REGIONALISMO Y CENTRALISMO
I. PONENCIAS BÁSICAS
¿Cómo se plantea, en nuestra época, la cuestión del regionalismo? En
algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente
la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones
regionalistas son imprecisas, indefinidas; no se concretan en
categóricas y vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el
Perú un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresión
vaga de un malestar y de un descontento.
Esto tiene su explicación en nuestra realidad económica y social y en
nuestro proceso histórico. La cuestión del regionalismo se plantea, para
nosotros, en términos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con
la ideología jacobina o radicaloide del siglo XIX.
Me parece que nos pueden orientar en la exploración del tema del
regionalismo las siguientes proposiciones:
1ª- La polémica entre federalistas y centralistas, es una polémica
superada y anacrónica como la controversia entre conservadores y
liberales. Teórica y prácticamente la lucha se desplaza del plano
exclusivamente político a un plano social y económico. A la nueva
generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal -el
mecanismo administrativo- sino lo substancial -la estructura
económica.
2ª- El federalismo no aparece en nuestra historia como una
reivindicación popular, sino más bien como una reivindicación del
gamonalismo y de su clientela. No la formulan las masas indígenas. Su
proselitismo no desborda los límites de la pequeña burguesía de las
antiguas ciudades coloniales.
3ª- El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo
regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse
federalistas. La tendencia federalista recluta sus adeptos entre los
caciques o gamonales en desgracia ante el poder central.
4ª- Uno de los vicios de nuestra organización política es, ciertamente,
su centralismo. Pero la solución no reside en un federalismo de raíz e
inspiración feudales. Nuestra organización política y económica necesita
ser íntegramente revisada y transformada.
5ª- Es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes
históricamente como tales. Los departamentos descienden de las
artificiales intendencias del Virreinato. No tienen por consiguiente una
tradición ni una realidad genuinamente emanadas de la gente y la
historia peruanas.
La idea federalista no muestra en nuestra historia raíces verdaderamente
profundas. El único conflicto ideológico, el único contraste doctrinario
de la primera media centuria de la República es el de conservadores y
liberales, en el cual no se percibe la oposición entre la capital y las
regiones sino el antagonismo entre los encomenderos o latifundistas,
descendientes de la feudalidad y la aristocracia coloniales, y el
demos mestizo de las ciudades, heredero de la retórica liberal de la
Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente, al sistema
administrativo. La Constitución conservadora de Huancayo, suprimiendo
los municipios, expresa la posición del conservantismo ante la idea del
self government. Pero, así para los conservadores como para los
liberales de entonces, la centralización o la descentralización
administrativa no ocupa el primer plano de la polémica. Posteriormente,
cuando los antiguos "encomenderos" y aristócratas, unidos a algunos
comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios con el Estado, se
convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario liberal se
conforma más con los intereses y las necesidades del capitalismo que el
ideario aristocrático, la descentralización encuentra propugnadores más
o menos platónicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos
políticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran
relativamente favorables o contrarios a la descentralización. Es cierto
que, en este nuevo período, el conservantismo y el liberalismo, que ya
no se designan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los
mismos impulsos de clase (Los ricos en ese curioso período, devienen un
poco liberales; las masas se vuelven, por el contrario, un poco
conservadoras).
Mas, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista Manuel Pardo,
bosqueja una política descentralizadora con la creación en 1873 de los
concejos departamentales y que, años más tarde, el caudillo demócrata
Nicolás de Piérola –político y
estadista de mentalidad y espíritu conservadores, aunque, en apariencia
insinúen lo contrario sus condiciones de agitador y demagogo–,
inscribe o acepta en la "declaración de principios" de su partido la
siguiente tesis: "Nuestra diversidad de razas, lenguas, clima y
territorio, no menos que el alejamiento entre nuestros centros de
población, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras
necesidades de hoy y de mañana, el establecimiento de la forma
federativa; pero en las condiciones aconsejadas por la experiencia de
ese régimen en pueblos semejantes al nuestro y por las peculiares del
Perú" (1).
Después del 95 las declaraciones anticentralistas se multiplican. El
partido liberal de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma
federal. El partido radical no ahorra ataques ni críticas al
centralismo. Y hasta aparece, de repente, como por ensalmo, un partido
federal. La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida
por los civilistas que en 1873 se mostraron inclinados a actuar una
política descentralizadora.
Pero toda ésta era una especulación teórica. En realidad, los partidos
no sentían urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas
sinceros, además de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no
ejercían influencia efectiva sobre la opinión. No representaban un
anhelo popular. Piérola y el partido demócrata, habían gobernado varios
años. Durand y sus amigos habían compartido con los demócratas, durante
algún tiempo, los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos
ni los otros se habían ocupado, en esa oportunidad, del problema del
régimen ni de reformar la Constitución.
El partido liberal, después del deceso del precario partido federal y de
la disolución espontánea del radicalismo gonzález-pradista, sigue
agitando la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea
federalista –que en el partido
demócrata se había agotado en una platónica y mesurada declaración
escrita–, puede servirle al partido
liberal para robustecer su fuerza en provincias, atrayéndole a los
elementos enemistados con el poder central. Bajo, o mejor dicho, contra
el gobierno de José Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su
política ulterior demuestra, demasiado claramente, que el partido
liberal no obstante su profesión de fe federalista, sólo esgrime la idea
de la federación con fines de propaganda. Los liberales forman parte del
ministerio y de la mayoría parlamentaria durante el segundo gobierno de
Pardo. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarios, ninguna
intención de reanudar la batalla federalista.
También Billinghurst –acaso con más
apasionada convicción que otros políticos que usaban esta plataforma–
quería la descentralización. No se le puede reprochar, como a los
demócratas y los liberales, su olvido de este principio en el poder: su
experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e
imparcialmente, no se puede tampoco dejar de constatar que con
Billinghurst llegó a la presidencia un enemigo del centralismo sin
ningún beneficio para la campaña anticentralista.
A primera vista les parecerá a algunos que esta rápida revisión de la
actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que,
sobre todo, de la fecha de la declaración de principios del partido
demócrata a la del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido
en el Perú una efectiva y definida corriente federalista. Pero sería
contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente,
esta revisión, es que la idea federalista no ha suscitado ni ardorosas y
explícitas resistencias ni enérgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido
un lema o un principio sin valor y sin eficacia para, por sí solo,
significar el programa de un movimiento o de un partido.
Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo
burocrático. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Perú
no se ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmación
federalista.
II. REGIONALISMO Y GAMONALISMO
A todos los observadores agudos de nuestro proceso histórico, cualquiera
que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente
evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento
peruano no son exclusivamente políticas –la
palabra "política" tiene en este caso la acepción de "vieja política" o
"política burguesa"– sino, sobre
todo, sociales y económicas. El "problema del indio", la "cuestión
agraria" interesan mucho más a los peruanos de nuestro tiempo que el
"principio de autoridad", la "soberanía popular", el "sufragio
universal", la "soberanía de la inteligencia" y demás temas del diálogo
entre liberales y conservadores. Esto no depende de que la mentalidad
política de las anteriores generaciones fuese más abstractista, más
filosófica, más universal; y de que diversa u opuestamente, la
mentalidad política de la generación contemporánea sea -como es- más
realista, más peruana. Depende de que la polémica entre liberales
y conservadores se inspiraba, de ambos lados, en los intereses y en las
aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carecía de
reivindicaciones y de ideología propias. Liberales y conservadores
consideraban al indio desde su plano de clase superior y distinta.
Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se
empeñaban en reducirlo a un problema filantrópico o humanitario. En esta
época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses
y las aspiraciones de la masa –la
cual adquiere gradualmente conciencia y espíritu de clase–,
surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con
la suerte del indio. Para esta corriente, la solución del problema del
indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana.
El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de
liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a
representar el tema capital.
He aquí, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e
insinúan superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestran que el
programa que se elabora en la conciencia de esta generación es mil veces
más nacional que el que, en el pasado, se alimentó únicamente de
sentimientos y supersticiones aristocráticas o de conceptos y fórmulas
jacobinas. Un criterio que sostiene la supremacía del problema del
indio, es simultáneamente muy humano y muy nacional, muy idealista y muy
realista. Y su arraigo en el espíritu de nuestro tiempo está demostrado
por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el
juicio de sus críticos de fuera. Eugenio d'Ors, verbigracia. Este
profesor español cuyo pensamiento es tan estimado y aun superestimado
por quienes en el Perú identifican nacionalismo y conservantismo, ha
escrito con motivo del centenario de Bolivia: "En ciertos pueblos
americanos especialmente, creo ver muy claro cuál debe ser, es, la
justificación de la independencia, según la ley del Buen Servicio;
cuáles son, cuáles deben ser el trabajo, la tarea, la obra, la misión.
Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su país. Bolivia tiene, como
tiene el Perú, como tiene Méjico, un gran problema local -que significa
a la vez, un gran problema universal-. Tiene el problema del indio; el
de la situación del indio ante la cultura. ¿Qué hacer con esta raza? Se
sabe que ha habido, tradicionalmente, dos métodos opuestos. Que el
método sajón ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla, en,
lentamente, exterminarla. El método español, al contrario, intentó la
aproximación, la redención, la mezcla. No quiero decir ahora cuál de los
dos métodos debe preferirse. Lo que hay que establecer con franca
entereza es la obligación de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es
la imposibilidad moral de contentarse con una línea de conducta que
esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululación de
los indios al lado de la población blanca, sin preocuparse de su
situación, más que en el sentido de aprovecharla
–egoísta, avara, cruelmente–
para las miserables faenas obscuras de la fatiga y la domesticidad"
(2).
No me parece esta la ocasión de contradecir el concepto de Eugenio d'Ors
sobre la oposición, respecto del indio, entre el presunto humanitarismo
del método español y la implacable voluntad de exterminio del método
sajón (Probablemente para Eugenio d'Ors el método español está
representado por el generoso espíritu del padre de Las Casas y no por la
política de la conquista y del virreinato totalmente impregnada de
prejuicios adversos no sólo al indio sino hasta al mestizo). En la
opinión de Eugenio d'Ors no quiero señalar más que un testimonio
reciente de la igualdad con que interpretan el mensaje de la época los
agonistas iluminados y los espectadores inteligentes de nuestro drama
histórico.
Admitida la prioridad del debate del "problema del indio" y de la
"cuestión agraria" sobre cualquier debate relativo al mecanismo del
régimen más que a la estructura del Estado, resulta absolutamente
imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente,
de la descentralización administrativa, desde puntos de vista no
subordinados a la necesidad de solucionar de manera radical y orgánica
los dos primeros problemas. Una descentralización, que no se dirija
hacia esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida.
Y bien, la descentralización en sí misma, la descentralización como
reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún
progreso en el camino de la solución del "problema indio" y del
"problema de la tierra", que, en el fondo, se reducen a un único
problema. Por el contrario, la descentralización, actuada sin otro
propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una
autonomía más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra
una solución inspirada en el interés de las masas indígenas. Para
adquirir esta convicción, basta preguntarse qué casta, qué categoría,
qué clase se opone a la redención del indio. La respuesta no puede ser
sino una y categórica: el gamonalismo, el feudalismo, el caciquismo. Por
consiguiente, ¿cómo dudar de que una administración regional de
gamonales y de caciques, cuanto más autónoma tanto más sabotearía y
rechazaría toda efectiva reivindicación indígena?
No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no
conseguirían prevalecer jamás contra el gamonalismo en la administración
regional. La experiencia de más de un siglo es suficiente para saber a
qué atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano,
llegue a funcionar en el Perú un sistema democrático que asegure,
formalmente al menos, la satisfacción del principio jacobino de la
"soberanía popular". Las masas rurales, las comunidades indígenas, en
todo caso, se mantendrían extrañas al sufragio y a sus resultados. Y, en
consecuencia, aunque no fuera sino porque los ausentes no tienen nunca
razón -"les absents ont toujour tort"-, los organismos y los
poderes que se crearían "electivamente", pero sin su voto, no podrían ni
sabrían hacerles nunca justicia. ¿Quién tiene la ingenuidad de
imaginarse a las regiones -dentro de su realidad económica y política
presente- regidas por el "sufragio universal"?
Tanto el sistema de "concejos departamentales" del Presidente Manuel
Pardo como la república federal preconizada en los manifiestos de
Augusto Durand y otros asertores de la federación, no han representado
ni podían representar otra cosa que una aspiración del gamonalismo. Los
"concejos departamentales", en la práctica, transferían a los caciques
del departamento una suma de funciones que detenta el poder central. La
república federal, aproximadamente, habría tenido la misma función y la
misma eficacia.
Tienen plena razón las regiones, las provincias, cuando condenan el centralismo,
sus métodos y sus instituciones. Tienen plena razón cuando denuncian una
organización que concentra en la capital la administración de la
república. Pero no tienen razón absolutamente cuando, engañadas por un
miraje, creen que la descentralización bastaría para resolver sus
problemas esenciales. El gamonalismo dentro de la república central y
unitaria, es el aliado y el agente de la capital en las regiones y en
las provincias. De todos los defectos, de todos los vicios del régimen
central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la
descentralización no sirve sino para colocar, directamente, bajo el
dominio de los gamonales, la administración regional y el régimen local,
la sustitución de un sistema por otro no aporta ni promete el remedio de
ningún mal profundo.
Luis E. Valcárcel está en el empeño de demostrar "la supervivencia del
Inkario sin el Inka". He ahí un estudio más trascendente que el de los
superados temas de la vieja política. He ahí también un tema que
confirma la aserción de que las preocupaciones de nuestra época no son
superficial y exclusivamente políticas, sino, principalmente, económicas
y sociales. El empeño de Valcárcel toca en lo vivo de la cuestión del
indio y de la tierra. Busca la solución no en el gamonalismo sino en el
"ayllu".
III. LA REGIÓN EN LA REPÚBLICA
Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la
definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de
antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente,
omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de sus tesis.
Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están
demarcadas por nuestra organización política, esto es que las "regiones"
son los "departamentos". El departamento es un término político que no
designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El
departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a
una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un
regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin
objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo
se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una
fórmula concreta de descentralización. Un regionalismo que se contente
con la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como
escribe Herriot, en el capítulo que en su libro Crear dedica a la
reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a
la comuna un órgano nuevo: la región"
(3).
Pero este órgano no es nuevo sino como órgano político y administrativo.
Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es
más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la
nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía de ésta, necesita
precisamente existir como región. En Francia nadie puede contestar el
derecho de la Provenza, de la Alsacia, Lorena, de la Bretaña, etc., a
sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España, donde la unidad
nacional es menos sólida, ni de Italia, donde es menos vieja. En España
y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el
carácter, la gente y hasta la lengua.
El Perú según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa,
la sierra y la montaña (En el Perú lo único que se halla bien definido
es la naturaleza). Y esta división no es sólo física. Trasciende a toda
nuestra realidad social y económica. La montaña, sociológica y
económicamente, carece aún de significación. Puede decirse que la
montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado
Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos
regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población
(4). La sierra es indígena; la costa es española o mestiza (como se
prefiera calificarla, ya que las palabras "indígena" y "española"
adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que
escribí en un artículo sobre un libro de Valcárcel: "La dualidad de la
historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un
conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el
sentimiento indígena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en
la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La actual peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el
criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el
español no fue nunca sino un pioneer o un misionero. El criollo
lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al
conquistador y crea, poco a poco, un indígena"
(5).
La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la
lengua españolas, aparecen hurañamente refugiadas en la sierra. Y por
consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una
regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de
España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es
demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorberlo. La unidad
peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de
articulación y convivencia, dentro de los confines de un Estado único,
de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el
problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que
resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una
dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y
conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha
conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla.
El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde
es más profundo, donde no traduce sólo un simple descontento de una
parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente,
de ese contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando
responde a estos impulsos, más que un conflicto entre la capital y las
provincias, denuncia el conflicto entre el Perú costeño y español y el
Perú serrano e indígena.
Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no
se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el
contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor.
La sierra y la costa, geográfica y sociológicamente son dos regiones;
pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias
interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa.
El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la
comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de
penetración sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros
productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa
positivo de descentralización tiene que inspirarse, principalmente, en
las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin
histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el
contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las
regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una
convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere
decir separatismo.
Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el
carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus
reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones
bien definidas.
Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis
me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan
sincera y profundamente sentido como en el Sur y, más precisamente, en
los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos
departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras
regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación
mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la
civilización inkaica. En el sur, la "región" reposa sólidamente en la
piedra histórica. Los Andes son sus bastiones.
El sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es
una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y
mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el
mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las
ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa
del sur no hay sino puertos y caletas. El sur ha podido conservarse
serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreinato y de la
república.
Hacia el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y
demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de
espíritu y tonalidad españoles. El tráfico entre estas ciudades y Lima
es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la
identidad de tradición y de sentimiento.
En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría,
se encuentra así explicado el regionalismo peruano.
El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos;
pero acepta o emplea, a veces, una división más general; la que agrupa
los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y Sur. La Confederación
Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en
el fondo, más arbitraria y artificial que esa demarcación la de la
república centralista. Bajo la etiqueta de Norte, Sur y Centro se reúne
departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El
término "región" aparece aplicado demasiado convencionalmente.
Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de
otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo
federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista
en su régimen interior, colocando el comité central sobre tres comités
regionales, el del norte, el del centro y el del sur (Del federalismo de
este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y
la reforma constitucional de 1919, al instituir los congresos
regionales, sancionó la misma división.
Pero esta demarcación como la de los departamentos, corresponde
característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una
opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla
sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos
peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de
descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original.
IV. DESCENTRALIZACIÓN CENTRALISTA
Las formas de descentralización ensayadas en la historia de la república
han adolecido del vicio original de representar una concepción y un
diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han
adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la
descentralización. Pero, cuando han intentado aplicarla, no han sabido
ni han podido moverse fuera de la práctica centralista.
Esta gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones
regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un
método definitivo de descentralización o autonomía, a consecuencia de
traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento
feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar su poder
feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No
acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la
palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización
resultaba un producto típico de la capital.
La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha
elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el
campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus
privilegios. Teóricamente no ha tenido demasiada dificultad para hacer
algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa.
Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre
en los moldes del criterio y del interés centralistas.
Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica el
experimento de los concejos departamentales instituidos por la ley de
municipalidades de 1873 (El experimento federalista de Santa Cruz,
demasiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad,
por su carácter de concepción supranacional impuesta por un estadista
cuyo ideal era, fundamentalmente, la unión del Perú y Bolivia).
Los concejos departamentales de 1873 acusaban no sólo en su factura sino
en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva
institución había sido buscado en Francia, esto es en la nación del
centralismo a ultranza.
Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma
descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que
nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del
Consulado y del Imperio.
La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización
centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones
del sentimiento regional. Antes bien, los concejos departamentales
contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que
reforzaban la artificial división política de la república en
departamentos o sea en circunscripciones mantenidas en vista de las
necesidades del régimen centralista.
En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que "la
organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de
1871, no respondía a la cultura política de la época"
(6). Este es un
juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también.
Los concejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no
correspondían absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaban
destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las
obligaciones del poder central, la enseñanza primaria y secundaria, la
administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil.
Y el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir
todas sus obligaciones, aparte de no tener ninguna aptitud para
cumplirlas. El funcionamiento y el mecanismo del sistema eran además,
demasiado complicados. Los concejos constituían una especie de pequeños
parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e
integrados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques
vieron naturalmente en estos parlamentos una máquina muy embrollada. Su
interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su
manejo. ¿Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública?
Estas preocupaciones fastidiosas estaban buenas para el poder central.
Los concejos departamentales no descansaban, por tanto, ni en el pueblo,
extraño al juego político, sobre todo en las masas campesinas, ni en los
señores feudales y en sus clientelas. La institución resultaba
completamente artificial.
La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los
concejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había
ya comprobado en sus cortos años de vida, que no podían absolver su
misión. Cuando pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizar
la administración no se volvió los ojos a la ley del 73.
La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin
embargo, a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el
centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una
descentralización de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la
presidencia de los prefectos. En general, estaban subordinadas
totalmente a la autoridad del poder central.
Lo que realmente se proponía esta apariencia de descentralización no era
el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de
los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender
aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir
la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos
disponibles para la instrucción y la vialidad. Toda la administración
continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les
reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar
la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin
fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese
sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto
de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tenían más objeto
que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de
obras públicas.
La prueba de que esta fue la verdadera significación de las juntas
departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y
abolición. A medida que la hacienda pública convaleció de las
consecuencias de la guerra del 79, el poder central comenzó a reasumir
las funciones encargadas a las juntas departamentales. El gobierno tomó
íntegramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder
central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la
república. Las entradas departamentales empezaron a representar muy poca
cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este
desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales,
reemplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les
habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les
quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos
de los municipios y una que otra función burocrática en la
administración departamental, se produjo su supresión.
La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar una
satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más
trascendente de sus medidas descentralizadoras -la autonomía municipal-
no ha sido hasta ahora aplicada. Se ha incorporado en la Constitución
del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo
y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. Por el
contrario, se ha retrogradado. El gobierno nombra las municipalidades.
En cambio se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los
congresos regionales. Estos parlamentos del norte, el centro y el sur,
son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el
mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma
matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria
y adjetiva. Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que
no sirven de nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos, en
última instancia, como una parodia absurda de descentralización.
No hacía falta, en realidad, esta prueba para saber a qué atenerse
respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el
regionalismo no es legislativa sino administrativa. No se concibe la
existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente
órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.
Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el
congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas
locales.
El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.
V. EL NUEVO REGIONALISMO
He examinado la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca
formular mis puntos de vista sobre la descentralización y concretar los
términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este
problema.
La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el
compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el
régimen centralista. El gamonalismo pudo manifestarse más o menos
federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esta
solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento,
en el más eficaz agente del régimen centralista, ha renunciado a toda
reivindicación desagradable a sus aliados de la capital.
Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y
federalistas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en
el curso de mi estudio, no asumió nunca un carácter dramático. El
antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Sólo
los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a
una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar
apenas mejore su fortuna política.
No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos
en una época en que la economía domina y absorbe a la política de un
modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y
revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino,
capitalmente, las bases económicas del Estado.
En la sierra subsisten con mucho más arraigo y mucha más fuerza que en
el resto de la república, los residuos de la feudalidad española. La
necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la
liquidación de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la
Colonia. La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la
meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú
repose sobre sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de
crear un orden más peruano, más autóctono. Y los enemigos históricos y
lógicos de este programa son los herederos de la Conquista, los
descendientes de la Colonia. Vale decir los gamonales. A este respecto
no hay equívoco posible.
Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical de
un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses
feudales y que, por tanto, se propone como fin esencial un
acrecentamiento del poder del gamonalismo.
El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es su
dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las
cuestiones de arquitectura del régimen pasan a segundo término. Lo que
les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Perú se
pronuncie contra el gamonal, por el indio.
Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan cada
día con más fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza
a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y dirección
totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo
regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el
régimen centralista. Es una expresión de la conciencia serrana y del
sentimiento andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo,
indigenistas. No se les puede confundir con los anticentralistas de
viejo tipo. Valcárcel percibe intactas, bajo el endeble estrato
colonial, las raíces de la sociedad inkaica. Su obra, más que regional,
es cuzqueña, es andina, es quechua. Se alimenta de sentimiento indígena
y de tradición autóctona.
El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio
y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el
pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en
nuestra época, de contraste entre la capital y las regiones sino de
conflicto entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina,
otro que desciende, ambos difundidos y representados así en la sierra
como en la costa, así en la provincia como en la urbe.
Quienes, entre los jóvenes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje
vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva
generación le toca construir, sobre un sólido cimiento de justicia
social, la unidad peruana.
Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible
discrepancia sustancial emanada de egoísmos regionalistas o
centralistas, queda descartada y excluida. La condenación del
centralismo se une a la condenación del gamonalismo. Y estas dos
condenaciones se apoyan en una misma esperanza y un mismo ideal.
La autonomía municipal, el self government, la descentralización
administrativa, no pueden ser regateados ni discutidos en sí mismos.
Pero, desde los puntos de vista de una integral y radical renovación,
tienen que ser considerados y apreciados en sus relaciones con el
problema social.
Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que
parezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser
estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier triunfo
formal de la descentralización y la autonomía, están las
reivindicaciones sustanciales de la causa del indio, inscritas en primer
término en el programa revolucionario de la vanguardia.
VI. EL PROBLEMA DEL CAPITAL
El anticentralismo de los regionalistas se ha traducido muchas veces en
antilimeñismo. Pero no ha salido, a este respecto como a otros, de la
protesta declamatoria. No ha intentado seria y razonadamente el proceso
a la capital, a pesar de que le habrían sobrado motivos para instaurarlo
y documentarlo.
Esta era, sin duda, una tarea superior a los fines y a los móviles del
regionalismo gamonalista. El nuevo regionalismo puede y debe asumirla.
Mientras entra en esta fase positiva de su misión, me parece útil
completar mi tentativa de esclarecimiento del viejo tópico "regionalismo
y centralismo", planteando el problema de la capital. ¿Hasta qué punto
el privilegio de Lima aparece ratificado por la historia y la geografía
nacionales? He aquí una cuestión que conviene dilucidar. La hegemonía
limeña reposa a mi juicio en un terreno menos sólido del que, por mera
inercia mental, se supone. Corresponde a una época, a un período del
desarrollo histórico nacional. Se apoya en razones susceptibles de
envejecimiento y caducidad.
* * *
El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos
años, mueve a nuestra impresionista gente limeña a previsiones de
delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios
nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u
ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño
–bajo su epidérmico y risueño
escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece–,
de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río de Janeiro.
Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento
del área urbana. Se mira sólo la multiplicación de los nuevos sectores
urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima
quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena. Las
"urbanizaciones", en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una
urbe de al menos un millón de habitantes.
Pero en sí mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta
de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento
demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el
número de habitantes de Lima
(7). Se ignora la proporción del aumento de
los últimos años. Mas los datos disponibles indican que ni el aumento
por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por
tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie de
Lima supera exorbitantemente al crecimiento de la población. Los dos
procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización
avanza por su propia cuenta.
El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se
alimenta, en gran parte, de la confianza de que ésta continuará
usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le
asegura sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc.
Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios
políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios
económicos.
En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento
orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria
para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.
Examinemos rápidamente las leyes de la biología de las urbes y veamos
hasta qué punto se presentan favorables a Lima.
Los factores esenciales de la urbe son tres: el factor natural o
geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres
factores el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es
el tercero .
Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades
francesas, lo siguiente: "En tanto que las ciudades secundarias
gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades
supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su
fortuna depende de una red de actividades más vastas. Su destino
desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras;
sigue los movimientos generales de la circulación"
(8).
Y bien, en el Perú estas conexiones y corrientes de valor nacional e
internacional no se concentran en la capital. Lima no es,
geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la
desembocadura de sus corrientes comerciales.
En un artículo sobre "la capital del esprit", publicado en una revista
italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este
tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de
Buenos Aires son, fundamentalmente, razones económicas y geográficas.
Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería
argentinas. Todas las grandes vías de comercio argentino desembocan ahí
(9). Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los
productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana
tienen que salir los productos del norte y del sur.
Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se
mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística
aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus
recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao.
Determinará el crecimiento de varios otros puertos del litoral. El caso
de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el
volumen de sus exportaciones e importaciones, en el segundo puerto de la
República (10). Los beneficios directos de la industria petrolera
escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin
emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto.
Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo
destino y las mismas consecuencias.
Al echar una ojeada al mapa de cualquiera de las naciones cuya capital
es una gran urbe de importancia internacional, se observará, en primer
término, que la capital es siempre el nudo céntrico de la red de
ferrocarriles y caminos del país. El punto de encuentro y de conexión de
todas sus grandes vías.
Una gran capital se caracteriza, en nuestro tiempo, bajo este aspecto,
como una gran central ferroviaria. En el mapa ferroviario está marcada,
más netamente que en ninguna otra carta, su función de eje y de centro.
Es evidente que el privilegio político determina, en parte, esta
organización de la red ferroviaria de un país. Pero el factor primario
de la concentración no deja de ser, por esto, el favor económico. Todos
los núcleos de producción tienden espontánea y lógicamente a comunicarse
con la capital, máxima estación, supremo mercado. Y el factor económico
coincide con el factor geográfico. La capital no es un producto del
azar. Se ha formado en virtud de una serie de circunstancias que han
favorecido su hegemonía. Mas ninguna de estas circunstancias se habría
dado si geográficamente el lugar no hubiese aparecido más o menos
designado para este destino.
El hecho político no basta. Se dice que, sin el Papado, Roma habría
muerto en la Edad Media. Puede ser que se diga una cosa muy exacta. No
vale la pena discutir la hipótesis. Pero, de todos modos, no es menos
exacto que Roma debió a su historia y a su función de capital del mayor
imperio del mundo, el honor y el favor de hospedar al Papado. Y la
historia de la Terza Roma, precisamente, nos enseña la insuficiencia del
privilegio político. No obstante la fuerza de gravitación del Vaticano y
el Quirinal, de la sede de la Iglesia y la sede del Estado, Roma no ha
podido prosperar con la misma velocidad que Milán (El optimismo del
Risorgimento sobre el porvenir de Roma tuvo, por el contrario, el
fracaso de que nos habla la novela de Emilio Zola. Las empresas
urbanizadoras y constructoras que se entregaron, con gran impulso, a la
edificación de un barrio monumental, se arruinaron en este empeño. Su
esfuerzo era prematuro). El desarrollo económico de la Italia
septentrional ha asegurado la preponderancia de Milán, que debe su
crecimiento, en forma demasiado ostensible, a su rol en el sistema de
circulación de esta Italia industrial y comerciante.
La formación de toda gran capital moderna ha tenido un proceso complejo
y natural con hondas raíces en la tradición. La génesis de Lima, en
cambio, ha sido un poco arbitraria. Fundada por un conquistador, por un
extranjero, Lima aparece en su origen como la tienda de un capitán
venido de lejanas tierras. Lima no gana su título de capital, en lucha y
en concurrencia con otras ciudades. Criatura de un siglo aristocrático,
Lima nace con un título de nobleza. Se llama, desde su bautismo, Ciudad
de los Reyes. Es la hija de la Conquista. No la crea el aborigen, el
regnícola; la crea el colonizador, o mejor el conquistador. Luego, el
Virreinato la consagra como la sede del poder español en Sudamérica. Y,
finalmente, la revolución de la independencia
–movimiento de la población criolla
y española, no de la población indígena–
la proclama capital de la República. Viene un hecho que amenaza,
temporalmente, su hegemonía: la Confederación Perú-Boliviana. Pero este
Estado –que, restableciendo el
dominio del Ande y de la Sierra, tiene algo de instintivo, de
subconsciente ensayo de restauración del Tawantinsuyo–,
busca su eje demasiado al Sur. Y, entre otras razones, acaso por ésta,
se desploma. Lima, armada de su poder político, refrenda, después, sus
fueros de capital.
No es sólo la riqueza mineral de Junín la que, en esta etapa, inspira la
obra del Ferrocarril Central. Es, más bien o sobre todo, el interés de
Lima. El Perú, hijo de la Conquista, necesita partir del solar del
conquistador, de la sede del Virreinato y la República, para cumplir la
empresa de escalar los Andes. Y, más tarde, cuando salvados los Andes
por el ferrocarril se quiere llegar a la montaña, se sueña igualmente
con una vía que una Iquitos con Lima. El presidente del 95,
–que en su declaración de principios
había incluido pocos años antes una profesión de fe federalista–,
pensó sin duda en Lima, más que en el Oriente, al conceder su favor a la
ruta del Pichis. Esto es, se portó, en ésta como en otras cosas, con
típico sentimiento centralista.
Lima debe hasta hoy al Ferrocarril Central una de las mayores fuentes de
su poder económico. Los minerales del departamento de Junín, que, debido
a este ferrocarril, se exportan por el Callao, constituían hasta hace
poco nuestra principal exportación minera. Ahora el petróleo del norte
la supera. Pero esto no indica absolutamente un decrecimiento de la
minería del centro. Y, por la vía central, bajan además los productos de
Huánuco, de Ayacucho, de Huancavelica y de la montaña de Chanchamayo. El
movimiento económico de la capital se alimenta, en gran parte, de esta
vía de penetración. El ferrocarril al Pachitea y el ferrocarril a
Ayacucho y el Cuzco y, en general, todo el diseño de programa
ferroviario del Estado, tienden a convertirla en un gran tronco de
nuestro sistema de circulación.
Pero el porvenir de esta vía se presenta asaz amenazado. El Ferrocarril
Central, como es sabido, escala los Andes en uno de sus puntos más
abruptos. El costo de su funcionamiento resulta muy alto. Los fletes son
caros. Por tanto, el ferrocarril que hay el proyecto de construir de
Huacho a Oyón está destinado a convertirse, hasta cierto punto, en un
rival de esta línea. Por esa nueva vía, que transformaría a Huacho en un
puerto de primer orden, saldría al mar una parte considerable de la
producción del centro.
En todo caso, una vía de penetración, ni aun siendo la principal, basta
para asegurar a Lima una función absolutamente dominante en el sistema
de circulación del país.
Aunque el centralismo subsista por mucho tiempo, no se podrá hacer de
Lima el centro de la red de caminos y ferrocarriles. El territorio, la
naturaleza, oponen su veto. La explotación de los recursos de la sierra
y la montaña reclama vías de penetración, o sea vías que darán, a lo
largo de la costa, diversas desembocaduras a nuestros productos. En la
costa, el transporte marítimo no dejará sentir de inmediato ninguna
necesidad de grandes vías longitudinales. Las vías longitudinales serán
interandinas. Y una ciudad costeña como Lima, no podrá ser la estación
central de esta complicada red que, necesariamente, buscará las salidas
más baratas y fáciles.
* * *
La industria es uno de los factores primarios de la
formación de las urbes modernas. Londres, Nueva York, Berlín, París,
deben su hipertrofia, en primer lugar, a su industria. El
industrialismo, constituye un fenómeno específico de la civilización
occidental. Una gran urbe es fundamentalmente un mercado y una usina. La
industria ha creado, primero, la fuerza de la burguesía y, luego, la
fuerza del proletariado. Y, como muchos economistas observan, la
industria en nuestros tiempos no sigue al consumo; lo precede y lo
desborda. No le basta satisfacer la necesidad; le precisa, a veces,
crearla, descubrirla. El industrialismo aparece todopoderoso. Y, aunque
un poco fatigada de mecánica y de artificio, la humanidad se declara a
ratos más o menos dispuesta a la vuelta a la naturaleza, nada augura
todavía la decadencia de la máquina y de la manufactura. Rusia, la
metrópoli de la naciente civilización socialista, trabaja febrilmente
por desarrollar su industria. El sueño de Lenin era la electrificación
del país. En suma, así donde declina una civilización como donde alborea
otra, la industria mantiene intacta su pujanza. Ni la burguesía ni el
proletariado pueden concebir una civilización que no repose en la
industria. Hay voces que predicen la decadencia de la urbe. No hay
ninguna que pronostique la decadencia de la industria.
Sobre el poder del industrialismo nadie discrepa. Si Lima reuniese las
condiciones necesarias para devenir un gran centro industrial, no sería
posible la menor duda respecto a su aptitud para transformarse en una
gran urbe. Pero ocurre precisamente que las posibilidades de la
industria en Lima son limitadas. No sólo porque, en general, son
limitadas en el Perú –país que por
mucho tiempo todavía tiene que contentarse con el rol de productor de
materias primas– sino, de otro lado,
porque la formación de los grandes núcleos industriales tiene también
sus leyes. Y estas leyes son, en la mitad de los casos, las mismas de la
formación de las grandes urbes. La industria crece en las capitales,
entre otras cosas, porque éstas son el centro del sistema de circulación
de un país. La capital es la usina porque es, además, el mercado. Una
red centralista de caminos y de ferrocarriles es tan indispensable a la
concentración industrial como a la concentración comercial. Y ya hemos
visto en los anteriores artículos hasta qué punto la geografía física
del Perú resulta anticentralista.
La otra causa de gravitación industrial de una ciudad es la proximidad
del lugar de producción de ciertas materias primas. Esta ley rige, sobre
todo, para la industria pesada, la siderurgia. Las grandes usinas
metalúrgicas surgen cerca de las minas destinadas a abastecerlas. La
ubicación de los yacimientos de carbón y de hierro determina este
aspecto de la geografía económica de Occidente.
Y, en estos tiempos de electrificación del mundo, una tercera causa de
gravitación industrial de una localidad es la vecindad de grandes
fuentes de energía hidráulica. La "hulla blanca" puede obrar los mismos
milagros que la hulla negra como creadora de industrialismo y urbanismo.
No es necesario casi ningún esfuerzo de indagación para darse cuenta de
que ninguno de estos factores favorece a Lima. El territorio que la
rodea es pobre como suelo industrial.
Conviene advertir que las posibilidades industriales fundadas en
factores naturales -materias primas, riqueza hidráulica- no tendrían,
por otro lado, valor considerable sino en un futuro lejano. A causa de
las deficiencias de su posición geográfica, de su capital humano y de su
educación técnica, al Perú le está vedado soñar en convertirse, a breve
plazo, en un país manufacturero. Su función en la economía mundial tiene
que ser, por largos años, la de un exportador de materias primas,
géneros alimenticios, etc. En sentido contrario al surgimiento de una
importante industria fabril actúa, además, presentemente, su condición
de país de economía colonial, enfeudada a los intereses comerciales y
financieros de las grandes naciones industriales de Occidente.
Hoy mismo no se nota que el incipiente movimiento manufacturero del Perú
tienda a concentrarse en Lima. La industria textil, por ejemplo, crece
desparramada. Lima posee la mayoría de las fábricas; pero un alto
porcentaje corresponde a las provincias. Es probable, además, que la
manufactura de tejidos de lana, como desde ahora se constata, encuentre
mayores posibilidades de desarrollo en las regiones ganaderas, donde al
mismo tiempo, podrá disponer de mano de obra indígena barata, debido al
menor costo de la vida.
La finanza, la banca, constituye otro de los factores de una gran urbe
moderna. La reciente experiencia de Viena ha enseñado últimamente todo
el valor de este elemento en la vida de una capital. Viena, después de
la guerra, cayó en una gran miseria, a consecuencia de la disolución del
Imperio Austro-Húngaro. Dejó de ser el centro de un gran Estado para
reducirse a ser la capital de un Estado minúsculo. La industria y el
comercio vieneses, anemizados, desangrados, entraron en un período de
aguda postración. Como sede de placer y de lujo, Viena sufrió igualmente
una violenta depresión. Los turistas constataban su agonía. Y bien, lo
que en medio de esta crisis, defendió a Viena de una decadencia más
definitiva, fue su situación de mercado financiero. La balcanización de
la Europa central, que la damnificó tanto comercial como
industrialmente, la benefició, en cambio, financieramente. Viena, por su
posición en la geografía de Europa, aparecía naturalmente designada para
un rol sustantivo como centro de la finanza internacional. Los banqueros
internacionales fueron los profiteurs de la quiebra de la
economía austríaca. Cabarets y cafés de Viena, ensombrecidos y
arruinados, se trasformaron en oficinas de banca y de cambio.
Este mismo caso nos dice que un gran mercado financiero tiene que ser,
ante todo, un lugar en que se crucen muchas vías de tráfico
internacional.
* * *
La capital política y la capital económica no
coinciden siempre. He aludido ya al contraste entre Milán y Roma en la
historia de la Italia democrática-liberal. Los Estados Unidos han
evitado este problema con una solución, que es acaso la más prudente,
pero que pertenece típicamente a la estructura confederal de esa
república. Wáshington, la capital política y administrativa, es extraña
a toda oposición y concurrencia entre Nueva York, Chicago, San
Francisco, etc.
La suerte de la capital está subordinada a los grandes cambios
políticos, como enseña la historia de Europa y de la misma América. Un
orden político no ha podido afirmarse nunca en una sede hostil a su
espíritu. La política europeizante de Pedro el Grande, desplazó de Moscú
a Petrogrado la corte rusa. La revolución bolchevique, presintiendo tal
vez su función en Oriente, se sintió más segura, a pesar de su ideario
occidental, en Moscú y el Kremlin.
En el Perú, el Cuzco, capital del Imperio inkaico perdió sus fueros con
la conquista española
(11). Lima fue la capital de la Colonia. Fue
también la Capital de la Independencia, aunque los primeros gritos de
libertad partieron de Tacna, del Cuzco, de Trujillo. Es la capital hoy,
pero ¿será también la capital mañana? He aquí una pregunta que no es
impertinente cuando se asciende a un plano de atrevidas y escrutadoras
previsiones. La respuesta depende, probablemente, de que la primacía en
la transformación social y política del Perú toque a las masas rurales
indígenas o al proletariado industrial costeño. El futuro de Lima, en
todo caso, es inseparable de la misión de Lima, vale decir de la
voluntad de Lima.
REFERENCIAS
1. Declaración de Principios del Partido Demócrata,
Lima 1897, p. 14.
2. Carta de Eugenio d'Ors con motivo del Centenario de la Independencia
de Bolivia. En Repertorio Americano.
3. Herriot, Créer, tomo II, p. 191.
4. El valor de la montaña en la economía peruana -me observa Miguelina
Acosta- no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos
años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de
excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna
importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido y
muy grande, hasta la guerra. La situación actual de Loreto es la de una
región que ha sufrido un cataclismo.
Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de
Loreto es necesario no mirar sólo a su presente. La producción de la
montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra
economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el
prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como
una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en
El Perú Contemporáneo, escribía hace aproximadamente veinte años
que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta
ilusión.
Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias
pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos
oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un
optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo
epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente
equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de
nuestro territorio.
La crisis de Loreto no representa una crisis, más o menos temporal, de
sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de
la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna
ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por
otra parte, de la proximidad de la zona -no trabajada sino devastada- a
las vías de transporte.
El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada
que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Escribo que
económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta
significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además
tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la
sierra y la costa. El juicio es relativo.
Al mismo concepto de comparación puedo acogerme en cuanto a la
significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo
dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere
decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo
demás, cuya realidad no niego, es secundario.
Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con
la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de
éstas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy
poco. El peruano de la costa, como el de la sierra, ignora al de la
montaña. En la montaña, o más propiamente hablando, en el antiguo
departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones
propias, casi sin parentesco con las costumbres y tradiciones de los
pueblos de la costa y la sierra. Loreto tiene indiscutible
individualidad en nuestra sociología y nuestra historia. Sus capas
biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido
diversamente.
A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora
Acosta Cárdenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de
la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto.
El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a
Loreto como una región (Es necesario precisar: a Loreto, no a la
"montaña"). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una
vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por
ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que
a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.
5. En Mundial, setiembre de 1925, a propósito de De la Vida
Inkaica.
6. Carlos Concha, El Régimen Local, p. 135.
7. Extracto Estadístico del Perú de 1926, p. 135.
8. Lucien Romier, Explication de Notre Temps, p. 50.
9. En Le Vie d'ltalia dell'America Latina, 1925.
10. Conforme al Extracto Estadístico del Perú, las importaciones
por el puerto de Talara ascendieron en 1926 a Lp. 2'453,719 y las
exportaciones a Lp. 6'171,983, ocupando el segundo lugar después de las
del Callao.
11. En su libro Por la Emancipación de América Latina (pp. 90 y
91) Haya de la Torre opone y compara el destino colonial de México al
del Perú. "En México -escribe- se han fundido las razas y la nueva
capital fue erigida en el mismo lugar que la antigua. La ciudad de
México y todas sus grandes ciudades están emplazadas en el corazón del
país, en las montañas, sobre las mesetas altísimas que coronan los
volcanes. La costa tropical sirve para comunicarse con el mar. El
conquistador de México se fundió con el indio, se unió a él en el propio
corazón de sus sierras y forjó una raza que, aunque no sea absolutamente
una raza en el estricto sentido del vocablo, lo es por la homogeneidad
de sus costumbres, por la tendencia a la definitiva fusión de sangres,
por la continuidad sin soluciones violentas del ambiente nacional. En el
Perú no ocurrió eso. El Perú serrano e indígena, el verdadero Perú.
quedó tras de los Andes occidentales. Las viejas ciudades nacionales:
Cuzco, Cajamarca, etc., fueron relegadas. Se fundaron ciudades nuevas y
españolas en la costa tropical donde no llueve nunca, donde no hay
cambios de temperatura, donde pudo desarrollarse ese ambiente andaluz,
sensual, de nuestra capital alegre y sumisa". Es signiíicativo que estas
observaciones -a cuya altura nunca llegaron generalmente las quejas y
alardes del antilimeñismo- provengan de un hijo de Trujillo, esto es de
una de "esas ciudades nuevas y españolas" cuyo predominio le parece
responsable de muchas cosas que execra. Este y otros signos de la
revisión actual, merecen ser indicados a la meditación de los que
atribuyen a la sierra la exclusiva del espíritu revolucionario y
palingenésico.
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