Escrito: Junio de 1956.
Traducción: Juan Ramón Capella (1969)
Esta edición: Marxists Internet Archive, abril de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren.
Nadie que haya visto y oído a N. S. Khrushchev hablando desde una tribuna o discutiendo con la gente dudará de la autenticidad del texto de su discurso secreto ante el XX Congreso del Partido Comunista soviético publicado por el Departamento de Estado norteamericano. Es probable que el texto tenga lagunas, y que, aquí o allá, la transcripción o la traducción no sean muy precisas. Sin embargo, está ahí la verdadera substancia: Khrushchev auténtico, que indirectamente dice sobre sí mismo casi tanto como sobre Stalin.
El estilo, como el hombre mismo, es descuidado, impulsivo, discursivo; casi caótico; pero, al mismo tiempo, es característicamente dinámico y firmemente plantado en tierra. No se trata de un teórico o de un historiador que ofrece una explicación marxista de la era stalinista, o que da ideas y generalizaciones analíticas. En este sentido, Khrushchev es incomparablemente inferior a los grandes críticos bolcheviques que denunciaron a Stalin antes que él: Trotsky, Bujarin, Rakovsky. Pero da, con gran diferencia, la imagen más viva de la era de Stalin o, en todo caso, de su fase final, e incidentalmente del mismo Stalin también. Nos lleva a los oscuros corredores y galerías del pasado reciente de Rusia como nos llevaría un minero, lámpara en mano, al fondo de una mina de carbón, y con su rudo puño de minero coloca dinamita bajo las rocas del stalinismo.
Su acción puede parecer incomprensible a los proveedores de clisés y simplificaciones sobre el período stalinista. ¿Cómo es posible — cabe preguntar — que un hombre de carácter tan porfiado, tan intrínsecamente independiente, de temperamento tan excitable e indomable, haya podido sobrevivir bajo el mandato de Stalin, y sobrevivir incluso en la propia cima de la jerarquía stalinista? ¿Cómo pudo dominarse Khrushchev, no traicionar lo que pensaba y ocultar su ardiente odio a Stalin? ¿Cómo se comportaba ante la escrutadora mirada del dictador cuando éste refunfuñaba: ”¿Por qué no me miras a los ojos hoy?”
No se trata aquí de analizar el funcionamiento de la mente de hombres como Khrushchev durante la era stalinista. He intentado hacerlo en otro lugar, por ejemplo, en mi libro Rusia después de Stalin. Pero aquí bien puede decirse que en este minero e hijo de minero elevado a su posición actual cabe percibir todavía algo de aquel espíritu paciente y tenaz, pero también astuto y despierto, que caracterizó al antiguo obrero ruso, cuando minaba por debajo el trono del zar. A ese espíritu han venido a añadirse ahora nuevos horizontes mentales, una nueva capacidad para la organización y una insólita modernidad. Cuando uno observa a Khrushchev (incluso, como le he observado yo, con un cierto prejuicio contra él), llega a pensar que probablemente es todavía el trabajador ruso (o ruso-ucranio), el obrero ruso que interiormente ha permanecido fiel a sí mismo incluso dentro de la camisa de fuerza stalinista, que durante años ha reunido vigor y aumentado de talla, que ha crecido hasta hacer estallar la camisa. Se podría decir incluso que, a través de Khrushchev, la antigua y reprimida tradición socialista de la clase obrera rusa se toma una lejana y disimulada venganza del stalinismo.
Pero Khrushchev también da la impresión de ser un actor que aun representando su propio papel con enorme confianza en sí mismo, solamente es semiconsciente de su propio lugar en el gran drama, complejo y sombrío, en que se ha visto implicado. Su largo y agresivo monólogo es un grito del corazón, un grito sobre la tragedia de la revolución rusa y del Partido Bolchevique. Pero es solamente un fragmento de la tragedia. Él mismo no esperaba dar este grito. Incluso unos pocos días antes de pronunciar el discurso secreto no sabía lo que iba a hacer o, en cierta medida, no sabía lo que iba a decir. La compostura misma del discurso muestra que habló más o menos improvisadamente: salta de cuestión a cuestión de manera casi indiscriminada; se aventura espontáneamente por caminos laterales, y parece apuntar recuerdos, confidencias, o hacer apartes a medida que se le ocurren. Por su irregularidad, este discurso, pronunciado en la sesión de clausura del Congreso, el 25 de febrero, contrasta curiosamente con su propia alocución formal pronunciada en la sesión inaugural diez días antes. Los dos discursos contrastan curiosamente también en lo que se refiere al contenido. En su alocución inaugural, Khrushchev, por ejemplo, decía:
”La unidad de nuestro partido se ha formado a lo largo de años y decenios. Ha crecido y se ha templado en la lucha contra muchos enemigos. Los trotskistas, los bujarinistas, los nacionalistas burgueses y otros muchos malvados ”enemigos del pueblo”, paladines de una restauración capitalista, han hecho esfuerzos desesperados por romper desde dentro la unidad leninista de nuestro partido, y todos ellos se han roto la cabeza contra nuestra unidad.”
Estas palabras podrían ser de Stalin. Sin embargo, diez días después, Khrushchev arguye como sigue:
”Fue Stalin quien creó el concepto de ”enemigo del pueblo”. Este término hacía innecesario automáticamente que los errores ideológicos de un hombre o de unos hombres implicados en una controversia fueran probados; este término hizo posible el uso de la más cruel represión... contra todos los que de algún modo no estuvieran de acuerdo con Stalin.”
Y luego Khrushchev llega a decir que los trotskistas, los bujarinistas y los llamados nacionalistas burgueses, independientemente de sus faltas, no eran enemigos del pueblo, que no era necesario aniquilarlos y que no se habían ”roto la cabeza” contra la ”unidad leninista” del partido sino contra el despotismo de Stalin.
El orador a quien escuchó el Congreso el 25 de febrero era un hombre muy diferente del que había escuchado diez días antes. ¿Qué había ocurrido, durante esos diez días, para cambiarle tan radicalmente? Está claro que, durante ese intervalo, debió ocurrir algún acontecimiento dramático todavía no revelado; algo que mostró a Khrushchev que no podía permanecer en lo alto del muro y que debía descender a uno u otro lado del conflicto entre stalinismo y antistalinismo. ¿Acaso el pequeño grupo de viejos bolcheviques, destrozados en los campos de concentración de Stalin, que habían ido al salón de la conferencia como invitados de honor, inició una demostración de protesta que conmovió la consciencia de la asamblea? ¿Fueron tal vez los delegados jóvenes, que se habían formado en el culto a Stalin, tan inquietos tras las primeras alusiones ambiguas de Khrushchev sobre Stalin (y todavía más tras las más claras observaciones de Mikoyan), los que le obligaron a descender al ruedo y agarrar el toro por los cuernos?
Ocurriera lo que ocurriese, Khrushchev tuvo que dar una respuesta en el acto; y la respuesta fue una acusación contra Stalin.[1] Para justificar su nueva actitud ordenó, indudablemente con la aprobación del Presidium, que se distribuyera a los delegados el testamento de Lenin, aquel testamento ocultado durante tanto tiempo en el que Lenin recomendaba al partido la eliminación de Stalin del cargo de secretario general, el testamento por cuya publicación y ejecución clamó en vano durante años la oposición antistalinista.
Para el estudioso de los asuntos soviéticos, las revelaciones de Khrushchev dicen pocas cosas que sean realmente nuevas. Un biógrafo de Stalin halla en ellas a lo sumo unos cuantos ejemplos más de cuestiones conocidas. Khrushchev confirma en todos sus detalles la descripción dada por Trotsky de las relaciones entre Lenin y Stalin hacia el final de la vida de Lenin. Los antiguos críticos de Stalin han mostrado acertar en lo que habían dicho acerca de su método de colectivización, sobre las purgas y sobre las ”quintas columnas” trotskista y bujarinista, en cuya realidad prefirieron creer en otro tiempo no solamente los comunistas, sino también los conservadores, los liberales y los socialistas occidentales. Y tampoco hay nada que sorprenda al historiador en las revelaciones de Khrushchev sobre el papel de Stalin en la última guerra y sobre sus equivocaciones y errores de cálculo.[2]
Pero no hay que juzgar lo hecho por Khrushchev desde el punto de vista del historiador. No hablaba para estudiosos, sino para hombres y mujeres de una nueva generación comunista; y, para éstos, sus palabras fueron como un choque titánico, como el comienzo de un profundo cataclismo intelectual y moral.
Consideremos solamente cómo el esbozo del carácter de Stalin, trazado al azar pero con extrema viveza por Khrushchev, puede afectar a los comunistas educados en el culto a Stalin. Ahora éstos veían al ”Padre de los Pueblos”, enclaustrado como estaba en el Kremlin, negándose durante los últimos veinticinco años de su vida a dar un vistazo a una aldea soviética — a una nueva aldea colectivizada —; negándose a descender a una fábrica y enfrentarse a los obreros; negándose incluso a echar una ojeada al Ejército del que era generalísimo, dejado solo para visitar el frente; gastando su vida en un mundo medio real y medio ficticio de estadísticas y engañosos documentales de propaganda; planeando impuestos imposibles de recaudar; trazando líneas de frente y líneas de ofensiva en un globo terráqueo de su despacho; viendo enemigos arrastrarse hacia él por todos los rincones; tratando a los miembros de su propio Politburó como a despreciables lacayos, negándose a admitir a Vorochilov a las sesiones, cerrándole la puerta en las narices a Andreyev, o reprimiendo a Molotov y Mikoyan; ”ahogando” a sus interlocutores ”moral y físicamente”; tirando de los hilos de los grandes juicios de las purgas; comprobando y firmando personalmente 383 listas negras con los nombres de millares de miembros del partido condenados; ordenando a los jueces y a los hombres de la N.K.V.D. que torturaran a las víctimas de las purgas y obtuvieran confesiones; ”planificando” la deportación de pueblos enteros y rabiando de impotencia ante las dimensiones del pueblo ucranio, demasiado grande para ser deportado; muriéndose de envidia por el prestigio militar de Zhukov; ”empujando con el dedo meñique” a Tito y aguardando su inminente caída; rodeado de densas nubes de incienso y, como un opiómano, suspirando por más; insertando, de su puño y letra, pasajes de alabanza de su ”genio” — ¡y de su modestia! — en la laudatoria biografía oficial y en los manuales de historia; diseñándose monumentos mastodónticos, enormes y monstruosamente feos, a sí mismo, e incluyendo su propio nombre en el nuevo himno nacional que había de sustituir a la Internacional. Así mostró Khrushchev ante su partido al enorme, torvo, voluble y morboso monstruo humano ante el cual habían permanecido postrados los comunistas durante un cuarto de siglo.
Y, sin embargo, Khrushchev añadía que ”Stalin estaba convencido de que todo esto era necesario para la defensa de los intereses de la clase obrera contra la conjura de sus enemigos y contra el ataque del campo imperialista”. Cuando barruntaba que incluso los que le eran más próximos no compartían sus fobias y sospechas, Stalin se retorcía las manos desesperado. ”¿Qué haríais sin mí? — rezongaba —. ¡Sois celosos como niños!” ”Pensaba esto — asegura nuevamente Khrushchev al Congreso — desde la posición del interés de la clase obrera... del socialismo y del comunismo. No podemos decir que fueran acciones de un déspota caprichoso... ¡Ahí reside toda la tragedia!”
Sin embargo, la causa principal de la tragedia permanece oculta para Khrushchev. Todo su discurso consiste en la denuncia del culto del héroe, pero no es nada más que culto del héroe al revés. Hay un solo y único tema: el poder, el poder sobrehumano del usurpador que se colocó a sí mismo ”por encima del partido y por encima de las masas”. Khrushchev arguye pasaje tras pasaje que todos los males que el Partido Comunista, el pueblo soviético y el movimiento obrero internacional han padecido durante tanto tiempo provienen de ese único ”individuo”. Pero luego nos dice en otros tantos pasajes que es una grave equivocación imaginar que un hombre pudiera ejercer tanta influencia en la historia, pues quienes han hecho realmente la historia soviética han sido las masas, el pueblo, y el ”Partido Bolchevique militante”, formado e inspirado por Lenin.
¿Dónde estaba pues ese ”partido militante” cuando Stalin ”se colocó a sí mismo por encima de 'él”? ¿Dónde estaban su militancia y su espíritu leninista? ¿Cómo y por qué pudo el déspota imponer su voluntad a las masas? ¿Y por qué se sometió tan pasivamente ”nuestro heroico pueblo”?
Khrushchev no responde a estas cuestiones, que tienen sin embargo una sólida base en la Weltanschauung marxista. Con todo, si se admite que la historia no la hacen los semidioses, sino las masas y las clases sociales, todavía hay que explicar el surgimiento de este particular semidiós; y solamente es posible explicarlo por la situación de la sociedad soviética, por los intereses del Partido Bolchevique y por el estado de ánimo de su dirección. Pero tan pronto como descendemos con Khrushchev a este abismo de la reciente historia soviética su lámpara se apaga, y, nuevamente, nos vemos envueltos por la oscuridad, por una niebla impenetrable.
La evolución política del régimen soviético puede dividirse a grandes rasgos en tres grandes fases. En la primera los bolcheviques, dirigidos por Lenin, crearon su monopolio del poder, el sistema de un solo partido, en el que veían el único modo de conservar el gobierno y salvaguardar la Revolución de Octubre contra los enemigos internos y exteriores. Sin embargo, tras haber eliminado los demás partidos, el Partido Bolchevique mismo se dividió en varias facciones que se enfrentaban entre sí con fuerte hostilidad. El sistema de un solo partido se convirtió en una contradicción en sus propios términos, pues el partido único se había fragmentado al menos en tres partidos.
En la segunda fase, el gobierno del partido único fue sustituido por el gobierno de una sola facción, la encabezada por Stalin. Se proclamó el principio del partido ”monolítico”. Stalin argüía que solamente un partido que no permitiera que surgieran en su seno diferentes corrientes de opinión podría salvaguardar su monopolio del poder. Sin embargo, el gobierno de la facción única también mostró ser una quimera. Cuando hubo conseguido el dominio completo, la facción victoriosa, al igual que anteriormente el partido victorioso, fue asolada por rivalidades y divisiones internas.
En la tercera y última fase, el gobierno de la facción única abrió paso al gobierno del dirigente único, el cual, por la naturaleza de todo el proceso, tenía que ser intolerante frente a todo potencial desafío a su autoridad, estar continuamente en guardia, sospechando constantemente, y tender en todo momento a imponer su voluntad. Así culminó el monopolio del poder.
El Partido Bolchevique, mientras eliminaba a los demás partidos, o sea, hasta el año 1921, era todavía internamente libre y gobernado democráticamente. Pero, tras haber privado a los demás de la libertad, no podía menos que perder la suya. Lo mismo le ocurrió después a la facción stalinista. Entre 1923 y 1930 destruyó la ”democracia interna del partido” para sus adversarios; sin embargo, todavía era gobernada más o menos democráticamente. Al final, con todo, tuvo que rendir su libertad a su propio dirigente.
De fase a fase el monopolio del poder se hizo todavía más estricto. Y cuanto más estricto era, más duramente y con menos escrúpulos tenía que ser defendido, y más escasas y débiles eran las inhibiciones y las influencias restrictivas. Los primeros bolcheviques estimaban demasiado la discusión en sus propias filas para ser capaces de aplicar la prohibición de la misma fuera de ellas por medio de algo semejante a la violencia stalinista. E incluso la facción stalinista, antes de sucumbir ante Stalin, únicamente expulsó y exiló a sus adversarios; no llegó siquiera a contemplar el dénouement sangriento de los grandes juicios de las purgas. Stalin tuvo que eliminar su propia facción antes de iniciar el holocausto.
Cada una de las fases de esta evolución se desprendía inexorablemente de la precedente: el gobierno del dirigente único, del gobierno de la facción única; y éste, del gobierno del partido único. Lo que dio impulso a todo el proceso, lo que le dio su crueldad y sus convulsiones, fueron las tensiones sociales de un país que había sido arruinado primero, que luego moría de hambre tras siete años de guerra, revolución y guerra civil, que finalmente fue empujado a la industrialización y a la colectivización forzada, arrojado a una guerra devastadora y a las carreras de armamentos, y al que se exigía un fuerte sacrificio, una rígida disciplina y una coerción masiva, todo lo cual proporcionaba a Stalin justificaciones y pretextos para su uso y abuso del monopolio del poder.
Stalin no aparece, pues, como un diabolus ex machina. Pero como un diabolus ex machina le presenta Khrushchev. No es difícil adivinar por qué ve a Stalin de este modo. Khrushchev y sus colegas representan a la facción stalinista o, más bien, lo que queda de ella más de veinte años después de su supresión. Se trata de una facción diferente de la de hace veinte años. Domina un país diferente — la segunda potencia industrial del mundo. Encabeza un ”campo socialista” diferente, que comprende la tercera parte de la humanidad. Es más rica en experiencia y en comprensión profunda, que ha pagado a un elevado precio. Está ansiosa de comprender lo que le ha ocurrido, y, probablemente, está intranquila por su propio pasado misterioso. Pero sigue siendo todavía la facción stalinista, que intenta afinar su antiguo eje y abrirse paso en el embrollo de su propia experiencia y de sus puntos de vista tradicionales, aunque ahora insostenibles.
Khrushchev ha descrito cómo los miembros del Presidium, los hombres que gobiernan la Unión Soviética y dirigen su enorme y nacionalizada economía (¡el mayor establecimiento individual del mundo!), pierden días y semanas escudriñando los archivos de la N.K.V.D., interrogando a los funcionarios que en otro tiempo dirigieron las purgas y obtuvieron confesiones, y reviviendo en sus pensamientos la larga pesadilla del pasado. Pero la comprensión de que son capaces los miembros del Presidium, especialmente los mas antiguos, tiene sus limitaciones, formadas históricamente, y son incapaces de trascenderlas. No pueden ver conde y por qué las cosas ”han ido mal”. Quisieran borrar, si fuera posible, el último capítulo de su historia, el único en que Stalin oprimió y ”traicionó” a sus propios partidarios. Pero todavía quisieran pensar que todo lo sucedido en los capítulos anteriores estaba justificado y era beneficioso, que no había conducido necesariamente al desastre y a la vergüenza final.
Denuncian a posteriori el gobierno del dirigente único, pero no ven nada malo en el gobierno de la facción única, el cual estaba arraigado, a su vez, en el gobierno del partido único. Quisieran seguir siendo stalinistas sin Stalin y contra él, y recuperar el espíritu del stalinismo ”sano” e ”inocente” de los años veinte, de aquel stalinismo que todavía no había manchado sus manos en la sangre de la vieja guardia bolchevique y en la sangre de masas campesinas y obreras. No comprenden que el stalinismo ”enfermo” de los últimos tiempos procedía del stalinismo ”sano” anterior, y que no era solamente el carácter cruel y antojadizo de Stalin el responsable de ello.
Este punto de vista domina todo el razonamiento de Khrushchev. Dicta el alcance y la naturaleza de sus revelaciones. Puesto que Khrushchev defiende a la vieja facción stalinista ”traicionada” por Stalin, sus pruebas contra éste muestran amplias lagunas y son, con excesiva frecuencia, ambiguas a pesar de la brusquedad del lenguaje que utiliza y del sorprendente carácter de los hechos que revela.
Khrushchev construye su acusación contra Stalin sobre tres conjuntos de hechos: la denuncia de Lenin, en su testamento, de la ”brutalidad y falta de lealtad” de Stalin, el papel de Stalin en las purgas, y las equivocaciones de Stalin en la dirección de la guerra. En cada uno de los casos trata los hechos de manera selectiva, de modo que se conviertan más en una prueba contra Stalin que en una prueba contra la facción stalinista.
Invoca el fantasma de Lenin porque solamente con este aliado de su parte puede confiar, tras treinta años de culto stalinista, en derribar el fantasma de Stalin. Cita los pasajes del testamento de Lenin dirigidos directamente contra Stalin, pero silencia todo lo que dijo Lenin en favor de Trotsky y Bujarin. Nos asegura que ahora contempla ”objetiva e imparcialmente” las viejas disputas del partido, pero califica todavía a Trotsky y Bujarin de ”enemigos del leninismo”, aunque no ya de ”enemigos del pueblo”. A la luz del testamento de Lenin, el trotskismo y el bujarinismo pueden considerarse vástagos del leninismo, al menos tan legítimos como el stalinismo inicial. El testamento, por consiguiente, no fue al principio publicado en Rusia: únicamente fue distribuido a los delegados al XX Congreso.[3] Pero incluso en su discurso secreto Khrushchev cuida de no utilizarlo demasiado extensamente.
Más elocuentes todavía son las lagunas en la historia de las purgas que hace Khrushchev. Comienza con oscuras observaciones acerca del asesinato de Kirov en 1934, el acontecimiento que desencadenó el alud de terror. Alude a la connivencia de Stalin con el crimen, pero añade que nada es seguro, y deja el misterio tan oscuro como antes. Luego da una horrible descripción, más o menos detallada, de las purgas secretas de Eikhe, Postyshev, Kossior, Chubar, Mezhlauk y Rudzutak, que perecieron entre 1937 y 1940, y de la purga de Voznessensky en 1950. Pero no tiene nada que decir explícitamente de los juicios de las purgas de 1936-1938, que estremecieron al mundo y en los cuales los acusados eran hombres de fama mundial, los dirigentes reconocidos del bolchevismo, del Ejército Rojo, de la, diplomacia soviética y de la Internacional Comunista. No revela nada de la historia interna de las purgas de Zinoviev, Kamenev, Bujarin, Radek, Rakovsky, Pyatakov, y Tukhachevsky. No dice nada del asesinato de Trotsky, que fue instigado por Stalin y Beria. Eikhe, Postyshev y Chubar eran, comparativamente, figuras insignificantes: sus nombres significan poco o nada no solamente para el mundo exterior, sino incluso para la joven generación soviética. Pero fueron hombres de la facción stalinista, y, por medio de Khrushchev, la facción honra en ellos a sus mártires.
Es comprensible que la facción stalinista rehabilite a los suyos, que rinda homenaje a sus mártires y que descubra el velo del cáliz de sufrimientos que derramó su propio dirigente. Solamente los más ruines enemigos pueden entregarse a la Schadenfreude con este espectáculo, o burlarse de la nota trágica que vibra todo a lo largo del discurso de Khrushchev. Khrushchev ha revelado la enormidad del pogrom infligido por Stalin a sus propios partidarios. No sin razón insiste tanto en el destino de los delegados al VII Congreso, que tuvo lugar en 1934. En esta asamblea la facción stalinista celebró su triunfo final sobre todos sus adversarios, y en los anales del partido se alude al Congreso como ”el Congreso de los Vencedores”. De los casi 2.000 delegados ”vencedores” asistentes al Congreso, aproximadamente el 60 % fueron, según Khrushchev, ”detenidos bajo la acusación de delitos contrarrevolucionarios (la mayoría en 193738)”. De los 139 miembros del Comité Central elegidos entonces, ”98 personas, esto es, el 70 %, fueron detenidos y fusilados (la gran mayoría en 1937-38)”. Así, solamente en estos años Stalin aniquiló entre el 60 y el 70 % de los cuadros dirigentes de su propia facción; las víctimas entre los cuadros inferiores y la base fueron innumerables.
La opinión pública de fuera de Rusia, en los últimos años, se ha hecho consciente del destino de los antistalinistas víctimas del terror. Pero ¿acaso no advierten Khrushchev y sus compañeros la impudicia de su atención exclusiva a sus propios mártires stalinistas? ¿Creen realmente que un Trotsky, un Zinoviev, un Bujarin, un Tukhachevsky o un Rakovsky, por no hablar de otros, serán olvidados, mientras que un Eikhe y un Postyshev no lo serán?
A lo largo de toda la acusación de Khrushchev a Stalin se escucha el motivo de la autojustificación. Nos sentimos como si estuviéramos en un tribunal y oyéramos a un fiscal que, mientras acumula acusaciones contra el hombre del banquillo, ha de recordar en todo momento que debe probar también que él, el acusador, y sus amigos, no comparten ninguna culpa de los crímenes del acusado. Fácilmente creemos en la culpabilidad de éste, pero nos preguntamos si el fiscal no habrá ido demasiado lejos en su autojustificación. Experimentamos incluso la oculta sospecha de que para excusarse a sí mismo puede haber pintado un poco más negro, aquí y allá, el carácter del acusado.
”Todo dependía de la obstinación de un hombre”, repite una y otra vez Khrushchev. Pero si es así, ”camaradas, os preguntaréis: ¿dónde estaban los miembros del Buró Político...? ¿Por qué no se impusieron...? ¿Por qué sólo se hace esto ahora?”. Estos porqué resuenan en los oídos de Khrushchev como zumbidos odiosos, y trata de acallarlos con cierta irritación. Y sin querer demuestra solamente que estaba en juego mucho más que la ”obstinación de un hombre”. Stalin gozaba de un campo tan amplio para su obstinación solamente porque Khrushchev y los que eran como él le reconocían como dirigente suyo y aceptaban su voluntad.
Khrushchev recuerda cómo al principio todos confiaban en Stalin y le siguieron celosamente en su lucha contra las demás facciones bolcheviques hasta que se hizo tan poderoso que ellos mismos quedaron sin ningún poder. Muestra que incluso cuando podían haber llegado a actuar contra él no quisieron hacerlo. Relata que en 1941, cuando el Ejército Rojo vaciló tras el primer asalto de Hitler, el ánimo de Stalin se derrumbó; se encerró, sombrío y abatido, en su tienda de campaña. Puede parecer que existía la oportunidad de que los dirigentes del partido prescindieran de él. En vez de hacerlo, le enviaron una delegación para suplicarle que tomara las riendas nuevamente, y, al proceder así, se condenaron a sí mismos y condenaron al país a otros doce años de terror y degradación. Ninguno de ellos tenía la confianza y el valor de Trotsky, quien ya en 1927 había previsto semejante giro de los acontecimientos y dicho (en su famosa ”Tesis Clemenceau”) que en una crisis semejante el deber de los dirigentes del partido sería derribar a Stalin para dirigir la guerra más eficazmente y conducirla a un final victorioso.
El Politburó de 1941 temía que un cambio de dirección en mitad de la guerra diera un golpe demasiado peligroso a la moral, y se unió en torno a su opresor. Debe advertirse que no se trataba de la primera situación de esta clase. De idéntica manera, el Politburó había levantado a un Stalin sombrío y abatido en su sillón nueve años antes, en el punto culminante de la colectivización. En todos los peligros importantes el Politburó sentía la necesidad del ”brazo fuerte” y volvía a Stalin solamente para gemir bajo él años después. Habían elevado su autoridad hasta lo más alto del cielo y así, en una crisis, advertían que no tenían autoridad suficiente para ocupar su lugar. Como la historia de la Unión Soviética fue una serie de peligros y crisis, la facción stalinista estuvo siempre en un callejón sin salida que era incapaz de evitar, a pesar de que para muchos de sus miembros y de sus dirigentes el callejón sin salida fue su sepultura.
Inevitablemente se plantea la cuestión de si durante todos esos años algunos miembros del grupo gobernante trataron de destruir la pesadilla. No hubiera sido natural que no se tramaran conjuras contra Stalin entre quienes le rodeaban. Si Khrushchev y sus colegas pensaban realmente que ”todo dependía de la obstinación de un hombre” (cosa que nunca pensaron Trotsky, Zinoviev y Kamenev), ¿acaso no podían haber concluido algunos de ellos que el medio de zafarse era eliminar a este hombre? Khrushchev nos dice que Postychev, Rudzutak y otros destacados stalinistas llegaron a oponerse realmente a Stalin. Pero también aquí silencia muchas cosas, y la historia de la oposición stalinista a Stalin queda por descubrir.
El historiador advierte otra contradicción en el testimonio de Khrushchev, que comparte con Trotsky la valoración de Stalin, aunque en Khrushchev la contradicción es, naturalmente, mucho más cruda. Khrushchev destaca tanto las realizaciones como los fracasos de la era de Stalin. Para las realizaciones — avance industrial, progreso educativo, economía planificada, victoria en la guerra — ensalza a las masas, al pueblo, al partido, la doctrina leninista e incluso al Comité Central, al acobardado y dócil Comité Central de la era staliniana. Para los fracasos condena únicamente a Stalin. Este reparto de alabanzas y condenas es demasiado limpio para resultar convincente. Es innecesario decir que la aportación personal de Stalin a los aspectos negros de la vida soviética fue excepcionalmente fuerte. Pero quizás el atraso y la apatía de las masas y la ceguera y estupidez en el partido también tengan algo que ver con los fracasos.
Si las cualidades de un solo hombre fueron la razón, por ejemplo, de los desastres militares soviéticos de 1941-42, ¿no hay que atribuirles también, en cierta medida, las victorias de 1943-45? Si todas las grandes decisiones políticas y estratégicas fueron adoptadas exclusivamente por Stalin, como dice Khrushchev, entonces resulta cuando menos ilógico negar a Stalin todo crédito para sus resultados.
A veces la argumentación de Khrushchev tiene resonancias de Tolstoy: en La Guerra y la Paz, Tolstoy afirma que las ideas, planes y decisiones concebidas por emperadores, generales y ”grandes hombres” carecen de sentido y de valor, y que solamente las innumerables acciones espontáneas y no coordinadas de las masas populares anónimas modelan la historia. Pero Tolstoy es coherente: afirma que los ”grandes hombres” no tienen en la historia una influencia especial, ni para bien ni para mal, mientras que el actual grupo dirigente soviético parece jugar a ganar siempre con el fantasma de Stalin.
Como reacción contra el culto a Stalin, esto es inevitable y tal vez incluso saludable. No es la primera vez en la historia que una orgía de iconolatría va seguida de un ataque de iconoclastia. En cierto sentido, el hombre que aplasta a su ídolo se halla por encima de quien se postra ante él; su comprensión se halla más cerca de la verdad, pero es todavía una comprensión negativa y limitada solamente. La comprensión superior del pasado que la Rusia post-stalinista ha de alcanzar todavía, trascenderá sin duda la iconolatría y la iconoclastia.
Independientemente del vigor con que Khrushchev argumente una excusa para él y para su grupo, lo que prueba es solamente una excusa a medias. Este acusador particular no puede convencernos de que no ha sido el cómplice del acusado, y, a lo sumo, nos convence de que ha sido cómplice a la fuerza. Se refiere a Beria como un ”villano que trepó hasta el gobierno encaramándose sobre incontable número de cadáveres”. ¡Cuán cierto! Pero ¿fue solamente Beria? ¿Cuántos de los que subieron la escala del gobierno bajo Stalin no treparon sobre los cadáveres de sus camaradas? Uno quisiera saber si Beria, en el caso de que se le hubiera concedido un juicio público, habría usado en su propia defensa los mismos argumentos que utiliza Khrushchev. ¿No los empleó en el juicio secreto?
Sin embargo, no es necesario ir tan lejos. Khrushchev describe horrorizado el carácter de un antiguo funcionario que tomó parte en la preparación de las purgas de 1937-38 y que obtuvo confesiones. Ese funcionario fue conducido ante el Presidium e interrogado. ”Es — dice Khrushchev — una persona vil, con el cerebro de un mosquito y completamente degenerado moralmente.” Tampoco aquí necesitamos dudar de la verdad de la descripción: las cualidades del hombre eran evidentemente apropiadas para su función. Sin embargo, ¿qué pesa en su defensa este carácter repulsivo? Sus alegaciones, tal como las describe Khrushchev, son que actuó por órdenes superiores que consideraba un deber obedecer como miembro del partido, y que no podía hacer otra cosa. Khrushchev rechaza indignado esta apología como carente de valor. Pero casi a renglón seguido emplea la misma apología para sí y para los demás miembros del Politburó: bajo Stalin — dice — ”nadie podía expresar su voluntad”.
La tragedia de la Rusia contemporánea es que toda la élite de la nación, sus intelectuales, sus funcionarios y todos sus elementos con sentido político comparten, en uno u otro grado, la culpa de Stalin. Probablemente nadie en Moscú que se presentara hoy como acusador y juez de Stalin podría demostrar al mismo tiempo estar libre de culpa. Stalin convirtió a toda la nación, y en todo caso a sus elementos educados y activos, en cómplices suyos. Quienes se negaron a cumplir sus órdenes perecieron con pocas, muy pocas, excepciones, hace ya mucho.
Tal es el poco propicio panorama en el que se está llevando a la práctica la destalinización. El hecho de que se esté realizando a pesar de todo muestra en qué medida se ha convertido en una necesidad nacional para la Unión Soviética. Pero los iniciadores y agentes de la destalinización se hallan inevitablemente manchados a su vez por el stalinismo, y no se dispone inmediatamente de otro material humano. Parafraseando una famosa frase bolchevique, el edificio de la sociedad post-stalinista ha de ser construido con el material de la Rusia stalinista.
Independientemente de lo que se diga de Khrushchev y sus colegas, el golpe que ha asestado al stalinismo es mucho más que una maniobra táctica, y mucho más que la jugada de un dictador ansioso de encumbrarse a expensas de su predecesor. Khrushchev no solamente ha denunciado a Stalin, sino el stalinismo; no solamente al hombre, sino su método de gobierno, y esto hace que la continuación del método y su revivir sean casi imposibles. Solamente ha llegado a formular la acusación de la facción stalinista contra Stalin, y ha eliminado la acusación contra la facción stalinista. Pero, después de todo, ha sido incapaz de limitarse a la rehabilitación exclusiva de los stalinistas. La lógica de su argumentación le conduce a rehabilitar también, de manera vacilante y de no muy buena gana, a los mártires del antistalinismo. Ha leído cartas de Lenin y de N. Krupskaya por las cuales el partido ha sabido que no eran Stalin y Molotov, sino Zinoviev y Kamenev (a los cuales el propio Khrushchev había descrito pocos días antes como ”enemigos del pueblo”) los hombres que habían permanecido más vinculados al fundador del bolchevismo. Añadía que si el partido hubiera tratado sus problemas al modo leninista, y no a la manera stalinista, habría actuado con tolerancia respecto de esos ”enemigos del pueblo”, incluso a pesar de estar en desacuerdo con ellos.
Estas cosas no eran precisamente pequeñeces. Khrushchev no estaba gritando simplemente contra la sangre derramada. Velis nolis, había hecho saltar la idea del partido monolítico y del Estado monolítico en que todos debían creer. En términos de revisión histórica, estaba proclamando un nuevo principio que legalizaba la pluralidad de opiniones, las diferencias de opinión y la controversia. Y además justificó y acrecentó esta nueva actitud al rechazar enfáticamente la teoría de Stalin, que había servido al Gobierno de excusa moral para el terror impuesto, de que a medida que Rusia progresara en el camino hacia el socialismo los conflictos de clase se harían más agudos y los ”enemigos de clase” se convertirían en más peligrosos. En contra de ello, Khrushchev insistió en que los conflictos de clase se atenuaban, y en que los enemigos de clase disminuían y se hacían menos peligrosos y menos ofensivos, y que no era necesario combatirlos de la manera en que se había hecho hasta entonces.
Al aclamar esta opinión, el XX Congreso hizo añicos el sistema de gobierno por el terror legado por Stalin. Dio también un nuevo impulso a la inversión de la tendencia que había conducido del partido único al dirigente único y del monopolio del poder al monopolio del pensamiento.
Tras haber desencadenado el choque, Khrushchev está ansioso por atenuar el impacto. ”No podemos llevar esta cuestión fuera del partido; en especial, no podemos llevarla a la prensa — advirtió a sus oyentes —. Por ello la tratamos aquí, en una sesión cerrada del Congreso. Debemos advertir los límites; no debemos dar armas al enemigo; no debemos lavar nuestra ropa sucia ante sus ojos.”
Difícilmente el ”enemigo” era el mundo anticomunista. Cabe pensar incluso que la indiscreción que permitió al Departamento de Estado de los U.S.A. actuar como primer editor de Khrushchev no fue mal recibida en Moscú. Su discurso se había mantenido secreto para las masas del pueblo soviético. La verdad solamente se podía administrar a éstas en dosis cuidadosamente pesadas y cuidadosamente graduadas.
Es posible que el pueblo soviético hubiera reaccionado nerviosamente o incluso morbosamente ante el despertar de la era de Stalin, si éste hubiera sido demasiado brusco. Pero también es posible que hubiera mostrado la gratitud que la gente suele experimentar cuando se la despierta de una pesadilla — y cuanto más brusco es el despertar de una pesadilla, mejor. Sin embargo, el extraño no puede apreciar fácilmente la situación de la Unión Soviética. Puede ser que quienes cargan con esta difícil y saludable operación juzguen la psicología de su propio pueblo correctamente.
Al mismo tiempo, el ”lavado de la ropa sucia” difícilmente es realizable a espaldas del pueblo soviético. En la actualidad tendrá que realizarse ante él y a pleno sol. Al fin y al cabo, la ”ropa sucia” está empapada de su sudor y de su sangre. Y la limpieza, que exigirá mucho tiempo, acaso la concluyan manos distintas de las que la han iniciado: unas manos más jóvenes y más limpias.
[1] Después de haber escrito estas palabras he sabido que Khrushchev contaba con la aprobación del Comité Central, o más bien de la mayoría del mismo; una amplia minoría, formada por los duros del stalinismo, se oponía a que las revelaciones trascendieran.
[2] Cf. p. ej., mi obra Stalin, pp. 453-459 de la edición inglesa.
[3] Posteriormente ha sido publicado en ”Kommunist” y en las Obras de Lenin.