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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA
Veamos ahora a Austria, país que en marzo de 1848 estaba casi tan oculto de la vista de las naciones extranjeras como China antes de la última guerra con Inglaterra [28].
Por supuesto, aquí podemos examinar sólo la parte alemana de Austria. Los asuntos de la población polaca, húngara e italiana de Austria quedan fuera de nuestro tema, pero habremos de tratarlos luego en la medida en que influyeron desde 1848 en los destinos de los alemanes austríacos.
El Gobierno del príncipe Metternich se ha regido por dos principios: primero, tener sujeta a cada una de las diferentes naciones sometidas a la dominación austríaca mediante las otras naciones que se encuentran en la misma situación; segundo, y éste ha sido siempre el principio fundamental de las monarquías absolutas, apoyarse en dos clases, en los terratenientes feudales y en los grandes capitalistas de la bolsa, contrarrestando al mismo tiempo la influencia y el poder de cada una de estas clases con la influencia y el poder de la otra para dejar completa libertad de acción al gobierno. La nobleza terrateniente, cuyos ingresos integros provenían de gabelas feudales de toda clase, no podía menos de apoyar el gobierno que había demostrado ser el único que la protegía contra la clase oprimida de los campesinos siervos, a costa de cuya expoliación vivía; y si la parte menos acaudalada de esta nobleza se decidió a pasar a la oposición al gobierno, como ocurrió en 1846 en la Galicia rutena, Metternich lanzaba inmediatamente contra ellos a esos mismos siervos que no perdían ocasión de vengarse atrozmente de sus opresores inmediatos [29]. Por otra parte, los grandes capitalistas de la bolsa estaban ligados con el Gobierno de Metternich por las grandes sumas que habían invertido en valores del Estado. Austria, que recuperó todo su poder en 1815, que hizo resurgir y apoyó desde 1820 la monarquía absoluta de Italia y que fue eximida de parte de sus deudas por la quiebra de 1810, no tardó, una vez concertada la paz, en recuperar su crédito en los grandes mercados monetarios de Europa, y en la misma proporción que aumentaba su crédito, lo aprovechaba a más y mejor. Así, todos los magnates financieros de Europa habían invertido gran parte de su capital en títulos de la deuda austríaca. Todos ellos estaban interesados en apoyar el crédito público de Austria, y como ésta necesitaba constantemente nuevos empréstitos, ellos se veían obligados a desembolsar de tiempo en tiempo nuevos capitales para mantener en alto el crédito, ofrecer seguridades por los préstamos que ya habían hecho. La larga paz que siguió después de 1815 y la aparente imposibilidad de hundimiento de un viejo imperio milenario, como el de Austria, acrecentaron el crédito del Gobierno de Metternich en asombroso grado, haciéndolo incluso independiente de los buenos deseos de los banqueros y corredores de bolsa vieneses; en tanto que Metternich podía obtener suficiente dinero de Francfort y Amsterdam, tenía, naturalmente, la satisfacción de ver a los capitalistas austríacos a sus pies. Por lo demás, éstos se encontraban en todos los otros aspectos a su merced; los grandes beneficios que dichos banqueros, capitalistas de la bolsa y contratistas gubernamentales saben sacar siempre de la monarquía absoluta, eran compensados por el poder casi ilimitado que el gobierno poseía sobre sus personas y fortunas; por lo tanto, no podía esperarse el menor asomo de oposición por parte de ellos. Así, pues, Metternich estaba seguro del apoyo de las dos clases más poderosas e influyentes del imperio y poseía, además, un ejército y una burocracia de lo mejor constituidas para todos los propósitos del absolutismo. Los funcionarios y los militares al servicio de Austria formaban una casta singular; sus padres habían prestado servicio al Kaiser, y lo mismo harían los hijos; éstos no pertenecían a ninguna de las múltiples nacionalidades congregadas bajo el ala del águila bicéfala; eran trasladados, y siempre lo habían sido, de uno al otro confín del imperio, de Italia a Polonia, de Alemania a Transilvania; los húngaros, los polacos, los alemanes, los rumanos, los italianos, los croatas, todo aquel que no llevara la impronta de la autoridad «imperial y real», etc., y mostrara los rasgos de su idiosincrasia nacional era igualmente desdeñado por ellos, que no tenían nacionalidad o, mejor dicho, sólo ellos constituían la verdadera nación austríaca. Es evidente qué arma tan dócil y, al mismo tiempo, tan poderosa debía ser esa jerarquía civil y militar en manos de un gobernante inteligente y enérgico.
Por cuanto a las otras clases de la población, Metternich, totalmente en el espíritu del hombre de Estado del ancien régime [*], se preocupaba poco por tener su apoyo. Con relación a ellos, conocía una sola política: sacarles la mayor cantidad posible de dinero en forma de impuestos y, a la vez, mantener la tranquilidad entre ellos. La burguesía industrial y comercial se desarrollaba en Austria con mucha lentitud. El comercio por el Danubio era relativamente insignificante; el país no poseía más que un puerto, el de Trieste, y el comercio por él era muy limitado. En cuanto a los industriales, gozaban de gran protección, llegando incluso en la mayoría de los casos a la completa exclusión de toda competencia extranjera; pero esta ventaja se les había concedido principalmente con vistas a aumentar su posibilidad de pagar impuestos y era en gran medida reducida a la nada por las restricciones internas de la industria, los privilegios de los gremios y otras corporaciones feudales que se respetaban escrupulosamente en tanto no entorpecían los propósitos e intenciones del gobierno. Los pequeños artesanos estaban constreñidos a los estrechos límites de estos gremios feudales que mantenían entre los diversos oficios una perpetua guerra por los privilegios de unos sobre los otros y, al propio tiempo, daban al conjunto de todas estas agrupaciones involuntarias una especie de carácter hereditario permanente, privando a la clase obrera de casi toda posibilidad de subir por la escala social. Por último, los campesinos y los obreros eran tenidos por simples objetos de exacción de impuestos: la única atención que se les concedía era mantenerlos el mayor tiempo posible en las mismas condiciones de vida en que existían ellos y en que habían existido sus padres. Con ese fin, toda vieja autoridad hereditaria, sólidamente establecida, se conservaba en la misma medida que la del Estado. El gobierno mantenía rigurosamente por doquier la potestad de los terratenientes sobre los pequeños campesinos en dependencia feudal, la del fabricante sobre los obreros fabriles, la del pequeño maestro artesano sobre los oficiales y aprendices, la del padre sobre el hijo, y cualquier manifestación de desobediencia era castigada como una infracción de la ley mediante el instrumento universal de la justicia austríaca: el palo.
Finalmente, para agrupar en un vasto sistema todas estas tentativas de crear una estabilidad artificial, se seleccionaba con la mayor precaución el sustento espiritual permitido para el pueblo y se administraba con la mayor escasez posible. La educación estaba en todas partes en manos del clero católico, cuyas jerarquías se hallaban, igual que los grandes propietarios feudales de tierra, profundamente interesadas en el mantenimiento del sistema existente. Las universidades estaban organizadas de manera que no pudieran salir de ellas sino personas especializadas y capaces de alcanzar, en el mejor de los casos, más o menos provecho en ramas particulares del saber, pero no daban, en absoluto, esa libre enseñanza universal que se espera de otras universidades. La prensa periódica brillaba por su ausencia, a excepción de Hungría, y los periódicos húngaros estaban prohibidos en las otras partes de la monarquía. En cuanto a la literatura, en general, en un siglo no se había extendido nada; después de la muerte de José II, había vuelto incluso a reducirse. Y a lo largo de todas las fronteras de territorio austríaco con algún país civilizado se implantó un cordón de censura literaria ligado con el cordón de los oficiales de aduanas que impedían el paso de cualquier libro o periódico extranjero a Austria antes de haber sido revisado minuciosamente dos y tres veces su contenido y haberse aclarado que estaba libre del menor germen contaminoso del perverso espíritu de la época.
Aproximadamente treinta años después de 1815, este sistema funcionaba con asombrosa precisión. De Austria casi no se sabía nada en Europa, y lo que de Europa se sabía en Austria era igualmente tan poco. Ni la posición social de cada clase ni la misma población como un todo parecían haber sufrido el menor cambio. Por fuerte que fuese la hostilidad existente entre las clases, y la existencia de esta hostilidad era, para Metternich, la principal condición de gobierno, y aun la estimulaba para hacer a las clases superiores instrumento de todas las exacciones gubernamentales y dirigir así el odio del pueblo contra ellas, y por mucho que el pueblo odiase a los funcionarios subalternos de la Administración, casi no se registraba en general o no se registraba en absoluto descontento del gobierno central. El emperador era adorado, y los hechos parecían dar la razón al viejo Francisco I, quien, al dudar una vez de que este sistema pudiera durar mucho, agregó plácidamente: «Así y todo, durará mientras vivamos yo y Metternich».
No obstante, por el país se iba propagando un lento movimiento de fondo, que no afloraba a la superficie y reducía a la nada todos los esfuerzos de Metternich. La riqueza y la influencia de la burguesía industrial y comercial iban aumentando. El empleo de máquinas y de la fuerza del vapor en la industria produjo en Austria, lo mismo que en todas partes, una revolución en todas las relaciones y condiciones anteriores de vida de clases enteras de la sociedad; hizo libres a los siervos, y obreros fabriles a los pequeños agricultores; minó las viejas corporaciones feudales de los artesanos y destruyó los medios de existencia de muchas de ellas. La nueva población comercial e industrial entró por doquier en colisión con las viejas instituciones feudales. Las clases medias, más o menos inducidas por sus ocupaciones a viajar al extranjero, introdujeron algunos conocimientos míticos de los países civilizados que estaban al otro lado de la línea aduanera imperial; la introducción de los ferrocarriles terminó por acelerar el movimiento industrial e intelectual. Había asimismo en el edificio estatal austríaco una parte peligrosa, a saber: la Constitución feudal húngara, con sus debates parlamentarios y las luchas de las masas oposicionistas de los nobles venidos a menos contra el gobierno y los magnates, aliados de éste. Presburgo [**], sede de la Dieta, se encontraba ante las puertas de Viena. Todos estos elementos contribuían a crear entre las clases medias de las ciudades un espíritu que no era exactamente de oposición, pues la oposición aún era por entonces imposible, pero sí de descontento, y un deseo general de reformas, más de naturaleza administrativa que constitucional. Y, lo mismo que en Prusia, una parte de la burocracia se adhirió aquí también a la burguesía. Las tradiciones de José II no habían sido olvidadas en esta casta hereditaria de funcionarios de la Administración, los más instruidos de los cuales soñaban a veces con posibles reformas, pero preferían mucho más el despotismo progresivo e intelectual de este emperador al despotismo «paternal» de Metternich. Una parte de la nobleza más pobre estaba igualmente al lado de las clases medias, y en cuanto a las clases inferiores de la población, que siempre habían encontrado motivos de sobra para quejarse de las superiores, si no directamente del gobierno, en la mayoría de los casos no podían dejar de adherirse a los anhelos reformadores de la burguesía.
Fue poco más o menos por entonces, entre 1843 y 1844, cuando se puso comienzo en Alemania a un tipo singular de literatura acorde con estos cambios. Algunos escritores, novelistas, críticos literarios y malos poetas austríacos, todos, sin excepción, de talento muy mediocre, pero dotados de la peculiar habilidad propia de la raza semita, se establecieron en Leipzig y otras ciudades alemanas, fuera de Austria, y allí, lejos del alcance de Metternich, publicaron una serie de libros y folletos sobre asuntos austríacos. Tanto ellos como sus editores llevaron «un animado comercio» con esta mercancía. Toda Alemania ansiaba enterarse de los secretos de la política de la China europea; y la curiosidad de los propios austríacos, que recibían estas publicaciones de contrabando al por mayor a través de la frontera de Bohemia, era mayor aún. Naturalmente, los secretos revelados en estas publicaciones no tenían gran importancia, y los planes de reformas ideados por sus bienintencionados autores llevaban la impronta de un candor rayano casi en la virginidad política. La Constitución y la libertad de prensa eran tenidas aquí por inalcanzables; las reformas administrativas, la ampliación de los derechos de las dietas provinciales, el permiso de entrada para los libros y periódicos extranjeros y una censura menos severa eran lo más que pedían estos buenos austríacos.
En todo caso, la creciente imposibilidad de impedir la comunicación Iiteraria de Austria con el resto de Alemania, y a través de Alemania, con todo el mundo, contribuyó en gran medida a formar una opinión pública antigubernamental y puso, al menos, alguna información política al alcance de parte de la población austríaca. Así, para fines de 1847, Austria sufrió los efectos, si bien en menor grado, de la agitación política y político-religiosa que entonces sacudía a toda Alemania; y si su progreso en Austria se notó menos, no por eso dejó de encontrar suficientes elementos revolucionarios para influir en ellos: eran los campesinos, siervos o dependientes de los señores feudales, aplastados por el peso de las exacciones de los terratenientes y el gobierno; luego, los obreros fabriles, obligados por la porra del policía a trabajar en las condiciones que al fabricante se le antojase ponerles; luego, los menestrales, desprovistos por las reglas gremiales de toda oportunidad de alcanzar la independencia en su trabajo; luego, los comerciantes, que topaban a cada paso en sus asuntos con absurdas reglamentaciones; después, los fabricantes, en conflicto ininterrumpido con los gremios de las industrias de oficios, celosos de sus privilegios, o con los funcionarios molestos y codiciosos; por último, los maestros de escuela, los savants [***], los funcionarios más instruidos, que pugnaban en vano contra el clero ignorante y presuntuoso o contra los superiores estúpidos y déspotas. En suma, no había ni una sola clase contenta, ya que las pequeñas concesiones que el gobierno se veía obligado a hacer de cuando en cuando, no las hacía a su propia costa, pues el Tesoro no podía afrontarlo, sino a expensas de la alta aristocracia y el clero; y por lo que se refiere a los banqueros y poseedores de títulos de la deuda pública, los últimos sucesos de Italia, la oposición creciente de la Dieta húngara, el extraordinario espíritu de descontento y la demanda de reformas que se manifestaban por sí solos en todo el imperio no eran de una naturaleza que pudieran fortalecer su fe en la solidez y solvencia del Imperio austríaco.
Así pues, Austria iba marchando también lenta, pero segura, hacia un gran cambio, cuando ocurrieron de pronto en Francia los sucesos que hicieron estallar de golpe la tempestad que se avecinaba y desmintieron el aserto del viejo Francisco de que el edificio se mantendría en pie mientras vivieran él y Metternich.
Londres, septiembre de 1851
[*] Viejo régimen. (N. de la Edit.)
[**] La denominación eslovaca es Bratislava. (N. de la Edit.)
[***] Eruditos. (N. de la Edit.)
[28] Se trata de la denominada primera guerra del opio (1839-1842): guerra de rapiña de Inglaterra contra China que puso comienzo a la conversión de China en un país semicolonial.
[29] En febrero-marzo de 1846 estalló simultáneamente con la insurrección de liberación nacional en Cracovia una gran sublevación campesina en la Galicia rutena que las autoridades austríacas utilizaron para aplastar el movimiento insurreccional de la nobleza inferior. Luego de sofocar la insurrección de Cracovia, el Gobierno austríaco aplastó asimismo la insurrección campesina en la Galicia rutena.