WILHELM LIEBKNECHT

 

MARX Y LOS NIÑOS

 


Fuente digital de la versión al español: En Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Selección de textos), compilación publicada digitalmente, sin fecha, con el sello editorial de Omegalfa.es.
Datos sobre la publicación:  En la edición mencionada se indica: "Este libro, que he titulado '¿Cómo era Carlos Marx, según quienes lo conocieron?' es una recopilación de diversos textos obtenidos de las obras que se indican más abajo. Su lectura nos permite acercarnos a la figura humana de aquél extraordinario personaje. La maquetación y portada han sido realizadas por quien escribe estas líneas. No es, por tanto, una obra sometida a derechos comerciales."
HTML para marxists.org: Rodrigo Cisterna, 2015.


 

Marx, como todos los hombres de naturaleza fuerte y sana, amaba extraordinariamente a los niños. No era tan sólo el padre cariñoso, capaz de convertirse, durante horas enteras, en un niño entre sus hijos, sino que era el hombre poseído de una atracción magnética hacia los niños extraños, sobre todo hacia los niños abandonados y miserables que encontraba en su camino. Innumerables veces, cuando recorría los barrios pobres, se arrancaba de nosotros, deteniéndose a acariciar la cabecita de cualquier niño, poniéndose en cuclillas, ante el umbral de una casa pobre, y hasta deslizar un penique entre las manos del chiquillo. Marx era desconfiado respecto a los mendigos, pues la mendicidad en Londres ha tomado un carácter profesional; se ha convertido en un oficio, a pesar de que los que lo ejercen no reciban oro, sino monedas de cobre. Al principio, no rehusaba nunca, siempre tenía algo que dar, pero después no fue munificiente con mendigos ni mendigas. Guardaba cierto rencor principalmente contra aquellos que trataban de engañarlo mediante la ingeniosa exhibición de sus dolores o de sus enfermedades artificiales. Sentía una verdadera indignación, pues consideraba como una infamia particularmente vil, como una estafa de la pobreza, esta explotación de la piedad humana. A pesar de esto, si se le aproximaba un mendigo acompañado de un niño, Marx estaba perdido sin remedio. Por evidente que se hiciera la malicia en el rostro del mendigo, Marx no era capaz de resistir a los ojos suplicantes del chiquillo. Sentía la más viva simpatía, la más profunda compasión, al encontrarse con el sufrimiento o la debilidad física. Hubiera sido capaz de empeñarse en una lucha a golpes hasta la muerte, cuando un hombre pegaba a su mujer -pegar a las esposas estaba entonces de moda en Londres-. Dada su naturaleza impulsiva, no podía dominarse en tales ocasiones y muchas veces llegó a ponernos en apuros. Recuerdo que una tarde íbamos en un ómnibus a Hampstead Road, cuando vimos una aglomeración de gente delante de una taberna, de donde salían gritos desesperados: "¡Socorro!... ¡Al asesino!...". Marx saltó precipitadamente del ómnibus, y yo tras él, tratando de detenerlo, pues me parecía imprudente atrapar balas perdidas. Pero no fue posible y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en el centro de la multitud. ¿Qué pasaba allí? Lo que pasaba lo vimos demasiado pronto. Una mujer ebria disputaba con su marido, y éste trataba de llevársela a casa; la mujer resistía y gritaba como una endemoniada. Lo mejor era alejarse, pues no había razón para intervenir: nosotros lo vimos claramente y, mejor aún, la pareja que se golpeaba. Hicieron la paz en un segundo y avanzaron hacia nosotros, que nos hallábamos ya encerrados entre el círculo de la multitud, y nos amenazaron gritando "contra los malditos extranjeros".

La mujer se lanzó furiosa sobre Marx, tratando de prenderse de su magnífica barba negra. Traté de calmar la tempestad, pero en vano. Si no aparecen en este momento dos vigorosos policías, que intervinieron muy oportunamente el campo de batalla, hubiéramos pagado bien cara nuestra tentativa de mediación filantrópica. Tuvimos que agradecer la buena suerte de poder tomar un vehículo, sanos y salvos, y regresar a nuestra casa. Desde entonces, Marx fue un poco más prudente en esta clase de intervenciones.

Sólo después de haber visto a Marx con sus hijos se puede tener una idea de la profunda afección y de la simplicidad de este héroe de la ciencia. En sus ratos desocupados, durante sus paseos, los llevaba consigo y tomaba parte en todos sus juegos, los más divertidos y los más extravagantes. Era un verdadero niño entre los niños. Varias veces hemos jugado a "los caballeros", en Hampstead Heath. Marx cargaba a una de sus hijas sobre los hombros, yo hacía lo mismo con la otra y saltábamos y trotábamos a más y mejor. De vez en cuando nos enzarzábamos en incruentos combates de caballería. Como las dos chicas eran fuertes y recias como muchachos, podían soportar muy bien algunos encontronazos sin llorar.

La sociedad de los niños era una necesidad reparadora, una distracción plena de frescura, para Marx. Cuando sus hijos crecieron unos y murieron los otros, vino el turno de los nietos. Su hija Jenny, casada con Longuet, uno de los proscritos de la Comuna, trajo a la casa de Marx, algunos años después de la insurrección parisiense, varios chicos, unos terribles pilluelos. Jean o Johnny principalmente -que en breve deberá ir como voluntario a hacer "el servicio militar obligatorio" en Francia- era el preferido del abuelo. Podía hacer de éste lo que se le antojara y él lo sabía muy bien. Un día en que me hallaba de visita en Londres, Johnny, que se encontraba también de visita -sus padres lo enviaban de París varias veces al año- tuvo la peregrina idea de transformar a "Moro" en ómnibus: se acomodó a horcajadas sobre sus hombros y nos promovió a Engels y a mí al rango de caballos del ómnibus. Cuando estuvimos bien atados a los arreos, comenzó una carrera desatentada y salvaje en el pequeño jardín de la casa, detrás de las habitaciones de Marx, en Maitland Park Road. (Tal vez esto ocurrió en casa de Engels, en Regent Park, pues las casas ordinarias de Londres se parecen y sobre todo los jardines, tanto que uno llega a confundirlos. Algunos metros cuadrados de ripio y de césped: encima una capa tan espesa de "nieve negra" londinense, es decir, de copos de hollín, revoloteando aquí y allá, que es imposible distinguir donde comienza el césped y donde termina el ripio : tal es el "jardín" de Londres.)

Se dio la señal de la partida. ¡Arre!... ¡Huée!... Gritos internacionales: alemán, francés, inglés: "Go on!..." "Plus vite!..." "Hurra!...". Y he aquí a "Moro" obligado a galopar hasta que el sudor lo bañaba, y Engels y yo, que apenas tratábamos de ir despacio, recibíamos los latigazos del implacable conductor, que descargaba sobre nosotros, chillando: "¡Eh, caballejo... adelante!". Y esto continuó hasta que Marx, totalmente agotado, tuvo que parlamentar y concluir un armisticio con Johnny.

Era curioso y a veces hasta cómico ver el cambio que sufría Marx. En las conversaciones sobre economía y sobre política no retrocedía y empleaba las expresiones y las interjecciones más agrias y hasta cínicas. Ante las mujeres y en presencia de los niños tenía una delicadeza que muchas institutrices inglesas hubieran podido envidiarle. En los momentos en que la conversación recaía sobre un asunto escabroso, era víctima de una agitación nerviosa, se agitaba en su silla, bastante molesto y llegaba a sonrojarse como una niña de seis años. Nosotros, jóvenes proscritos, éramos un poco petulantes y nos gustaba cantar algunas canciones picantes. Un día, uno de nosotros, que tenía una hermosa voz -cosa rara, pues los hombres políticos, especialmente los comunistas y los socialistas, parecen andar peleados con la musa de la música-, se puso a entonar en casa de Marx la linda canción Joven, joven compañero..., no muy casta por cierto. La señora Marx no estaba en la sala, de otro modo no habríamos osado; no estaban ni Magdalena ni las chicas, de modo que creímos estar "entre nosotros". Marx comenzó a acompañar cantando, o mejor dicho, gritando con los otros, pero de pronto se agitó en el momento en que se oía ruido en la pieza vecina, ruido que denunciaba la presencia de varias personas. Marx, que seguramente oyó el ruido, se balanceó algunos instantes en su silla, mostrando una gran molestia y luego, levantándose bruscamente, con el rostro casi rojo, murmuró: "¡Silencio, silencio, las chicas!".

Sus hijas eran tan pequeñas que era imposible que la canción Joven, joven compañero... pusiera en peligro su pudor. Esto nos dio risa. Marx, confuso, balbuceó que no se tenía el derecho de entonar tales canciones delante de los niños. Desde entonces no volvimos a cantar más el Joven, joven compañero... ni otras canciones por el estilo, en casa de Marx. La señora Marx era mucho más rígida aún en lo que a esto concernía. Tenía una mirada que nos detenía la palabra a flor de labios, desde que ella sospechaba la menor falta de delicadeza. La señora Marx gozaba entre nosotros quizás de mayor autoridad que Marx mismo. "Esa dignidad, esa altivez...", que no era por cierto ajena a la familiaridad, obraba mágicamente sobre nosotros, completamente salvajes e incivilizados, impidiéndonos toda manifestación grosera o inconveniente. Me acuerdo mucho del espanto que causó un día al "lobo rojo" -no hay que confundirlo con el "lobo de prisión", Lupus. [El "lobo rojo" era Ferdinand Wolf (la palabra alemana Wolf significa "lobo"), colaborador de La Nueva Gaceta Renana. El "lobo de prisión" era Wilhelm Wolf, a quien Marx dedicó El Capital.] - Aquel lobo era demasiado miope y se había adaptado muy bien a las maneras parisienses: una tarde encontró en la calle una graciosa silueta femenina y se puso a seguirla. A pesar de sus múltiples rodeos y de sus repetidas vueltas alrededor de ella, la mujer no hizo caso; esto lo alentó tanto que llegó a aproximar su cara hasta el rostro velado... y, a pesar de su miopía, pudo distinguir las facciones, y "el diablo me lleveme decía muy agitado al día siguiente-era la señora Marx, en persona".

"¿Y qué te dijo?"

"Ni una palabra y esta es la desgracia."

"¿Y qué has hecho? ¿Te has excusado?"

"El diablo me lleve... me escapé."

"Pero es necesario que te excuses. La cosa no es tan grave."

Y este diablo de "lobo rojo", famoso por su imperturbable cinismo, no se atrevió a poner los pies en casa de Marx cerca de seis meses, a pesar de que yo le dije que, tanteando el terreno, había conversado con la señora Marx y que ella había estallado en una carcajada, recordando la cara descompuesta y aterrada del "lobo rojo", tan desgraciado en su papel de don Juan.

La señora Marx fue la primera en enseñarme lo que vale el poder educativo de la mujer. Mi madre murió dejándome muy pequeño, tanto que no guardo de ella sino una idea vaga y confusa, y luego siempre viví lejos de toda sociedad femenina, excepto en los primeros años de mi infancia, lo cual indudablemente hubiera contribuido a calmar y pulir mi carácter. Antes de encontrar a la señora Marx no había comprendido el sentido de las palabras de Goethe: "Si quieres aprender exactamente lo que es conveniente, dirígete a las mujeres nobles". Ella fue para mí, ora Ifigenia que humaniza y educa a los bárbaros, ora Eleonora que da la calma al que se hastía o duda. Fue a la vez una madre, una amiga, una consejera, una confidente. Para mí fue y sigue siendo el ideal de la mujer. Y debo repetirlo hoy: si yo no he fracasado en Londres -física y espiritualmente- es en gran parte gracias a ella.

Ella se me apareció como Leucotea al náufrago Odiseo, cuando yo creía hundirme a pique en el océano embravecido de mi miseria de proscrito, dándome el valor de volver a la superficie.

 

*    *    *

Nadie más generoso y justo que Marx en dar a los otros lo que les correspondía. Era demasiado grande para ser envidioso, celoso o vano. Pero sentía un odio mortal por la falsa grandeza y presunta fama, llena de incapacidad y vulgaridad fanfarronas, a la par que por lo falso y pretencioso.

De todos los hombres, grandes, pequeños o medianos que he conocido, Marx es uno de los pocos libres de vanidad. Era demasiado grande y demasiado fuerte para ser vanidoso, y demasiado orgulloso también. Nunca tuvo una pose, siempre fue él mismo. Era tan incapaz como un niño de llevar una máscara o de fingir. Salvo cuando motivos sociales o políticos así lo aconsejaban, siempre hablaba con toda claridad y sin reservas y su rostro era espejo de su corazón. Y, cuando las circunstancias exigían reserva, mostraba una especie de timidez infantil que a menudo divertía a sus amigos.

Jamás ha habido un hombre más veraz que Marx, era la verdad encarnada. Sólo con mirarle sabía uno con quien trataba. En nuestra "civilizada" sociedad con su perpetuo estado de guerra no siempre puede uno decir la verdad, pues sería convertirse en juguete del enemigo o exponerse a la proscripción social. Mas, si a menudo no es aconsejable decir la verdad, no siempre es necesario decir una falsedad. No siempre debo decir lo que pienso o siento, pero eso no significa que deba decir lo que no siento o pienso. Lo primero es sabiduría, lo otro hipocresía. Marx jamás fue hipócrita. Era absolutamente incapaz de ello, al igual que un niño no maleado. Su mujer le llamaba a menudo "mi niño grande", y nadie, ni siquiera Engels, le conoció o comprendió mejor que ella. En efecto, cuando se hallaba en lo que generalmente denominamos sociedad, donde todo se juzga por las apariencias y uno debe hacer violencia a sus propios sentimientos, nuestro "Moro" era como un gran muchacho y podía azorarse y sonrojarse como un niño.

 


Volver al Archivo