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La coalición con la Montaña y los republicanos puros,
a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos
esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la suprema
dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente
que había perdido su mayoría parlamentaria propia.
La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el
28 de mayo la señal para su completa desintegración.
Con el 28 de mayo comienza el último año de vida
de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse
ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o
por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería
decir solamente dominación de la burguesía o de
la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía
proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que
quería decir también Orleans o Borbón. Con
esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la
discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente
el conflicto de intereses que dividían el partido del orden
en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama
de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la
revisión creó la temperatura política que
descompuso el producto en sus elementos originarios.
El interés de los bonapartistas por la revisión
era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar
el artículo 45 que prohibía la reelección
de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla
parecía la posición de los republicanos. Éstos
rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella
una conspiración urdida por todas partes contra la república.
Y como disponía de más de la cuarta parte de los
votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias
las tres cuartas partes para contar válidamente la revisión
y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba
con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban
seguros de triunfar.
Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se
hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba
la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando
a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando
a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo,
a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había
perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho
que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla.
Si votaba por la revisión constitucional, sabía
que votaba en vano y que sus votos fracasarían necesariamente
ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente,
declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo
podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose
sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía
a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión
constitucional y del propio partido del orden. Una revisión
puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría
el camino a la usurpación imperial. Una revisión
general, que acortase la vida de la república, planteaba
un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas,
pues las condiciones para una restauración borbónica
y para una restauración orleanista no sólo eran
no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.
La república parlamentaria era algo más que el terreno
neutral en el que podían convivir con derechos iguales
las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas
y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria.
Era la condición inevitable para su dominación en
común, la única forma de gobierno en que sus interés
general de clase podía someter a la par las pretensiones
de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad.
Como realistas, volvían a caer en su antiguo antagonismo,
en la lucha por la supremacía de la propiedad territorial
o la del dinero, y la expresión suprema de este antagonismo,
su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías.
De aquí la resistencia del partido del orden contra la
vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente,
en 1849, 1850 y 1851, la proposición de derogar el decreto
de destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba,
con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea
de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados
la puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo
III había asesinado a Enrique VI con la observación
de que era demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el
cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía
volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de las circunstancias,
se habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente
la decisión del pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban
a tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par
que la república, la dominación en común
de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo,
con la posibilidad de una restauración de la monarquía,
la rivalidad de intereses que ésta había representado
alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la
supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos
del partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando
ambas dinastías, mediante una llamada fusión
de los partidos realistas y de sus casas reales. La verdadera
fusión de la restauración y de la monarquía
de Julio era la república parlamentaria, en la que se borraban
los colores orleanista y legitimista y las especies burguesas
desaparecían en el burgués a secas, en el burgués
como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista
se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería
que la monarquía, encarnación de su antagonismo,
pasase a encarnar su unidad, que la expresión de sus intereses
fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de
su interés común de clase, que la monarquía
hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho
la abolición de dos monarquías, la República.
Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la
cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía
legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía
del burgués industrial o la monarquía burguesa en
la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra!
¿Como si la propiedad territorial y la industria pudiesen
hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo
podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la
del menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con
la propiedad territorial, mientras que ésta no se decide
a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana,
el conde de París no se convertiría por ello en
rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas.
Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se
engreían a medida que el problema de la revisión
iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée
Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven
a laborar en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación
de todas las dificultades en la resistencia y la rivalidad de
ambas dinastías. Los intentos de reconciliar a la familia
de Orleans con Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte
de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas,
solamente se representaban, en general, durante las vacaciones
de la Asamblea Nacional, en los entreactos , entre bastidores,
más por coquetería sentimental con la vieja superstición
que como propósito serio, se convirtieron ahora en acciones
dramáticas, representadas por el partido del orden en la
escena pública, en vez de representarse como antes en un
teatro de aficionados. Los correos volaban de París a Venecia,
de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El conde
de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda
de todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración,
sino la restauración «nacional». El orleanista
Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas
Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación
a Claremont, a convencer a los Orleans. Los fusionistas se dan
cuenta demasiado tarde de que los intereses de familia, de los
intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V reconociese al
conde París como su sucesor (único éxito
que, en el mejor de los caso, podía conseguir la fusión),
la casa de Orleans no ganaba con ello ningún derecho que
no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en cambio
perdía todos los que había conquistado la revolución
de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos
que, en una lucha casi secular, había ido arrancando a
la rama más antigua de los Borbones, cambiaba sus prerrogativas
históricas, las prerrogativas de la monarquía moderna,
por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por
tanto, la fusión no sería más que la abdicación
voluntaria de la casa de Orleans, su resignación legitimista,
la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica.
Una retirada que, además, no la llevaría siquiera
al trono que había perdido, sino a las gradas del trono
en que había nacido. Los antiguos ministros orleanistas,
Guizto, Duchâtel, etc., que fueron también corriendo
a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban
en realidad la resaca que había dejado la revolución
de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en
la monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la
legitimidad como último amuleto contra la anarquía.
Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón,
sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como
tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio,
el sector viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze,
etc., convenció con tanta mayor facilidad a la familia
de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica
inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías
y ésta, as u vez, la abdicación de la casa de Orleans,
en cambio correspondía por entero a la tradición
de sus antepasados el reconocer provisionalmente la república
esperando a que los conocimientos permitiesen convertir el sillón
presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la
candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose
en suspenso la curiosidad pública, y algunos meses más
tarde, en septiembre, después de rechazarse la revisión
constitucional, fue públicamente proclamada.
De este modo, no sólo había fracasado el intento
de una fusión realista entre orleanistas y legitimistas,
sino que había roto su fusión parlamentaria,
su forma común republicana volviendo a despoblar el partido
del orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto más
crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más
se rompía su avenencia y más se iba extendiendo
la agitación a favor de Joinville, más acuciantes
y más serias se hacían las negociaciones entre Faucher,
el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición del partido del orden no se detuvo en
sus elementos primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones
se descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir
todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido
dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista;
como ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua;
como si hubiesen recuperado la suficiente energía vital
para formar grupos propios y antagonismos independientes. Los
legitimistas veíanse transpuestos en sueños a los
litigios entre las Tullerìas y el Pabellón Marsan,
entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían
a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé,
Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde
también en cuanto a los límites de la revisión,
integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado,
y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar,
bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó
a un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la
siguiente vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a
la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan
la moción de que la Constitución sea revisada.»
Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca
de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía
derecho a pedir la abolición de la república
que este derecho sólo correspondía a la cámara
encargada de la revisión. las tres cuartas partes de los
votos constitucionalmente prescritas. Tras seis días de
turbulentos debates, el 19 de julio fue rechazada, como era de
prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra
278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera,
votaron contra los republicanos y la Montaña.
La mayoría del parlamento se declaraba así en contra
de la Constitución, pero ésta se declaraba, de por
sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo
como obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no había
supeditado la Constitución a la mayoría parlamentaria
el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba
toda su política anterior en la supeditación de
los artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios
de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas
y castigado en ellos la superstición bíblica por
la letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional
no significaba más que la continuación del poder
presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución
sólo significaba la destitución de Bonaparte. El
parlamento se había declarado a favor de él, pero
la Constitución se declaraba en contra del parlamento.
Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar
la Constitución, y en un sentido constitucional al disolver
el parlamento.
El parlamento había declarado a la Constitución,
y con ella su propia dominación, «fuera de la mayoría»,
con su acuerdo había derogado la Constitución y
prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo
que ni aquélla podía morir, ni éstos vivir
mientras él mismo persistiese. Los que habían de
enterrarlo estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía
la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguay
d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división
y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor
de Lyon, el héroe de las jornadas de diciembre, una de
sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había comprometido
más o menos por él con motivo de la expedición
de Boulogne.
El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la
revisión, que no sabía gobernar ni servir, vivir
ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener
la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con
el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba
la solución de todas las contradicciones? Del calendario,
de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse
un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos
a que se impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder,
al que, en su lucha contra el pueblo, había ido cediendo
un atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente
a él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar
el plan de lucha contra él con mayor desembarazo, fortalecer
sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus posiciones,
acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse
de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de
agosto al 4 de noviembre.
El partido parlamentario no sólo se había despoblado
en sus dos grandes facciones y cada una de éstas no sólo
se había subdividido, sino que el partido del orden dentro
del parlamento se había divorciado del partido del orden
fuera del parlamento. Los portavoces y escribas de la burguesía,
su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de
la burguesía y la burguesía misma, los representantes
y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían
más.
Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su
limitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios,
Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y
de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada
creía en el pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más funesta y más decisiva era
la ruptura de la burguesía comercial con sus políticos.
Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los
suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el contrario,
el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould
en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial que
se había llevado la parte del león en el Gobierno
de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había
hecho bonapartista. Fould no sólo representaba el interés
de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo
los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición
de la aristocracia financiera la pinta del modo más palmario
una cita tomada de su órgano europeo, el Economist
de Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista
publica la siguiente correspondencia de París:
«Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige
ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje
a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los
periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito,
lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante
la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como
triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29 de noviembre de 1851, el Economist
declara en su propio nombres:
«En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente
como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria
del partido del orden contra el poder ejecutivo como una alteración
del orden y festejaba todos los triunfos del presidente sobre
los supuestos representantes de ella como un triunfo del orden.
Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo
los grandes empresarios de los empréstitos y los especuladores
en valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por razones
bien comprensibles, con los del poder público. Todo el
moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria,
se halla entretejida del modo más íntimo con el
crédito público. Una parte de su capital activo
se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan réditos
y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el
capital puesto a su disposición y distribuido por ellos
entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de los
dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas
la estabilidad del poder público es el alfa y el omega
para todo el mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo
no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastra junto
a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía industrial, en su
fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del partido
parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después
de su voto del 18 de enero con motivo de la destitución
de Changarnier, Thiers, Anglès, Sainte-Beuve, etc., recibieron
reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus mandantes
de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre
todo su coalición con la Montaña como un delito
de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto que
las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba
la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían
mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que
exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia
el poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un
pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas
que se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha
por defender su interés público, su propio
interés de clase, su poder político,
no hacía más que molestarle y disgustarle como una
perturbación de su negocio privado.
Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las
ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales,
etc., le recibían en todas partes casi sin excepción,
del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase
sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido
del orden.
Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún
a comienzos de 1851, la burguesía comercial se enfurecía
contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que
el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal,
como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851,
acusaba a las luchas parlamentarias de ser la causa del estancamiento
y clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que el comercio
pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional
coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí
se trataba del ser o no ser de la forma de gobierno existente,
la burguesía se sintió tanto más autorizada
a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora
situación provisional, ella entendía precisamente
su perpetuidad, el aplazar hasta un remoto porvenir el momento
de tomar una decisión. El statu quo sólo
podía mantenerse por dos caminos: prorrogar los poderes
de Bonaparte o hacer que éste dimitiese constitucionalmente
y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba
la segunda solución y no supo dar a sus representantes
mejor consejo que callar, no tocar el punto candente. Creía
que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría
de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese
la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía
quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón
presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese
igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente
la Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de los departamentos, representaciones
provinciales de la gran burguesía, reunidos durante las
vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se
declararon casi unánimemente en pro de la revisión,
es decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente todavía que el divorcio
con sus representantes parlamentarios, ponía de
manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes
literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes
y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados
burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses
contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por
parte de la prensa de defender los derechos políticos de
la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban asombro
no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía; destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.
Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había
rebelado ya contra la lucha puramente parlamentaria y literaria
en pro de la dominación de su propia clase y traicionado
a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar
a posteriori al proletariado por no haberse lanzado por
ella a una lucha sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella,
que en todo momento sacrificó su interés general
de clase, su interés político, al más mezquino
y sucio interés privado, exigiendo a sus representantes
este mismo sacrificio, ¡se lamenta ahora de que el proletariado
sacrifique a sus intereses materiales, los intereses políticos
ideales de ella! Se presenta como un alma cándida a quien
el proletariado, extraviado pro los socialistas, no ha sabido
comprender y ha abandonado en el momento decisivo. Y encuentra
un eco general en el mundo burgués. No me refiero, naturalmente,
a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me
remito, por ejemplo, al mismo Economist, que todavía
el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes
del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián
del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas»,
y que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había
reducido a la tranquilidad a aquellos anarquistas, clama acerca
de la traición cometida por las «ignorantes, incultas
y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, incultas
y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los conocimientos,
la disciplina, la influencia espiritual, los recursos intelectuales
y el peso moral de las capas medias y elevadas de la sociedad».
La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie
más que la propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie
de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se puso
de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto
a 1850, en marzo se resintió el comercio y se cerraron
las fábricas, en abril la situación de los departamentos
industriales parecía tan desesperada como después
de las jornadas de febrero, en mayo los negocios no se habían
reavivado aún; todavía el 18 de junio, la cartera
del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos
y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba
el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre
no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en
los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento
del comercio con motivos puramente políticos, con la lucha
entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la inestabilidad
de una forma de gobierno puramente provisional, con la perspectiva
intimadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré
que todas estas circunstancias ejercían un efecto deprimente
sobre algunas ramas industriales en París y en los departamentos.
Sin embargo, esta influencia de las circunstancias políticas
era una influencia meramente local y sin importancia. ¿Qué
mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del
comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre,
en el momento en que la situación política empeoraba,
en que el horizonte político se oscurecía, esperándose
a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo demás,
el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos,
penetración espiritual y recursos intelectuales» no
llegan más allá de su nariz, pudo dar con la nariz
en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró
la Exposición Industrial de Londres. Mientras en Francia
se cerraban las fábricas, en Inglaterra estallaban las
bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo el pánico
industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo el
pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La
industria lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa,
y otro tanto ocurría con la manufactura de la seda. Y si
las fábricas algodoneras inglesas seguían trabajando,
no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había
más diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial
y en Inglaterra comercial; que, mientras en Francia las fábricas
se cerraban, en Inglaterra se extendía su producción,
pero bajo condiciones más favorables que en los años
anteriores, que en Francia la que salía peor parada era
la exportación y en Inglaterra la importación. La
causa común que, naturalmente, no ha de buscarse dentro
de los límites del horizonte político francés,
era palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron años
de la mayor prosperidad material y de una superproducción
que sólo se manifestó como tal a partir de 1851.
A comienzos de este año, aún se la fomentó
de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial.
Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero,
la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la seguridad
de una cosecha algodonera más abundante que la que se esperaba,
el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones
de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto
había sido todavía inferior, por lo menos en Francia,
a la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había
extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana
no podía darle abasto y el precio de la lana en bruto subió
muy desproporcionadamente en relación con el precio de
los artículos de lana. Aquí, en la materia prima
de tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues, ya triple
material para un estancamiento de comercio. Prescindiendo de estas
circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851
no era más que el alto que la superproducción y
superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo
industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer con
vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y llegar
de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general.
En estos intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra
las bancarrotas comerciales, mientras que en Francia se paraliza
la industria misma, en parte obligada a retroceder por la competencia
de los ingleses en todos los mercados, competencia que precisamente
en esos momentos se agudiza hasta términos irresistibles,
y en parte por ser una industria de lujo, que sufre preferentemente
las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios.
De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales,
recorre sus propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo,
están mucho más determinadas y condicionadas por
el estado general del mercado mundial que por las influencias
locales francesas. No carecerá de interés oponer
al prejuicio del burgués de Francia el juicio del burgués
de Inglaterra. Una de las mayores casas de Liverpool escribe en
su memoria comercial anual de 1851:
«Pocos años han engañado más que éste
en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran
prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó
ser uno de los años más decepcionantes desde hace
un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente,
a las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo,
al comenzar el año había indudablemente sus razones
para pensar lo contrario; las reservas de mercancías eran
escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba
asegurado un año próspero; paz inalterada en el
continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras
en nuestro país; realmente, nunca se habían visto
más libres las alas del comercio... ¿A qué
atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso
de comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones.
Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad
límites más estrechos, nada podrá sujetarnos
dentro de los carriles, más que un pánico cada tres
años.»
Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio
de este pánico de los negocios, con su cerebro obsesionado
por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de golpe
de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la
lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra
de la Fronda de los orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones
comunistas del sur de Francia y las supuestas jacqueries
de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos
de los distintos candidatos a la presidencia, por las consignas
chillonas de los periódicos, por las amenazas de los republicanos
de defender con las armas en la mano la Constitución y
el sufragio universal, por los evangelios de los héroes
emigrados in partibus, que anunciaban el fin del mundo
para el segundo domingo de mayo de 1852, y comprenderemos que,
en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión,
revisión, prórroga de poderes, Constitución,
conspiración, coalición, emigración, usurpación
y revolución. el burgués, jadeante, gritase como
loco a su república parlamentaria: «¡Antes
un final terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión
se aguzó por la creciente violencia de sus acreedores,
que veían en cada crepúsculo que los iba acercando
al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852,
una protesta del movimiento de los astros contra sus letras de
cambio terrenales. Se habían convertido en verdaderos astrólogos.
La Asamblea Nacional había frustrado a Bonaparte toda esperanza
en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura
del príncipe de Joinville no consentía más
vacilaciones.
Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de
sí una sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe
de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas
había pasado un mes desde su elección, hizo una
proposición en este sentido a Changarnier. Su propio primer
ministro, Odilon Barrot, había denunciado veladamente en
el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850,
la política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny
había intentado otra vez más ganar a Changarnier
para el golpe y el Messager de l'Assemblée había
hecho públicas estas negociaciones. Los periódicos
bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado ante cada tormenta
parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más
subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba
todas las noches con la swell mob de ambos sexos, en cuanto se
acercaba la media noche y las abundantes libaciones desataban
las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe
de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las
espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando
por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros
de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba
al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las
vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro
de que había escapado una vez más. Durante los meses
de septiembre y octubre se atropellaban los rumores sobre un coup
d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo color, como
un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de septiembre
y octubre en las selecciones de los órganos de la prensa
diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de
este tipo:» París está lleno de rumores de
un golpe de Estado. Se dice que la capital se llenará de
tropas durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán
decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento
del Sena en estado de sitio, resturando el sufragio universal
y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte busca ministros para
poner en práctica estos decretos ilegales». Las correspondencias
que dan estas nociticas terminan siempre con la palabra fatal
«aplazado». El golpe de Estado fue siempre la
idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió
a pisar el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído
por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso.
Y era tan débil, que volvía a abandonarla también
a cada paso. La sombra del golpe de Estado había hecho
tan familiar a los parisinos como espectro, que cuando por fin
se les presentó en carne y hueso no querían creer
en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de
la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por
la Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado.
Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél
y a ciencia y conciencia de ésta, como resultado
necesario e inevitable del proceso anterior.
El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su
resolución de restaurar el sufragio universal; el 16 le
presentaron la dimisión, y el 26 conoció París
la formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía
Carlier fue sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de
la primera división, Magnan, concentró en la capital
los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó
sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer
más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso
el curso que había acabado y probar que la habían
enterrado sólo después de morir.
El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder
ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más remedio que
confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente
válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión
permanente había recibido con risas al señor Giraud,
cuando éste se presentó en nombre de los nuevos
ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes
como la restauración del sufragio universal! Pero se trataba
precisamente de no sacar nada adelante en el Parlamento,
sino de sacarlo todo contra el Parlamento.
El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea
Nacional recibió el mensaje en que Bonaparte exigía
la restauración del sufragio universal y la derogación
de la ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el
mismo día un decreto en este sentido. La Asamblea rechazó
inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros,
y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra
348. De este modo, volvió a romper una vez más su
mandato, volvió a confirmar una vez más que había
dejado de ser la representación libremente elegida del
pueblo, para convertirse en el parlamento usurpador de una clase,
confesó una vez más que había cortado por
su propia mano los músculos que unían la cabeza
parlamentaria con el cuerpo de la nación.
Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración
del sufragio universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo,
el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre cuestores había
de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente
el auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario.
Al erigir así al ejército en árbitro entre
ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército
como poder decisivo del Estado, tenía necesariamente que
confirmar, de tora parate, que había abandonado ya desde
hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre
el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente
a las tropas, debatía sobre su derecho a requerirlas, revelaba
la duda en su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores,
conversaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada
con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió,
por tanto, la votación. Se encontraba en la situación
del asno de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de
pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos
tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un
lado, el miedo a Changarnier; de otro, el miedo a Bonaparte. Hay
que reconocer que la situación no tenía nada de
heroica.
El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las
elecciones municipales presentada por el partido del orden, en
la que se disponía que los electores municipales no necesitarían
tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar.
La enmienda se desechó por un solo voto, este voto resultó
inmediatamente ser un error. Escindido en sus fracciones enemigas,
el partido del orden había perdido desde hacía ya
mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía
de manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría
alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos.
Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos
por ninguna fuerza de cohesión; había gastado su
último hálito de vida, estaba muerta.
Finalmente, algunos días antes de la catástrofe,
la masa extraparlamentaria de la burguesía había
de confirmar solemnemente una vez más su ruptura con la
burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como héroe
parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad
incurable del cretinismo parlamentario, había maquinado
después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria
con el Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que
se pretendía sujetar al presidente dentro de los límites
de la Constitución. Así como el 15 de septiembre,
en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado
de París, Bonaparte había fascinado a las dames
de Halles, a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro
está que una de estas pescaderas valía en cuanto
a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo que, después
de presentada la ley sobre cuestores, entusiasmaba a los tenientes
obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató
a la burguesía industrial, congregada en el circo para
recibir de sus manos las medallas de los premios por la Exposición
Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa
de su discurso, tomada del Journal des Débats.
«Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a
decir cuán grande sería la República Francesa
si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar
sus instituciones, en vez de verse constantemente perturbada,
de un lado, por los demagogos y, de otro lado, por las alucinaciones
monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos aplausos
de todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas
entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial serio. En
lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres
que antes eran el más celoso sostén de la autoridad
y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios de una
Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida
del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.)
Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución
y la han deplorado más que nadie, y que provocan una nueva,
sin más objeto que encadenar la voluntad de la nación...
Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo»,
«Bravo», atronadores «Bravo».)
Así aplaude la burguesía industrial con su reclamación
más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación
del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura
de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo
su respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre,
y la mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa
del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado
la mayoría de los vítores.
Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió
solo al centro del salón de sesiones, sacó el reloj
para que aquél no viviese ni un solo minuto más
del plazo que le había señalado y fue arrojando
del salón a los diputados uno por uno con insultos alegres
y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla
que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo
Legislativo y le leyó, aunque con voz entrecortada, su
sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás
se hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy distinto
del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su modelo en
los anales de la historia universal, sino en los anales de la
Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la jurisprudencia
criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos, compra
al general Magnan por un millón y a los soldados por 15
francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas
por la noche con sus cómplices, como un ladrón,
manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos,
sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac,
Lamoriciére, Le Flô, Changarnier, Charras, Thiers,
Baze y otros, manda ocupar las plazas principales de París
y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer,
en todos los muros, carteles estridentes proclamando la disolución
de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la restauración
del sufragio universal y la declaración del departamento
del Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta en
el Moniteur un documento falso, según el cual influyentes
hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en
un Consejo de Estado.
Los restos del parlamento, formados principalmente por legitimistas
y orleanistas, se reúnen en el edificio de la alcaldía
del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la
república!» la destitución de Bonaparte, arengan
en vano a la masa boquiabierta congregada delante del edificio
y, por último, custodiados por tiradores africanos, son
arrastrados primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en
coches celulares y transportados a las cárceles de Mazas,
Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del orden, la
Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí
en breves rasgos, antes de pasar rápidamente a las conclusiones,
el esquema de su historia.
I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización general.
II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.
III: Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.