Anton PANNEKOEK  - Los Consejos Obreros - Capítulo tercero: El pensamiento

 

4. La democracia

La democracia ha sido la forma natural de organización de las comunidades humanas primitivas. Reunidos en asambleas, todos los miembros de la tribu decidían por sí mismos y con absoluta igualdad sobre todas las actividades comunes. Lo mismo sucedía en los primeros desarrollos de la burguesía, tanto en las ciudades griegas de la Antigüedad como en las de Italia y Flandes, en la Edad Media. La democracia no aparecía aquí como la forma de expresión de una concepción teórica sobre la igualdad de los derechos de todos los seres humanos, sino como una respuesta a una necesidad práctica del sistema económico; así, en los gremios, los oficiales no participaban apenas más en esta democracia que los esclavos en la de la Antigüedad. Y, por lo común, a mayor riqueza, más influencia se tenía en estas asambleas. La democracia era la forma de colaboración y de autogobierno de los productores libres e iguales, permaneciendo cada uno dueño de sus propios medios de producción, de su terreno, de su tienda, de sus herramientas. En Atenas, eran asambleas regulares de los ciudadanos quienes decidían sobre los asuntos públicos, mientras que las funciones administrativas eran atribuidas a distintos grupos por turno y por tiempo limitado. En las ciudades medievales, los artesanos estaban organizados en gremios y el gobierno de la ciudad, cuando no estaba en manos de familias nobles, era ejercido por los jefes de los gremios. A finales de la Edad Media, cuando los mercenarios de los príncipes dominaron a los ciudadanos armados, fueron suprimidas la libertad de las ciudades y la democracia que en ellas reinaba.

La era de la democracia burguesa comenzó con el nacimiento del capitalismo; al menos, si la democracia misma no se realizó rápidamente en la práctica, surgieron sus condiciones fundamentales. En el sistema capitalista, todos los seres humanos son propietarios independientes de mercancías, con el mismo derecho y la misma libertad para venderlas como desean; los proletarios, sin propiedad material, poseen y venden su fuerza de trabajo. Las revoluciones que abolieron los privilegios feudales, proclamaron la libertad, la igualdad y el derecho a la propiedad. Las constituciones promulgadas tenían un carácter marcadamente democrático, porque la lucha contra el feudalismo necesitaba las fuerzas combinadas de todos los ciudadanos. Pero las constituciones aplicadas verdaderamente eran bien diferentes; los capitalistas industriales que no eran, entonces, ni bastante numerosos ni bastante poderosos, temían que las clases inferiores, a quienes aplastaban bajo la competencia y la explotación, pudieran acabar por controlar la legislación. Por lo que estas clases fueron también privadas del derecho de voto. Es por lo que, durante todo el siglo XIX, la democracia política se convirtió a la vez en el objetivo y el programa de su acción política. Estas clases estaban aferradas a la idea -y lo están siempre- de que el establecimiento de la democracia, mediante el sufragio universal, les daría el poder gubernamental y, de ese modo, serían capaces de contener e incluso abolir el capitalismo.

Y esta campaña por la democracia ha sido coronada por el éxito, según todas las apariencias. El derecho de voto se extendió paulatinamente. Finalmente, se ha reconocido el derecho de voto igual para todos, hombres y mujeres, en las elecciones para los miembros de los Parlamentos en casi todos los países. Es por lo que nuestra época es citada, a menudo, como la era de la Democracia. Es patente, hoy, que la democracia, lejos de ser un peligro o una fuente de debilidad para el capitalismo, es una de sus fuerzas. El capitalismo está bien asentado; una burguesía numerosa, compuesta por ricos industriales y hombres de negocios, domina la sociedad, en la que los trabajadores asalariados han encontrado su sitio y se les han reconocido derechos de ciudadanía. Todo el mundo reconoce ahora que el orden social gana en estabilidad cuando todos los males, toda la miseria y todo el descontento que, de otro modo, podrían ser origen de revueltas, encuentran un escape regular y codificado en las críticas, acusaciones y protestas en el Parlamento, en las luchas de los partidos políticos. En la sociedad capitalista, existe un perpetuo conflicto de intereses entre las clases y los grupos sociales; en el curso de su desarrollo, de sus transformaciones constantes de estructura, de las mutaciones que sufre, surgen nuevos grupos con nuevos intereses que desean ser reconocidos. El sufragio universal que ya no está limitado artificialmente les sirve de portavoz. Todo grupo de defensa de nuevos intereses puede influir en el sistema legislativo, según su importancia y su fuerza. De este modo, la democracia parlamentaria es la forma política que conviene al capitalismo, tanto en sus comienzos como en el curso de su desarrollo.

Pero queda, incluso así, el temor de ver dominar a las masas y es necesario darse garantías contra todo «mal uso» de la democracia. Las masas explotadas deben tener la convicción de que son dueñas de su destino mediante su papeleta de voto, de tal forma que, si no están contentas con su suerte, tendrán que aguantarse. Pero la estructura del edificio político está pensada de tal forma que el gobierno por medio del pueblo no sea el gobierno por el pueblo. La democracia parlamentaria no es más que una democracia parcial, no la democracia total.

El pueblo no tiene poder sobre los que delega más que un día cada cuatro o cinco años. En estos días de elecciones, se desatan una propaganda y una publicidad machaconas, sacando de nuevo viejos «slogans», haciendo nuevas promesas y cubriéndolo todo de tal forma que apenas hay lugar para un juicio crítico. Los electores no pueden designar sus propios portavoces a quienes entregarían su confianza: los candidatos son presentados y recomendados por los grandes partidos políticos, seleccionados de hecho por los grupos dirigentes de dichos partidos y todo el mundo sabe que votar por un independiente es perder su voto. Los trabajadores se adaptaron al sistema formando sus propios partidos —el partido socialdemócrata en Alemania, el partido laborista en Inglaterra, que desempeñan un importante papel en el Parlamento y proporcionan incluso, en algunas ocasiones, ministros. Los parlamentarios deben hacer el juego pese a todo. Dejadas a un lado las que les afectan directamente —las leyes sociales para los trabajadores—, la mayoría de las cuestiones sometida a los diputados se refieren a intereses capitalistas, problemas y dificultades de la sociedad capitalista. Se acostumbran a ser los guardianes de dichos intereses y a tratar dichos problemas con la visión de la sociedad existente. Se convierten en políticos profesionales que, como los de otros partidos, forman un poder aparte, casi independiente, por encima del pueblo.

Además, estos Parlamentos elegidos por el pueblo no tienen poder total sobre el Estado. A su lado y para prevenir una excesiva influencia de las masas, están otros organismos, compuestos por notables o aristócratas —Senado, Cámara de los Lores, Primera Cámara, etc.— cuya aprobación es necesaria para la votación de las leyes. Y la última decisión está principalmente en manos de príncipes o de presidentes, viviendo por completo en el círculo de los intereses de la aristocracia o del gran Capital. Son ellos quienes designan a los ministros y secretarios de Estado o a los miembros de los gabinetes ministeriales que dirigen la burocracia de los funcionarios, realizando estos últimos el verdadero trabajo. La separación entre legislativo y ejecutivo prohibe a los parlamentarios elegidos gobernar por sí mismos; sin duda redactan las leyes, pero no pueden influir más que indirectamente sobre los verdaderos gobernantes, bien mediante mociones de censura, bien rechazando el presupuesto. En teoría, la característica esencial de la democracia es que el pueblo elige él mismo a sus dirigentes. Este principio no se realiza en la democracia parlamentaria. Y es muy normal, pues el objetivo de dicha democracia es asegurar el dominio del Capital manteniendo en las masas la ilusión de que tienen que decidir ellas mismas su propia suerte.

No vale la pena hablar de Inglaterra, Francia u Holanda como de países democráticos; quizá este término cuadre un poco a Suiza. La política es el reflejo del nivel logrado por los sentimientos e ideas del pueblo. En el pensamiento y en los sentimientos tradicionales, se encuentra el espíritu de la desigualdad, el respeto a las clases «superiores», sean nuevas o viejas: por lo general los trabajadores están delante del dueño con la gorra en la mano. Es un vestigio del feudalismo que no ha desaparecido con la declaración formal de la igualdad política y social, adaptada a las nuevas condiciones del dominio de una nueva clase. La burguesía naciente no sabía cómo expresar su nuevo poder, si no es actuando como señores feudales y exigiendo a las masas explotadas las muestras de respeto adecuadas a su rango. La explotación fue aún más irritante por esta actitud arrogante de los capitalistas que exigían de los explotados las muestras externas de la servidumbre. También los trabajadores dieron a su lucha contra la miseria este tono más profundo que resulta de la indignación contra la humillación de la dignidad humana.

En Norteamérica sucede todo lo contrario. Al atravesar el Atlántico se cortaban las relaciones con todo recuerdo del feudalismo. En el duro combate por la vida que había que librar en un continente en estado salvaje, cada ser humano era juzgado por su valor personal. Un sentimiento burgués de amor a la democracia se ha extendido por todas las clases sociales de la sociedad norteamericana, herencia del espíritu independiente de los pioneros. Este sentimiento innato de igualdad no tolera ni la arrogancia de nacimiento ni la del rango; cuenta únicamente la verdadera fuerza del ser humano y de sus dólares. Se soporta y tolera la explotación con menos desconfianza y más buena voluntad, ya que esta explotación se presenta bajo formas sociales más democráticas. La democracia americana era, pues, la base más sólida del capitalismo y sigue siendo aún su mayor fuerza. Los dueños, los multimillonarios, tienen plena conciencia del valor de la democracia como instrumento de su dominio y todas las fuerzas espirituales del país contribuyen al reforzamiento de tal sentimiento. La idea democrática domina incluso la política colonial. La opinión pública no puede admitir la idea de que Norteamérica pueda dominar y esclavizar razas y pueblos extranjeros. Se les hace, por lo tanto, aliados de su propio gobierno independiente. Pero, automáticamente, la supremacía financiera todopoderosa de Norteamérica hace a estos pueblos aún más dependientes de lo que habría podido hacerles cualquier dependencia formal. Por otro lado, es necesario comprender que el carácter fuertemente democrático de los sentimientos y tradiciones populares no trae consigo, sin embargo, la creación de las correspondientes instituciones políticas. En Norteamérica como en Europa, el sistema de gobierno reposa sobre una constitución establecida de forma que garantice el dominio de una minoría dirigente. El Presidente de EEUU puede llegar a estrechar la mano de los más pobres, lo que no impide que el Presidente y el Senado de los EEUU tengan mucho más poder que el rey o la Cámara Alta de la mayoría de los países europeos.

La duplicidad interna de la democracia política no es uno de esos artilugios inventados por políticos astutos. Es una imagen de las contradicciones internas del sistema capitalista y, por ello, una reacción instintiva a éstas. El capitalismo se basa en la igualdad de los ciudadanos, de los propietarios privados, libres para vender sus mercancías: los capitalistas venden sus productos, los trabajadores venden su fuerza de trabajo. Pero actuando como comerciantes libres e iguales, obtienen como resultado la explotación y el antagonismo de clase: el capitalismo es el dueño y explotador y el trabajador el esclavo de hecho. Sin violar el principio de la igualdad jurídica, sino por el contrario adecuándose al mismo, se logra como resultado una situación que viola en realidad dicho principio. He ahí la contradicción interna de la producción capitalista, la que muestra que este sistema sólo puede ser transitorio. No hay que asombrarse de encontrar de nuevo la misma contradicción en el ámbito político.

Los trabajadores no podrán superar esta contradicción capitalista —es decir, el hecho de que de su libertad política surgen su explotación y su esclavitud— más que cuando hayan dominado esta contradicción política que es la democracia burguesa. La democracia es la ideología que han heredado de las luchas burguesas de antaño; la estiman, como lo relacionado con las ilusiones de la juventud. En tanto se aferren a tales ilusiones, crean en la democracia política y hagan de la misma el programa de su lucha, seguirán atrapados en las redes, luchando en vano para liberarse. En la lucha de clases de hoy, esta ideología es el obstáculo más importante en el camino de su liberación.

Cuando en 1918, en Alemania, el gobierno militar se derrumbó y el poder político cayó en manos de los trabajadores, sin que tuvieran que sufrir todavía un poder de Estado, se encontraron libres para edificar su propia organización social. Surgieron por todas partes Consejos obreros, Consejos de soldados; estos Consejos eran producto, en parte, de una intuición nacida de las necesidades y, en parte, del ejemplo ruso. Pero esta acción espontánea no correspondía a lo que pensaban en teoría los trabajadores, impregnados por completo de teoría democrática durante años y años de propaganda socialdemócrata. Y los jefes políticos pusieron todo su empeño en volver a imponer esta teoría. La democracia política es el elemento en que estos jefes se sienten como pez en el agua, donde pueden participar en la dirección de los asuntos como portavoces de la clase obrera, donde pueden discutir y oponerse a sus adversarios en el seno del Parlamento, o en torno a una mesa de conferencias. A lo que estos jefes aspiraban no era al control de la producción por los trabajadores y a la expropiación o depojo legal de los capitalistas, sino a colocarse ellos mismos al frente del Estado y de la sociedad, a reemplazar a los funcionarios aristócratas y capitalistas. También, de acuerdo con toda la burguesía, lanzaron como consigna la «convocatoria de una nueva Asamblea Nacional para promulgar una nueva Constitución democrática». Contra los grupos revolucionarios que propugnaban la organización en Consejos y hablaban de dictadura del proletariado, ellos hablaban de igualdad jurídica de todos los ciudadanos, igualdad que presentaban como respuesta a una simple exigencia de justicia. Por otro lado, decían, si los trabajadores resistían, siempre se podría incluir a los Consejos en la nueva Constitución y darles así un estatuto legal reconocido. La masa de trabajadores vaciló, desde entonces, entre consignas opuestas; impregnados de ideas democráticas burguesas, los obreros no ofrecieron ninguna resistencia. Con la elección y reunión de la Asamblea Nacional en Weimar, la burguesía alemana obtuvo un nuevo punto de apoyo, un centro de decisión, un Gobierno establecido. Así se inició el curso de los acontecimientos que iba a conducir a la victoria del Nacionalsocialismo.

La guerra civil española tuvo un desarrollo análogo, si bien a menos escala. En la ciudad industrial de Barcelona, los obreros, al tener noticia de la rebelión de los generales, asaltaron los cuarteles, decidieron a los soldados a pasarse a su bando y tomaron el control de la ciudad. Sus grupos armados, dueños de la calle, velaban por el mantenimiento del orden y el aprovisionamiento y mientras que las principales fábricas continuaban funcionando bajo la dirección de los sindicatos, proseguían la guerra contra los ejércitos fascistas en las provincias vecinas. Mientras tanto, sus dirigentes entraron a formar parte del Gobierno de la República democrática de Cataluña, compuesta por republicanos pequeñoburgueses en coalición con políticos socialistas y comunistas. Esto quería decir que los trabajadores, en vez de luchar por su clase, debían combatir por la causa común y alinearse con ella. Debilitada por ilusiones democráticas y querellas intestinales, su resistencia fue aplastada por las tropas del Gobierno catalán. Y seguidamente, como para simbolizar el restablecimiento del orden burgués, se podía ver cómo la policía a caballo, como en otra época, cargaba contra las mujeres de los obreros que iban a guardar cola ante las panaderías. Una vez más, la clase obrera era vencida; se había cubierto la primera etapa en el camino que iba a conducir a la caída de la República y a la instauración de la dictadura militar.

En época de crisis social o de revolución política, cuando el gobierno se hunde, el poder cae en manos de las masas obreras; se plantea entonces un problema para la clase poseedora y para el capitalismo: ¿cómo hacer para arrancárselo? Así ha ocurrido en el pasado, así se corre el peligro de que suceda en el futuro. La democracia es el medio, el instrumento adecuado para persuadir a las masas de que abandonen el poder. Se pone por delante la igualdad formal, la igualdad ante la Ley, para convencer a los trabajadores de que renuncien al poder y permitir que sus órganos de gobierno sean colocados dentro del Estado, es decir, dejar que se conviertan en órganos subordinados a otros.

Los obreros sólo tienen un arma contra todo esto: alimentar en sí mismos la convicción profunda de que la organización en Consejos representa una forma de igualdad superior y más perfecta. ¿No es la forma de igualdad adaptada a una sociedad en la que la producción y la existencia humana son dirigidas de manera consciente? Se puede uno preguntar si el término democracia es adecuado, pues cracia indica un dominio por la fuerza que, en este caso, no existe. Si los individuos deben adaptarse al conjunto, no hay, por lo tanto, gobierno sobre el pueblo: el pueblo mismo es el gobierno. La organización en Consejos es el único medio por el que la humanidad trabajadora organiza sus actividades vitales, sin que tenga necesidad de un Gobierno para dirigirla. Si se quiere permanecer verdaderamente unido al valor emocional que lleva consigo desde hace mucho tiempo la palabra democracia, se puede decir que la organización en Consejos representa la más elevada forma de democracia, la verdadera democracia del trabajo. La democracia política, burguesa, no puede ser, en el mejor de los casos, más que formal: da a cada uno los mismos derechos legales, pero no se preocupa apenas de saber si de ello resulta algún tipo de seguridad en la vida, porque no se ocupa ni de la vida económica ni de la producción. El trabajador tiene este derecho de vender su fuerza de trabajo, pero no está seguro de lograrlo. La democracia de los Consejos, por el contrario, es una verdadera democracia, puesto que asegura la subsistencia de todos los productores que colaboran en tanto que dueños libres e iguales de sus fuentes de vida. De nada sirve esperar leyes o decretos que garanticen a todos el derecho efectivo de participar, en los hechos, en las tomas de decisión; en este terreno, la igualdad real no se verá en los hechos más que el día en que el trabajo, en todas sus formas, sea organizado por los trabajadores mismos. Los parásitos que no participan en la producción se excluirán por sí mismos automáticamente de toda participación en las decisiones; pero este hecho no puede ser considerado como una falta de democracia: no es su persona, sino su función la que les habrá excluido de estas decisiones.

Se escucha decir con frecuencia que el mundo moderno se encuentra frente a un dilema fundamental: ¿Democracia o dictadura? Para acabar diciendo que la clase obrera debe apoyar con todas sus fuerzas la causa de la democracia. En realidad, esta alternativa oculta una escisión entre grupos capitalistas, según la respuesta que den a la siguiente pregunta: ¿Es mejor preservar el sistema mediante una superchería democrática —es decir, seguir la vía «suave»— o mediante una obligación dictatorial —es decir, escoger la vía dura—? Es el problema de siempre: ¿Cuál es el mejor método para impedir que los esclavos se subleven, el paternalismo o el terror? Si fueran consultados sobre ello, nadie dudaría de que los esclavos dirían que prefieren ser tratados con benevolencia, mejor que con ferocidad; si permiten que se abuse de ellos, hasta el punto de confundir la vía «suave» con la de la libertad, renuncian al mismo tiempo a su emancipación. En nuestra época, el dilema se plantea en estos términos en lo que concierne a la clase obrera: o bien la organización en Consejos, la democracia de los trabajadores, o bien la democracia del derecho formal, la democracia falaz y aparente de la burguesía. Proclamando la democracia de los Consejos, los obreros trasladan la lucha de la forma política al trasfondo económico. O, más exactamente —ya que la política no es más que la forma y el instrumento de lo económico— substituyen las fórmulas vacías con la acción política revolucionaria, la toma de los medios de producción. El vocablo democracia política sirve para desviar a los obreros de su verdadero objetivo. Sólo preocupándose de llevar a la práctica el principio de la organización en Consejos, los trabajadores resolverán el gran problema.

 


Last updated on: 5.30.2011