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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA
Los primeros meses de 1849 fueron empleados por los gobiernos austríaco y prusiano para aprovechar las ventajas obtenidas en octubre y noviembre de 1848. La Dieta austríaca venía arrastrando desde la toma de Viena, una mera existencia nominal en una pequeña ciudad provinciana de Moravia, denominada Kremsier[*], donde los diputados eslavos, que contribuyeron poderosamente con sus electores a sacar al Gobierno austríaco de su postración, recibieron singular castigo por su traición a la revolución europea; tan pronto como el gobierno hubo recuperado su fuerza, trató a la Dieta y a su mayoría eslava con el mayor de los desprecios, y cuando los primeros éxitos de las armas imperiales anunciaron la rápida terminación de la guerra húngara, la Dieta fue disuelta el 14 de marzo, y los diputados desalojados por la fuerza militar. Entonces los eslavos vieron al fin que los habían engañado y clamaron: ¡Vamos a Francfort a seguir allí la oposición que no podemos hacer aquí! Pero era ya demasiado tarde, y el propio hecho de que no tenían otra alternativa que seguir manteniéndose en calma o adherirse a la impotente Asamblea de Francfort fue suficiente para mostrar su extremo desamparo.
Así acabaron, por el momento, y, más probablemente, para siempre, las tentativas de los eslavos de Alemania de recuperar su existencia nacional independiente. Los restos dispersos de los numerosos pueblos cuya nacionalidad y vitalidad política se habían extinguido hacía tiempo y que, en consecuencia, se habían visto obligados a seguir durante casi mil años en pos de una nación más poderosa, que los había conquistado, lo mismo que los galeses en Inglaterra, los vascos en España, los bajos bretones en Francia y, en un período más reciente, los criollos españoles y franceses en las regiones de Norteamérica, ocupadas luego por angloamericanos, estas nacionalidades fenecientes de bohemios, carintios, dálmatas y otros habían procurado aprovechar la confusión general de 1848 para recuperar el statu quo político que existió en el año 800 de nuestra era. La historia milenaria debió haberles enseñado que semejante regresión era imposible; que si todo el territorio al Este del Elba y el Saale hubo estado ocupado en tiempos por eslavos de familias afines, este hecho no probaba sino la mera tendencia histórica y, al mismo tiempo, el poder físico e intelectual de la nación alemana de someter, absorber y asimilar a sus viejos vecinos orientales; que esta tendencia de absorción de parte de los alemanes ha sido siempre y sigue siendo uno de los medios más poderosos de propagar la civilización de Europa Occidental al Este del continente; que podía detenerse únicamente en el caso de que el proceso de germanización alcanzase la frontera de naciones grandes, compactas y unidas, capaces de una vida nacional independiente, como son los húngaros y, en cierto grado, los polacos; por eso, el destino natural e inevitable de estas naciones fenecientes era permitir el progreso de su disolución y absorción por sus vecinos más fuertes para llevarlo hasta el fin. Por cierto, ésta no es una perspectiva muy halagüeña para la ambición nacional de los soñadores paneslavistas que han alcanzado algunos éxitos agitando a una porción de bohemios y eslavos meridionales; pero ¿pueden esperar ellos que la historia retroceda mil años para complacer a unos cuantos cuerpos enfermizos de personas que en todas partes del territorio que ocupan están mezclados con alemanes y rodeados de alemanes que, desde tiempos casi inmemoriales, no han tenido por todo medio de civilización otra lengua que la alemana y que han carecido de las primerísimas condiciones de existencia nacional, como son una población considerable y comunidad de territorio? Así, el auge del paneslavismo que, por doquier, en los territorios eslavos de Alemania y Hungría, ha sido el velo para el restablecimiento de la independencia de todas estas pequeñas naciones sin número, ha chocado en todas partes con el movimiento revolucionario europeo, y los eslavos, aun pretendiendo luchar por la libertad, han caído invariablemente (excluidos los demócratas polacos) en el bando del despotismo y la reacción. Así ha ocurrido en Alemania, en Hungría e incluso en muchas partes de Turquía. Los traidores a la causa del pueblo, los defensores y puntales principales de las intrigas del Gobierno austríaco se han colocado ellos mismos fuera de la ley ante los ojos de todas las naciones revolucionarias. Y aunque la masa de la población eslava no ha tomado parte en ningún sitio en las pequeñas querellas sobre la nacionalidad promovidas por los líderes del paneslavismo, por el mero hecho de que son demasiado ignorantes, jamás se olvidará que en Praga, una ciudad medio alemana, multitudes de fanáticos eslavos aclamaron y corearon el grito: «¡Más vale el látigo ruso que la libertad alemana!» Después de su fracasada tentativa de 1848 y de la lección que el Gobierno austríaco les dio, no es probable que intenten aprovechar luego ninguna otra oportunidad. Pero si intentasen de nuevo, bajo pretextos similares, aliarse con las fuerzas contrarrevolucionarias, el deber de Alemania es claro. Ningún país que se encuentre en estado de revolución y guerra exterior puede tolerar una Vendée [49] en su propio corazón.
Por cuanto a la Constitución que proclamó el Emperador[**] al mismo tiempo que disolvía la Dieta, no hay necesidad de volver a hablar de ella, pues jamás tuvo ninguna existencia práctica y hoy está abolida por completo. El absolutismo fue restaurado en Austria por entero y en todos los aspectos desde el 4 de marzo de 1849.
En Prusia, las cámaras se reunieron en febrero para ratificar y revisar la nueva Constitución proclamada por el Rey. Se reunieron durante casi seis semanas y mostraron ante el gobierno bastante cortedad y sumisión, si bien no estuvieron lo suficiente preparadas para ir tan lejos como lo deseaban el Rey y sus ministros. Por eso fueron disueltas tan pronto como se presentó la ocasión propicia.
Así, Austria y Prusia se deshicieron por cierto tiempo de las trabas del control parlamentario. Ahora los Gobiernos concentraron todo el poder en sus manos y podían aplicarlo allí donde lo creyeran conveniente: Austria, contra Hungría e Italia; Prusia, contra Alemania, ya que Prusia se estaba preparando también para una campaña de restablecimiento del «orden» en los Estados pequeños.
Ahora, cuando en Viena y Berlín, los dos grandes centros del movimiento en Alemania, había triunfado la contrarrevolución, la lucha quedaba sin decidir sólo en los pequeños Estados, si bien la balanza iba inclinándose allí también más y más en contra de los intereses de la revolución. Estos pequeños Estados, hemos dicho, hallaron un centro común en la Asamblea Nacional de Francfort. Ahora, la denominada Asamblea Nacional, aunque su espíritu reaccionario había sido evidente desde mucho antes, tanto que el propio pueblo de Francfort se había alzado en armas contra ella, su origen era de una naturaleza más o menos revolucionaria; ocupó una posición revolucionaria anormal en enero; jamás había tenido determinada su competencia y había llegado por últiino a la decisión de que, sin embargo, no había sido reconocida nunca por los Estados grandes, que sus resoluciones tuviesen fuerza de ley. Bajo estas circunstancias, y cuando el partido monárquico constitucionalista veía sus posiciones conquistadas por los absolutistas, que se habían sobrepuesto, no es de extrañar que la burguesía liberal y monárquica de casi toda Alemania cifrara sus últimas esperanzas en la mayoría de esta Asamblea, lo mismo que los pequeños comerciantes y artesanos, núcleo del partido democrático, bajo la presión de los crecientes reveses, se unieron en torno a su minoría que constituía realmente la última agrupación parlamentaria compacta de la democracia. Por otra parte, los gobiernos de los Estados grandes, particularmente el de Prusia, veía más y más la incompatibilidad de ese cuerpo electivo irregular con el sistema monárquico restaurado de Alemania y si no forzaron de golpe la disolución fue sólo porque aún no había llegado el momento y porque Prusia esperaba primero echar mano de él para conseguir sus propios fines ambiciosos.
Entretanto, la pobre Asamblea fue cayendo por sí sola en mayor confusión cada día. Sus diputados y comisarios eran tratados con el mayor de los desprecios tanto en Viena como en Berlín; uno de sus miembros [***], pese a su inviolabilidad parlamentaria, había sido ejecutado en Viena como un rebelde común. Sus decretos no eran obedecidos por nadie. Y si los Estados grandes los mencionaban en general, era sólo en notas de protesta en las que se disputaba el derecho de la Asamblea a aprobar leyes y disposiciones obligatorias para todos sus gobiernos. El poder ejecutivo central, representante de la Asamblea, estaba enzarzado en querellas diplomáticas con casi todos los gabinetes de Alemania y, a despecho de sus esfuerzos, ni la Asamblea ni el Gobierno central pudieron hacer que Austria o Prusia declarasen cuáles eran, en última instancia, sus propósitos, planes y demandas. La Asamblea comenzó a ver claramente, al menos, que había dejado escapar el poder de sus manos, que se hallaba a la merced de Austria y Prusia y que, si intentaba dar a Alemania una Constitución federal para toda ella, tenía que emprender inmediatamente y con toda seriedad la obra. Muchos de los diputados vacilantes vieron claramente asimismo que los gobiernos los engañaban como querían. Mas ¿qué podían hacer ahora, en su impotente posición? El único paso que aún podía salvarlos habría sido pasarse inmediata y resueltamente al campo del pueblo; pero el éxito, incluso de este paso, era más que dudoso; pero ¿podía haber entre este desamparado, indeciso y miope gentío de seres engreídos que veían bajo el ruido constante de rumores contradictorios y notas diplomáticas su único consuelo y apoyo en las aseveraeiones eternamente repetidas de que eran los mejores, los más grandes y sabios del país y que sólo ellos podían salvar a Alemania? ¿Dónde estaban, volvemos a preguntar, entre estas pobres criaturas atontadas por completo en un solo año de vida parlamentaria, los hombres capaces de tomar una resolución rápida y decisiva, sin hablar ya de acciones enérgicas y consecuentes?
El Gobierno austríaco se quitó al fin la careta. En su Constitución del 4 de marzo proclamó a Austria monarquía indivisible con una hacienda común, un sistema aduanero y una organización militar únicos, borrando con ello todas las barreras y diferencias entre las provincias alemanas y no alemanas. Esta declaración fue hecha en contra de las resoluciones y artículos de la proyectada Constitución federal que ya había sido aprobada por la Asamblea de Francfort. Era un desafío de Austria, y la pobre Asamblea no tenía otra opción que recogerlo. Lo hizo con mucha fanfarronería, a lo que Austria, consciente de su fuerza y de la nulidad de la Asamblea, podía tranquilamente no prestar la menor atención. Y para vengarse de Austria por ese insulto, la honorable representación del pueblo alemán, como se denominaba a sí mismo, no vio nada mejor que postrarse ella misma, atada de pies y manos, a las plantas del Gobierno de Prusia. Por increíble que pueda parecer, se hincó de rodillos ante los mismos ministros que había condenado como anticonstitucionales y antipopulares y cuya dimisión reclamara en vano. Los pormenores de esta desgraciada transacción y los tragicómicos sucesos que le sucedieron serán tema de nuestro próximo artículo.
Londres, abril de 1852
[*] El nombre checo es Kromeríz (N. de la Edit.)
[**] Francisco-José I. (N. de la Edit.)
[***] Roberto Blum. (N. de la Edit.)
[49] Alusión al motín contrarrevolucionario de la Vendée (provincia occidental de Francia), levantado en 1793 por los realistas franceses que utilizaron a los campesinos atrasados de esta provincia para luchar contra la revolución francesa.