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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA

 



VII

LA ASAMBLEA NACIONAL DE FRANCFORT


El lector quizás recuerde que en los seis artículos precedentes hemos analizado el movimiento revolucionario de Alemania hasta las dos grandes victorias del pueblo del 13 de marzo en Viena y del 18 del mismo en Berlín. Hemos visto que tanto en Austria como en Prusia se formaron gobiernos constitucionales y se proclamaron los principios liberales, o de la clase media, como reglas rectoras de la futura política; y la única diferencia notable entre los dos grandes centros de acción fue que, en Prusia, la burguesía liberal, personificada en dos ricos comerciantes, los señores Camphausen y Hansemann, empuñó directamente las riendas del poder; en tanto que en Austria, donde la burguesía estaba mucho menos preparada en el aspecto político, subió al poder la burocracia liberal, declarando abiertamente que gobernaba por mandato de la burguesía. Hemos visto, además, que los partidos y clases sociales que, hasta entonces, estaban unidos en su oposición al viejo gobierno, se dividieron después de la victoria o incluso durante la lucha; y que esa misma burguesía liberal, la única que sacó provecho de la victoria, se volvió en el acto contra sus aliados de ayer, adoptó una actitud hostil contra toda clase o partido de carácter más avanzado y concertó una alianza con los elementos feudales y burocráticos vencidos. Era en realidad evidente, incluso desde el comienzo del drama revolucionario, que la burguesía liberal no podía sostenerse contra los partidos feudal y burocrático vencidos, mas no destruidos, sino recabando la ayuda de los partidos populares y más avanzados; y que ello requería asimismo, contra el torrente de estas masas más avanzadas, el apoyo de la nobleza feudal y de la burocracia. Así, estaba claro de sobra que la burguesía de Austria y Prusia no poseía fuerza suficiente para mantener su poder y adaptar las instituciones del país a sus propias demandas e ideales. El gobierno liberal burgués no era más que un lugar de tránsito del que el país, según el giro que tomaran las cosas, debía o bien pasar a un grado más alto, llegando a constituir una república unitaria, o bien volver de nuevo al viejo régimen clerical-feudal y burocrático. En todo caso, la lucha real y decisiva aún estaba por delante; los sucesos de marzo no eran sino el comienzo de la lucha.

Como Austria y Prusia eran los dos Estados dirigentes de Alemania, cada victoria decisiva de la revolución en Viena o Berlín habría sido también decisiva para toda Alemania. En efecto, tal y como se desarrollaron los acontecimientos de marzo de 1848 en estas dos ciudades, determinaron el sesgo de los asuntos alemanes.  Por eso huelga recurrir a los movimientos que hubo en los Estados más pequeños; y podríamos realmente constreñirnos a examinar exclusivamente los asuntos de Austria y Prusia si la existencia de estos Estados pequeños no hubiese traído a la vida una institución que, por el mero hecho de existir, era la prueba más contundente de la situación anormal de Alemania y de que la última revolución no se había llevado hasta el fin; esta institución era tan anormal y absurda por su misma posición y estaba, además, tan pagada de su propia importancia que, probablemente, la historia jamás volverá a dar nada parecido. Esta institución era la denominada Asamblea Nacional Alemana de Francfort del Meno.

Después de la victoria del pueblo en Viena y Berlin era natural que se plantease la convocación de una Asamblea Representativa de toda Alemania. Esta institución fue elegido y se reunió en Francfort al lado de la vieja Dieta Federativa. El pueblo esperaba de la Asamblea Nacional Alemana que resolviese todas las cuestiones en litigio y actuase como autoridad legislativa suprema para toda la confederación alemana. Pero, al mismo tiempo, la Dieta que la hubo convocado no fijó en modo alguno sus atribuciones. Nadie sabía si sus decretos habrían de tener fuerza de ley o ser sometidos a la sanción de la Dieta Federativa o de cada gobierno por separado. Ante situación tan compleja, la Asamblea, si hubiese tenido el mínimo de energía, habría disuelto inmediatamente la Dieta, que era el organismo corporativo más impopular de Alemania, y la habría sustituido con un Gobierno federal elegido entre sus propios miembros. Debiera haberse declarado a sí misma única expresión legal de la voluntad soberana del pueblo alemán y, por lo mismo, dar fuerza de ley a todos sus decretos. Ante todo, debiera haberse asegurado a sí misma, organizando y armando en el país una fuerza suficiente para vencer toda oposición de los gobiernos. Eso era fácil, muy fácil de hacer en aquel período temprano de la revolución. Mas eso habría sido esperar demasiado de una Asamblea compuesta en su mayoría por abogados liberales y catedráticos doctrinarios, y la Asamblea, que mientras pretendía personificar la propia esencia de la mentalidad y la ciencia alemanas, no era en realidad sino la tribuna donde las viejas personalidades políticas, pasadas de moda, exhibían ante los ojos de toda Alemania su ridiculez involuntaria y su incapacidad para pensar y actuar. Esta asamblea de viejas momias tuvo desde el primer día de su existencia más miedo al menor movimiento popular que a todas las confabulaciones reaccionarias de todos los gobiernos alemanes juntos. Se reunía bajo la vigilancia de la Dieta Federativa, y, por si esto fuera poco, casi imploraba a ésta que aprobase sus decretos, ya que las primeras resoluciones de la Asamblea habían de ser promulgadas por este odioso cuerpo. En vez de afianzar su propia soberanía, eludió con empeño la discusión de problema tan peligroso. En vez de rodearse de la fuerza armada del pueblo, pasó a tratar las cuestiones ordinarias, haciendo la vista gorda ante los actos de violencia de los gobiernos; en Maguncia se declaró delante de sus narices el estado de sitio, el pueblo fue desarmado, y la Asamblea Nacional no movió un dedo. Más tarde eligió al archiduque Juan de Austria Regente de Alemania y declaró que todas sus resoluciones tenían fuerza de ley; pero el archiduque Juan no fue elevado a su nuevo cargo hasta que se hubo obtenido el asenso de todos los gobiernos y el nombramiento no lo recibió de la Asamblea, sino de la Dieta; por cuanto a la fuerza legal de los decretos de la Asamblea, jamás la reconocieron los gobiernos de los Estados grandes, y la propia Asamblea no insistió en ello; por eso quedó pendiente esta cuestión. Así, presenciamos el extraño espectáculo de una Asamblea que pretendía ser la única representante legal de una nación grande y soberana sin poseer nunca ni la voluntad ni la fuerza para hacer que se reconocieran sus exigencias. Los debates de esta institución no dieron ningún resultado práctico ni tuvieron siquiera valor teórico alguno, ya que no hacían sino repetir los tópicos más manidos de escuelas filosóficas y jurídicas anticuadas; cada sentencia expresada, mejor dicho, balbuceada en esta Asamblea había sido impresa ya mil veces, y mil veces mejor, mucho antes.

Así, la pretendida nueva autoridad central de Alemania dejó todas las cosas tal y como las había encontrado. Lejos de llevar a cabo la unidad tan esperada de Alemania, no depuso ni al más insignificante de los príncipes que gobernaban en ella; no estrechó más los lazos de unión entre las provincias separadas; jamás dio un solo paso para romper las barreras aduaneras que separaban a Hannover de Prusia y a Prusia de Austria; no hizo siquiera la menor tentativa de abolir los aborrecibles impuestos que obstruían en Prusia por doquier la navegación fluvial. Y cuanto menos hacía la Asamblea, tanto más baladroneaba. Creó, pero en el papel, la Flota alemana; se anexó Polonia y Schleswig; permitió a la Austria alemana que hiciese la guerra a Italia, pero prohibió a los italianos que persiguieran a las tropas austríacas en territorio alemán, refugio seguro para éstas; dio tres hurras y un hurra más por la República Francesa y daba recepción a las embajadas húngaras, que regresaban a su país con ideas mucho más confusas, por cierto, de Alemania que antes de venir.

Esta Asamblea había sido al comienzo de la revolución el espantajo de todos los gobiernos alemanes, que esperaban de ella acciones muy dictatoriales y revolucionarias en virtud de lo indeterminado en que se creyó necesario dejar su competencia. Para debilitar la influencia de esta temible institución, estos gobiernos  tendieron una extensísima red de intrigas. Pero tuvieron más suerte que sagacidad, ya que la Asamblea ejecutaba la labor de los gobiernos mejor que pudieran haberlo hecho ellos mismos. El rasgo principal de las intrigas de los gobiernos era la convocación de asambleas legislativas locales y, en consecuencia, convocaban estas asambleas no sólo los Estados pequeños, sino que también Prusia y Austria convocaron sus Asambleas Constituyentes. En estas asambleas, lo mismo que en la Cámara de Representantes de Francfort, la mayoría pertenecía a la burguesía liberal o sus aliados, los abogados y funcionarios liberales; y en todas ellas el sesgo que tomaron los acontecimientos fue aproximadamente el mismo. La única diferencia consistía en que la Asamblea Nacional Alemana era el parlamento de un país imaginario, ya que declinó la misión de formar lo que había sido la primera condición de su existencia: una Alemania unida; que discutía medidas imaginarias, que jamás se llevarían a cabo, de un gobierno imaginario que ella misma había formado y que adoptaba resoluciones imaginarias que a todos tenían sin cuidado; mientras que en Austria y Prusia las Asambleas Constituyentes eran, al menos, parlamentos reales que quitaban y ponían gobiernos reales e imponían, aunque fuese temporalmente, sus resoluciones a los príncipes con los que tenían que enfrentarse. Eran también cobardes y les faltaba amplia comprensión de las medidas revolucionarias; traicionaron también al pueblo y devolvieron el poder al despotismo feudal, burocrático y militar. Pero se veían al menos obligadas a discutir las cuestiones prácticas de interés inmediato y vivir en esta tierra entre la demás gente, mientras que los charlatanes de Francfort jamás habían sido más dichosos que cuando pudieron remontarse «al reino etéreo de los sueños», im Luftreich des Traums [*]. Así, los debates de las Asambleas Constituyentes de Berlín y Viena formaron una parte importante de la historia revolucionaria de Alemania, en tanto que las lucubraciones de la bufonada colectiva de Francfort podían interesar únicamente a algún anticuario o coleccionista de curiosidades literarias.

El pueblo de Alemania, al sentir profundamente la necesidad de poner fin al odioso fraccionamiento territorial, que diseminaba y reducía a la nada la fuerza colectiva de la nación, esperó algún tiempo que la Asamblea Nacional de Francfort pusiera al menos comienzo a una nueva era. Pero la infantil conducta de esta congregación de omnisapientes varones enfrió rápidamente el entusiasmo nacional. Su vergonzoso modo de obrar en ocasión del armisticio de Malmoe (septiembre de 1848) [31] promovió un estallido de indignación del pueblo contra esta Asamblea, de la que  se esperaba diese a la nación campo libre para actuar y, en lugar de eso, dominada por una cobardía sin igual, sólo restableció la anterior solidez de los cimientos sobre los que se ha elevado el presente sistema contrarrevolucionario.

Londres, enero de 1852



[*] Heine. "Alemania. Un cuento de invierno", cap. VII. (N. de la Edit.)

[31]  El 26 de agosto de 1848 se concertó en Malmoe el armisticio entre Dinamarca y Prusia que, bajo la presión de las masas populares, se vio obligada a tomar parte en la guerra al lado de los insurrectos de Schleswig y Holstein, que luchaban por la unión con Alemania contra la dominación danesa. Al llevar una guerra aparente contra Dinamarca, Prusia concluyó con ella un vergonzoso armisticio por siete meses que, en septiembre, fue ratificado por la Asamblea Nacional de Francfort. La guerra se reanudó en marzo de 1849. Sin embargo, en julio de 1850 Prusia concluyó un tratado pacífico con Dinamarca, lo que permitió a la última derrotar a los sublevados.