Derechos 2005 Aleida March, Centro de Estudios Che Guevara y Ocean Press. Reproducido con su permiso. Este material no se debe reproducir sin el permiso de Ocean Press. Para mayor información contactar a Ocean Press a: info@oceanbooks.com.au o a través de su sitio web en www.oceanbooks.com.au
para las gripes, cama
La moto resoplaba aburrida por el largo camino sin accidentes y nosotros resoplábamos cansados. El oficio de manejar en el camino cubierto de ripio dejaba de convertirse en un agradable pasatiempo para transformarse en una pesada tarea. Y todo un día en que alternadamente tomábamos el manubrio nos dejó a la noche con mucha más ganas de dormir que de hacer un esfuerzo y llegar a Chole-Choel, pueblo más o menos importante donde debía haber la posibilidad de un alojamiento gratuito. En Benjamín Zorrilla plantamos bandera y nos instalamos cómodamente en un cuarto de la estación que estaba desocupado. Dormimos como troncos.
A la mañana siguiente nos levantamos temprano, pero cuando fui a buscar el agua para el mate, sentí una sensación extraña que me recorría el cuerpo y enseguida un escalofrío. A los diez minutos temblaba como un poseído sin poder remediar en nada mi situación; los sellos de quinina no actuaban y mi cabeza era un bombo donde retumbaban marchas extrañas, unos colores raros pasaban, sin forma especial por las paredes y un vómito verde era el producto de desesperantes arcadas. Todo el día permanecí en el mismo estado, sin probar bocado, hasta que al entrar la noche me sentí con fuerzas como para trepar a la moto y dormitando sobre el hombro de Alberto, que manejaba, llegar a Chole-Choel. Allí visitamos al doctor Barrera, director del hospitalito y diputado nacional que nos trató con amabilidad, dándonos una pieza para dormir en el establecimiento. Allí se inició una serie de penicilina que me cortó la fiebre en cuatro horas, pero cada vez que hablábamos de irnos el médico decía moviendo la cabeza: “Para las gripes, cama.” (En la duda del diagnóstico se dio este.) Y pasamos varios días, atendidos a cuerpo de rey. Alberto me sacó una foto con mi indumentaria hospitalaria y mi aspecto impresionante, flaco, chupado, con ojos enormes y una barba cuya ridícula conformación no varió mucho en los meses en que me acompañó. Lástima que la fotografía no fuera buena, era un documento de la variación de nuestra manera de vivir, de los nuevos horizontes buscados, libres de las trabas de la “civilización”.
Una mañana el médico no movió la cabeza en la forma acostumbrada y fue suficiente. A la hora partíamos rumbo al oeste, en dirección a los lagos que era nuestra meta próxima. Nuestra moto marchaba con parsimonia, demostrando sentir el esfuerzo exigido, sobre todo en su carrocería a la que siempre había que retocar con el repuesto preferido de Alberto, el alambre. No sé de dónde había sacado una frase que atribuía a Oscar Gálvez: “En cualquier lugar que un alambre pueda reemplazar a un tornillo, yo lo prefiero, es más seguro.”
Nuestros pantalones y las manos tenían muestras inequívocas de que nuestra preferencia y las de Gálvez andaban parejas, al menos en cuestión alambre.
Ya era de noche y tratábamos de llegar a un centro poblado, puesto que carecíamos de luz y no es agradable pasar la noche al raso. Sin embargo, cuando ya íbamos caminando lentamente alumbrados por la linterna, se inició de golpe un ruido rarísimo que no atinábamos a identificar.
La luz de la linterna no bastaba para establecer la causa del ruido que erróneamente atribuímos a la ruptura de los arcos. Obligados a quedar en el lugar, nos aprontamos a pasar la noche lo mejor posible, de modo que preparamos la carpa y nos metimos dentro para ocultar nuestra hambre y sed (no había agua cerca ni teníamos carne), con un sueñito acorde con nuestro cansancio. Sin embargo, la brisa del anochecer no tardó en transformarse en un violentísimo viento que nos levantó la carpa dejándonos a la intemperie; el frío arreciaba. Debimos atar la moto a un poste de teléfono y, poniendo la lona de la carpa de resguardo, acostarnos detrás de ella. El viento huracanado impedía usar nuestros catres. La noche no fue muy linda, pero al fin el sueño pudo contra frío, viento y lo que viniera, y amanecimos a las nueve de la mañana, con el sol alto sobre nosotros.
A la luz del día pudimos ver que el famoso ruido era provocado por la ruptura del cuadro en la parte delantera. El problema era arreglar como se pudiera y llegar a un centro poblado donde pudiéramos soldar el caño roto. Nuestros amigos los alambres se encargaron de sacarnos provisoriamente del paso. Arreglamos todas las cosas y salimos sin saber bien a cuánto estábamos del centro poblado más próximo. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando vimos a la salida de la segunda curva que tomamos, una casa habitada. Nos recibieron muy bien y saciaron nuestra hambre con un exquisito asado de cordero. De allí caminamos veinte kilómetros hasta el lugar llamado Piedra de Águila donde pudimos soldar, pero ya era tan tarde que decidimos quedarnos a dormir en la casa del mecánico.
Matizado con algunas caídas sin mayor importancia para la integridad de la moto seguimos nuestro camino rumbo a San Martín de los Andes. Cuando faltaba poco para llegar, mientras manejaba yo, compramos nueva parcela en el sur, en una preciosa curva cubierta de ripio y a orillas de un arroyito cantarín. Esta vez la carrocería de la Poderosa sufrió desperfectos bastante graves que nos obligaron a demorar en el camino; para colmo, sucedió aquí uno de los más temidos accidentes para nosotros, pinchamos la goma trasera. Para arreglarla había que sacar todo el equipaje, sacar los “seguros” alambres con que la parrilla estaba “asegurada” y luego luchar con la cubierta que desafiaba la potencia de nuestras débiles palancas. El resultado de una pinchadura (trabajo por “fiaca”) era la pérdida de dos horas por lo menos. Avanzada la tarde entramos en una estancia del camino, cuyos dueños, unos alemanes acogedores, por rara coincidencia habían alojado tiempo ha un tío mío, viejo lobo del camino cuyas hazañas emulaba ahora. Nos convidaron a pescar en el río que pasaba por la estancia. Alberto echó la cuchara por primera vez y, sin tiempo para ver lo que sucedía, se encontró con una forma fugaz de reflejos iridiscentes que saltaban en la punta del anzuelo, era un arcoiris, precioso pescado de carne exquisita (por lo menos asado y con el hambre nuestra de condimento). Entusiasmado por su primera victoria, mientras yo preparaba el pescado seguía Alberto dale que dale con la cuchara, pero no picó ni uno más a pesar de las horas que siguió arrojando el anzuelo. Ya se había hecho de noche, de modo que tuvimos que quedarnos a dormir allí, en la cocina de los peones.
A las cinco de la mañana, el enorme fogón que ocupa el centro de la pieza en este tipo de cocinas se prendió y todo se llenó de humo y gente que le daba al mate amargo mientras algunos lanzaban maliciosas puyas sobre nuestro mate “añiñau”, como llaman en estas tierras el mate cebado dulce. Pero en general eran poco comunicativos, exponentes de la vencida raza araucana, conservan todavía la desconfianza al hombre blanco que lanzó sobre ellos tanta desdicha y ahora los explota. A nuestra pregunta sobre (co...)14 del campo, del trabajo de ellos, contestaban con un encogimiento de hombros y un: “no sé” o “será” con que apocaban la conversación.
Aquí mismo tuvimos la oportunidad de darnos una “tupitanga” de cerezas, a tal punto que cuando nos pasaron a las ciruelas tuve que plantar bandera y tirarme a hacer la digestión, mientras mi compañero comía algunas “por no despreciar”. Trepados a los árboles, comíamos ávidamente, como si nos hubieran dado un plazo terminante para acabar. Uno de los hijos del dueño de la estancia miraba con algo de desconfianza a estos “doctores” trajeados patibulariamente y con muestras de hambre bastante atrasada, pero se calló la boca y nos dejó comer hasta ese punto tan gustado por dos idealistas como nosotros, en que uno camina despacito de miedo de patearse el estómago al mover las piernas.
Después de arreglar el pedal de arranque y otros desperfectos, seguimos viaje a San Martín, adonde llegamos anocheciendo.
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