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Jorge del Prado

 

 

Los mineros de la Sierra central y la masacre de Malpaso

 

 


Redactado: Fue escrito a mediados de la década de los 1990s.
Fuente para la presente edición: Texto provisto a marxists.org por el Partido Comunista Peruano.
Esta edición: Marxists Internet Archive, agosto de 2015.
Apuntes para el lector: La presente memoria fue escrita por Jorge del Prado a mediados de los 1990s  -se desconoce la fecha con mayor exactitud- y trata sobre la intensa labor sindical realizada por él y otros militantes del recientemente fundado Partido Comunista Peruano (entonces aún llamdo Partido Socialista Peruano) entre los obreros mineros de la Cerro de Pasco Copper Corporation en Morococha, situada por encima de los 4700 metros sobre el nivel del mar, en el departamento de Junín.  El texto también ha sido publicado como la parte central  del libro Jorge del Prado y los mineros de la Sierra central: Testimonio sobre la masacre de Malpaso por el Fondo Editorial del Congreso del Perú (Lima, 2010; ISBN: 978-812-4075-13-1).  Las notas incluidas en el texto son del autor.


 

 

 

Al fallecer Mariátegui mi primera preocupación fue retomar el trabajo de organización sindical y política entre los trabajadores mineros y metalúrgicos de la sierra central. Tarea que había sido el tema más importante de mi última conversación con José Carlos[1].

El aquellos días los jóvenes militantes del Partido Comunista Peruano poníamos a prueba nuestra calidad. Deberíamos ganar influencia en las más importantes concentraciones de los trabajadores basándonos en la concepción estratégica del Amauta, según la cual la debilidad numérica del proletariado en nuestro país era contrapesada por el papel determinante en el proceso de la producción de los recursos básicos de la economía nacional. En el caso de las minas contaba también el hecho de que ese proletariado era explotado por la más poderosa imperialista que operaba en nuestro territorio: la Cerro de Pasco Copper Corporation.

Al respecto es importante tener en cuenta que nuestro trabajo en ese terreno, nuestra decisión de emprender personalmente este, se inició a propósito de una verdadera catástrofe geológica que surgió a raíz del hundimiento de la laguna de Morococha, ocurrida el 5 de diciembre de 1928.

 

1.

LA COCHA QUE DEJÓ DE SER COCHA

Quienes conozcan algo de toponimia peruana saben que “cocha” en quechua significa “laguna”. Deducirán entonces que en ese asiento existió alguna vez una laguna. ¿Preguntaremos entonces cómo y cuándo desapareció esa laguna?

La revista Amauta y el quincenario Labor, ambos órganos dirigidos por José Carlos Mariátegui, publicaron una versión objetiva de lo ocurrido allí.

Hasta el día de su hundimiento, la laguna de Morococha formaba parte del sistema de vertientes andinas ubicadas a uno y otro lado de la cordillera de Ticlio. Con su hundimiento la laguna está seca presentando en su superficie una serie de resquebrajaduras sobre un suelo fofo como si fuera de goma.

Las causas de aquella catástrofe no se podrán conocer nunca con exactitud. La comisión que nombró el gobierno de Leguía para investigar lo acontecido se limitó a recoger y hace suyo el testimonio interesado del superintendente de la empresa yanqui, la cual alegaba que los hundimientos son tan imprevisibles y naturales como los terremotos o los huracanes. Los hechos, sin embargo, establecen una criminal responsabilidad en la compañía explotadora. Demuestran en efecto que el afán desaforado de extraer mineral en grandes cantidades y al menor costo, indujo a la compañía a trabajar dos galerías superpuestas cercanas al fondo de la laguna abriendo al mismo tiempo una “chimenea” entre ambas galerías sin apoyarse para ello en un estudio técnico. Los ingenieros norteamericanos cometieron entonces un error de trazo que provocó una primera grieta y dio finalmente lugar a la catástrofe.

La grieta se produjo en la parte cenagosa de la laguna 25 días antes de lo ocurrido. Luego una violenta precipitación de fango y piedras cubrió completamente el cuerpo del ayudante de motorista Máximo López, causándole una muerte espantosa. Era el más claro aviso del peligro que se avecinaba. Uno de los contratistas norteamericanos advirtió a sus superiores lo que ocurría y ese mismo día abandonó el trabajo.

Poco después se produjo otro hundimiento, esta vez de diez metros cuadrados que tampoco tuvo importancia para los altos jefes de la compañía. Para los obreros peruanos, basándose en sus conocimientos empíricos, eso significaba la inminente catástrofe. El otro contratista norteamericano también abandonó el trabajo. Eso fue un día antes. Cuando el hundimiento se produjo, la grieta se convirtió en un gigantesco embudo por donde virtualmente se “chuparon” las aguas, inundando por completo las dos galerías y arrastrando en un torrente de piedras y barro a los trabajadores que laboraban en los dos niveles.

Conocida la catástrofe, llegaron a Morococha las autoridades políticas y policiales del departamento, y al día siguiente el viceministro de Gobierno. La compañía los alojó en su confortable ciudadela de Tucto, reservada a los altos funcionarios norteamericanos.

Lo único que logró esta comisión fue un compromiso de la empresa de indemnizar con 50 soles a los familiares de cada trabajador muerto. Los heridos quedaron librados a su suerte. En la contabilidad de los fallecidos no figuran los muertos “no oficiales”. Es decir, aquellos trabajadores que solían registrar su trabajo diario no a la hora de ingresar en él sino a la salida, práctica impuesta por la empresa para prolongarles ilimitadamente su jornada laboral sin abonar sobretiempos.

Amauta y Labor, como ya hemos dicho, denunciaron públicamente la responsabilidad de la empresa yanqui en ese horrible suceso. Pero Mariátegui y sus colaboradores no se limitaron a eso sino que emprendieron de inmediato la tarea de organizar a los trabajadores mineros en defensa de su vida y de sus más sentidas reclamaciones. Operando a través de los agentes distribuidores de ambos órganos de prensa que actuaban también como sus corresponsales en la zona, dieron los primeros pasos en ese sentido a través de una fluida correspondencia de esos corresponsales con Mariátegui y Ricardo Martínez de la Torre. En Morococha desempeñaban esa labor Gamaniel Blanco, Adrián Sovero y Héctor Herrera; en Goyllarisguizga, Mateu Cueva; en Malpaso, José Montero.

Mariátegui no exigía a esos compañeros crónicas extensas y bien redactadas. Recomendaba únicamente información veraz y una expresión franca de sus opiniones y sentimientos. Al mismo tiempo que los incentivaba a sentar sólidas bases de la organización sindical y de actividad política revolucionaria a partir de los problemas concretos de cada lugar. Simultáneamente promovía la solidaridad de los trabajadores de todo el país con las luchas del proletariado minero. Es así que en el N° 5 de Labor, correspondiente al 15 de enero de 1929, se publicó con titulares llamativos un extenso artículo sobre “Las condiciones de trabajo en las minas”, el cual termina con la siguiente conclusión: ”si los trabajadores mineros estuvieran en posibilidad de usar su derecho de asociarse y organizarse, ya habría encontrado la vía de sus reivindicaciones y una legislación al respecto ya estaría en marcha” ... agregando: “la clase trabajadora de la capital y del puerto no pueden permanecer indiferentes mientras tanto frente a la situación de sus hermanos, los obreros de las minas”.

A partir de la tragedia de Morococha, la tarea organizativa se concretó primero el 20 de enero de 1929 con la fundación de la Sociedad Pro Cultura Popular. Ese día se reunieron en el Club Movilizables N° 1 de Morococha los trabajadores Gamaniel Blanco, Adrián Sovero, J. Castillo y otros. Eligieron como presidente a Blanco, como secretario general a Sovero y como su representare en Lima a Ricardo Martínez de la Torre.

Gamaniel Blanco fue director de los centros escolares obreros que funcionaban en Morococha. Maestro de profesión, nacido en Cerro de Pasco, dio muestras desde muy temprano de una aguda sensibilidad artística pareja a su sensibilidad social. Antes de trabajar en las minas fue un entusiasta animador de las fiestas costumbristas, asi como del progreso social del pueblo cerreño. Escribió mulizas y huainos que se hicieron muy populares. En la década del 20 participó en un raid automovilistico entre Cerro de Pasco y Lima con el propósito de demostrar la factibilidad de una carretera que uniera ambas ciudades pasando por la cordillera de La Viuda. Como dirigente obrero no tardó en convertir el local de los centros escolares en punto de reunión de la Sociedad Pro Cultura Popular y de la actividad sindical proyectada a toda la región. Como agente y corresponsal de las publicaciones que editaba Mariátegui, su capacidad de convocatoria se hizo cada vez más grande en aquellos dias.

Adrián Sovero, por su parte, era un calificado trabajador. Antes de ser activista sindical fue pastor protestante, función que desempeñó con amplitud de criterio, granjeándose gran simpatia en ese numeroso sector creyente de la población. Tanto sus correligionarios como los trabajadores de otras creencias veian en él a una persona que podia guiarlos hacia una vida mejor. Era un ferviente defensor de la justicia social y de la soberania nacional, lo que determinó que sus actividades como pastor fuesen siendo reemplazadas gradualmente por las tareas reivindicativas y por la labor politica de clase, sin que nada de esto lo llevara a romper vinculos con su comunidad religiosa. Habiendo tenido yo que cobijarme en su domicilio varias veces, pude apreciar de cerca los cálidos sentimientos de solidaridad que supo cultivar en su esposa, su madre y otros familiares. Todos proporcionaron siempre apoyo resuelto a sus actividades.

En ese ambiente, la Sociedad Pro Cultura Popular fue asumiendo funciones sociales cada vez más importantes. En el curso del año 29, con posterioridad al hundimiento de la laguna, las condiciones de trabajo y de vida de la región se hicieron cada dia más duras. Desde el exterior se hacian sentir los primeros sintomas de la crisis más profunda del sistema capitalista posterior a la Primera Guerra Mundial. Crisis que alcanzó su máxima expresión con la quiebra de la bolsa de valores de Nueva York, ocurrida el viernes 24 de octubre de 1929 (“Viernes Negro”).

Se trataba formalmente de una crisis de sobreproducción, pero no porque se produjera más articulos que la necesidad de ellos en el mercado de consumo, sino porque los capitalistas, llevados por su desmedido afán de lucro, habria “racionalizado” la producción orientándola a abaratar los costos mediante el reemplazo de mano de obra por maquinarias cada vez más sofisticadas. Como consecuencia, salian despedidos millones de trabajadores, lo que reducia a su vez la capacidad de consumo, generando, nuevos factores de ahondamiento de la crisis.

La quiebra masiva de industrias en los paises desarrollados determinaba una disminución violenta de la demanda y del precio de las materias primas, cosa que en el Perú afectaba de manera especialmente grave a la producción minera. Estando latente la indignación de los trabajadores por el comportamiento de la “Cerro” frente a las consecuencias del hundimiento de la laguna, la casa matriz nombró como nuevo gerente en nuestro pais a Mr. Harold Kinsmill, experto en “racionalización”.

Una de las primeras medidas del flamante funcionario fue despedir en Morococha, de manera intempestiva y sin indemnización, a 50 trabajadores, decretando al mismo tiempo para el resto una sensible rebaja de salarios.

Ante semejante ofensiva los miembros de la Sociedad Pro Cultura Popular acordaron asumir funciones de un Comité Central de Reclamos, comité que redactó de inmediato un petitorio de 13 puntos dirigido a la empresa. Se reclamaba en él la restitución de los trabajadores injustamente despedidos y un aumento salarial del 30% equivalente al monto que había sido rebajado, la abolición del sistema de contratos, el reconocimiento del derecho a la indemnización en caso de despido o accidente de trabajo, el cumplimiento de la jornada laboral de 8 horas, la reglamentación obligatoria de los turnos de trabajo y el pago de sobretiempos y mejoras en las condiciones habitacionales de los campamentos, atención hospitalaria a los obreros, dotación de ropa y botas de agua, aumento de la dotación de carburo, etc. Se consignaba también el derecho de los trabajadores a recibir una gratificación de fin de año, así como la entrega obligatoria de un certificado de trabajo a los obreros despedidos. Demandaba igualmente la no aplicación en las minas de las leyes semiesclavistas de la Vagancia y de la Conscripción Víal[2]. El punto final de este pliego demandaba a la compañía no ejercer represalias contra los integrantes del Comité de Reclamos.

Formaban parte de este comité Gamaniel Blanco, Adrián Sovero, Alejandro Loli y Enrique Saravia. El documento fue legalizado y, ante la negativa de la empresa de recibir el pliego, copia del mismo fue entregado al prefecto del departamento.

Para potenciar esta primera acción ante la actitud renuente de la empresa, el comité convocó a una asamblea de trabajadores, la que decretó un paro general en respaldo al pliego.

 

2.

LA HUELGA DE OCTUBRE DE 1929 EN MOROCOCHA

La paralización fue total e inmediata aunque no exenta de dificultades puesto que la compañía norteamericana no había reconocido hasta entonces el derecho a la huelga, contando para ello con el respaldo de las autoridades “peruanas”. De ahí que la lucha tuviera, desde el comienzo, un marcado carácter político-social. Se luchaba no solo por mejorar las condiciones de vida y trabajo sino por el reconocimiento de los más elementales derechos de reclamación y de organización sindical. Además se trataba de una lucha no contra cualquier empresa capitalista sino contra la más poderosa empresa norteamericana afincada en nuestro país. Se trataba pues, de romper el virtual régimen de extraterritorialidad impuesto por la empresa.

Capítulo aparte merece la tramitación del pliego. Cabe subrayar que el primer gran éxito del paro dirigido por el Comité Central de Reclamos fue haber logrado que la empresa se aviniera a discutirlo. Surgió entonces un escollo muy serio. La compañía se negaba en redondo a un aumento salarial. Aducía que las remuneraciones en Morococha eran más altas que las de otros asientos. En forma ladina accedió a discutir los demás puntos del pliego pero advirtiendo que la solución quedaria sujeta a lo que dispusiera la casa matriz en Nueva York. En esas condiciones, suscribieron una primera acta de compromiso los representantes de la empresa, los representantes de los obreros y el prefecto del departamento, aunque la empresa, como veremos luego, ocultó su intención de burlarlos.

Estando las cosas asi, llegó el 12 de octubre, fecha en la que Leguia asumiria por tercera vez la Presidencia de la República en forma fraudulenta. Gestión que habria de transcurrir en el contexto de la gran crisis ciclica del capitalismo, a iniciarse pocos dias después.

Se endureció entonces, nuevamente, la posición de la empresa. Fue alargando el tiempo sin resolver ninguno de los puntos del pliego.

El gobierno adoptó varias medidas de la misma naturaleza. Envió a Morococha un contingente represivo de cien soldados con la consigna de “contener los desmanes de la indiada”. Luego destituyó al prefecto Romaña que se habia mostrado dispuesto a conciliar con los trabajadores, reemplazándolo por un incondicional de los gringos apellidado Arrieta. Finalmente, se puso de acuerdo con la empresa para trasladar la discusión del pliego a la gerencia general de la Cerro que funcionaba en Lima. Esto último obligó a los miembros del Comité Central de Reclamos a viajar a la capital, ocasión en que se produjo el memorable encuentro personal de José Carlos Mariátegui con los compañeros del Comité.

José Carlos consideró entonces la necesidad de elevar, en Lima, el nivel de apoyo a los compañeros mineros. Simultáneamente, consiguió que la organización de Morococha designara como su delegado ante la CGTP (Confederación General de Trabajadores del Perú) a Julio Portocarrero, secretario general de la central. Por último, consideró conveniente que yo viajara a Morococha a fortalecer las tareas que venian realizándose alli.

Mientras se preparaba ese viaje me integré al equipo de asesoramiento del Comité Central de Reclamos, participando en sus gestiones y en sus contactos sindicales. Habiendo conocido a Mariátegui en mi condición de artista revolucionario y habiendo conversado con él sobre la compatibilidad entre mi vocación estética y mi activismo politico, recibi en esta ocasión el espaldarazo del Amauta para dedicarme fundamentalmente a las tareas organizativas de los trabajadores. Se tuvo en cuenta para ello mi anterior trabajo en tareas similares en el Callao[3].

Al mismo tiempo, Mariátegui intensificó su correspondencia con los camaradas vinculados a las comunidades del valle del Mantaro y a las organizaciones populares del departamento de Junin, instándolos a proporcionar respaldo activo a las luchas reivindicativas de los trabajadores del subsuelo.

La tramitación del pliego llegó a su etapa final y se suscribió de nuevo un acta en la cual la empresa se comprometia a resolver favorablemente las peticiones sobre condiciones de trabajo, pero soslayando nuevamente el aumentos de los salarios. No se trataba pues de una victoria completa, pero sí de un avance importante que sentaba bases más sólidas para continuar la lucha una vez que la comisión regresara a Morococha.

A esta situación responde la carta que José Carlos envió el 16 de noviembre de 1929 a Moisés Arroyo Posada, radicado en Jauja. Entre otros conceptos, expresa en ella:

Muy bien su posición clara y precisa. Excelente y oportuno el volante solicitando la solidaridad de Cerro de Pasco, La Oroya, etc. para sus compañeros de Morococha. Ha estado en Lima el Comité de Morococha pero no ha conseguido el éxito que esperaba en sus gestiones. La empresa se niega a conceder el aumento y el gobierno, por supuesto, la ampara. Lo que interesa ante esto es que los obreros aprovechen la experiencia de su movimiento, consoliden y desarrollen sus organizaciones, obtengan la formación en La Oroya, Cerro de Pasco y demás centros mineros del departamento de secciones del sindicato. No deben caer por ningún motivo en la trampa de la provocación. A cualquier reacción desatinada seguiría una represión violenta. Eso es probablemente lo que desea la empresa. La lucha por el aumento quedaría solo aplazada para volver a ella en un momento más favorable con acrecentadas fuerzas[4].

Terminaba la carta refiriéndose a las proyecciones de la tarea, indicando la necesidad de formar sindicatos tanto en la fundición como en los otros centros mineros para integrar con ellos una federación del sector en la que podrían tener cabida también sindicatos de oficios varios, sindicatos agrícolas y comunidades. Consideró necesario, además, que la proyectada federación de trabajadores mineros metalúrgicos del Centro fuera el punto de partida de una federación minera del Perú.

José Carlos comprendía, sin embargo, que la tarea iba a ser particularmente difícil puesto que en aquellos días operaban en contra la influencia de la empresa sobre el gobierno y los efectos perniciosos de la crisis del sistema. Ya se hacía sentir en el Perú, como en toda Latinoamérica, las consecuencias de la quiebra de la Bolsa de Nueva York. Surgían signos muy claros de creciente inestabilidad en el régimen de Laguia traducidos en descontento popular y en frustradas conspiraciones contra el gobierno.

En esa coyuntura, la empresa norteamericana optó por desconocer la validez del pacto que había suscrito con el Comité Central de Reclamos. Y el gobierno no tardó en ponerse a tono con semejante ofensiva, endureciendo aun más su conducta represiva. Eso explica por qué precisamente del 11 de noviembre de 1929 la policía del régimen allanó violentamente el domicilio de Mariátegui en la calle Washington y lo arrestó en su domicilio.

Para aquilatar el sentido del atropello, extraemos un párrafo de la carta que escribiera a José Carlos a su amigo Samuel Glusberg refiriendo el hecho.

Luego de informarle que al momento del allanamiento él se encontraba con dos amigos, dice:

El gobierno que acaba de imponer a los mineros de Morococha, después de una huelga, la renuncia al aumento que piden, defiende probablemente los intereses de la gran compañía minera Cerro de Pasco Copper Corporation. Y se aprovecha el raid contra las organizaciones obreras para hostilizar a artistas y escritores de vanguardia que ayudan a mantener Amauta.

Consecuentemente el Amauta y sus colaboradores, lejos de intimidarse, intensificaron su respaldo al movimiento minero. Por eso es que en la carta a Arroyo Posada, escrita apenas levantado el arresto domiciliario, insiste en sus recomendaciones de mayor solidaridad. Reanudar la lucha por aumentos salariales y otras reivindicaciones pendientes, es la orientación que traza.

 

3.

UN ENCUENTRO MEMORABLE

En la breve estada de los miembros del Comité Central de Reclamos en Lima se llevó a cabo un fluido intercambio de informaciones e ideas con José Carlos y sus colaboradores más cercanos.

En el presente trabajo se insertan dos fotos muy significativas, aunque insuficientemente difundidas. En una de ellas las personas aparecen con sombreros puestos (presente en esta edición) y en la otra, no. En ambas aparecen, al centro José Carlos en su silla de ruedas; flanqueándolo de pie, de izquierda a derecha, Ricardo Martínez de la Torre, yo, Ramón Azcurra, Alejandro Loli, Gamaniel Blanco, Adrián Sovero y Manuel Vento. Se trataba de una excursión en grupo al Parque de la Reserva. En otra ocasión, no fotografiada, fuimos de paseo al bosque de Matamula. En ambas oportunidades sucedió lo que también había ocurrido cuando hicimos iguales recorridos con un grupo de intelectuales. Durante el trayecto a pie, conduciendo nosotros a José Carlos en su silla, las conversaciones versaban sobre temas del día y se absolvían inquietudes de carácter ideológico, cultural y político, Mariátegui asimilaba con avidez las informaciones sobre hechos recientes o no conocidos por él sobre la vida y los problemas que afectaban a los campamentos mineros y a las comunidades campesinas y ganaderas del valle del Mantaro y de Cerro de Pasco. Le interesaban sobremanera la organización comunitaria y las tradiciones y costumbre de nuestra región andina central. Trataba de enterarse minuciosamente del sistema de contratos en las minas y sobre los nexos étnicos y económicos entre mineros y campesinos. Indagaba, igualmente, sobre algunos aspectos del pliego de reclamos que él ya conocía. En ese ambiente de franca, sencilla y agradable conversación, ninguno de nosotros podría suponer que muy pronto se cortaría la vida de Mariátegui, y que estos serían sus últimos conocimientos, adquiridos a viva voz, sobre las condiciones de existencia y de trabajo en la región centroandina.

En las mismas circunstancias es que yo me interiorice más con los problemas de esa región y el pensamiento y la conducta de sus dirigentes, y con la forma en que Mariátegui trataba estos problemas. Fue entonces que caminé mis primeros pasos en la larga y apasionada trayectoria de lucha que ha sido mi vida.

 

4.

EN LOS DOMINIOS DE LA CERRO DE PASCO COPPER CORPORATION

Al retornar a su destino, el Comité Central de Reclamos continuó sus vínculos postales con Mariátegui, con Martínez de la Torre y con quienes lo habíamos acompañado en sus gestiones. Las cartas publicadas por Martínez de la Torre en el tomo IV de su obra Apuntes para una interpretación marxista de la historia social del Perú son muy reveladoras al respecto. En ellas se asienta que el 11 de enero de 1930 se emprendió la tarea de formar los comités de minas en Morococha, que luego se hizo lo mismo en los otros asientos: y que el día 13 de ese mes se constituyó la Federación de Trabajadores Mineros del Centro.

La empresa por su parte, arreció en ese lapso su ofensiva antiobrera comenzando a retractarse del pacto suscrito con los trabajadores. Reanudó al mismo tiempo los arbitrarios despidos de trabajadores y las rebajas de salarios generando con todo ello una agudización extrema del conflicto social.

Respaldando a esa nueva ofensiva antilaboral, el gobierno procedió en la segunda quincena de marzo a apresar a Julio Portocarrero, secretario general de la CGTP, que al mismo tiempo era delegado de la Federación de Morococha ante el comité directivo de la Central. Frente a estos atropellos la CGTP acordó realizar un paro durante los días 1 y 2 de abril en demanda de su libertad. La convocatoria al paro se hizo a través de un manifiesto en el que entre otras cosas de carácter general, se exigía también la abolición de las leyes de conscripción vial y de vagancia y la anulación del sistema de “enganches” en las minas.

En tales circunstancias es que se decidió con urgencia materializar mi proyecto de viaje a Morococha.

Este primer viaje fue clandestino y, tal como lo refiere Martínez de la Torre, sus objetivos fueron “conseguir trabajo en las minas y acelerar el proceso de organización” comenzando por lograr -como ya se dijo- la solidaridad de los mineros por la libertad de Portocarrero.

En aquella época no existía la Carretera Central, de modo que me embarqué en un tren de carga del ferrocarril trabajando como brequero. En esa operación contamos con el apoyo de los camaradas ferroviarios que dirigían la Federación cuyo secretario general era Avelino Navarro.

Tres impresiones me impactaron particularmente en este viaje. La primera fue el paisaje serrano, que pude apreciar de manera más amplia y directa en toda su luminosidad y belleza desde la locomotora y los techos de los vagones. La segunda fue la solidaridad fraterna de los ferrocarrileros, que en todo momento velaron por mi seguridad especialmente al cruzar los innumerables túneles y puentes sobre precipicios que caracterizan esa vla. La tercera, el dominio que ejercla la empresa yanqui Cerro de Pasco Copper Corporation sobre la compañla inglesa Peruvian Corporation, dueña de los ferrocarriles.

En los últimos tramos, del lado occidental de la cordillera, antes de llegar a Casapalca, el paisaje cambio violentamente. En vez de los pintorescos poblados, sus estaciones y las impresionantes andenerlas, surgieron a nuestra vista grandes montlculos de relave plomizo, instalaciones industriales herrumbrosas y los frlos bloques de cemento de los campamentos mineros. En vez de los pastores y campesinos con sus trajes tlpicos, aparecieron dispersos grupos de trabajadores con sus viejos cascos y sus ropas raldas. Hablamos ingresado a los dominios de la Cerro de Pasco Copper Corporation. Recién nos dimos cuenta de que el tren que nos conducla pertenecla prácticamente a la empresa yanqui, que lo habla alquilado a la Peruvian para trasladar carbón de piedra desde el Callao hasta La Oroya asl como artlculos de uso y consumo destinados a las “mercantiles” de los diversos asientos. El mismo convoy regresarla al dla siguiente cargando minerales de exportación hacia el puerto del Callao.

Poco después del mediodla llegamos a Morococha. Tratando de enlazarme con la Federación me dirigl a la escuela fiscal donde trabajaba Gamaniel Blanco. Alll encontré a Sovero y a otros compañeros del Comité Central de Reclamos que hablan estado en Lima. Acordamos llevar a cabo al dla siguiente en la tarde una reunión formal de balance dedicando la mañana a buscar trabajo para ml en la empresa. Fui alojado esa noche en el domicilio de Sovero.

La empresa se encontraba en esos dlas reduciendo el personal de trabajadores al mismo tiempo que habla resuelto cuidarse especialmente de recibir obreros que pudieran crearle problemas. Por eso no fue posible esta vez conseguirme trabajo y tuve, pues, que retornar a Lima luego de escuchar un informe sobre los avances logrados en el Comité Central de Reclamos y de haber conseguido que la Federación Minera acordara declarar un paro de solidaridad solicitado por la CGTP.

Como he relatado en mi otra ya citada[5], lo primero que hice al retornar a Lima fue comunicarme con Mariátegui. Lo encontré con su salud seriamente quebrantada. No obstante -y tal vez por eso mismo- sentl urgencia de informarle sobre los resultados de mi viaje al Centro. Mis camaradas hablan organizado turnos de vigilia para atenderlo. Obtuve asl se me concediera el turno de esa misma noche. Me resultaba imposible aceptar la idea de que, sin él, pudiéramos seguir haciendo lo que con el hablamos comenzado”, digo en la obra mencionada.

A pesar de su mal estado, Mariátegui escuchó con avidez mi relato. Su interés vital por el curso de las luchas y de la organización de los mineros y metalúrgicos fue, pues, la última imagen flsica y espiritual que recogl de nuestro Amauta. Con ella quedó sellado mi compromiso de regresar cuanto antes a las minas.[6]

 

5.

MI CONDICIÓN DE TRABAJADOR MINERO

Diversos problemas y ocupaciones no concluidos, entre ellos el asesoramiento politico y sindical a los camaradas del Callao, mi responsabilidad en el Secretariado Nacional de la Juventud y lo relacionado con la filiación y el nombre definitivo del partido, impidieron mi inmediato retorno a Morococha.

Recién pude hacerlo a mediados de julio, pero esta vez con mejor resultado. A pocos dias de llegar alli, gracias al esfuerzo de los miembros del Comité Central de Reclamos, pude obtener colocación en planilla como obrero “pallaquero”. Trabajo que consistia en limpiar el mineral separándolo de la tierra y escorias al salir de las minas.

Desgraciadamente las condiciones del clima, a más de 4,000 metros de altura, me resultaron al comienzo muy duras. Eran los dias más frios de aquel invierno serrano en los campamentos mineros. Los copos de nieve cayendo todo el dia con lento compás lo cubrian todo. Ni un solo árbol, ni una yerba, ni una muestra de vida animal o vegetal, propios de su superficie; la aridez del paisaje solo era rota por pocos trabajadores dispersos y algún perro flaco, deambulando por los campamentos e instalaciones. Paradójicamente las noches resultaban más animadas con el anémico alumbrado público y la iluminación parpadeante y movediza de las lámparas de carburo; aunque la temperatura naturalmente era más baja.

Gamaniel Blanco me relataba que en un ejercicio escolar propuesto por él que dio a sus alumnos para que describieran un árbol, casi todos trazaron con lineas verticales una columna cuadrangular sin hojas, semejante a los puntales de madera en las minas o a los durmientes del ferrocarril. No habian visto jamás un árbol de verdad.

Mi jornada laboral era nocturna, de 8 p.m. a 5 a.m. El lugar de trabajo se conocia con el nombre de Picking Plant y consistia en un castillo de 10 ó 15 metros de altura aproximadamente, montado sobre una bocamina principal por donde subian y bajaban a la superficie las “jaulas” que transportaban el mineral y a los trabajadores destinados o procedentes de galerias a distintos niveles. La carga que emergia por el castillo era volcada en un cilindro inclinado y rotativo, el que a su vez la depositaba en una tornamesa. Al centro del cilindro inclinado habia una cañeria que rociaba agua al mineral depositado en su interior. Los “pallaqueros” ubicados alrededor de la tornamesa ibamos separando las piedras y adherencias del mineral. Al final de la tornamesa los trozos útiles, ya limpios, se volcaban sobre una cinta transportadora que los depositaba en las “tolvas” o grandes depósitos de acero. De alli los recogian coches de carga del ferrocarril para conducirlos unas veces a las concentradoras o a la fundición de La Oroya en un primer tratamiento y otras veces directamente al puerto del Callao para ser exportados en bruto.

El mecanismo, como se ve, era complicado pero de una lógica simple. Y el trabajo de los obreros era también simple aunque agobiante por la longitud de la jornada nocturna. Se llamaba “pallequeo” a esta labor aplicando a ella la voz quechua con que se designa el trabajo de las mujeres campesinas cuando desentierran y limpian las papas durante la cosecha.

Para proteger las manos del roce de las piedras enfundábamos cada dedo con un pedazo de manguera. Pero, al salir del trabajo, bajando hacia los campamentos, nos veíamos necesitados de frotar con algo largo rato las manos para que se desentumecieran y así poder abrir las cerraduras de nuestras viviendas.

La experiencia de la primera noche no me desmoralizó. Sin embargo, no pude estar contento al saber que la empresa me proporcionó esa plaza confiando en que no la soportaría. Porque no se trataba solo de su pesadez sino del salario. Este venía a ser el más bajo, considerado de ínfima categoría. Ello explica por qué mis compañeros en su mayoría eran ancianos ya desgastados y niños menores de catorce años. Mi caso era prácticamente más duro, porque, no obstante figurar en planilla, no se me reconoció el derecho de habitación, obligándome a acogerme al sistema denominado de la “cama caliente”, es decir, a ocupar el cuarto y la cama de otro trabajador que laboraba en un turno de día.

La jornada de nueve horas era interrumpida a medianoche por un breve descanso que aprovechábamos en conversar y “chacchar” coca, mojándola con sorbos de “chacta” (aguardiente de caña). Mis compañeros casi todos hablaban quechua huanca, o un castellano quechuizado. Resultaba así que, a pesar de mi procedencia costeña y de mi modo de ser introvertido, allí tuve que ser sociable en los hechos. Para ellos yo era un joven “letrado”, con más conocimientos y energías para la lucha, pero de todas maneras, al comienzo era un “misti”. Poco a poco fui venciendo esa explicable desconfianza. Factores positivos en ese sentido fueron mi asimilación en breve tiempo a la dureza del trabajo y del clima, así como a los hábitos y costumbres de origen comunitario campesino de mis compañeros. Llegué a ser electo secretario de Cultura y de Prensa del comité de mi sección cuando se constituyó el sindicato.

En esta práctica mi conducta se ceñía a las concepciones de Mariátegui sobre el trabajo de propaganda en el movimiento obrero: la confianza había que ganarla, no imponerla.

Luego vendrían otras importantes tareas que formaban, en su conjunto, un nuevo tramo en mi largo camino.

 

6.

RETOMANDO EL CAMINO

Aparte de las vicisitudes sucedidas, al retornar a Morococha en mi segundo viaje experimenté también honda decepción al encontrar que durante el lapso que mediaba desde mi primer viaje el funcionamiento del Comité Central de Reclamos había sufrido un sensible retroceso. Mi inexperiencia y el deseo de avanzar no me permitieron comprender entonces las limitaciones y deficiencias del movimiento sindical entre los mineros. Por eso es que en la carta que le escribl a Martlnez de la Torre me expresarla exageradamente al relatarle mis impresiones de aquellos dlas[7]. No obstante le hago saber también que hemos elaborado e iniciado un segundo plan de trabajo.

Obviamente el primer paso en este plan era retomar el contacto formal con los miembros del Comité Central de Reclamos y determinar con ellos lo que habla que hacerse para continuar con mayor éxito nuestra lucha. Pero un primer obstáculo surgió. Por aquellos dlas, los trabajadores, incluyendo a los dirigentes, estaban ganados por un fuerte sentimiento patriótico motivado por la proximidad de las Fiestas Patrias. Factores poderosos de ese sentimiento eran las consecuencias de una larga lucha frontal contra la más abusiva y poderosa empresa extranjera.

Lograda mi incorporación como obrero asalariado de la empresa y el consecuente ingreso al Comité Sindical de mi sección se formalizó mi ingreso a la Directiva del Sindicato de Obreros y Empleados de Morococha y al Club Social.

 

7.

HACIA EL CONGRESO MINERO

El pretexto esgrimido por la empresa para denegar la petición obrera de aumento de salarios era la supuesta situación privilegiada de los trabajadores de Morococha con relación a los salarios en los otros asientos de la compañla. Sabiendo nosotros que no era asl comprendimos sin embargo que harla falta extender nuestra organización sindical a toda la zona, orientando ese trabajo hacia un primer Congreso Regional de Mineros y Metalúrgicos. Los principales objetivos del certamen deberlan ser la centralización del pliego de reclamos y la formación de la primera Federación de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos del Centro que abrirla las posibilidades de una Federación Nacional del sector.

En Cerro de Pasco contábamos con dirigentes tan calificados como A. Huatuco Ortega y Juan Francisco Torreblanca; en Goyllarisquizga con Augusto Mateu Cueva; en Malpaso con José Montero; yen los otros asientos con los miembros de los comités organizadores de sus respectivos sindicatos. Varios de ellos mantenlan fructlfera correspondencia con Mariátegui, Martlnez de la Torre y conmigo.

El caso de La Oroya fue algo distinto y merecla un tratamiento especial. Alll funcionaban las fundiciones de cobre, plomo, zinc y plata más poderosas en el Perú de entonces. Circunstancia que le otorgaba el papel de corazón de la industria minero-metalúrgica del pals. Era también la cabeza y el centro neurálgico de la empresa norteamericana. Alll funcionaban la gerencia y la superintendecia operativa. Y alll las autoridades pollticas y policiales extremaban su obsecuencia servil con los gringos. Para cristalizar nuestro proyecto organizativo hacia falta, pues, encontrar una coyuntura excepcionalmente favorable. Coyuntura que se produjo precisamente con la calda del gobierno dictatorial de Legula ocurrida el 22 de agosto de 1930.

 

8.

EL SINDICATO METALÚRGICO Y LA LEGALIZACIÓN DEL MOVIMIENTO

La caída de Leguía, como sabemos, se produjo a través de un levantamiento militar dirigido en Arequipa por el comandante Sánchez Cerro. Ante el grueso de la opinión pública se justificó, sin embargo, como un golpe contra la dictadura de Leguía caracterizada en esos días por su naturaleza antiobrera. Resultaba obvio, entonces, que el nuevo gobierno se comprometiera a devolver las libertades democráticas y a respetar el libre desenvolvimiento sindical. Por eso las manifestaciones callejeras festejando el cambio levantaron esas banderas y fueron encabezadas en casi en todo el país por la CGTP y sus filiales.

Nuestra actividad sindical y política en la zona andina central venía realizándose hasta entonces de manera clandestina puesto que la compañía norteamericana mantenía subordinadas a las autoridades políticas y policiales. Situación que se daba también en la zona petrolera del norte dominada por la Internacional Petroleum Co. Realidad que se hacía más ostensible en La Oroya por encontrarse allí -como hemos dicho- la máxima dirección operativa de la Cerro.

La apertura democrática que se produjo con la caída del Oncenio puso fin temporalmente a ese estado de cosas y posibilitó que nuestra actividad sindical y política conquistara su legitimidad jurídica.

En tales circunstancias el Sindicato de Morococha convocó para el 27 de agosto a una gran concentración pública saludando esa conquista, cosa que resultó inaceptable para la empresa norteamericana y sus fuerzas represivas. El jefe del puesto policial, sargento Silva, acostumbrado a reprimir al movimiento sindical obrero, prohibió la concentración y allanó la imprenta donde se editaba la convocatoria. Hizo conocer también que la dotación policial de La Oroya se trasladaría a Morococha para reprimir la marcha.

Ante semejante amenaza, el Comité Central de Reclamos acordó trasladar el acto convocado precisamente a La Oroya. Disposición audaz que nos permitiría también constituir y legalizar el Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos.

Sovero y yo fuimos encargados de realizar esa tarea[8] viajando el mismo día 27 a La Oroya. Carentes de enlace conocido, nos encaminamos directamente al portón de la fundición esperando la salida del turno de las 12 del día. Allí distribuimos enseguida los ejemplares del manifiesto impreso en Morococha y organizamos un grupo de obreros voluntarios dispuestos a apoyarnos. Compramos enseguida dos metros de tocuyo y nos encaminamos a la tienda de un sastre amigo que nos ayudó a confeccionar varias pancartas concitando a los trabajadores metalúrgicos a organizar su sindicato.

Portando en alto las pancartas, retomamos a la salida de la fundición a las 4 p.m. logrando que en torno nuestro se formara el primer grupo de manifestantes.

A pocas cuadras de iniciada la marcha, el número de manifestantes fue aumentando multitudinariamente a medida que avanzábamos por la calle central. Al pasar delante de la Subprefectura y del local donde funcionaba la administración de la empresa, ese número alcanzó 3,000 personas. Ante la magnitud que alcanzaba la manifestación, las autoridades políticas decidieron sumarse a ella en actitud hipócrita. Al pasar frente a la comisaría el comandante del puesto, casi desguarnecido, pronunció un breve discurso diciendo que la Policía estaba con el pueblo. Lo mismo hizo más adelante el prefecto del departamento que acababa de llegar de Cerro de Pasco. En su intervención dijo que el nuevo gobierno apoyaba a los trabajadores y reconocía la existencia legal de los organismos sindicales. Terminó anunciando que se decretaría la rebaja del precio de las subsistencias y se derogaría las leyes de la vagancia y de la conscripción vial. Además de prometer la eliminación de esas formas semiesclavistas de trabajo gratuito y obligatorio, terminó apoyado la demanda de los manifestantes de que se terminará con los humos de la fundición de La Oroya que contaminaban el ambiente, así como el respeto de las leyes peruanas favorables a los trabajadores.

Algunos altos jefes de la compañía intentaron dirigirse al pueblo pero la masa acalló sus palabras. Sovero y yo cerramos la manifestación convocando para esa noche a una asamblea fundacional del sindicato.

Durante el entusiasta recorrido hasta la estación del ferrocarril, no faltaron, sin embargo, algunos incidentes que pusieron a prueba una vez más nuestro sentido de responsabilidad. Tuvimos que oponernos enérgicamente a algunos compañeros anarquistas que incitaban a atacar y destruir las instalaciones de la fundición. Y al atravesar el puente que une La Oroya Antigua con la Nueva, un policía intentó detener la marcha disparando al aire. Los trabajadores respondieron desarmando al policía e intentando arrojarlo al río Mantaro. Sovero y yo logramos impedir esta última acción.

La asamblea de la noche realizada en un amplio corralón de La Oroya Antigua, se abocó exclusivamente a la constitución del sindicato. Nosotros explicamos cómo debería ser su estructura y la conveniencia de darle vida elaborando de inmediato su propio pliego de reivindicaciones. De acuerdo con esa explicación, se acordó constituir al día siguiente los comités de cada dependencia de la compañía a fin de que en la noche los delegados de esos comités expusieran sus criterios sobre el pliego y eligieran democráticamente al comité directivo del sindicato.

Esos acuerdos fueron cumplidos el día 28 de agosto, fecha en la que se fundó por primera vez el Sindicato de Obreros y Empleados de la fundición de La Oroya.

Dos dias después, el Sindicato emitió un manifiesto oficializando su existencia y anunciando su participación en el Primer Congreso de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos del Centro próximo a realizarse.

Habiamos culminado, pues, la primera etapa de nuestra importante tarea: se habia fundado los sindicatos básicos de lo que serian más tarde la celebración del Primer Congreso de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos y la Federación de sus sindicatos en la región centroandina de nuestro pais. Además habiamos conquistado en la lucha el reconocimiento legal del movimiento sindical en los dominios -hasta entonces extraterritoriales- de la Cerro de Pasco Copper Corporation.

 

9.

LA INICIATIVA DE LOS CUADROS

A mediados de agosto, dias antes de los sucesos de La Oroya, yo habia viajado a Lima con el objeto de consultar a las direcciones nacionales de mi partido y de la CGTP sobre la conveniencia o no de realizar el Congreso Minero en las acondiciones cada vez más criticas de la zona.

En la Secretaria General del Partido se desempeñaba interinamente el camarada Juan Jacinto Paiva[9] en reemplazo de Ravines, que habia sido deportado al extranjero por segunda vez. No fue posible entrevistar a dicho camarada. Expresando su disgusto por ese hecho, Martinez de la Torre dirigió una nota a la Dirección Nacional del Partido en la que, entre otras cosas, decia lo siguiente:

El c. Jorge trae noticias importantes sobre los mineros. Se le ha dicho que no las presente en la sesión de mañana por la discusión de los estatutos. Esto es absurdo. Para la discusión de los estatutos tenemos tiempo. El c. Jorge regresa el jueves. Hay que escuchar el informe ya que el c. necesita instrucciones[10].

Por su parte dicho camarada, asi como los dirigentes de la CGTP, opinaron que yo deberia hacer uso pleno de mi iniciativa personal, ya que conocia directamente y mejor que nadie lo que estaba ocurriendo en la zona minera. Los sucesos de La Oroya que hemos relatado, mostraron, en efecto, que era el camino más acertado. Los sucesos de entonces reafirmaron mi convicción de que el Congreso Minero deberia realizarse a la brevedad posible.

Varios otros hechos operaban a favor de ese criterio; el Comité Central de Reclamos, luego de su retorno de Lima, habia asumido funciones de Comité Organizador del Congreso haciendo que sus integrantes intensificaran sus viajes de fin de semana (sábados y domingos) a los asientos de Marh Túnel, Yauli, Casapalca, Bellavista y Rio Blanco. Se hizo más frecuente también nuestra vinculación postal con Cerro d Pasco, Goyllarisquizga, Malpaso. El compañero Mateu Cueva logró fundar el 29 de agosto el Sindicato Minero y Hullero de Goyllarisquizga. Hasta mediados de setiembre, ese proceso se completó con el surgimiento de los sindicatos de Casapalca, Cerro de Pasco y Malpaso, este último bajo la dirección de José Montero.

Encontrándonos ya en la recta final hacia el Congreso, el 6 de setiembre viajé nuevamente a Lima para lograr un mayor respaldo de la CGTP. Entretanto, el Sindicato de La Oroya presenta a la compañía yanqui su pliego de reclamos con reivindicaciones que, siendo específicas, eran también muy sentidas en toda la región minera y en las comunidades campesinas y poblaciones aledañas.

Un aspecto singular de ese pliego consistía en que por primera vez en la historia del sindicalismo peruano se abordaba el problema ecológico generado por la contaminación ambiental de los humos de la fundición.

Una bandera de lucha que enfrentaba a las poblaciones obreras, campesinas contra la gran empresa extranjera.

Dos jornadas sumamente importantes vinieron a sumarse decisivamente a este proceso, los cruentos combates reivindicativos de los días 4 y 7 de setiembre en Cerro de Pasco y la segunda huelga total llevada a cabo el 10 de octubre de 1930 en Morococha.

El día 4 de setiembre viajó a Cerro de Pasco un delegado del Comité Organizador con el objeto de respaldar los aspectos reivindicativos y organizativos de los trabajadores de Cerro. Se entrevistó con un grupo de empleados y con los miembros del comité organizador del sindicato de obreros, y acordó con ambos sectores llevar a cabo el día viernes 5 una asamblea que unificara su acción en pro de un pliego único del Congreso Minero.

Ocurrió entonces que algunos empleados se apresuraron a informar de este propósito al superintendente de la empresa y, de acuerdo con él, decidieron tomar la iniciativa, convocando a una asamblea solo de empleados prescindiendo de los obreros.

Se trataba, indudablemente, de una maniobra divisionista. La empresa, temerosa de que ocurriera algo parecido a lo que sucedió en La Oroya y otros asientos, optó por alentar al amarillaje atizando las diferencias entre los dos sectores e induciendo a los empleados a elaborar un pliego conciliador totalmente ajeno a las reivindicaciones verdaderas de los trabajadores y al propósito de constituir el sindicato clasista. De esta manera los obreros que se habían congregado en el Club Copper fueron sorprendidos con la noticia de que la empresa ya se había comprometido a iniciar los trámites de un pliego que ellos, los obreros, no conocían. El mismo informante les comunicó también que el pago de sus salarios no se efectuaría el día viernes, como era costumbre, sino el día domingo a las seis de la mañana y que después que se pague los trabajadores deberían dirigirse al local de la Prefectura donde se les daría a conocer los resultados de la “tramitación”.

La reunión convocada para el domingo no pudo realizarse hasta después de las cinco de la tarde y a los obreros no se les permitió ingresar a la Prefectura. En cambio allí se reunieron el superintendente de la empresa, el prefecto del departamento y los empleados que avisan asumido la representación apócrifa de todos los trabajadores. Por supuesto que el resultado de esa conciliación no fue un compromiso de soluciones (de) las más sentidas reivindicaciones sino un acuerdo unísono que no fue aceptado por los trabajadores y que provocó su indignación.

En el mismo instante que los firmantes de ese compromiso lo celebraban con una copa de champagne ofrecido por el prefecto, los auténticos trabajadores se reunían en la plaza Jorge Chávez para repudiar el “arreglo” en forma tumultuosa y combativa. No tardó en organizarse una manifestación cada vez creciente que se encaminó hacia el barrio La Esperanza donde residían los altos funcionarios de la compañía yanqui.

El recorrido se inició pacíficamente pero al llegar a la altura del Club Esperanza apareció en la baranda un empleado yanqui disparando su revólver sobre la multitud. La primera víctima fue un joven enmaderador de la lumbrera Excélsior llamado Alejandro Gómez. Cayeron enseguida otros trabajadores cuyos nombres no fue posible registrar.

Se desbordó entonces la furia de los manifestantes. Fueron apedreados los locales del Club, de la Oficina Legal, de la bodega y del hotel que alojaba a los gringos. Fue destruido y quemado el automóvil del superintendente. Los familiares de los jefes norteamericanos huyeron de sus casas para refugiarse en las localidades de Colquijirca y Smellter. Luego de la refriega entre gringos y trabajadores, la Policía entró en acción dejando un saldo de numerosos muertos y heridos.

Magnificando artificialmente el peligro de una supuesta insurrección obrera, los ejecutivos de la empresa y los policías (sic) incitaron a los altos empleados y a los comerciantes más ricos a organizar una “guardia urbana” que los protegiera. Los trabajadores decidieron entonces organizar su propia defensa, utilizando la mayor parte de ellos piedras y palos. La ciudad se convirtió en un campo de batalla.

Encontrándose en inferioridad de condiciones, una parte de los trabajadores se replegó hacia las minas Excélsior y Diamante, proveyéndose allí de cartuchos de dinamita. Se agravó aun más la situación cuando la compañía norteamericana cortó el alumbrado eléctrico. Durante los días 7 y 8 de setiembre se escucharon en la ciudad frecuentes descargas de fusilería y dinamitazos. En la madrugada del lunes los contingentes policiales fueron reforzados por 130 efectivos que habían viajado en tren especial desde La Oroya. Los dirigentes y activistas sindicales que no cayeron abaleados fueron violentamente arrancados de sus domicilios. El saldo oficial de estos sucesos arrojó ocho muertos e incontables heridos y detenidos, peor se estima que el número real de muertos fue mucho mayor.

Comentando estos sucesos, el periódico los Andes de Cerro de Pasco, y varios órganos de prensa de la capital, reconocieron que se había operado una sangrienta provocación de la empresa norteamericana coludida con las autoridades.

Tratando de sacar provecho de lo ocurrido la empresa quiso oficializar la validez del falso pliego e intentó imponerlo a los comités de base. Pero ese esfuerzo fue inútil. Los trabajadores no se intimidaron y rechazaron definitivamente las pretensiones de la compañía. Esta tuvo que ceder al fin modificando en parte sus propuestas y reconociendo en la práctica al Sindicato de Trabajadores y Empleados Mineros de Cerro de Pasco. Con lo cual quedaba expedito el camino para el Congreso de los Trabajadores Mineros y Metalúrgicos de toda la zona.

 

10.

COORDINACIÓN DE LOS PLIEGOS

Los sucesos de Cerro repercutieron en todo el ámbito de la empresa norteamericana y elevaron el ritmo y la tónica de nuestro trabajo.

Elaborada y en trámite los pliegos de los asientos, se hizo más apremiante la necesidad de unificar un solo pliego, para lo cual era imperioso acelerar la realización del Congreso.

Al fracasar en Cerro la maniobra divisionista, el amarillaje tuvo que replegarse y el gobierno militar, interesado en mejorar su imagen, optó por convocar a su despacho a los dirigentes de los sindicatos ya constituidos.

En ese lapso yo había sido objeto de un primer despido de mi trabajo. Mi despido me indujo a viajar a Lima pero la situación en las minas me obligó a retornar pronto a Morococha. Debería asesorar a la delegación de nuestro sindicato que concurriera a la entrevista con el presidente de la República.

El despido de mi trabajo había sido ocasionado por lo que venía haciendo. Por la misma causa también fueron detenidos y conducidos a la capital otros importantes dirigentes mineros, entre ellos Oscar Otaegui y Vicente Pérez, de Morococha, y Augusto Mateu Cueva, de Goyllarisquizga.

Las delegaciones de los sindicatos que deberían concurrir a las entrevistas con el Presidente, se pusieron de acuerdo en exigir en primer término la libertad de los compañeros detenidos.

Días antes la CGTP había convocado una manifestación en la Plaza de Armas para protestar por la masacre de los mineros de Cerro de Pasco. La convocatoria tuvo un gran éxito además de una significativa importancia histórica. Era la primera vez que se calificaba públicamente al gobierno de Sánchez Cerro como una dictadura militar al servicio del imperialismo y la primera vez también que la plaza 2 de Mayo se convertía en foro abierto del proletariado peruano. Allí debería ser, con el tiempo, la sede institucional de nuestra central sindical.

Las delegaciones de los sindicatos mineros llegaron a Lima el 2 de setiembre. Lograda previamente a la entrevista la liberación de los compañeros apresados, Vicente Pérez se incorporó a la delegación de Morococha, Mateu

Cueva a la Goyllarisquizga y Adrián Sovero, Manuel Vento y Moisés Espinoza y José Montero a la de Malpaso.

Hubo una primera entrevista con el presidente Sánchez Cerro. Luego este delegó la representación gubernamental en el ministro de Gobierno, mayor Gustavo Jiménez, y el director del Trabajo, Dr. Ugarte Barton. Por la empresa participaron su gerente general, Harold Kinsmill, el superintendente Mac Hardy y el abogado Raúl Gómez de la Torre.

Las deliberaciones se prolongaron por siete dias entre el 22 y el 29 de setiembre. Yo permaneci en Morococha, reforzando las gestiones al informarnos de que las negociaciones se iniciarian con una aceptación formal de las demandas obreras a la empresa yanqui, convocamos en Morococha una manifestación pública para celebrar el triunfo y saludar dignamente a nuestra delegación.

Este acto de masas se realizó el dia 30 de setiembre. Se inició en la estación del ferrocarril y recorrió en forma muy combativa las principales calles de Morococha Vieja hasta llegar al local del cine Los Andes en Morococha Nueva. El discurso de bienvenida corrió a mi cargo. Luego en algunos puntos del recorrido pronunciaron discursos los compañeros Servando Miraval, Adrián Sovero y Gamaniel Blanco.

En los dias siguientes, hasta el 8 de octubre, se realizaron concentraciones similares en los andenes del ferrocarril y en las plazas de los principales asientos mineros de Junin y Cerro de Pasco. Se desatacó en ellos la importancia de haber logrado un trato directo con la empresa en torno a un pliego único cuyos puntos centrales habian sido formalmente aceptados. En todos los discursos se admitió, sin embargo, que la compañia protegida por el gobierno podria retractarse de cumplir sus compromisos. Para potenciar ese pliego se señaló la necesidad de reforzar la organización llevando a cabo prontamente el congreso de unificación y centralización.

En mi condición de secretario de Cultura del Sindicato d Morococha propuse la edición de un periódico del Comité Organizador, llamado a desempeñar en toda la zona el papel de difusión de nuestros reclamos, de intercambio de experiencias y de orientación de nuestra lucha. Es asi como salió Justicia, órgano eventual que llegó a editar cinco números. Cabe anotar que el logotipo fue ideado y dibujado por mi. La letra “J” de Justicia figuraba como un pico minero. Algunas informaciones de ese periódico fueron reproducidas en el mencionado libro de Martinez de la Torre[11]. Se editaba en la única imprenta existente entonces en Morocha. Su propietario era un señor apellidado Camargo que en esos dias prestaba muy importantes servicios al sindicato local y al Comité Organizador.

 

11.

UNA EXTRAORDINARIA ACCION DE MASAS

El calor de la lucha se encontraba en Morococha en su más alto nivel y en ese ambiente nos acercábamos al aniversario de la primera gran huelga de nuestro asiento, punto de partida del proceso de esa etapa. Para ese dia, a las 4 p.m., el Sindicato de Morococha organizó una gran manifestación de aniversario.

En aquellos instantes el conflicto con la empresa volvla a hacerse tenso. Las distintas reparticiones de la compañla se negaban tozudamente a hacer efectivos los compromisos suscritos en Lima con aval del gobierno. Al mismo tiempo los gringos jefes de sección iniciaron simultáneamente una verdadera ofensiva de provocaciones que generó en los trabajadores la necesidad de una respuesta más contundente que antes.

El dla 10 de octubre a la una de la tarde, antes de la concentración proyectada, Adrián Sovero, secretario general del Sindicato, se apersonó a la oficina del superintendente para protestar contra el atropello de que habla sido objeto un obrero que reclamaba el cumplimiento de los compromisos contraldos por la empresa. Pero el superintendente Mac Haedy no solo se negó a escucharlo sino que lo echó de la oficina a empellones y profiriendo insultos en inglés. Expresó al mismo tiempo que la empresa no tenla ninguna intención de resolver el pliego.

En ese instante llegué yo para apoyar a Sovero y de común acuerdo resolvimos buscar el respaldo de los trabajadores a nuestra acción mediante un paro inmediato de labores. Esta decisión fue apoyada por un grupo de obreros en la mina central que también hablan sido maltratados por los jefes del centro. Con ellos nos repartimos la tarea de ir a cada mina y a las instalaciones de la refinerla para lograr nuestro propósito. En todas partes encontramos un resuelto respaldo.

Cuando hubimos reunido apreciable cantidad de manifestantes, nos encaminamos con ellos a la comiserla. Alll exigimos al jefe de puesto que, en su calidad de representante de la autoridad, tomara presos a los jefes norteamericanos, Mr. Skeen y Mr. Mac Hardy, emplazándolos a cumplir con lo pactado en Lima.

Los guardias, renuentes hasta entonces a exigir nada a los gringos, tuvieron que cambiar de actitud al darse cuenta de que el local de la comisarla estaba rodeado por mineros.

En el trayecto de la superintendencia a la comisarla (de Morococha Vieja a la Nueva), con los gringos presos marchando por delante, la manifestación fue engrosándose con nuevos contingentes. Se sumaban a ella numerosas mujeres, esposas y familiares de los mineros y vecinos de la localidad. No se pudo impedir que los jefes norteamericanos fueran hostigados en el trayecto por los trabajadores y sus familiares.

Al aproximarnos al local de la comisarla una pedrada hizo impacto en el rostro del asustado Mr. Skeen. Un policla disparó al aire y cuando se disponla a apuntar hacia la multitud, me vi impelido a arrojarme sobre él y desarmarlo. El sargento Silva extrajo entonces su revólver y apuntó contra ml. Pero los manifestantes reaccionaron obligándolo a refugiarse en la comisarla. En este ambiente se realizaron las nuevas tratativas entre los representantes de la

compañía y los del sindicato. Los trabajadores permanecieron rodeando la comisaría. Poco antes de terminar se hizo presente el prefecto del departamento, coronel Jerónimo Santibáñez, llegando apresuradamente de Cerro de Pasco, pero como era de suponer, en todo momento se parcializó a favor de la compañía. Pretendió infructuosamente que la manifestación se disolviera. Llegada la noche, hubo, si, que suspender los tratos hasta el día siguiente para posibilitar que los gringos consultasen con su matriz. Previamente los funcionarios norteamericanos prometieron al prefecto y a los trabajadores dar solución favorable a las reclamaciones.

Los trabajadores decidieron entonces marchar en forma organizada a Morococha Nueva, al local d los Centros Escolares Obreros, que funcionaba prácticamente como local del sindicato. Antes de partir, Gamaniel Blanco, subido en la baranda de la comisaría, informó sobre el curso de las tentativas.

Durante el recorrido se plegaron grupos de vecinos y de una bulliciosa y enardecida parvada de “chiuches” (niños obreros) acrecentaba el espíritu justiciero de la multitud.

Una banda de músicos integrada por obreros procedentes de diversas comunidades daba ambiente de festividad auténtica a nuestra protesta. Una fuerte lluvia serrana se descargó tamborileando como en un “waylas” sobre el techo encalaminado del local sindical.

El extenso patio de los Centros se repletó de obreros a pesar de la lluvia. Muchos de ellos llegaban con sus ropas y botas de agua puestas. Representantes de todos los socavones, de las instalaciones y de los campamentos participaron luego, animadamente, en la asamblea y en la fiesta.

Nunca, hasta entonces, nos fue posible explicar tan claramente la necesidad de mantenernos firmes y de llevar a cabo cuanto antes el Congreso. Se explicó públicamente, también por primera vez, el significado d la obra de Mariátegui.

Al reanudarse al día siguiente las tratativas, los representantes del sindicato fuimos respaldados nuevamente por la concentración de los trabajadores en torno a la comisaría. A los representantes de la empresa los acompañaban otra vez el prefecto del departamento, el sargento Silva y sus policías. Pero Mr. Skeen y Mr. (Mac) Hardy continuaban de rehenes.

Por parte del prefecto se reprodujo la escena del día anterior prepotente y arrogante como si realmente tuviese autoridad, comenzó ofendiendo a los obreros y amenazando a los dirigentes. Con los gringos volvió el tono sumiso. Pero al final, se impuso la firmeza de la Comisión de Reclamos respaldada por los trabajadores, alertas rodeando la comisaría.

De esta manera, se redactó un nuevo pliego y se firmó un definitivo compromiso. A cambio de la liberación de los rehenes, la compañía garantizaba que inmediatamente comenzaría aplicarse lo pactado en Lima.

También se obligaba, ante el prefecto y los policías, a no tomar represalias contra los miembros de la Comisión de Reclamos ni contra los trabajadores de base. Se puso especial énfasis en que la empresa no procediera ya a los despidos intempestivos, en que se suprimiera el régimen de contratas, en no rebajar salarios y en establecer turnos en labores que hasta entonces se realizaban solo de noche.

No podíamos ilusionarnos, sin embargo, en que el conflicto con la Cerro ya había terminado. Para evitar una nueva burla hacía falta elevar el nivel de la lucha también en todas las otras dependencias de la compañía.

 

12.

EL PRIMER PLENARIO DE LA CGTP

En el ámbito nacional, la lucha reivindicativa se iba haciendo cada día más grande y tensa. Y la influencia de esa lucha se hacía sentir también en otros estamentos importantes del movimiento popular.

El 11 de octubre, los estudiantes universitarios que bregaban entonces por conquistar la segunda reforma universitaria, ocuparon el edificio de la Universidad Nacional de San Marcos. El día 25 los obreros de la fábrica textil La Unión, en Lima, iniciaron una vigorosa huelga que contó de inmediato con la solidaridad del resto del proletariado. Sus reclamaciones fueron resueltas favorablemente, pero la conducta de los empresarios en aquel sector fue represiva. Procedieron a despedir a los dirigentes sindicales que luego fueron apresados por la Policía. La Federación Textil declaró entonces una huelga contando con la solidaridad de todas las otras federaciones adheridas a la CGTP. Ambas organizaciones realizaron luego una vigorosa manifestación por las calles de Lima.

En ese contexto la CGTP decidió convocar a su Primer Plenario Nacional (o Conferencia) que se llevó a cabo entre el 31 de octubre y el 5 de noviembre de 1930.

Al Pleno, que asumió funciones de un Primer Congreso Nacional, concurrieron 62 organizaciones sindicales de ámbito nacional (federaciones por sector y federaciones departamentales) y su representación sectorial estuvo compuesta de la siguiente manera: 56.000 trabajadores industriales, 6.000 mineros y metalúrgicos, 4.500 trabajadores del transporte, 30.000 campesinos del Ande, 5.000 yanaconas de la costa. Los campesinos del Ande (quechuas, aimaras, huancas, etc.) estuvieron representados por la Federación Indígena Regional Peruana, existente entonces; por los arrendatarios o aparceros de la costa, la Federación de Yanaconas del Perú, desaparecida décadas más tarde. En la Mesa Directiva del Pleno estuvieron los delegados de las más importantes organizaciones sindicales y campesinas.

El carácter fundacional de este evento lo dio su agenda que comenzó abordando la situación política y de manera especial las condiciones de vida de los trabajadores. Luego abordó en forma específica los problemas de los asalariados agrícolas, de los transportistas (choferes ferroviarios, marítimos), de los mineros y metalúrgicos, de los textiles y demás industrias manufactureras; el problema de la desocupación (creciente en esos días); la necesidad del seguro social (que entonces no existía); la situación de los campesinos andinos y las etnias; la unidad sindical y la aprobación de los primeros estatutos.

Aparte de las resoluciones sobre cada punto, el Pleno aprobó dos documentos de importancia extraordinaria: Primero, la firma de una pacto o alianza entre la CGTP y la Federación Indígena Regional Peruana, el cual, además de potenciar la coordinación entre las luchas del proletariado y el sector más numeroso de nuestro campesinado, tendía a enlazar orgánicamente las luchas reivindicativas del proletariado industrial y minero con la defensa de los derechos sociales y culturales de la población nativa e indígena. El segundo documento se refirió específicamente a las luchas de los trabajadores mineros y metalúrgicos. Se recomendaba a las filiales de la CGTP dar el más grande apoyo a la realización del Primer Congreso de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos del Centro[12].

Aunque en la Mesa Directiva del Pleno se encontraban Gamaniel Blanco y José Montero, representantes del Comité Organizador de la Federación, la delegación dio el encargo de saludar en su nombre al c. Augusto Mateu Cueva, del Sindicato de Goyllarisquizga, que anunció la pronta realización del Congreso.

Como era de suponer, la realización del Pleno causó alarma al gran empresariado capitalista y puso en pie de represión al gobierno de Sánchez Cerro. Antes de terminar el evento se desató en Lima una redada policial que comenzó apresando a los integrantes de la Comisión de Reclamos de la Federación Textil. Fueron perseguidos también varios delegados de las otras bases. El Pleno protestó enérgicamente contra esos atropellos.

Entre los días 6 y 8 de noviembre retornaron las delegaciones mineras a sus respectivas bases. En Morococha, Goyllarisquizga y otros asientos se llevaron a cabo manifestaciones públicas para dar apoyo masivo a las resoluciones del Pleno. Las amenazas del gobierno hicieron, sin embargo, que un ambiente de tensión acompañara casi en todas partes al sentimiento de júbilo.

 

13.

EL CONGRESO MINERO

En la noche del 8 de noviembre se inauguró el Congreso. La ceremonia debía realizarse en la sala de espectáculos del Club Peruano de La Oroya, recientemente recuperado por el Sindicato Metalúrgico. Fue un acto no exento de dificultades. Momentos antes la Policía interfirió una concentración de trabajadores destinada a dar la bienvenida a los delegados de la CGTP. De otra parte, la empresa intentó boicotear este acto convocando para el mismo lugar, día y hora un concierto gratuito del conocido músico Carlos Valderrama.

En el primer caso no fue posible evitar un enfrentamiento con la Policia. En el segundo caso la Comisión Organizadora del Congreso procedió con ecuanimidad. Dispuso que la inauguración se realizara fuera del local, en la plazuela aledaña al Club Peruano. El Congreso se instaló, pues, a cielo abierto con la participación de más de 2.000 trabajadores.

Como presidente de la Comisión Organizadora, me correspondió pronunciar las palabras inaugurales. Luego se escucharon los saludos al Congreso de las delegaciones de cada sindicato minero. El saludo de la CGTP lo pronunció su subsecretario general, c. Avelino Navarro. Saludó también en nombre de los Intelectuales Revolucionarios, Esteban Pavletich, procedente de Huanuco, y finalmente intervino Eudocio Ravines en su condición de secretario general del Partido Comunista. El discurso de este personaje fue largo y provocador, extraño a los problemas del Congreso.

Fueron cuatro las cuestiones sustantivas que el Congreso se propuso abordar. La primera referida al contexto social y politico que enmarcaba al evento: la naturaleza mundial de la crisis capitalista que se vivia entonces y el carácter del gobierno sanchezcerrista, evidenciado ya como un instrumento aun más entreguista y reaccionario que su antecesor. La segunda se referia a la situación de los trabajadores mineros y metalúrgicos explotados principalmente por la Cerro de Pasco Copper Corporation. La tercera, sobre la necesidad de elaborar un pliego único y de unificar a todos los sindicatos en una federación. La cuarta abordaba el proyecto de estatutos de la federación y la elección de su junta directiva.

Varias cuestiones especificas concitaron una atención particular en el debate: los efectos nocivos de los humos de La Oroya, el sistema de contratas, la situación de extraterritorialidad impuesta por la Cerro en cuanto a las relaciones sociales y al comercio monopolista de los productos alimenticios (las mercantiles), las relaciones entre el proletariado minero y las poblaciones campesinas y las comunidades aledañas, el derecho a la seguridad social, entonces inexistente, el problema de la desocupación.

Los debates se desarrollaron durante los dias 9, 10, 11 de noviembre. Para el dia martes 11 se programó el abordamiento (sic) de tres puntos de singular importancia: elaboración de un pliego único, aprobación de los estatutos de la federación y la elección de la junta directiva.

¿Qué haria la Cerro de Pasco Copper Corporation después de la unificación del pliego y de la constitución de la Federación Minera?. Esta interrogante flotaba en el ambiente de los congresistas y en los campamentos de la zona.

La respuesta habria de producirse horas más tarde.

 

14.

UNA REDADA INTIMIDATORIA

Terminada la sesión del dia lunes, los delegados nos retiramos a descansar. A las dos de la madrugada del dia siguiente la Policia, bajo el mando del capitán Ortega y del prefecto Santibáñez. Allanó violentamente los hoteles y las casas que albergaban a los delegados venidos de afuera. Fuimos conducidos a la estación del ferrocarril para embarcarnos en un tren expreso rumbo a Lima, custodiados por efectivos del Ejército. Entre los detenidos, como es de suponer, se encontraban los representantes de la CGTP, encabezados por Avelino Navarro, y también los del Partido Comunista, Ravines, Pavletich y Serpa.

La Policía abrió la puerta de mi cuarto a puntapiés y culatazos, el capitán Ortega, revólver en mano, procedió a descargar puñetazos al rostro de los dirigentes más conocidos previamente maniatados. En esas circunstancias pudimos observar con indignación que los agentes policiales eran guiados por un sujeto apellidado Esponda, delegado del sindicato de Casapalca e hijo de un mayor del Ejército. Se trataba, indudablemente, de un provocador. Pero se denotaba además la mano siniestra de la empresa yanqui. Se trataba del mismo sujeto que la noche de la inauguración instigó a los trabajadores a que tomaran por la fuerza las instalaciones del Club Peruano. Fue también la persona que ayudó a la Policía a incautar los archivos del Congreso y la correspondencia y valores personales de los delegados. A ese hecho se agregaría luego la extraña conducta de Eudocio Ravines.

Nos condujeron en un vagón de la tercera con tres filas de bancas longitudinales. En la banca del centro se había acomodado un pelotón de soldados, fusiles en mano. A los detenidos nos ubicaron en las bancas laterales. Los comunistas subimos al tren cantando “La Internacional”. Pero Ravines en actitud melodramática y sin consultar con nadie, se subió en una de las bancas y arengó a la tropa diciendo: “¡Soldados no disparéis contra vuestros hermanos mineros!..”.

Esas palabras cayeron en vacío. Porque ninguno de los presentes pensaba que la tropa iba a disparar contra nosotros. Lo que nos preocupaba a los auténticos delegados mineros era la suerte del Congreso. Marchábamos a Lima por orden del ministro de Gobierno, obedeciendo sin duda a exigencias de la Cerro. Era evidente, pues, que tras el operativo policial, lo único que perseguía era frustrar el Congreso y echar por tierra todo el proceso de organización sindical que habíamos venido desarrollando.

Ravines, sin embargo, se encontraba en otra onda. Después de su arenga al vacío se sumió en un abatimiento insondable. Con la cabeza entre sus manos, desde aquel instante no habló con nadie, hasta llegar a la estación de Desamparados.

Pasamos por Ticlio al amanecer, cuando el sol despunta tras la cordillera silueteando las montañas coronadas de nieve. Al poco rato llegamos a Casapalca abriéndose paso el tren entre espejos de pequeñas lagunas. Estando allí, un compañero tuvo la brillante idea de arrojar desde su ventanilla un mensaje a los trabajadores de ese asiento informándoles de lo ocurrido. Gracias a ese mensaje la noticia se difundió por la zona motivando una reacción clasista en todos los asientos. “Los delegados al Congreso de La Oroya han sido detenidos por la Policía y se les lleva a Lima”, decía el comentario que comenzó a circular de una boca a otra.

En las primeras horas de la mañana, los trabajadores de La Oroya, enterados de esa forma, dejaron de concurrir a sus labores y se concentraron para protestar contra el atropello y demandar nuestra libertad. Esa acción era acompañada por el pitar de alerta, estridente y largo, de la sirena de la fundición.

Los manifestantes pretendieron ocupar el local del Club Peruano y se produjo un violento choque con la Policía. A pesar de eso, la marcha se convirtió en un mitin.

Un hecho destacable fue la participación de una compañera nuestra llamada Crisálida Grey, quien expuso con suma claridad y energía la necesidad de no dejarse doblegar por la provocación de la empresa y las autoridades. Propuso el nombramiento de una comisión de cuatro compañeros para entrevistarse con el prefecto y exigirle la remisión de un telegrama al ministro de Gobierno advirtiendo que si los delegados no eran puestos en libertad se decretaría una huelga general.

 

15.

EL PARO GENERAL Y LOS REHENES

Acto seguido, una cuadrilla de trabajadores se dirigió a la gerencia y procedió a tomar como rehenes a dos altos jefes de la empresa: el superintendente, Mr. Mac Hardy, y el gerente de la Sociedad Ganadera Junín, Mr. Fowler. Era la segunda vez que los mineros recurrían a esa forma de lucha. Como se recordará, una acción similar se había realizado durante la huelga de Morococha del último octubre.

La huelga se extendió a todas las dependencias de la Cerro. Los trabajadores de Marh Tunnel, Morococha y Malpaso acordaron marchar a pie a La Oroya. Entretanto, la asamblea de los metalúrgicos designó una comisión mixta, de hombres y mujeres, que debería viajar a Lima para tratar directamente sobre nuestra liberación. Es de advertir que luego se repetiría con frecuencia en el sector minero la participación decisiva de las mujeres trabajadoras (o esposas e hijas de los mineros) en ese tipo de acciones. Ellas activaban (sic) no solo en las bases sino también en la dirección, aportando valiosas iniciativas. La presencia de las mujeres -y muchas veces también de sus hijos menores-daba fuerza realmente social y familiar a las luchas reivindicativas, donde lo obrero se fundía con lo campesino y vecinal.

La llegada de los presos obreros a Lima se produjo a mediodía. Salvo Ravines, durante el viaje todos mantuvimos una moral elevada. El diario El Comercio de Lima comentaba así:

Después de la una de la tarde de hoy -dice- llegó a la estación de Desamparados un tren extraordinario venido directamente de La Oroya trayendo medio centenar de presos (...). Su desembarco y entrada a la Prefectura fueron bastante llamativos. Los presos cantaban “La Internacional” y el “Himno de los Trabajadores” y vivaban a la CGTP, al socialismo y al comunismo.

En Lima fuimos conducidos a los calabozos de la Intendencia que en aquella época funcionaba en la calle Pescaderia, a un costado del antiguo Palacio de Gobierno. Ravines, Pavletich y Serpa fueron aislados por considerárseles más peligrosos. Los dos últimos compañeros me relataron después que Ravines se sintió en todo momento abrumado y angustiado, manifestando incluso temor de que lo fusilaran.

Al calabozo en que nos encerraron se le denominaba “el cuatro” por ser este el número que le correspondia en el patio de la Intendencia. Siendo este recinto más amplio, funcionaba como “prevención” destinada a alojar a todo tipo de presos temporales: rateros, borrachos, homosexuales y ahora a los presos politicos. Los servicios higiénicos se encontraban en pésimas condiciones, lo que obligaba a los detenidos a realizar sus necesidades biológicas en cualquier rincón. Un hedor a orines, excrementos y coca dominaba el ambiente.

Desde nuestra celda podiamos observar y sentir cómo se aplicaban los más humillantes maltratos a los presos comunes y muchas veces también a nuestros colegas “los politicos”. Era frecuente, por ejemplo, que a los más conflictivos se les impusiera como castigo recoger con sus manos y hasta deglutir el excremento de los caballos.

 

16.

UNA VICTORIA SIGNIFICATIVA

Sin saber qué iba a ocurrir, cerca a la medianoche se nos pidió designar una delegación para entrevistarse con el ministro de Gobierno y altos jefes de la Policia. El comandante Gustavo Jiménez deseaba informarnos de los acuerdos a que se habia arribado con la Comisión Mixta venida de La Oroya. Supimos entonces que la Comisión habia arribado a las cuatro de la tarde y que las conversaciones habian sido positivas aunque dificiles. Se nos informó que los representantes diplomáticos de EE. UU. e Inglaterra habian presionado fuertemente para obtener la liberación de sus compatriotas y garantias al funcionamiento de la empresa yanqui; ante esa doble presión el gobierno habia decretado nuestra libertad a cambio de la de los rehenes capturados en La Oroya. Habia dispuesto, de otra parte, las más amplias garantias para la reanudación del Congreso Minero.

Los detenidos de “el cuatro” acordamos presentar al gobierno tres exigencias: la primera consistia en levantar la incomunicación de Ravines, Pavletich y Serpa. La segunda que el gobierno procediera a liberar también a los dirigentes sindicales no mineros detenidos en Lima. Y la tercera que se nos proporcionara un tren expreso para nuestro inmediato retorno a La Oroya. Esto último significaba además contar con las más completas garantias para reanudar el evento.

Supimos que la Comisión Mixta habia comenzado sus gestiones con una entrevista directa con el presidente Sánchez Cerro y que este encargó la solución del conflicto al ministro Gustavo Jiménez.

En el éxito de las tratativas con el gobierno, la CGTP jugó un papel muy importante. Potenciando su capacidad persuasiva, había realizado una reunión de emergencia en la que advirtió al gobierno que si hasta el día 13 los delegados al Congreso no habían sido puestos en libertad, se realizaría primero un paro nacional de 24 horas y luego una huelga de duración indefinida.

 

17.

EL RETORNO A LA OROYA

La salida de la Prefectura se produjo a las ocho de la mañana del día 12 de noviembre. En la estación del ferrocarril nos esperaba el tren dispuesto por el gobierno. Pero el retorno fue acompañado por otras acciones.

La Comisión Mixta había logrado, como ya dijimos, que junto a los congresistas de La Oroya, salieran en libertad varios dirigentes de diversos asientos y de varios sindicatos textiles de la capital. Antes de partir realizamos una jubilosa marcha por las calles de Lima próximas a Desamparados. Se cantó en ella “La Internacional” y se dieron vivas a la CGTP y al Congreso Minero.

Era la primera vez que los trabajadores peruanos doblaron el brazo omnipotente de la Cerro de Pasco Copper Corporation, al mismo tiempo que obligaban a dar marcha atrás a la dictadura sanchezcerrista.

Se podría decir, además, que con la pronta reanudación del Congreso culminaría el rescate de nuestra soberanía nacional en el campo de las relaciones laborales de la empresa yanqui. No era inexplicable entonces lo que ocurriría en nuestro viaje de retorno a La Oroya.

Como el tren era expreso, a nuestro servicio, se embarcaron con nosotros varios dirigentes y activistas sindicales de Lima y el Callao. Los más prestigiosos de esos compañeros fueron Angela Ramos, destacada periodista y dirigente de la comisión encargada de atender a los presos sociales y a sus familiares; y Avelino Navarro, secretario general de la Federación de Ferroviarios y subsecretario general de la CGTP. Ambos, Angela y Avelino, habían sido amigos y colaboradores muy cercanos de José Carlos. Su presencia a nuestro lado en un momento tan significativo infundía sentimiento de hondo respeto, especialmente entre los dirigentes nuevos y más jóvenes. Sentimientos parecidos concitaban, aunque en menor medida, la compañía de Manuel Serpa, Esteban Pavletich e incluso Eudocio Ravines, no obstante las demostraciones de inconsistencia y cobardía que este ya nos había dado. Los tres habían estado durante varios años deportados fuera del país y habían asimilado allí prestigio y valiosas experiencias. Por algo los tres fueron separados del resto de delegados cuando llegamos de La Oroya a Lima. Al parecer la primera intención del gobierno fue deportarlos de nuevo.

¿Cómo habría de desenvolverse los acontecimientos una vez terminado el Congreso Minero?. ¿Qué nos correspondería hacer a los organizadores en la nueva etapa?.

Ambas interrogantes ocupaban nuestro pensamiento y nos llevaban a dar una importancia especial a la presencia de estos compañeros. Ravines, además, se había hecho cargo de la Secretaria General del partido desde el fallecimiento físico de Mariátegui.

El ambiente de júbilo que reinaba en el vagón disipó nuestras preocupaciones en el primer momento, los congresistas y sus acompañantes, reunidos en distintos grupos, conversábamos y reíamos comentando hechos y relatando anécdotas de nuestra breve prisión en la Intendencia. De vez en cuando algunos lanzaban vivas a los trabajadores mineros y a la CGTP. Nos detuvimos en la estación de Chosica para despedir a algunos compañeros que deberían regresar a Lima.

Al llegar a la estación de Chicla, pequeño campamento minero, encontramos una ruidosa manifestación pueblerina amenizada por una banda de músicos. Los manifestantes nos entregaron ramos de flores, botellas de cerveza y nos agasajaron con chicha y viandas. Fuera del tren los campesinos del lugar lanzaban vivas entusiastas por la victoria de los mineros. Algo similar ocurriría más tarde en las estaciones de Tamboraque, Morococha, Bellavista, Rio Blanco y Casapalca. Esta forma de manifestarse traducía a la vez un hondo sentimiento patriótico. En todas partes las vivas a los mineros iban acompañadas de mueras a la poderosa empresa norteamericana que también venía agrediendo al campesinado y a los pobladores de la zona con las emanaciones letales de su fundición.

Pero en la misma estación de Chicla, la delegación que nos entregó el saludo nos informó que los gringos habían comenzado a abandonar la zona y que corría rumores de una masacre en Malpaso. Al pasar por Casapalca y luego por Ticlio, esos rumores se hicieron más puntuales. En Ticlio subió al tren una delegación del Sindicato de Morococha que nos informó con detalle lo ocurrido en Malpaso y nos informó que en Morococha el sindicato había aceptado los servicios del ingeniero electricista Mr. Perchy (inglés) para impedir la inundación de las galerías.

Nos enteramos, asimismo, que el puesto de Policía en la localidad también había sido abandonado, obligando así a que el sindicato asumiera al mismo tiempo las funciones técnicas de la compañía y las de orden publico de la Policía. Por ultimo estos hechos cobraron una imagen patética cuando al llegar a la estación de Yauli, próxima a La Oroya, se cruzó con nuestro tren un expreso que conducía a Lima a los empleados norteamericanos y sus familiares. Efectivamente estaban abandonando sus ciudadelas y se dirigían al puerto del Callao para embarcarse luego hacia su patria.

Se trataba de hechos totalmente imprevistos que radicalizaban extremadamente el conflicto dándole un contenido político sumamente álgido.

¿Qué perseguían los gringos con esa dramática actitud?. Lo sabríamos después, por la prensa de Lima. Pero lo urgente era saber qué deberíamos hacer nosotros frente al nuevo giro de los acontecimientos.

Nuestra meta en todo el proceso no concebía la toma del poder a pesar de algunos procedimientos esporádicos en ese sentido y de las influencias radicalizantes y voluntaristas que recibíamos algunos de nosotros a través de

la literatura internacional de aquellos días. Lo que habíamos venido persiguiendo era unificar los pliegos de reclamos y la organización sindical. Pero la situación artificialmente creada por la empresa nos obligaba a abordar tareas políticas cuya magnitud no habíamos previsto. Situación objetiva que bien podría calificarse, sin proponérnoslo, de una incipiente lucha por el poder.

 

18.

AHORA O NUNCA

Era tan veloz la dinámica de los acontecimientos que nos dificultaba encontrar otra solución correcta.

Varios compañeros, entre ellos Ravines, se encontraban todavía con botellas entre sus manos. Estaban desconcertados, sin haber disipado los efectos de la cerveza y de las informaciones triunfalistas. Lo primero que se me ocurrió en ese instante fue arrebatar las botellas y los vasos de los bebedores para arrojarlos por las ventanillas del tren.

Ravines reunió entonces a los comunistas y mostrando disgusto por mi actitud, exclamó en tono melodramático;

Camaradas; hemos venido a establecer los sóviets... Estas oportunidades no se repiten sino cada cuatro o cinco siglos y debemos aprovecharlas.

La mayoría de los militantes comunistas, sobre todo los jóvenes, tomamos con seriedad el contenido de esa arenga que de algún modo daba una respuesta a la pregunta: ¿qué hacer? Pero, como vemos enseguida, el comportamiento ulterior de este personaje resultó frustrante.

Nuestra llegada a La Oroya se produjo después de mediodía. Encontramos en la estación una numerosa concurrencia de trabajadores portando pancartas de saludo, pero en una actitud acongojada y silenciosa. Lejos del entusiasmo que habíamos supuesto por la reanudación del Congreso, su preocupación se centraba, al parecer, en las consecuencias de la masacre de Malpaso. ¿Cómo responder a este crimen? ¿Qué hacer con los 27 cadáveres de los masacrados que se velaban en el mismo local del Congreso?. Esas inquietudes se entrelazaban a los sentimientos ancestrales de respeto a los muertos y de culto a su memoria. No faltaron, incluso, grupos de mujeres “lloronas” que le daban dramatismo al ambiente. Se trataba de expresiones legítimas y autóctonas muy respetables pero que introducían un tono de congoja en la concurrencia.

Con la idea de despejar la incertidumbre, los comunistas convocamos a una reunión después de la primera plenaria del Congreso. Veamos ahora lo que ocurrió en Malpaso.

 

19.

EL GENOCIDIO DE MALPASO

En aquella localidad no había explotación minera propiamente dicha. Se trataba de un campamento de obreros constructores donde la compañía norteamericana levantaba una central hidroeléctrica importante. Perseguía con ella aumentar el potencial energético de la fundición de La Oroya para elevar así el nivel de concentración y rescate de los minerales que se volatilizaban en los humos. Bajando la toxicidad de los humos, la compañía conseguiría también recuperar la fertilidad de los pastizales que había malogrado y expropiado. Se iniciaba así la actividad ganadera de la Cerro. Llamada a ser con el tiempo la más importante del país.

Para los trabajadores mineros y metalúrgicos, así como para las poblaciones campesinos-comunitarias y aldeanas del valle del Mantaro, la posibilidad de condensar los humos tenía dos connotaciones ventajosas. De un lado, bajaría el efecto letal sobre la agricultura y la ganadería ocasionado por la fundición. De otro lado, aumentaría la demanda de mano de obra en el mercado de trabajo de la zona. Adicionalmente, Malpaso tenía un significado especial en la tradición oral de esas poblaciones, por el papel estratégico que le tocó desempeñar tanto en la guerra de la Independencia como en la guerra con Chile.

El lugar constituye una especia de cañón estrecho donde el río Mantaro se embalsa con facilidad en época de lluvias. Las dos orillas del río se unen allí por un estrecho puente, cosa que le da singular importancia en todo sentido.

En la construcción de la represa laboraban cerca de 2.000 trabajadores procedentes de las minas y de las comunidades aledañas. La modalidad de su trabajo se asemejaba a la de los mineros. Lampas, picos, carretillas, algunas perforadoras y hasta dinamita, eran sus herramientas.

El conjunto de esas circunstancias hizo fácil la tarea de organizar al sindicato y afiliarlo al Comité Central de Reclamos.

La Oroya dista poco más de una legua de aquel lugar. La carretera que une ambas localidades corre por la margen izquierda del río. Para llegar a ella desde el campamento, había que pasar el puente y eso requería el consentimiento del sargento Lazarazo, jefe de la garita que controlaba el puente.

Al enterarse de lo que había ocurrido con los delegados al Congreso, el sindicato convocó a una asamblea para el día siguiente. Pero antes de que esta se reuniera llegó la noticia de la liberación de los delegados y su retorno al Congreso. En vista de ella la asamblea acordó realizar una gran marcha hacia La Oroya para decepcionarnos.

Previo permiso del sargento Lazarazo, se inició la marcha portando por delante una gran bandera peruana. De manera extraña, en las primeras filas caminaban tres funcionarios yanquis de la empresa, incitando a los trabajadores a no dejarse amilanar por la Policía.

Aparentemente no había razón para ello, pero antes de que la columna ingresara al puente llegó el capitán Ortega[13] acompañado de Lazarazo y ocho soldados a quienes arengó en voz alta, diciendo: “Hay que acabar con estos cholos de mierda para terminar luego con los indios de La Oroya”.

El puente era angosto y sus dos orillas muy escarpadas. En la garita que daba sobre la carretera, se parapetaron los soldados y su sargento. Los trabajadores que no alcanzaron a escuchar la amenaza de Ortega comenzaron a ingresar al puente mientras los tres funcionarios yanquis que habían estado a la cabeza, retrocedieron precipitadamente hacia la cola. Indudablemente conocían lo que iba a suceder.

Cuando los manifestantes, confiados en el permiso obtenido, ocupaban ya la mitad del puente, una cerrada descarga de fusilería detuvo su marcha. Sin darles tiempo a retroceder, dos nuevas descargas abatieron la bandera peruana y a los primeros manifestantes.

Un amigo del sargento llamado Jorge Sánchez, se acercó a él para increparle: “Que estás haciendo, hermano?. ¡No seas bárbaro, tenemos permiso!”. El sargento armó su bayoneta y se la incrustó en el pecho. Otro manifestante corrió a su encuentro gritando desesperado: “¡No!, ¡No lo mates! ¿Por qué haces eso?”. El sargento lo atajó y arrancando con el pie la bayoneta del que había caído antes, la introdujo en el vientre de este trabajador llamado Simón López. Cuatro cadáveres fueron los primeros en rodar al río. Luego las descargas que se repetían una y otra vez arrojaron a nuevos cuerpos, muertos y heridos al Mantaro.

Un niño de 11 años de edad, ajeno a la marcha, también cayó abatido. Se llamaba Eusebio Sánchez y había salido en busca de agua para cocinar mientras sus padres marchaban a La Oroya.

Repuesta del choque, la multitud intentó retroceder hacia los cerros, pero allí los esperaban dos funcionarios norteamericanos y uno peruano disparándoles con sus revólveres por la espalda.

Nada de esto impidió, sin embargo, que continuara la marcha. Cuando se agotaron las municiones de los agresores yanquis, dos de estos fueron rodeados y muertos por los manifestantes enardecidos. Llevando en hombros a los primaros cuatro cadáveres rescatados del río, la marcha llegó a La Oroya. Más tarde llegarían otros 20 cuerpos. Todo indica que la braveza de las aguas no permitió extraer a todos los cadáveres que habían caído. La masacre dejó además decenas de heridos, la mayoría de los cuales fueron alojados en los campamentos o internados en el hospital de La Oroya según la gravedad de los casos.

Los pobladores de Malpaso que quedaron en el campamento lograron que la Policía detuviera la matanza. El sargento Lazarazo fue desarmado por un alférez del Ejército apellidado Chauca, el que luego le arrancó los galones y lo remitió preso a La Oroya, en el registro de sus ropas se le encontró la suma de S/. 2,500, cuyo origen no pudo explicar haciendo evidente que ese fue el precio recibido por su sangrienta emboscada.

Pero ese hecho, más que la culpabilidad del sargento, demuestra la responsabilidad de la compañía yanqui en la matanza de Malpaso. La liberación de los delegados y la prosecución del Congreso significaban para ella una inaceptable derrota. No podría explicarse de otra manera por qué a la misma hora en que el sargento daba la orden de disparar sobre los trabajadores, a mucha distancia de allí los funcionarios norteamericanos abandonaban con sus familiares las diferentes ciudadelas donde residían[14]. Se trataba indudablemente de una operación sincronizada.

El mismo sentido tuvo la conducta de los funcionarios yanquis que luego de encabezar la marcha de los obreros terminaron masacrándolos por la espalda. Igual significado parece tener la escenificación de estos hechos en el estratégico Puente de Malpaso.

Se supo, horas más tarde, que la noche anterior el sargento Lazarazo había estado en el Club Inca de La Oroya bebiendo abundante “chata” y cerveza con los altos funcionarios yanquis.

Comentando el genocidio, el diario “El Comercio” de Lima dijo que antes de la masacre el embajador norteamericano había dirigido una carta al gobierno de Sánchez Cerro exigiéndole la libertad de sus connacionales rehenes y conminándolo a enviar tropas a La Oroya para “contener los desmanes” que según él venían cometiendo los trabajadores mineros contra la empresa y sus funcionarios.

Desmintiendo semejantes versiones, el mismo diario transcribió una carta manuscrita por el técnico extranjero Mr. Diamond informando que antes de la masacre él se había acercado al sargento Lazarazo para recomendarle mesura y responsabilidad, pero los obreros habían creído otra cosa y llegaron a acusarlo de asesino pidiendo su cabeza. Sin embargo dice que los manifestantes cambiaron completamente su actitud cuando se enteraron de la verdad.

“Estos obreros –dice públicamente Mr. Diamond- que reconocen su error hasta el punto de lamentarlo con lágrimas no son, pues, perniciosos elementos alentados por sangrientos sentimientos. Son hombres de trabajo cuyas reclamaciones se deben estudiar y resolver con espíritu de justicia”.

La responsabilidad del gobierno en la masacre se hizo más indudable al no haber ordenado ninguna investigación posterior.

 

20.

LA REANUDACION DEL CONGRESO

Cuando los congresistas, ya liberados, nos dirigimos de la estación del ferrocarril al local del Congreso una bandera peruana enlutada encabezaba su marcha.

Más de tres mil trabajadores procedentes de distintos campamentos daban carácter solemne y fervoroso al acto inaugural.

Con cinco minutos de silencio en homenaje a los caídos se inició la asamblea. Pedro Lorenzo Camargo, delegado de Morococha, rindió un detallado informe sobre los hechos que culminaron en la masacre. Desde el estrado, el obrero metalúrgico N. Vásquez informó de las gestiones por nuestra liberación llevada a cabo en Lima por la Comisión Mixta y aseguró al final que la prosecución del Congreso estaba garantizada.

En la calle, frente al local y en actitud provocadora, el prefecto hizo leer un bando gubernamental declarando en estado de sitio al departamento de

Junín. De acuerdo con las costumbres de entonces, el bando fue acompañado por la corneta y el tambor de un retén policial. Luego de esa ceremonia el jefe del retén advirtió a los oyentes que desde ese momento regía el estado de sitio. La respuesta de los trabajadores fue espontánea y rotunda. Una rechifla generalizada obligó a los bandistas a retirarse.

Una ausencia muy significativa se hizo notar en esos momentos. Los miembros del comité organizador ocupamos la mesa directiva. Los congresistas liberados se reubicaron en sus asientos. También lo hicieron los delegados de la CGTP y los dirigentes sindicales de otros gremios. Los comunistas buscábamos con la vista a Eudocio Ravines sin poder encontrarlo. Avelino Navarro explicaría luego que se encontraba enfermo en su habitación. Más tarde nos enteramos de la verdad: se había refugiado en el distrito de Paccha en casa de un obrero metalúrgico y de allí tomó rumbo a Lima en un tren de carga, sin que en ningún momento consultara con nosotros y sin dejar su opinión en tales circunstancias[15]. Había olvidado la arenga que pronunció en el tren.

El encauzamiento de la situación quedó entonces bajo nuestra entera responsabilidad. Pero el estado de ánimo de los congresistas y de los trabajadores de base nos indicaba claramente la inaplicabilidad de la famosa arenga. Aunque la indignación y el repudio a la empresa y al gobierno eran por la masacre; qué hacer con los restos de los obreros caídos, cómo atender a sus familiares y a los heridos, etc. La muerte nunca es cosa secundaria para el poblador del Ande. Y en ese sentido hubo que modificar inevitablemente la agenda del Congreso.

El primer punto de la asamblea reiniciada abordó, pues, la cuestión de los cadáveres que se velaban en el mismo local. Luego de un apasionado debate, se acordó trasladar los ataúdes a Lima con el fin de incentivar la solidaria protesta de los trabajadores y al pueblo de la capital.

Un segundo tema fue el relativo a las funciones del organismo que debiera conducir la lucha en las nuevas condiciones. Se acordó estructurar en torno a la nueva directiva un Comité Revolucionario integrado por representantes de cada uno de los 14 sindicatos. Comité que se encargaría de resolver los problemas tanto de la administración pública en la zona como de las funciones productivas de la empresa. Se trataba no de tomar el poder sino de llenar el vacío dejado por los funcionarios yanquis y la Policía. En consideración a su supuesta experiencia en este tipo de acciones, se eligió presidente del Comité Revolucionario a Esteban Pavletich, que había sido colaborador muy cercano de César Augusto Sandino en Nicaragua.

La mesa directiva informó de estos acuerdos al prefecto del departamento, haciéndole saber que la guardia obrera se encargaría de estas tareas poniendo su atención preferencial al cuidado de las instalaciones de la compañía y de las viviendas y enseres de los funcionarios yanquis en éxodo. Se les informó, además, que se habían adoptado medidas tendientes a garantizar el funcionamiento permanente de los altos hornos, de los reverberos y del sistema eléctrico de ventilación y bombeo de las minas.

Mientras esto ocurría en La Oroya, llegaba a Lima el tren expreso que conducía a las familias norteamericanas que se proponían abandonar el país. Eso había dado lugar a una exacerbada campaña antiobrera de los sectores más reaccionarios de la capital. Los principales periódicos de Lima publicaron sendos reportajes a los gringos y a sus esposas dando a entender patéticamente que habían sido víctimas de una cruel persecución.

 

21.

EL SEPELIO DE LOS MASACRADOS EN MALPASO

Al día siguiente se realizaba en La Oroya la segunda sesión del Congreso. Ese era también el día programado para conducir a Lima los restos de los masacrados en Malpaso. El Ministerio de Gobierno prohibió terminantemente el traslado a Lima y al mismo tiempo notificó a la empresa del ferrocarril que se negara a trasladar los cadáveres. El Congreso resolvió entonces realizar el sepelio en el cementerio de la localidad. Nadie pudo impedir que se convirtiera en una clamorosa y combativa expresión de indignado pesar frente a lo ocurrido.

Un cortejo de miles de trabajadores en filas compactas, avanzaba conmovido y tenso hacía el cementerio en La Oroya Antigua. Allí nos enteramos, sin embargo, de algo inesperado y extraño. El párroco administrador del camposanto se opuso a que los ataúdes fuesen enterrados allí aduciendo que pertenecían a personas que habían muerto sin confesarse. Eso obligó a que la ceremonia se realizara sin responsos y fuera del recinto, al pie de la muralla que rodea el cementerio. Supimos tiempo después que esta situación fue corregida años más tarde por presión de los trabajadores.

Al cabo de quince años, al cumplirse un nuevo aniversario de la masacre, viajamos a La Oroya el camarada Sergio Caller y yo para rendir un cálido homenaje a aquellos mártires de las luchas mineras. Caller era entonces diputado comunista y a los actos conmemorativos organizados por el nuevo sindicato concurría también el diputado aprista Miguel de la Matta, que, en tiempos de la masacre, se desempeñaba como dirigente del Sindicato de Empleados en Cerro de Pasco. En nuestro recordatorio aludimos no solo a los caídos en Malpaso sino también a quienes, como Gamaniel Blanco y Oscar Otaegui, habían muerto en prisión algunos meses después.

La tercera sesión se llevó a cabo el día 15, estando fresco aún el impacto emocional que ocasionó el sepelio.

Se le dio comienzo poniendo al voto una moción de corte patronal, proponiendo llegar a un entendimiento a favor de la empresa. Fue rechazada por aclamación pero no dejó de ser indicio preocupante. Fracasados sus anteriores operativos sangrientos, la empresa recurría ahora a la infiltración desmoralizadora del amarillaje.

 

22.

LA DIRECCIÓN DE EMERGENCIA

Comos es obvio, las labores del Congreso se reanudaron en un nuevo contexto. El estado de emergencia se mantenía en toda la zona. Eso determinó que el sábado 15 entrara en funciones el Comité Revolucionario y que su primera tarea fuera la creación de la Guardia Obrera con las atribuciones antes mencionadas. A su pedido, fue comisionado el ingeniero inglés Mr. Perchy para dirigir el mantenimiento del fluido eléctrico indispensable para activar los altos hornos, los reverberos, las compresoras, etc. El Comité Revolucionario tuvo que ver igualmente con la administración de las “mercantiles” y el racionamiento de los artículos de primera necesidad.

Aunque en aquellas circunstancias la producción de mineral no iba al mercado, había que velar de todos modos por el futuro inmediato de la empresa.

No faltaron en esos días -como no faltan ahora- voceros del fundamentalismo anticomunista que acusaron a los trabajadores de vandalismo. Pero tampoco faltaron informadores y comentaristas veraces que resaltaron más bien su ecuanimidad responsable. En esa línea estuvieron por supuesto el quincenario Labor y la revista Amauta pero también el periódico Los Andes de Cerro de Pasco y algunos voceros de la capital. Un comentario sumamente valioso es el del historiador Jorge Basadre, que anota en su monumental Historia de la República:

No surgieron -dice- sabotajes ni robos. Los operarios continuaron haciendo funcionar las máquinas necesarias hasta que se normalizó la situación.

Además la Guardia Obrera destacó piquetes para custodiar los depósitos de herramientas y de explosivos y lo mismo hizo con las viviendas y enseres de las familias norteamericanas que los habían abandonado.

Nuestros esfuerzos se dirigieron, pues, a encontrar una salida pacífica y razonable a la situación.

El día viernes era día de pago. Se hizo sentir entonces, con mayor agudeza, las consecuencias del lock-out declarado por la compañía.

Por unanimidad, se acordó encargar las funciones de ese organismo a la directiva del Sindicato de Morococha. Siendo más conveniente que Sovero se mantuviera al frente de su sindicato, se resolvió elegir como secretario general de la Federación a Jorge del Prado, que había venido ejerciendo la Presidencia de la Comisión Organizadora del Congreso.

Las labores del Congreso terminaron sin que se hubiese levantado el estado de sitio, lo que significaba que continuaba el lock-out de la empresa y los trabajadores no volverían a sus labores. Eso colocaba a los nuevos dirigentes frente a dos graves problemas: el primero consistía en el abastecimiento alimentario de los obreros y sus familiares y el segundo en el éxodo de los trabajadores de origen campesino hacia sus comunidades. De otra parte, como resultado del éxodo, la naciente Federación iba quedándose sin sustento de masas y los acuerdos del Congreso sin posibilidades de ser aplicados.

Llegó un momento que en La Oroya solo permanecíamos los miembros de la Junta Directiva de la Federación y los pobladores que residían allí.

 

23.

NUEVOS ZARPAZOS ANTIOBREROS

El martes 17 nos comunicaron de Morococha que un grupo de empleados pro patronales había intentado capturar por la fuerza la dirección del sindicato; aunque el intento fue rechazado enérgicamente por los trabajadores, para nosotros eso significaba que deberíamos retornar inmediatamente a nuestra base.

En su condición de secretario general del Sindicato Sovero nos adelantó, pero al llegar a Morococha lo había apresado. Cuando los dirigentes restantes nos disponíamos a viajar, fuimos detenidos por la Policía de La Oroya que ya había retomado sus puestos.

Luego fue allanado el local del Club Peruano doblegando la resistencia de la Guardia Obrera.

Se nos encerró en el local de la comisaría que había las veces de cárcel[16]. En la tarde llegó Adrián Sovero traído desde Morococha. También fueron recluidas y maltratadas en ese local las compañeras mujeres integrantes de la Comisión Mixta que había gestionado nuestra libertad en Lima. Las encabezaban Julia Manyari y Crisálida Grey. La primera, luchadora jaujina de extracción anarcosindicalista, y la segunda joven profesora que años después sería lideresa aprista. Ambas magníficas oradoras y firmes organizadoras.

A medida que pasaban los días nuestro alojamiento se iba haciendo más estrecho. Llegaban detenidos activistas y dirigentes de toda la zona. De Cerro de Pasco, por ejemplo, trajeron a Miguel de la Matta, futuro diputado y dirigente del APRA, y a otros dos compañeros, cuyos nombres no recuerdo.

Entretanto, fuera del penal, la situación de los trabajadores cada día era más angustiosa. A la empresa ya no le importó disimular su ferocidad coludida con la represión policial.

Fue confeccionada una larga “lista negra” de activistas que no podíamos retornar a nuestro anterior trabajo ni ser recibidos en ninguna otra empresa. La lista sirvió también de “guía” para las detenciones policiales destinadas a mutilar el movimiento minero. Los pocos trabajadores que lograron eludir esta “lista” para conseguir trabajo tenían que someterse a las más humillantes condiciones exigidas por la empresa. Los gringos consiguieron de esa manera rebajar drásticamente la escala de remuneraciones.

El lugar asignado para nosotros en la comisaría había sido eventual depósito de armas. Allí, sobre una repisa semicircular de madera, los guardias en retén hacían descansar sus fusiles. Sobre la repisa de ese mueble desocupado dormitábamos por turnos los detenidos que no alcanzábamos algunas veces espacio en el suelo. Además, los carceleros arrojaban frecuentemente baldazos de agua a nuestro piso. Aunque no era época de invierno, el suelo húmedo calaba dolorosamente los huesos. De otra parte sufríamos verdadera tortura psicológica cuando veíamos cómo los guardias y sus auxiliares se entretenían molestando a las compañeras alojadas en el calabozo de enfrente. Comprobábamos entonces la calidad moral inquebrantable de dichas compañeras. Pero nos sentíamos enervados al no poder castigar a los torturadores.

 

24.

LA IGNOMINIOSA PROVOCACION DE “LOS AGRARIOS”

En aquellos días dos acontecimientos importantes contribuyeron a reconfortarnos.

Las fuerzas ultrarreaccionarias del empresariado se concentraban en Lima para apoyar públicamente las medidas punitivas del gobierno contra el movimiento obrero. La Sociedad Nacional Agraria convocó con ese objeto un gran mitin que debería realizarse el 24 de diciembre en la plaza San Martín. En su convocatoria los organizadores exigían medidas “aun más drásticas contra los comunistas”.

A la cabeza del llamado figuraba Pedro Beltrán Espantoso, líder de la oligarquía latifundista y de los banqueros criollos. Se adhirieron organizaciones de las autodenominadas “fuerzas vivas” y algunas organizaciones profesionales. Iban a celebrar conjuntamente “la victoria del orden” en Malpaso y la ilegalización del movimiento sindical. Una multimillonaria propaganda periodística buscó darle respaldo de masas.

Los participantes, portando vistosos carteles y pancartas, fueron llegando a la plaza San Martín para estacionarse frente al Club Nacional. En momentos que se aprestaban a iniciar sus discursos, se escuchó el rumor de una multitud que se acercaba por La Colmena izquierda dando vivas y mueras. Eran, en su mayoría, trabajadores mineros, textileros y chalacos que portaban una gran bandera de la CGTP.

Pedro Beltrán y un grupo de sus secuaces corrieron hacia el interior del club para sacar armas y palos. Luego se parapetaron en la esquina de la calle

Boza y cuando los contramanifestantes comenzaron a copar la plaza, una nutrida descarga de fusileria pretendió disolverlos.

Repuestos de la sorpresa, los trabajadores se organizaron para el contraataque. Un grupo avanzó con piedra y palos haciendo huir a los “valientes” de la calle Boza. Otro grupo igualmente numeroso se encaminó por la espalda del Hotel Bolivar atacando por la retaguardia a los “los agrarios”. Cartelones, pancartas, banderas y hasta algunas armas de fuego fueron arrebatadas de sus manos y se les obligó a fugar en desbandada.

El pueblo de Lima y el Callao, encabezado por dirigentes sindicales entre los que destacaba Avelino Navarro, asestó de esta manera una derrota contundente a la vanguardia de la ultrareacción criolla.

A esta acción reconfortante para nosotros se sumó la noticia reservada del abnegado trabajo que habia iniciado Hugo Pesce por reorganizar clandestinamente la actividad sindical y partidaria en nuestra zona. Hugo, joven, sabio y camarada, uno de los colaboradores más valiosos y cercanos de Mariátegui, habia logrado ganar hábilmente y por concurso una contratación como médico del Hospital de Morococha en su proceso de reorganización después de la masacre. Los gringos desconocian hasta entonces la filiación politica de Pesce y este utilizó la coyuntura para iniciar sus funciones visitando los campamentos mineros. Demostración elocuente de ese trabajo fue su informe publicado en el número 7 de El Trabajador, reproducido mas tarde en la obra de Martinez de la Torre, mencionada repetidas veces[17].

 

25.

EL FRONTON

Algunos dias después los detenidos en La Oroya fuimos remitidos a El Frontón, pasando una noche en la Prefectura del Callao.

El nuevo presidio, como se sabe, es un islote que hasta hacia poco habia albergado solo a presos comunes. Se encontraba ahora repleto de presos politicos, en su mayor parte dirigentes y activistas sindicales procedentes de todo el pais. Entre esos detenidos habia una apreciable cantidad de nuevos cuadros comunistas. Representaban a diferentes sindicatos y federaciones afiliados a la CGTP.

La redada consistia el más duro golpe al naciente partido de Mariátegui y al sindicalismo clasista. Lo positivo de su presencia alli era que mostraba de modo elocuente la rapidez con que se habian extendido a todo el pais los postulados de Mariátegui.

Para nosotros, ex colaboradores cercanos de José Carlos, esa realidad significaba la posibilidad concreta de un fructifero intercambio de ideas y experiencias con proyección al futuro.

Recién, desde aquellos dias, el PCP alcanzó una dimensión nacional tanto en lo orgánico como en lo ideo politico. Los sindicalistas y comunistas que recuperaban su libertad volvieron a sus lugares de origen a organizar y a combatir. La CGTP y el partido crecieron sustantivamente a partir de esa experiencia. El auge del movimiento obrero en aquel periodo se debió en gran medida a eso. Se puede decir que El Frontón desempeñó entonces el papel de un confinamiento fundacional.

En lo que atañe a los “mineros de Malpaso”, como se nos llamaba, la sobrepoblación del penal ocasionó un serio inconveniente; tuvimos que ubicar nuestras camas en la parte exterior de la capilla, en lo que vendria a ser su atrio. El piso en aquel lugar era de tierra pelada, algo asi como una prolongación de la playa. Al subir la marea por las noches, esa tierra se humedecia. Los seis compañeros contábamos solo con un medio colchón y muy poca ropa de cama. De modo que teniamos que recostar sobre él nuestras espaldas, dejando las piernas y pies directamente sobre el piso mojado.

Los seis éramos dirigentes de la Federación recién formada: Gamaniel Blanco, Adrián Sovero, Oscar Otaegui, José Pajuelo, José Montero y yo. Como se recordará, durante nuestra prisión en la comisaria de La Oroya muchas veces también habiamos tenido que acostarnos sobre el suelo mojado.

Blanco padecia de una afectación intestinal que se agravó en la isla. En los primeros meses de 1931 hubo de ser evacuado a la carceleta del hospital de Guadalupe en el Callao y murió a los pocos dias, un 17 de abril de 1931, justo un año después del fallecimiento fisico de Mariátegui.

Oscar Otaegui, nacido en Cerro de Pasco como Blanco, estaba afectado por una hernia estomacal. Tratada a destiempo, se le estranguló mortalmente en la prisión. Habia sido un dirigente joven y brillante que se destacó en las más importantes jornadas de Morococha.

José Pajuelo y José Montero siguieron parecido destino. Habian sido también jóvenes cuadros sindicales, el primero procedente de Bellavista y el segundo de la provincia de Concepción; murieron en sus lugares de nacimiento, Montero algunos pocos años más tarde, padeciendo de una tuberculosis contraida en prisión.

En cuanto a mi, lo ocurrido no dejó de ser preocupante. Fue afectado en El Frontón por un reumatismo infeccioso que paralizó temporalmente brazos y piernas y estuve a punto de perder la vida.

 

26.

LA MARCHA DE LOS COJOS

Cuando apareció la dolencia, dio lugar a una cómica anécdota.

Luego de haber sentido en la noche dolores insoportables en la pierna derecha, una mañana amaneci con esa pierna entumecida e inmóvil. El desayuno soliamos recibirlo los presos politicos haciendo una larga cola. El primero de la fila era José Bracamonte, piloto de la Marina Mercante, dirigente de la Federación de Tripulantes que había sigo amigo y colaborador próximo de Mariátegui. Era un hombre muy alto y moreno, lisiado de la pierna izquierda. Esa mañana yo llegué para ubicarme en el segundo puesto de la cola, inmediatamente después de Bracamonte. Cuando se inició el desfile, cada uno portando su cacharro para el desayuno, resultó que Bracamonte caminaba rengueando con la pierna izquierda y yo haciendo lo mismo con la pierna derecha. Creyendo que se trataba de una broma, los otros compañeros comenzaron a imitarnos bamboleándose uno a la derecha y otros a la izquierda, en una extraña danza de cachacientos presos.

Al final todos reíamos, pero Bracamonte y yo de distinta manera: él, molesto, porque se sintió aludido, y yo porque mis dolores a la pierna ya no soportaban bromas.

El buen humor de aquella escena no tardó, sin embargo, en trocarse en preocupación solidaria cuando los compañeros se dieron cuenta de que mi dolencia era real. Suspendiendo el desayuno, me trasladaron al recinto interior de la capilla, urgieron la presencia del director y el médico del penal; y cuando este último diagnosticó mi mal y recomendó la manera de aliviarme, me acomodaron en una tarima y colocaron sobre mis piernas una armazón de cañas para evitar el roce de las frazadas. Luego organizaron turnos para atenderme las veinticuatro horas del día. Y para lograr que conciliara el sueño, me daban a beber caldo de choros preparado por ellos. El médico había recetado salicilato de sodio en sus tres formas: frotaciones, cucharadas e inyecciones. Los compañeros se esmeraban en proporcionármelos puntualmente.

Pero la enfermedad avanzaba de todos modos. Se trataba de una mal que requería tratamiento hospitalario. Pronto fueron afectadas también la otra pierna y los brazos y enseguida los sistemas digestivo y urinario. Entonces se produjo una acción muy significativa: los compañeros reclamaron enérgicamente se me trasladara cuanto antes al hospital del Callao, respaldando su exigencia con una huelga de hambre que se extendió a los presos comunes.

Días después llegó una lancha policial que me trasladó al Callao. Desde el muelle de desembarco fui conducido en camilla al hospital de Guadalupe.

La carceleta del hospital era una habitación espaciosa cerrada por una reja que se extendía de pared a pared. Solo a las visitas de pacientes graves se les permitía penetrar al recinto. Ocupada casi toda por presos comunes, encontré entre ellos a un muchacho negro y alegre, a quien había conocido a mi paso por la Prefectura del Callao y luego El Frontón. Se le acusaba de “escapero” y su apodo era “Corneta” debido a que todos los días saludaba al amanecer cantando con voz estridente una canción que solo él conocía. Me saludó como a un viejo amigo caído nuevamente en desgracia.

 

27.

LA MADRE ANGELICA

El resto de pacientes presos, siete u ocho entre todos, obviamente tenian problemas familiares de diferente magnitud, pero eran antiguos “parroquianos” o “patas” que se entendian mejor entre ellos. Procedentes del hampa criolla, formaban lo que en la jerga carcelaria se llamaba un “carretaje”[18].

Frente a mi caso, la mayoria de ellos adoptó una conducta, mezcla de respeto y de desdén profesional, ya que cada uno tenia una especialidad en el oficio: escaperos, carteristas, estuchantes y monreros[19]. Las personas normales y más aun los perseguidos politicos les resultaban, por eso, estrafalarios.

El hospital era regentado por una congregación de “madres” francesas. La encargada de atender nuestra carcelera era una monjita joven, agraciada y alegre llamada sor Angélica. Considerando, al parecer, que nuestras vidas cargaban la doble desgracia de presos y a la vez enfermos, su caridad cristiana la llevaba a acentuar su abnegación profesional (enfermera). Se hizo querer como a una panacea. Los médicos y nuestros familiares apreciaban profundamente su eficiencia y humanismo. Su jornada de trabajo se iniciaba a las seis de la mañana, rezando por turnos al pie de nuestras camas. Se encargaba de asearnos y de administrarnos los alimentos y medicinas.

En aquel lugar, las visitas a los reclusos podian realizarse con mayor facilidad y frecuencia que en los penales. Además de mi madre y mi hermana Antonieta, llegaban a indagar por mi salud algunos camaradas y amigos. El contacto con el exterior hizo, pues, más fluido y rápido el restablecimiento. Infortunadamente, la sañuda persecución desatada después de Malpaso por la dictadura no permitió recibir en la carceleta visita de la dirección de mi partido.

Cuando me dieron de alta y al mismo tiempo la libertad gracias a las incansables gestiones de mi madre, mi mal habia disminuido considerablemente. Solo faltaba recuperar la movilidad de mis piernas, razón por la cual fui trasladado a mi domicilio en silla de ruedas.

 

28.

DE REGRESO “A LA CARGA ”

Estando en mi casa, aún sin poder caminar, recibi una mañana la visita de Avelino Navarro. Venia a indagar por mi salud pero también para ponerme al tanto de la situación existente en la calle y al interior del partido.

Era hora de almuerzo y mis familiares se encontraban en el comedor, pero las informaciones de Avelino y sus comentarios hicieron más insoportable que nunca mi permanencia en cama. Solicité al camarada me ayudara a reincorporarme. Bajé con gran esfuerzo y comencé a caminar de nuevo, apoyándome en el respaldar de la silla de ruedas hasta el comedor. Se inició entonces mi total recuperación.

En dias posteriores procuré entrevistarme con Moisés Espinoza, en cuya casa me habia alojado durante mi permanencia en Morococha. La lista negra de la empresa lo habia obligado a radicar en Lima. Nos pusimos de acuerdo para redactar la carta del 15 de enero de 1931 que transcribe Martinez de la Torre, en el tomo IV de su obra varias veces mencionada[20].

El contenido de esa carta dio lugar a una reunión del Comité Regional de Lima a la que concurrimos el propio Ravines, Ricardo Martinez de la Torre, dos delegados del Buró Sudamericano de la Internacional Comunista y nosotros dos. Como deciamos en la carta, la reunión tuvo por objeto analizar lo ocurrido en el Congreso Minero, evaluando especialmente la extraña conducta asumida entonces por Eudocio Ravines. Espinoza fue testigo presencial de esos hechos y se responsabilizaba de su testimonio en su condición de dirigente sindical y miembro del partido. Su comportamiento siempre habia sido claro y firme. Lastima que con el tiempo perdi su rastro.

 

29.

POR QUÉ LUCHARON LOS MINEROS DEL CENTRO

El duro golpe que significó para el movimiento sindical el desenlace de las luchas mineras del año 30 ha sido atribuido por algunos analistas a una equivocada estrategia de los comunistas. Sostienen expresa o tácitamente que nuestra labor no se inspiraba en un sano propósito reivindicativo sino en un absurdo afán de aprovechar aquella coyuntura para intentar la conquista del poder politico en la zona. Aseveran, además, que de ese modo procurábamos cumplir con una consigna extraña emanada del Buró Sudamericano de la Internacional Comunista, sustentando esa tesis en la conducta asumida por Ravines en el viaje de retorno a La Oroya[21].

Aunque la actual crisis del movimiento comunista internacional como consecuencia de la Perestroika haga ahora más dificil desmentir tales aseveraciones, creo necesario rectificarlas a la luz de lo que realmente ocurrió.

Es verdad que el planteamiento de Ravines y las criticas del Buró Sudamericano de la IC fueron absurdos. Es verdad también que los comunistas peruanos de aquellos años padeciamos de un exagerado respeto al movimiento comunista internacional y que con frecuencia suscribimos sus puntos de vista. Pero el relato que acabamos de escribir demuestra que la organización minera nació al calor de la lucha concreta, pugnando por poner atajo a los abusos y a la prepotencia de la empresa norteamericana. Eso es lo que se desprende del proceso que siguió al hundimiento de la laguna de Morococha. Los hechos relatados demuestran en adelante que, cuando se produjeron violentos enfrentamientos, la iniciativa de esa violencia partió siempre de los funcionarios yanquis o de la Policia a su servicio. Nunca de los trabajadores.

Es verdad que la organización obrera se vio impelida varias veces a emplear formas inéditas de lucha, generalmente no pacificas. Pero en ninguna de esas acciones se levantó la consigna de capturar el poder politico y constituir los soviet, como se ha dicho. La aspiración máxima fue siempre lograr que la empresa respetara la legislación laboral peruana. Los pliegos contenian solo demandas justas y factibles. Y en su tramitación jamás prescindimos de recurrir al diálogo. En todos los casos consultábamos primero a las bases y nos guiábamos por los sentimientos de justicia, dignidad y coraje así como por la iniciativa creadora de los trabajadores.

Habiendo los obreros de Morococha rodeado la comisaría, no pretendieron capturar por la fuerza el local policial ni reemplazar a sus efectivos. Habiendo tomado los metalúrgicos de La Oroya como rehenes a los más altos directivos norteamericanos y habiéndose replegado la Policía a su cuartel al mismo tiempo que los gringos abandonaban las minas, no se procedió a expropiar las instalaciones de la empresa ni a dar de baja a los guardias. En estos casos nuestra preocupación única fue llenar los vacíos con el propósito de preservar para el futuro la reanudación de las labores empresariales.

Si en un momento dado pensamos, incluso, en la necesidad de que los obreros se armaran, fue porque los funcionarios yanquis y la Policía utilizaron no pocas veces sus armas de fuego para reprimirnos.

Aunque vivíamos momentos sumamente tensos y complejos, el mandato primero de nuestra conducta consistió en no abandonar los puestos de combate y en no regir nuestras responsabilidades. Si en tales circunstancias la lucha adquiría niveles de confrontación extraordinarios era solo porque la Cerro de Pasco Copper se consideraba un Estado dentro del Estado peruano y porque la radicalidad del conflicto social en sus dominios era más honda. Cabe rectificar al respecto la aseveración de uno de los analistas en el sentido de que fui deportado con Ravines después de los sucesos. Ya he dicho que en mi condición de secretario general de la flamante Federación, me mantuve en mi puesto en La Oroya, que fui detenido al lado de los otros miembros de la Junta Directiva y luego soporté con ellos todos los maltratos relatados en esa crónica. Ravines, atemorizado por los sucesos, pasó a la clandestinidad alegando que su vida corría peligro.

Negar eso para echar todo el peso de la derrota a la supuesta “incorrecta” conducción de los comunistas significa salvar de responsabilidad a la empresa norteamericana y justificar sus atropellos, su prepotencia y sus abusos, creer o dar a entender que lo ocurrido en la zona minera no ocurría en otras latitudes o en otros sectores del territorio nacional.

Los principales conflictos de aquellos días indican que esa es una apreciación equivocada. En fecha cercana a las masacre de Malpaso, las llamadas fuerzas del orden perpetraron una feroz masacre en la comunidad ayacuchana de Oyón. Fue la respuesta de los patrones y el gobierno a una justificada protesta del campesinado contra los abusos del gamonalismo. Entre noviembre del año 30 y comienzos del 31, los cañeros de las haciendas agroindustriales del Norte realizaban una pujante huelga y movilizaciones de protesta que fueron sangrientamente reprimidas. En Lima, los trabajadores textiles, las telefonistas y otros sectores en huelga que luchaban por sus reivindicaciones, fueron también duramente reprimidos. Cosa semejante ocurrió el 13 de mayo de 1931 con los trabajadores y el pueblo arequipeño, cuya combatividad logró deponer al prefecto del departamento. En el mismo mes de mayo, la Policía se enfrentó al pueblo de Lima que realizaba una vigorosa huelga de masas para defender el servicio colectivo de pasajeros, amenazado entonces de monopolización por una empresa extranjera. En el mes de junio los trabajadores petroleros de Talara declarados en huelga reivindicativa fueron sangrientamente reprimidos. Por esos dias los estudiantes de la Universidad de San Marcos, movilizados por alcanzar la segunda reforma universitaria, tuvieron asimismo que enfrentarse a la represión gubernamental. La mayoria de estas acciones radicales no estuvieron en manos de los comunistas.

El hecho de que no en todos estos conflictos hubiese participación dirigente de los comunistas, no fue obstáculo para que la saña policial y patronal se hiciera sentir. En algunos casos, como el de los cañeros del Norte, la represión armada estuvo a cargo del Ejército y de contingentes de nuestra incipiente Fuerza Aérea. En otros casos, como en el de los petroleros de Talara, se empleó, incluso, las baterias de varias unidades de nuestra escuadra de guerra.

Es que en el Perú de aquellos dias se vivia con la mayor crudeza los efectos catastróficos de la gran crisis económica posterior a la Primera Guerra Mundial.

En lo que atañe especificamente al conflicto minero del Centro, es preciso tomar en cuenta, sin embargo, de una parte el carácter particularmente agudo de la crisis en ese sector y de la otra la naturaleza particularmente abusiva de la Cerro de Pasco Copper.

Que en el desarrollo de nuestra actividad de entonces hubo algunas posiciones erradas, no podemos negarlo. El caso de Ravines es significativo al respecto. Que no combatimos entonces con suficiente energia tales posiciones, también es innegable. El exagerado respeto que los comunistas peruanos de ahora manteniamos al movimiento comunista internacional y a sus órganos diferentes, hizo que circunstancialmente apoyáramos sus tesis. Pero esas posiciones se hacian presentes solo de manera eventual y no influyeron jamás sobre nuestra acción práctica.

En nuestro descargo cabe subrayar que realizábamos una experiencia inédita de la mayor envergadura. No porque en otras localidades y sectores no se estuviera realizando importante trabajo sindical y politico, sino porque en las minas enfrentábamos por primera vez a una poderosa empresa norteamericana, y porque al luchar asi, las reivindicaciones que levantábamos portaban un ingrediente estructural que las hacia mucho más dificiles. Para lograr que la empresa nos escuchara y resolviera los pliegos, habia que romper primero la estructura económica y mental existente en las relaciones de producción impuestas por ella desde su fundación. Luchamos por reivindicaciones económicas, pero también contra la extraterritorialidad de la empresa. En la situación de entonces y al margen de cualquier estrategia ideopolitica, eso significaba una lucha antiimperialista directa como nunca antes se dio.

Partiendo de estas reflexiones cabe preguntar ¿en qué otra forma pudiéramos haber actuado?, ¿Cuál pudo ser la alternativa a este tipo de lucha?.

Pero no debemos ignorar que ese trabajo adoleció de deficiencias individuales y colectivas y tropezaba con dos grandes vacíos: el primero consistió en que las luchas mineras marchaban desvinculadas de los problemas y el accionar del campesinado de la zona. A pesar de que las comunidades del valle del Mantaro se enfrentaban también a la toxicidad de los humos de La Oroya y a la acción depredadora y expoliadora de la compañía yanqui, a pesar de que el proletariado minero era en su mayoría oriundo de esas comunidades y de las de Cerro de Pasco, en ningún momento se estableció un vínculo directo y orgánico entre los dos sectores. El segundo vacío radicó en la descoordinación absoluta de estas luchas y las que realizaban en aquel instante otros destacamentos combatientes de los trabajadores peruanos. Y eso no obstante la existencia de la CGTP y de la dirección nacional del partido, que funcionaba en Lima.

Es que la dinámica de los combates reivindicativos y de la labor organizadora era sumamente intensa y compleja, lo que no permitía estructurar previamente un plan nacional ni una dirección única. Estos dos grandes vacíos por sí solos imposibilitaban el que los comunistas de la zona minera pensaran en la toma del poder. Entereza, combatividad y coraje no faltaron. Faltaron condiciones sociopolíticas maduras para emprender semejante tarea y eso era elemental para nosotros a despecho de nuestros deseos y de la conducta de Ravines.

Pero ese sentido de responsabilidad funcionó también sin titubeos frente a la feroz ola represiva desatada una vez terminado el Congreso Minero.

¿Qué ocurrió entonces?

Como es fácil comprender, el cambio de situación fue radical. De haber alcanzado el punto más alto de combatividad y nivel organizativo, caímos al punto cero, en condiciones sumamente desventajosas. A tono con esto había que cambiar también las formas y métodos de lucha. De ahí que con el tránsito de una situación a otra, la primera preocupación de los dirigentes consistió en evitar que cundiera la desmoralización. En vez de huir clandestinamente de la zona, como lo hizo Ravines, optamos por mantenernos en nuestros puestos aun a costa de perder la libertad. Yo era secretario general de la Federación elegido por el Congreso. Lo mismo cabe decir de los otros miembros de la Junta Directiva: Sovero, Blanco. Otaegui, Montero, etc.

Y aquí cabe desmentir también aquella especie, según la cual los comunistas habíamos propiciado con nuestra conducta que el APRA tomara en sus manos la conducción del movimiento sindical. Eso no ocurrió, en primer lugar porque la represión a los sindicalistas no hizo distingos. Junto a nosotros cayó por ejemplo Miguel de la Matta, dirigente de los empleados de la Cerro de Pasco, que años después sería dirigente aprista. Y en segundo lugar porque en aquel entonces no se había fundado aún el Partido Aprista

Lo rescatable de nuestra conducta en aquel instante fue, pues, la firmeza pero también el esfuerzo que emprendimos por continuar la lucha en clandestinidad.

En páginas anteriores hemos reseñado el importante trabajo que realizó Hugo Pesce en ese terreno. Un documento demostrativo de su labor es la carta que Hugo dirigió con la firma de “Surichaqui” desde Morococha al periódico El Trabajador, publicada en el número correspondiente al 5 de setiembre de 1931. Médico e intelectual de gran prestigio, uno de los colaboradores más cercanos de Mariátegui, ganó por concurso la plaza de médico en el Hospital de Morococha que la compañía había abierto en el proceso de su reorganización. Con gran sentido de abnegación y responsabilidad, aprovechó esa circunstancia para introducirse en el aparato de la empresa y desde allí cubrir el vacío partidario y sindical. Por supuesto que los dirigentes de la compañía no conocían entonces la filiación política de nuestro camarada. Teniendo como base de operaciones el hospital, se desplazaba en visita médica a los asientos cercanos, Marh Tunnel, Casapalca y La Oroya, promoviendo en ellos la formación de nuevos cuadros obreros combatientes. Tales esfuerzos no lograron, sin embargo, reconstruir los sindicatos.

La situación se hizo más difícil en los centros más alejados, pero de todas maneras quedaron allí también gérmenes de organización que generarían mas tarde una lenta recuperación. Repetimos aquí que esa recuperación no se debió, pues, al Partido Aprista, aún inexistente.

El estado de ilegalidad y persecución en todo el país se prologó por cerca de quince años abarcando las dictaduras militares de Sánchez Cerro y Benavides y los primeros años del gobierno oligárquico de Manuel Prado. En esos años operaron primero la Ley de Emergencia promulgada por Sánchez Cerro y luego, además de ella, la llamada Ley 8505 de corte netamente fascista dictada por Benavides. Durante ese tiempo el movimiento sindical fue prácticamente desarticulado en todo el país y, por supuesto, en la zona minera. Sin embargo, en su interior fueron madurando de nuevo los gérmenes del sindicalismo clasista alimentados en clandestinidad principalmente por los comunistas.

En 1934, bajo el gobierno de Benavides, se produjo una movilización solidaria de los mineros y campesinos dirigidos desde el pueblo de San Mateo protestando contra la acción depredadora de los humos en la fundición de Tamboraque. La población de San Mateo fue masacrada por el Ejército. Pero el hecho en sí demuestra cómo en esos años de dura represión se mantuvo a pesar de ella la combatividad clasista de los trabajadores mineros aliados con los campesinos.

Al aproximarse el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazifascismo se produjo en nuestro país una relativa apertura democrática en cuyo contexto comenzó a resurgir el movimiento sindical. Bajo ese signo se reconstruyeron los sindicatos de La Oroya, Casapalca, Cerro de Pasco, Yauli, Morococha, y otros, entre los años 45 y 47. Todo lo cual posibilitó el renacimiento de la Federación Minera de Centro y luego de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos. Lo que vino después, es materia de otro relato.

 

 

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[1] El contenido de esa conversación está registrado en la obra En los años cumbres de Mariátegui, Ediciones Unidad, Lima, 1983, p. 169. (de Jorge del Prado).

[2] Dos dispositivos dictados por el gobierno de Leguia. El primero obligaba a los indocumentados a prestar servicio público en forma gratuita. El segundo obligaba a las poblaciones del interior del pais a trabajar gratuitamente en la construcción de carreteras.

[3] Ver (Del Prado), En los años cumbres de Mariátegui, ob. cit., pp. 41-43.

[4] Ibid., p 199

[5] Ibid., p 169 y siguientes

[6] Diversos cientificos sociales se han referido a este episodio consignando que yo viajé por decisión de Ravines, aseveración completamente infundada ya que en las fechas correspondientes a una y otra visita Ravines se encontraba fuera del pais. En el primer caso viajé a propuesta de Mariátegui, quien tuvo en consideración mis estrechas vinculaciones con los dirigentes de Morococha a los que asesoré cuando estos gestionaban la solución de su pliego de reclamos en Lima; y, en la segunda ocasión, el viaje lo realicé por encargo de Martinez de la Torre, puesto que Ravines se encontraba en el exilio.

[7] El contenido de esa carta se encuentra en la p. 169 de la mencionada obra de Ricardo Martinez de la Torre (Apuntes para una interpretación marxista de la historia social del Perú).

[8] En ese entonces los departamentos de Junin y de Cerro de Pasco formaban una misma entidad administrativa.

[9] Paiva ingresó al Partido de Mariátegui a través de la histórica “Celula de Paris”. Habia regresado a Lima dias antes del fallecimiento de José Carlos.

[10] Del Prado, En los años cumbres de Mariátegui, ob. cit., p. 32.

[11] (Ricardo Martinez de la Torre, Apuntes para una interpretación marxista de la historia social del Perú, Empresa Editora Peruana, Lima, 1947-1949), p. 68

[12] Ibid.., tomo III, p. 95 y siguientes.

[13] Este siniestro personaje fue el mismo que encabezó la masacre de Cerro de Pasco el “Domingo Negro”.

[14] Se trata de complejos habitacionales de lujo, que todavia existen pero que entonces eran exclusivos par los altos funcionarios norteamericanos: Tucto en Morococha; Chuelec en La Oroya; La Casa de Piedra en Cerro de Pasco, etc.

[15] Tan enojoso episodio fue objeto de una cara-denuncia suscrita por el obrero electricista Moisés Espinoza y por mi, que se transcribe en la citada obra de Martinez de la Torre, tomo IV pp. 122-123

[16] Ese local se desempeñó (sic) años más tarde como sede del Consejo Municipal de La Oroya.

[17] (Ricardo Martinez de la Torre), ob. cit., tomo IV p. 136.

[18] Grupo de presos que comparten colectivamente sus trabajos manuales y sus alimentos.

[19] Carterista, el que roba billeteras y bolsos; estuchante el que roba y abre cajas fuertes; monreros los que fuerzas cerradura para penetrar las casas.

[20] (Ricardo Martínez de la Torre), ob. cit., tomo IV pp. 122-123

[21] Ibíd., tomo IV pp. 123 y 126.