Gustavo Adolfo II

de Suecia

La Guerra de los Treinta Años y la construcción del estado nacional alemán

 

Por
Franz Mehring

 


Escrito: En 1894.
Publicado por vez primera: En Gustav Adolf. Ein Fürstenspiegel zu Lehr und Nutzen der deutschen Arbeiter. Zweite verbesserte Auflage, mit einem neuen Vorwort. Vorwärts förlag, Berlin 1908.
Versión al castellano: Traducido del idioma sueco por Julio Fernández Baraibar, 2007.
Fuente para la presente traducción: Versión en sueco que aparece en www.marxists.org/svenska/mehring/1894/g2adolf.htm. Traducción del alemán al sueco por Claes-Eric Danelius.
Esta edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2011, por cortesía de Julio Fernández Baraibar.


 

Introducción a la traducción al español

Franz Mehring no necesita mucha presentación para un público acostumbrado a la lectura de los clásicos del pensamiento marxista. Nacido en Pomerania, en el norte de Alemania, en el año 1846, murió en Berlín en 1919, pocos días después que sus camaradas y amigos Rosa Luxemburgo y Kart Liebknecht fueran asesinados por los guardias blancos de la reacción imperial, al fracasar la revolución alemana de 1918.

Ingresó a la política apoyando el proceso de unificación alemana liderado por Bismarck, desde una perspectiva liberal, para coincidir, poco después, con las posiciones expresadas por los socialdemócratas encabezados por Fernando Lasalle. Ingresó al Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, donde se convirtió en uno de sus principales periodistas y publicistas. Entre 1902 y 1907 fue el editor jefe del periódico socialdemócrata Leipziger Volkszeitung. Entre 1906 y 1911 enseñó en la escuela del partido. Fue miembro del parlamento prusiano entre 1917 y 1918. Comienza a distanciarse de la socialdemocracia con motivo de la votación a favor del presupuesto de guerra por parte del bloque de su partido en el parlamento alemán, hecho que tuvo enormes consecuencias en la historia de la socialdemocracia europea. El hecho puso fin a la existencia de la II Internacional y los partidos socialistas europeos apoyarán a partir de allí a sus respectivas burguesías en la matanza interimperialista de 1914, la Primera Guerra Mundial. En 1916 es fundador, junto con Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, de la Liga Espartaquista que expresaba los puntos de vista de la fracción socialdemócrata opuesta a la colaboración de los trabajadores con la guerra imperialista.

En 1918, un año antes de su muerte, dio a conocer su libro “Carlos Marx” (Editorial Grijalbo, México, 1957), producto de sus clases en la escuela de la Liga Espartaquista, y que constituye la mejor biografía política del fundador del materialismo histórico escrita hasta el presente.

La unidad nacional alemana, la destrucción de los impotentes principados que retrasaron más de trescientos años la creación de un estado alemán centralizado y, por lo tanto, el pleno desarrollo de sus fuerzas de producción fueron los objetivos por los que se lanzó a la política y el principal impulso a su incorporación a la socialdemocracia. En su pensamiento, sólo el proletariado alemán podría llevar adelante esas formidables tareas, ante lo que consideraba la debilidad de la burguesía germana y su miedo a encarar las necesarias transformaciones que implicaban, entre otras, la abolición de la monarquía y de los residuos feudales.

En 1894 publicó este folleto sobre el rey sueco Gustavo II Adolfo, quien en el transcurso de la Guerra de los Treinta Años, invadió y saqueó el suelo alemán, y al que la burguesía sueca y la alemana, lo que despertó en Mehring una profunda indignación, erigieron en un guerrero por la libertad de conciencia contra la servidumbre del catolicismo y los jesuitas. Para desmentir esta falacia, Mehring hace en este folleto un ejercicio de revisionismo histórico sobre la figura del monarca sueco, sobre la Guerra de los Treinta Años y sobre la reforma luterana.

Dos cosas, entre otras, deja en claro el folleto:

1. La profunda transformación económica que, con el ropaje de turbulencias, enfrentamientos y guerras religiosas, conmovieron a la sociedad Europea a partir de fines del siglo XV.

2. Y dentro de ello, Mehring establece un punto de vista, a mi entender, novedoso al apartarse de la condena adocenada del progresismo de izquierda al absolutismo de los Austria y a la contrarreforma jesuítica. Con una luz impiadosa ilumina las pequeñeces del luteranismo y de su fundador y algunos seguidores, así como la infamia de los príncipes alemanes, luteranos y católicos, mientras que eleva al Mariscal de las fuerzas del Sacro Imperio Romano Germánico y de la Liga Católica, el bohemio católico Alberto de Wallenstein a la altura de un fallido, pero hábil y esforzado, protounificador del reino alemán.

Su afirmación que, siendo Alemania uno de los países más atrasados de Europa occidental de entonces, la religión alemana (el luteranismo) no podía ser sino una religión atrasada, y su descripción del jesuitismo como, junto con el luteranismo y el calvinismo, la expresión de las nuevos formas de producción capitalista en la esfera religiosa, aportan un novedoso, pese a lo centenario del texto, e iluminador punto de vista.

La otra razón que me motivó a la traducción del texto, además de su ausencia en la literatura en castellano, es que la lucha secular por la unificación de Alemania, más allá de las obvias y enormes diferencias de tiempo, lugar y cultura, y de la existencia arrasadora en nuestros días de un imperialismo económico inexistente en el siglo XVII, tiene ricos y aleccionadores puntos de contacto con nuestra lucha por la unidad de América Latina. También aquí encontramos figuras similares a los “déspotas enanos” que menciona Mehring, al referirse a la miríada de duques, condes, margraves, marqueses, príncipes, príncipes electores, obispos, arzobispos y emperador que usufructuaban el trabajo de los campesinos y las ciudades alemanas. Nuestras impotentes repúblicas, sus muecas de soberanía frente a los vecinos y su lacayuna obediencia al imperialismo, juegan el mismo papel que aquellas, son el impedimento para nuestra existencia como nación continental soberana.

Si Francia, por un lado, y la rapiña sueca, por el otro, más la traición de los príncipes, católicos y protestantes, fueron la razón principal para que Alemania entrara trescientos años tarde al concierto europeo, como nación moderna, así hoy el sistema imperialista que rige sobre EE.UU. y Europa, y se descarga sobre el mundo semicolonial, y la traición de las oligarquías latinoamericanas constituyen el principal impedimento de nuestra unificación nacional.

Para no hablar de los historiadores de nuestra balcanización que, así como el partido de la reacción alemana erigió en héroe al causante del atraso alemán, han erigido en el papel de prohombres a quienes abrieron las puertas al imperialismo inglés, dividieron la heredad hispanoamericana para facilitar la penetración del mismo. Mitre, Portales, Tagle, Rivera y Rivadavia cumplieron el mismo papel que en este folleto Mehring atribuye a los miserables señores alemanes. Y nuestros Wallenstein, nuestros campeones de la independencia nacional y la unidad continental han sido relegados a la categoría, o bien de déspotas, o bien de bandidos, actitud esta de la que no se salvó ni siquiera el maestro del profesor Franz Mehring, Carlos Marx.

Hay un detalle, apenas unas palabras, en el texto de Mehring que no puedo pasar por alto y han merecido una pequeña nota al pie de página de mi parte. Al final de su breve ensayo y describiendo la decadencia moral de aquella banda de príncipes y marqueses, escribe:

“Los príncipes protestantes, que habían vivido desde el final de la guerra campesina hasta la paz de Westfalia, eran una pandilla horripilante, a la que un mar de agua calina apenas alcanzaría para ocultar el color natural de la piel de esos moros bajo una fina capa de color cieno”.

Que en 1908, fecha de la segunda edición del folleto, Franz Mehring continuase considerando que esas palabras no ofendían a un vastísimo sector de la humanidad oprimida indica bien a las claras el carácter eurocéntrico que el pensamiento socialista marxista, aún el más avanzado y decidido, tenía en el Imperio Alemán de Guillermo II poco antes de la Primera Guerra Mundial. Llamar moros, en recuerdo de los cultos príncipes del califato de Granada, con el brutal sentido descalificatorio y racial que encierra el párrafo, es para los latinoamericanos de principios del siglo XXI un indicio más del derecho de inventario con que tenemos que aprehender los instrumentos del pensamiento crítico generados por Europa.

Establecido el necesario y sano inventario, entremos entonces al texto de Franz Mehring sobre Gustavo Adolfo Wasa.

 

Julio Fernández Baraibar
Pântano do Sul, Isla de Florianópolis, Santa Catarina, Brasil
23 de diciembre de 2007.

 

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Gustav II Adolf

Franz Mehring

 

 

Prólogo a la segunda edición. 1908

Cuando las clases dominantes de Alemania, hace catorce años, para el 300º aniversario del nacimiento del rey sueco Gustavo II Adolfo (el 9 de noviembre de 1894) se sintieron inspiradas a elevar ardientes homenajes a este devastador y predador de la tierra alemana, a la vez que coreaban un ronco grito pidiendo leyes de excepción contra la clase obrera, consideré que este pequeño escrito podría en alguna medida colaborar para que la verdad histórica saliese a la luz. Se distribuyeron entonces cerca de 30.000 ejemplares. Hace mucho que está agotado en las librerías, de modo que el editor, que en los últimos tiempos ha recibido numerosos pedidos del mismo, considera conveniente una nueva edición.

Los más lejanos motivos para esta publicación hoy se han perdido, y queda, entonces, la pregunta de si yo no debería olvidarme de su origen y ampliarlo a una detallada historia sobre la Guerra de los Treinta Años. Recién después de maduras reflexiones he creído estar en condiciones de responder con un no a esa pregunta. Sin duda, la Guerra de los Treinta Años tiene un vivo interés para la clase trabajadora, como el definitiva final de la revolución alemana, que alcanzó su culminación con la gran guerra campesina[1], pero, justamente por ello, me parece más provechoso describir en grandes rasgos el contexto histórico entre los años 1525 y 1648, y con ello descubrir la red interna de toda la tragedia, que describir en detalle su último acto, particularmente cuando la espantosa catástrofe de este último acto, aunque conmovedora y llena de lecciones, fue horripilante en sus detalles, especialmente después que Gustav Adolf y Wallenstein se retiraron de la escena histórica.

Como mi escrito, cuando apareció por primera vez, también estaba dirigido contra las planeadas leyes de excepción, fue usado como cobayo de experimento por el primer fiscal prusiano en Postdam, para probar el filo de las armas que se estaban forjando contra el proletariado. Acusó al periódico partidario brandenburgués por delito contra el parágrafo 131 del código penal, por haber publicado algunas de mis opiniones, en las que se demostraba que los Hohenzollern habían usado “la doctrina pura” simplemente para arrebatar los bienes eclesiásticos. Según el parágrafo 131 el que “públicamente sostenga o difunda informaciones inventadas o calumniosas con finalidad degradante, contra instituciones estatales o contra dispositivos de la superioridad,”, deberá ser penado con multa o cárcel de hasta dos años. El primer fiscal de Postdam sostuvo que el mencionado delito contra este parágrafo era claro como el sol. La Socialdemocracia pretendía derrocar a la monarquía; entonces la afirmación de que los Hohenzollern muertos habían llevado adelante, bajo formas religiosas, un pillaje eclesiástico era usado para exponer a los Hohenzollern vivos bajo una luz perniciosa, por lo cual se hacía evidente que el acusado había querido destruir las instituciones de la monarquía. Pero el tema principal era inventado o calumnioso, como sostuviera uno de los especialistas convocados por el fiscal de estado. Este especialista, un tal profesor Heidemann, de un convento de grises hermanos en Berlín, logró, bajo juramento, asegurar que verdaderamente el enorme agobio de las propiedades eclesiásticas marquesales llevado a cabo por Joaquín II, había sido realizado de un modo perfectamente ordenado y honesto.

Así se veía la situación para el acusado, el redactor responsable del periódico de Brandenburgo, para quien el allanamiento de la redacción y su vivienda privada tiñó al caso de una gravedad cercana a la alta traición y mucho peor aún cuando, en la vieja ciudad capital de Brandenburgo, no había ningún abogado, que pudiera exponer en su defensa otros argumentos que los de la “escasa cultura” del acusado. A último momento, sin embargo, asumió la defensa un consejero de justicia de Postdam, un señor mayor de los antiguos tiempos felices, cuando la educación burguesa todavía era una realidad y no sólo una frase. Advirtió al tribunal de no quedar en ridículo por dictar resoluciones en cuestiones históricas, sobre las cuales ni formal ni concretamente le correspondía juzgar, a la vez que desmenuzó implacablemente la llamada pericia del llamado especialista. Así absolvió el tribunal penal al acusado: “dado que a partir de los dictámenes se ha recibido la impresión de que los investigadores en estas cuestiones históricas aún no han emitidos opiniones concluyentes, y que, por lo demás, no se ha encontrado ningún delito contra el parágrafo 131, aún en el caso de que la deposición del especialista fuera la pura verdad histórica”. Después de ello, la jurisprudencia en Leipzig ha hecho, como es sabido, grandes progresos, necesarios para la reputación de la administración de justicia alemana, al hacer público que la declaración de hechos históricamente indiscutibles aunque moralmente repudiables sobre majestades muertas es un delito de lesa majestad contra sus sucesores.

Al mismo tiempo un venerable sacerdote de la iglesia estatal apuntó un más inocuo, aunque no más brillante, ataque contra mi escrito. En alguna publicación parroquial o de distrito publicó una serie interminable de artículos buscando probar con ella, por milésima vez, la vieja cháchara sobre el “héroe de la fe” Gustavo Adolfo, que vino a Alemania para salvar la religión protestante. El profesor Kernkamp de Ámsterdam, fascinado una vez más por el método materialista histórico, con el cual, en 1901 en su discurso de asunción “Over de materialistische Opvattung van de Geschiedenis” (Sobre la concepción materialista de la historia) intentó refutar mi escrito. Con satisfacción he discutido esto con él en el semanario de nuestros camaradas holandeses “Nieuwe Tijd” (Tiempo Nuevo). De todas maneras sus argumentos en contra son lo suficientemente conocidos para los lectores alemanes, como para que necesite repetirlos.

En Alemania la crítica burguesa, en la medida que ha intentado ser seria, sostuvo que quise hacer de Wallenstein un “héroe nacional”. Tampoco esto es cierto. Me precaví expresamente de decir “héroe nacional” en el sentido actual del término y puse una limitación: “en el caso de que un héroe nacional fuera posible en aquel tiempo”. Tampoco me puedo conformar con la afirmación general de la concepción histórica burguesa, según la cual Wallenstein habría sido un “condotiero sin hogar”, “un aventurero histórico”. Wallentein propuso para Alemania lo mismo que Richelieu alcanzó para Francia: el fundamento para la monarquía absoluta sobre bases nacionales como una unidad laica, la cual se impone por encima de las contradicciones religiosas. Aquí también se debe juzgar al hombre por las cosas, y no a las cosas por el hombre. Wallenstein no era ni un aventurero ni un soñador que sólo pretendía jugar con grandes cosas. Pero cuando las grandes cosas, que él se propuso en sus profundos y ambiciosos planes, fueron imposibles de realizar en Alemania desembocó en una política aventurada y fantástica que lo llevó a una trágica decadencia.

Richelieu como Wallenstein no eran personajes ideales y como “traidor”, en el sentido de la historiografía leal, aquél podía muy bien medirse con éste. Al igual que Wallenstein mantenía una magnífica corte y sostenía, también, su propia guardia, a la cabeza de la cual se presentaba ante el rey. Richelieu era también, pese a su dignidad sacerdotal, comandante en jefe de sus huestes, que manejaba a su voluntad, no a la del rey, vestido con coraza y con la pistola en la cintura. Pero que ambos hombres hayan alcanzado tan distinto destino dependió de que Richelieu sólo necesitaba terminar la casi completa centralización de Francia, profundamente enraizada en sus relaciones económicas, mientras que Wallenstein no pudo revertir una casi completa descentralización, enraizada también profundamente en las condiciones económicas de Alemania.

Hasta cierto punto esto tiene relación con otro reproche que, incluso amigos, me han hecho: a saber, que yo habría pintado el protestantismo con colores demasiado sombríos, comparado con el catolicismo. No quiero, sin más ni más, afirmar que estos reproches están injustificados. Cuando se ha crecido en zonas puramente protestantes y se ha educado en escuelas protestantes, tan pronto como se perciben las contradicciones religiosas, se juzga con mayor levedad los golpes que uno mismo no ha llegado a sentir. Por ello, no es tampoco ninguna casualidad que los camaradas partidarios, que me reprochan un prejuicio demasiado grande contra el protestantismo, han crecido en zonas puramente católicas y han sido educados en escuelas católicas y, por ello, a su vez, quizás juzguen al protestantismo demasiado alentadoramente. Mientras tanto, yo no voy a seguir protestando contra estos reproches, en especial cuando el encomio de los contrincantes me ha convencido aún más que los reproches de los amigos: mi pequeño escrito ha sido distribuido por los ultramontanos[2] austriacos, para, con ello, combatir al movimiento Fuera de Roma, un éxito que no he buscado y que vivamente lamento. Con satisfacción, en esta nueva edición he destacado con algunas fuertes pinceladas los pecados de la contrarreforma católica.

Pero respecto al fondo de la cuestión no puedo cambiar de punto de vista. El protestantismo apareció en la historia como la vestidura religiosa de una revolución burguesa y hasta plebeya; de modo que en general significó, sin duda, un progreso histórico que sería injusto e insensato oscurecer o desmerecer. Pero fue sólo la superestructura ideológica de un desarrollo económico que ocurrió de las más variadas maneras, no sin duros reveses y retrocesos, y ello también configuró su pensamiento.

Por otro lado, el catolicismo mantuvo su vieja y probada capacidad de adaptarse a las más diversas relaciones económicas, y también a generar el producto del pensamiento que el avance del desarrollo histórico necesitase. Para entender estas peleas seculares no alcanza con el simple estereotipo: ¡aquí el catolicismo, allí el protestantismo! No alcanza con elogiar o reprochar a uno o a otro, sino, como dice Spinoza, hay que tratar de entender tanto a uno como a otro, y esto es lo que he intentado en mi escrito. Puede que lo haya logrado más o menos bien, pero mantengo que el método es el correcto. Por ello no puedo estar de acuerdo cuando uno de mis críticos socialdemócratas, el camarada Hugo Schulz de Viena, en su libro, excelente y digno de ser leído, Sangre y Hierro, al describir la Guerra de los Treinta Años, afirma que el protestantismo contiene, sin duda, elementos de libertad que faltan en el catolicismo, que las tendencias culturales del protestantismo, pese a la indigencia espiritual de los líderes, poseería, por así decir, un rasgo popular; que los jesuitas intencionalmente habrían desatendido la instrucción popular, mientras que el ideal protestante de que cada uno pueda leer la Biblia siempre alentó, en términos relativos, esta educación popular.

Como parámetro para los juicios históricos estas cláusulas generales, según mi opinión, no alcanzan. Concuerdan, más o menos, bajo ciertos presupuestos históricos, pero de ninguna manera concuerdan bajo otros presupuestos históricos. ¿Dónde ha librado sus gigantescas batallas y ha ganado sus más brillantes victorias el iluminismo burgués? No en la Alemania protestante y ni siquiera en la Inglaterra protestante, sino en la católica Francia.

Así se explica la opinión del camarada Hugo Schulz ya que establece unilateralmente un juicio desde el punto de vista austriaco y describe tanto al catolicismo como al protestantismo como resultado de visiones religiosas del mundo, lo que, como tales, nunca han sido. Por el contrario, han servido como banderas de luchas completamente seculares y, si se puede usar una expresión demasiado lisonjera, les han regalado un destello de explicación. El hecho, en principio indiscutible, de que el iluminismo burgués, tal y como principalmente apareció en Alemania, tiene sus raíces en las regiones protestantes del país y no en las católicas, puede fácilmente llevar a dificultosos malos entendidos, cuando sólo un vistazo en Francia alcanza para mostrar que este fenómeno ha tenido otra causa que la más libre visión protestante del mundo.

La última posibilidad de imponer en Alemania una monarquía secular por sobre los antagonismos confesionales despareció para siempre durante la Guerra de los Treinta Años. De modo que la disputa religiosa permaneció, por así decir, como un elemento constituyente de la anarquía alemana. El despotismo secular se apoyó en la iglesia y fue a través de los poderes eclesiásticos que buscó afirmarse en los incontables estados soberanos en que Alemania quedó dividida después de la Paz de Westfalia (1648). No era diferente entre los protestantes que entre los católicos, con tan sólo una diferencia, que la iglesia universal católica tenía a su disposición poderes completamente distintos a los de las iglesias estatales protestantes, y que la potencia austriaca podía administrar los poderes católicos de una manera completamente diferente a la de los pequeños y medianos estados con las excomuniones de sus pequeños papas. La reacción católica en Austria fue una máquina de opresión, que en cuestión de espanto, pero también de eficacia, superó ampliamente a todo lo que pudiera lograr la reacción protestante. Es completamente entendible que los nacidos como austriacos aún en nuestros días piensen con enérgica cólera en aquellos horribles tiempos.

Pero ello no permite pasar por alto que entre los tiranos protestantes no escaseaba la voluntad, sino el poder, para competir con éxito con el modelo católico. Los seguidores de Lutero eran príncipes guerreros más obedientes, incluso, que los prelados católicos, y en cuanto a intolerancia fanática aquellos empataban con los de la jurisdicción de los sacerdotes. Mientras jesuitas inteligentes como Friedrich Spee se oponían a los procesos de brujas, una renombrada luz de la Universidad protestante de Leipzig envió 20.000 brujas a la hoguera, al mismo tiempo que leyó cincuenta y tres veces la Biblia entera, lo que no pone el resultado intelectual y moral de esta lectura bajo una luz demasiado perfecta. Con posterioridad, otro profesor de Leipzig, Christian Thomasius, fue notoriamente el más efectivo luchador contra los procesos de brujas, pero también ha declarado que era de completo derecho de los príncipes cazar más allá de la frontera a todos los que, según su punto de vista, eran súbditos herejes, con lo que se justificaban las no menos viles atrocidades de los jesuitas austriacos.

La única razón práctica para que esta noble competencia entre una manía persecutoria católica y otra protestante no haya podido llevarse a cabo al mismo ritmo fue que los creyentes protestantes no podían permitirse el lujo de despoblar las posesiones bastante estrechamente limitadas de sus déspotas, así como los jesuitas despoblaron Sazkammergut y otras regiones austriacas. Las mismas razones vinculantes tenían también su propia “tolerancia”: como el rey prusiano tenía su principal zona de reclutamiento en los estados eclesiásticos, cada uno en sus estados logró “ser feliz con su aspecto”. Incluso la rivalidad recíproca entre estos tiranos de aldea tenía gran importancia. Cuando la ortodoxia luterana expulsó de Leipzig a Thomasius, éste fue reclutado por el vecino prusiano, en la cercana Halle, para atraer estudiantes de Leipzig al otro lado de la frontera, y no precisamente con una finalidad iluminista. Posteriormente el profesor Christian Wolf fue expulsado de Halle de una manera aún más afrentosa que Thomasius de Leipzig –de hecho bajo la amenaza de una pena de horca- a raíz de una cláusula filosófica irritante pero mal interpretada por el monarca prusiano.

Si, en consecuencia, el iluminismo burgués podía ganar terreno sólo en las zonas protestantes de Alemania, pero no en las católicas, y especialmente no en Austria, eso no dependió de ningún “elemento de libertad”, que el protestantismo, a diferencia del catolicismo, pudiera contener, sino del hecho de que la intolerancia protestante no podía cerrar tan herméticamente las fronteras de las regiones que controlaba, como sí podía hacerlo la intolerancia católica. El modo en que el protestantismo, por otra parte, ha maltratado al iluminismo burgués, desde Thomasius y Wolf hasta Kant y Lessing, es suficientemente conocido. Los protestantes tratantes de seres humanos de Brunswick asolaron la vejez de Lessing de la misma manera que los protestantes tratantes de seres humanos de Wurtemberg asolaron la juventud de Schiller, pero los selotes[3] protestantes no se quedaron atrás con la denuncia de Herder y Kant. Uno de nuestros clásicos, Winckelmann, fue tan maltratado por ellos que no tuvo otra opción que huir hacia la iglesia católica que, a la postre, le dio la posibilidad de desarrollar sus geniales capacidades.

Pero ya es suficiente con estas puntualizaciones. Ellas muestran de modo suficientemente claro el escaso derecho que el protestantismo tiene, en principio y de una vez por todas, de reclamar una ventaja frente al catolicismo. De lo que se trata es, tan sólo, de clases o de fracciones de clase, que bajo la cobertura religiosa, luchan unas contra otras. Y los príncipes alemanes, que en la Guerra de los Treinta Años, así como antes y después de ella, se enfrentaron unos contra otros, tanto en la fracción católica como la protestante, eran igualmente malos, aún cuando no sea tan fácil encontrar en la historia una pandilla comparable con esas dos.

De modo que en todo lo importante he dejado el texto sin cambiar, aunque lo he recorrido minuciosamente en lo estilístico, a la vez que lo he ampliado y mejorado en muchas cuestiones de fondo.

Steglitz-Berlín, marzo 1908

F.M.

 

 

 

Introducción

El 9 de diciembre de 1894 habrán pasado trescientos años del nacimiento del rey sueco Gustavo Adolfo. Las clases dominantes de Suecia celebrarán el acontecimiento con una llamada fiesta nacional, y las clases dominantes de Alemania se preparan para una proeza cultural similar. El ministro de Cultura prusiano ha recomendado oraciones en las iglesias y discursos en las escuelas y lo que puede quedar de aire en los pulmones del órgano de la burguesía liberal lo usa con probidad en la glorificación de Gustavo Adolfo, al cual celebran como “el León del Norte”, “el Libertador de Alemania”, “el Salvador del Evangelio” y “el venerado luchador de Dios”[4]. Es verdad: Un partido burgués se mantiene cuidadosamente aparte, a saber: los ultramontanos; su periódico difama a Gustav Adolf con la misma habilidad con que los periódicos conservadores, liberales e, incluso, los oficiosos lo alaban.

Claro que, en este caso, se trata sólo de la protesta de una minoría, que circunstancialmente no está en el poder, y que depende fundamentalmente de delirios religiosos, con los cuales el proletariado no tiene nada que ver. Pero –se puede uno preguntar- ¿qué les significa a los trabajadores alemanes todo este difícil arte? Ninguno de ellos va a escuchar los patéticos sermones sobre Gustavo Adolfo en las iglesias. Y cuando, el 9 de diciembre, en las escuelas, los hijos de los trabajadores sean regalados con ditirambos al monarca sueco, estos van a evaporarse en las claras cabezas de la progenie proletaria tan rápido como toda la basura con que son alimentados en la falsa enseñanza de la historia. Además, el culto de Gustavo Adolfo ya tiene el gancho ultramontano en la carne. ¿No va a decir el proletariado, como dijo Ulrico Hutten en su tiempo sobre las peleas de los monjes: Atibórrense gordos, así podrán comerse los unos a los otros? Recién al final de nuestra presentación podremos responder detalladamente estas cuestiones. Mientras tanto alcanza con señalar que la clase obrera alemana en el actual nivel de su desarrollo no debe dejar que ninguna ocasión se le vaya de las manos para demostrar su superioridad sobre las clases dominantes. Ellos pueden, lo que ni los historiadores católicos ni los protestantes pueden, juzgar con los instrumentos de la ciencia un fenómeno histórico como Gustavo Adolfo.

De ello se deduce que en la literatura socialdemócrata todavía se carece de una investigación sobre la Guerra de los Treinta Años a la luz de la concepción materialista de la historia, y vamos a poder ver qué clara luz echa semejante investigación sobre las luchas de nuestros días.

Jesuitismo, calvinismo, luteranismo

Se ha convertido en una tradición llamar a la Guerra de los Treinta Años guerra religiosa. Sin embargo, un rápido vistazo sobre el curso de la guerra muestra la debilidad de este punto de vista. El resultado europeo de la guerra fue que la hegemonía francesa sucedió a la española, y Francia era una potencia católica tanto como España. Los príncipes protestantes de Alemania quedaron bajo el dominio del rey católico de Francia y hasta del Gran Turco de Constantinopla[5]. Cuando Gustavo Adolfo entró en Alemania, con el falso propósito de salvar al protestantismo, los Países Bajos, protestantes, le negaron su apoyo. Pero, por el contrario, al principio tuvo la bendición del Papa. Y así se podría seguir con docenas de ejemplos, en los que católicos luchaban contra católicos, protestantes contra protestantes, católicos a favor de protestantes, protestantes a favor de católicos.

Pero sería arrojar el chico con el agua del baño si se dijera que la religión no tuvo nada que ver con la Guerra de los Treinta Años. Por el contrario, hay muchas pruebas de ello en los propios combatientes. Innumerables fueron los que con entusiasmo fueron a la muerte por la santa madre de Dios, por la “doctrina pura” o por algún otro símbolo religioso que hoy en día ya no podemos entender. Se pueden citar decenas de casos en los que los seguidores de la misma religión se enfrentaron entre sí, de la misma manera que también se pueden señalar decenas donde la convicción religiosa separaba o unía. Inglaterra y Holanda lucharon bajo la bandera del protestantismo contra la católica España, a la vez que los jesuitas unieron a España con Austria. La afirmación de que se debe abandonar completamente la religión para poder juzgar de manera correcta la Guerra de los Treinta Años es tan errónea como la afirmación de que esta guerra fue una guerra religiosa. El materialismo histórico no niega de ninguna manera, como ignorantes o mal intencionados individuos le suelen acusar, que las convicciones religiosas han jugado un gran papel en la historia. Por el contrario reconoce plenamente esta pluma caudal del desarrollo histórico. Sólo afirma que la religión, tanto como cualquier otra ideología, es la base más exterior de este desarrollo, cuyo fundamento sólo puede buscarse en la región de la economía.

Con este hilo conductor se halla también un camino de salida al desesperante matorral de contradicciones que cada uno encontrará si al juzgar a la Guerra de los Treinta Años o bien se le da exclusivamente importancia al punto de vista religioso o bien se lo ignora por completo. Se trata, según Marx, de separar entre la revolución material en las condiciones económicas de producción y las formas ideológicas, en la cual los individuos se hacen concientes de este conflicto y le dan batalla[6]. Esas formas eran en el 1600 abrumadoramente religiosas, ya no tan fuertemente religiosas como en el 1500, pero mucho más fuertes que en el 1700, a cuyo fin la Revolución Francesa recién develó completamente el velo religioso y se llevó a cabo bajo formas de pensamiento puramente secular. Pero si se pregunta por qué las clases y el pueblo europeos desde el 1500 al 1700 fueron concientes de sus contradicciones materiales precisamente bajo formas religiosas, entonces la respuesta es: porque la iglesia cristiana que resultó de la caída del imperio universal romano salvó los restos de la antigua cultura para esas clases y pueblos, porque ella dirigió durante siglos la vida material completa del occidente europeo, y porque, por ello, impregnó completamente esta vida con el espíritu religioso.

La iglesia medieval era un poder económico bajo formas religiosas. Este poder se rompería en pedazos tan pronto sus especiales condiciones de producción, a saber, las feudales, cayeran hechas añicos. Pero esto ocurrió tanto más irreversiblemente cuanto más rápido creció el modo de producción capitalista. Después del Manifiesto Comunista este proceso histórico mundial ha sido descrito tan a menudo y con profundidad en la literatura socialista, que nos atrevemos a suponer que es conocido por nuestros lectores. Una verdadera revolución del modo de producción cambió profundamente la actitud de los pueblos europeos hacia la iglesia medieval. De haber sido la palanca de la producción feudal, la iglesia se convirtió en un escollo para la producción capitalista. Ya no cumplía sus antiguos servicios, pero exigía, como antes, sueldo por ellos. Mantuvo más firmemente su poder, a medida que el derecho que alguna vez había sostenido este poder se disolvía en el aire. La Curia Romana chupaba de las venas de los pueblos la última gota de sangre, el último tuétano de sus huesos. Un acuerdo con el Papado se convirtió para todos en una incómoda necesidad.

Este acuerdo con un poder económico que regía bajo formas religiosas solamente pudo llevarse a cabo como una resistencia económica bajo formas religiosas. La teología, durante el Medioevo, había penetrado todo el pensamiento, toda la educación, toda la ciencia, en la medida en que hubiese algo así en aquellos tiempos. Evidentemente los primeros intentos de una visión puramente secular del mundo aparecieron en el humanismo, pero eran para el pueblo, por así decir, caviar. El humanismo no pudo ni siquiera presentar los necesarios funcionarios estatales contra las clases dominantes. Todos ellos estaban vinculados y sostenidos por el poder religioso. E incluso más: la decadencia de la iglesia medieval llevó, en un principio, a un crecimiento de las pasiones religiosas. Los clérigos católicos tienen, a su vez, igual derecho, cuando dicen que la “doctrina pura” de la reforma ha llevado al ateismo de la socialdemocracia, como los protestantes, por su lado, tienen derecho cuando dicen que “la doctrina pura” ha traído consigo una profundización del sentimiento religioso, incluso en el catolicismo. En esto los clérigos católicos no ven más lejos que los protestantes.

Cuanto más se desarrolló el capitalismo y con ello el conocimiento de la sociedad y la naturaleza, más se develaron los secretos de los procesos vitales de la sociedad y de la naturaleza., y con ello se secaron todas las raíces religiosas. Pero esas raíces consiguieron, en principio, una nueva vitalidad cuando la economía medieval, sometida a terribles plagas, comenzó a sucumbir bajo la aniquiladora influencia de la moderna economía monetaria e industrial, y los pueblos no fueron capaces de explicar esta revolución, que los azotaba con una fusta de fuego, de otro modo que como un castigo de los poderes sobrenaturales.

Como consecuencia de ello brotó un cruel y sombrío fanatismo religioso, que el alegre y vital catolicismo del medioevo nunca había conocido. Pareció que la Europa occidental se había convertido en un manicomio, al que, durante la Guerra de los Treinta Años, sus obsesionados pacientes incendiaron por los cuatro puntos cardinales. Sin embargo, lentamente, con el desarrollo del modo de producción capitalista, esto fue desapareciendo y, en la época de la Guerra de los Treinta Años, las clases dominantes ya eran más o menos concientes de que los hechos económicos son los que dirigen el mundo y no su reflejo especular religioso.

Pero si la rebelión de los pueblos europeos contra la monarquía universal medieval del Papa se había hecho bajo formas religiosas, esas formas debían, entonces, variar por completo según fuese el tipo y la fuerza de la resistencia. Y lo que tiene validez dentro de cada pueblo en particular, tiene validez, dentro de cada pueblo, para cada clase en particular. Desde el 1200 al 1600 hay una gran cantidad de iglesias y sectas que se rebelan contra Roma, pero que hacen este ajuste de cuentas de las más distintas maneras, todo según los intereses materiales que las sostienen. Cada intento de describir la historia religiosa de estos siglos desde un punto de vista ideológico, como una lucha puramente espiritual, lleva a la más ridícula e irreparable confusión y mucho peor si, con ello, se pretende que el catolicismo juegue el papel del demonio contra el ángel del protestantismo. Las naciones que permanecieron católicas rompieron con el señorío de Roma, así como las naciones que se hicieron protestantes, y la profesión de fe hacia el catolicismo pudo significar un alto grado de civilización de la misma manera que la profesión de fe hacia el protestantismo un alto grado de barbarie. Sobre todo la difundida relación contradictoria entre catolicismo y protestantismo, en el sentido de la iglesia vieja y la nueva, de la Edad Media y la nueva época, es completamente infructuosa y carente de significado, lo cual se evidencia tan pronto como investigamos los conflictos religiosos durante la Guerra de los Treinta Años.

Las tres grandes corrientes religiosas durante la primera mitad del siglo XVII fueron el jesuitismo, el calvinismo y el luteranismo. Las tres eran iglesias nuevas, que se separaban de la vieja iglesia, así como el modo de producción capitalista se separaba del feudal. Las tres surgieron de una tierra común. El calvinismo y el luteranismo se separan ideológicamente sólo por diferencias dogmáticas del grosor de un cabello: si el pan y el vino en la eucaristía significa o es la carne y la sangre de Jesús, y otras semejantes. Loyola llegó a fundar la orden de Jesús atravesando intensas luchas espirituales, que se parecen a las de Lutero como un huevo se parece a otro. Ambos reaccionaron contra la vida muelle de las órdenes monacales, ambos exageraron los ejercicios religiosos. Lo que hay de obediencia ciega en los jesuitas, lo encontramos en el mismo grado o peor entre los fundadores de la iglesia luterana. Asimismo Loyola exigía “la libertad de la persona cristiana” con tanta firmeza o incluso más que Lutero, ya que con su estricta disciplina la compañía de Jesús favorecía y elogiaba la autonomía individual de sus miembros. Que por diferencias entre esas religiones se haya llevado a cabo una guerra de treinta años, se haya aplastado a países florecientes y se haya masacrado a millones y millones de personas, parece, de hecho que sólo pudo ser posible en un manicomio. Pero detrás de esas diferencias estaban las contradicciones económicas de la Europa de entonces.

El jesuitismo era el catolicismo reformado sobre los cimientos capitalistas. En los países económicamente más desarrollados, como España y Francia, las necesidades del modo de producción capitalista establecieron grandes monarquías, para las cuales nada había más cerca que liberarse de la explotación romana, pero no había tampoco nada más lejos que romper con Roma. Después que los reyes españoles y franceses se liberaron de Roma, de modo que los Papas no pudieran, sin su autorización, recoger un solo chelín de sus países, se mantuvieron fieles hijos de la Iglesia porque, así, podían aprovechar el poder eclesiástico sobre sus propios súbditos. De ahí la interminable guerra de los reyes franceses y españoles sobre la tenencia de Italia. Pero si la iglesia romana podía permanecer competente en el dominio secular, debía transformarse de feudal en capitalista y esto se le delegó a la Compañía de Jesús. El jesuitismo adaptó la Iglesia Católica a las nuevas relaciones económicas y políticas. Reorganizó todo el sistema escolar a través de los estudios clásicos –la más alta educación de aquel tiempo-. Se convirtió en la principal compañía comercial del mundo y tenía sus oficinas a lo largo de toda la tierra que era descubierta. Se procuraron consejeros de los príncipes, a los que dominaban sirviéndolos. El jesuitismo, en una palabra, se convirtió en la principal fuerza impulsora de la iglesia romana, mientras el papado se reducía a un principado italiano –una pelota para que jueguen las potencias seculares- al que éstas buscaban usarlo todo lo posible para sus propios objetivos seculares, desde sus contradictorios intereses.

.Loyola y sus primeros compañeros venían de España. Durante un largo tiempo Europa conoció a los jesuitas como los padres españoles. Y esto es fácil de entender. España era durante el siglo XVI la principal potencia mundial. El rey español Carlos V portaba incluso la corona imperial, tenía influencia en Italia, tenía a su disposición los tesoros tanto de la Lejana como de la Cercana India. No tuvo éxito en lograr que la corona alemana fuese heredada por su hijo. Sin embargo, éste, Felipe II, continuó siendo el monarca más poderoso de su tiempo e, incluso en Alemania, mantuvo los ricos Países Bajos y el condado libre de Borgoña, actualmente Franche-Comté.

Como principal potencia mundial, España debía ser la monarquía más absoluta, y se convirtió en la más absoluta monarquía a través del poder de la iglesia. Especialmente la inquisición era, bajo formas religiosas, un arma espantosa al servicio del poder real. Pero esto, que permitió a la monarquía española crecer tan rápidamente por sobre su competidor francés, destruyó al mismo tiempo las propias fuentes de su poderío. El absolutismo satisfacía sólo ocasionalmente, nunca permanentemente, los intereses del modo de producción capitalista. Para las ciudades ricas, el absolutismo no era un objetivo sino un medio y tan pronto como al absolutismo se le ocurría ponerse como un objetivo, las ciudades le recordaban enfáticamente que se mantenía por la gracia de éstas. En esta lucha, la ganancia del absolutismo podía ser más fatal que la pérdida. Bajo Felipe II el poder mundial español comenzó a sangrar por medio de la rebelión de las ciudades de los Países Bajos, pero, cincuenta años antes, la victoria que Carlos había logrado sobre los comuneros españoles en Villalar[7] y la destrucción de las ciudades españolas, donde la inquisición completó esta victoria, crearon las condiciones para que, en términos generales, España quedara fuera del ámbito de las grandes potencias europeas.

Las banderas religiosas, bajo las cuales las ciudades flamencas se levantaron contra el absolutismo español era el calvinismo. También lo eran las banderas religiosas de las ciudades francesas contra el absolutismo francés. Como hijos de la rica ciudad comercial de Ginebra su concepción eclesiástica correspondía con el interés de los más avanzados burgueses de la ciudad. En oposición a la capitalista Compañía de Jesús absolutista, esta religión puede ser llamada la religión capitalista burguesa. Esto de ninguna manera contradice que partes de la aristocracia en Francia y en los Países Bajos se reconociesen calvinistas. Tenían, más o menos, los mismos intereses que las ciudades rebeldes y luchaban, por lo tanto, bajo la misma bandera. Pero en todas partes, donde el calvinismo logró un poder decisivo y fanático, sus raíces están en las ciudades y tienen detrás los intereses burgueses. Cuando Richelieu, seis años después del inicio de la Guerra de los Treinta Años, consiguió el timón del estado (1624) venció fácilmente a los elementos hugonotes aristocráticos, pero frente a los habitantes de las ciudades debió llevar a cabo una guerra con mano de hierro, hasta que en 1628, después de catorce meses de sitio conquistó su plaza principal, La Rochelle. Pese a que era cardenal de la iglesia romana, Richelieu estaba en un nivel incomparablemente superior, en cuanto al desarrollo histórico, al del rey español Carlos V cien años antes. Richelieu no demolió las ciudades francesas después de vencerlas, sino que las puso en una actitud conciliadora, al recibir y reconocer las exigencias políticas que, de acuerdo a las relaciones económicas de poder, ellas presentaban. Es ésta la causa más profunda de por qué Francia rápidamente obtuvo la hegemonía europea por encima de su competidor español.

El luteranismo, al fin y al cabo, era la religión de los países económicamente atrasados, que habían sido los más explotados por Roma, pero que de ninguna manera podían pensar en dominar o destruir a Roma, los que debían romper completamente con Roma, pero que, en modo alguno, y ni siquiera indirectamente, podían comprometerse en la lucha por su herencia. El luteranismo dominó el norte y el este de Alemania, Dinamarca y Suecia. Eran países con un comparativamente pequeño desarrollo de las ciudades y con un fuerte predominio de la aristocracia. Aquí el desarrollo capitalista se impone al principio lentamente sobre el caos feudal. No crea todavía ninguna clase burguesa revolucionaria; por el contrario hace del pequeño campesino propietario un señor propietario, del caballero un productor de mercancías, la iglesia paga el triunfo de “la doctrina pura”con sus bienes y el campesino lo hace con una miseria sin límites. La monarquía no es absoluta, sino limitada por los “estamentos civiles y religiosos”. En el saqueo de los bienes eclesiásticos el príncipe debe repartir con la aristocracia. Soldados e impuestos, los dos brazos del absolutismo, favorecen a los pequeños nobles sólo en la medida que conviene a sus intereses. De la lucha de clases entre el príncipe y la pequeña nobleza surge, por otra parte bajo circunstancias favorables, esta especie de estrecha monarquía militar, que vemos en Suecia en el siglo XVII y en Prusia en el siglo XVIII. De acuerdo con estas relaciones de atraso, el luteranismo es una religión atrasada. La principal enseñanza de Calvino sobre la Gracia y la enseñanza central de Lutero sobre la justificación a través de la fe reflejan ambas el hecho de que el modo de producción capitalista destruye, socava, pone de cabeza todas las relaciones tradicionales: el destino del hombre no depende de sus acciones, sino de la Gracia de Dios que, para los hombres, es inescrutable[8]. Pero la doctrina de Calvino es desde una perspectiva histórica incomparablemente más desarrollada. Su idea de la opción por la Gracia no le deja al individuo ninguna opción. Dios decide si el individuo ha nacido para la gracia eterna o para la condena eterna, y ahí hay un genial presentimiento sobre lo que Lasalle dice a propósito del modo de producción capitalista:

“Alguno es lanzado presurosamente hacia arriba en este juego que fuerzas desconocidas, y por ello mucho más impredecibles, juegan con él, bien arriba en el seno de la riqueza; otros cientos son derribados en el abismo de la miseria, y la rueda de las circunstancias sociales avanza destructiva sobre ellos y sus actos, sobre su laboriosidad y su trabajo”.

En cambio, la justificación exclusivamente por la fe de Lutero, y no por las buenas acciones, por un lado entrega a la avidez saqueadora de los príncipes y los nobles la propiedad de la iglesia, que está prevista para las buenas acciones y hace a la iglesia desafecta a las dádivas de los fieles; y por otro lado, sin embargo, abre para el individuo a través de su voluntad una pequeña puerta a la santidad: si él cree, si con sus pies pisa a “la ramera Razón”, si se allana a lo que las sotanas luteranas al servicio de los nobles y los príncipes exigen de él.

Puesto que los príncipes son los obispos de las iglesias luteranas, los junkers son sus guardianes (merced al derecho del patronato, esto es, el derecho a nombrar curas). También en esto se diferencia colosalmente el luteranismo de la democrática y hasta republicana constitución eclesiástica calvinista. Sobre la “vida espiritual” de la iglesia luterana no se necesita decir nada más: fue una ramplona pelea entre curas, que los calvinistas holandeses, de manera grosera, pero certera, llamaron “una estupidez más que bestial”.

Esto sería suficiente para hablar de las principales corrientes religiosas al tiempo de la Guerra de los Treinta Años. Remarquemos: para este tiempo determinado. Como las relaciones económicas se encuentran en permanente movimiento, de la misma manera las religiones, en las cuales aquellas encuentran su expresión ideológica. No todo lo que es válido para una religión en determinado momento, sirve para la misma religión en otra época. Por nuestra parte se trata sólo de establecer el carácter del jesuitismo, del calvinismo y del luteranismo bajo este determinado período, por así decir, en este corte transversal histórico. Pero para probar la justeza de nuestra opinión también en un corte longitudinal –si así podemos llamarlo- arrojemos un rápido vistazo sobre Inglaterra. Como Francia y España, también Inglaterra, en época relativamente temprana, hizo su independencia económica de la silla papal y quiso, conforme a esto, tal como aquellos países, dominar a Roma. , pero no soltarse de ella. El rey Enrique VIII escribió una furiosa declaración contra Lutero. Pero su poder no alcanzaba los largos caminos del poder francés o el español. No podía obligar al Papa a su voluntad, ya que la mayor parte de ese poder estaba en manos de España. De modo que se proclamó a si mismo como cabeza de la iglesia inglesa, saqueó sus bienes para sí y para la corte a su servicio, fundó, bajo formas católicas pero según el principio luterano, una iglesia nacional, que fortaleció poderosamente su despotismo, pero que para las masas estuvo unida a un sufrimiento insoportable. Por ello, durante el reinado de su hija y sucesora María (María La Sangrienta) tuvo lugar un movimiento de restauración del catolicismo romano bajo la forma de un movimiento popular totalmente espontáneo. Pero, ahora, este catolicismo había cambiado fundamentalmente su esencia. Ya no significaba la vieja y alegre Inglaterra, sino el dominio español, con el cual los intereses comerciales ingleses estaban, cada vez más, en creciente conflicto. En vano intentó la reina María aplastar esta contradicción en ríos de sangre hereje y sólo su temprana muerte la preservó de ser derrocada tan cruelmente como, con alegría, había gobernado. Su hermana y sucesora Isabel (“La Reina Virgen) reinstaló inmediatamente, para regocijo general, la iglesia estatal, es decir, levantó la bandera protestante inglesa contra la católica española. Durante su largo gobierno, Inglaterra comenzó a construir con pasos firmes su dominio sobre los mares. De ahí el inextinguible embeleso de la burguesía inglesa con la “reina virginal y protestante”, pese a que esta sensata persona le daba tanta importancia a su religión como a su virginidad, es decir, ninguna. Pero cuanto más rápido se desarrollaba el dominio marítimo inglés, más rápido se desarrollaba también el poder de las ciudades inglesas. Con los sucesores de Isabel, terriblemente despóticos, las ciudades buscaron sacarse el yugo del absolutismo. Como bandera religiosa de sus tendencias republicanas establecieron el calvinismo. Se hicieron llamar puritanos, puesto que querían purificar la iglesia estatal de todos los elementos católicos y luteranos.

Pero la revolución burguesa terminó en un compromiso; la nobleza y las ciudades crearon una nueva monarquía. Como resultado de ello prevaleció la iglesia estatal, pero fuertemente calvinizada.

Después de esta investigación sobre las formas básicas típicas de las religiones de entonces, nos volvemos ahora a las relaciones en Alemania.

Los períodos de la reforma alemana

El desarrollo de la reforma alemana depende de dos hechos económicos. En primer lugar, el conflicto entre los intereses económicos de las distintas regiones de Alemania impidió la creación de una gran nación. Los conflictos de intereses entre el norte y el sur, el este y el oeste de Alemania eran tan grandes que no se podía constituir ningún poder moderno, unificado y centralizado. Por el contrario, en España, Francia e Inglaterra el gobierno no triunfó sobre los grandes vasallos feudales, sino que estos tuvieron la ventaja de la primera aparición del modo de producción capitalista y se constituyeron en príncipes modernos, por así decir, mientras el Imperio Romano Germánico cayó en la indefensión feudal. Pero, en segundo lugar, la producción de mercancías condujo a la búsqueda de nuevos mercados y nuevas rutas para el comercio, a los grandes descubrimientos geográficos que llevaron el comercio mundial desde las costas del Báltico y el Mediterráneo a las del Atlántico y, de esta manera, se allanó el camino para la decadencia de las ciudades del norte y del sur y, sobre todo, para la rápida pauperización de Alemania. Sin tener en cuenta de modo sistemático estos factores económicos no se podrá alcanzar nunca una correcta comprensión de la reforma alemana.

Ella se divide en cuatro períodos, de los cuales el primero abarca hasta el año 1525, con la derrota de la gran rebelión campesina. El período comprende el rompimiento con el yugo romano, en el cual todas las clases, incluido el estamento religioso, tenían un interés más o menos grande, así como los vanos intentos de algunos sectores individuales de esas clases de, simultáneamente con la liberación de Roma, construir un reino nacional. El primer presupuesto para ello era quebrar el poder de los príncipes, y este presupuesto hubiera estado dado si las ciudades hubieran sido lo suficientemente fuertes para asumir la lucha preparatoria y bajo una bandera común unificar los diferentes elementos enfrentados a los príncipes –la baja nobleza, los campesinos, los plebeyos de las ciudades-. Pero las ciudades no tenían la energía suficiente y, por ello, tampoco la voluntad. Vacilaron irremediablemente de aquí para allá. Así surgieron las rebeliones aisladas, primero de la baja aristocracia bajo Hutten[9] y Sickingen[10], después de los campesinos y los plebeyos de las ciudades, bajo el poder de los príncipes. En el sangriento sometimiento de la rebelión de la baja nobleza, en la ultrajante carnicería de los campesinos y los plebeyos estuvieron los católicos y los protestantes, los príncipes religiosos y los seculares, unánimemente unidos.

El segundo período de la reforma alemana va desde 1525 hasta 1555, hasta la paz religiosa de Augsburgo. Comprende los saqueos y las expediciones predadoras de los príncipes y su completa independencia del poder imperial. La iglesia católica en Alemania era muy rica. Poseía por lo menos la tercera parte de toda la propiedad territorial. Las “reformas” de los príncipes son entonces un saqueo de los bienes eclesiásticos. Al lado de la espantosa sangría de las guerras campesinas se desarrollaba, con la reforma alemana, un impulso revolucionario, del que ni siquiera Lutero se había librado. Un fiscal general no demasiado sagaz podría calcular sin dificultad, según la ley penal actual y con la misma medida con la que sus iguales miden a la prensa socialdemócrata, varios cientos de años de cárcel y varias docenas de años de trabajos forzados a Lutero por sus escritos. Durante este primer período los príncipes no estaban de ninguna manera a la cabeza de la reforma. Hasta el protector de Lutero, el príncipe elector Federico de Sajonia, miraba con enorme desconfianza el movimiento de las masas, y él era, pese a todo, sin comparación posible, el más honesto de toda la compañía, el único que no participó en la sucia negociación en la cual, cuando más ardía en el pueblo un poderoso impulso hacia la independencia nacional, los otros príncipes electores ofrecieron la corona imperial germánica a prominentes extranjeros. Recién cuando el fuego revolucionario se hubo apagado con la sangre campesina, los príncipes comenzaron a “reformar”, es decir se elevaron a sí mismos a los altos obispados en las iglesias de su región y, a través de sus predicadores de la corte, lograron declarar al luteranismo como una religión para sus escasamente dotados súbditos y, sobre todo, lograron hacerse cargo de las ricas propiedades eclesiásticas.

Permítasenos, para tomar un ejemplo, ¡echar un vistazo hacia los Hohenzollern![11] A principios del siglo XVI, esta estirpe real alemana se dividió en dos líneas: la línea marquesal y la línea francona que dominaba la región de Ansbach y Bayreuth. La línea marquesal estaba formada por Joaquín I, Príncipe Elector y Margrave de Brandenburgo, y su hermano Alberto, arzobispo y Elector de Maguncia. Esta línea participó en la venta de indulgencias de la iglesia católica, lo que motivó la aparición de Lutero, y permaneció papista. Con espada justiciera Joaquín I intentó que la población de Brandenburgo se mantuviera fiel a la religión católica, pese a que, pobre como era, se había apartado rápidamente de la explotación romana y se había convertido al protestantismo. Este príncipe estaba dominado por una inconmensurable avaricia, y los bienes eclesiásticos no eran, en la Marca de Brandenburgo, tan considerables, como para que, a sus ojos, se empañase el brillo de las finanzas papales, francesas o españolas. “Padre de la avaricia” lo llamaban con desesperación los negociadores, tanto franceses como españoles, a los que, con motivo de la negociación sobre la corona alemana hizo enfrentar entre sí como el más afilado regateador, mancillando irremisiblemente su principesco honor, y a los cuales engañó de modo igualmente concienzudo. De la misma manera desvergonzada manipuló a su hermano Alberto de Maguncia, quien, según el irreprochable testimonio de Joaquín “sólo buscaba dinero y ganancias por todos los medios”. No se mantuvo ni fiel ni infiel a la curia romana, sino que, como dijo Lutero, “llevaba la capa sobre los dos hombros”. Como cardenal de la Iglesia Romana y máximo príncipe espiritual del reino, le extrajo a Roma todo lo que pudo, así como extrajo, según su mejor capacidad, a su propio pueblo, especialmente por medio de permitirle ejercer su fe luterana, a cambio de pagar las deudas principescas o, sencillamente, abonándole grandes sumas de dinero.

Contrariamente a la línea suaba, los Hohenzollern de Franconia se hicieron protestantes muy tempranamente. Su cabecilla era el Margrave Federico V[12], un señor muy anciano pero con una indestructible salud, lo que parecía un imperdonable crimen a los ojos de sus hijos, llenos de expectativas. De modo que una hermosa tarde lo emboscaron y lo encerraron en la torre, con lo que Casimiro[13], el hijo mayor, se hizo cargo del gobierno. Se podría decir al pasar que este modo sumario de sucesión al trono en aquel tiempo gozaba de una cierta popularidad entre los príncipes alemanes: Luis el Jorobado de Wittelsbach llevó a cabo exactamente la misma maniobra con su padre. Pero entonces las masas no tenían aún la comprensión necesaria para una política tan temperamental del príncipe y, por temor a los gruñidos de sus súbditos, Casimiro “aceptó” “la predicación del evangelio según la correcta y verdadera interpretación, limpia y claramente”. En compensación, el primer Hohenzollern protestante pudo satisfacer sus pérfidos deseos, de un modo mucho más minucioso, en la guerra campesina que se inició inmediatamente después. Luego de falsas negociaciones con los campesino insurrectos los traicionó vergonzosamente. Su especialidad en materia de tormentos era perforar los ojos de los campesinos prisioneros y arrojarlos indefensos a los caminos. De sus siete hermanos, uno permaneció católico y los otros se hicieron protestantes, todo según los mejores negocios que pudieran hacer. El mejor chanchullo de todos lo hizo el tercer hermano Alberto. Se hizo elegir como Gran Maestre de la Orden Teutónica, que gobernaba la actual Prusia Oriental, pero quebró su juramente y se metió en bolsillo propio la jurisdicción secular estatal de la Orden, y se marchó como alemán y protestante a asegurar el gran pillaje eclesiástico bajo la autoridad del rey de Polonia, con el ingenioso motivo de que “semejante mascarada ocurre de buena fe, para la promoción de la enseñanza divina”.

Durante ese tiempo la “divina doctrina” también había comenzado a influir en los Hohenzollern marquesales. Cuando en 1535 murió Joaquín I, dejó su Marca Brandenburguesa a sus dos hijos. Joaquín II recibió la verdadera Kurmark[14], convirtiéndose en Príncipe Elector. Hans obtuvo la Neumark o la Marca Brandenburguesa Oriental. Este hijo menor había sido provisto de modo muy magro y ello le generó, como testimonió un contemporáneo, “un apetito y una sed inconmensurables por propiedades religiosas”. Inmediatamente se convirtió al protestantismo, pese a que le había prometido a su padre, “sobre su dignidad, su honor y su fidelidad principesca” mantener su juramento y permanecer católico. Las cosas no fueron tan fáciles para el hermano mayor. Joaquín II fue un príncipe de quien, de haber sido un Welf[15], Wettin[16] o Wittelsbach[17], el historiador hohenzollerniano Treistschke hubiera dicho que “dilapidó en un vicioso despilfarro el sudor de su raza”. Su avidez de boato, sus cacerías, sus luchas de animales salvajes, sus palacios, sus oropeles y sus banquetes consumían sumas incalculables. En el transcurso de cinco años Joaquín II no sólo dilapidó los tesoros acumulados por su padre, sino que también contrajo una deuda de seiscientos mil gulds que para la época era algo enorme. Desde este punto de vista Joaquín II sentía un vivaz apetito por los bienes religiosos y este apetito fue estimulado por la aristocracia, esto es los junkers, que se negaban a cubrir las deudas de su príncipe, si Joaquín no compartía con ellos el saqueo de los tesoros eclesiásticos. De ello se derivó otra cosa. Joaquín era yerno del rey de Polonia[18]. A raíz de este parentesco, que compartía con el primer duque de Prusia -que no tenía hijos- deseaba obtener, por cuenta de la casa Hohenzollern, un derecho sobre esta nueva heredad. Pero para poder ser Duque de Prusia, los príncipes de Brandenburgo debían ser protestantes. Como católicos naturalmente no podían gobernar sobre un país, previamente arrancado de la Iglesia Católica.

Frente a tanto respeto hacia un lado, había el mismo respeto hacia el otro. Por ejemplo, hacia la gracia y el favor del Emperador Carlos V -de quien Joaquín conocía, por su padre, vida y milagros- que disponía de ricas fuentes de ayuda; hacia el rey Segismundo de Polonia, que era un estricto católico y que, ante la renuncia de su yerno a la iglesia, podría enojarse tanto como para no darle ningún derecho sobre el ducado de Prusia. Pero vean lo especialmente difícil que era esta parte de la tarea. Para ser duque de Prusia, Joaquín debía convertirse al protestantismo, para lograrlo debía permanecer en la iglesia católica. Nada es menos entretenido que leer en los libros donde se construyó la historia de los Hohenzollern cómo Joaquín II, un completo y decadente sensual, estudió, como si fuera un profundo pensador, las querellas dogmáticas entre los clérigos y, finalmente, con la fuerza de su creativo genio religioso, logró una reforma eclesiástica en su marca, que parece haberse puesto por encima tanto de Roma como de Wittenberg[19]. Su primer tarea consistió en la concepción de un nuevo orden eclesiástico que debía ser tanto “protestante –en vista de la cosecha de los bienes eclesiásticos y la situación de Prusia- como “católico” –en vista a la, por otra parte, temida caída en desgracia ante el Emperador Carlos y el rey Segismundo de Polonia-. La lucha y la desazón entre estos contradictorios intereses produjeron el cómico engendro de la reforma marquesal y la “providencial misión protestante” del estado brandenburgués-prusiano.

A hurtadillas, como un ladrón en el medio de la noche, Joaquín II tomó la comunión bajo las dos formas, lo que en aquel tiempo equivalía a pasarse a la iglesia protestante, en el templo de Nicolás en Spandau. Simultáneamente escribió al rey Segismundo que no pensaba separarse de la iglesia católica. Coherente con ello envió, por un lado, una “comisión de inspección” a través del país, con la orden de sacar a los religiosos todo su dinero al contado, letras de cambio, tesoros en oro y plata, territorios y propiedades inmuebles eclesiásticas y bienes de los conventos, y entregar todo ello a los funcionarios del Príncipe Elector. Por el otro lado, decretó el nuevo ordenamiento eclesiástico en la Marca, según el cual pasaron a su dependencia el poder episcopal, la administración de justicia eclesial, las procesiones, la extremaunción, las canciones en latín, las misas y otras “ceremonias papistas” similares. El consejero religioso en la corte para esta “reforma” fue el predicador Agricola[20], sobre el cual Lutero escribió:

“El maestro Grickel puede competir con cualquier farsante. Mi consejo fue que él debería mantenerse apartado para siempre del ámbito de la predicación y alquilarse en alguna parte como payaso, ya que para nada pertenece al ámbito educativo. Estamos satisfechos de habernos deshecho de este vanidoso y simple individuo”.

Joaquín II compartió con los junkers los bienes saqueados a la iglesia, a los cuales, además, les dio un derecho, sin valor real, a la incorporación de las chacras de los campesinos a las propiedades religiosas. Como contrapartida, los estamentos aristocráticos asumieron las deudas del monarca y suscribieron nuevos impuestos, con cuyos ingresos Joaquín podía continuar su rumboso modo de vida. “El gran impuesto, Dios se apiade”, escribió un contemporáneo, “llegó junto con la inspección a la Iglesia”. Ocho años después de esta gloriosa “reforma”, Joaquín II admitió, contra el pago de 10.000 gulds que le hicieron los príncipes católicos, más un considerable “ungüento para las manos” -que fue a su predicador Agricola – el llamado “interín”[21], es decir, se obligó a llevar adelante una reacción católica en la Marca de Brandenburgo, que al final terminó en una resistencia de la población. Pese a todos estos redituables chanchullos, el “reformador”, a quien hace un tiempo (a fines del siglo XIX) se le levantó un monumento en Spandau, por su “actividad cultural que hizo época”, dejó tras su muerte una deuda a la Marca de Brandenburgo de más de cuatro millones de táleros.

Llevaría muy lejos del marco de este pequeño ensayo si los mismos datos que aquí se mencionan sobre los Hohenzollern, fueran extendidos al resto de la principesca parentela de Alemania. Con toda su colorida diversidad en sus aspectos externos, las “reformas” de los príncipes fueron siempre una, y sólo una, cosa: victoriosas expediciones de los principados en búsqueda del botín y el saqueo. En la medida en que estuvieran permitidos a los estamentos, también participaron en los pillajes los junkers y los patricios estamentales. Sin embargo, los últimos, a causa de la decadencia de los estamentos, marcharon muy lejos en la retaguardia. El pillaje de los bienes eclesiásticos no sirvió al bienestar de las masas en el más mínimo grado; los campesinos y las plebes citadinas fueron explotados tanto más impiadosamente como la explotación feudal era, cada vez en mayor grado, reemplazada por la capitalista.

Pero, ¿cómo se relacionó el poder imperial con esta autosatisfactoria conformación del poder de los príncipes? En el año 1519 el rey español, con motivo de la negociación sobre la corona alemana, se había llevado a casa una victoria sobre el rey francés. La actitud de Carlos V hacia la reforma alemana dependió, sin embargo, de si el papado se ponía complaciente o insolente para con él. Se ubicó a veces más esquivo, a veces menos esquivo, pero siempre esquivo, según sus planes de poder europeos, según sus rencillas con Francia y el Gran Turco. Como soberano secular no podía romper con Roma y tampoco como Emperador germano y ni siquiera como señor sobre las heredades austriacas[22] de Alemania, sobre las cuales, ya antes, había cedido el gobierno a su hermano Ferdinando como rey teutón. El Imperio Germánico estaba desde antiguo en la más íntima alianza con el Papado en Roma, y la variopinta confusión en las heredades de Austria se mantenía unida mucho más fuerte por la religión católica, lo que las convertían, para Alemania, en un muro de contención contra el asalto turco. Recién en el año 1545, cuando la paz con Francia y Turquía le hubo dejado las manos libres, Carlos pudo ponerse a pensar en implantar el poder imperial en Alemania, aplastando el dominio de los príncipes o, para decirlo en términos ideológicos, reimplantar la unidad religiosa y el espíritu católico en Alemania. Pero apenas estuvo Carlos en condiciones de enfrentar esta tarea, los príncipes protestantes, según su edificante manera, mostraron la clase de niños espirituales que eran. Esta manada de lobos se dividió y una parte hizo causa común con el Emperador, por miedo a su poder o en la expectativa de nuevos saqueos. Así lo hicieron algunos de los Hohenzollern y la rama principal de los Wettin de la línea albertiana, el duque Mauricio, que con anticipación deseaba heredar la más poderosa línea ernestiana que gozaba del rango de Elector. Bajo esas circunstancias el Emperador aplastó fácilmente, en la batalla de Mühlberg (1547), la resistencia que, especialmente, el príncipe Elector Juan Federico de Sajonia y el conde Felipe de Hessen habían levantado contra él. Tomó a los dos nobles como prisioneros y dio al duque Mauricio la dignidad de Elector y gran parte de las tierras de sus primos ernestianos. Esta última línea de los Wettin quedó reducida a algunas pequeñas franjas de tierra.

Con ello pareció que el poder imperial había sido rápidamente repuesto, pero descansaba sobre pies de barro. Los principados estaban demasiado profundamente enraizados en las relaciones económicas de Alemania, como para darlos derrocarlos sin más. Esto se hizo evidente de inmediato, cuando el Emperador Carlos intentó recoger los frutos de su victoria y asegurar la corona de Emperador germano para su hijo Felipe. Los mismos príncipes que le habían ayudado a obtener la victoria se levantaron contra él. Así lo hicieron el recién horneado príncipe Elector Mauricio de Sajonia y el Hohenzollern franconio, Alberto, hijo del parricida y azote de los campesinos Casimiro y él mismo, el más peligroso y criminal incendiario de la seguridad general de su tiempo. El poder propio de estos era evidentemente demasiado débil como para poner al Emperador bajo su voluntad, y el rey Ferdinando, que especulaba en obtener para sí la corona de Emperador germano, podía a lo más darles un apoyo secreto. De esta manera compraron una alianza con el rey francés, traicionando vergonzosamente a su reino, vendiendo a Francia los obispados alemanes de Metz, Toul y Verdun. Entonces, Mauricio de Sajonia logró hacer una resistencia tan poderosa a Carlos V, que se mantenía en Innsbruck, que el envejecido y cada vez más enfermo Emperador, bajo necesidad y urgencia, debió retroceder hasta Brenner[23]. El poder imperial se derrumbó tan rápido como se había levantado. En el tratado de Nassau y, posteriormente, en ocasión de la Paz de las religiones de Augsburgose declaró la libertad religiosa para los estamentos del imperio, esto es para los poderosos de los diferentes países. La división eclesiástica subsistió así como subsistió la soberanía de los príncipes. Poco después, Carlos V falleció y el poder mundial de los Habsburgo quedó dividido. El núcleo del mismo continuó en manos del hijo de Carlos, Felipe, mientras que el hermano de Carlos, Ferdinando, fue elegido Emperador germano, como soberano que era de las heredades austriacas.

El tercer período de la reforma alemana se extiende desde 1555 hasta 1618, desde la Paz de las religiones de Augsburgo hasta el inicio de la Guerra de los Treinta Años. Durante este período, Alemania se alejó completamente del gran arreglo que tuvo lugar en Europa occidental entre España, Francia, los Países Bajos e Inglaterra. Los príncipes teutones participaron, a lo sumo, como mercenarios sedientos de botín, en alquiler para cada poder que pudiera pagarles al contado. Aún más repugnantes que estos saqueadores fueron los borrachines que se quedaron en casa cuidando montañas de basura: “Ayer estaba borracho de nuevo, hoy me he prometido dejar de tomar por un trimestre” escribe uno de los Electores del Palatinado que, de lejos, no era uno de los peores entre sus iguales. En síntesis, una casta perdida, mancillada por negras fechorías, chapoteando en el lodo de la más ordinaria impudicia. Historiadores sobornados han celebrado este período de la reforma alemana como un tiempo feliz de tolerancia religiosa, pero nada puede ser más burdo que semejante falsificación histórica.

La Paz de las religiones de Augsburgo se restringió a los católicos y los luteranos y dejó afuera a los calvinistas. El calvinismo era especialmente representativo en Alemania occidental, en Renania, que se hallaba comparativamente en un más alto nivel cultural y que, gracias a su situación geográfica, había logrado introducirse en el comercio mundial de Europa occidental. Incluso aquí, el calvinismo estaba arraigado sólo en las ciudades. La ciudad de Wessel construyó su fama a través de su valiente apoyo a la rima jesuítica: “En Ginebra, Wessel y Rochelle / tiene otro fuego Luzbel”.

También había príncipes calvinistas, pero eran menos importantes. Los príncipes Electores del Palatinado, que a raíz de la situación geográfica de su país estaban involucrados en el comercio holandés-español, en sesenta años, abjuraron dos veces del luteranismo, para dos veces calzarse una máscara calvinista. Y cuando una rama de la estirpe del Palatinado-Wittelsbach entró en conflicto hereditario con el príncipe de Brandenburgo sobre la Renania, los luteranos Wittelsbach se convirtieron de la mañana a la noche al catolicismo para ganar el apoyo de los españoles, y los luteranos Hohenzollern se volvieron, también de la mañana a la noche, calvinistas para ganarse a los holandeses. En principio, el calvinismo era profundamente odioso para los príncipes alemanes y, especialmente, para los luteranos, a raíz de su carácter burgués republicano. Los sacerdotes luteranos declararon que la fe en “las ventas de los sacramentos” era peor que la fe turca. Era la expresión ideológica del hecho de que los príncipes tenían en el Gran Turco un amoroso protector, mientras que tenían como su enemigo mortal al odiado espíritu burgués de las ciudades. De esta manera, el calvinismo quedó fuera de la Paz de las religiones de Augsburgo.

Sin embargo, también es muy incorrecto decir que esta paz estaba limitada a católicos y luteranos. Más bien estaba restringida a un acuerdo entre los estamentos nobles católicos y luteranos, que ya no podían seguir atacándose mutuamente por razones religiosas. Cada estamento del reino, la autoridad de cada región, mantenía el derecho a arreglar las cuestiones religiosas como le gustara. La paz descansaba en el principio “cuius regio, eius religio”, el que gobierna el país puede también determinar la religión de sus habitantes. A los súbditos, la paz religiosa les concedió nada más que lo que, para las relaciones sociales y jurídicas de entonces, era un derecho muy problemático y limitado, el derecho a emigrar si se sentían agobiados en su conciencia por la violenta “conversión” de su señor. Es una maña de los historiadores protestantes marcar a fuego la “conversión” como un descubrimiento de los jesuitas. Justamente los príncipes protestantes habían puesto en práctica el principio “cuius regio, eius religio” en su propio interés y, con toda razón, el rey Felipe II de España argumentó que al perseguir a los herejes, lo hacía con el mismo derecho que los déspotas de aldea de Alemania reclamaban para sí, derecho que la Paz de las religiones de Augsburgo les había confirmado.

Sin embargo esta paz tenía un enorme vacío. Estampaba un sello y confirmaba el saqueo eclesiástico llevado hasta ese momento por los príncipes protestantes, pero ¿qué se haría a partir de ese momento con las propiedades religiosas, de las cuales todavía quedaba en Alemania una gran cantidad? Según la exigencia luterana, el principio “cuius regio, eius religio” no debía regir. Los habitantes luteranos deberían poder vivir sin ser molestados por su fe. Ante ello los católicos consideraron con razón que el mismo principio que se aplicaba a los estamentos religiosos debía aplicarse a los seculares. Esta fue una diferencia de interpretación sobre la que no se pudieron unir. La otra consistió en la llamada “reserva espiritual” que fue argumentada por el lado católico. Según ella, cada estamento religioso -príncipe, arzobispo, obispo, abad- que se pasase hacia la “doctrina pura” perdería su cargo religioso y su dignidad. Los señores protestantes no querían saber nada con esta cláusula, ya que el camino más cómodo para alzarse con las propiedades eclesiásticas, a partir de ese momento, habría quedado cerrado para ellos. Las prebendas de los altos prelados se habían convertido desde hacía mucho en sinecuras de la alta aristocracia (cargos muy bien pagados sin ninguna prestación laboral), y ya vimos en el ejemplo de la Orden Teutónica prusiana que alcanzaba con una pequeña “mascarada” para hacer desaparecer grandes regiones religiosas en los bolsillos de las casas reinantes alemanas. Con esas dos cuestiones abiertas se había hecho un gran agujero a la Paz de las religiones de Augsburgo, a través del cual entró rampante la Guerra de los Treinta Años.

Por cierto, los príncipes luteranos, durante los sesenta años después de la paz, por medio del artilugio de la “mascarada” y dejando de lado la “reserva espiritual”, tuvieron éxito en hacerse cargo de cientos de fondos religiosos y dominios de abadías, especialmente en el norte de Alemania, entre las que se pueden contar regiones tan grandes como los arzobispados y obispados de Magdeburgo, Bremen, Minden, Verden, Halberstadt, Lübeck, Ratzeburg, Meissen, Merseburgo, Naumburgo, Brandenburgo, Havelberg, Lebus y Kammin. Por otro lado los príncipes religiosos que permanecieron fieles a la iglesia no se sentían atados por el compromiso de permitir que sus súbditos luteranos vivieran sin ser molestados por su fe luterana. Un enviado veneciano calcula que, a mediados del siglo XVI, siete décimas partes de la población alemana se reconocía en el luteranismo, dos décimas partes en otras sectas y sólo una décima parte en el catolicismo. Pero entonces comenzó, dirigida por la compañía de Jesús, una contrarreforma católica con los efectos más perdurables. Fue, en primer lugar, una tarea de los jesuitas, en la que, sin embargo, las únicas armas usadas por la compañía de ninguna manera fueron–como afirman los hacedores protestantes de frases- la violencia y la astucia y ni siquiera las más usadas. Este cuento ha sido evitado por los historiadores protestantes que se han mantenido apartados de estos enormes prejuicios contra el papado. Treitschke habla de “sotanas de la iglesia luterana” que “con un fanatismo y una pobreza espiritual bizantinos” se condenaban recíprocamente a las profundidades del infierno alrededor de la cuestión de si el pecado original se mantenía en el cuerpo de los fallecidos hasta el Día del Juicio, de un modo que incluso parece que hizo musitar a Melanchton[24] en sus últimos instantes: “¡Si es que me salvo del espantoso e irracional odio de los teólogos!

No se trata de otra cosa sino de que el luteranismo en aquel tiempo estaba, no sólo políticamente, sino también moralmente por debajo del rejuvenecido catolicismo, que había reunido a todos sus creyentes como una tropa de la fe en su vieja y hoy reordenada fortaleza de su jerarquía… La inmoral enseñanza sobre la obediencia dolorosa chupa el tuétano de la voluntad de los huesos de los luteranos”.

De un modo no tan dramático, pero en concreto mucho más profundo se expresa Ranke en su Historia de los Papas.

Demuestra que el arma más activa de los jesuitas era la reforma del sistema educativo.

Ellos trabajaban principalmente en las universidades. Su ambición fue competir en fama con las protestantes. Toda la formación cultural de aquel tiempo se basaba en el estudio de las lenguas clásicas. Se ocuparon de ello con renovado celo y en poco tiempo se creyó, por lo menos en algunos ámbitos, poder instalar la enseñanza jesuítica al lado de los renovadores de esos estudios. Incluso sembraron en otras ciencias: Franz Koster enseñó astronomía de modo tan entretenido como instructivo en Colonia. Pero lo principal siguió siendo, como se podrá entender, las materias teológicas. Los jesuitas estudiaron con enorme dedicación, incluso durante las vacaciones, reimplantaron los ejercicios de oposición sin los cuales, como ellos mismo decían, toda enseñanza estaría muerta. Las oposiciones que organizaban públicamente eran honestas, morales, instruidas, de muy rico contenido, las más brillantes que jamás se hubieran conocido… Con no menos celo los jesuitas se dedicaron a dirigir escuelas de latín. Uno de sus principios más importantes era que debía proveerse a los primeros cursos de gramática con los mejores profesores. La mayor parte de la vida de una persona depende de la primera impresión que recibe… Los jesuitas tuvieron en este aspecto un desconcertante éxito. Los jóvenes que estudiaban con ellos aprendían más en medio año que en otras escuelas en dos años. Incluso los protestantes sacaban a sus hijos de remotas escuelas y los llevaban con los jesuitas”.

Es muy poco lo que se puede modificar en este reconocimiento de los historiadores protestantes. El desarrollo de los acontecimientos históricos prueba elocuentemente por qué ocurrió de este modo.

La consecuencia de que la reforma alemana hubiese quedado en manos de los príncipes significó la vuelta a una espantosa barbarie. Las partes más ricas y cultas de Alemania recibieron a partir de ellos un incontenible impulso a volver al catolicismo, a recuperar la ruptura que los separaba de los países más desarrollados, de Italia, Francia y España. Es característico que casi todos los humanistas alemanes hayan vuelto rápidamente al regazo de la iglesia católica. Esta situación, por cierto, no fue creada por los jesuitas, pero fue aprovechada por ellos, con una admirable habilidad. En el año 1551 todavía no habían hecho pie firme en Alemania. En 1556 ya tenían bajo su dominio a Baviera y el Tirol, Franconia y Suabia, así como gran parte de Renania. Por supuesto que la historia del jesuitismo, así como la historia del capitalismo, está escrita con sangre y lágrimas, pero los jesuitas lograron, frente al luteranismo del siglo XV, importantes éxitos como portadores de una cultura superior. Los jesuitas triunfaron a través de la reforma del sistema de enseñanza, disminuyendo la enseñanza bíblica, a la que, tal como la realizaban los curas luteranos, consideraban estupidizante, y desarrollando una formación intelectual infinitamente superior. Fueron ellos quienes ocuparon los cargos en los tres principados religiosos de Maguncia, Colonia y Tréveris, los obispados franceses de Bamberg y Wurzburgo, los sillones religiosos en Baviera, con sus alumnos más capaces, con hombres cultos a los que los predicadores luteranos, en materia de carácter y talento no alcanzaban por lejos.

Hicieron una buena redada dentro de los poderosos principados del sur de Alemania: los duques bávaros. Estos príncipes estaban dominados por las mismas pasiones que todos los de su clase en Alemania y se estaban inclinando hacia la reforma, cuando los jesuitas se involucraron con fuerza. La iglesia concedió a los duques bávaros una décima parte de las propiedades de los estamentos religiosos y con ello los hizo autónomos de sus propios estamentos; les dio una especie de supervisión religiosa; abrió para sus hijos más jóvenes los más altos cargos eclesiásticos. Esto hizo que los duques bávaros consideraran los conventos como propiedad de la corona (como sus propios dominios) y los pusieran bajo administración secular. Con el mismo interés económico, que causara la caída de tantos príncipes, los jesuitas ataron a los duques bávaros a la iglesia. Con verdadero ardor religioso los duques se entregaron a esta hacedora de milagros y buenas obras. No fueron peores por ello: a principio del siglo XVII, el duque bávaro Maximiliano, discípulo de los jesuitas, prevalecía como un hombre entre puros pusilánimes.

De modo que se había juntado mucho combustible bajo la protección de la paz religiosa. Bajo formas religiosas se incubaron entre los señores muchos intereses seculares. En 1607 el piadoso duque Maximiliano de Baviera usó cierta querella religiosa como pretexto para tomar del cuello la ciudad-estado de Donauwörth y meterla en la bolsa[25]. Este arriesgado golpe disparó la primera señal para el agrupamiento de los ejércitos. Una parte de los príncipes protestantes se agruparon en la Unión, bajo la dirección del príncipe Federico del Palatinado, a partir de lo cual los príncipes católicos se unieron en la Liga bajo la dirección de Baviera. La Unión nació muerta. Ni siquiera el primer par protestante del reino, el príncipe de Sajonia, se unió a ella. Se paralizó de envidia al Palatinado, de angustia por la venganza de los primos ernestianos escandalosamente engañados, de avidez por territorios que se esperaba fuese satisfecha por el Emperador. Por el otro lado, la Liga se convirtió en una verdadera potencia que tenía en el duque Maximiliano un decidido portavoz. Una importante cantidad de estamentos religiosos, con los tres principados religiosos a la cabeza, conformaban su esqueleto.

Con esta secuencia de hechos se inicia, a través de una crisis interna en las heredades austriacas, el cuarto período de la reforma alemana, la Guerra de los Treinta Años.

La Guerra de los Treinta Años

En las heredades austriacas había ocurrido un desarrollo similar al de Alemania. La aristocracia y las ciudades luchaban bajo banderas protestantes con la monarquía que estaba unida a la iglesia católica. Así como en los Países Bajos se habían alzado siete provincias rebeldes contra la línea española de la casa de Habsburgo[26], siete provincias levantiscas se alzaron contra la rama austriaca de esta casa: Bohemia, Moravia, Silesia, Alta y Baja Lusacia, Alta y Baja Austria. Pero incluso aquí, la restauración jesuítica consiguió brillantes triunfos. Las heredades austriacas protegían a Europa occidental de un ataque turco; si se rompían, tanto fuese a través de conflictos internos en la casa real o por medio de alzamientos de determinadas regiones y sus estamentos –por ambas causas estuvieron a punto de caer, a principios del siglo XVII- aparecía la amenaza de un espantoso colapso. De esta situación surgieron las grandes victorias que los jesuitas obtuvieron en las heredades austriacas. Su fanatizado discípulo, el archiduque Ferdinando de Estiria, a su manera un verdadero hombre, como el duque bávaro Maximiliano, restableció una nueva unidad en la casa real y una íntima asociación con la línea española de los Habsburgo. Para él no se trataba de establecer compromisos con las provincias alzadas; conocía una sola política, reprimirlas dentro de la unidad religiosa católica. Pese a sus bien conocidos puntos de vista fue elegido como Emperador germánico por los príncipes protestantes; el poder de los Habsburgo se preparaba una vez más a tomar las riendas del dominio del mundo, cuya mitad había perdido.

En el antiguo país de Jan Hus, Bohemia, tuvo lugar la primera decisión armada. A raíz del intento de Ferdinando de restaurar el catolicismo, los estamentos bohemios habían declarado la pérdida de su corona y habían elegido como rey al príncipe Federico del Palatinado[27], una personalidad insegura, en la esperanza de, con ello, ganar el apoyo de la Unión. Pero la Unión se mostró completamente inmadura para negociar. En un convenio, que cerró con la Liga en Ulm, se obligó a mantenerse al margen de los asuntos en Bohemia; se declaró obligada a sostener al príncipe Elector palatino sólo en el caso de que fuera atacado en su heredad. El modo en que la Unión se dejó llevar por la nariz se hace evidente en el hecho de que el duque Maximiliano de Baviera, como jefe de la Liga, simultáneamente negociaba con el Emperador y había logrado de éste, como precio a la amistad de la Liga –junto con la hipoteca de las posesiones austriacas- la promesa de la dignidad de Margrave palatino y el Palatinado Superior. Pese a toda su piedad, el duque bávaro miraba principalmente hacia sus intereses dinásticos y bajo ningún concepto pensaba ayudar al Emperador a salir del aprieto a causa de sus bellos ojos o, siquiera, del poder imperial.

Para empezar permitió al conde Tilly[28], un general mercenario valón que había tomado a su servicio, con 40.000 hombres, atravesase la frontera austriaca para asegurarse la hipoteca pactada en el acuerdo, y después dirigirse contra Bohemia, para, una vez expulsado el recién horneado rey, adquirir la dignidad de Margrave Palatino y el Palatinado Superior. El 20 de noviembre de 1620 tuvo lugar el decisivo enfrentamiento en la Montaña Blanca a las puertas de Praga, en el cual Tilly venció sin grandes esfuerzos. El príncipe elector huyó y abandonó también su heredad para encontrar refugio en Holanda. Bohemia cayó en esta única batalla en manos del Emperador y éste se lanzó despiadamente a una sangrienta restauración política y religiosa.

Las cabezas de la nobleza bohemia y de la burguesía protestante cayeron de a cientos en Praga. La mayor parte de sus propiedades fueron confiscadas y vendidas por sumas insignificantes a los nobles de las más diferentes nacionalidades partidarios del Emperador. Favoritos alemanes, españoles, italianos, franceses y escoceses del Emperador se repartieron entre sí el rico botín y la lista de nombres de los señores feudales, que aún hoy, en Bohemia, protegen el trono y el altar, se parece a una lista sobre todas las nacionalidades europeas”. (Hugo Schulz)

El incendio bélico se hubiera apagado, si los aliados del Emperador no hubieran exigido su sueldo de los bienes relictos del elector Palatino, excomulgado por el Emperador y en el exilio. Los españoles enviaron al Palatinado las tropas que estaban cerca entre sus posesiones alemanas, mientras el duque bávaro, como jefe de la Liga, reclamaba la dignidad de Príncipe Elector del Palatinado y el Palatinado Superior. Si Ferdinando aceptaba esto, pagaba como Emperador alemán las deudas que había logrado como rey bohemio. Ya la excomunión que arbitrariamente había lanzado sobre el príncipe elector en fuga era, según la ley vigente, dependiente de la aprobación de los príncipes electores. Si, ahora, por despotismo cesáreo, disponía sobre las posesiones del Palatinado, ponía el hacha en la raíz de la soberanía de los príncipes. Por otra parte, tampoco se puede soslayar que con el traspaso de la dignidad electoral del Palatinado a Baviera, el equilibrio confesional en el consejo de los Electores se desplazaba completamente. Quedaban entonces sólo dos votos protestantes (Brandenburgo y Sajonia) contra cuatro católicos (Baviera, Maguncia, Tréveris y Colonia); el séptimo cargo electoral pertenecía al Emperador en su carácter de rey de Bohemia. Pese a tan imperiosas razones los príncipes protestantes eran demasiado cobardes, demasiado egoístas y codiciosos, como para salir al ruedo en formación cerrada tras sus propios intereses. Sólo algunos jefes de pequeñas bandas, como los condes Mansfeld y Christian de Brunswick, actuaron como caballeros del príncipe elector en fuga, pero menos para proteger su tierra que para saquear y arrasar las regiones eclesiásticas. Tilly reventó sin mayores dificultades estas bandas y en el año 1623 transfirió el Emperador, en la Dieta de Ratisbona, la dignidad de príncipe elector del Palatinado al Duque de Baviera, bajo impotentes protestas de los príncipes electores de Brandenburgo y de Sajonia.

A partir de estos hechos las potencias europeas comenzaron a movilizarse. La casa Habsburgo había alcanzado un poder como no tenía desde los tiempos de Carlos V. Con el traspaso de un elector protestante a un príncipe católico el Emperador Ferdinando se había animado a más que su antepasado después de la batalla de Mühlberg. España se afirmó en el Palatinado y reinició la enemistad contra Holanda. Un empujón europeo contra el avance austro-español fue inevitable. Richelieu llegó en ese momento al poder de Francia, pero los conflictos internos aún ataban sus manos para la política europea. Así fue como Inglaterra y Holanda tomaron la delantera. Firmaron una alianza de defensa y ataque naval contra España y apoyaron al rey de Dinamarca con dinero para que instalara un formidable ejército en los ríos Elba y Weser, como punto de agrupamiento y apoyo para los príncipes protestantes de Alemania. La coalición contra los Habsburgo se extendió, con lazos mas sueltos, hasta Turquía, que dio autorización a atacar las heredades austriacas a su vasallo Bethlen Gábor de Siebenbürgen[29] -un luterano muy piadoso que componía salmos y había leído la Biblia no menos de 26 veces-. Pero, por el otro lado, el Emperador era ahora lo suficientemente fuerte como para erigir un poder militar. Aceptó una oferta del magnate bohemio Alberto Wallenstein[30] para reclutar un gran ejército y Wallenstein cumplió con su parte del compromiso en un grado mucho mayor al que había prometido. En 1625 comenzó la guerra de Baja Sajonia-Dinamarca[31], que después de la guerra por Bohemia y el Palatinado, es el tercer período de la Guerra de los Treinta Años. Terminó después de cuatro años con importantes éxitos para el Emperador. En la paz de Lübeck se obligó Dinamarca a no volver a entrometerse en los asuntos alemanes. Las armas imperiales llegaron a dominar, incluso, el norte de Alemania.

El Emperador tenía que agradecer por estas victorias, en primer lugar, a su general. Estamos acostumbrados a ver a Wallenstein sobre todo como el gran príncipe guerrero, pero se ha objetado, no sin razón, que no tenía un carácter de soldado y que básicamente ni siquiera estaba orientado hacia las cosas militares.

Walllenstein parecía tener la poderosa personalidad de un gran mariscal sin que en verdad fuese un destacado estratega” (Hugo Schulz).

Tampoco se puede llegar tan lejos como para decir que Wallenstein en sus tareas puramente militares estuviese debajo del promedio; por el contrario, había entendido por completo la teoría de la guerra, que Clausewitz desarrollaría en el siglo XIX: la guerra siempre fue para él sólo un instrumento de la política, la consecución de objetivos políticos por medios violentos cuando no alcanzaban los medios pacíficos. Sus errores militares se explican, en cierta manera, por los presupuestos erróneos de su política, los que también excusan al mariscal de campo Wallenstein más que lo que lo inculpan.

El objetivo político de Wallenstein era el mismo que Richelieu buscaba alcanzar en Francia, el objetivo más alto que se podía alcanzar en el momento en que se encontraba el desarrollo europeo: la monarquía secular como unidad nacional, libre de toda fantasmagoría religiosa. Coordinar con una visión superadora, los intereses contradictorios de las distintas clases y orientar con energía sus intereses comunes contra el extranjero. Cuando Richelieu alcanzó este objetivo, en el que Wallenstein lamentablemente fracasó, sus distintos destinos individuales tuvieron su base en la diferencia de las condiciones francesas y alemanas. Lo que se conoce como la ruptura de la confianza del Emperador no convierte a Wallenstein en una figura verdaderamente trágica, sino que lo hace el autoengaño, con el cual quería subyugar a “la realidad general de las cosas” por medio de su energía superior. El aspecto fantástico, que estuvo presente en todas sus acciones, no provenía de su claro y profundo entendimiento, sino de la necesidad de contar con factores fantásticos cuando pretendía cambiar el desarrollo histórico de un siglo y establecer una monarquía alemana.

Cuando Wallenstein organizó un ejército contra el Emperador parece que dijo que él podría mantener no veinte sino cincuenta mil hombres en el campo de batalla. La anécdota no ha sido certificada, pero no importa si Wallenstein lo dijo o no. Bajo ninguna condición ha pretendido decir, como tan a menudo se dice sobre él, que con un ejército tan superior, hubiera podido saquear mucho más minuciosamente. Por el contrario, entendía la debilidad militar del incontrolable sistema de saqueo y vandalismo del cual los jefes de las bandas protestantes habían dado las más horripilantes pruebas. Fue el primer jefe militar que abrió las vías para la estrategia del siglo XVIII, que planificadamente construyó la conducción de la guerra sobre la disciplina de los soldados y la atención económica de las tropas, de una manera que permitía a los campesinos y a los ciudadanos convivir con los ejércitos. Con ello tampoco quiero decir que esta visión le impidió a él y a sus tropas saquear, ni que Wallenstein se haya apartado de realizar grandes confiscaciones y contribuciones si ello servia a sus objetivos políticos. Cuanto más pesadas sentían los príncipes alemanes las cargas de la guerra, más rápido los obligaba a la paz y los ponía bajo la autoridad imperial. Wallenstein decía abiertamente que el Emperador no podría solucionar la guerra con el poder de sus heredades, que para ello necesitaba la totalidad del reino alemán. En el interior de Alemania debía establecer un ejército grande y poderoso, que mantuviera en jaque a todos los enemigos del Emperador y que nunca se vieran conmovidos por sitios o campos de batalla. Pero con el ejército, la casa de Austria no debería hacer ninguna conquista. Deberían mantenerse serenos por la sencilla razón de que los coroneles que podían usar en su mayor parte eran luteranos. Había que pensar en mantener el reino en paz y para ello el Emperador debía imponer el terror en todos lados. Así Wallenstein presentó su programa ante el primer ministro del Emperador y, a partir de ello, actuó, sin preocuparse por disputas religiosas, contrario en su fuero interno a todo poder clerical. Aunque era católico sostuvo que no habría paz en el reino antes de que la cabeza de algún obispo rodara a sus pies.

Su política maduró en ricos frutos. Cubrió sistemáticamente con sus cuarteles militares todo el norte de Alemania, desplazó a las tropas de la Liga, que, mientras Tilly luchaba a su lado, no manifestaron, en su desplazamiento, requisiciones y reclutamientos forzosos el menor respeto a la autoridad del lugar, fuese católica o protestante: confiscaron las propiedades de los príncipes y los bienes de los junkers, pese a que estos estaban alzados en armas contra el Emperador, proveyeron a sus generales y coroneles con estas regiones, se proveyeron a sí mismos con Mecklenburg y se nombraron a sí mismos almirantes del “mar Báltico”.

Después de ello, el cetro del Emperador dominaría el Báltico. Durante esos días, cuando nada le parecía inalcanzable, Wallenstein hizo planes para conquistar Constantinopla y echar a los turcos de Europa. Pero, pese a todo su genio, no pudo manejar las causas económicas que determinaban el sentido de la reforma alemana. No fue en los muros de Constantinopla donde encontró los límites para su triunfo, sino en la pequeña ciudad de Stralsund.

Cualquiera fuera la profundidad en que había caído el poderío de las ciudades de la Liga Hanseática, su ayuda era indispensable al Emperador si quería dominar el Báltico. Esas ciudades, sólo cien años antes, habían tenido el coraje para realizar una política independiente. No estaban enfrentadas al Emperador, cuya ayuda a menudo reclamaban cuando la necesitaban. Esto ocurría cuando Hamburgo, Bremen y Lübeck eran amenazadas por Dinamarca. Pero tampoco estaban con el Emperador cuando su amistad podía costarles algo. Sus intereses comerciales estaban por encima de toda otra consideración. En una reunión de Hansa en Lübeck, Hamburgo, Bremen, Lübeck, Colonia, Brunswick, Lunenburgo, Magdeburgo, Stralsund, Rostock y Wismar declinaron el pedido imperial de que le construyeran barcos. Tampoco aceptaron un acuerdo comercial con España, que les propuso el Emperador, “cuando ellos no podían oponerse o hacerse fuertes frente a sus enemigos, los cuales serían poderosos en el mar y cuyas aguas ellos deben utilizar”. No alcanzaba ninguna persuasión pacífica, ninguna propuesta con ventajas, las cuales no faltaban de parte de la línea austriaca o española de la casa Habsburgo. Y cuando Wallenstein quiso obligar a Stralsund a organizar una guarnición para el Emperador, la ciudad hizo una victoriosa resistencia, gracias a la ayuda danesa y sueca que consiguieron por vía marítima. El dominio imperial sobre el Báltico era, en consecuencia, una ilusión, aunque una ilusión creíble, ya que la costa del Báltico en Mecklenburgo y Pomerania, se encontraba bajo el poder del Emperador. Al mismo tiempo que Wallenstein rodeaba los muros de Stralsund, Richelieu sitiaba La Rochelle. Su triunfo no fue sólo tan simbólico para los acontecimientos franceses como la derrota de Wallenstein lo fue para los alemanes. Le dio a la política europea un viraje decisivo. Ahora Francia tenía las manos libres para sus intereses en el extranjero y emprendió la guerra con la casa Habsburgo con un énfasis determinado porque el rey Carlos de Inglaterra, que acababa de tener una desgraciada lucha con el parlamento, había firmado una deshonrosa paz con España. Richelieu aprovechó un conflicto sucesorio en el ducado de Mantua[32] para retomar junto con Austria y España la vieja pelea en Italia. Tuvo éxito en volcar pequeños príncipes en el norte de Italia hacia su lado. Se puso de acuerdo con el papa Urbano VIII, hijo de una casa comercial florentina, un hombre que siempre se había sentido como un príncipe italiano y desde hacía mucho pretendía sacarse de encima el dominio español. Richelieu pagó a los Países Bajos un significativo apoyo monetario para estimularlos a continuar la guerra contra España. Atrajo a los príncipes de la Liga en Alemania con la más bella de las promesas: en la corte de Munich permitió suponer que era el momento de pasar la corona imperial de los Habsburgo a los Wittelbach. Finalmente se esforzó en resolver la guerra entre Polonia y Suecia de modo que el rey sueco Gustavo Adolfo pudiera asaltar el reino alemán. En todos lados, en el Po, en el Rin, en los Países Bajos, en el Báltico quería quebrar el poderío de los Habsburgo.

El “dominio absoluto” sobre el reino alemán, que Wallenstein perseguía por cuenta del Emperador fue afectado, no sólo por el ataque francés y la derrota sufrida en Stralsund, sino por el Emperador mismo. Acosado por la Liga, con confesores jesuitas como consejeros, más fascinado por un egoísmo principesco que informado por un modo de pensar imperial, Ferdinando II[33], simultáneamente con la paz de Lübeck, emitió el edicto de restitución que, una vez más, excluía expresamente a los calvinistas de la Paz religiosa de Augsburgo, pero después decretó que todos los bienes eclesiásticos mediatos confiscados después del Acuerdo de Passau y todas las diócesis reformadas inmediatas del reino[34] después de la Paz de las religiones de Augsburgo debían volver a los católicos. El edicto prescribía una completa modificación de las relaciones de propiedad vigentes, especialmente en el norte de Alemania. Con indiferencia acerca de si esas relaciones eran de acuerdo a derecho, o si el Emperador tenía o no derecho formal a sancionar el edicto, no pudo haber hecho nada más insensato que determinar semejante restitución. El edicto se puso en la más aguda contradicción con la política de Wallenstein, que sobre las contradicciones religiosas y sobre los litigiosos príncipes, quería construir un fuerte poder nacional. Con el edicto el Emperador se puso de un lado de los príncipes, especulando especialmente con Magdeburgo y Halberstadt. En lugar de calmar a la Liga, lo que consiguió fue que su arrogancia se hinchase aún más y que estuviese mucho menos dispuesta a reconocer la autoridad imperial. Mucho después que la Unión estuviera disuelta y que los príncipes electores protestantes de Brandenburgo y Sajonia se mantuvieran neutrales en la guerra holando-danesa, el edicto logró que se pusiesen nuevamente de pie, ya que éste amenazaba con despojarlos de sus mejores dominios. También conmovió especialmente a la población protestante que había visto en las heredades austriacas lo que el Emperador quería decir cuando hablaba de restauración católica. Wallenstein rimó en aquella ocasión:

Des Kaisers unnötige Reformation

Bringt mich um meine Reputation,

Den Kaiser um die Römische Kron,

Bayern wird auch kriegn sein Lohn.[35]

Se quejaba de que el Emperador no necesitaba reformas sino reclutas; el edicto ponía contentos tan sólo al sueco, al turco y al betlehemita (Bethlen Gábor). De la misma manera pensaban sus oficiales, que en gran parte eran protestantes. Hasta Tilly, el general de la Liga, parece haber declarado al edicto como muy inoportuno, en consideración a “las actividades de invasión de los potentados extranjeros”.

De modo que en el norte de Alemania existía un enérgico fermento, cuando Gustavo Adolfo de Suecia, el 26 de junio de 1630, a la cabeza de 13.000 hombres puso su pie en Pomerania.

 

La política sueca de Gustavo Adolfo

Lo que llevó al rey de Suecia a atacar Alemania fue, decididamente, una secular cuestión de poder: la cuestión de quién dominaría el Báltico. El propio Gustavo Adolfo, nunca, ni en su correspondencia con su canciller Oxentierna[36], ni en sus negociaciones con los estamentos suecos, ha dado alguna otra causa Para salvar el trono protestante no hubiera arriesgado ni un hombre ni un chelín. Lo que ofreció para este idealista propósito fueron algunas resmas de papelería sin valor en las que se presentaba como protector del protestantismo para aprovechar el explosivo estado de ánimo de los protestantes alemanes para sus propósitos de conquista. De la misma manera actuaba el prusiano Federico más de cien años después con parecidos propósitos. Lo que este rey prusiano dice en sus instrucciones escritas a sus generales:

Hay que acusar al enemigo de las peores intenciones que tendría contra el país. Si es protestante de Sajonia, se actúa como el protector de la religión luterana; si el país es católico, entonces no se habla de otra cosa que de tolerancia. Lo que resta aquí para vosotros es el fanatismo. Si se puede instigar a un pueblo a la rebelión por su libertad de conciencia y también hacerle creer que está oprimido por los sacerdotes y los hipócritas, se puede seguramente contar con este pueblo de manera que renieguen del cielo y de la tierra por vuestros intereses”.

lo entendió ya el rey sueco en profundidad. Era sólo que el sueco, de acuerdo a su tiempo, podía actuar tan ingenuamente como cínicamente actuó el prusiano.

Por cierto los reyes suecos eran inquebrantablemente luteranos. Debían serlo por razones políticas. De la iglesia medieval Suecia había tenido una experiencia donde lo bueno era escaso y lo malo era demasiado abundante. El clero católico era tan rico como pobre era el país. Muy escasa resistencia se levantó cuando, en el 1500, Gustavo Vasa fundó la nueva monarquía sobre el saqueo de sus grandes propiedades. A partir de allí debió compartir con la poderosa aristocracia. Las ciudades todavía estaban en un nivel muy bajo de desarrollo; no poseían más que algunas naves de pesca y alguna otra cosa de escaso valor, que, según dijera Gustavo Vasa, no prometía ni ayuda ni consuelo. Todavía no podía ni pensar en asumir la herencia del dominio sobre el Báltico, después de la decadente Hansa. A su muerte, en el año 1560, sólo navegaban 62 buques en el comercio internacional. En su testamento Gustavo Vasa declaró a la religión luterana como sustento básico de la monarquía sueca y obligó a sus sucesores a jamás apartarse de ella.

Este consejo probó ser muy práctico cuando Eric XIV, su hijo mayor y sucesor, con el apoyo de la aristocracia fue derrocado por Juan III, el hijo menor de Gustavo Vasa, y, después de una larga prisión, envenenado. Juan fue llevado por un sentimentalismo poco común para los príncipes de entonces y un conflicto de conciencia por el asesinato de su hermano a los brazos de los jesuitas. Puso en marcha una restauración católica y logró elegir a su hijo Segismundo como rey de Polonia. Un reino polaco-sueco parecía conformar una segura garantía del dominio sobre el mar Báltico. Pero la gran mayoría de la población de Suecia estaba con sus intereses económicos del lado de la reforma. Cuando Segismundo, después de la muerte de Juan, se vino desde Polonia para hacerse cargo de su herencia sueca y continuar el intento de su padre de restaurar el catolicismo, se enfrentó con una incontenible resistencia. Su tío Carlos, el hijo menor de Gustavo Vasa, le arrancó la corona para ponérsela en su propia cabeza. Esto estableció que quien quisiera dominar Suecia debía ser un inquebrantable luterano.

Un inquebrantable luterano, dado que así como en Suecia faltaban precondiciones para el jesuitismo, también faltaban precondiciones para el calvinismo. La nobleza era poderosísima y había aprovechado magníficamente para sus propios objetivos los enfrentamientos en la casa real. Los campesinos suecos no habían sido siervos durante el Medioevo; en primera instancia fueron ellos quienes elevaron a Gustavo Vasa al trono. Pero así como éste los había premiado con grosera ingratitud, sus sucesores los sometieron con violencia al servicio obligatorio a la nobleza. Las ciudades no podían medir su poder con el de los junkers. Por cierto los sucesores de Gustavo Vasa habían iniciado la lucha por el dominio del Báltico, y el rey Eric había adquirido Estonia de la bancarrota del dominio de la noble orden[37] sobre las provincias bálticas, mientras Livonia quedó adjudicada a Polonia y Kurland[38] fue metida en el bolsillo de un maestro de la orden como principado secular. Pero la confusión interna impidió un enérgico desarrollo del poder y, cuando Carlos IX restableció la monarquía luterana impuso en el reino un nuevo ordenamiento por medio del imposible intento de aplastar a la nobleza con sangrienta firmeza y, simultáneamente, enfrentar a Dinamarca, Polonia y Rusia por el dominio del Báltico.

Carlos murió en 1611 y fue sucedido por su hijo Gustavo Adolfo, quien a la sazón tenía diecisiete años. Comenzó su gobierno de modo lamentable con la paz de Knäred, que compró en condiciones humillantes a los daneses, quienes se habían introducido profundamente en el territorio sueco. Pero aún quedaban viejas cuentas sin cobrar con Polonia y Rusia, todavía el rey polaco Segismundo no había renunciado a sus exigencias sobre la corona sueca, sino que trataba a Gustavo Adolfo como un usurpador. El joven rey tenía apenas un solo camino para asegurar su corona: reconocer jurídicamente el poder que la nobleza sueca ya ejercía de hecho. Le dio a la caballería sueca un voto decisivo en el parlamento, le dio nuevos derechos sobre los campesinos, le dio la categoría de oficiales mayores en los ejércitos, no tomó un solo paso en las cuestiones de política exterior sin su consentimiento. En una palabra: los junkers suecos ganaron una posición tan dominante que con sus “distinguidos privilegios” miraban con desprecio a la nobleza alemana como “esclavos de los príncipes” y se comparaban tan sólo con los príncipes de los reinos de Alemania. La comparación era renga, ya que la pequeña Suecia poseía las condiciones de unidad nacional que faltaban en Alemania. Los nobles suecos necesitaban del poder monárquico, que los príncipes alemanes permanentemente se esforzaban por destruir. Pero con su dominio completo sobre este poder muy bien podían considerarse a sí mismos como los verdaderos soberanos del país.

El propio Gustavo Adolfo, con sus concesiones a la caballería sueca, hizo justamente lo que no podía evitar hacer. La monarquía sueca tenía que poseer un ejército fuerte si en el largo plazo no quería ser una presa para los otros estados bálticos. Pero, en Suecia, un ejército fuerte sólo podía fundarse sobre el derecho de propiedad. El ilimitado poder real que había sido perseguido por los antecesores de Gustavo Adolfo había demostrado ser imposible. Lo posible sólo era el dominio real sueco como una monarquía de la nobleza militar. Pero si los nobles suecos asumían, de alguna manera, la guerra de los reyes como un contrato de obra, no estaban, obviamente, dispuestos a llevar las cargas de la guerra sobre sus propios hombros. Pusieron la responsabilidad de esas cargas sobre las clases oprimidas. Los impuestos subieron a alturas demenciales. Quien no tenía vivienda y trabajaba por un sueldo estaba en condiciones de ser convocado a la milicia. Por otra parte regía para la población masculina entre 18 y 30 años un sistema de conscripción, cuya carga principal caía sobre la población rural. Sin embargo no puede soslayarse que la guerra de Gustavo Adolfo no era todavía impopular entre las clases oprimidas. Todos ellos, y especialmente las ciudades, tenían un interés vital en el dominio sueco sobre el Báltico. Además las exitosas incursiones bélicas aportaban grandes riquezas al país. La guerra de entonces eran expediciones de pillaje y saqueo sistemáticos. Así como los hugonotes y como la reina Isabel, Gustavo Adolfo llevó adelante la piratería en gran estilo. Su método era especialmente conquistar puertos de gran tráfico, fortalecerlos militarmente y cobrar derechos de aduana espantosamente altos para todos los barcos que entraban y salían. El servicio militar no era considerado todavía tan vergonzoso como cien años después; por los menos para los proletarios desposeídos era una lotería con mucha ganancia. Hay que conservar esta realidad en la memoria para entender cómo un país pobre con un millón y medio de habitantes –y más no tenía Suecia hacia el año 1630, considerando todas las conquistas hechas hasta entonces- pudo llevar a cabo una guerra durante décadas y soportar las pesadas cargas, y por qué el parlamento, donde incluso los burgueses y los campesinos tenían una cierta representación, dieron su acuerdo al ataque de Gustavo Adolfo a Alemania.

Poco a poco Gustavo Adolfo se expandió sobre el Báltico. A Suecia, Finlandia y Estonia los había heredado de su padre, conquistó Kexholm Karelia e Ingria[39], a Rusia, Conquistó Livonia y las zonas costeras prusianas, especialmente los importantes puertos Memel, Pillau y Elbing a Polonia, así como el derecho a imponer una tasa aduanera de hasta el 3,5 del valor sobre todas las mercaderías entrantes y salientes del puerto de Danzing. Medel y Pillau eran los principales puertos del principado de Prusia y pertenecían, bajo autoridad polaca, al cuñado de Gustavo Adolfo, el príncipe elector de Brandenburgo quien jamás le había hecho el más mínimo daño. Para dar un ejemplo del tipo de guerra llevada a cabo por Gustavo Adolfo, permítaseme describir brevemente la conquista de Pillau. Una hermosa mañana de verano del año 1626 Gustavo Adolfo se apareció a las afueras de Pillau[40] con una fuerte flota de guerra y comunicó al comandante de la fortaleza -quien no esperaba ningún ataque- que debería declararse amigo o enemigo. Él mismo, Gustavo Adolfo, llegaba como amigo y no tomaría un puñado de la tierra de su cuñado más que este miserable arenal que necesitaba por un tiempo como punto de apoyo. Pero ante cualquier enemistad y si un solo tiro era disparado se convertiría en el abierto enemigo de esta tierra y con todo derecho a tomarla del cuello. Vanamente rogó el comandante por un plazo, vanamente las autoridades y ciudades prusianas enviaron mensajes con ruegos de esperar la llegada del príncipe elector. Gustavo Adolfo los rechazó como dice en un viejo escrito: “con duras y filosas palabras, con sangre y garganta en amenazas irreparables”. Tomó el “miserable arenal” y lo convirtió en una mina de oro, que jamás devolvió. En 1629 la aduana sueca en Pillau facturó medio millón de táleros, la misma cantidad que la aduana danesa de Sund, que en la Europa de entonces tenía fama proverbial de ser una mina de oro.

Si se exceptúa a Dinamarca, con cuyos reyes Gustavo Adolfo, pese a compartir la fe luterana y el origen germánico, vivía como perro y gato, de toda la región del Báltico sólo la costa de Mecklenburgo-Pomerania estaba esencialmente libre del dominio sueco. Pero justamente por ello, tan pronto como Wallenstein estableció un fuerte poder estatal en esas regiones con el expreso objetivo de arrebatar para si el “dominium maris baltici” (el dominio del Báltico), la monarquía sueca se enfrentó también a la pregunta “ser o no ser”. Luego de años Gustavo Adolfo se dio cuenta, con la más tensa preocupación, del avance de las armas imperiales en el norte de Alemania. Se puso, incluso, a disposición como comandante en jefe de la coalición contra los Habsburgo, formada a mediados de la década del veinte. Esa vez el rey danés le peleó el cargo, básicamente porque, como príncipe de Holstein, era también príncipe alemán y con ello podía iniciar la guerra civil, más fácilmente que el rey sueco, que no tenía absolutamente nada que ver con el reino alemán. Pese a su rivalidad con Dinamarca, Gustavo Adolfo había hecho entonces causa común con el monarca danés para salvar Stralsund de Wallenstein. En su guerra polaca consumó también sus tendencias contra los Habsburgo, puesto que Polonia coincidía con la casa Habsburgo en una serie de intereses, entre los cuales pueden nombrarse que también estaban expuestos a la amenaza del ataque turco. Wallenstein también había enviado tropas de ayuda a Polonia y rechazó sin escrúpulos los mensajeros suecos, cuando Gustavo Adolfo quiso tener unas palabras con él con motivo de las negociaciones de paz en Lübeck. Las contradicciones eran ya de una alta tensión, cuando Richelieu inició su excursión contra la casa Habsburgo. Encontró fácil aprobación de parte de Gustavo Adolfo, cuando se ofreció como mediador entre Polonia y Suecia e incitó al rey sueco al ataque en territorio alemán. Tan sólo expresaba lo que Gustavo Adolfo había considerado desde hacía mucho.

Pero de todas maneras era una empresa riesgosa. Francia estaba completamente ocupada en su guerra italiana y sólo podía contribuir con apoyo monetario. Los Países Bajos también estaban, merced a la guerra con España, demasiado recargados como para estar dispuestos a una guerra contra el Emperador, como Gustavo Adolfo quería emprender contra éste, pero no contra España. Aquí comenzó una violenta rivalidad comercial. Los Países Bajos no aceptaban otra cosa que reclutamientos secretos que fue lo que Gustavo Adolfo logró emprender en la región, y contra estos pusieron además los más grandes escollos. Desde Inglaterra tampoco podía esperarse más que una aceptación de los reclutamientos. El golpe volteó a Dinamarca, lo cual, en relación a la recíproca desconfianza, fue más una ventaja que un inconveniente para Suecia. Si Gustavo Adolfo hubiera podido alcanzar su objetivo por medios pacíficos, seguramente lo hubiera preferido. Postergó incluso la realización formal de la asociación con Francia buscando una vez más negociar amistosamente. Para él todavía se trataba de que el poderío imperial se retirase de la costa del Báltico y sobre todo de las tierras bajas del norte alemán. Nunca habló sobre cuestiones religiosas. La idea de que un rey pudiera comenzar una guerra para proteger la libertad religiosa o la libertad de conciencia de los súbditos de otro monarca estaba completamente fuera del modo de pensar de cualquiera de los poderosos de la época que se trate. Tanto como en la actualidad, con la diferencia de que en aquel tiempo ni siquiera se entendían pretextos hipócritas de este tipo. Pero incluso si así hubiera sido el caso, ¿dónde estaba el sufrimiento de los protestantes alemanes, por quienes Gustavo Adolfo dijo querer sacar la espada? Que el Emperador llevaba adelante la restauración católica en sus heredades, era su derecho, debidamente confirmado justamente por los hermanos en la fe de Gustavo Adolfo. Lo que había escandalizado tan fuertemente a Gustavo Adolfo, el establecimiento del poder imperial en el norte de Alemania, no había sido seguido de la más mínima opresión contra los protestantes; la política de Wallenstein descansaba precisamente en un equilibrio de las contradicciones religiosas. Y ni siquiera el edicto de restitución puede ser aprovechado en este contexto. Antes de que se dictase Gustavo Adolfo ya se había decidido por la guerra e incluso ya había escrito el borrador de su manifiesto de guerra, hecho público posteriormente. Después que éste fue emitido retomó una vez más las negociaciones pacíficas con el Emperador sin ninguna relación con el edicto, pero siempre con el programa: ¡Fuera el poder imperial de la costa del Báltico y así mantendré la paz!

Ni el Emperador ni su mariscal de campo eran de ese tipo de gente que se someten a semejante ultimátum. En lugar de ello, Wallenstein atacó aún más violentamente las ciudades hanseáticas. La guerra fue inevitable y la cuestión era sólo dónde se libraría. Durante los últimos días de octubre de 1629 Gustavo Adolfo deliberó una vez sobre toda la cuestión con el consejo del reino –los jefes de los junkers suecos- en el palacio de Uppsala. En las actas no hay todavía una sola palabra sobre religión. Pero se puede encontrar en su lugar: La piedra fue puesta para ellos, no por su culpa sino por culpa del Emperador, en el hecho de que se ha acercado demasiado a Suecia. O sucumben o ruedan con la piedra; o esperamos al Emperador en Kalmar o lo buscamos en Stralsund. Se decidió entonces por una guerra ofensiva, esencialmente por el hecho de que si Suecia no podía costear las cargas de una guerra, debería hacerlo Alemania. Gustavo Adolfo explicó que la guerra alemana debía hacerse con sangre alemana y dinero alemán. Dijo: Si gana el rey, los alemanes serán el botín. Dijo a continuación que el pueblo alemán se vería obligado a luchar contra su propia patria y sus propias autoridades. Un hermoso programa para “el caro guerrero de Dios”, ¡que de pura preocupación por la oprimida conciencia de los protestantes alemanes quería arrancarlos de las garras jesuíticas!

Algunas cifras pueden arrojar luz sobre este programa real. Durante los tres años que Gustavo Adolfo en persona condujo la guerra las cifras en Suecia subieron de la siguiente forma:

 

Año   Presupuesto militar Dotación de los Ejércitos
(nominal)

1630 9.535.625 taleros 40.000 hombres
1631 5.568.407 taleros 79.700 hombres
1632 2.220.198 taleros  198.500 hombres

 

Como se ve, cuanto más alto sube el número de integrantes del ejército, más baja el presupuesto militar. Este último comprende toda la fuerza militar sueca, incluidas las tropas estacionadas en Suecia, Finlandia y las provincias bálticas, las que, en 1630, alcanzaban a 37.000 hombres, mientras que las cifras de dotación de los ejércitos indicadas por nosotros se limitan a las tropas suecas que actuaban en Alemania. Esas tropas se reclutaron en Alemania y fueron abastecidas por Alemania. Si se le agregan los enormes impuestos y sumas de contribución que Gustavo Adolfo impuso sobre los príncipes y las ciudades alemanes tan pronto como caían bajo su violencia, y los ingresos aduaneros que rápidamente se imponían en los puertos conquistados, los cuales según datos contemporáneos alcanzaban “no sólo el 15-30 por ciento, sino el 40 y hasta el 50 %”, se entiende la queja de un volante alemán de 1636:

El cobre lo han sacado de vuestro país, pero el oro y la plata se lo han llevado. Suecia estaba antes de esta guerra cubierta de madera y paja, ahora lo está de piedras y soberbios recamados”.

Un volante ocasional, no escrito según algún criterio partidario unilateral, sino que, como “un Brutus alemán”, daba a las masas alemanas una claridad de amanecer sobre los maravillosos salvadores, que habían llegado hasta ellas con todos los vientos del cielo. Con la tan precisa como seca verdad: al fin y al cabo, todos y cada uno, sea quien fuere, busca tan sólo su propio y exclusivo interés.

La expedición alemana de Gustavo Adolfo

A las relucientes pompas de jabón de la leyenda de Gustavo Adolfo pertenece también la frase sobre el “pequeño y heroico ejército”, con el cual el rey habría “salvado el Evangelio”. Desembarcó en Pomerania, es cierto, con sólo 13.000 hombres, pero, merced a conseguir oportunos refuerzos logró que su ejército alcanzara los 40.000 hombres, una fuerza muy considerable para aquella época. Con esta fuerza comenzó a “limpiar la costa del mar”, a conquistar Pomerania y Mecklenburgo y a expulsar las tropas imperiales de la costa del Báltico. Por estos primeros triunfos no tuvo que agradecer tanto a su superioridad bélica sino a la traición de los príncipes alemanes. Sin embargo, ninguno de ellos o, por lo menos, no en primer lugar, eran príncipes protestantes. Los alemanes de entonces consideraron el ataque de Gustavo Adolfo a Alemania como lo que simple y llanamente era: una guerra de conquista de un rey extranjero. No se dejaron engañar por sus hermosas frases sobre la salvación del Evangelio, que con energía comenzó a desparramar. El apoyo abierto a un conquistador extranjero en suelo alemán era una traición, que aún no había manchado la oscura hoja de la historia de los príncipes alemanes. Hasta el duque de Pomerania, un anciano débil mental, de quien Gustavo Adolfo dijo que “quería beber su trago de cerveza tranquilo” se sometió solamente ante la fuerza de las armas del conquistador sueco.

Los príncipes electores de Brandenburgo y Sajonia, de cuyo apoyo dependía, en principio no querían saber nada de una alianza con Gustavo Adolfo. Tan sólo en las ciudades hanseáticas, después de haber sido duramente atacadas por Wallenstein, había un partido prosueco. Un partido de estas características ganó en Magdeburgo. En este importante arzobispado, con una situación dominante en el norte de Alemania y que era disputado por los príncipes Hohenzollern y Wettin, había comenzado un brutal intento de aplicar el edicto de restitución. El Emperador reclamó, por cuenta de sus hijos menores, la dignidad de arzobispo. La propia ciudad de Magdeburgo estaba dividida entre partidos, la vieja ciudad estaba llena de rivalidades comerciales contra las otras ciudades y los elementos patricios y plebeyos se dividían en agudas contradicciones sociales. Bajo esas confusas relaciones, el pretendiente Hohenzollern Christian Guillermo, un desgraciado muy poco común, que dos años más tarde se volvió católico y se pasó al Emperador, logró por medio de la sorpresa poner a la ciudad de Magdeburgo en manos del partido sueco. Gustavo Adolfo envió allí a uno de sus más fieles oficiales, el mariscal de la corte y coronel von Falkenberg, para mantener la ciudad hasta que el mismo pudiera llegar y ocuparla. Mientras tanto, la resistencia de Brandenburgo y de Sajonia se lo impedía.

Por el contrario, fueron los príncipes católicos quienes, aunque no apoyaban a Gustavo Adolfo –lo cual dio el mismo resultado- desarmaron al Emperador y al país. Al mismo tiempo que Gustavo Adolfo desembarcaba en Pomerania, el Emperador se dirigió hacia un parlamento de príncipes electores en Ratisbona para ganar el apoyo de los electores para la guerra contra Francia y Suecia, y especialmente para lograr que su hijo fuese elegido como sucesor al trono. Maximiliano de Baviera y los príncipes electores seculares actuaron en nombre propio, los protestantes lo hicieron a través de comisionados que jugaron un papel completamente subordinado. Exigieron el cese del edicto de restitución, algo que el Emperador y la Liga denegaron en común. Los verdaderos enfrentamientos eran entre el Emperador y la Liga. Ésta había alentado el fortalecimiento del poder imperial siempre y cuando éste actuara a favor de sus intereses, pero esto se había convertido en otra cosa cuando Wallenstein puso al poder imperial sobre sus propios pies y encaró a los príncipes católicos de la misma manera que a los protestantes. Las primeras exigencias de los príncipes electores fueron: disminución de los ejércitos imperiales y alejamiento de “la persona dañina, el friedlandés” del cargo de comandante en jefe. A continuación el elector de Baviera, como comandante de la Liga y mariscal de campo del Emperador, llevaría la guerra contra los usurpadores suecos. La guerra contra Francia era algo sobre lo que los príncipes de la Liga no querían saber nada. Desde hacía tiempo jugaban bajo el manto de Richelieu, le habían prometido que el reino sería desarmado y que la guerra de Mantua terminaría. Habían arreglado de modo tal que una delegación francesa llegó a Ratisbona para negociar la paz. Richelieu envió a su más fiel consejero, el padre José, que con diabólica habilidad representó los intereses franceses en la reunión de los príncipes alemanes.

Durante este tiempo, Wallenstein, por su parte, había avanzado en sus grandes planes. No le temía a una guerra con Francia y se había preparado para ella. Contra el Papa profrancés lanzó las amenazadoras palabras: Roma no había sido saqueada durante siglos, ahora debe ser mucho más rica que entonces. Era un objetivo seductor volver a incorporar los arzobispados -perdidos por la traición de los príncipes- de Metz, Toul y Verdun con el poder de las armas imperiales. Wallenstein parece también haber hablado sobre su futuro cuartel central en París. Pero aun con todos sus fantásticos sueños de ninguna manera era un iluso. Tan pronto como las tropas imperiales ocuparon Mantua y repusieron el prestigio imperial en Italia y tan pronto como no fue necesario prevenir el ataque de Gustavo Adolfo en Alemania, Wallenstein logró alcanzar una gloriosa paz con Francia para hacer estallar la coalición contra los Habsburgo: “Si hay paz con Italia, todos los enemigos de la casa de Austria están en la bolsa”. Wallenstein no sabía –y no es ninguna vergüenza para él que ni siquiera lo sospechase- lo profundo que los príncipes electores católicos se habían enredado con Francia. Después de la conciliación con Francia quiso hacer retroceder las tropas que habían luchado en Italia y, con irresistible fuerza, empujar a los suecos al otro lado del Báltico. Con ello el poder imperial estaría restablecido en Alemania con más brillo que nunca. Así como en su momento se fracasó con las ciudades, lo mismo ocurrió con los príncipes. En el instante decisivo reaparecieron sus encontrados intereses. ¿Qué provecho tenía para la casa de Habsburgo el poder monárquico si no podía lograr que fuera en herencia de padre a hijo? Y el hijo sólo podíasuceder al padre por medio de la elección de los príncipes electores. Pero la mayoría de los príncipes electores de la Liga declaró que si Wallenstein no era despedido, preferían elegir al rey francés como sucesor del Emperador. El Emperador no tuvo opción: tuvo que despedir a Wallenstein y dar de baja a una parte de sus huestes. Con gran esfuerzo éste logró tan sólo que el resto de su tropa no fuera puesta bajo la autoridad de la Liga sino bajo la de su comandante: Tilly comandaría las tropas imperiales y de la Liga contra Suecia. A raíz de ello los príncipes le negaron al Emperador su contraprestación: su hijo no fue elegido como sucesor del trono. Posteriormente, aunque se cerró la paz con Francia, Richelieu se negó a aprobar el acuerdo que su plenipotenciario había firmado en Ratisbona. El Emperador tuvo que continuar la guerra italiana. Entonces, y como consecuencia del rápido avance de Gustavo Adolfo no pudo completarla, de modo que –como se quejó- se vio obligado a una “paz inaceptable, completamente repugnante” con Francia. Por otra parte, Francia firmó la alianza largamente planeada con Suecia, no para proteger la religión protestante, sino para garantizar el Báltico a Suecia, mantener la fractura alemana y destruir el poder imperial. Gustavo Adolfo se obligó expresamente a mantener amistad o, por lo menos, neutralidad con Baviera y la Liga, y estos hicieron lo propio.

La terrible derrota del Emperador en la reunión de Ratisbona fue la verdadera causa del victorioso avance de Gustavo Adolfo en Alemania. Cuando la prensa ultramontana llama a Gustavo Adolfo Devastator Germaniae, el devastador de Alemania, es necesario recordar que Gustavo Adolfo pudo devastar Alemania sólo gracias a la traición de los príncipes católicos al Emperador y al reino. Mientras durase el jaleo en Ratisbona, no era ninguna proeza para Gustavo Adolfo, con su bien equipado ejército, atacar guarniciones aisladas de las tropas imperiales en la costa del Báltico. Pero ni siquiera posteriormente encontró una resistencia o un poder equiparable, como hubiera encontrado con Wallenstein y su ejército, si no hubiera sido por la traición de la Liga. Las tropas licenciadas de Wallenstein se unieron a él y engrosaron sus fuerzas. El propio Tilly era un valeroso guerrero, y de ninguna manera el tosco belicoso que los historiadores protestantes han descrito, pero era un mediocre mariscal de campo, doblado por la edad, sin visión política, muchas veces un indefenso y tambaleante servidor del Emperador y la Liga, dos señores con intereses muy separados. Las cartas de su sensato y audaz subcomandante Pappenheim son una crítica aniquiladora a su deplorable conducción militar[41]. En lugar de, o bien arrojarse contra Magdeburgo o dirigirse directamente contra Gustavo Adolfo, con toda su fuerza, buscó con fuerzas insuficientes hacer tanto lo uno como lo otro. Después de haber perdido innecesariamente valiosas tropas y tiempo se decidió por fin golpear contra Magdeburgo estimándola como la misión más sencilla. El 10 de mayo de 1631 asaltó la ciudad, gracias a la habilidad militar de Pappenheim e incluso gracias a los traidores de dentro de los muros, pero el premio de la victoria cayó como yesca seca en su mano. Magdeburgo fue consumida por las llamas y el sangriento resplandor del fuego de la espantosa catástrofe iluminó a los suecos para nuevas victorias.

En relación con la caída de Magdeburgo hay dos cuestiones separadas, que toda la biblioteca –cuya mayor parte está formada por papelería sin valor- las junta. La primera pregunta dice: ¿Podía Gustavo Adolfo haber salvado la ciudad? Esta pregunta se disuelve totalmente en la siguiente cuestión: de haber sido un héroe de la fe, le hubiera sido posible no sólo salvar la ciudad, salvarla no le hubiera implicado ni siquiera un mayor emprendimiento. Si era un conquistador, para quien los intereses suecos dominaban todo y los intereses protestantes eran de valor igual a cero, desde el punto de vista de un conquistador ha prestado una no diminuta defensa al decir con respecto a Magdeburgo: “no sería considerar tan absurdo, que de haber golpeado ciegamente, hubiera arriesgado innecesariamente a sí mismo y a su estado, y con ello no hubiera ayudado tanto a la buena ciudad que, por el contrario, hubiera caído al final junto con él”. Ser considerado “absurdo” es aquí el problema del glorioso conquistador, y considerar “absurdo” es aquí la desgracia de las personas que confiaron en sus prometidas obligaciones. La otra pregunta dice: ¿Quién incendió Magdeburgo? No se puede determinar con seguridad por medio de una prueba jurídica, sino por medio de conocimiento histórico. Si tal como todos y cada uno dicen hoy que fueron los rusos, y no los franceses, quienes incendiaron Moscú en 1812, debe responderse que los suecos, y no los imperiales, fueron los incendiarios de Magdeburgo. O más escrupulosamente, fue el Sueco, el coronel Falkenberg, el fiel ayudante de Gustavo Adolfo.

Tilly no era ningún genio, pero hubiera sido un perfecto idiota si hubiera convertido en cenizas la plaza que con extremo esfuerzo de sus tropas había conquistado. Permitió saquear la ciudad, como Gustavo Adolfo permitió saquear Frankfurt an der Oder y Wurzburgo después del asalto a esas ciudades. El saqueo de las plazas conquistadas era un derecho de los soldados, bárbaro, pero reconocido en aquel entonces. Aunque se saqueó y se asesinó en Magdeburgo incluso por encima de la medida común en aquel tiempo, ello se hizo sólo porque el incontrolable incendio disolvió en todas partes los últimos restos de disciplina en los ejércitos que la asaltaron. No fue Tilly quien prendió esa antorcha. El mismo, ya en el incendio, hizo responsables a los sitiados por el fuego, especialmente según los relatos de los presos. La corrección de su opinión es reconocida también hoy por todos los historiadores protestantes un poco serios. Falkenberg cayó en el asalto, pero con este testigo aparentemente clásico no se ha perdido mucho. Semejantes “datos heroicos” no son de una naturaleza especialmente incontrastable y quienes les dan origen no son por ello testigos clásicos. Rostopsjin, el gobernador de Moscú, se ufanó, durante la embriaguez del primer éxito, de que había sido él quien iniciara el incendio de Moscú haciendo gala de disciplina y honor, pero unos años después afirmó del modo más decidido, incluso en cartas confidenciales, que fue Napoleón quien incendió la ciudad y después contra toda evidencia le adjudicó la culpa por el espantoso crimen. No existe ningún tipo de prueba de que Falkenberg haya sido instruido por Gustavo Adolfo para iniciar el incendio. Pero la medida entraba perfectamente dentro del marco de su modo de hacer la guerra, y por ello cosechó sus frutos.

El fermento, que ya el edicto de restitución había despertado dentro de las masas protestantes, creció con la catástrofe de Magdeburgo de una manera incalculable. La angustia producida por los “azotadores de Magdeburgo” imperiales, la inquietud de que la tragedia de Magdeburgo pudiera repetirse en todo el norte de Alemania, había tomado a todos en su más profundo ser. Aunque no inmediatamente, este sentimiento fue aprovechado por los conquistadores suecos. Al principio se conmovieron hasta ellos mismos, desconfiados del crecimiento de Gustavo Adolfo, ya que desde las filas protestantes le reprocharon no haber sostenido a Magdeburgo como debería haberlo hecho. Pero la imbatible imagen de la soldadesca del Emperador y de la Liga debió jugar, a la larga, en beneficio del único salvador, que bajo condiciones dadas, hacía frente a esos enemigos. Todo el panorama se había agudizado y ahora se trataba de elegir el bando.

Los príncipes electores de Brandenburgo y Sajonia ya no podían mantener una posición de neutralidad, en la cual habían tratado de enroscarse hasta ahora, debatiéndose entre la obligación ante el país y su miedo a Gustavo Adolfo. Éste les endilgaba públicamente la culpa por la caída de Magdeburgo: a causa de su ambigua posición le habían impedido abrirse camino hasta la ciudad. Después de haber sido ayudado en el aprieto con una pizca de violencia, el brandenburgués cedió en primer lugar, tembloroso y dubitativo, ya que era un pobre tipo penosamente débil que ya, desde Pillau, conocía el “amistoso” abrazo de su yerno y sentía, además, el más absoluto respeto por el largo brazo del Emperador. Personalmente, el sajón era del mismo calibre. En general era conocido como “Birra-Jorgito” y el pueblo decía que su tonel de cerveza era, para él, más preciado que el bienestar de los protestantes. Un diplomático consideraba un milagro del Dios Todopoderoso, si alguna vez podía despertarse de su eterna somnolencia a un instante de sobriedad. Tenía las más amplia lealtad a la casa imperial que protegía a los príncipes electores sajones después de la traición contra sus primos ernestinos y, como carnada, el Emperador le ofrecía el Alto y el Bajo Lausitz. Sólo el edicto de restitución le podía devolver los obispados de Meissen y Merseburgo, donde se fabricaba tan buena cerveza, y el arzobispado de Magdeburgo amenazaba a escarparse de sus manos, incluso antes de que consiguiera ocuparlo. Así oscilaba de aquí para allá hasta que las tropas de Tilly con su inmisericorde amenaza contra su país lo empujó a los brazos de Suecia. Las tropas sajonas se unieron con el ejército sueco y el 7 de setiembre de 1632 cayeron definitivamente en Breitenfeld. La imponente masa militar, con la cual Tilly combatía, según el viejo método español, aplastó como elefantes los regimientos sajones y “Birra-Jorgito” huyó del campo de batalla con el alma en la garganta. Pero Gustavo Adolfo recompuso su situación con sus experimentadas tropas; con su táctica móvil arrojó a las informes masas de los ejércitos imperiales y bávaros a una desesperada derrota. Fue una batalla decisiva. Gustavo Adolfo dominaba, ahora, el norte de Alemania y el sur yacía frente a él como una indefensa presa. Se le ha reprochado que no aprovechara esta brillante situación y marchara sobre Viena para dictar la paz al Emperador con la espada en la mano. Dicho de esta forma el reproche es exagerado, ya que el poder del rey sueco no tenía tan largo alcance, al punto de que ni siquiera hubiera sido capaz de derrotar definitivamente a Austria. Si se hubiera lanzado por ese camino, antes o después tendría que haber experimentado su Kolin, así como cien años después el rey prusiano (Federico II) creyó haber derrotado a la casa de Austria en la batalla de Praga y tuvo la vana esperanza de poder dictar la paz en los muros de Viena.

Pero aun cuando la forma es exagerada, el reproche contiene un correcto pensamiento: Gustavo Adolfo después de la victoria de Breitenfeld debería haber buscado la paz. Había alcanzado lo que quería alcanzar. Había barrido a las armas imperiales fuera del norte de Alemania y con ello liberado a su reino de la presión que amenazaba con quitarle el aliento. Pudo obligar al Emperador a renunciar al edicto de restitución y con ello atar de modo duradero a sus intereses a los príncipes germánicos del norte. Y si hubiera sido un “héroe de la fe” hubiera podido asegurar el protestantismo con los mismos derechos que el catolicismo. Pero en esto no pensó jamás, sino que su naturaleza de rapiña se sacó el último velo; organizó una gran expedición de saqueo con el doble riesgo de aventurar su alianza con Francia y darle al Emperador el tiempo suficiente para reunir nuevas tropas, para lo cual su fuerza no había crecido lo suficiente.

Después de la batalla de Breitenfeld, Gustavo Adolfo actuó como un conquistador. Envió al ejército sajón a las heredades austriacas para mantener viva la amistad entre el príncipe elector y el Emperador. Él mismo se abalanzó, a través de la “calle del cura”, sobre el bosque de Turingia hasta Franconia, en marcha hacia las ricas posesiones eclesiásticas en la región del Meno. Fue una expedición de pillaje con inconmensurables ganancias pero cansadora monotonía. En las posesiones turingias de su aliado sajón, Gustavo Adolfo desoló y devastó tanto como en las que pertenecían a los obispos de Bamberg, Wurzburgo y Maguncia. Cuando el príncipe elector se lamentó, el rey sueco explicó simplemente: “La guerra es la guerra y los soldados no son ninguna monja de clausura”. Cuando era enfrentado con resistencia amenazaba con “fuego y espada” y con “quemar, incendiar, saquear y matar” –un programa que realizó minuciosamente cuando la resistencia no se rendía-. La neutralidad se consideraba enemistad. La capitulación a tiempo se pagaba con graves contribuciones, entrega de provisiones y reclutas, rendición de las plazas militares, etc. Los conventos fueron proscriptos a toda costa. Sus habitantes fueron expulsados, sus tesoros, muy a menudo colosales, fueron vaciados hasta la última moneda, sus propiedades fueron regaladas al ganado real. La valiosa colección de libros y manuscritos del Obispo de Wurzburgo fue a la Universidad de Uppsala, la que recuerda una cantidad de pillajes semejantes. Las regiones conquistadas debían rendir homenaje a la corona sueca, el rey dispuso sobre ellas como sobre las provincias suecas e impuso nuevas autoridades. En síntesis, no se puede pensar ningún tormento que Gustavo Adolfo no haya hecho recaer sobre la conciencia y el bienestar de la población; este bienestar espiritual y material que, según su confiable afirmación, liberó “del improcedente engaño y la ciega opresión de los papistas”. Durante el invierno de 1631-1632 el rey estableció una resplandeciente corte en Maguncia. Aquí ya le alcanzaron las primeras advertencias de que había superado el punto culminante de sus éxitos. Francia estaba en general descontenta con el crecimiento excesivo de su poder, pero especialmente con que llevaba la guerra por la “calle del cura”, es decir por la región perteneciente a la Liga. Esta era protegida de Francia no menos que Gustavo Adolfo, ambos eran pilotes enterrados en la carne de los Habsburgo. Desde el principio Richelieu se esforzó en establecer amistad o, por lo menos, neutralidad entre Gustavo Adolfo y la Liga y retomó entonces esos esfuerzos. Gustavo Adolfo no quería renunciar fácilmente a sus conquistas en la “calle del cura”, pero la Liga no quería aceptar sus duras condiciones. Las negociaciones condujeron tan sólo a que la Liga se quebrase. Los príncipes eclesiásticos, que no habías sido perseguidos por Gustavo Adolfo, huyeron bajo la protección de Francia, mientras que el príncipe elector de Baviera se unió íntimamente a Austria para continuar la guerra contra Suecia. Igualmente, por otra parte, no faltaban serias disensiones entre Suecia y Francia a cuyo emisario Gustavo Adolfo le recordó que el era un buen amigo del Gran Turco. Turquía, a su vez, se armaba, azuzada por Suecia, para atacar las heredades austriacas. Y simultáneamente el Papa se negaba a excomulgar a Suecia. ¡Que suerte poco común para un evangélico luchador de Dios tener dos protectores tan complacientes como el Papa y el Sultán! Austria había golpeado inútilmente todas las puertas de Europa para alcanzar nuevas alianzas; sólo con España logró anudar con más fuerza la vieja alianza de amistad y ansiaba ahora que el Papa bendijese las armas de las viejas potencias católicas contra el rey hereje. Pero Urbano VIII era inconmovible. En vano los cardenales Pasman, como emisario austriaco, y Borgia, como español, se dirigieron a él con fuertes reproches en la reunión pública del colegio cardenalicio. El Papa insistió en que esta guerra no era ninguna guerra religiosa y sobre Gustavo Adolfo decía: “¡Dios mismo lo ha despertado, pues que sea Dios quien nos proteja!” Sí, después de la muerte de Gustavo Adolfo el Papa celebró en el Vaticano una misa fúnebre por su alma. Más sensato que en sus intentos de obtener la bendición papal estuvo el Emperador cuando volvió a nombrar a Wallenstein como su comandante en jefe. Los príncipes electores de la Liga se habían salido del juego y el bávaro se había vuelto dócil. Con poderes muy ampliados Wallenstein reasumió su antiguo cargo. Una nueva reunión de los príncipes electores en Ratisbona no lo hubiera amenazado; esta vez hubiera podido llevar adelante su programa con o sin el Emperador y, si se tornaba necesario, también contra el Emperador. Tan pronto como Wallenstein apareció en escena, empalideció la estrella de la fortuna de Gustavo Adolfo. Una vez más cayó sobre Tilly, quien intentaba evitar sus ataques en Baviera. Tilly cayó en esta lucha y Gustavo Adolfo asoló nuevamente, como un vándalo, el reino de Baviera. Pero luego tuvo que hacerse cargo de la lucha contra Wallenstein. El plan de guerra de éste era tan simple como claro. Con sus admirables talentos organizativos había armado rápidamente un nuevo ejército y había expulsado a los sajones de Bohemia. Su idea era introducirse en Sajonia y obligar a Gustavo Adolfo a retirarse del sur y el oeste de Alemania para proteger al príncipe elector o, si no venía, persuadir al veleta y ya ganado príncipe elector a unirse al Emperador. En ambos casos las conquistas del sur de Alemania de Gustavo Adolfo pendían de un hilo.

Sería aquí demasiado largo seguir el peregrinaje del rey de aquí para allá bajo la presión de un peligro amenazante. Era Wallenstein quien dirigía por completo la marcha de la guerra. En un campo de batalla abierto se encontraron dos veces. En Nuremberg Gustavo Adolfo se rompió los cuernos contra el campamento de Wallenstein. En Lützen, el 6 de noviembre de 1632 cayó para siempre en una salvaje pelea cuerpo a cuerpo.

El lugar de Gustavo Adolfo en la historia

Sobre la personalidad de Gustavo Adolfo sabemos en términos comparativos muy poco. Pero este poco que sabemos no es antipático. Estaba libre de los gruesos vicios en cuyo cieno se revolcaban los enanos déspotas alemanes y, en cuestión de educación, estaba muy por encima de ellos. Naturalmente que su figura no mejora porque sus adoradores se imaginen ridículamente que entró en Alemania galopando como un héroe de la fe. Si hubiera hecho o tan sólo querido hacer lo que se afirma que “el mundo admira de él”, los junkers suecos lo hubieran encerrado en un manicomio y con toda razón.

Su lugar histórico está determinado por las relaciones históricas en las cuales vivió. La monarquía militar aristocrática es una forma social y estatal atrasada; y ya lo era en cierto modo en los tiempos de Gustavo Adolfo. Pero por lo menos era una forma estatal pujante comparada con la democracia aristocrática polaca, que se pudría en el lodo feudal, y con la barbarie primitiva de los rusos. En la lucha con Polonia y Rusia, Suecia se elevó a gran potencia del Báltico. En la lucha con Dinamarca, que estaba en el mismo nivel cultural, no cosechó ningún laurel. Ambos países debían encontrarse en los reclamos alemanes sobre el Báltico. Históricamente la cuestión sobre si Dinamarca o Suecia eran lo suficientemente fuertes para derrotar a Alemania no se planteó, ya que nunca se presentó dicha alternativa. En lugar de ello se trataba de establecer si el proceso de disolución interna del país alemán podía ir tan lejos como para ser entregado a la ambición de pillaje de Dinamarca o de Suecia. Cuando Dinamarca atacó, Alemania mantuvo unido al país con gran valentía; el ataque sueco no pudo ser resistido, ya que Alemania había sido desarmada por sus propios miembros. Pero que Alemania pudiera ser dominada por Suecia no era posible bajo ninguna circunstancia. Suecia sólo podía saquear Alemania y de este pillaje se creó una muy destructiva posición de gran potencia. Pero el saqueo no es, tal como ha querido enseñarnos la economía burguesa, ningún modo de producción. Lo que se atrapa fácil, se va fácil y muy lamentablemente Suecia cayó del pináculo del poder que apenas había alcanzado. Su situación histórica en el siglo XVII fue episódica.

De acuerdo a esto la situación histórica de Gustavo Adolfo fue también de un carácter completamente episódico. Nada es más erróneo que compararlo con figuras históricas que han completado grandes revoluciones sociales. Las conquistas de Napoleón se le fueron de las manos, pero con una escoba de hierro barrió cantidades de deshechos feudales que amenazaban sofocar la cultura europea y pensando en ello pudo con razón decir en su isla solitaria: “Los que injurian mi memoria muerden el granito”. Pero ¿qué hay de remotamente parecido para elogiar en Gustavo Adolfo? ¿Se dice que salvó al luteranismo en Alemania? No, en primer lugar, no es cierto y, en segundo lugar: si fuera cierto, Gustavo Adolfo hubiera inmortalizado por siglos en Alemania un sistema de miserable estupidización y, entonces ¡qué el diablo le pague por ello!

Como estratega y estadista Gustavo Adolfo era el brazo ejecutor de la Caballería sueca. En general no se oponía y se inclinaba hermosamente cuando su canciller Oxentierna lo frenaba a llevar adelante ciertos “confusos” planes, que no podían ejecutarse. Así como él y los junkers habían analizado con anticipación el plan para la expedición a Alemania en sus más recónditas posibilidades y se aseguró su aceptación en todos los detalles antes de comenzarlo, cuando estuvo en Alemania, buscó la aprobación del gobierno de los junkers que había instalado en Suecia para cada paso importante que tomara. Con esos papeles se puede refutar hasta el menor átomo el cuento sobre Gustavo Adolfo como héroe de la fe. Gustavo Adolfo, dependiente del poder de los junkers, deja muy poco espacio para su eventual “individualidad genial”, pero lo que se puede descubrir en ese espacio no deja una impresión de elevado tono.

Que como estratega tuviera un fuerte rasgo de filibustero, de pirata sueco, no debe ser adjudicado a su carácter personal sino al tipo de guerra de la monarquía militar sueca. Desgraciadamente él no sintió esto como una penosa obligación. Cuando amenazaba con “quemar, incendiar, saquear y matar”, lo hacía con un agradable placer, que de ninguna manera puede ser atractiva para una persona de la cultura actual. Se puede llamar “valentía heroica”, si se quiere, a que haya encontrado la muerte en el medio del tumulto de una batalla o que durante su expedición bávara haya avanzado hasta los puestos de vanguardia enemigos y se burlara de ellos con la pregunta: “¿Señor, ¿dónde se metió el viejo Tilly?” Pero como estratega Gustavo Adolfo se ubicaba muy abajo, incluso para su tiempo. Estaba muy por debajo de Wallenstein, que lo superaba en todo y que nunca hizo la guerra por la guerra misma. Siempre que su objetivo político se lo permitiera Wallenstein prefería la paz a la guerra, los medios pacíficos a los medios bélicos. Por el contrario, Gustavo Adolfo era un atropellador y peleador inescrupuloso, un rey de los mares que andaba de pillaje tanto en la tierra como en el mar, no era un conquistador fundador de nuevos reinos.

Tampoco es mérito de él sino de Wallenstein el haber por lo menos intentado, aunque no lo haya conseguido, una tipo más alto y humano de estrategia bélica. Gustavo Adolfo ha mejorado el arte de la guerra por medio de reformas tácticas que en su mayor parte se referían a una mayor movilidad del ejército. Pero él no ha pensado, y tampoco podía pensar, en cambiar las raíces de la estrategia de entonces. La fama que posteriormente obtuvo en este aspecto, dependen de un básico malentendido. Las monarquías militares conducen siempre a mejoramientos técnicos en la artesanía de la guerra. Es una virtuosidad unilateral con la que se maneja más hábilmente un cierto instrumento cuanta más práctica se tiene. Pero por ello las monarquías militares jamás pueden revolucionar el arte bélico de su tiempo ya que, al fin y al cabo, ambos hunden sus raíces en la misma época. El rey Federico llevó a la guerra a su más alta e imaginable realización, pero antes que los ejércitos prusianos pudieran suponer una nueva estrategia militar, la monarquía de Federico debió ser derrocada.

La suposición de que Gustavo Adolfo al frente de un ejército de campesinos suecos, inspirados por Dios, hubiera sido capaz de asaltar las multitudes de mercenarios pagos del emperador no resiste ninguna crítica seria. Cuando se puso en marcha contra Alemania, la mitad de su ejercito consistía en soldados legionarios, enganchados en las tierras de todos los señores, reclutados en territorio alemán de acuerdo con el programa de Gustavo Adolfo, entre los campesinos y artesanos obligados por la violencia o el hambre o entre la soldadesca internacional que un día servía bajo una bandera y mañana bajo otra, y que después del inicio de la Guerra de los Treinta Años había crecido hasta convertirse en un espantoso tormento para el país. Los prisioneros eran inmediatamente puestos en fila como soldados. Es probable que al final apenas uno de cada diez hombres del ejército sueco fuera sueco. Naturalmente también la famosa disciplina cerrada de la tropa de Gustavo Adolfo, especialmente en relación a la moral, es una fábula. Que en sus expediciones de conquista buscó reducir, en alguna medida, la inmensa ralea de baja estofa que formaba los ejércitos de entonces y, especialmente, no quiso saber nada de mujeres en sus huestes, que él, en sus invasiones a países extraños, se derramaba en solemnes compromisos de que su soldadesca no tocaría un cabello de la cabeza de los pacíficos habitantes, eran cosas evidentes, y hay que reconocer simplicidad en los que sospechan un torrente de divinidad protestante en esas costumbres de conquista muy comunes a la época. Pero todo esto coincidía muy bien tanto con el comportamiento como con la propia voluntad del rey.

Mientras no estuvo unido a Brandenburgo y Sajonia, tenía un muy fuerte interés en mantener la más dura disciplina en su ejército y con las órdenes que entonces dio hablaba seguramente muy en serio. Pero ya entonces escribió, en una carta confidencial a Oxentierna, que su ejército estaba en la más penosa de las situaciones, que no tenía ningún medio para abastecer a la infantería y a la caballería y que debía, contra su enorme disgusto, ver que todos los excesos tuvieran lugar y así y todo se encontraba en un diario peligro de motín. Después de la batalla de Breitenfeld tampoco tenía ya la voluntad de mantener sus soldados en algún tipo de estricta disciplina; ya hemos oído con que aladas palabras rechazó la queja de su aliado sajón a propósito de los saqueos suecos en territorio sajón. Después de que Wallenstein lo pusiera en un difícil aprieto en Nurenberg se volvió de nuevo infernalmente un fruto de Dios. A una diputación de la ciudad de Nurenberg, cuyo apoyo económico necesitaba de manera imperiosa, le dio poder general para colgar de inmediato cada hombre que saquease. Les aseguró el dolor que le producía que siempre en esos saqueos en tierra de amigos se decía que el sueco lo hacía y el sueco lo hacía. Un reconocimiento a la pasada de que el “sueco” ya entonces aprovechaba la creciente y proverbial fama de ser incendiario. Pero a sus oficiales alemanes Gustavo Adolfo les dijo:

Yo me siento tan mal con ustedes que yo preferiría cuidar las chanchas en mi país que andar con tan perversa nación”.

Como héroe protestante de la fe Gustavo Adolfo debía poseer ya una eficaz dosis de hipocresía protestante. Había que verlo por las garras, no por el pico, dijo Wallenstein

Como estadista, en la medida en que pueda probar algunas habilidades individuales como tal, Gustavo Adolfo aparece tan mediocre como en su condición de estratega. La larga controversia sobre sus objetivos políticos ulteriores carece completamente de finalidad, ya que no tenía nada que se pareciese a un objetivo. La monarquía militar sueca decidió no permitir que ninguna potencia fuerte apareciese en el norte de Alemania y estaba motivada por este punto de vista. Pero cómo ese programa sería ejecutado era algo de lo que jamás se había hecho una representación más o menos clara. La base y el límite de sus éxitos es algo sobre lo que Gustavo Adolfo nunca reflexionó seriamente. Políticamente vivía con una mano atrás y otra adelante, nuevamente a diferencia de Richelieu y Wallenstein, quienes tenían un objetivo grande y claro ante sus ojos, para cuya realización dirigían todas sus acciones políticas. No tiene sentido impugnar que Gustavo Adolfo especulaba sobre la corona imperial alemana; uno de sus representantes plenipotenciarios lo ha explicado expresamente en un documento oficial. Pero por otra parte tampoco llevó adelante esta idea imaginaria con algún tipo de coherencia. Según la afirmación de Oxentierna, Gustavo Adolfo quería fundar un gran reino escandinavo, que comprendería Suecia, Noruega, Dinamarca y los Países Bálticos, lo que suena a música celestial apenas un poco menos que lo de la corona imperial alemana. El propio Gustavo Adolfo se ha expresado del modo hasta aquí más manifiesto que el quería arrancar Pomerania y Mecklenburgo, pero en el carácter de príncipe nacional alemán y jefe de un Corpus Evangelicorum, o sea una alianza de príncipes y ciudades protestantes, lo que hubiera significado la continuidad de la división de Alemania. Como premio a este ordenado plan los historiadores alemanes lo han elogiado en exceso como que habría querido crear una Alemania unida y fuerte.

En un punto, sin embargo, la situación histórica de Gustavo Adolfo es grandiosa y completamente innegable. Él ha tenido éxito con algo que ningún conquistador antes o después que él logró, cualquiera sea la cantidad de conquistadores sobre los cuales nos hable la historia. Un gran pueblo, del cual él era su enemigo a muerte, y al que dejó sólo con los huesos, lo celebra como su héroe. Para lograr este milagro ciertamente debía entrar en la escena histórica un “pueblo de poetas y pensadores”.

El final de los treinta años

La muerte de Gustavo Adolfo no cambió naturalmente nada en el desarrollo de los acontecimientos. Había superado el pináculo en su carrera como conquistador. La caballería sueca, que formalmente tomaba la conducción de la monarquía militar sueca, ya que Gustavo Adolfo dejó sólo una hija menor de edad, se hizo cargo con cantidad de diplomáticos y generales, los cuales estaban incluso a la altura de las circunstancias mejor que el rey. Su interes de clase los unía entre sí con más fuerza que lo que habían estado aliados al rey, cuyos románticos sueños imperiales y sus planes “confusos” apenas habían perturbado sus círculos. El golpe que afectaba la causa sueca yacía en la naturaleza misma de las cosas: Suecia no podía triunfar sobre Alemania y esto Gustavo Adolfo no había podido cambiarlo, aún si hubiera vivido más tiempo.

Pero de la misma manera el poder imperial tampoco pudo reestablecerse. Tan desesperantemente desorientadas estaban las cosas en Alemania que el campeón de la lucha por un fuerte poder nacional, Wallenstein, algo más de un año después de la muerte de Gustavo Adolfo, cayó bajo los puñales de asesinos a sueldo imperiales. De todos los partidos que peleaban entre sí en la tierra alemana ninguno podía producir nada decisivo. Las riendas de la guerra cayeron en manos de Francia. A la guerra sueca, el cuarto período de la Guerra de los Treinta Años, le siguió el último y más largo período, la guerra francesa. Los conquistadores suecos no eran otra cosa más que legionarios al servicio de una potencia que para ellos era tan extraña como los alemanes. Pero, también por esto, una vida más larga de Gustavo Adolfo no hubiera cambiado nada. El ya se había rendido a la paga de Francia para reducir a escombros a Alemania. De vez en cuando comprendía que se engañaba a sí mismo y al mundo con respecto a esta relación, pero no había sido capaz de revocarla. No fue su muerte lo que creó la dependencia con Francia. La muerte sólo le ahorró la amarga humillación de reconocerla abiertamente

Los junkers suecos permanecieron en tierra alemana durante la mitad de la vida de un hombre y se hicieron una merecida fama de verdugos, así como los peores entre los saqueadores y violadores. Con infinita fantasía hallaban permanentemente nuevos sufrimientos para arrancar el último céntimo de su escondite. Aún hoy tiene una fama espantosa la llamada “bebida sueca”, cantada en tristes versos por un pobre cura protestante al quien le fue aplicada esta tortura

Mistlaken etlich Mass

Goss man, als in ein Fass,

Mir in den Leib zur Stunden,

Vier Kerels mich festbunden[42].

Otros métodos de tortura eran: sacar el pedernal de las pistolas y en su lugar apretar los pulgares de los campesinos; cubrir las plantas de los pies con sal y hacer que las cabras las laman; atravesar la lengua con un punzón e introducir una hebra de crin y lentamente moverlo de arriba para abajo; atar una cuerda con botones alrededor de la frente y estirarla desde atrás con un palo; atar dos dedos y meter entre ellos una varita y subirla y bajarla hasta que la piel y la carne se quemen hasta llegar al hueso. Para no hablar de las despreciables tormentos que no pueden describirse en un lenguaje decente y que aplicaron contra la población femenina. En aquel tiempo todavía no se había olvidado la rima infantil:

Bet, Kindchen, bet,

morgen kommt der Schwed'[43]

Un general sueco, el conde Königsmark, llevó tantos carros llenos de oro y joyas a Suecia que pudo dejar a su familia un ingreso anual de 130.000 táleros, lo que en dinero de hoy correspondería a un millón de marcos. Cuando otro, Wrangel, recibió la noticia de que, por fin, se había firmado la paz, pisoteó, en un ataque de furia, su sombrero de general. Aún no había obtenido lo suficiente.

Falta todavía el trabajo histórico, que sobre la base del material existente y filtrado críticamente, calcule cuanto le costó la Guerra de los Treinta Años al pueblo alemán. Sólo puede decirse una cosa fuera de toda duda: nunca un gran pueblo y una gran cultura ha debido sufrir semejante destrucción. Según cálculos confiables desaparecieron las tres cuartas partes de la población. La cantidad de habitantes bajó, durante la Guerra de los Treinta Años, de siete millones a cuatro millones. Junto con esto fueron destruidas todas las áreas de la vida económica. Doscientos años retrocedió Alemania en su desarrollo, doscientos años necesitó para volver a alcanzar el nivel económico que tenía al comienzo de la guerra. La monarquía alemana yacía con todos sus miembros mutilados y ella misma no era más que un cadáver en descomposición. Fue lo de menos que los Países Bajos y Suiza rompieran el último y flojo lazo con el país. Al oeste, Francia arrebató las regiones más ricas; al norte, Suecia usurpó las desembocaduras del Oder, del Elba y del Wesser. Esos dos países obtuvieron el derecho a mezclarse en los asuntos internos de Alemania. El Emperador y las últimas autoridades del país se perdieron irrevocablemente. En el abolido edicto de restitución la casa de Habsburgo obtuvo el bien merecido recibo por su política suicida. Las causas económicas de la reforma alemana aún seguían en pie: “la libertad de los estamentos” había triunfado en toda la línea. En la irrestricta soberanía de los príncipes, que se extendía hasta al derecho a formalizar alianzas con el extranjero, obtuvo por fin el pueblo alemán una prueba de que con todo el espantoso horror, con todo el escarnio sin límites, el cáliz del horror y el escarnio no había sido vaciado hasta el fondo.

El culto a Gustavo Adolfo

Así como el dominio espiritual, también el dominio temporal necesita sus leyendas. Moltke, lo cual alguien debería saberlo, ha sostenido que es un deber para el respeto y amor a la patria guardar sus leyendas militares, aun cuando se sepa que son lisa y llanamente pamplinas. Con ello entramos en la primera causa del culto a Gustavo Adolfo. El extranjero y los príncipes alemanes –entre ellos los Habsburgo, en la medida que eran príncipes de una región, ya que ellos permanecieron en las heredades austriacas con el edicto de restitución- salieron como vencedores de la Guerra de los Treinta Años. Para el extranjero debería ser indiferente cómo se ubicaba el pueblo alemán ante este hecho, pero no para los príncipes alemanes. Ellos necesitaron sus leyendas para describir la miserable soberanía que implantaron sobre las ruinas carbonizadas del país alemán como la inescrutable decisión de Dios y la obra de valientes espadachines. Cómo se ubicaban los príncipes católicos en esta circunstancia no necesitamos investigarlo aquí; en todo caso tenía la iglesia católica un rico tesoro de sagas para elegir libremente.

En una situación incomparablemente peor se encontraban los príncipes protestantes. El “Hombre de Dios” Lutero sólo fue una gota de agua para el sediento; él alcanzó a lo sumo a dar un ropaje religioso a la necesaria leyenda. Pero ¿cómo podría ser cubierta la parte militar? Los príncipes protestantes, que habían vivido desde el final de la guerra campesina hasta la paz de Westfalia, eran una pandilla horripilante, a la que un mar de agua calina apenas alcanzaría para ocultar el color natural de la piel de esos moros bajo una fina capa de color cieno[44]. Ninguna de esas abominables figuras servía para pulirla y convertirla en un héroe legendario. Sólo quedaba Gustavo Adolfo que se había presentado como protector del protestantismo alemán, aunque sólo fuera en apariencia, para poder saquear planificadamente Alemania, pero en una actitud por así decir “heroica”. Con él los príncipes protestantes del norte de Alemania eran deudores del más sincero agradecimiento por su verdadero objetivo: ¡mantener la fractura de la tierra baja del norte alemán! Así cultivaron los predicadores cortesanos de esos príncipes el culto a Gustavo Adolfo y sus profesores cortesanos compusieron las leyendas de Gustavo Adolfo. Después de la paz de Westfalia comenzó la adoración, en templos y escuelas, de un pirata ávido de botines, como si fuera un Gedeón[45] de la iglesia protestante.

Hasta aquí la cosa es fácil de entender. Menos evidente es cómo funciona el culto de Gustavo Adolfo para la burguesía. Tan pronto como las clases burguesas en Alemania crecieron en fuerza, tuvieron que buscar la unidad nacional y en consecuencia alzarse contra los déspotas enanos y sus leyendas. Impulsos no les faltaban. En su formidable drama “Wallenstein” Schiller mostró con inteligencia genial que no es Gustavo Adolfo sino Wallenstein el héroe nacional de la Guerra de los Treinta Años, si algo así era posible en aquel tiempo. Schiller se encontraba ya en su período clasicista y ya no poseía la fresca fuerza de su origen burgués revolucionario cuando escribió el “Wallenstein”. Pero, en lo que puso en boca de su héroe se anticipó largamente y con admirable instinto a la información histórica, que, mucho después de su muerte, fue desempolvada del archivo Wallenstein.

Pero se quedó en los impulsos. La burguesía alemana no se sacó de encima su miedo a los príncipes que le fuera impresa con tan terrible minuciosidad. Y para que llegara al poder tuvo que huir bajo las bayonetas a los pequeños estados alemanes, en los cuales Joaquín II había injertado “la providencial misión protestante”. También debió adoptar el culto a Gustavo Adolfo en su inventario espiritual. Naturalmente este culto se conformó de acuerdo a sus especiales intereses de clase. Si la iglesia ortodoxa luterana había convertido al sueco en protector de la “libertad de creencia y de conciencia”, la burguesía liberal lo convirtió también en protector de la “libertad de pensamiento”. Sin Gustavo Adolfo no hay protestantismo alemán, sin protestantismo alemán no hay literatura o filosofía clásicas, de modo que al final el viejo sueco también ha llevado al bautismo a la fenomenología de Hegel. Lessing y Goethe, Heine y Humboldt han mostrado más bien una cierta mayor simpatía por el jesuitismo que por el luteranismo, no a raíz de ensueños religiosos, sino por la natural simpatía que se establece entre personas cultas. Y cuando por el otro lado, el valeroso Nikolai[46] y sus continuadores espirituales se dedican a los vilipendiados rasgos jesuitas de Goethe, ello no tiene nada que ver con la “libertad religiosa” o con la “servidumbre religiosa”, sino que es simplemente envidia de pequeños buhoneros en una bancarrota que nunca han estado en condiciones de pagar, frente a un concursado que, sin embargo, en su tiempo fue un muy solvente hombre de negocios.

Pero contra esta embriagada lógica luchan en vano los propios dioses. Que la burguesía inglesa se maraville de su reina Isabel, que la burguesía francesa lo haga con el cardenal Richelieu, que la burguesía sueca lo haga con el rey Gustavo Adolfo: esos zapateros por lo menos se dedican a sus zapatos. Pero la burguesía alemana con su culto a Gustavo Adolfo prueba de nuevo el hecho conocido por todos de que constituye la más limitada burguesía de los siglos. La más limitada y por ello, a su manera, la más vulgar. Los mismos periódicos liberales que elevan, con profundo sentimiento, himnos a Gustavo Adolfo, son los más chillones en el griterío que pide leyes de excepción contra las clases trabajadoras.

Lo han aprendido de su héroe: se trata de utilizar el rescate de los más sagrados y aducidos intereses como cubierta para saquear a las masas en sus meros cuerpos. Para esto también rige lo que Wallenstein dijo sobre Gustavo Adolfo: “Hay que verlo por las pezuñas, no por las fauces”.

Simultáneamente que celebran al más violento destructor que la historia conoce, llaman a la “lucha contra la revolución”; mientras se maravillan de un extranjero saqueador de Alemania, izan la bandera “nacional” contra la lucha legal de la clase trabajadora alemana por una existencia digna de las personas. ¿Necesitamos aclarar más minuciosamente cuál es el interés que el proletariado alemán tiene en el inminente homenaje a Gustavo Adolfo? Esperamos que ello surja suficientemente claro de nuestra exposición lo que es motivo suficiente para la publicación de este pequeño escrito

F.M.

Berlín 1908

 

 

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NOTAS

[1] Ver Federico Engels: Las guerras campesina alemanas. (Nota del autor)

[2] Ultramontanismo: del otro lado del monte, es decir, los Alpes. Una tendencia ultrarreaccionaria dentro del catolicismo, que subraya fuertemente la autoridad papal, tanto dentro de la iglesia como en cuestiones políticas. El ideal ultramontano fue el objetivo de la lucha de la orden jesuita recreada en 1814. Su creciente influencia durante la segunda mitad del siglo XIX se expresó, entre otras cosas, en la creación de partidos católicos en diferentes países europeos y en la proclamación de la infalibilidad papal. (Nota del autor).

[3] Selotes – Seguidores de un partido judío nacional revolucionario en tiempos de Jesús. Aquí está usado como fanáticos religiosos. (Nota del traductor al sueco)

[4] Gustavo II Adolfo (1594-1632), hijo de Carlos IX y nieto de Gustavo Vasa. Primo del rey Segismundo de Polonia, que era hijo del hermano de Carlos IX, Juan III. Subió al trono de Suecia en 1611, a la edad de 17 años y murió en combate el 6 de noviembre de 1632. Su único vástago fue su hija Cristina. Cristina subió al trono en 1644, a los 18 años de edad, pero se convirtió al catolicismo en 1654 y se retiró a Roma. Cristina fue la última de la dinastía Vasa. (Nota del traductor al sueco)

[5] El Gran Turco. Se refiere al sultán Murad IV, que gobernó entre 1623 y 1640. El intento de las partes en pugna por comprometer a Turquía en la Guerra de los Treinta Años fracasó. Entre otras tratativas, G ustavo Adolfo tuvo una infructuosa misión en la corte de Murad I. En lugar de ello, Murad le declaró la guerra a Persia, la que terminó en 1639, cuando Bagdad entró en colaboración con Turquía, al mismo tiempo que luchaba contra los tártaros de Crimea que se habían insurreccionado. En particular, su odio se dirigió contra los habitantes cristianos de su reino. Entre 1632 y 1637 Murad ejecutó cerca de 25.000 personas. (Nota del traductor al sueco)

[6] Ver Karl Marx: Prólogo a la Crítica de la Economía Política. (Nota del autor)

[7] Las ciudades castellanas (Comunas) se aprovecharon de las complicaciones dinásticas, respecto a la elección de Carlos V como Emperador romano germánico, en el año 1518, para luchar contra el despotismo feudal. En 1520 las ciudades federadas se levantaron en rebelión armada bajo la conducción de Juan de Padilla. La causa última era el disgusto por los consejeros flamencos de Carlos V. El levantamiento fue traicionado por la aristocracia española y las tropas mercenarias de Carlos vencieron a los federados (los Comuneros) el 23 de abril de 1521 en la decisiva batalla de Villamar. (Nota del autor)

[8] Jean Calvin. Reformador franco suizo (1509-1564). Como punto central de su doctrina está la predestinación: Dios ha elegido desde la eternidad a ciertas personas para la bienaventuranza y a los otros para la condenación. La salvación sin embargo puede obtenerse tan sólo a través de la Gracia de Dios. Calvino ganó sus primeros seguidores entre la burguesía, que parece haber sido convencida por su énfasis en una incesante actividad como obligación principal del cristiano, unido con una estricta frugalidad y castidad, lo cual favorecía a la formación del capital. Por ello, el calvinismo ha sido caracterizado como una de las raíces del capitalismo moderno. (Nota del traductor al sueco)

[9] Ulrich von Hutten. Caballero y humanista alemán (1488-1523). Se manifestó claramente como partidario de Erasmo y la nueva teología. Cuando el conflicto entre Reuchlin y los dominicos de Colonia sobre la supresión de los libros que transmitían el pensamiento de Israel, escribió su Triunfo de Reuchlin, y las Epistolae obscurorum vivrorum (c.1516), exhortando a los alemanes a desembarazarse de la tutela de Roma y a la reforma del Imperio. Junto con Franz von Sickingen participó en las operaciones militares a favor de Lutero. Después de la derrota de los caballeros y de su sumisión a Carlos V, se exilió y murió en la miseria. (Nota del traductor al español)

[10] Franz von Sickingen. Caballero imperial del Sacro Imperio Romano Germánico (1481-1523). Fue un líder de la caballería renana y suaba. Partidario de la reforma protestante, luchó por la secularización de los bienes de la iglesia y lideró la llamada "revuelta de los caballeros" en el Sacro Imperio Romano Germánico. Murió debido a las graves heridas sufridas en ocasión del sitio de su castillo Nanstein por la coalición de príncipes conducida entre otros por Luis V del Palatinado y Felipe I de Hesse. (Nota del traductor al español)

[11] Hohenzollern. Dinastía alemana, con origen en Suabia en el siglo X. En el siglo XII, la familia se dividió en dos ramas. De la rama principal se formó más tarde la línea de Franconia y la de Suabia. La rama francona dominó Ansbach, Bayreuth y Brandenburgo, entre otras, y jugó, a partir del siglo XV, un papel central en la historia alemana. La línea de Suabia, menos importante, se estableció en el sur de Alemania y permaneció católica. Está emparentada con la casa real sueca ya que una hermana del actual monarca está casada con uno de ellos. (Nota del traductor al sueco). 

[12] Federico V Hohenzollern. Margrave de Brandenburgo y Ansbach (1460 -1536). (Nota del traductor al español)

[13] Casimiro I de Hohenzollern. Margrave de Brandenburgo y Kulmbach (1481-1527). (Nota del traductor al español)

[14] Brandenburgen Kurmark era el nombre en alemán de la Marca Brandenburguesa. El prefijo Kur indicaba que su titular era príncipe elector (kurfurst) del Imperio. (Nota del traductor al español)

[15] Welf. Estirpe principesca alemana de Suabia. Durante el siglo XVII gobernaron Brunswick y Lunenburgo con la ciudad de Hannover. Gran Bretaña fue gobernada por una rama de la familia Welf, hasta que se agotó con la reina Victoria, en 1901. (Nota del traductor al sueco)

[16] Wettin. Estirpe aristocrática, conocida ya a fines del siglo X. Gobernaron en Sajonia y en Turingia. En 1485 los dominios de la familia se dividieron en dos líneas, la ernestiana y la albertiana. Una rama posterior de la primera línea es la de Sajonia-Coburgo-Gotha. De allí deriva la familia real belga, así como la británica a partir de 1901. Esta última, por razones fácilmente comprensibles, en 1917 cambió su nombre por el de Windsor. A esa rama perteneció también la princesa Sybilla, la madre del actual monarca sueco. (Nota del traductor al sueco)

[17] Wittelsbach. Estirpe principesca originada en el siglo X, gobernó en Baviera. Más tarde lo hicieron en Brandenburgo, el Tirol y parte de los Países Bajos, que luego perdieron. A la más antigua de las ramas del Palatinado de esta estirpe, pertenecía la casa real sueca con Carlos Gustavo X, Carlos XI y Carlos XII. (Nota del traductor al sueco)

[18] Joaquín I hizo que sus hijos firmaran un contrato de herencia por el cuál se comprometían a permanecer en la fe católica. De no firmarlo, su hijo Joaquín (1505 – 1571) hubiera sido salteado en la línea sucesoria. A la muerte de su primera esposa, el futuro Joaquín II se casó con Hedwig de Polonia, hija de Segismundo I, rey de Polonia y Lituania, en 1535. Como la dinastía polaca Jagiellon era católica, Joaquín prometió a Segismundo que no haría cambiar de religión a Hedwig. Este Hohenzollern no se convirtió oficialmente al luteranismo hasta 1555, después de la muerte de Joaquín I y de Segismundo. (Nota del traductor al español).

[19] Wittenberg es el símbolo del luteranismo. En esta ciudad, residencia del príncipe de Sajonia, vivió y actuó Lutero entre 1508 y 1546, y aquí clavó sus 95 tesis contra la iglesia papal, el 31 de octubre de 1517. (Nota del autor)

[20] Johannes Grickel, originalmente Schneider, luego Schnitter (1494 - 1566), nacido en Eisleben, igual que Lutero. Teólogo protestante, discípulo y compañero de Martín Lutero, de quien se convirtió en un antagonista a partir de su doctrina, llamada antinomista, por la cual los protestantes no estaban atados a la ley mosaica, sino sólo a los dictados del Evangelio. (Nota del traductor al español)

[21] El llamado Interín de Ausburgo fue un decreto imperial firmado el 15 de mayo de 1548, en la Dieta de Augsburgo, después que el Emperador Carlos V derrotara a las fuerzas de la Liga. Fue escrito por tres teólogos, Johannes Agrícola, Julio von Pflug y Michael Holding. Ordenaba a los protestantes a readoptar las creencias y las prácticas católicas tradicionales incluyendo los siete sacramentos. El Interín fue un fracaso, por la resistencia de los protestantes. (Nota del traductor al español)

[22] Austria en español deriva del alemán Öster Reich, o país oriental. En el original y a lo largo de todo el libro el autor se refiere a esta antigua nomenclatura y no al nombre actual del país, que en alemán es hoy Österreich. (Nota del traductor al español)

[23] Hoy Brennero, en Italia. (Nota del traductor al español)

[24] Philipp Melanchthon, nacido Schwartzerdt. Reformador religioso y erudito alemán (1497-1560). Nació en Bretten y estudió en las universidades de Heidelberg y Tubinga. Al ingresar en el primero de estos dos centros, a los 12 años de edad, su tío, el humanista y hebraísta Johannes Reuchlin, le aconsejó que cambiara su nombre por Melanchthon (la traducción al griego de su propio apellido, que significa “tierra negra”). El discurso que pronunció al acceder a la misma atrajo notablemente la atención de Martín Lutero, catedrático de Teología Bíblica en Wittenberg desde 1512 y que ejercería una profunda influencia en él. En 1521 escribió Lugares comunes de la Teología, una disertación en favor de la Reforma protestante, y reemplazó a Lutero como líder de esta causa en Wittenberg, cuando su mentor fue confinado en el castillo de Wartburg. Participó, con otros 27 delegados, en la unificación de las constituciones de las iglesias reformadas de Alemania. (Nota del traductor al español)

[25] La ciudad de Donauwörth en Baviera Occidental fue declarada parte del reino en 1607. La aplicación de ello se llevó a cabo en 1608 por Maximiliano de Baviera. (Nota del autor)

[26] Habsburgo, casa principesca alemana. Se considera descendiente de un cierto Guntrum el Rico, del siglo X. A fines del siglo XII los Habsburgo eran una de las más poderosas familias de Suabia. Se impusieron sobre muchos países, entre otros, Hungría, Países Bajos, Milán, Nápoles, Sicilia y España y adquirió su señorío en Europa con Carlos V (1500-1558). Más tarde la familia se dividió en una línea española bajo el hijo de Carlos, Felipe II, y una austriaca que, en 1556, adquirió la corona imperial. A la familia pertenecía el archiduque Francisco Ferdinando, asesinado en Sarajevo en 1914. (Nota del traductor al sueco)

[27] Fredrik V, El Rey del Invierno (1596 - 1632). (Nota del traductor al sueco).

[28] Johann Tserclaes, Conde de Tilly (1559-1632), Nació en los Países Bajos españoles y fue conocido como el monje con armadura, apodo que hacia referencia a su carácter de católico devoto, de costumbres austeras, de vida ascética y que despreciaba el interés personal. Fue el Maestre de Campo (rango sólo inferior en escala al de Capitán General) que comandó las fuerzas hispano-imperiales durante la Guerra de los Treinta Años. Bajo su mando se produjo una cadena de importantes victorias contra los protestantes alemanes y más tarde contra los daneses, hasta que fue derrotado por las fuerzas de Gustavo II Adolfo de Suecia. Junto con el Duque Alberto de Wallenstein de Friedland y Mecklemburgo, fue uno de los dos Comandantes en Jefe de las fuerzas del Sacro Imperio Romano Germánico. Es considerado uno de los estrategas más notables de la historia. Tenía un carácter imperturbable que ninguna circunstancia molesta podía alterar. (Nota del traductor al español)

[29] Bethlen Gábor (de la familia húngara Bethlen), príncipe de Siebenbürgen, en Transilvania (1580-1629). Por su fe protestante se opuso al Emperador. Se alió con los bohemios contra éste, entró en 1619 en Hungría, fue elegido rey y amenazó Viena, aunque en vano. Bethlen Gábor estaba casado con Catalina de Brandenburgo, hermana de la esposa de Gustavo Adolfo, María Eleonora. (Nota del traductor al sueco)

[30] Alberto de Wallenstein (1583-1634). Un aristócrata de Bohemia, en principio sin mayor significación. Por su participación a comienzos de la Guerra de los Treinta Años obtuvo como reparación, o compró por nada, las propiedades de los bohemios derrotados, y las reunió hasta formar el Ducado de Friedland. A partir de su adquirida riqueza se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Europa. Wallenstein saboteó a Tilly durante la guerra contra Suecia. Era un hábil militar, pero un dudoso diplomático. Fue asesinado en 1634 por sus propios oficiales. (Nota del traductor al sueco)

[31] También llamada ”Guerra Imperial”. Tilly atacó Dinamarca en Lutter am Barensberge en agosto de 1626. Wallenstein ocupó después Holstein y Jylland. La paz de Lübeck, en junio de 1629, fue una paz separada. (Nota del autor)

[32] La Guerra Mantuana fue una guerra sucesoria por el trono de Lombardía, Italia. Con la paz de 1629 el duque francés Carlos de Nevers, con apoyo de Richelieu, fue reconocido como heredero de Mantua, después de la decadente familia Gonzaga. (Nota del autor)

[33] Ferdinando II de Habsburgo, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1578-1637). En 1617 fue elegido como rey de Bohemia y en 1618 de Hungría, pese a la resistencia de los protestantes. A falta de todo candidato se convirtió en Emperador (1619-1637). Escasamente dotado, católico ciegamente fanático, discípulo obediente de los jesuitas. (Nota del autor)

[34] Regiones, bienes y diócesis inmediatas o mediatas significa que obedecían directamente, las primeras, e indirectamente, las segundas, a la iglesia o al reino, respectivamente. (Nota del autor)

[35] La innecesaria reforma del Emperador / me despoja de mi reputación, / al Emperador de la corona romana. / Baviera también tendrá su paga. (Nota del traductor al español)

[36] Axel Oxenstierna (1583-1654). Después de la muerte de Carlos IX, Oxentierna tomó la conducción del Parlamento en 1611. Con la coronación de Gustavo Adolfo se convierte en canciller del Reino. Fue el principal colaborador del rey en todas las áreas, consejero permanente y permanentemente dispuesto a intervenir. Contribuyó decisivamente en el establecimiento del poder real bajo formas constitucionales y que aseguraran la situación dominante de la nobleza en la sociedad. Sentó las bases de la organización estatal para dos siglos en adelante. La organización del Parlamento de 1617 y la organización de la Casa de los Caballeros (Riddarhuset) de 1626 son obra de Oxentierna. (Nota del traductor al sueco)

[37] La Orden Teutónica. (Nota del traductor al español)

[38] Livonia (Livland) es una zona costera entre Estonia y Kurland. Kurland es una parte de Letonia a la que pertenece desde 1918. (Nota del traductor al sueco)

[39] La provincia de Kexholm en Karelia. Ingria: comarca entre Ladoga y el golfo de Finlandia.(Nota del traductor al sueco)

[40] Pillau (en ruso Baltijsk), ciudad y puerto perteneciente entonces a Könisberg en Prusia Oriental. Gustavo Adolfo entró aquí el 26 de junio de 1626. Pillau fue devuelta después del cese del fuego de Stuhmsdorf en 1635 a Brandenburgo. (Nota del traductor al sueco)

[41] Godofredo Enrique von Pappenheim (1594-1632). Venía de un hogar protestante y se convirtió al catolicismo. Luchó a las órdenes de Tilly en el combate de la Montaña Blanca en 1620. En 1626 combatió el levantamiento campesino en la Alta Austria, donde reprimió a los campesinos sometiendo al país a los más espantosos estragos. Un guerrero arbitrario que tenía dificultades para ponerse de acuerdo con Wallenstein. Cayó, como Gustavo Adolfo, en Lützen, el 6 de noviembre de 1632. (Nota del traductor al sueco)

[42] Uno me vierte aguas servidas /como en un barril, / en mi cuerpo, durante horas, / y cuatro tipos me tienen atado. (Nota del traductor al español)

[43] Reza pequeño, reza / que mañana viene el sueco. (Nota del traductor al español)

[44] Obsérvese el fuerte tono eurocéntrico de la despectiva expresión usada por el muy culto profesor Franz Mehring. El color de piel más oscuro y el carácter de moro (es decir de musulmán) eran, en 1908, un insulto aceptable para el pensamiento europeo, aún el más revolucionario. (Nota del traductor al español).

[45] Gedeón. Jefe de una de las tribus israelitas en la época de los jueces. Fue el quinto de los jueces del pueblo judío y es considerado como el más importante después de Samuel. Conocido como un astuto y hábil estratega en lucha contra los madianitas (una tribu beduina norarábiga). (Nota del traductor al sueco)

[46] Nikolai, Christoph Friedrich (1753-1811). Escritor, editor y simpatizante del “despotismo ilustrado”. (Nota del autor)