Título Original: "Otto Rühle and the German Labour Movement"
Publicado: en inglés en Essays for Students of Socialism, Workers Literature Bureau, Melbourne, mayo de 1945. Se reimprimió
luego en la recopilación Anti-Bolshevik Communism de Merlin Press,
Londres, 1978.
Traducción: a partir de la versión gallego-portuguesa del Grupo de Comunistas de Conselhos da Galiza (de donde proceden las notas a pie), contrastando con el original y revisando errores.
HTML: Jonas Holmgren
La actividad de Otto Rühle en el movimiento obrero alemán estaba vinculada a la actividad de pequeñas minorías restringidas dentro y fuera de las organizaciones obreras oficiales. Los grupos a los que directamente se adhirió no tuvieron en ningún momento una importancia real. Y, aún dentro de estos grupos, el mantenía una posición peculiar; nunca se identificaría con ninguna organización. Nunca perdió la perspectiva de los intereses generales de la clase obrera, no importa por cual estrategia política específica abogase en un momento particular. No podía considerar las organizaciones como fines en sí mismos, sino simplemente como medios para el establecimiento de verdaderas relaciones sociales y para el desarrollo más pleno del individuo. Si, debido a esta amplia visión de la vida, fue a veces sospechoso de apostasía, con todo él murió como viviera -un socialista en el verdadero sentido de la palabra.
Hoy, todo programa y denominación han perdido su significado; los socialistas hablan en términos capitalistas, los capitalistas en términos socialistas, y todo el mundo cree en cualquier cosa y en nada. Esta situación es simplemente el punto culminante de un largo desarrollo que fue iniciado por el propio movimiento obrero. Ahora está del todo claro que sólo aquellos en el movimiento obrero tradicional que se opusieron a sus organizaciones no democráticas y a sus tácticas pueden propiamente ser llamados socialistas. Los dirigentes obreros de ayer y de hoy no representaban ni representan un movimiento de los trabajadores, sino sólo un movimiento capitalista de trabajadores. Sólo permaneciendo fuera del movimiento obrero ha sido posible trabajar hacia cambios sociales decisivos. El hecho de que, aún dentro de las organizaciones obreras dominantes, Rühle permaneciera siendo un extraño, testimonia su sinceridad e integridad. Todo su pensamiento estaba, no obstante, determinado por el movimiento al que se oponía, y es necesario analizar sus características para entender al hombre mismo.
El movimiento obrero oficial no funcionaba de acuerdo con su ideología original ni con sus auténticos intereses inmediatos. Durante un tiempo sirvió como un instrumento de control de las clases dominantes. Habiendo perdido primero su independencia, estaba presto a perder su misma existencia. Los intereses creados bajo el capitalismo sólo pueden ser mantenidos mediante la acumulación de poder. El proceso de concentración de capital y poder político obliga a cualquier movimiento socialmente importante a intentar, o bien destruir el capitalismo, o bien servirlo consecuentemente. El viejo movimiento obrero no podía hacer esto último, y no estaba dispuesto ni era capaz de hacer lo anterior. Satisfecho de ser un monopolio entre otros, fue barrido a un lado por el desarrollo capitalista hacia el control monopolista de los monopolios.
Esencialmente, la historia del viejo movimiento obrero es la historia del mercado capitalista abordada desde un punto de vista “proletario”. Las llamadas leyes del mercado serían utilizadas en favor de la mercancía, la fuerza de trabajo. Las acciones colectivas debían conducir a salarios lo más altos posibles. El “poder económico” ganado de este modo, sería asegurado por medio de reformas sociales. Para lograr los mayores beneficios posibles, los capitalistas incrementaron el control organizado del mercado. Pero esta oposición entre capital y trabajo también expresaba una identidad de intereses. Ambas partes fomentaron la reorganización monopolista de la sociedad capitalista, aunque, seguramente, tras sus actividades conscientemente dirigidas no hubiera, al fin y al cabo, nada más que la necesidad expansiva del capital mismo. Sus políticas y aspiraciones, a pesar de lo mucho que se basaran en consideraciones reales de hechos y necesidades especiales, estaban todavía determinadas por el carácter fetichista de su sistema de producción.
Aparte del fetichismo de la mercancía, cualquier importancia que las leyes del mercado pudiesen tener en lo que respecta a las fortunas y pérdidas especiales, y a pesar de que pudieran ser manipuladas por uno u otro grupo de interés, bajo ninguna circunstancia pueden ser utilizadas en favor de la clase obrera en su conjunto. No es el mercado el que controla a la gente y determina las relaciones sociales predominantes, sino en su lugar el hecho de que un grupo separado en la sociedad posea o domine los medios de producción y los instrumentos de opresión. Las condiciones del mercado, cualesquiera que puedan ser, siempre favorecen al capital. Y si no lo hacen así serán alteradas, puestas a un lado o suplementadas con poderes más directos, más potentes y básicos, inherentes a la propiedad o control de los medios de producción.
Para superar el capitalismo son necesarias acciones fuera de las relaciones de mercado capital-trabajo, acciones que supriman tanto el mercado como las relaciones de clase. Restringiendo las acciones dentro del armazón del capitalismo, el viejo movimiento obrero luchaba desde su mismo principio en condiciones desiguales. Estaba atado a destruirse a sí mismo o a ser destruido desde fuera. Destinado a ser fragmentado internamente por su propia oposición revolucionaria, que daría lugar a nuevas organizaciones, o condenado a ser destruido por la transformación capitalista de una economía de mercado a una economía de mercado controlada y por las alteraciones políticas que la acompañan. Efectivamente, ocurrió lo último, puesto que la oposición revolucionaria dentro del movimiento obrero fracasó en desarrollarse. Tenía una voz, pero ningún poder y ningún futuro inmediato, mientras la clase obrera se había pasado justamente medio siglo atrincherando a su enemigo capitalista y construyendo una enorme prisión para sí misma bajo la forma del movimiento del trabajo.[1] Es, por lo tanto, todavía necesario singularizar a hombres como Otto Rühle para describir la oposición revolucionaria moderna, aunque tal singularización sea totalmente contraria a su propio punto de vista y a las necesidades de los trabajadores, que deben aprender a pensar en términos de clases más que en términos de personalidades revolucionarias.
La I Guerra Mundial y la reacción positiva del movimiento obrero ante la matanza sorprendieron sólo a aquellos que no entendían la sociedad capitalista ni el próspero movimiento obrero dentro de sus límites. Sólo unos pocos los entendieron efectivamente. Del mismo modo que la oposición de preguerra dentro del movimiento obrero puede ser enfocada a través de las menciones a los productos literarios y científicos de unos cuantos individuos, entre los cuales Rühle debe contarse, así la “oposición obrera” a la guerra puede también ser expresada en nombres como Liebknecht, Luxemburg, Mehring, Rühle y otros. Es bastante revelador que la actitud antibelicista, para ser completamente eficaz, tenía primero que encontrar la autorización parlamentaria. Tenía que ser dramatizada en el escenario de una institución burguesa, indicando de este modo sus limitaciones desde el mismo comienzo. De hecho, sirvió sólo como una precursora del movimiento pacifista liberal-burgués que, finalmente, tuvo éxito en poner fin a la guerra sin perturbar el status quo capitalista. Si, al principio, la mayoría de los obreros estaban detrás de la mayoría belicista, no menos estaban detrás de la actividad antibelicista de su burguesía, que acabó en la República de Weimar. Las consignas antibelicistas, aunque levantadas por revolucionarios, proporcionaron simplemente un distintivo particular a la política burguesa, y terminaron donde comenzaron -en el parlamento democrático-burgués.
La verdadera oposición a la guerra y al imperialismo se manifestó en deserciones del ejército y de la fábrica, y en el reconocimiento progresivo por parte de muchos obreros de que su lucha contra la guerra y la explotación debe incluir la lucha contra el viejo movimiento obrero y todas sus concepciones -habla en favor de Rühle que su propio nombre desapareciera rápidamente del registro de honor de la oposición a la guerra. Está claro, por supuesto, que Liebknecht y Luxemburg solo fueron conmemorados en los comienzos de la II Guerra Mundial porque murieron mucho antes de que el mundo en guerra hubiera vuelto a la “normalidad” y necesitara de nuevo héroes obreros muertos para apoyar a los dirigentes obreros vivos, que llevaban a cabo una política “realista” de reformas o servían a la política extranjera de la Rusia bolchevique.
La I Guerra Mundial reveló, más que ninguna otra cosa, que el movimiento obrero era parte y parcela de la sociedad burguesa. Las diversas organizaciones de cada nación demostraron que no tenían ni la intención ni los medios para combatir el capitalismo -que únicamente estaban interesadas en asegurar su propia existencia dentro de la estructura capitalista. En Alemania esto era especialmente evidente, porque dentro del movimiento internacional las organizaciones alemanas eran las más grandes y las más unificadas. Para proseguir con lo que se había construido desde las leyes antisocialistas de Bismark, la oposición minoritaria dentro del partido socialista desplegó un autorrefrenamiento en una magnitud desconocida en otros países. Pero, entonces, la oposición rusa exiliada tenía menos que perder, además de que se había escindido de los reformistas y colaboracionistas de clases una década antes de la erupción de la guerra. Y es bastante difícil ver en los sumisos argumentos pacifistas del Partido Laborista Independiente cualquier oposición efectiva al socialpatriotismo que había saturado el movimiento obrero británico. Pero de la izquierda alemana se esperaba más que de cualquier otro grupo dentro de la Internacional, y su comportamiento en el estallido de la guerra fue, por consiguiente, particularmente decepcionante. Aparte de las condiciones psicológicas de los individuos, este comportamiento era el producto del fetichismo de la organización que prevalecía en el movimiento.
Este fetichismo exigía disciplina y adhesión estricta a las fórmulas democráticas -la minoría debe someterse a la voluntad de la mayoría. Y aunque está claro que bajo condiciones capitalistas estas fórmulas democráticas solamente esconden su contrario, la oposición no alcanzo a percibir que la democracia dentro del movimiento obrero no difería de la democracia burguesa en general. Una minoría poseía y dominaba las organizaciones justo como la minoría capitalista posee y domina los medios de producción y el aparato del Estado. En ambos casos, las minorías, en virtud de esta dominación, determinan el comportamiento de las mayorías. Pero mediante la fuerza de los procedimientos tradicionales, en nombre de la disciplina y de la unidad, incomodada y en contra de su mejor conocimiento, la minoría antibelicista apoyó el chauvinismo socialdemocrático. Sólo hubo un hombre en el Reichstag alemán de Agosto de 1914 -Fritz Kunert- que no fue capaz de votar por los créditos de guerra, pero que tampoco fue capaz de votar contra ellos y así, para satisfacer la su conciencia, se abstuvo en la votación.
En la primavera de 1915, Liebknecht y Rühle fueron los primeros en votar contra la concesión de créditos de guerra al gobierno. Se quedaron totalmente solos durante tiempo, y encontraron nuevos compañeros sólo en la medida en que las probabilidades de una paz victoriosa desaparecieron con el estancamiento militar. Después de 1916, la actitud radical antibelicista fue apoyada, y pronto absorbida, por un movimiento burgués en busca de una paz negociada, un movimiento que, finalmente, iba a heredar el inventario de la bancarrota del imperialismo alemán.
Como violadores de la disciplina, Liebknecht y Rühle fueron expulsados de la fracción socialdemócrata del Reichstag. Junto con Rosa Luxemburg, Franz Mehring y otros, más o menos olvidados ahora, ellos organizaron el grupo Internacional, publicando una revista del mismo título para elevar la idea del internacionalismo en el mundo en guerra. En 1916 organizaron la Spartakusbund (Liga Espartaco), que cooperó con otras formaciones del ala izquierda como la Internationale Sozialist (Socialistas Internacionales) con Julian Borchardt como su portavoz, y con el grupo alrededor de Johann Knief y del periódico radical de Bremen, Arbeiterpolitik (Política Obrera). En retrospectiva, parece que el último grupo nombrado era el más avanzado, esto es, avanzado en el distanciamiento de las tradiciones socialdemócratas y avanzado en una nueva aproximación a la lucha de clase proletaria. Cuanto se adhería todavía la Spartakusbund al fetiche de la organización y de la unidad que gobernaba al movimiento obrero alemán, salió a la luz en su actitud vacilante hacia los primeros intentos de reorientación del movimiento socialista internacional en Zimmerwald y Kienthal.[2] Los espartaquistas no estaban a favor de una ruptura clara con el viejo movimiento obrero en la dirección del ejemplo bolchevique más precoz. Esperaban aún ganar al partido para su propia posición, y evitaban cuidadosamente las políticas irreconciliables. En abril de 1917, la Spartakusbund se fusionó con los Socialistas Independientes (Unabhèngige Sozialdemokratische Partei Deutschlands, USPD), que formaban el centro del viejo movimiento obrero, pero que no querían encubrir más el chauvinismo del ala mayoritaria conservadora del partido socialdemócrata. Relativamente independiente, aunque todavía dentro del USPD, la Spartakusbund dejó esta organización sólo a finales del año 1918.
Dentro de la Spartakusbund, Otto Rühle compartió la posición de Liebknecht y Rosa Luxemburg, que había sido atacada por los bolcheviques como incoherente. Y era incoherente, pero por las razones pertinentes. A primera vista, la principal razón parecía basarse en la ilusión de que el Partido Socialdemócrata podría ser reformado. Con el cambio de las circunstancias, se esperaba que las masas dejasen de seguir a sus dirigentes conservadores y apoyasen al ala izquierda del partido. Y aunque tales ilusiones existían, en primer lugar en lo que respecta al viejo partido, y más tarde respecto a los Socialistas Independientes, no explican del todo la vacilación de los dirigentes espartaquistas a adoptar las sendas del bolchevismo. Efectivamente, los espartaquistas afrontaban un dilema, no importa en que dirección mirasen. Al no intentar -en el momento correcto- romper resueltamente con la socialdemocracia, habían perdido su oportunidad de formar una fuerte organización capaz de jugar un papel decisivo en los esperados levantamientos sociales. Con todo, en vista de la situación real en Alemania, en vista de la historia del movimiento obrero alemán, era bastante difícil creer en la posibilidad de la rápida formación de un contrapartido a las organizaciones obreras dominantes. Por supuesto, podría haber sido posible formar un partido a la manera leninista, un partido de revolucionarios profesionales, dispuestos a usurpar el poder, si fuese necesario, contra la voluntad de la mayoría de la clase obrera. Pero esto era precisamente a lo que la gente alrededor de Rosa Luxemburg no aspiraba. A lo largo de los años de su oposición al reformismo y el revisionismo, nunca acortaran su distancia de la “izquierda” rusa, de la concepción de Lenin de la organización y de la revolución. En agudas controversias, Rosa Luxemburg señalara que las concepciones de Lenin eran de una naturaleza jacobina e inaplicables en Europa occidental, donde estaba al orden del día no una revolución burguesa, sino una revolución proletaria. Aunque ella, también, hablaba de la dictadura del proletariado, ésta significaba para ella, a diferencia de Lenin, “la manera en la que la democracia es empleada, no su abolición -será la obra de la clase, y no de una pequeña minoría en nombre de la clase”.
Tal y como Liebknecht, Luxemburg y Rühle saludaron de modo entusiasta el derrocamiento del zarismo, no perdieron sus capacidades críticas, ni olvidaron el carácter del partido bolchevique, ni las limitaciones históricas de la Revolución rusa. Pero, sin entrar a considerar las realidades inmediatas y el resultado último de esta revolución, tuvo que ser apoyada como primera ruptura en la falange imperialista y como la precursora de la esperada Revolución alemana. De esto último aparecieron muchas señales en huelgas, disturbios por el hambre, motines y todo tipo de formas de resistencia pasiva. Pero la creciente oposición a la guerra y a la dictadura de Ludendorff no encontraron expresión organizativa en magnitud importante. En lugar de girar a la izquierda, las masas siguieron a sus viejas organizaciones, que se alineaban con la burguesía liberal. Los levantamientos en la Armada alemana y, finalmente, la rebelión de Noviembre, se mantuvieron en el espíritu de la socialdemocracia, es decir, en el espíritu de la burguesía alemana derrotada.
La Revolución alemana parecía ser más importante de lo que realmente era. El entusiasmo espontáneo de los obreros era más por la finalización de la guerra que por la transformación de las relaciones sociales existentes. Sus reivindicaciones, expresadas a través de los consejos de obreros y soldados, no trascendían las posibilidades de la sociedad burguesa. Incluso la minoría revolucionaria, y particularmente la Spartakusbund, fracasaron en el desarrollo de un programa revolucionario congruente. Sus reivindicaciones económicas y políticas eran de una naturaleza dual; habían sido elaboradas para servir como reivindicaciones sobre las que llegar a acuerdos con la burguesía y sus aliados socialdemócratas, y como consignas de una revolución que suprimiría la sociedad burguesa y sus defensores.
Por supuesto, dentro del océano de mediocridad que era la Revolución alemana había corrientes revolucionarias que calentaron los corazones de los radicales, y les indujeron a emprender acciones que históricamente estaban totalmente fuera de lugar. Los éxitos parciales, debido al aturdimiento temporal de las clases dominantes y a la pasividad general de las amplias masas -exhaustas como estaban por cuatro anos de hambre y guerra- nutrieron la esperanza de que la Revolución podría acabar en una sociedad socialista. Solo que nadie sabía realmente cómo sería la sociedad socialista, ni que pasos se debían dar para darle existencia. “Todo el poder a los consejos de obreros y soldados”, aunque una consigna atractiva, dejaba todavía todas las cuestiones esenciales abiertas. Las luchas revolucionarias que siguieron a Noviembre de 1918 no estaban, así, determinadas por los planes conscientemente preparados de la minoría revolucionaria, sino que fueron empujadas por el progresivo desarrollo de la contrarrevolución, que era apoyada por la mayoría de la población. El hecho era que las amplias masas alemanas, dentro y fuera del movimiento obrero, no miraban al establecimiento de una nueva sociedad, sino, a la inversa, a la restauración del capitalismo liberal sin sus malos aspectos, sus desigualdades políticas, su militarismo e imperialismo. Deseaban simplemente el completamiento de las reformas comenzadas antes de la guerra, que estaban diseñadas para conducir a un sistema capitalista benévolo.
La ambigüedad que caracterizaba a la política de la Spartakusbund era, en gran medida, el resultado del conservadurismo de las masas. Los dirigentes espartaquistas estaban listos, por una parte, para seguir el curso claramente revolucionario deseado por la llamada 'ultraizquierda', y, por otra parte, estaban seguros de que tal política no podría tener éxito en vista de la actitud predominante en las masas y de la situación internacional.
El efecto de la Revolución rusa en Alemania apenas había sido perceptible. Ni había razón para esperar que un giro radical en Alemania tuviese repercusiones en Francia, Inglaterra y América. Si había sido difícil para los Aliados intervenir decisivamente en Rusia, tendrían menores dificultades en aplastar un levantamiento comunista alemán. Emergiendo de la victoria de la guerra, el capitalismo de estas naciones se había fortalecido enormemente; no había indicativo real de que sus masas patrióticas rechazasen luchar contra una Alemania revolucionaria más débil. De cualquier modo, aparte de tales consideraciones, había escasas razones para creer que las masas alemanas, comprometidas en deshacerse de sus armas, reasumirían la guerra contra el capitalismo extranjero para liberarse del suyo propio. La política aparentemente más “realista” para abordar la situación internacional, y que pronto sería propuesta por Wolfheim y Lauffenberg bajo el nombre de nacional-bolchevismo, no era aún realista en vista de las relaciones de poder reales después de la guerra. El plan para retomar la guerra contra el capitalismo aliado con la ayuda de Rusia no tenía en consideración que los bolcheviques ni estaban listos, ni tenían la capacidad de participar en tal aventura. Por supuesto, aunque los bolcheviques no eran contrarios a que Alemania o cualquier otra nación crease dificultades a los imperialistas victoriosos, no alentaban la idea de una nueva guerra a gran escala para continuar la “revolución mundial”. Ellos deseaban apoyo para su propio régimen, cuya permanencia era aún cuestionada por los bolcheviques mismos; pero no estaban interesados en apoyar revoluciones en otros países por medios militares. Tanto seguir un curso nacionalista, independiente de la cuestión de las alianzas, como unir Alemania una vez más para una guerra de “liberación” de la opresión extranjera, estaba fuera de cuestión, por la razón de que estas capas sociales que los “revolucionarios nacionales” tendrían que ganar para su causa eran precisamente el pueblo que había acabado con la guerra antes de la derrota completa de los ejércitos alemanes, con el propósito de prevenir una extensión ulterior del bolchevismo. Incapaces de convertirse en los amos del capitalismo internacional, prefirieron mantenerse como sus mejores servidores. Con todo, no había manera de tratar las cuestiones internas alemanas que no involucrase una política extranjera definida. De este modo, la revolución alemana radical fue derrotada por sí misma y por el capitalismo mundial incluso antes de que pudiese levantarse.
La necesidad de considerar seriamente las relaciones internacionales nunca había surgido, no obstante, para la izquierda alemana. Ésta era quizá la indicación más clara de su insignificancia. Ni la cuestión de qué hacer con el poder político, una vez fuese apropiado, fue formulada concretamente. Nadie parecía creer que estas cuestiones tuvieran que ser respondidas. Liebknecht y Luxemburg estaban seguros de que el proletariado alemán se enfrentaba a un largo período de luchas de clases sin ninguna señal de una victoria temprana. Quisieron hacer lo mejor para él, sugiriendo un retorno al trabajo parlamentario y sindical. Sin embargo, en sus actividades previas habían ya sobrepasado los límites de la política burguesa; ya no podían volver a las prisiones de la tradición. Habían reunido a su alrededor al elemento más radical del proletariado alemán, que estaba determinado a considerar cualquier contienda como la lucha final contra el capital. Estos obreros interpretaban la Revolución rusa de acuerdo con sus propias necesidades y mentalidad; se preocupaban menos por las dificultades que acechaban en el futuro que por destruir lo más pronto posible las fuerzas del pasado. Sólo había dos caminos abiertos para los revolucionarios: o hundirse con las fuerzas cuya causa de ahí en adelante estaba perdida, o volver al redil de la democracia burguesa y realizar trabajo social para las clases dominantes. Para el verdadero revolucionario había, por supuesto, sólo un camino: caer con los obreros combatientes. Por eso Eugen Levine hablaba del revolucionario como de “una persona muerta que está de permiso”, y por eso Rosa Luxemburg y Liebknecht fueron a la muerte casi como sonámbulos. Es un simple accidente que Otto Rühle y muchos otros de la izquierda resuelta permaneciesen con vida.
El hecho de que la burguesía internacional pudiera concluir su guerra sin más que la pérdida temporal del negocio ruso, determinó toda la historia de la posguerra hasta la II Guerra Mundial. En retrospectiva, las luchas del proletariado alemán de 1919 a 1923 parecen fricciones menores que acompañaban al proceso de reorganización capitalista que siguió a la crisis de la guerra. Pero siempre ha sido una tendencia considerar los subproductos de cambios violentos en la estructura capitalista como expresiones de la voluntad revolucionaria del proletariado. Los optimistas radicales, sin embargo, estaban meramente silbando en la oscuridad.[3] La oscuridad es real, es cierto, y el ruido es alentador, pero a esa hora tardía ya no hay necesidad de tomarlo en serio. Tan impresionante como pudiera ser la trayectoria de Otto Rühle como revolucionario práctico, tan excitante como es recordar las acciones proletarias en Dresde, en Sajonia, en Alemania -los mítines, las demostraciones, las huelgas, las luchas en las calles, las discusiones acaloradas: las esperanzas, los miedos y los desacuerdos, el amargor de la derrota y el dolor de la prisión y de la muerte- con todo no pueden sacarse más que lecciones negativas de todas estas tentativas. Toda la energía y todo el entusiasmo no fueron suficientes para provocar un cambio social, ni para alterar la mentalidad contemporánea. La lección aprendida era la de cómo no proceder. El modo de realizar las necesidades revolucionarias del proletariado no fue descubierto.
Los emotivos levantamientos proporcionaron un incentivo sin fin a la investigación. La revolución, que durante tanto había sido simple teoría y una vaga esperanza, apareció por un momento como una posibilidad práctica. La oportunidad se perdió, sin duda, pero retornaría para ser utilizada mejor la próxima vez. Si no las personas, al menos los “tiempos” eran revolucionarios, y las condiciones de crisis predominantes revolucionarían, más temprano o más tarde, las mentes de los obreros. Si las acciones habían llegado a su fin por los pelotones de ejecución de la policía socialdemócrata, si la iniciativa de los obreros había sido destruida una vez más a través de la castración de sus consejos por la vía de la legalización, si sus dirigentes actuaron de nuevo no con la clase sino “en nombre de la clase” en las diversas instituciones capitalistas -no obstante, la guerra había revelado que las contradicciones capitalistas fundamentales no podían ser resueltas, y que las condiciones de crisis eran ahora las condiciones normales del capitalismo. Nuevas acciones revolucionarias eran probables, y encontrarían a los revolucionarios mejor preparados.
Aunque las revoluciones en Alemania, Austria y Hungría habían fracasado, todavía había la Revolución rusa para recordar al mundo la realidad de las exigencias proletarias. Todas las discusiones circulaban alrededor de esta revolución, y de manera correcta, pues esta revolución venía a determinar el curso futuro de la izquierda alemana. En diciembre de 1918 se formó el Partido Comunista de Alemania (KPD). Después del asesinato de Liebknecht y Luxemburg, era dirigido por Paul Levi y Karl Radek. Esta nueva dirección fue en seguida atacada por una oposición de izquierda dentro del partido a la cual Rühle pertenecía, debido a su tendencia a abogar por un retorno a las actividades parlamentarias. En la fundación del partido, sus elementos radicales habían tenido éxito en darle un carácter antiparlamentario y un amplio control democrático, a diferencia del tipo leninista de organización. También había sido adoptada una política antisindical. Liebknecht y Luxemburg subordinaron sus propias perspectivas divergentes a las de la mayoría radical, pero no así Levi y Radek. Ya en el verano de 1919 dejaron claro que escindirían el partido para participar en las elecciones parlamentarias. Simultáneamente, empezaron a hacer propaganda por un retorno al trabajo sindical, a pesar del hecho de que el partido estaba ya comprometido en la formación de nuevas organizaciones, ya no basadas en los oficios o incluso en las industrias, sino en las fábricas. Estas organizaciones de fábrica (Betrieforganisations) se asociaron en una organización de clase, la Unión Obrera General de Alemania (Allgemeine Arbeiter Unión Deutschlands).
En el Congreso de Heidelberg, en octubre de 1919, todos los delegados que discordaban con el nuevo comité central y mantenían la posición tomada en la fundación del Partido Comunista fueron expulsados. El febrero siguiente, el comité central decidió librarse de todos los distritos controlados por la oposición de izquierda. La “oposición” tenía al Buró de Ámsterdam de la Internacional Comunista de su lado, lo cual condujo a la disolución de ese buró por la Internacional, con el propósito de apoyar el bloque de Levi-Radek. Y, finalmente, en abril de 1920, el ala izquierda fundó el Partido Obrero Comunista de Alemania (Kommunistische Arbeiter Partei Deutschlands, KAPD). A lo largo de este período, Otto Rühle estuvo al lado de la oposición de izquierda.
El KAPD todavía no comprendía efectivamente que su lucha contra los grupos alrededor de Levi y Radek era la reasunción de la vieja lucha de la izquierda alemana contra el bolchevismo y, en un sentido amplio, contra la nueva estructura del capitalismo mundial que tomaba cuerpo progresivamente. Se decidió de este modo entrar en la Internacional Comunista. El KAPD parecía ser más bolchevique que los bolcheviques. De todos los grupos revolucionarios, por ejemplo, fue el más insistente sobre la ayuda directa a los bolcheviques durante la guerra ruso-polaca. Pero la Internacional Comunista no necesitaba tomar nuevamente una decisión contra la 'ultraizquierda'; sus dirigentes habían tomado su decisión veinte años antes. No obstante, el comité ejecutivo de la Internacional Comunista intentó mantener el contacto con el KAPD, no sólo debido a que todavía contenía a la mayoría del viejo Partido Comunista, sino también porque ambos, Levi y Radek, aunque hacían el trabajo de los bolcheviques en Alemania, habían sido los discípulos más íntimos no de Lenin, sino de Rosa Luxemburg. En el II Congreso Mundial de la III Internacional en 1920, los bolcheviques rusos estaban ya en posición de dictar la política de la Internacional. Otto Rühle, que asistía al congreso, reconoció la imposibilidad de alterar esta situación y la necesidad inmediata de combatir la Internacional bolchevique en interés de la revolución proletaria.
El KAPD envió una nueva comisión a Moscú, sólo para volver con los mismos resultados. Estos se resumían en la Carta abierta a Lenin de Herman Gorter, que contestaba al Comunismo de izquierda, una enfermedad infantil, de Lenin. Las acciones de la Internacional contra la 'ultraizquierda' fueron primero intentos abiertos de intervenir y controlar todas las distintas secciones nacionales. La presión sobre el KAPD para que volviera al parlamentarismo y al sindicalismo se incrementó constantemente, pero el KAPD se separó de la Internacional después de su III Congreso.
En el II Congreso Mundial, los dirigentes bolcheviques, para asegurar el control sobre la Internacional, propusieron veintiuna condiciones de admisión en la Internacional Comunista. Dado que dominaban el Congreso, no tuvieron dificultad en conseguir que estas condiciones fueran adoptadas. Al momento, la lucha sobre cuestiones de organización que, veinte años antes, había causado controversias entre Luxemburg y Lenin, fue retomada abiertamente. Tras las debatidas cuestiones organizativas estaban, por supuesto, las diferencias fundamentales entre la revolución bolchevique y las necesidades del proletariado occidental.
Para Otto Rühle, estas veintiuna condiciones fueron suficientes para destruir sus últimas ilusiones sobre el régimen bolchevique. Estas condiciones dotaban al ejecutivo de la Internacional, esto es, a los dirigentes del partido ruso, de completo control y autoridad sobre todas las secciones nacionales. En opinión de Lenin, no era posible realizar la dictadura a una escala internacional “sin un partido estrictamente centralizado, disciplinado, capaz de dirigir y gestionar hacia rama, cada esfera, cada variante del trabajo político y cultural”. A Rühle le pareció, al principio, que tras la actitud autocrática de Lenin había simplemente la arrogancia del vencedor que intenta imponer al mundo los métodos de lucha y el tipo de organización que había proporcionado el poder a los bolcheviques. Esta actitud, que insistía en aplicar la experiencia rusa a Europa occidental, donde prevalecían condiciones completamente diferentes, parecía un error, una equivocación política, una falta de entendimiento de las peculiaridades del capitalismo occidental y el resultado de la preocupación fanática de Lenin por los problemas rusos. La política de Lenin parecía estar determinada por el atraso del desarrollo capitalista ruso y, aunque tuvo que ser combatida en Europa occidental, dado que tendía a apoyar la restauración capitalista, no se le podía llamar una fuerza contrarrevolucionaria franca. Esta perspectiva benevolente hacia la revolución bolchevique sería pronto destruida por las actividades ulteriores de los mismos bolcheviques.
Los bolcheviques fueron de “errores” pequeños a “errores” siempre mayores. Aunque el Partido Comunista Alemán, que estaba afiliado a la III Internacional, creció con afianzamiento, particularmente después de su unificación con los Socialistas Independientes, la clase proletaria, ya a la defensiva, perdía una posición tras otra frente a las fuerzas de la reacción capitalista. Compitiendo con el Partido Socialdemócrata, que representaba a partes de la clase media y a la llamada aristocracia tradeunionista del trabajo, el Partido Comunista no podía sino crecer en tanto estas capas sociales se empobrecían en la depresión permanente en que el capitalismo alemán se encontraba. Con el crecimiento seguro del desempleo, también se incrementó el descontento con el status quo y con sus defensores más leales, los socialdemócratas alemanes.
Sólo se popularizó el lado heroico de la Revolución rusa, el carácter cotidiano del régimen bolchevique se ocultó tanto por sus amigos como por sus enemigos. Pues, en esta época, el capitalismo de Estado que se estaba desplegando en Rusia era aún tan extraño para la burguesía, adoctrinada en la ideología del laissez-faire, como lo era el propio socialismo. Y el socialismo era concebido, por la mayoría de los socialistas, como un tipo de gestión estatal de la industria y de los recursos naturales. La Revolución rusa se convirtió en un mito poderoso y hábilmente fomentado, aceptado por las secciones empobrecidas del proletariado alemán para compensar su miseria cada vez mayor. El mito fue sostenido por los reaccionarios, para aumentar el odio de sus seguidores por los obreros alemanes y por todas las tendencias revolucionarias en general.
Contra el mito, contra el poderoso aparato de propaganda de la Internacional Comunista que edificara el mito, que era acompañado y apoyado por una ofensiva general del capital contra el trabajo en todo el mundo -contra todo esto, la razón no podía prevalecer. Todos los grupos radicales a la izquierda del Partido Comunista fueron del estancamiento a la desintegración. No ayudó el que estos grupos tuvieran la política correcta y el Partido Comunista la política “equivocada”, puesto que aquí no estaban implicadas cuestiones de estrategia revolucionaria. Lo que estaba sucediendo era que el capitalismo mundial estaba pasando por un proceso de estabilización, y estaba librándose de los elementos proletarios perturbadores que, bajo condiciones críticas de guerra y de colapso militar, habían intentado afirmarse políticamente.
Rusia, que de todas las naciones era la mayor en necesidad de estabilización, fue el primer país en destruir su movimiento obrero por la vía de la dictadura de partido bolchevique. Bajo las condiciones del imperialismo, sin embargo, la estabilización interna es posible sólo mediante políticas exteriores de fuerza.[4] El carácter de la política extranjera de Rusia bajo los bolcheviques estaba determinado por las peculiaridades de la situación europea de posguerra. El moderno imperialismo ya no se contenta simplemente con autoafirmarse por medio de la presión militar y de la guerra efectiva. La “quinta columna” es el arma reconocida de todas las naciones. Con todo, la virtud imperialista de hoy era todavía una pura necesidad para los bolcheviques, que estaban intentando sostenerse a sí mismos en un mundo de competición imperialista. No había nada contradictorio en la política bolchevique de apropiarse de todo el poder de los obreros rusos y, al mismo tiempo, intentar construir fuertes organizaciones obreras en otras naciones. Justamente como estas organizaciones tenían que ser flexibles para moverse de acuerdo con las necesidades políticas cambiantes de Rusia, su control desde arriba tenía de este modo que ser rígido.
Por supuesto, los bolcheviques no consideraron las diversas secciones de su Internacional como simples legiones extranjeras al servicio de la “patria de los trabajadores”. Creían que lo que ayudaba a Rusia también servía al progreso en otras partes. Creían, correctamente, que la Revolución rusa había iniciado un movimiento general y de amplitud mundial del capitalismo monopolista al capitalismo de Estado, y mantuvieron que este nuevo estado de cosas era un paso en la dirección al socialismo. En otras palabras, si no en su táctica, entonces en su teoría, ellos eran todavía socialdemócratas y, desde su punto de vista, los dirigentes socialdemócratas eran realmente traidores a su propia causa cuando ayudaban a preservar el capitalismo de laissez-faire del ayer. Contra la socialdemocracia, ellos se veían como los verdaderos revolucionarios; contra la 'ultraizquierda' se veían como los realistas, los verdaderos representantes del socialismo científico.
Pero lo que pensaban de sí mismos y lo que eran realmente son dos cosas diferentes. En tanto continuaban malinterpretando su misión histórica, estaban continuamente frustrando su propia causa; en tanto estaban forzados a cumplir con las necesidades objetivas de su revolución, se convirtieron en la mayor fuerza contrarrevolucionaria del capitalismo moderno. Luchando como verdaderos socialdemócratas por el predominio en el movimiento socialista mundial, identificando los intereses estrechamente nacionalistas de la Rusia capitalista de Estado con los intereses del proletariado mundial, e intentando mantener a toda costa la posición de poder que habían ganado en 1917, estaban meramente preparando su propio hundimiento, que se dramatizó en numerosas disputas fraccionales, alcanzó su apogeo en los juicios de Moscú y acabó en la Rusia estalinista de hoy -una nación imperialista entre otras.
En vista de este desarrollo, y más importante que la crítica implacable de Otto Rühle de las políticas efectivas de los bolcheviques en Alemania y a lo largo del mundo, era su precoz reconocimiento de la importancia histórica real del movimiento bolchevique, es decir, de la socialdemocracia militante. Lo que un movimiento socialdemócrata conservador era capaz de hacer y de no hacer lo habían revelado muy claramente los partidos de Alemania, Francia e Inglaterra. Los bolcheviques mostraron lo que habrían hecho de haber sido todavía un movimiento subversivo. Habrían intentado organizar el capitalismo desorganizado y reemplazar a los empresarios individuales por burócratas. No tenían otros planes, e incluso éstos eran sólo extensiones del proceso de cartelización, trustificación y centralización a que estaba procediéndose en todo el mundo capitalista. En Europa occidental, sin embargo, los partidos socialistas no podían actuar ya de modo bolchevique, puesto que su burguesía estaba ahora mismo instituyendo este tipo de “socialización” por propio acuerdo. Todo lo que los socialistas podían hacer era tenderles la mano, o sea, crecer progresivamente dentro de la emergente “sociedad socialista”.
El significado del bolchevismo se reveló por completo solamente con la emergencia del fascismo. Para combatir a este último era necesario, en palabras de Otto Rühle, reconocer que “la lucha contra el fascismo comienza con la lucha contra el bolchevismo”. A la luz del presente, los grupos de 'ultraizquierda' en Alemania y Holanda deben considerarse las primeras organizaciones antifascistas, anticipando en su lucha contra los partidos comunistas la necesidad futura de la clase obrera de combatir la forma fascista del capitalismo. Los primeros teóricos del antifascismo se encontraron entre los portavoces de las sectas radicales: Gorter y Pannekoek en Holanda; Rühle, Pfempfert, Broh y Fraenkel en Alemania. Y ellos pueden ser considerados como tales por su lucha contra el concepto de gobierno de partido y de control/gestión estatal, por sus intentos de actualizar los conceptos del movimiento consejista para con la determinación directa de su destino, y por su sostenimiento de la lucha de la izquierda alemana tanto contra la socialdemocracia como contra su rama leninista.
Poco antes de su muerte, Rühle, haciendo recapitulación de sus conclusiones a respecto del bolchevismo, no vaciló en situar a Rusia como la primera entre los Estados totalitarios. “Sirvió como modelo para otras dictaduras capitalistas. Las divergencias ideológicas no diferencian realmente sistemas socio-económicos. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción (combinada con), el control de los obreros sobre los productos del su trabajo y el fin del sistema salarial”, estas dos condiciones, sin embargo, están incumplidas en Rusia, del mismo modo que en los Estados fascistas.
Para clarificar el carácter fascista del sistema ruso, Rühle se volvió una vez más hacia el Comunismo de izquierda, una enfermedad infantil de Lenin, puesto que “de todas las manifestaciones programáticas del bolchevismo, ésta era la más reveladora de su verdadero carácter”. Cuando en 1933 Hitler suprimió toda la literatura socialista en Alemania, contaba Rühle, al folleto de Lenin le fue permitida la publicación y la distribución. En su obra, Lenin insiste en que el partido debe ser una especie de academia militar de revolucionarios profesionales. Sus requerimientos principales eran la autoridad incondicional del líder, el rígido centralismo, la disciplina de hierro, la conformidad, militancia y sacrificio de la personalidad para los intereses del partido -y Lenin desarrollara efectivamente una élite de intelectuales, un centro que, cuando fuese introducido en la revolución, habría de tomar la dirección y asumir el poder. “No tiene utilidad intentar”, decía Rühle, “determinar lógica y abstractamente si este tipo de preparación para la revolución es correcta o incorrecta... Primero deben formularse otras cuestiones, ¿qué tipo de revolución está en preparación? ¿Y cual era la meta de la revolución?”. El respondió mostrando que el partido de Lenin actuaba dentro de la revolución burguesa tardía de Rusia, para derrocar el régimen feudal del zarismo. Lo que podría considerarse como una solución para los problemas revolucionarios en una revolución burguesa no puede, sin embargo, considerarse al mismo tiempo como una solución para la revolución proletaria. Las diferencias estructurales decisivas entre la sociedad capitalista y la sociedad socialista excluyen tal actitud. De acuerdo con el método revolucionario de Lenin, los dirigentes aparecen como la cabeza de las masas. “Esta distinción entre la cabeza y el cuerpo”, señaló Rühle, “entre los intelectuales y los obreros, entre oficiales y soldados rasos, corresponde a la dualidad de la sociedad de clases. Una clase es educada para gobernar; la otra para ser gobernada. La organización de Lenin es sólo una réplica de la sociedad burguesa. Su revolución está objetivamente determinada por las fuerzas que crean un orden social que incorpora estas relaciones de clase, sin tener en cuenta las metas subjetivas que acompañan este proceso.”
Seguramente, quien quiera tener un orden burgués encontrará en el divorcio del dirigente y las masas, la vanguardia y la clase obrera, la preparación estratégica correcta para la revolución. En cuanto a la aspiración de dirigir la revolución burguesa en Rusia, el partido de Lenin era altamente apropiado. Sin embargo, cuando la Revolución rusa mostró sus rasgos proletarios, los métodos tácticos y estratégicos de Lenin dejaron de ser válidos. Su éxito no se debía a su vanguardia, sino al movimiento de los soviets que no había sido incorporado en absoluto a sus planes revolucionarios. Y cuando Lenin, después de que la revolución triunfante hubiese sido realizada por los soviets, prescindió de este movimiento, también prescindió de todo lo que era proletario en la revolución. El carácter burgués de la revolución se hizo patente de nuevo, y con el tiempo encontró su culminación “natural” en el estalinismo.
Lenin, decía Rühle, pensaba según normas rígidas, mecánicas, a pesar de su preocupación por la dialéctica marxiana. Sólo había un partido para él -el suyo propio-; sólo una revolución -la rusa-; sólo un método -el bolchevique-. “La aplicación monótona de una fórmula una vez descubierta mueve en un círculo egocéntrico imperturbable por el tiempo y las circunstancias, grados de desarrollo, patrones culturales, ideas y hombres. En Lenin salía a la luz con gran claridad la dominación de la edad de la maquinaria en la política; él era el “técnico”, el “inventor” de la revolución. Todas las características fundamentales del fascismo estaban en su doctrina, en su estrategia, en su “planificación social” y en su arte de tratar con las personas... Nunca aprendió a conocer los prerrequisitos para la liberación de los trabajadores; no se preocupaba de la falsa conciencia de las masas y de su autoalienación humana. Todo el problema era para él ni más ni menos que un problema de poder”. El bolchevismo como representante de una política militante de poder no difiere de las formas tradicionales de mando. El mando sirve como el gran ejemplo de organización. El bolchevismo es una dictadura, una doctrina nacionalista, un sistema autoritario con una estructura social capitalista. Su “planificación” concierne a cuestiones técnico-organizativas, no socio-económicas. Es revolucionario sólo dentro del marco del desarrollo capitalista, estableciendo no el socialismo sino el capitalismo de Estado. Representa la fase actual del capitalismo y no un primer paso hacia una nueva sociedad.
Los soviets rusos y los consejos de obreros y soldados alemanes representaban el elemento proletario en las revoluciones rusa y alemana. En ambas naciones estos movimientos fueron pronto suprimidos por medios militares y judiciales. Lo que permaneció de los soviets rusos después del firme atrincheramiento de la dictadura del partido bolchevique, fue simplemente la versión rusa del posterior frente obrero nazi. El movimiento de consejos alemán, legalizado, se convirtió en un apéndice del sindicalismo y pronto en un instrumento de la dominación capitalista. Incluso los consejos de 1918, formados espontáneamente, estaban -en su mayoría- lejos de ser revolucionarios. Su forma de organización, basada en las necesidades de la clase y no en los diversos intereses especiales resultantes de la división capitalista del trabajo, era todo lo que era radical en ellos. Pero cualesquiera que fueran sus limitaciones, debe decirse que no había nada más en que basar las esperanzas revolucionarias. Aunque frecuentemente se volvieran contra la izquierda, todavía se esperaba que las necesidades objetivas de este movimiento lo llevasen inevitablemente al conflicto con los poderes tradicionales. Esta forma de organización debía ser preservada en su carácter original y fortalecidas en preparación para las luchas venideras.
Pensando en términos de una continuación de la Revolución alemana, la 'ultraizquierda' estaba comprometida en una lucha hasta el final contra los sindicatos y contra los partidos parlamentarios existentes; en resumen, contra todas las formas de oportunismo y de compromiso. Pensando en términos de la probabilidad de una coexistencia con los viejos poderes capitalistas, los bolcheviques rusos no podían concebir una política sin compromisos. Los argumentos de Lenin en defensa de la posición bolchevique respecto de los sindicatos, el parlamentarismo y el oportunismo en general elevaban las necesidades particulares del bolchevismo a falsos principios revolucionarios. Con todo, esto no serviría para mostrar el carácter ilógico de los argumentos bolcheviques, pues tan ilógicos como eran los argumentos desde un punto de vista revolucionario, emanaban de forma lógica del peculiar papel de los bolcheviques dentro de la emancipación capitalista rusa y de la política internacional bolchevique que defendía los intereses nacionales de Rusia.
Que los principios de Lenin eran falsos desde un punto de vista proletario, tanto en Rusia como en Europa occidental, lo demostrara Otto Rühle en los diversos folletos y numerosos artículos en el periódico de la Unión Obrera General y en la revista de izquierda de Franz Pfempert, Die Aktion. Expuso la estratagema implícita en darles a estos principios una apariencia lógica, engaño que consistía en citar una experiencia específica de un período dado bajo circunstancias particulares, para deducir de ella conclusiones de aplicación inmediata y general. Porque los sindicatos habían sido una vez de algún valor, porque el parlamento había servido una vez a las necesidades de la propaganda revolucionaria, porque ocasionalmente el oportunismo había producido ciertos beneficios para los trabajadores, ellos seguían siendo para Lenin los medios más importantes de la política proletaria de todos los tiempos y bajo cualesquiera circunstancias. Y por si todo esto no convenciera al adversario, Lenin era aficionado a señalar que, fueran o no éstas las políticas y organizaciones correctas, era un hecho que los trabajadores se adherían a ellas y que el revolucionario debe estar siempre donde están las masas.
Esta estrategia emanaba del modo de Lenin de abordar la política. Parecía que nunca entraría en su mente que las masas también estaban en las fábricas y que las organizaciones revolucionarias de fábrica no podían perder contacto con las masas incluso si lo intentaban. Parecía que nunca se le ocurriera que, con la misma lógica que debía mantener a los revolucionarios en las organizaciones reaccionarias, podía demandar su presencia en la Iglesia, en las organizaciones fascistas, o donde quiera que pudiesen encontrarse las masas. Esto último, es seguro que se le ocurriría, haría surgir la necesidad de unirse abiertamente con las fuerzas de la reacción, tal como ocurrió posteriormente bajo el régimen estalinista.
Para Lenin estaba claro que, para los propósitos del bolchevismo, las Organizaciones de Consejos eran las menos adecuadas. No sólo hay poco espacio en las organizaciones de fábrica para revolucionarios profesionales, sino que la experiencia rusa había mostrado cómo de difícil era “manejar” un movimiento de soviets. En cualquier caso, los bolcheviques no tenían intención de esperar por oportunidades de intervención revolucionaria en los procesos políticos; estaban activamente comprometidos en la política cotidiana e interesados en resultados inmediatos a su favor. Para influenciar al movimiento obrero occidental con vistas a controlarlo en el futuro, era mucho más fácil para ellos entrar dentro de las organizaciones existentes y tratar con ellas. En las disputas competitivas emprendidas entre estas organizaciones y dentro de ellas, ellos vieron una ocasión para ganar de forma rápida una posición en la que establecerse. Que se intentase construir enteramente nuevas organizaciones opuestas a todas las existentes tendría sólo resultados tardíos -si es que alguno. Estando en el poder en Rusia, los bolcheviques ya no podían entregarse a políticas a largo plazo; para mantener su poder tenían que recorrer todas las avenidas de la política, no sólo las revolucionarias. Debe decirse, no obstante, que aparte de que estuviesen forzados a actuar así, los bolcheviques estaban más que dispuestos a participar en los muchos juegos políticos que acompañan al proceso de explotación capitalista. Para poder participar necesitaban sindicatos, parlamentos y partidos y también apoyos capitalistas, que hicieran del oportunismo tanto una necesidad como un placer.
Ya no hay necesidad de apuntar a las muchas “fechorías” del bolchevismo en Alemania y a lo largo del mundo. En la teoría y en la práctica, el régimen estalinista se manifiesta como un poder capitalista, imperialista, oponiéndose no sólo a la revolución proletaria, sino incluso a las reformas fascistas del capitalismo. Y actualmente favorece el mantenimiento de la democracia burguesa con el propósito de utilizar más plenamente su propia estructura fascista. Justo como Alemania estaba muy poco interesada en la propagación del fascismo más allá de sus fronteras y de las fronteras de sus aliados, dado que no tenía intención de fortalecer a sus competidores imperialistas, así la preocupación de Rusia por salvaguardar la democracia en todas partes salvo dentro de su propio territorio. Su amistad con la democracia burguesa es una amistad verdadera; el fascismo no es un artículo para la exportación, puesto que cesa de ser una ventaja tan pronto como se generaliza. A pesar del pacto Stalin-Hitler, no hay mayores “antifascistas” que los bolcheviques en nombre de su propio fascismo natal. Sólo en tanto sea alcanzada su expansión imperialista, si hay alguna, serán culpables de apoyo consciente a la tendencia fascista general.
Esta tendencia fascista general no proviene del bolchevismo, sino que lo incorpora. Proviene de las leyes peculiares de desarrollo de la economía capitalista. Si Rusia finalmente se convierte en un miembro “decente” de la familia de naciones capitalistas, las “indecencias” de su juventud fascista serán tomadas en unos trimestres por un pasado revolucionario. La oposición al estalinismo, sin embargo, a menos que incluya la oposición al leninismo y al bolchevismo de 1917, no es ninguna oposición, sino sólo una disputa entre competidores políticos. Mientras que el mito del bolchevismo es todavía defendido contra la realidad estalinista, Otto Rühle trabaja en mostrar que el estalinismo de hoy es simplemente el leninismo de ayer, que aún tiene importancia contemporánea, y tanta más cuanto que pueda haber intentos de recuperar el pasado bolchevique en los levantamientos sociales del futuro.
Toda la historia del bolchevismo pudo ser anticipada por Rühle y el movimiento de 'ultraizquierda', debido a su pronto reconocimiento del verdadero contenido de la revolución bolchevique y del verdadero carácter del viejo movimiento socialdemócrata. Después de 1920, todas las actividades del bolchevismo sólo podrían ser perjudiciales para los obreros de todo el mundo. No eran posibles acciones comunes con sus distintas organizaciones durante más tiempo, ni se intentaba ninguna.
Junto con los grupos de 'ultraizquierda' en Dresde, Frankfurt am Main y otros lugares, Otto Rühle fue un paso por delante del antibolchevismo del KAPD y sus adherentes en la AAUD. Pensaba que la historia de los partidos socialdemócratas y de las prácticas de los partidos bolcheviques demostraba suficientemente que era inútil intentar reemplazar los partidos reaccionarios con partidos revolucionarios, por la razón de que la misma forma-partido se había vuelto inútil e incluso peligrosa. Ya en 1920 proclamaba que “la revolución no es un asunto de partido”, y demandaba la destrucción de todos los partidos en favor del movimiento de consejos. Trabajando principalmente dentro de la Unión Obrera General, agitó contra la necesidad de un partido político especial hasta que esta organización se dividió en dos. Una sección, la Unión Obrera General - Organización unitaria (Allgemeine Arbeiter Union - Eiñeitsorganisation, AAUD-E), compartía las perspectivas de Rühle; la otra permanecía como la “organización económica” del KAPD. La organización representada por Rühle se inclinó hacia los movimientos sindicalista revolucionario y anarquista sin, no obstante, abandonar su cosmovisión marxiana. La otra sección se consideraba a sí misma como la heredera de todo lo que había sido revolucionario en el movimiento marxiano del pasado. Intentó crear una IV Internacional, pero sólo tuvo éxito efectuando una estrecha cooperación con grupos similares en unos cuantos países europeos.
En opinión de Rühle, una revolución proletaria sólo era posible con la participación consciente y activa de las amplias masas proletarias. Esto presuponía nuevamente una forma de organización que no pudiera ser dirigida desde arriba, sino que estuviese determinada por la voluntad de sus miembros. La organización de fábrica y la estructura de la Unión Obrera General impedirían, pensaba él, un divorcio entre los intereses de la organización y los intereses de la clase; impedirían la emergencia de una poderosa burocracia que se sirviese de la organización en lugar de servirla. Prepararían, por último, a los obreros para tomar las industrias y gestionarlas de acuerdo con sus propias necesidades y, de este modo, impedirían el surgimiento de nuevos estados de explotación.
El KAPD compartía estas ideas generales y sus propias organizaciones de fábrica eran difícilmente discernibles de las que concordaban con Rühle. Pero el partido mantenía que, en esta fase del desarrollo, la organización de fábrica sola no podía garantizar una política revolucionaria nítidamente definida. Todo tipo de personas entraría en estas organizaciones, no habría método para una selección apropiada, y trabajadores políticamente subdesarrollados podrían determinar el carácter de las organizaciones, que no serían así capaces de cumplir con las exigencias revolucionarias actuales. Este punto había quedado bien demostrado por el carácter relativamente atrasado del movimiento de consejos de 1918. El KAPD sostenía que los revolucionarios con adiestramiento marxiano, con conciencia de clase, aunque pertenecieran a organizaciones de fábrica debían, al mismo tiempo, asociarse en un partido separado para salvaguardar y desarrollar la teoría revolucionaria y, por así decir, vigilar las organizaciones de fábrica para impedir que se desencaminasen.
El KAPD vio en la posición de Rühle un tipo de engaño que buscaba refugio en una nueva forma de utopismo. Mantuvo que Rühle simplemente generalizaba las experiencias de los viejos partidos e insistía en que el carácter revolucionario de su organización era el resultado de su propia forma partido. Rechazaba los principios centralistas del leninismo, pero insistía sobre conservar pequeño el partido, de modo que estaría libre de todo oportunismo. Había otros argumentos que apoyaban la idea del partido. Algunos referidos a problemas internacionales, algunos vinculados a las cuestiones de la ilegalidad, pero todos los argumentos fracasaban en convencer a Rühle y a sus seguidores. Ellos veían en el partido la perpetuación del principio líder-masas, la contradicción entre partido y clase, y temían una repetición del bolchevismo en la izquierda alemana.
Ninguno de los dos grupos podría demostrar su teoría. La historia pasó a ambos por alto; estaban discutiendo en el vacío. Ni el KAPD ni las dos AAUD superaron su condición de sectas de 'ultraizquierda'. Sus problemas internos se volvieron totalmente artificiales, puesto que efectivamente no había diferencia entre el KAPD y la AAUD. A pesar de sus teorías, los seguidores de Rühle no funcionaban tampoco en las fábricas. Ambas Uniones se entregaban a las mismas actividades. Por eso todas las divergencias teóricas no tenían una significación práctica.
Estas organizaciones -los remanentes del intento proletario de jugar un papel en los levantamientos de 1918- intentaban aplicar sus experiencias en un desarrollo que se movía consistentemente en la dirección opuesta de aquella en la que estas experiencias se originaran. Únicamente el Partido Comunista, en virtud del control ruso, podría crecer realmente dentro de esta tendencia hacia el fascismo. Pero, representando al fascismo ruso, no al fascismo alemán, también tenía que sucumbir ante el emergente movimiento Nazi que, reconociendo y aceptando las tendencias capitalistas predominantes, heredó finalmente el viejo movimiento obrero en su integridad.
Después de 1923, el movimiento alemán de 'ultraizquierda' dejó de ser un factor político serio en el movimiento obrero alemán. Su último intento de forzar la tendencia al desarrollo en esta dirección se disipó en la efímera actividad de marzo de 1921[5], bajo la popular dirección de Max Hoelz. Sus miembros más militantes, siendo forzados a la ilegalidad, introdujeron métodos de conspiración y expropiación en el movimiento, acelerando en consecuencia su desintegración. Aunque organizativamente los grupos de 'ultraizquierda' continuaron existiendo hasta el inicio de la dictadura de Hitler, sus funciones estaban restringidas a las de clubs de discusión, que intentaban entender sus propios fracasos y el de la Revolución alemana.
El declive del movimiento de 'ultraizquierda', los cambios en Rusia y en la composición de los partidos bolcheviques, el ascenso del fascismo en Italia y Alemania, restauraron la vieja relación entre la economía y la política que fuera perturbada durante, y brevemente después, de la I Guerra Mundial. En todo el mundo, el capitalismo estaba ahora suficientemente estabilizado para determinar la tendencia política principal. El fascismo y el bolchevismo, productos de condiciones críticas, eran -como la crisis misma- también medios para una nueva prosperidad, para una nueva expansión del capital y la reasunción de las luchas competitivas imperialistas. Pero justamente como una crisis superior se presenta como la crisis final a aquellos que más sufren, así los cambios políticos que la acompañaban aparecían como expresiones del derrumbe del capitalismo. Pero la gran brecha entre la apariencia y la realidad transforma, más pronto o más tarde, un optimismo exagerado en un pesimismo exagerado en lo que respecta a las posibilidades revolucionarias. Dos caminos, entonces, permanecen abiertos para el revolucionario: puede capitular a los procesos políticos dominantes, o puede retirarse a una vida de contemplación y esperar el giro de los acontecimientos.
Hasta el colapso final del movimiento obrero alemán, la retirada de la 'ultraizquierda' parecía ser un retorno al trabajo teórico. Las organizaciones existían en la forma de publicaciones semanales y mensuales, folletos y libros. Las publicaciones afianzaban a las organizaciones y las organizaciones a las publicaciones. Mientras las organizaciones de masas servían a pequeñas minorías capitalistas, la masa de los obreros estaba representada por individuos. La contradicción entre las teorías de la 'ultraizquierda' y las condiciones prevalecientes se volvió insoportable. Cuanto más pensaba uno términos colectivos, más aislado se encontraba. El capitalismo, en su forma fascista, aparecía como el único colectivismo real, y el antifascismo como una vuelta a un individualismo burgués prematuro. La mediocridad del hombre capitalista, y por tanto el revolucionario bajo condiciones capitalistas, se hizo dolorosamente evidente dentro de las pequeñas organizaciones en estancamiento. Más y más gente, partiendo de la premisa de que las “condiciones objetivas” estaban maduras para la revolución, explicaba su ausencia con tales “factores subjetivos” como la falta de conciencia de clase y la falta de entendimiento y carácter por parte de los trabajadores. Estas mismas carencias, no obstante, tenían de nuevo que explicarse por “condiciones objetivas”, puesto que las limitaciones del proletariado resultaban indudablemente de su posición específica dentro de las relaciones sociales del capitalismo. La necesidad de la restricción de la actividad al trabajo educativo se convirtió en una virtud: el desarrollo de la conciencia de clase de los obreros era considerado como la más esencial de las tareas revolucionarias. Pero la vieja creencia socialdemócrata de que “el conocimiento es poder” ya no convencía por más tiempo, puesto que no hay relación directa entre el conocimiento y su aplicación.
El derrumbe del capitalismo de laissez-faire y el creciente dominio centralista sobre masas siempre mayores, a través de la producción y la guerra capitalistas, incrementaron el interés intelectual en los campos antes descuidados de la psicología y de la sociología. Estas ramas de la “ciencia” burguesa servían para explicar el desconcierto de esa parte de la burguesía que había sido desplazada por competidores más poderosos, y de esa parte de la pequeña burguesía reducida a los niveles proletarios de existencia durante la depresión. En sus fases prematuras, el proceso de concentración capitalista de la riqueza y del poder era acompañado por el crecimiento absoluto de las capas burguesas de la sociedad. Después de la guerra la situación cambió; la depresión europea golpeó tanto a la burguesía como al proletariado, y generalmente destruyó la confianza en el sistema y en los individuos mismos. La psicología y la sociología, sin embargo, no eran sólo expresiones del desconcierto y la inseguridad burgueses sino que, simultáneamente, servían a la necesidad de una determinación más directa del comportamiento de las masas y del control ideológico de lo que había sido necesario bajo condiciones menos centralistas. Aquellos que perdieron poder en las luchas políticas que acompañaban a la concentración de capital, así como aquellos que ganaban poder, ofrecían explicaciones psicológicas y sociológicas para sus completos fracasos y sus éxitos. Lo que para una era la “violación de las masas”, para la otra era una visión recién adquirida -para ser sistematizada e incorporada en la ciencia de la explotación y de la dominación- de los procesos sociales.
Bajo la división capitalista del trabajo, el mantenimiento y la extensión de las ideologías predominantes es la ocupación de las capas intelectuales de la burguesía y de la pequeña burguesía. Esta división del trabajo está, por supuesto, más determinada por las condiciones de clase existentes que por las necesidades productivas de la compleja sociedad. Lo que sabemos, lo sabemos por medio de la producción capitalista de conocimiento. Pero, como no hay otra, la aproximación proletaria a todo lo que es producido por la ciencia y la pseudociencia burguesas, debe ser siempre crítica. Hacer que este conocimiento sirva a otros propósitos que los capitalistas significa purificarlo de todos los elementos en su interior que estén relacionados con la estructura de clase capitalista. Sería falso, sino imposible, rechazar la venta al por mayor de todo lo que es producido por la ciencia burguesa. Con todo, sólo puede ser abordado escépticamente. La crítica proletaria -de nuevo a causa de la división capitalista del trabajo- es bastante limitada. Sólo tiene verdadera importancia donde el conocimiento burgués trata de relaciones sociales. Aquí sus teorías pueden verificarse en lo que respecta a su validez y a su significación para las distintas clases y para la sociedad en conjunto. Surge, entonces, con la moda de la psicología y la sociología, la necesidad de examinar los nuevos descubrimientos en estos campos desde el punto de vista crítico de la supresión de las clases.
Era inevitable que la moda de la psicología penetrase en el movimiento obrero. Pero la completa decadencia de este movimiento se reveló, una vez más, por su intento de utilizar las nuevas teorías de la psicología y la sociología burguesas para una investigación crítica de sus propias teorías, en lugar de usar la teoría marxiana para criticar la nueva pseudociencia burguesa. Tras esta actitud estaba la desconfianza creciente en el marxismo, debido a los fracasos de las revoluciones alemana y rusa. Tras ella también estaba la incapacidad para ir más allá de Marx en un sentido marxiano, una incapacidad que salía a la luz claramente por el hecho de que todo lo que parecía nuevo en la sociología burguesa había sido tomado en primer lugar de Marx. Desgraciadamente desde nuestro punto de vista, Otto Rühle fue uno de los primeros en vestir las ideas más populares de Marx con el nuevo lenguaje de la sociología y la psicología burguesas. En sus manos la concepción materialista de la historia se convertía ahora en “sociología” cuando trataba de la sociedad, y en “psicología” cuando trataba del individuo. Los principios de esta teoría servirían tanto para el análisis de la sociedad como para el análisis de las complejidades psicológicas de sus individuos. En su biografía de Marx, Rühle aplicaba su nuevo concepto psico-sociológico del marxismo, que únicamente podría ayudar a apoyar la tendencia hacia la incorporación de un marxismo castrado dentro de la ideología capitalista.
Este tipo de “materialismo histórico”, que buscaba las razones de los “complejos de inferioridad y de superioridad” en los dominios interminables de la biología, la antropología, la sociología, la economía y así en adelante, para descubrir un tipo de “equilibrio de poder de los complejos por medio de compensaciones” que podría considerarse como el ajuste apropiado entre el individuo y la sociedad, este tipo de marxismo no podía servir a ninguna de las necesidades prácticas de los trabajadores, ni podría ayudar en su educación. Esta parte de la actividad de Rühle, si uno la evalúa positiva o negativamente, tiene poco, sino nada, que ver con los problemas que acosaban al proletariado alemán. Por consiguiente, es innecesario tratar aquí de la obra psicológica de Rühle. La mencionamos, no obstante, por la doble razón de que puede servir como una ilustración adicional de la desesperación general del revolucionario en el período de la contrarrevolución, y como una manifestación añadida de la sinceridad del revolucionario, Rühle, dentro de las condiciones de desesperación. Pues en esta fase de su actividad literaria, como en cualquier otra que tratara con cuestiones pedagógico-psicológicas, histórico-culturales o económico-políticas, también se pronuncia claramente contra las condiciones inhumanas del capitalismo, contra las posibles nuevas formas de esclavitud física y mental, y por una sociedad que se adecue a una humanidad libre.
El triunfo del fascismo alemán acabó con el largo período de desaliento revolucionario, desilusión y desesperanza. Todo se volvió extremadamente claro en seguida; el futuro inmediato estaba perfilado en toda su brutalidad. El movimiento obrero había demostrado por última vez que la crítica dirigida contra él por los revolucionarios estaba más que justificada. La lucha de la 'ultraizquierda' contra el movimiento obrero oficial demostró haber sido la única lucha coherente contra el capitalismo que se emprendía desde hacía mucho tiempo.
El triunfo del fascismo alemán, que no era un fenómeno aislado, sino que estaba íntimamente relacionado con el previo desarrollo de todo el mundo capitalista, no causó, sino que simplemente ayudo a iniciar, un nuevo conflicto mundial de los poderes imperialistas. Los días de 1914 retornaron. Pero no para Alemania. Los dirigentes obreros alemanes estaban privados de la “emotiva experiencia” de declararse, una vez más, los más auténticos hijos de la patria. Organizarse para la guerra significaba instituir el totalitarismo, y esto significaba que muchos intereses especiales tenían que ser eliminados, lo cual, bajo las condiciones de la República de Weimar y dentro del marco del imperialismo mundial, sólo era posible por la vía de las luchas internas. La “resistencia” del movimiento obrero alemán al fascismo, poco entusiasta en primer lugar, no debe, sin embargo, ser confundida con la resistencia a la guerra. En el caso de la socialdemocracia y de los sindicatos no era una resistencia, sino meramente una abdicación acompañada con protestas verbales para salvar la cara. E incluso esto vino sólo como consecuencia de la negativa de Hitler a incorporar estas instituciones, en su forma tradicional y con sus dirigentes “experimentados”, al esquema fascista de las cosas. Tampoco fue la resistencia por parte del Partido Comunista una resistencia a la guerra y al fascismo como tales, sino sólo en tanto que estaban directamente contra Rusia. Si a las organizaciones obreras oficiales en Alemania se les impedía ponerse al lado de su burguesía, en todas las demás naciones lo hicieron sin deliberación y sin lucha.
Por segunda vez en su vida, el exiliado Otto Rühle tuvo que decidir por que lado tomar parte en la nueva batalla mundial. Esta vez parecía algo más difícil, porque el consistente totalitarismo de Hitler estaba diseñado para impedir una repetición de los días vacilantes del liberalismo durante la última guerra mundial. Esta situación permitió que la II Guerra Mundial fuese enmascarada como una lucha entre la democracia y el fascismo, y proporcionó a los socialchauvinistas mejores excusas. Los dirigentes obreros exiliados, al paso de las organizaciones obreras de sus países adoptivos, podían apuntar todavía a las diferencias políticas entre las dos formas del sistema capitalista, aunque fueran incapaces de negar la naturaleza capitalista de sus nuevas patrias. La teoría del mal menor sirvió para hacer plausible la razón por la que las democracias deberían defenderse contra la mayor extensión del fascismo. Rühle, sin embargo, mantuvo su vieja posición de 1914. Para él, el enemigo “aún estaba en casa”, tanto en las democracias como en los Estados fascistas. El proletariado no podía, o más bien no debería, estar al lado de cualquiera de ellos, sino oponerse a ambos con igual vehemencia. Rühle señalaba que todos los argumentos políticos, ideológicos, raciales y psicológicos, ofrecidos en defensa de una posición a favor de la guerra, no podían encubrir realmente la razón capitalista de la guerra: la lucha por beneficios entre los competidores imperialistas. En cartas y artículos reiteró todas las implicaciones de las leyes del desarrollo capitalista tal como las estableciera Marx, para combatir el sinsentido del “antifascismo” popular que sólo podía acelerar el proceso de fascistización del capitalismo mundial.
Para Rühle, el fascismo y el capitalismo de Estado no eran las invenciones de políticos despiadados, sino el resultado del proceso capitalista de concentración y centralización en el que la acumulación de capital se manifiesta. La relación de clase en la producción capitalista es acosada por múltiples contradicciones insolubles. La contradicción principal, observaba Rühle, descansa en el hecho de que la acumulación de capital significa también la tendencia a un descenso de la tasa de ganancia. Esta tendencia puede ser combatida sólo mediante una acumulación más rápida de capital -lo que implica un incremento de la explotación. Pero, a pesar del hecho de que la explotación se incremente en relación a la tasa de acumulación necesaria para evitar las crisis y las depresiones, los beneficios continúan mostrando una tendencia descendente. Durante las depresiones, el capital se reorganiza para permitir un nuevo período de expansión del capital. Si, nacionalmente, la crisis implica la destrucción del capital más débil y de la concentración de capital por los medios empresariales ordinarios, internacionalmente la reorganización demanda finalmente la guerra. Esto significa la destrucción de las naciones capitalistas más débiles en favor de los imperialismos victoriosos, para producir una nueva expansión del capital y su concentración y centralización más amplia. Cada crisis capitalista -en esta fase de la acumulación del capital- envuelve al mundo; del mismo modo que cada guerra es en seguida una guerra mundial. No las naciones particulares, sino el conjunto del capitalismo mundial, es el responsable de la guerra y de la crisis. Éste, observaba Rühle, es el enemigo y está en todas partes.
Es seguro que Rühle no dudaba que el totalitarismo era peor para los trabajadores que la democracia burguesa. Él había combatido contra el totalitarismo ruso desde sus inicios. Había estado combatiendo el fascismo alemán, pero no podría luchar en nombre de la democracia burguesa porque sabía que las peculiares leyes del desarrollo de la producción capitalista transformarían, más temprano o más tarde, la democracia burguesa en fascismo y capitalismo de Estado. Combatir el totalitarismo significa oponerse al capitalismo bajo todas sus formas. El “capitalismo privado”, escribía, “y con él la democracia, que está intentando salvarlo, están obsoletos y siguen el camino de todas las cosas mortales. El capitalismo de Estado -y con él, el fascismo, que le pavimenta el camino-, están creciendo y adquiriendo poder. Lo viejo se fue para siempre, y ningún exorcismo funciona contra lo nuevo. No importa cómo duramente podamos intentar revivir la democracia, todos los esfuerzos serán inútiles. Todas las esperanzas en una victoria de la democracia sobre el fascismo son groseras ilusiones, toda creencia en el retorno de la democracia como forma de gobierno capitalista tienen únicamente el valor de la traición astuta y del autoengaño cobarde... Es el infortunio del proletariado que sus obsoletas organizaciones, basadas en una táctica oportunista, lo dejen indefenso frente al asalto del fascismo. Ha perdido así su propia posición política en el cuerpo político actual, y ha dejado de ser un factor histórico creador en la época presente. Ha sido barrido al estercolero de la historia, y se pudrirá al lado de la democracia tanto como al lado del fascismo, puesto que la democracia de hoy será el fascismo de mañana.”
Aunque Otto Rühle afrontó la II Guerra Mundial de un modo tan intransigente como había afrontado la primera, su actitud respecto al movimiento obrero era diferente de la de 1914. Esta vez no iba a poder evitar que fuese cierto que “ninguna esperanza podría brotar de los restos miserables del viejo movimiento en las naciones todavía democráticas para el levantamiento final del proletariado y su liberación histórica. Aún menos podría esperarse que brotara de los fragmentos raídos de aquellas tradiciones de partido que fueron propagadas y divulgadas en la emigración mundial, ni de las nociones estereotipadas de las revoluciones pasadas, sin tener en cuenta si uno cree en las bendiciones de la violencia o en la transición pacífica”. Todavía no miraba desesperadamente al futuro. Se sentía seguro de que nuevos apremios y nuevos impulsos animarán a las masas y las forzarán a hacer su propia historia.
Las razones de esta confianza eran las mismas que aquellas que convencieran a Rühle de la inevitabilidad del desarrollo capitalista hacia el fascismo y el capitalismo de Estado. Estaban basadas en las contradicciones insolubles inherentes al modo capitalista de producción. Así como la reorganización del capital durante la crisis es simultáneamente una preparación de crisis mayores, así la guerra sólo puede engendrar guerras más grandes y más devastadoras. La anarquía capitalista sólo puede volverse más caótica, no importa cuanto puedan intentar poner orden en ella sus defensores. Partes siempre mayores del mundo capitalista serán destruidas para que los grupos capitalistas más fuertes puedan continuar acumulando. Las miserias de las masas del mundo se amontonarán hasta que se alcance un punto de ruptura y nuevas sublevaciones sociales destruyan el asesino sistema de producción capitalista.
Rühle era tan poco capaz como cualquier otro en su época de formular mediante qué medios específicos sería vencido el fascismo. Pero veía acertado que las mecánicas y dinámicas de la revolución sufrirían cambios fundamentales. En la autoexpropiación y proletarización de la burguesía por la II Guerra Mundial, en la superación del nacionalismo mediante la abolición de los pequeños Estados, en la política capitalista de Estado basada en federaciones de Estados, el veía no sólo el aspecto inmediatamente negativo, sino también los aspectos positivos que proporcionaban nuevos puntos de partida para las acciones anticapitalistas. Hasta el día de su muerte tuvo la certeza de que el concepto de clase estaba obligado a extenderse hasta que fomentase un interés mayoritario en el socialismo. Buscaba que la lucha de clase se transformase de una categoría ideológico-abstracta en una categoría económica-positiva-práctica. Y previó la emergencia de nuevos Consejos Obreros dentro del despliegue de la democracia obrera como una reacción al terror burocrático. Para él, el movimiento obrero no estaba muerto, sino que tenía aún que nacer en las luchas sociales del futuro.
Si Rühle, finalmente, no tenía nada más que ofrecer que la “esperanza” de que el futuro resolverá los problemas que el viejo movimiento obrero fracasó en resolver, esta esperanza no brotaba de la fe, sino del conocimiento, conocimiento que consistía en el reconocimiento de las tendencias sociales actuales. No proporcionaba una clave acerca de cómo lograr la necesaria transformación social. Reivindicaba, no obstante, la disociación de las actividades inútiles y de las organizaciones sin remedios. Reivindicaba el reconocimiento de las razones que condujeran a la desintegración del viejo movimiento obrero y una búsqueda de los elementos que apuntaban a las limitaciones de los sistemas totalitarios predominantes. Exigía una distinción más marcada entre ideología y realidad para descubrir en esta última los factores que escapaban al control de los organizadores totalitarios. Si se necesita poco o mucho para transformar la sociedad, siempre se descubre únicamente después del hecho. Pero la escala del balance de la sociedad es delicada, y es particularmente sensible en la actualidad. Las formas más poderosas de control de las personas son realmente débiles cuando se comparan con las tremendas contradicciones que desgarran al mundo actual. Otto Rühle tenía razón en señalar que las actividades que inclinarán finalmente la balanza de la sociedad en favor del socialismo no serán descubiertas a través de los medios y métodos vinculados a las actividades previas y a las organizaciones tradicionales. Deben ser descubiertas dentro de las relaciones sociales cambiantes que están todavía determinadas por la contradicción entre las relaciones capitalistas de producción y la dirección en la que se están moviendo las fuerzas productivas de la sociedad. Descubrir esas relaciones, esto es, reconocer la revolución venidera en las realidades de hoy, será la ocupación de aquellos que continúen en el espíritu de Otto Rühle.
Paul Mattick
Boston, 1960
[1] En el original, labour movement, movimiento obrero o literalmente movimiento del trabajo, (N.d.T.)
[2] En Zimmerwald se celebró, en septiembre de 1915, una Conferencia Socialdemócrata Internacional, con representaciones de la mayor parte de los países europeos y de Rusia. En 1916, en Kienthal, tuvo su continuación. En ambas conferencias se fue aglutinando y organizando una oposición de izquierda a las posiciones socialpatrióticas y reformistas dominantes, por una posición internacionalista y revolucionaria contra la Guerra Mundial. Esta oposición constituiría los grupos que luego formarían la III Internacional. (N.d.T.)
[3] En el original: “whistling in the dark”. Se trata de una frase hecha, que literalmente significa “silbar en la oscuridad” para conservar el valor y evitar el miedo. (N.d.T.)
[4] En el original power-politics, política o diplomacia respaldada por la fuerza. (N.d.T.)
[5] La llamada “acción de marzo” de 1921 fue un intento insurreccional del KPD (entonces unificado con los Socialistas Independientes en el VKPD), con la pretensión de tomar el poder. Las motivaciones reales de esta acción quedaron registradas en una carta a Lenin de Paul Levi, del 27 de marzo de 1921, en la que confirma que ha recibido el mensaje de los bolcheviques: “Es absolutamente necesario que Rusia sea aliviada por medio de movimientos en el hemisferio occidental, y por este motivo, el Partido Comunista Alemán debe entrar en acción inmediatamente. El VKPD cuenta actualmente con 500.000 afiliados, y con esta cifra pueden movilizarse 1.500.000 proletarios, cuantidad suficiente para derribar al gobierno” (P. Levi, Zwischnen Spartakus und Socialdemokratie p. 37-38). El VKPD se hacía así eco de la situación de debilidad del gobierno bolchevique, en una Rusia agitada por la ruina económica y las rebeliones internas: huelgas obreras, rebeliones campesinas contra la confiscación de grano y la rebelión de Konstadt.