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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA
El segundo centro de la acción revolucionaria fue Berlín. Después de lo dicho en los artículos anteriores, puede adivinarse que esta acción estuvo allí lejos de contar con el apoyo unánime de casi todas las clases que la apoyaron en Viena. En Prusia, la burguesía se había enzarzado ya en verdaderas batallas con el gobierno; el resultado de la «Dieta Unida» fue una ruptura; se avecinaba la revolución burguesa, y esta revolución pudo haber sido, en su primer estallido, tan unánime como la de Viena, de no haber estallado la revolución de febrero en París. Este acontecimiento lo precipitó todo, mientras que, al propio tiempo, se hizo bajo una bandera completamente distinta que la enarbolada por la burguesía prusiana para preparar la campaña contra su gobierno. La revolución de febrero derribó en Francia el mismo tipo de gobierno que la burguesía prusiana se proponía establecer en su propio país. La revolución de febrero se dio a conocer como una revolución de la clase obrera contra las clases medias; proclamó la caída del gobierno de la clase media y la emancipación de los obreros. Ahora, la burguesía prusiana había tenido poco antes suficientes agitaciones de la clase obrera en su propio país. Pasado el primer susto que le dio la insurrección de Silesia, intentó incluso encauzar estas agitaciones en su provecho; pero siempre había tenido un horror espantoso al socialismo y al comunismo revolucionarios: por eso, cuando vio al frente del Gobierno de París a hombres que ella tenía por los más peligrosos enemigos de la propiedad privada, del orden, la religión, la familia y los otros sagrarios de la moderna burguesía, sintió al punto enfriarse considerablemente su propio ardor revolucionario. Sabía que debía aprovechar la ocasión y que, sin la ayuda de las masas obreras, sería derrotada; y aun con todo, le faltó coraje. Por eso, a los primeros estallidos aislados en las provincias, se adhirió al gobierno e intentó mantener en calma al pueblo de Berlín que se reunía en multitudes durante los primeros cinco días ante el palacio real para discutir las noticias y exigir cambios en el gobierno; y cuando, al fin, después de la noticia de la caída de Metternich, el Rey [*] hizo algunas concesiones de poca monta, la burguesía consideró que la revolución había terminado y fue a dar las gracias a Su Majestad por haber satisfecho todos los anhelos de su pueblo. Pero siguieron el ataque de las tropas a la muchedumbre, las barricadas, la lucha y la derrota de la monarquía. Entonces cambiaron todas las cosas. Aquella misma clase obrera que la burguesía procuraba mantener en último plano, salió a primer plano, luchó y triunfó, y todos se percataron de pronto de su fuerza. Las restricciones del sufragio, de la libertad de prensa, del derecho a ser jurado y del derecho de reunión, restricciones que habrían sido muy del agrado de la burguesía debido a que atañían sólo a las clases que estaban por debajo de ella, ya no eran posibles. El peligro de que se repitiesen las escenas parisienses de «anarquía» era inminente. Ante este peligro, desaparecieron todas las discordias anteriores. Los amigos y enemigos de muchos años se unieron contra el obrero victorioso, pese a que este aún no había manifestado ninguna reivindicación particular para sí mismo, y la alianza entre la burguesía y los defensores del régimen derrocado se concertó en las mismísimas barricadas de Berlín. Hubo de hacerse las concesiones necesarias, pero no más de las ineludibles; hubo de formar gobierno una minoría de los líderes de la oposición de la Dieta Unida, y, en recompensa por sus servicios para salvar la Corona, le prestaron su apoyo todos los puntales del viejo régimen: la aristocracia feudal, la burocracia y el ejército. Estas fueron las condiciones en las que los señores Camphausen y Hansemann aceptaron formar gabinete.
El pánico de los nuevos ministros a las masas excitadas era tan grande que cualquier medio era bueno para ellos con tal de reforzar los estremecidos cimientos de la autoridad. Estos hombres, despreciables e ilusos, creyeron que ya había pasado el peligro de restauración del viejo sistema; por eso echaron mano de todo el viejo mecanismo del Estado para restablecer el «orden». No fue destituido ni un solo funcionario de la burocracia ni oficial del ejército ni se introdujo el menor cambio en el viejo sistema burocrático de administración. Estos ministros constitucionales y responsables de valía hasta restituyeron en sus cargos a los funcionarios que el pueblo, en su primer arrebato de fogosidad revolucionaria, había expulsado por sus anteriores abusos de poder. Nada cambió en Prusia sino las personas que desempeñaban las carteras ministeriales; no se tocó ni siquiera al personal de los diversos departamentos de los ministerios, y todos los arribistas constitucionales, que habían formado corro en torno a los gobernantes de nuevo cuño y esperaban su parte de poder y jerarquía, recibieron por respuesta que esperasen hasta que la estabilidad restablecida permitiera hacer cambios en el personal burocrático, pues, por el momento, eso era peligroso.
El Rey, que se había amilanado en el mayor grado después de la insurrección del 18 de marzo, no tardó en ver que hacía tanta falta a estos ministros «liberales» como ellos le hacían a él. El trono había sido respetado por la insurrección; el trono era el último obstáculo existente para la «anarquía»; y las clases medias liberales y sus líderes, hoy en el gobierno, estaban por eso muy interesados en tener las mejores relaciones con la Corona. El Rey y la camarilla reaccionaria que lo rodeaba no tardaron en comprenderlo y se aprovecharon de ello para impedir que el gobierno llevase a cabo hasta las pequeñas reformas que intentaba realizar de cuando en cuando.
La primera preocupación del gobierno fue dar cierta apariencia de legalidad a los recientes cambios violentos. La Dieta Unida fue convocada, a despecho de la oposición del pueblo, para votar, como órgano legal y constitucional del pueblo, una nueva ley electoral para elegir una asamblea que llegase a un acuerdo con la Corona sobre la nueva Constitución. Las elecciones tenían que ser indirectas, las masas de votantes elegirían a un número determinado de mandatarios que luego elegirían a los diputados. Pese a toda la oposición, este sistema de elecciones dobles fue aprobado. Luego se pidió a la Dieta Unida la sanción para solicitar un préstamo de veinticinco millones de dólares; el partido del pueblo se opuso, pero la Dieta lo aprobó.
Estos actos del gobierno contribuyeron a que el partido del pueblo, o democrático, como se llamaba ya a sí mismo, se desarrollara con la mayor rapidez. Este partido, encabezado por los pequeños artesanos y comerciantes, que agrupaba bajo sus banderas, al comienzo de la revolución, a la gran mayoría de los obreros, pedía el sufragio directo y universal, lo mismo que el implantado en Francia, una sola Asamblea legislativa y el reconocimiento completo y explícito de la revolución del 18 de marzo como la base del nuevo sistema gubernamental. La fracción más moderada quedaría satisfecha con una monarquía «democratizada» de esa manera, y los más avanzados exigían que se proclamase en última instancia la República. Ambas fracciones se pusieron de acuerdo en reconocer la Asamblea Nacional Alemana de Francfort como la autoridad suprema del país, en tanto que la soberanía de esta institución infundía verdadero pánico a los constitucionalistas y reaccionarios, pues la tenían por extraordinariamente revolucionaria.
El movimiento independiente de la clase obrera fue interrumpido temporalmente por la revolución. Las necesidades y circunstancias inmediatas del movimiento no permitían colocar en primer plano ninguna reivindicación particular del partido proletario. Efectivamente, mientras no se había desbrozado el terreno para la acción independiente de los obreros, mientras no se había establecido el sufragio directo y universal y mientras los treinta y seis Estados grandes y pequeños seguían desgarrando a Alemania en numerosos jirones, ¿qué otra cosa podía hacer el partido proletario sino estar al tanto del movimiento de París, importantísimo para él, y luchar al lado de los pequeños artesanos y comerciantes para alcanzar los derechos que luego le permitieran batirse por su propia causa?
Por entonces, el partido proletario sólo se distinguía en su acción política del de los pequeños artesanos y comerciantes, o partido propiamente llamado democrático, en tres puntos: primero, en que juzgaban de distinto modo el movimiento francés, impugnando los demócratas el partido extremo de París y defendiéndolo los proletarios revolucionarios; segundo, en que los proletarios expresaban la necesidad de proclamar la República Alemana, una e indivisible, mientras que los más extremistas de los demócratas sólo se atrevían a hacer objeto de sus anhelos una república federal; tercero, en que el partido proletario mostraba en cada ocasión esa valentía y disposición a actuar que siempre falta a cualquier partido encabezado y compuesto principalmente por pequeños burgueses.
El partido proletario, o verdaderamente revolucionario, pudo ir sacando sólo muy poco a poco a las masas obreras de la influencia de los demócratas, a cuya zaga iban al comienzo de la revolución. Pero en el momento debido, la indecisión, la debilidad y la cobardía de los líderes democráticos hicieron el resto, y ahora puede decirse que uno de los resultados principales de las convulsiones de los últimos años es que dondequiera que la clase obrera está concentrada en algo así como masas considerables, se encuentra completamente libre de la influencia de los demócratas, que la condujeron en 1848 y 1849 a una serie interminable de errores y reveses. Mas no nos adelantemos; los acontecimientos de estos dos años nos brindarán multitud de oportunidades para mostrar a los señores demócratas en acción.
Los campesinos de Prusia, lo mismo que los de Austria, si bien con menos energía, pues el feudalismo, en general, no los oprimía tanto como en ésta, aprovecharon la revolución para emanciparse de golpe de todas las trabas feudales. Pero la burguesía prusiana, por las razones antes expuestas, se puso en el acto en contra de ellos, sus aliados más viejos e indispensables; los demócratas, tan asustados como la burguesía por lo que se dio en llamar ataques a la propiedad privada, tampoco les ayudaron; y así, transcurridos tres meses de emancipación, luego de sangrientas luchas y ejecuciones militares, sobre todo en Silesia, el feudalismo fue restaurado por mano de la burguesía que había sido antifeudal hasta el día de ayer. No hay otro hecho más bochornoso que éste contra ella. Jamás cometió semejante traición contra sus mejores aliados, contra sí mismo, ningún otro partido en la historia, y cualesquiera que sean la humillación y el castigo que tenga deparados este partido de la clase media, los tiene bien merecidos en virtud de este solo hecho.
Londres, octubre de 1851
[*] Federico Guillermo IV. (N. de la Edit.)