Fuente digital de la versión al español: En Como
era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Seleccion de textos),
compilacion publicada digitalmente, sin fecha, con el sello editorial de
Omegalfa.es.
Datos sobre la publicación: En la edición mencionada se
indica: "Este libro, que he
titulado '¿Cómo era Carlos Marx, según quienes lo
conocieron?' es una recopilación de diversos textos obtenidos de las
obras que se indican más abajo. Su lectura nos permite acercarnos a la
figura humana de aquél extraordinario personaje. La maquetación
y portada han sido realizadas por quien escribe estas líneas. No es,
por tanto, una obra sometida a derechos comerciales."
HTML para marxists.org: Rodrigo Cisterna, 2015.
¡Oh nuestras excursiones en Hampstead Heath! Si viviese mil años no las olvidaría nunca. El erial de Hampstead -que se extiende al otro lado de la colina de Primrose- ha sido revelado al mundo extraondinense gracias al Pickwick de Dickens. Hoy es todavía un rincón pintoresco, casi inhabitado, sembrado de retamas espinosas y de oasis de árboles, con chalets y montañas en miniatura, por donde uno puede vagar a su gusto sin el temor de ser prendido por los guardianes de la sacrosanta propiedad y de ser conducido a una prisión acusado del delito de trespassing o introducción en el dominio de otro. Todavía hoy, Hampstead Heath es el paseo favorito de los londinenses. Los domingos, si hace buen tiempo, puede verse allí una multitud de hombres vestidos de negro y de mujeres vestidas de colores claros, ir de un lado a otro. Las mujeres, principalmente, tienen una predilección particular en poner a prueba la paciencia de los asnos y de los caballos de silla, bastante sufridos en general.
Hace cuarenta años, el erial de Hampstead era mucho más grande de lo que es hoy, y parecía más salvaje, más "natural". Nuestro mayor placer era ir a pasar allí el domingo; los niños hablaban del paseo toda la semana y nosotros, jóvenes y viejos, lo esperábamos con alegría. El viaje a Hampstead Heath constituía, por sí solo, una fiesta. Las chicas caminaban sin la menor fatiga, como gatos.
Desde Deanstreet, donde vivían los Marx -esta calle se encontraba a algunos pasos de Churchstreet, donde vivía yo- hasta Hampstead Heath había unos buenos cinco cuartos de hora. Generalmente nos poníamos en marcha a las once de la mañana.
Casi siempre nos retrasábamos, pues en Londres no se tiene la costumbre de levantarse temprano; además, los preparativos de toda cla- se, comenzando por el arreglo de los chicos y la preparación minuciosa del fiambre y de las provisiones, exigían algún tiempo.
¡Oh, aquel fiambre!... Lo veo "con los ojos del espíritu" delante de mí, o, mejor dicho, agarrado a mí mismo, tan atrayente, tan apetitoso como lo había contemplado ayer, en manos de Lenchen. Era todo un bazar de alimentación. Cuando se trata de estómagos sólidos y sanos y cuando los bolsillos están desprovistos de la moneda indispensable (en general no se podía hablar entonces de muy fuertes sumas) la cuestión alimenticia comienza a desempeñar un papel de la mayor importancia. La noble Lenchen lo sabía bien. Ella, tan llena de compasión por nosotros, frecuentemente agotados por las privaciones y, por consiguiente, huéspedes continuamente hambrientos.
Un enorme pedazo de ternera constituía la comida de resistencia, destinada por la tradición para los paseos de Hampstead ; una cesta de dimensiones desconocidas en Londres, que Lenchen se había traído desde Tréveris, encerraba el precioso tesoro. Llevábamos té, azúcar, a veces fruta. El pan y el queso lo comprábamos en la pradera misma. Allí, como en los café-jardines de Berlín, se podía obtener vajilla, agua caliente, leche, y también pan, queso, mantequilla, cerveza, cangrejos de río y de mar. Nuestras compras se ampliaban según las necesidades y según el capital disponible. Siempre se podía conseguir cerveza, salvo en un corto período en el que una banda de aristócratas tartufos, que amontonaban en sus casas y en sus clubs todos los licores del mundo, y haciendo de todos los días del año una fiesta perpetua, trataron, mediante la prohibición de vender cerveza, de empujar a "la plebe" por el camino de la virtud y de las buenas costumbres. Pero el pueblo londinense no entiende de bromas cuando se trata de su barriga. El primer domingo que siguió a la promulgación de la ordenanza, se trasladó por centenas de millares al Hyde Park y lanzó, sobre los piadosos aristócratas de ambos sexos que se paseaban en coche o a caballo, un Go to church! (¡vaya a la iglesia!) tan irónico y formidable, que los virtuosos caballeros y las bellas damas se fueron espantados; el domingo siguiente no fue ya un cuarto de millón, sino medio millón de voces las que lanzaban los Go to church! más temibles. Cuando llegó el tercer domingo, el bill había sido anulado.
Nosotros, los desterrados, sostuvimos con todas nuestras fuerzas esta "revolución eclesiástica" y Marx, que se metía con la más grande facilidad en estas cosas, se escapó de ser arrestado por un policeman: felizmente su elocuente defensa de la necesidad de la cerveza llegó a ablandar al inflexible guardia de la ley.
El triunfo de la hipocresía, como he dicho, no duró largo tiempo, así que, después de este breve interregno, pudimos deleitarnos ante la perspectiva de una bebida refrescante, tomada en plena marcha sobre el camino casi completamente desprovisto de sombra, que conduce a Hampstead.
El recorrido se efectuaba en el orden siguiente: yo formaba la van guardia, con las dos chiquillas, contándoles una serie de historias o haciendo gimnasia o recogiendo flores campestres, que eran menos raras que hoy. Seguían algunos amigos y el grueso del ejército venía detrás: Marx, su mujer y algún invitado del domingo a quien había que prodigar una atención especial. Lenchen formaba la retaguardia, con el huésped más hambriento que le ayudaba a llevar la cesta.
Cuando éramos muchos la compañía se dividía en dos columnas; este orden de marcha se modificaba según el humor o la necesidad. Llegados a Hampstead, buscábamos un lugar que sirviera de campamento para tomar el refrigerio, y después, ya reconfortada, la compañía buscaba un sitio apropiado para el reposo. Una vez fijada la elección, cada uno o cada una (a menos que no se prefiriese hacer la siesta) sacaba el periódico del día, comprado en el camino, y se hundía en la lectura o en la discusión de asuntos políticos; las chicas, que habían hecho amistades rápidamente, se entretenían jugando al escondite, entre las matas de retama.
Por dichosa que sea la vida, siempre es necesaria la diversidad. La lucha, las carreras, el lanzamiento de piedras, sucedía a nuestras conversaciones y a nuestras lecturas. Un día descubrimos un castaño cubierto de frutos maduros. "Vamos a ver quién tira mayor número de castañas", gritó uno de nosotros; todos nos pusimos al trabajo lanzando hurras ; "Moro" no era el menos encarnizado, pero, por desgracia, la puntería le fallaba y las castañas no caían; sin embargo, se mostró tan infatigable como los otros. El bombardeo no cesó hasta que la última castaña cayó al suelo, en medio de gritos salvajes de triunfo. Durante ocho días Marx no pudo mover el brazo derecho; yo no había quedado en mejores condiciones.
El paseo en burro era el placer supremo. Era una locura de risa y de alegría. ¡Cuántas escenas graciosísimas! ¡Cómo nos divertía Marx divirtiéndose él mismo! Cómo nos divertía doblemente por su talento ecuestre, completamente rudimentario, y por la testarudez que ponía en mostrarnos sus habilidades. Toda su ciencia provenía de algunas lecciones de equitación que había tomado siendo estudiante. Engels decía que no habían sido más de tres. Además, como práctica, en cada Varios autores: Cómo era Carlos Marx según quienes lo conocieron 45 visita a Engels, a Manchester, Marx cabalgaba en un paciente Rocinante, probablemente nieto de la digna yegua, regalo del difunto Fritz al buen Hellert.
El regreso de Hampstead era siempre alegremente escandaloso, a pesar de que la perspectiva del porvenir no tenía nada de alegre, en comparación con lo que dejábamos detrás.
El buen humor que reinaba entre nosotros era el mejor antídoto contra la melancolía, que por mil razones debía invadirnos. La triste vida de los desterrados se olvidaba: si cualquiera entonaba una canción, se le recordaba inmediatamente el deber de un hombre de buena compañía.
El orden de marcha del regreso era diferente del de la ida. Los niños se arrastraban penosamente a la retaguardia. Lenchen, libre ya de su pesado fardo, marchaba a su lado con la cesta vacía. Habitualmente se cantaba durante todo el camino; casi siempre se entonaban canciones populares, sentimentales (muy rara vez canciones políticas) y alguna vez también -y esto es la pura verdad- canciones patrióticas. Así, por ejemplo, ¡Oh, Estrasburgo, Estrasburgo, ciudad maravillosa!, gozaba de particular predilección.
A veces los niños cantaban canciones negras, bailando, si es que sus piernas se lo consentían. Estaba terminantemente prohibido hablar de política durante el camino; tampoco hablábamos de nuestras vicisitudes. En cambio se conversaba sobre literatura y sobre arte: aquí Marx tenía oportunidad de mostrarnos su memoria prodigiosa : declamaba enormes tiradas de la Divina Comedia, obra que conocía casi completamente de memoria; recitaba escenas íntegras de Shakespeare, frecuentemente secundado por su mujer, quien conocía también profundamente a este autor. Y cuando se encontraba en un estado especial de exaltación, imitaba a Seidelmann en el papel de Mefistófeles. Marx admiraba mucho a este artista a quien había oído en Berlín, cuando aún era estudiante; Fausto era la obra poética que le agradaba más dentro de todas las de la literatura alemana. No diré que Marx declamara muy bien -forzaba algo demasiado-, sin embargo, acentuaba siempre con un gran gusto y tenía la virtud de hacer resaltar el sentido Varios autores: Cómo era Carlos Marx según quienes lo conocieron 46 de la frase; en una palabra, impresionaba con gran fuerza. El efecto cómico producido por las primeras frases, emitidas con demasiada fuerza, se borraba desde el momento en que se veía que Marx había comprendido profundamente el papel del actor y entonces llegaba a la perfección.
Jenny, la mayor de las dos chicas (Tussy, es decir, Eleonora, que fue más tarde la señora Marx de Aveling, no había nacido todavía en aquel entonces) era el vivo retrato de su padre, los mismos ojos negros, la misma frente. La chiquilla tenía a veces éxtasis proféticos ; entraba en trances como la pitonisa: a través de sus ojos pasaban resplandores ardientes y se ponía a declamar de una manera casi siempre extraordinaria y fantástica. Un día, cuando regresábamos de Hampstead, atravesó uno de sus trances e improvisó en verso algo sobre la vida de las estrellas. La señora Marx, que había perdido ya varios hijos, se conmovió profundamente, pues le pareció que la precocidad de la pequeña era indicio de una enfermedad. "Moro" la tranquilizó; por mi parte le llamé la atención sobre el hecho de que la pitonisa, una vez terminado su éxtasis profético, saltaba en medio de una risa alegre, respirando salud por todos los poros. Sin embargo, Jenny murió joven, pero su madre no tuvo el dolor de sobrevivirla.
Conforme las niñas crecían, cambiaba el carácter de nuestras excursiones dominicales; a pesar de esto nunca sentimos la tristeza de pasearnos sin niños: siempre se renovaban los retoños y la aparición de los nuevos calmaba nuestros cuidados.
Marx perdió varios hijos, entre ellos dos varones; el uno, nacido en Londres, murió casi en seguida; el otro, nacido en París, falleció después de una larga enfermedad crónica: la muerte de este último fue un terrible golpe para Marx. Recuerdo aún las tristes semanas de aquella enfermedad, sin esperanza de curación. El chiquillo se llamaba Edgard, en recuerdo de su tío, pero era más conocido por nosotros con el sobrenombre de "Mosco; manifestaba gran inteligencia, pero desgraciadamente era muy enfermizo: el pobre pequeñito tenía dos ojos espléndidos y una cabeza que prometía mucho, pero que parecía demasiado pesada para su cuerpo raquítico. Si el pobre "mosquito" hubiera podido recibir cuidados constantes, a la orilla del mar o en el campo, tal vez se habría salvado; pero la vida errante, los viajes continuos y forzados, la existencia miserable que sobrellevó en Londres, no eran nada apropiados para preservar y proteger aquella frágil naturaleza en la lucha por la vida; el tierno amor de sus padres y los cuidados infinitos de su madre, fueron impotentes. "Mosco" murió. Nunca olvidaré esta escena... La madre abismada en un dolor mudo, inclinada sobre el cadáver de su hijo; Lenchen, de pie, muy cerca, sacudida por los sollozos; Marx víctima de una terrible excitación, rehusando duramente, casi con hostilidad, todo consuelo; las dos chiquillas, llorando dulcemente y estrechándose contra su madre. La madre, hundida en el dolor, anudaba convulsivamente sus brazos alrededor de las dos criaturas, como si hubiera querido fundirlas con ella y protegerlas contra la muerte que acababa de arrebatarle a su hijo...