burgués necesitó del ciclópeo esfuerzo femenino en los horrendos años de la última guerra, para concederle al fin en algunos países los derechos políticos …¡Qué sarcasmo! Al poco tiempo de brindárseles esa tardía “recompensa” , la burguesía proclama su “dernier cri” del fascismo, que decapita solemnemente las llamadas libertades democráticas y entre ellas el sufragio, el parlamentarismo.
En los países en que la máscara democrática aun pende de los frontispicios políticos, se busca por el intermedio del voto femenino el apuntalamiento de la reacción, y nada más que eso.
De cualquier manera, con sufragio o sin él, práctica y teóricamente el actual momento burgués sueña con reeditar prácticamente para la mujer la época del gineceo o del serrallo, o sea de la esclavitud.
Los poetas, los oradores y los filósofos de la burguesía fascista son encargados de adornar ese grosero ideal de todo ornamento verbal que hace falta para espiritualizarlo y engañar a las y a los incautos.
La masa femenina que trabaja, nada puede esperar del régimen burgués.
Las escasas y pobres reivindicaciones que lograran, no habrán de modificar el fondo del doloroso problema de la desigualdad sexual que es consecuencia de la desigualdad social.
Eso no significa que la masa laboriosa femenina como la masculina, deba despreciar la lucha por esas pequeñas conquistas arrancadas a la burguesía. Al contrario. Pero es necesario no hacer de ellas un fin y sí servirse de dichas conquistas como un medio para preparar obras fundamentales, incompatibles desde luego con el orden capitalista; que no va más allá de la igualdad ante la ley – y eso en teoría por lo general.
La igualdad ante la ley no pasa de ser una fórmula vacía, mientras no esté respaldada por la igualdad económica. Y esta materia sólo será posible en una sociedad socialista, que comenzará por extirpar de raíz la propiedad privada, origen primero de la desigualdad.
Sólo el régimen socialista asegura para la mujer la entera posesión de su propia individualidad: de su cuerpo, de su mente, de su voluntad. Sólo en una república socialista no habría lugar para la diferenciación de los sexos en superior e inferior. Sólo la organización socialista construirá las relaciones entre el hombre y la mujer sobre los indestructibles cimientos de la fuerte estima, del auténtico compañerismo.
Nos ofrece una magnífica prueba de ello la Eurasia Soviética, donde laboriosa pero firmemente se está estructurando el socialismo.
En pocos años de nuevo régimen, nuevo como no lo hubo nunca en la historia, la mujer rusa se ha ubicado en un nivel que ni remotamente pueden soñar las mujeres de las seculares “democracias” de Europa y América.
Es que no basta ni con el más aparatoso contenido jurídico-institucional, para solucionar las fallas básicas de las consabidas democracias capitalistas. El prejuicio de la inferioridad de la mujer es mantenido artificialmente por la ideología burguesa. Así la economía capitalista puede envilecer sus salarios y desalojar de la producción grandes masas de obreros, más conscientes de sus intereses que las obreras y más dispuestos a resistir la explotación.
La servidumbre de la mujer tiene, pues, hoy como ayer, una razón económica. La educación que se le dé a la mujer en la sociedad burguesa, la intervención que en ella tiene el clero, las limitaciones y trabas con que se la rodea, todo concurre a paralizar su inteligencia, su personalidad, su resistencia. Todo tiende a formar de ella un ser pasivo, todo resignado, que todo lo soporta: la humillación, el dolor, la miseria y hasta la guerra, que le hiere en sus propias entrañas.
Lenin, el formidable jefe de la revolución rusa, pudo decir que aún falta mucho para que la mujer recobre la verdadera libertad; y lo decía nada menos que refiriéndose a la mujer rusa en cuyo favor se ha dado una legislación admirable. Al lado de esa afirmación valiente de Lenin, qué ridículo se nos ocurren las solemnes alabanzas prodigadas a las “grandes democracias”, apenas ellas hagan a favor de la obrera o del obrero algo de lo mucho que queda por hacer.
¡Ay de la clase trabajadora que se fíe de la buena disposición de las “grandes democracias”! … ¡Ay de la que se deje acariciar por la esperanza de la consabida evolución! La evolución … Sólo los ilusos no ven que su ciclo se ha cerrado, para dejarnos a las puertas de la revolución. Bajo su bandera y sobre el terreno de la lucha de clases comenzará la redención de la mujer a través de la redención proletaria.