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El 28 de mayo de 1849 se reunió al Asamblea Nacional Legislativa.
El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la fuerza. Este período
abarca la vida de la república constitucional o parlamentaria.
En la primera revolución francesa, a la dominación
de los constitucionales le sigue la dominación de
los girondinos, y a la dominación de los girondinos,
la de los jacobinos. Cada uno de estos partidos se apoya
en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado la revolución
lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos poder encabezarla,
es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más
intrépido, que está detrás de él.
La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.
En la revolución de 1848 es al revés. El partido
proletario aparece como apéndice del pequeñoburgués-democrático.
Éste le traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril,
el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido
democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués.
Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden
el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los hombros del
partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja
caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a
su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que está
todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana
se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas.
Cada partido da coces al que empuja hacia adelante y se apoya
por delante en el partido que impulsa para atrás. No es
extraño que, en esta ridícula postura, pierda el
equilibrio y se venga a tierra entre extrañas cabriolas,
después de hacer las muecas inevitables. De este modo,
la revolución se mueve en sentido descendente. En este
movimiento de retroceso se encuentra todavía antes de desmontarse
la última barricada de febrero y de constituirse el primer
órgano de autoridad revolucionaria.
El período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza
más abigarrada de clamorosas contradicciones constitucionales
que conspiran abiertamente contra la Constitución, revolucionarios
que confiesan abiertamente ser constitucionales, una Asamblea
Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo
momento parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión
en la resignación y para los golpes de sus derrotas presentes
con la profecía de sus victorias futuras; realistas que
son los patres conscripti de la república y se ven
obligados por la situación a mantener en el extranjero
las dinastías reales en pugna, de que son partidarios,
y sostener en Francia la república, a la que odian; un
poder ejecutivo que se encuentra en su misma debilidad su fuerza,
y su respetabilidad en el desprecio que inspira; una república
que no es más que la infamia combinada de dos monarquías,
la de la Restauración y la de Julio, con una etiqueta imperial,
alianzas cuya primera cláusula es la separación;
luchas cuya primera ley es la indecisión; en nombre de
la calma una agitación desenfrenada y vacua; en nombre
de la revolución los más solemnes sermones en favor
de la tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades sin pasión;
héroes sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos,
un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario,
fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos;
antagonismos que sólo parecen exaltarse periódicamente
para embotarse y decaer, sin poder resolverse; esfuerzos pretenciosamente
ostentados y espantosos burgueses ante el peligro del fin del
mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo
las más mezquinas intrigas y comedias palaciegas, que en
su laisser aller recuerdan más que el Juicio Final
los tiempos de la Fronda; el genio colectivo oficial de Francia
ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad
colectiva de la nación, cuantas veces habla en el sufragio
universal, busca su expresión adecuada en los enemigos
empedernidos de los intereses de las masas, hasta que, por último,
la encuentra en la voluntad obstinada de un filibustero. Si hay
pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste.
Hombres y acontecimientos aparecen como un Schlemihl a la inversa,
como sombras que han perdido sus cuerpos. La misma revolución
paraliza a sus propios portadores y sólo dota de violencia
pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece el «espectro
rojo», constantemente evocado y conjurado por los contrarrevolucionarios,
no aparece tocado con el gorro frigio de la anarquía, sino
vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles rojos.
Veíamos que el ministerio nombrado por Bonaparte el 20
de diciembre de 1848, el día de su ascensión, era
un ministerio del partido del orden, de la coalición legitimista
y orleanista. Este ministerio, Barrot-Falloux, había sobrevivido
a la Constituyente republicana, cuya vida había acortado
de un modo más o menos violento, y empuñaba todavía
el timón. Changarnier, el general de los realistas coligados,
seguía concentrando en su persona el alto mando de la primera
división militar y de la Guardia Nacional de París.
Finalmente, las elecciones generales habían asegurado al
partido del orden la gran mayoría en la Asamblea Nacional.
Aquí, los diputados y los pares de Luis Felipe se encontraron
con un santo tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas
electorales de la nación se habían trocado en las
entradas para la escena política. Los diputados bonapartistas
eran demasiados contados para poder formar un partido parlamentario
independiente. Sólo aparecían como una mauvaise
queue del partido del orden. Como vemos, el partido del orden
tenía en sus manos el poder del Gobierno, el ejército
y el cuerpo legislativo, en una palabra, todos los poderes del
Estado, y hallábase fortalecido moralmente por las elecciones
generales que hacían aparecer su dominación como
voluntad del pueblo, y por la victoria simultánea de la
contrarrevolución en todo el continente europeo.
Jamás un partido abrió la campaña con medios
más abundantes ni bajo mejores auspicios.
Los republicanos puros naufragados se vieron reducidos
en la Asamblea Nacional Legislativa a una pandilla de unos 50
hombres, y a su frente los generales africanos Cavaignac, Lamoricière
y Bedeau. Pero el gran partido de oposición lo formaba
la Montaña. Con este nombre parlamentario se había
bautizado el partido socialdemócrata. Disponía
de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional
y era, por lo menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones
del partido del orden por separado. Su minoría relativa
frente a toda la coalición realista parecía estar
compensada por circunstancias especiales. No sólo porque
las elecciones departamentales pusieron de manifiesto que este
partido había ganado simpatías considerables entre
la población del campo. Contaba además en sus filas
con casi todos los diputados de París, el ejército
había hecho una confesión de fe democrática
mediante la elección de tres suboficiales, y el jefe de
la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia de todos los representantes
del partido del orden, fue elevado al rango de la nobleza parlamentaria
por cinco departamentos que habían concentrado sus votos
en él. Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables
choques intestinos de los realistas y los de todo el partido del
orden con Bonaparte, la Montaña parecía contar con
todas las probabilidades del éxito. Catorce días
después lo había perdido todo, hasta el honor.
Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables
algunas observaciones, para evitar los errores corrientes acerca
del carácter local de la época que nos ocupa. Según
la manera de ver de los demócratas, durante el período
de la Asamblea Nacional Legislativa el problema es el mismo que
el del período de la Constituyente: la simple lucha entre
republicanos y realistas. En cuanto al movimiento mismo lo encierran
en un tópico: «reacción», la noche,
en la que todos los gatos son pardos y que les permite salmodiar
todos los habituales lugares comunes, dignos de su papel de sereno.
Y, ciertamente, a primera vista el partido del orden parece un
ovillo de diversas fracciones realistas, que no sólo intrigan
unas contra otras para elevar cada cual al trono a su propio pretendiente
y eliminar al del bando contrario, sino que, además, se
unen todas en el odio común y en los ataques comunes contra
la «república». Por su parte, la Montaña
aparece como la representante de la «república»
frente a esta conspiración realista. El partido del orden
aparece constantemente ocupado en una «reacción»
que, ni más ni menos que en Prusia, va contra la prensa,
contra la asociación, etc., y se traduce, al igual que
en Prusia, en brutales injerencias policíacas de la burocracia,
de la gendarmería y de los tribunales. A su vez, la Montaña
está constantemente ocupada con no menos celo en repeler
estos ataques, defendiendo así «eternos derechos humanos»,
como todo partido sedicente popular lo viene haciendo más
o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo, examinando más
de cerca la situación y los partidos, se esfuma esta apariencia
superficial, que veía la lucha de clases y la peculiar
fisonomía de este período.
Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos
grandes fracciones del partido del orden. ¿Qué era
lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes
y las mantenía mutuamente separadas? ¿Serían
tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor, la Casa
de Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del
realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo
los Borbones había gobernado la gran propiedad territorial,
con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleans, la alta finanza,
la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital,
con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos.
La monarquía legítima no era más que la expresión
política de la dominación heredada de los señores
de la tierra, del mismo modo que la monarquía de Julio
no era más que la expresión política de la
dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que,
por tanto, separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios,
eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas
de propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo,
la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al
mismo tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales,
temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías
y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios
que los mantenían unidos a una u otra dinastía,
¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad
y sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda
una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar
y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar.
La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus
bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes.
El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y
la educación podrá creer que son los verdaderos
móviles y el punto de partida de su conducta. Aunque los
orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción se
esforzase pro convencerse a sí misma y por convencer a
la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus dos dinastías,
los hechos demostraron más tarde que eran más bien
sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías
se uniesen. Y así como en la vida privada se distingue
entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que
realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir
todavía más entre las frases y las figuraciones
de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos,
entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son. Orleanistas
y legitimistas se encontraron en la república los unos
junto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada
parte quería imponer frente a la otra la restauración
de su propia dinastía, esto sólo significaba
una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se
divide la burguesía -la propiedad del suelo y el
capital- aspiraba a restaurar su propia supremacía y la
subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la
burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su
coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente
aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna. También
los tories en Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo
la ilusión de creer que se entusiasmaban con la monarquía,
la Iglesia y las bellezas de la vieja Constitución inglesa,
hasta que llegó el día del peligro y les arrancó
la confesión de que sólo se entusiasmaban con la
renta del suelo.
Los realistas coligados integraban unos contra otros en la prensa,
en Ems, en Claremont fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían
a vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban
sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus grandes
representaciones cívicas, como gran partido parlamentario
despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias
y aplazaban la restauración de la monarquía in
infinitum. Cumplían con su verdadero oficio como partido
del orden, es decir, bajo un título social y
no bajo un título político, como representantes
del régimen social burgués y no como caballeros
de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa frente a
otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y, como
partido del orden, ejerciendo una dominación más
ilimitada y más dura sobre las demás clases de la
sociedad que la que habían ejercido nunca bajo la Restauración
o bajo la monarquía de Julio, como sólo era posible
ejercerla bajo la forma de la república parlamentaria,
pues sólo bajo esta forma podían unirse los dos
grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto
poner a la orden del día la dominación de su clase
en vez del régimen de un sector privilegiado de ella. Si,
a pesar de esto y también como partido del orden, insultaban
a la república y manifestaban la repugnancia que sentían
por ella, no era sólo por apego a sus recuerdos realistas.
El instinto les enseñaba que, aunque la república
había coronado su dominación política, al
mismo tiempo socavaba su base social, ya que ahora se enfrentaban
con las clases sojuzgadas y tenían que luchar con ellas
sin ningún género de mediación, sin poder
ocultarse detrás de la corona, sin poder desviar el interés
de la nación mediante sus luchas subalternas intestinas
y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el
que las hacía retroceder temblando ante las condiciones
puras de su dominación de clase y suspirar por las formas
más incompletas, menos desarrolladas y precisamente por
ello menos peligrosas de su dominación. En cambio, cuantas
veces los realistas coligados chocan con el pretendiente que tienen
en frente, con Bonaparte, cuantas veces creen que el poder ejecutivo
hace peligrar su omnipotencia parlamentaria, cuantas veces tienen
que exhibir, por tanto, el título político de su
dominación, actúan como republicanos y no
como realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la
Asamblea Nacional que la república es lo que menos los
separa, hasta el legitimista Berryer, que el 2 de diciembre d
1851, ceñido con la banda tricolor, arenga como tribuno,
en nombre de la república, al pueblo congregado delante
del edificio de la alcaldía del décimo arrondissement.
Claro está que el eco burlón le contestaba con este
grito: ¡Enrique V, Enrique V!
Frente a la burguesía coligada se había formado
una coalición de pequeños burgueses y obreros, el
llamado partido socialdemócrata. Los pequeños
burgueses viéronse mal recompensados después de
las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses
materiales y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución
las garantías democráticas que habían de
asegurarles la posibilidad de hacer valer esos intereses. Se acercaron,
por tanto, a los obreros. De otra parte, su representación
parlamentaria, la Montaña, puesta al margen durante
la dictadura de los republicanos burgueses, había reconquistado
durante la última mitad de la vida de la Constituyente
su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y los ministros
realistas. Había concertado una alianza con los jefes socialistas.
En febrero de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación.
Se esbozó un programa común, se crearon comités
electorales comunes y se proclamaron candidatos comunes. A las
reivindicaciones sociales del proletario se les limó la
punta revolucionaria y se les dio un giro democrático;
a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía
se les despojó de la forma meramente política y
se afiló su punta socialista. Así nació la
socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación,
contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase
obrera y de algunos sectarios socialistas, los mismos elementos
que la vieja, sólo que más fuertes en número.
Pero, en el transcurso del proceso, había cambiado, con
la clase que representaba. El carácter peculiar de la socialdemocracia
consiste en exigir instituciones democrático-republicanas,
no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado,
sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía.
Por mucho que difieran las medidas propuestas para alcanzar este
fin, por mucho que se adorne con concepciones más o menos
revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este contenido
es la transformación de la sociedad por la vía democrática,
pero una transformación dentro del marco de la pequeña
burguesía. No vaya nadie a formarse la idea limitada de
que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio,
un interés egoísta de clase. Ella cree, por el contrario,
que las condiciones especiales de su emancipación
son las condiciones generales fuera de las cuales no puede
ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.
Tampoco debe creerse que los representantes democráticos
son todos shopkeepers o gentes que se entusiasman con ellos.
Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su cultura
y su situación individual. Lo que les hace representantes
de la pequeña burguesía es que no van más
allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños
burgueses en modo de vida; que, por tanto, se ven teóricamente
impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a
que impulsan a aquéllos prácticamente, el interés
material y la situación social. Tal es, en general, la
relación que existe entre los representantes políticos
y literarios de una clase y la clase por ellos representada.
Por todo lo expuesto se comprende de por sí que aunque
la Montaña luchase constantemente con el partido del orden
en torno a la república y a los llamados derechos del hombre,
ni la república ni los derechos del hombre eran su fin
último, del mismo modo que un ejército al que se
quiere despojar de sus armas y que se apresta a la defensa, no
se lanza al terreno de la lucha solamente para quedar en posesión
de sus armas.
Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional,
el partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía
sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas
pequeñoburgueses, lo mismo que un año antes había
comprendido la necesidad de acabar con el proletariado revolucionario.
Pero la situación del adversario era distinta. La fuerza
del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños
burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues,
de sacarlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos
mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen
tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió
hacia la trampa a rienda suelta.
El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas
francesas. Este bombardeo infringía el artículo
V de la Constitución, que prohibe a la República
francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de
otro pueblo. Además, el artículo 54 prohibía
toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la
aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente
había desautorizado la expedición a Roma, con su
acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones, Ledru-Rollin
presentó el 11 de junio de 1849 un acta de acusación
contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa
de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que
estaban dispuestos a defender la Constitución por todos
los medios, hasta con las armas en la mano. La Montaña
se levantó como un solo hombre y repitió
este llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional
desechó el acta de acusación, y la Montaña
abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio
son conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando
«fuera de la Constitución» a Bonaparte y sus
ministros; la procesión callejera de los guardias nacionales
democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron
a escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc. Una
parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte
fue entregada al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento
parlamentario sometió al resto a la vigilancia del maestro
de escuela del presidente de la Asamblea nacional. En París
se declaró nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática
de su Guardia Nacional fue disuelta. Así se destrozaba
la influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza
de los pequeños burgueses de París.
En Lyon, donde el 13 de junio había dado señal para
un sangriento levantamiento obrero, se declaró también
el estado de sitio, que se hizo extensivo a los cinco departamentos
circundantes, situación que dura hasta el momento actual.
El grueso de la Montaña dejó en la estacada su vanguardia,
negándose a firmar la proclama de ésta. La prensa
desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron
a publicar el pronunciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron
a sus representantes: los guardias nacionales no aparecieron,
y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen barricadas.
Los representantes habían engañado a los pequeños
burgueses, ya que a los pretendidos aliados del ejército
no se les vio por ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener
un refuerzo de él, el partido democrático contagió
al proletariado su propia debilidad, y, como suele ocurrir con
las hazañas democráticas, los jefes tuvieron la
satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de
deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño
a sus jefes.
Rara vez se había anunciado una acción con más
estrépito que la campaña inminente de la Montaña,
rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más
seguridad ni con más anticipación que la victoria
inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas
creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las
murallas de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las
murallas del despotismo, intenta repetir el milagro. Si la Montaña
quería vencer en el parlamento, no debió llamar
a las armas. Y si llamaba a las armas en el parlamento, no debía
comportarse en la calle parlamentariamente. Si la manifestación
pacífica era un propósito serio, era necio no prever
que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba
en una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con las
que esa lucha había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias
de los pequeños burgueses y de sus representantes democráticos
no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando
se ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya
lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen
de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que
llevan al fin propuesto y acechan todos los pretextos par sucumbir.
Tan pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura
que anunció la lucha se pierde en un pusilánime
refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux
y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón
lleno de aire al que se le pincha con una aguja.
Ningún partido exagera más ante él mismo
sus medios que el democrático, ninguno se engaña
con más ligereza acerca de la situación. Porque
una parte del ejército hubiese votado a su favor, la Montaña
estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría
por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde
el punto de vista de las tropas, no tenía otro sentido
que el que los revolucionarios se ponían al lado de los
soldados romanos y en contra de los soldados franceses. De otra
parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo del
mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una
profunda repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de
las sociedades secretas una desconfianza completa hacia los jefes
democráticos. Para superar estas diferencias, harían
falta grandes intereses comunes que estuviesen en juego. La infracción
de un artículo constitucional abstracto no podía
representar un tal interés. ¿Acaso no se había
violado ya repetidas veces la Constitución, según
aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los periódicos
más populares no habían estigmatizado esta Constitución
como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata,
como representa a la pequeña burguesía, es decir,
a una clase de transición, en la que los intereses
de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por
encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas
reconocen que tienen que enfrente a una clase privilegiada, pero
ello, con todo el resto de la nación que los circunda,
forman el pueblo. Lo que ellos representan es el interés
del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan
examinar los intereses y las oposiciones de las distintas clases.
No necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios
medios. No tienen más que dar la señal, para que
el pueblo, con todos sus recursos inagotables, caiga sobre
los opresores. Y si, al poner en práctica la cosa,
sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia,
la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo
indivisible en varios campos enemigos, o el ejército,
demasiado embrutecido y cegado para ver en los fines puros de
la democracia lo mejor para él, o bien ha fracasado por
un detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad imprevista
que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso, el demócrata
sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como
inocente entró en ella, con la convicción readquirida
de que tiene necesariamente que vencer, no de que él mismo
y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino
de que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que
madurar para ponerse a tono con él.
Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica
de la Montaña diezmada, destrozada y humillada por el nuevo
reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a sus
jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de segundo
rango, a quienes esta nueva posición halagaba. Si su impotencia
en el parlamento ya no dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora
también derecho a limitar sus actos a estallidos de indignación
moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden
aparentaba ver encarnados en ellos, como últimos representantes
oficiales de la revolución, todos los horrores de la anarquía,
esto les permitía comportarse en la práctica con
tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se consolaban
con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar el sufragio
universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quienes
somos nosotros!» Nous verrons!
Por lo que se refiere a los «montañeses» huidos
al extranjero, basta observar que Ledru-Rollin, en vista de que
había conseguido arruinar irremisiblemente en menos de
dos semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó
llamado a formar un gobierno francés in partibus;
que a lo lejos, desgajada del campo de acción, su figura
parecía ganar en talla a medida que bajaba el nivel de
la revolución y las magnitudes oficiales de la Francia
oficial iban haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente
republicano para 1852; que dirigía circulares periódicas
a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba a los
déspotas del continente con sus hazañas y a las
de sus aliados. ¿Acaso les faltaba por completo la razón
a Proudhon cuando gritó a estos señores: Vous
n'êtes que des blagueurs?
El 13 de junio, el partido del orden no sólo había
quebrantado la fuerza de la Montaña, sino que había
impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos
de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y así
entendía él la república, como el régimen
en el que la burguesía dominaba bajo formas parlamentarias,
sin encontrar un valladar como bajo la monarquía; en el
veto del poder ejecutivo o en el derecho de disolver el parlamento.
Esto era la república parlamentaria, como la llamaba
Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía aseguró
su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba
a éste a una debilidad incurable frente al poder ejecutivo
y al pueblo, al repudiar a la parte más popular de la Asamblea?
Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias,
a la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad
parlamentaria. El reglamento humillante que impuso a la Montaña,
elevaba el rango del presidente de la república en la misma
proporción en que rebajaba el de cada uno de los representantes
del pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa
del régimen constitucional, como anárquica, como
un movimiento encaminado a subvertir la sociedad, la burguesía
se cerraba a sí misma el camino del llamamiento a la insurrección,
tan pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución
en contra de ella. Y la ironía de la historia quiso que
el 2 de diciembre de 1851, el general que bombardeó Roma
por orden de Bonaparte, dando así el motivo inmediato para
el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot,
hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano,
por el partido del orden, como el general de la Constitución
frente a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra,
que desde la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios
por las brutalidades cometidas por él en los locales de
los periódicos democráticos, al frente de una banda
de guardias nacionales pertenecientes a la alta finanza, este
mismo Vieyra estaba en el secreto de la conspiración de
Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea
Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo por parte
de la Guardia Nacional.
El 13 de junio tenía, además, otra significación.
La Montaña había querido arrancar el que se entregase
a Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria
directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre
sus enemigos democráticos. El partido del orden había
conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer más
que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo
leerse en los muros de París una proclama en la que el
presidente, como sin participación suya, resistiéndose,
obligado simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale
de su recato claustral, se queja, como la virtud ofendida, de
las calumnias de sus adversarios, y mientras parece identificar
a su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden
con su persona. Además, la Asamblea Nacional había
aprobado, aunque después de realizada, la expedición
contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo
de Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice
Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como
rey David. Se había ganado a los curas.
El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto,
a una pacífica procesión callejera. Contra él
no se podían, por tanto, ganar laureles guerreros. No obstante,
en una época tan pobre en héroes y en acontecimientos,
el partido del orden convirtió esta batalla incruenta en
un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército,
como poder del orden, en contraposición a las masas del
pueblo, como la impotencia de la anarquía, y glorificaron
a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un
engaño en el que acabó creyendo hasta él
mismo. Pero por debajo de cuerda, fueron desplazados de París
los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos en que
las elecciones habían dado resultados más democráticos
fueron desterrados de Francia a Argelia, las cabezas inquietas
que había entre las tropas, enviadas a secciones de castigo,
y, por último, sistemáticamente llevado a cabo el
acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento de
la sociedad civil.
Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia
Nacional francesa. En 1830 había decidido la caída
de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los
motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas.
Cuando en las jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud
pasiva frente a la insurrección y equívoca frente
a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo estaba. Así
fue arraigando la convicción de que la revolución
no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército
podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa
del ejército en la omnipotencia civil. Las jornadas de
junio de 1848, en que toda la Guardia nacional, unida a las tropas
de línea, sofocó al insurrección, habían
reforzado esta fe supersticiosa. Después de haber subido
Bonaparte a la presidencia, la posición de la Guardia Nacional
descendió en cierto modo, por la fusión anticonstitucional
de su mando con el mando de la primera división militar
en la persona de Changarnier.
Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí
como un atributo del alto mando militar, la Guardia Nacional parecía
quedar reducida a un apéndice de las tropas de línea.
Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su
disolución parcial, que desde aquel momento se repitió
periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo
dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación
del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación de los
guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron
al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes,
pero en este uniforme estaba precisamente el talismán.
El ejército se convenció de que el tal uniforme
era un trapo de lana como cualquiera. El encanto quedó
roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía, en
calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército
contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía
hizo que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa;
el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia
Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó
a registrar este hecho al firmar, después de producido,
el decreto de su disolución. Así fue cómo
la burguesía rompió ella misma su última
arma contra el ejército, pero no tenía más
remedio que romperla desde el momento en que la pequeña
burguesía no estaba ya detrás de ella como vasallo,
sino delante de ella como rebelde, del mismo modo que tenía
necesariamente que destruir en general, con sus propias manos,
a partir del instante en que se hizo ella misma absolutista, todos
sus medios de defensa contra el absolutismo.
Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería, artillería!