OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL I |
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WILLIAM J. BRYAN*
Clasifiquemos a Mr. William Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos ante todo que representaba un capítulo concluido, una época tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado hace varios años. El período wilsoniano señaló la última esperanza y la póstuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática. Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodónico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra la injusticia internacional carecía de una base realista. Bryan era un idealista, de viejo estilo, extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra. Waldo Frank, en su libro Nuestra América, que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank; "William Jenning Bryan, —que la América se empeña en satirizar—, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar". Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en su verdadero plano. Será superfluo todo sentimental transporte de sus correligionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un frustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall. Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inocuo de mediocres utopías. El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demo-liberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los Estados Unidos la lucha política se libró únicamente entre republicanos y demócratas, —o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía—, las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a germinar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de este pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado, dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los barones de la industria y la finanza. Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se volatilizó poco a poco en la pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hecho de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata. Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado el puritano proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso. Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Su denodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos. La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presenta, en la historia de los Estados Unidos, como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte, injusta tal vez pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.
NOTA:
* Publicado en Variedades, Lima, 31 de Julio de 1925.
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