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Redacción: Se publicó originalmente en alemán como Theorie der Halbbildung en 1959.
Fuente de la traducción al español: T. Adorno
& M. Horkheimer, Sociológica, (Madrid: Taurus, 1966) pp.175-199; traducción
de Víctor Sánchez de Zavala, revisada por Jesús Aguirre.
Fuente digital de la versión en español:
www.nodo50.org/dado/textosteoria/adorno.rtf y Omegalfa.es
HTML: Marxists Internet Archive.
[Normalmente traduciremos Halbbildung (literalmente, semiformación o semi cultura), que de ordinario significa seudoerudición, por seudoformación, pues este trabajo se apoya principalmente en su sentido etimológico; y en algunos lugares -como en éste- por seudocultura. Formación y formación cultural, según los casos, verterán Bildung, que corrientemente significa, además, enseñanza, educación, cultura, etc. (N, del T.)]
Lo que hoy está patente como crisis de la formación cultural ni es mero objeto de la disciplina pedagógica, que tendría que ocuparse directamente de ello, ni puede superarse con una sociología de yuxtaposiciones -precisamente de la de la formación misma. Los síntomas de colapso de la formación cultural que se advierten por todas partes, aun en el estrato de las personas cultas, no se agotan con las insuficiencias del sistema educativo y de los métodos de educación criticadas desde hace generaciones; las reformas pedagógicas aisladas, por indispensables que sean, no nos valen, y al aflojar las reclamaciones espirituales dirigidas a los que han de ser educados, así como por una cándida despreocupación frente al poderío de la realidad extrapedagógica sobre éstos, podrían más bien, en ocasiones, reforzar la crisis. Igualmente se quedan cortas ante el ímpetu de lo que está ocurriendo las reflexiones e investigaciones aisladas sobre los factores sociales que influyen en la formación cultural y la perjudican, sobre su función; actual y sobre los innumerables aspectos de sus relaciones con la sociedad: pues para ellas la categoría misma de formación está ya dada de antemano, lo mismo que los momentos parciales, inmanentes al sistema, actuantes en cada caso en el interior de la totalidad social: se mueven en el espacio de complejos que son los que primero habría que penetrar. Sería preciso derivar a su vez, a partir del movimiento social y hasta del concepto mismo de formación cultural, lo que se sedimenta -ahora, y en modo alguno meramente en Alemania- como una especie de espíritu objetivo negativo a partir de ésta, que se ha convertido en una seudoformación socializada, en la ubicuidad del espíritu enajenado, que, según su génesis y su sentido, no precede a la formación cultural, sino que la sigue. De este modo, todo queda apresado en las mallas de la socialización y nada es ya naturaleza a la que no se haya dado forma; pero su tosquedad -la vieja ficción- consigue salvarse la vida tenazmente y se reproduce ampliada: cifra de una conciencia que ha renunciado a la autodeterminación, se prende inalienablemente a elementos culturales aprobados, si bien éstos gravitan bajo su maleficio, como algo descompuesto, hacia la barbarie. Todo ello no es explicable, ante todo, a partir de lo que ha acontecido últimamente ni, por cierto, con la expresión tópica de sociedad de masas, que en ningún caso explica nada, sino que señala simplemente un punto ciego al que debería aplicarse el trabajo del conocimiento. Incluso el que la seudoformación haya pasado a ser la forma dominante de la conciencia actual, pese a toda la ilustración y a toda la información que se difunde -y con su ayuda, exige una teoría que tome todo más ampliamente.
Para esta última, la idea de cultura no puede ser sacrosanta -a usanza de la misma seudoformación?, pues la formación no es otra cosa que la cultura por el lado de su apropiación subjetiva. Pero la cultura tiene un doble carácter: remite a la sociedad y media entre ésta y la seudoformación. En el uso lingüístico alemán se entiende únicamente por cultura, en una oposición cada vez más abrupta con respecto a praxis, la cultura del espíritu: y aquí se refleja que no se ha conseguido la emancipación completa de la burguesía o que sólo se logró hasta cierto instante, pues ya no puede seguirse equiparando la sociedad burguesa a la humanidad. El naufragio de los movimientos revolucionarios que habían querido realizar en los países occidentales el concepto de cultura como libertad, ha hecho algo así como que se retrotraigan a sí mismas las ideas de tales movimientos, y no solamente ha oscurecido la conexión entre ellas y su realización, sino que las ha guarnecido con un tabú; por fin, en el lenguaje de la filosofía lixiviada la cultura se ha convertido, satisfecha de sí misma, en un "valor". Es verdad que hemos de agradecer su autarquía a la gran metafísica especulativa y a la gran música, que se unió a ella hasta lo más íntimo en su crecimiento; pero en semejante espiritualización de la cultura está ya, al mismo tiempo, virtualmente confirmada su impotencia y entregada la vida real de los hombres a las relaciones ciegamente existentes y ciegamente cambiantes. Frente a ello la cultura no es indiferente. Si Max Frisch ha hecho notar que personas que habían participado algunas veces con pasión y comprensión en los llamados bienes culturales se han podido encargar tranquilamente de la praxis asesina del nacionalsocialismo, tal cosa no es solamente índice de una conciencia progresiva disociada, sino que da un mentís objetivo al contenido de aquellos bienes culturales -la humanidad y todo lo inherente a ella- en cuanto que no sean más que tales bienes: su sentido propio no puede separarse de la implantación de cosas humanas; y la formación que se desentiende de esto, que descansa en sí misma y se absolutiza, se ha convertido ya en seudoformación. Lo cual podría documentarse con los escritos de Wilhelm Dilthey, que, más que ningún otro, sazonó al gusto de las extasiadas clases medias alemanas el concepto de cultura espiritual como fin en sí mismo y lo puso en manos de los profesores: hay frases de su libro más conocido -como la referente a Hölderlin: "¡Qué otra vida de poeta se ha tejido de un material tan delicado, cual si fuesen rayos de luna! E igual que su vida, así fue su poesía" [Wilhelm DTLTHEY, Das Erlebnis und die Dichtung, Leipzig y Berlín, 1919, página 441 [versión castellana, Vida y poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, página 478 (T.)].] que, con todo el saber de su autor, no cabe distinguir ya de los productos de la industria cultural al estilo de Emil Ludwig.
A la inversa, donde la cultura se ha entendido a sí misma como conformación de la vida real, ha destacado unilateralmente el momento de acomodación, y ha retraído así a los hombres de pulirse mutuamente, pues ello era menester para reforzar la perennemente precaria unidad de la socialización y para poner coto a aquellas explosiones hacia lo caótico que, según es obvio, se producen periódicamente justo allí donde está ya establecida una tradición de cultura espiritual autónoma. Y la idea filosófica de formación que estaba a su altura quería formar protectoramente la existencia natural: se enderezaba a ambas cosas, doma del hombre animal mediante su adaptación mutua y salvación de lo natural oponiéndose a la presión del decrépito orden obra del hombre. La filosofía de Schiller, de los kantianos y de los críticos de Kant fue la expresión más pregnante de la tensión entre estos dos momentos, mientras que en la teoría hegeliana de la formación, lo mismo que en el Goethe tardío, triunfaba, dentro del mismo humanismo, bajo el nombre de desprendimiento, el desideratum de la acomodación. Mas si aquella tensión llega a fundirse, ésta se convierte en omnipotente, cuya medida es lo que en cada caso haya: prohíbe alzarse por una decisión individual por encima de esto, de lo positivo, y en virtud de la presión que sobre los hombres ejerce, perpetúa en éstos lo deforme que se imagina haber de nuevo conformado, la agresión. Tales, según Freud lo ve, la razón del malestar que en sí lleva la cultura; y la sociedad enteramente adaptada es lo que en la historia del espíritu recuerda su concepto: mera historia natural darwinista, que premia la survival of the fittest. Cuando el campo de fuerzas que llamamos formación se congela en categorías fijadas, ya sean las de espíritu o de naturaleza, las de soberanía o de acomodación, cada una de ellas, aislada, se pone en contradicción con lo que ella misma mienta, se presta a una ideología y fomenta una formación regresiva o involución.
El doble carácter de la cultura, cuyo equilibrio podemos decir que sólo en forma instantánea llega al logro, brota en antagonismo social inconciliado, que le cabría curar a la cultura, pero que no puede curar como mera cultura. En la hipóstasis del espíritu mediante la cultura, la reflexión glorifica la separación socialmente dispuesta entre el trabajo corporal y el espiritual: se justifica la antigua injusticia como superioridad objetiva del principio dominante, mientras que, indudablemente, sólo llega a madurar por el contrario, la posibilidad de poner fin a la testaruda reiteración de las relaciones de dominación separándose de los dominados. Pero la adaptación es, de modo inmediato, el esquema de la dominación progrediente: el sujeto sólo se hace capaz de sujetar lo existente mediante algo que se acomode a la naturaleza, mediante una autolimitación frente a lo existente; sujeción y mando que se continúan socialmente en otros que se ejercen sobre el instinto humano y, finalmente, sobre el proceso vital de la sociedad en su conjunto. Mas, como recompensa, y precisamente en virtud de la doma, la naturaleza vuelve a triunfar siempre de nuevo sobre su domador, que no en vano se ha asemejado a ella, primeramente gracias a la magia y al cabo por medio de la objetividad científica rigurosa. En el proceso de tal asemejarse -la eliminación del sujeto por mor de su autoconservación- se afirma lo contrario de aquello por lo que ello mismo se tiene, o sea la pura e inhumana relación natural, y sus momentos, culpablemente enmarañados, se oponen entre sí necesariamente. El espíritu queda anticuado frente al dominio progresivo de la naturaleza y le sorprende la tacha de magia con la que él había marcado en otro tiempo las creencias naturales -suplantaría el poder de los hechos por una ilusión subjetiva-: su propia esencia, la objetividad de la verdad, pasaría a falsedad. Pero en la sociedad existente sin más y que persiste ciegamente, la acomodación no va más allá: la configuración de las relaciones choca con los linderos del poder; todavía en la voluntad de disponer aquéllas de una manera digna de los seres humanos sobrevive el poder en cuanto principio que impide la conciliación, y de este modo se representa el ajuste, que, no menos que el espíritu, se convierte en un fetiche -en la preeminencia del medio organizado universal sobre todo fin razonable y en el bruñido de la seudorracionalidad sin contenido- y erige un edificio de cristal que se desconoce hasta tomarse por la libertad. Y esta conciencia falsa se amalgama por sí misma a la igualmente falsa y finchada del espíritu.
Esta dinámica es una y la misma con la de la formación cultural, pues ésta no es ningún invariable: no solamente es distinta en distintas épocas por su contenido y sus instituciones, sino que ni siquiera como idea es transponible a voluntad. Su idea se emancipó con la burguesía: caracteres o tipos sociales del feudalismo, tales como el gentilhomme y el gentleman, pero especialmente la antigua erudición teológica, se desprendieron de su ser tradicional y de sus determinaciones específicas y se independizaron frente a las unidades vitales en que hasta entonces habían estado embebidos; se hicieron objeto de reflexión y conscientes de sí mismos, y fueron cedidos a los hombres a secas: su realización habría de corresponder a una sociedad burguesa de seres libres e iguales. Pero ésta, al mismo tiempo, se desentendió de los fines y de su función real -como ocurre radicalmente, por ejemplo, en la estética kantiana, que reclama una finalidad sin fin-. La formación tenía que ser lo que tocase -puramente como su propio espíritual individuo libre y radicado en su propia conciencia, aunque no hubiese dejado de actuar en la sociedad y que sublimase sus impulsos; e implícitamente se la tenía por condición de una sociedad autónoma: cuanto más lúcido fuese el singular, más lúcido sería el todo.
Mas, contradictoriamente, su relación con una praxis ulterior aparecía como una degradación a algo heterónomo, a medio de descubrir ventajas en medio de la no solventada bellum omnius contra omnes. En la idea de formación está necesariamente postulada, sin duda, la de una situación de la humanidad sin status ni explotación, y tan pronto como rebaja algo esta otra idea ante el regateo y se envuelve en la praxis de los fines particulares -a los que se honra como un trabajo socialmente útil- peca contra sí mismo; pero no se hace menos culpable con su pureza, que pasa a ideología. En la medida en que la idea de formación resuenan momentos de finalidad, éstos deberían, de conformidad con ella, capacitar en cualquier caso a las personas singulares para mantenerse razonables en una sociedad razonable y libre en una sociedad libre; e incluso, de acuerdo con el modelo liberal, tal cosa habría de conseguirse del mejor modo posible cuando cada uno estuviera formado para sí mismo. Y cuanto menos honor hagan a esta promesa las circunstancias sociales, en especial las diferencias económicas, tanto más enérgicamente prohibido estará pensar en las relaciones de finalidad de la formación cultural: no se osa tocar la llaga de que ella sola no garantiza una sociedad razonable, ni se quiere soltar la esperanza -desde un principio engañosa- de que podría sacar de sí misma y dar a los hombres lo que la realidad les rehúsa. El sueño de la formación -la libertad del dictado de los medios y de la testaruda y mezquina utilidad- se falsea en una apología del mundo, que está arreglado siguiendo aquel dictado: en el ideal de la formación que la cultura erige absolutamente se filtra lo problemático de la cultura.
El progreso de la formación cultural que la joven burguesía se atribuye frente al feudalismo no discurre en modo alguno tan rectilíneo como sugería aquella esperanza. Cuando la burguesía se apoderó políticamente del Poder en la Inglaterra del siglo XVII y en la Francia del XVIII, estaba económicamente más desarrollada que la feudalidad y, desde luego, también en cuanto a conciencia. Las cualidades que posteriormente recibieron el nombre de formación hicieron capaz a la clase ascendente de desempeñar sus tareas en la economía y en la administración; la formación no fue sólo signo de la emancipación de la burguesía, no fue únicamente el privilegio por el que los burgueses aventajaban a la gente de poca monta y a los campesinos: sin ella difícilmente hubiera salido adelante el burgués como empresario, como comisionista o como funcionario. Pero cosa muy distinta ha ocurrido con la nueva clase que la sociedad burguesa engendró apenas se hubo acabado de consolidar: cuando las teorías socialistas trataban de despertar al proletariado a la conciencia de sí mismo, éste no se encontraba en absoluto más avanzado subjetivamente que la burguesía, y por algo los socialistas han alcanzado su posición clave histórica basándose en su puesto económico objetivo, y no en su contextura espiritual. Los poseedores han dispuesto del monopolio de la formación cultural incluso en una sociedad formalmente ecuante: la deshumanización debida al proceso capitalista de producción ha denegado a los trabajadores todos los supuestos para la formación y, ante todo, el ocio. Los intentos de poner pedagógicamente remedio se han malogrado en caricaturas; y toda la llamada vulgarización -mientras tanto se ha llegado a afinar el oído lo suficiente para sortear esta palabra -ha padecido la ilusión de que se podría revocar la exclusión del proletariado de la formación -exclusión socialmente dictadamediante la mera formación.
Pero la contradicción entre formación cultural y sociedad no da como resultado simplemente una incultura al antiguo estilo, la campesina: hoy son más bien las zonas rurales focos de seudocultura. El mundo de ideas preburgués, esencialmente asido a la religión tradicional, se ha quebrado allí súbitamente -no en último término gracias a los medios de masas, la radio y la televisión- y lo arrastra el espíritu de la industria cultural. Sin embargo, el a priori del concepto de formación propiamente burgués, la autonomía, no ha tenido tiempo alguno de constituirse, y la conciencia pasa directamente de una heteronomía a otra: en lugar de la autoridad de la Biblia, se coloca la del campo de deportes, la televisión y las "historias reales", que se apoya en la pretensión de literalidad y de facticidad de aquende la imaginación productiva. [Cf. Karl-Guenther GRÜNEISEN, "Landbevölkerung in Kraftfeld der Stadt", en Gemeindestudie des Institut für sozfalwissenschaftliche Forschung, Darmstadt, 1952.] Mas apenas se ha visto como es debido la amenaza consiguiente, que en el Reich hitleriano mostró ser mucho más drástica que si se tratase de mera sociología de la formación, y para salir al encuentro de la cual sería tarea urgente una política cultural socialmente reflexiva -si bien escasamente sería central en lo que respecta a la pseudoformación cultural-. Por lo pronto, la signatura de esta última sigue siendo tan burguesa como la idea misma de formación: tiene la fisonomía de la lower middle class; la formación cultural no ha desaparecido simplemente de ella, sino que la lleva consigo en virtud de los intereses, incluso de los que no participan en el privilegio de aquella formación; un reparador de radio o un mecánico de automóviles que según los criterios tradicionales sea inculto precisa, para ser capaz de ejercer su profesión, muchos conocimientos y destreza que no podrían adquirirse faltando todo saber matemático y de las ciencias de la naturaleza que, por lo demás, y como ya observó Thorstein Veblen, está mucho más cerca de la llamada clase inferior de lo que la arrogancia académica se confiesa.
La fenomenología de la conciencia burguesa no basta por sí sola para la nueva situación. Contrariamente a la conciencia de ella misma que tenía la sociedad burguesa, al comenzar el gran capitalismo el proletariado era socialmente extraterritorial, objeto de las relaciones de producción y sólo sujeto como productor; los primeros proletarios fueron pequeños burgueses, artesanos y campesinos desposeídos, y, en cualquier caso, naturales de allende la formación burguesa; y la presión de las condiciones de vida, la desmesurada longitud de la jornada de trabajo y el deplorable salario durante los decenios a que se refieren El Capital y la Situación de las clases trabajadoras en Inglaterra los mantuvieron por lo pronto aún más en el exterior. Pero mientras que no ha cambiado nada decisivo en cuanto al fundamento económico de las r elaciones, antagonismo entre el poderío e impotencia económica ni, por tanto, en cuanto a los límites objetivamente fijados de la formación cultural, la ideología se ha trans formado de un modo proporci onalmente más radical: enmascara ampliamente la escisión, incluso ante quienes tienen que soportar su peso y han quedado envueltos en la red del sistema durante los últimos cien años -y el término sociológico para ello se llama integración-. Las barreras sociales son subjetivamente, para la conciencia, cada vez más fluida, como ocurre desde hace tiempo en América, y se provee a las masas, a través de innumerables canales, de bienes de formación cultural que, por neutralizados y petrificados, ayudan a mantenerse en su postura a aquellos para los que no hay nada demasiado elevado ni caro. Lo cual se consigue al ajustarse el contenido de la formación, sobre la base de los mecanismos del mercado, a la conciencia de quienes han sido excluidos del privilegio de la formación cultural -y a los que habría que modificar como primer paso de ésta-; este proceso está determinado objetivamente, no comienza por organizarse mala fide, pues la estructura social y su dinámica impiden que los neófitos se apropien de un modo vivo, como pide su propio concepto, los bienes culturales. Con todo, lo menos dañino es acaso que los millones que antes no sabían nada de éstos y ahora se encuentran anegados con ellos estén muy escasamente preparados para tal cosa, ni siquiera psicológicamente; en cambio, las condiciones de la producción material misma difícilmente toleran el tipo de experiencia con la que sintonizaban los contenidos formativos tradicionales que se comunicaban antes; y por ello, pese a todo lo que se la fomenta, la formación cultural misma crispa los nervios vitales. En muchos sitios obstruye ya, como pedantería impráctica o fatua insubordinación, el camino del porvenir -quien sepa lo que es una poesía difícilmente encontrará un puesto bien pagado como autor de textos publicitarios-. La diferencia entre el poderío y la impotencia sociales, que crece incesantemente, niega a los débiles -y, tendencialmente, también ya a los poderosos- los supuestos reales de la autonomía que el concepto de formación cultural conserva ideológicamente; y justamente por ello se aproxima mutuamente las conciencias de las distintas clases, aun cuando, según los resultados de las últimas investigaciones, no tanto como parecía hace pocos años. Por lo demás, puede hablarse de una sociedad nivelada de clases medias sólo psicológico-socialmente, y, en todo caso, teniendo en cuenta las fluctuaciones personales, mas no objetivo-estructuralmente; pero también subjetivamente aparecen ambas cosas: el velo de la integración, principalmente en las categorías de consumo, y la persistente dicotomía donde quiera que los sujetos choquen con antagonismos de intereses fuertemente establecidos -luego la underlyn populaion es "realista", y otras se sienten portavoces de los ideales- [Cf. Zum politischen Bewusstsein ausgewählter Gruppen der deutschen Bevölkerung, manuscrito inédito del Institut für Sozialforschung, Frankfurt del Main, 1957.]. Puesto que la integración es una ideología, es también, como ideología, desmoronable.
Todo esto, ciertamente, va más allá del blanco. Pero es propio de los bosquejos teóricos que no coincidan sin tacha con lo encontrado por la investigación, que se expongan frente a esto, que osen en exceso o que -según el lenguaje de la investigación social propendan a generalizaciones falsas; y también por ello ha sido menester, independientemente de las necesidades administrativas y comerciales, el desarrollo de los métodos empírico-sociológicos. Mas si aquel osar demasiado de la especulación, sin el momento inevitable de ficción en la teoría, ésta no seria en modo alguno posible: se reduciría a mera abreviatura de los hechos, que dejaría, de este modo, intactos científicamente -en sentido propio-. Sin duda, tanta la tesis de la necrosis de la formación cultural como la de la socialización de la pseudocultura o pseudoformación -de su invasión de las masas- habrían de confrontarse con hallazgos empíricos pertinentes; el modelo de la pseudoformación lo constituye todavía hoy la capa de los empleados medios, siendo patente que tan imposible sería especificar unívocamente sus mecanismos en las capas propiamente bajas como la conciencia nivelada tomada globalmente; y, medida con la situación aquí y ahora, la aserción de la universalidad de la pseudocultura es indiferenciada e hiperbólica. Pero podría no subsumir, en absoluto, a todos los hombres y todas las, capas indiscriminadamente bajo aquel concepto, sirio diseñar una tendencia, esbozar la fisiognómica de un espíritu que también determinaría la firma de la época en caso de que su campo de validez hubiera de restringirse tanto cuantitativa y cualitativamente. Es posible que innumerables trabajadores, pequeños empleados y otros grupos no queden todavía comprendidos por las categorías de la pseudoformación -y no en último término gracias a su conciencia de clase, aún viva, aunque debilitándose-; pero éstas son tan poderosísimas por el costado de la producción, su establecimiento concuerda tanto con los intereses decisivos y acuñan tan bien las manifestaciones culturales actuales, que su representatividad es obligada, aun cuando no quepa confirmarse estadísticamente.
Pero si no sirve de antítesis a la pseudoformación socializada ningún otro concepto que el tradicional de formación, que se encuentra él mismo sometido a crítica, ello expresa la miseria de una situación que no cuenta con criterio alguno mejor que aquél, tan problemático, pues ha descuidado sus posibilidades. Ni se desea la restitución de lo pasado ni se dulcifica lo más mínimo su crítica. Nada sucede hoy al espíritu objetivo que no estuviese ya ínsito en él en los tiempos mas liberales o que, por lo menos, no exija el pago de viejas culpas; pero lo que ahora se delata en el dominio de la formación cultural no puede leerse en ningún otro sitio que en su antigua figura -que, como siempre, también ideológicamente lo es-, pues potencialmente se han cortado los petrificados recursos con que el espíritu podría escapar de la formación cultural habitual y sobrepasarla. La medida de la nueva perversidad es únicamente la anterior; y ésta se hace ver un momento -pues está condenada-, frente a la forma última de lo consternante, como un color que concilia lo que se desvanece, por mor del cual solamente, y no en honor de ninguna laudatio temporis acti, se recurre a la formación tradicional.
En el clima de la pseudoformación, los contenidos objetivos, cosificados y con carácter de mercancía de la formación cultural, sobreviven a costa de su contenido de verdad y de sus relaciones vivas con el sujeto vivo, lo cual responde en cierto modo a su definición. El que su nombre haya adquirido hoy las mismas resonancias, anticuadas y arrogantes, [Como ya hemos indicado, seudoformación vierte una palabra (Halbbildung) que hoy significa normalmente seudoerudición o erudición a la violeta, mientras que Volksbildung (traducida aquí por formación popular) suele significar vulgarización científica. Ello puede hacer comprensible la alusión del texto. (N. del T.)] que "formación popular" no denota que este fenómeno desaparezca, sino que su contraconcepto, precisamente el de formación -único en que era legible-, propiamente ya no es actual, y en este último sólo participan, aun para su dicha o desdicha, individuos singulares que no han caído enteramente en el crisol y grupos profesionalmente cualificados, que se celebran a sí mismos de muy buena gana como elites. Con todo, la industria cultural, en su dimensión más amplia -todo lo que la jerga clasifica confirmatoriamente como medios de masas-, perpetúa esta situación, explotándola, y perpetúa la cultura confesada como tal en aras de la integración -repelida por la cultura-, lo que, sin embargo, está más lejos de integrarse: su espíritu es la pseudocultura, la identificación. Los bestiales chistes sobre los nuevos ricos que intercambiaban palabras extranjeras tienen siete vidas, porque, con la expresión de aquel mecanismo, fortifican a todos los que se ríen con ellos en la creencia de haber logrado la identificación; pero su fracaso es tan inevitable como la tentativa de ésta.
Pues la ilustración conseguida en otro tiempo, la idea consciente, los ha obligado, por lo menos, a comportarse como si lo fuesen realmente; y ello no les parece posible de otro modo que bajo el signo de lo que les sale al encuentro como espíritu: la formación cultural objetivamente arruinada. Así, pues, la totalitaria figura de la pseudoformación no puede explicarse simplemente a partir de lo dado social y psicológicamente, sino asimismo a partir del mejor potencial: el que el estado de conciencia postulado en otro tiempo en la sociedad burguesa remita por anticipado a la posibilidad de una autonomía real de la vida propia de cada cual, posibilidad que la implantación de aquél ha rechazado y que se lleva a empellones a ser mera ideología. Pero aquella identificación tiene que fracasar, porque el ser singular no recibe nada en cuanto a formas y estructuras de una sociedad virtualmente descualificada por la omnipotencia del principio de cambio -nada con lo cual, protegido en cierto modo, pudiera identificarse de alguna forma, nada sobre lo que pudiese formarse en su razón más literal-; mientras que, por otra parte, el poderío de la totalidad sobre el individuo ha prosperado hasta tal desproporción que éste tiene que reproducir en sí lo privado de forma. Lo que antes estaba de tal manera configurado que los sujetos pudieran conseguir en ello su figura -problemática, como siempre- sigue ahí; pero ellos continúan, sin embargo, hasta tal punto mantenidos en la falta de libertad que su vida conjunta no se articula como verdadera apoyándose ante todo en lo propio. Lo cual queda expresado en la fatal palabra "ideal", en la que está inscrita la imposibilidad de lo que significa: hace patente el pesar que nos grava en ausencia de un cosmos social y espiritual que fuese -por hablar como Hegel- "substancial", incuestionablemente obligado pero sin violencia- para el individuo, pesar por la ausencia de una totalidad justa y conciliada con el singular; aquella palabra delata al mismo tiempo la avidez por erigir tal sustancialidad arbitrariamente -del mismo modo que ya hacia Nietzsche con sus nuevas tablas-; y el sensorio lingüístico es ahora demasiado romo para sentir que justamente el compás de violencia hacía que tiende la exigencia de ideales desmiente la sustancialidad hacia la que se alargan las manos. Este impulso del fascismo le ha sobrevivido, pero se retrotrae hasta la idea misma de formación, que tiene en sí una esencia antinómica; sus condiciones son la autonomía y la libertad, no obstante lo cual remite, a la vez, a estructurar de un orden pretextado frente a cada persona singular, en cierto sentido heterónomo y, por ello, nulo, a cuya imagen únicamente es capaz esta última de formarse. De ahí que en el instante en que hay formación, propiamente ya no la haya: en su origen está ya incluida teleológicamente su ruina. Los ideales son un conglomerado de nociones ideológicas que en los sujetos se meten entre ellos mismos y la realidad y filtran ésta; están de tal modo ocupadas afectivamente, que la ratio no puede desalojarlas sin más ni más; y la pseudocultura las aúna. La incultura, en cuanto mera ingenuidad y simple no saber, permitía una relación inmediata con los objetos, y podía elevarse, en virtud de su potencial de escepticismo, ingenio e ironía -cualidades que se desarrollan en lo no enteramente domesticado-, a conciencia crítica; pero la pseudoformación cultural no lo logra. Entre las condiciones sociales para la formación se encontraba, entre otras, de un modo especial la tradición - según la doctrina de Sombart y Max Weber, una tradición pre- burguesa, esencialmente inconciliable con la racionalidad burguesa-; pero la pérdida de la tradición como efecto de haberse desencantado el mundo ha terminado en un estado de carencia de imágenes y formas, en una devastación del espíritu -que se apresta a ser mero medio-, de antemano incompatible con la formación: nada retiene ya al espíritu para un contacto corporal con las ideas. La autoridad mediaba, más mal que bien, entre la tradición, y los sujetos; y lo mismo que, siguiendo a Freud, la autonomía, el principio del yo, brota de la identificación con la figura paterna, mientras que luego las categorías a que se llega por ésta se revuelven contra la irracionalidad de las relaciones familiares, igualmente se desarrollaba socialmente la formación. Las reformas escolares, de cuya necesidad humana no hay duda alguna, descartaron la anticuada autoridad; pero también debilitaron más aún, con ello, la dedicación y profundización íntima de lo espiritual, a la que estaba afecta la libertad; y ésta, contrafigura de la violencia, se atrofia sin ella -mientras que, en cambio, no cabe recomendar ninguna violencia por amor de la libertad-. ¿Quién que haya asistido a un Instituto docente no habrá gemido alguna vez bajo las poesías de Schiller y las odas de Horacio que tenía que aprender de memoria? ¿Y a quién no le habrán crispado los nervios viejos parientes que, sin que se lo pidieran e inconteniblemente, recitaban cosas parecidas que recordaban aún? Ciertamente, apenas podría conseguirse hoy que nadie memorizara todavía: sólo el más tonto está dispuesto a apoyarse en la tontería y maquinalidad que hay en ello; pero mediante este proceso se priva al intelecto y al espíritu de una parte del alimento con el que se empieza a formar. Es posible que la creencia en el intelecto o espíritu haya secularizado - pasándolo a algo inesencial- el espíritu teológico, y que si la llamada generación joven la desprecia, lo que haga es devolverla lo que ella ha cometido; pero donde falta -ella, que, por su parte, es ideología- amanece otra peor. El carácter o personaje social que en alemán se llama -con una expresión que a su vez está sumamente desacreditada- geistiger Mensch [persona espiritual] se extingue; pero el pretendido realismo que le hereda no está más próximo a las cosas, sino, simplemente, dispuesto - desdeñando toil and trouble- a instalar confortablemente la existencia espiritual y a sorber lo que se invierta en ella. Debido a que apenas hay ya ningún joven que sueñe alguna vez con ser un gran poeta o un gran compositor, probablemente por ello -dicho exageradamente no existe ya entre los adultos ningún gran teórico de la economía ni, en definitiva, ninguna verdadera espontaneidad política. La formación cultural requería protección ante los embates del mundo exterior, ciertos miramientos con el sujeto singular, y acaso hasta lagunas de la socialización. "Entiendo el lenguaje del éter, jamás el lenguaje de los hombres", escribía Hölderlin; ciento cincuenta años más tarde se reirían de un mozo que pensase de tal modo o se le entregaría, a causa de su autismo, en manos de un benévolo cuidado psiquiátrico; pero si se deja de sentir la diferencia entre el lenguaje del éter -o sea la idea de un verdadero lenguaje, el de las cosas mismas- y el práctico de la comunicación, lo mismo ha ocurrido con la formación cultural. Es enteramente cierto que la formación alemana, en su mejor época, no ha incluido por regla general el conocimiento de la filosofía contemporánea, que incluso en los años entre 1790 y 1830 estaba reservada a unos pocos; sin embargo, dicha filosofía era inmanente a la formación: no sólo genéticamente sugirió a figuras como Humboldt y Schleiermacher sus concepciones de la esencia de la formación cultural, sino que el núcleo del idealismo especulativo, la doctrina del carácter objetivo del espíritu -y trascendente a la persona singular meramente psicológica-, era al mismo tiempo el principio de la formación cultural en cuanto que lo que es sólo espiritual, lo que no puede servir directamente a otra cosa no ha de medirse directamente por su finalidad. La irrevocable caída de la metafísica ha sepultado bajo sí la formación; pero no se trata de un estado de cosas aislado de la historia del espíritu, sino que también es social; de lo que está afectado él espíritu es de que no cabe esperar que nadie pruebe su identidad social ni con él ni, en general, con su objetivación como formación cultural; y el desideratum, tan querido por todos, de una formación que garantice mediante exámenes dondequiera que algo pueda ser contrastado no es sino la sombra de aquella expectativa. La formación cultural controlable, que ha transformado a sí misma en norma y en calificaciones, ha dejado ya de serlo tanto como la cultura ,general degenerada en parla de vendedor. El momento de espontaneidad, tal como fue glorificado por última vez en las teorías de Bergson y la obra novelesca de Proust, y tal como caracteriza la formación en cuanto algo distinto de los mecanismos de dominio social de la naturaleza, se descompone a la chillona luz de la examinabilidad. Frente al dicho práctico, en general la formación no se puede adquirir: la adquisición y la mala posesión serían una sola cosa; mas, precisamente porque se niega a la voluntad, está envuelta en la culpable armonía del privilegiado: sólo no necesita adquirirla ni poseerla quien de todos modos la posea ya; y de esta suerte cae en la dialéctica de la libertad y la falta de libertad: como herencia de la antigua falta de libertad tendría que hundirse, siendo corno es imposible con una libertad meramente subjetiva, mientras persistan objetivamente las condiciones de la falta de libertad.
En América, el país más adelantado al modo burgués -los demás andan renqueando tras de él-, cabe observar crasamente la carencia de imágenes y formas de la existencia como condición de imágenes y formas de la existencia como condición social de la pseudoformación universal. El tesoro de imágenes religiosas, que insuflaba al ser existente los colores de algo más que existente, se ha desteñido, y las imágenes irracionales del feudalismo, que al crecer se habían concrecionado con las imágenes religiosas, faltan completamente. Contra ello nada puede lo que sobreviva -y no sea también sintético- del folklore arcaico. Pero la existencia liberada misma no se ha llenado de sentido: como algo que perdido el encantamiento permanece asimismo prosaicamente en un entender negativo: la vida, modelada hasta en sus últimas ramificaciones por el principio de la equivalencia, se agota en la reproducción de sí misma, en la reiteración del sistema, y sus exigencias se descargan sobre los singulares tan dura y despóticamente, que cada uno de éstos ni puede mantenerse firme contra ellas como conductor por sí mismo de su propia vida, ni experimentarlas como una sola cosa con su condición humana. De aquí que la existencia desconsolada, el alma, a la que no ha llegado su derecho divino en la vida, tenga necesidad de un sustitutivo de imágenes y formas mediante la pseudoformación; y lo disparatado de sus elementos -que alcanzan lo caótico y la renuncia a la plena racionalidad incluso de sus membra disiecta aislados favorecen la magización a través de una conciencia indigente. [Cf., entre otros, Ernst LICHTENSTEIN en el Handbucb für Sozialkunde, Berlín y Munich, 1955, sección A II, pp. 1 y ss.] Sacándola del salvaje Oeste, los medios de masas han adobado una mitología sustitutiva que nadie confronta con los hechos de un pasado en modo alguno lejano; las estrellas de cine, las canciones de éxito, las letras y los títulos de éstas dispensan un brillo parejamente calculado; palabras bajo las cuales apenas sería ya capaz de imaginarse nada el man of the street -a su vez ya mitológico-, consiguen popularmente justamente por ello: una canción famosa decía de una muchacha You are a rhapsody, sin que a nadie se le ocurriese qué poco lisonjera es la comparación con una rapsodia, que es un tipo de composición informe, a modo de pot-pourri. A veces las apariciones de mujeres -muy cuidadas y frecuentemente de una belleza desconcertante- se explican por sí mismas como pictografía de la pseudoformación: rostros como el de la Montespan o el de Lady Hamilton, que no pueden ya proferir ninguna frase propia, sino parlotear reflejadamente lo que cada situación espera de ellos, para que se pueda interrumpir a la perfección -como Evelyn Waugh lo ha registrado-. La pseudoformación no se confina ya meramente al espíritu, sino que adultera la vida sensorial; y responde a la cuestión psicodinámica de cómo pueda resistir el sujeto bajo una racionalidad que, en definitiva, sea ella misma irracional. En tanto que se cancelan los momentos de diferenciación - originariamente sociales- en que residía la formación, pues formación cultural y estar diferenciado son propiamente lo mismo, en lugar suyo prospera un sucedáneo. La perennizante sociedad del status absorbe los restos de la formación y los transforma en emblemas de aquél; lo cual no había sido nunca ajeno a la formación burguesa, que desde siempre se había rebajado hasta disociar del pueblo a sus llamados portadores y antes a los que sabían el latín -como todavía Schopenhauer declaraba con toda ingenuidad-; tras los muros de su privilegio sólo podían empezar a bullir precisamente aquellas fuerzas humanas que, vueltas a la praxis, augurasen una situación sin privilegios. Pero esta dialéctica de la formación queda inmovilizada merced a su integración social, y, asimismo, a que se la regenta directamente: la seudoformación es el espíritu apresado por el carácter de fetiche de la mercancía. Del mismo modo que el carácter o personaje social del empleado de comercio y del comisionista de antiguo estilo prolifera entretanto como cultura de empleados -incluso Karl Kraus, que siguió el origen del proceso, hablaba de la dictadura estética del comisionista-, los respetables motivos de lucro de la formación han recubierto como un moho el conjunto de la cultura; y lo nuevo de la nueva situación es que esta última apenas consiente ya lo que se aparta de aquellos -o sea que lo nuevo únicamente es lo totalitario-. Pero la seudoformación cultural, con el progreso de la integración, se ha deshecho de su candor, no de otro modo que la cultura de emplea dos liquidó al viajante; abraza también al espíritu que había en otro tiempo, y lo poda como conviene a sus necesidades; mediante lo cual no solamente participa parasitariamente de su prestigio mínimamente disminuido, sino que le despoja de la distancia y del potencial crítico y, finalmente, del prestigio mismo-. Tenemos un modelo de tal cosa en el destino de los llamados clásicos, En Alemania lo que menos se buscaba en las ediciones de sus obras a lo largo de todo el siglo XIX -por muy guiadas que ya entonces estuviesen por los intereses editoriales y sometidas a sospechosos mecanismos sociales de selección- era en qué residía el canon de formación, que, sin duda, había degenerado así ya a reservas; y Schiller era el dechado de la formación cultural destilada a partir de sentencias. Pero aun esta tenue autoridad se ha concluido, y es de sospechar que las generaciones jóvenes apenas conozcan ni siquiera los nombres de muchos áureos clásicos a los que en otro tiempo se había certificado precisamente la inmortalidad.
La energía ha huido de las ideas que la formación comprendía y que le insuflaban la vida: ya ni atraen a los hombres como conocimiento -en cuanto tales se considera fue han quedado muy detrás de la ciencia- ni reinan sobre ellos como normas. De este modo la libertad y la humanidad han perdido la fuerza resplandeciente en el interior de la totalidad que se ha clausurado en un sistema coactivo, ya que éste impide totalmente que se sobrevivan; y tampoco perdura su obligatoriedad estética, pues las formas espirituales que encarnan se miran además como algo en el fondo raído, lleno de frases e ideológico. No solamente están desmenuzados los bienes de la formación cultural para quienes ya no son cultos, sino en sí mismos, de acuerdo con su contenido de verdad; el cual no es algo intemporal, invariante, como quería el idealismo, sino que tiene su vida en la dinámica histórico-social, como los hombres, y puede perecer.
Incluso el progreso manifiesto -la elevación general del nivel vida con el desarrollo de las fuerzas productivas materiales- no en las cosas espirituales con efecto beneficioso; y las desproporciones que resultan de que la superestructura se revolucione más lentamente que la subestructura han aumentado el retroceso de la conciencia -la seudoformacíón cultural se asienta parasitariamente en el cultural lag-. Decir que la técnica y el nivel de vida más alto redundan sin más en bien de la formación cultural en virtud de que lo cultural alcance a todos es una seudodemocrática ideología de vendedor -Music goes finto mass production-, ["La música penetra en la producción en masa", frase popularizada con referencia a los aumentos de productividad medidos en ensayos de fondo musical para el trabajo en fábricas. (N. del T.)] que no lo es menos porque se tache de snob a quien dude de ello, y que es refutable mediante la investigación social empírica. Así, en América, Edward Schumann ha demostrado, en un ingenioso estudio, que, de dos grupos comparables que escuchaban la llamada música seria, de los que uno la conocía a través de audiciones vivas y el otro sólo en la radio, el grupo de la radio reaccionaba más superficialmente y con menos entendimiento de lo que oía que el primero. Lo mismo que para aquél la música seria se metamorfoseaba virtualmente en música de entretenimiento, las formas espirituales, en general, que embisten a los hombres con la subitaneidad que Kierkegaard equiparaba a lo demoníaco, se congelan en bienes culturales: su recepción no obedece a criterios inmanentes, sino únicamente a lo que el cliente crea obtener de ellos. Mas simultáneamente crecen, con el nivel de vida, las reivindicaciones de formación como deseo de ser contado uno en una capa superior, de la que, por lo demás, se distingue subjetivamente cada vez menos; como respuesta a ello, se alienta a capas inmensas a pretender una formación que no tienen: lo que antes estaba reservado al ricacho y al nouveau riche se ha convertido en espíritu del pueblo; un gran sector de la producción de la industria cultural vive de ello y, a su vez, crea esta necesidad pseudoculta -las biografías noveladas, que informan sobre hechos culturales y operan al mismo tiempo identificaciones baratas y hueras, o el saldo de ciencias enteras, como la arqueología o la bacteriología, que las adultera en excitantes toscos y persuade al lector de estar al corriente-; todo eso reproduce y refuerza la necedad con que cuenta el mercado cultural. Y la alegre y despreocupada expansión de la formación cultural en las condiciones vigentes es, de modo inmediato, una y la misma cosa que su aniquilación.
La duda sobre el valor absolutamente ilustrador de popularizar la formación cultural en las condiciones presentes se hace sospechosa de reaccionaria; por ejemplo, no es posible oponerse a la publicación en ediciones de bolsillo de textos filosóficos importantes del pasado señalando que se perjudica a la cosa misma debido a la forma y función de aquéllas, pues de otro modo se transforma uno en risible orador de una idea de formación ya históricamente juzgada, para confirmar la grandeza y excelencia de algunos dinosaurios, sería insensato querer secretar tales textos científicas reducidas y costosas en unos tiempos en que el estado de la técnica y el interés económico convergen en la producción masiva; pero no ha de cegarse uno, por miedo frente a lo inevitable, ante lo que ello implica, ni, sobre todo, ante aquello por lo cual se pone nada menos que en contradicción con las pretensiones inmanentes a democratizar la formación cultural -pues la difusión de lo que se difunde altera múltiplemente incluso aquel sentido que uno hace gala de difundir-. Sólo una idea lineal e inquebrantable del progreso espiritual planea sin cuidado alguno por encima del contenido cualitativo de la formación socializada en seudoformación; y frente a ella la concepción dialéctica no se engaña sobre la ambigüedad del progreso en plena totalidad represiva. El que los antagonismos arraiguen quiere decir que todos los progresos particulares en cuanto a conciencia de la libertad cooperarán asimismo para que persista la falta de libertad; esfera global sobre la que arroja luz la frase conmovedoramente ilusa, sacada del antiguo tesoro de ideas socialdemocrático, que citaba Benjamin como lema de una de sus tesis histórico-filosóficas: "Con lo nuestro día por día más limpio y despejado, el pueblo día por día más avisado". [Wilhelm DIETZCGEN, Die Religion der Sozialdemocratie, en Walter BENJAMIN, "Schriften I", Frankfurt del Main, 1956, p. 502.] De igual manera que en el arte no existen valores aproximados y que una ejecución medio buena de una obra musical no realiza ni a medias su contenido, sino que toda ejecución carece de sentido fuera de la enteramente adecuada, análogamente ocurre con la experiencia espiritual en conjunto: lo entendido y experimentado a medias -seudoentendido y seudoexperimentado- no constituye el grado elemental de la formación, sino su enemigo mortal; los elementos de ésta que penetren en la conciencia sin fundirse en su continuidad se vuelven perniciosas toxinas y, tendencialmente, supersticiones - incluso aunque en sí mismos critiquen las supersticiones-, lo mismo que el maestro tonelero que, en su anhelo por algo más elevado, se dio a la crítica de la razón pura y acabó en la astrología, evidentemente porque únicamente en ésta cabía unificar la ley moral que hay en nosotros con el cielo estrellado que está sobre nosotros. Los elementos inasimilados de la formación cultural robustecen la cosificación de la conciencia de que ha guardarse aquélla; de esta suerte, para la persona no preparada que acuda a la ética de Spinoza sin verla en conexión con la doctrina cartesiana de la sustancia y con las dificultades de la mediación entre la res extensa y la res cogitans, las definiciones con que comienza esta obra asumen cierta opacidad dogmática y un carácter de arbitrariedad abstrusa -que se deshacen solamente cuando se entienden la concepción y la dinámica del racionalismo juntamente con el papel que las definiciones desempeñan en él-: el ingenuo no sabrá ni lo que buscan tales definiciones ni que títulos legales son inherentes a ellas, y o bien las rechazará como un galimatías -tras de lo cual es fácil que, con un orgullo subalterno, se amuralle contra toda clase de filosofía-, o, bajo la autoridad del nombre famoso, se las tragará telles quelles, tal como ocurre, por ejemplo, en los manuscritos de diletantes sobre el sentido del mundo, por los que circulan fantasmagóricamente citas de los llamados grandes pensadores en apoyo de sus incompetentes opiniones. Y las introducciones históricas y los comentarios que alejan tal cosa de antemano difícilmente adjudicarán solos a aquellas definiciones el valor y puesto debidos en la conciencia de quien se dé a dicha "ética" sin estar familiarizado con la problemática específica a que responde Spinoza. Las consecuencias son la confusión y el oscurantismo, pero, ante todo, una relación ciega con los productos culturales no apercibidos propiamente, la cual llega a tullir el espíritu al que ellos mismos, vivos, proporcionarían expansión; lo cual, sin embargo, está en contradicción flagrante con la voluntad de una filosofía que, con justicia o sin ella, solamente reconocía como fuente última del conocimiento lo inmediatamente intuible. Algo análogo sucede, como con todos los filósofos, con el conjunto del arte: la idea de que lo genial y dotado de grandeza obre y sea comprensible por sí mismo -escoria de una estética basada en el culto del genio- engaña en cuanto que nada de lo que es justicia quepa llamar formación puede aprehenderse sin supuestos.
Un caso extremo podría aclarar esto. En América existe un libro extraordinariamente divulgado, Great Symphonies, de Sigmund Spaeth, [ Sigmund SPAETH, Great Symphonies, How to Recognize and Remember Them, Nueva York, 1936.] que está cortado, sin consideraciones de ninguna clase, a la medida de una necesidad de la seudoformación: la de que, para poseer las señales de la persona cultivada, se puedan reconocer en el acto las obras típicas -por lo demás, inevitables en la afición musical- de la literatura sinfónica. El método consiste en poner letra a los principales temas sinfónicos, en ocasiones a motivos aislados de ellos, que de esta forma pueden cantarse y que graban las frases musícales correspondientes al modo de las canciones de éxito. Así, el tema principal de la Quinta sinfonía beethoveniana se canta con las palabras I am your Fate, come, let me in!; ["Yo soy tu hado; ¡vamos, déjame entrar!" (N. del T.)] el de la Novena sinfonía está cortado en dos -pues su comienzo no sería suficientemente cantable- y de su motivo final está dotado del texto Stand! The mighty ninth is now at hand!; ["¡Quieto! Al alcance está la poderosa Novena." (N. del T.)] en cambio, Spaeth dedica las líneas que siguen al tema de cuerdas de la Symphonie Pathétique, Tchaikovski, antes con frecuencia espontáneamente parodiado:
This music has a less pathetic strain,
It sounds more sane and not so full of pain.
Sorrow is ended, grief may be mended,
It seems Tschaikovski will be calm again!
[Esta música tiene un acento
menos patético, / su sonido es más cuerdo y lleno de dolor. /
La turbación ha acabado puede remediarse la tribulación:/
Parece que Tschaikovski volverá a la calma." (N. del T.)]
Esta explosión de barbarie, que con seguridad ha dañado la conciencia musical de millones de personas, nos permite aprender mucho también sobre la seudoformación más discreta y media. Las frases idiotas que allí se cantan no tienen nada que ver con el contenido de la obra, sino que se le agarran y chupan de su éxito como sanguijuelas en sus relaciones con sus objetos: la objetividad de la obra de arte queda falseada por la personalización, según la cual una frase tormentosa que se aquietase en un episodio lírico sería un retrato de Tchaikovski; y mientras que este mismo en realidad : se dedicaba ya a la industria cultural, su música se extrae de acuerdo con el cliché del eslavo melenudo, del concepto de un semidemente furioso, que, de todos modos, tiene también sus fases tranquilas. Además, en la música sinfónica los temas no son lo principal, sino mero material; y la popularización que disloca la atención hacia ellos se desvía de lo esencial -el curso estructural de la música como algo total- sobre lo atómico, las fragmentarias melodías singulares: de este modo sabotea el expediente de la difusión lo difundido: Pero finalmente -y éste es un aspecto que apenas merece un nombre más suave que el de satánico- será dificilí- simo que las personas que hayan aprendido de memoria una vez tales temas con aquella letra horripilante lleguen de nuevo a liberarse de semejantes palabras ni, en general, a escuchar la música como lo que es. La información cultural enmascarada de afición artística se desemboca como destructiva. Mas incluso la edición de bolsillo más inocente lleva en sí potencialmente algo de Spaeth, y ninguna Ilustración que se apocase demasiado para acoger dentro de sí reflexiones de este tipo merecería su nombre.
El mecanismo que fomenta el prestigio de una formación cultural que ya no se recibe y que; en general, apenas es ya actual, así como la malograda identificación con ella, es subjetivo: es el de un narcisismo colectivo; ["Superstición de segunda mano", en este mismo libro, pp. 149-173.] y la seudoformación ha puesto al alcance de todos, este reino escondido. El narcisismo colectivo termina en que las personas compensan la conciencia de su impotencia social -conciencia que penetra hasta en sus constelaciones instintivas individuales- y, al mismo tiempo, la sensación de culpa debida a que no son ni hacen lo que en su propio concepto deberían ser y hacer, teniéndose a sí mismos - real o meramente en la imaginación- por miembros de un ser más elevado y amplio, al que adjudican los atributos de todo lo que a ellos les falta y del que reciben de vuelta, sigilosamente, algo así como una participación de aquellas cualidades. La idea de formación está predestinada a ello porque, análogamente a la alucinación racial, exige del individuo meramente un mínimo para que alcance la satisfacción del narcisismo colectivo: basta simplemente la asistencia a un colegio o instituto y, en ocasiones, el simple formarse la ilusión de proceder de una buena familia; y la actitud en que se reúnen la seudoformación y el narcisismo colectivo es la de disponer, intervenir, adoptar aire enterado, estar en el ajo, La fenomenología del lenguaje en el mundo administrado, que Karl Korn ha esbozado recientemente, en especial del "lenguaje del presumido", es francamente la ontología de la seudoformación; y las monstruosidades lingüísticas que ha interpretado son las señales de identificación fracasada en aquél con el espíritu objetivo. Mas para satisfacer en cualquier caso los requisitos que la sociedad dirige a los hombres, la formación se reduce a las marcas distintivas de la inmanencia e integración sociales, y se convierte sin re servas en algo intercambiable y aprovechable; la mentira -comparativamente inocente- de la unidad de formación cultural y posesión acomodada, con la que se defendía en la Prusa guillermina el derecho colectivo por clases, ha pasado a desatinada verdad; pero así el espíritu de la seudoformacíón cultural ha jurado el conformismo: no sólo se han extraído los fermentos de la crítica y de oposición contra los poderes establecidos que la formación cultural llevaba en sí en el siglo XVIII, sino que el asentimiento a lo que haya de todos modos y su duplicación espiritual se hacen su contenido y documento jurídico propios; mientras que la crítica queda rebajada a un medio para medrar, a pura cuquería a la que no hay modo de pegársela y que alcanza de todas todas al adversario.
El seudoculto se dedica a la conservación de sí en sí mismo; no puede permitirse ya aquello en lo que, según toda teoría burguesa, se consumaba la subje tividad -la experiencia y el concepto-; con lo que se socava subjetivamente la posibilidad de la formación cultural tanto como objetivamente está todo contra ella. La experiencia, la continuidad de la conciencia en que perdura lo no presente y en que el ejercicio y la asociación fundan una tradición en el individuo singular del caso, queda sustituida por un estado informativo puntual, deslavazado, intercambiable y efímero, al que hay que anotar que quedará borrado en el próximo instante por otras informaciones; en lugar del temps-durée, conexión de un vivir en sí relativamente unísono que desemboca en el juicio, se coloca un "Es esto" sin juicio, algo así como hablan esos viajeros que en el expreso nombran en todos los sitios que pasan como un rayo la fábrica de rodamientos o de cementos, o el nuevo cuartel, listos para contestar sin consecuencia ninguna cualquier pregunta no formulada. La seudoformación es una debilidad en lo que respecta al tiempo, [Cf. "Sobre estática y dinámica como categoría sociológica", en este mismo libro.] al recuerdo, a través del cual únicamente tiene lugar en la conciencia aquella síntesis de lo experimentado que la formación pretendía en otro tiempo; no en vano alardea el seudoculto de su mala memoria, orgulloso de sus múltiples ocupaciones y de su sobrecarga. Y acaso sólo se meta tanto ruido con el tiempo en la ideología filosófica actual porque éste se extravía para los hombres y habría de ser conjurado. Pero el concretismo, tan observado, y el abstractismo, que por encima de todo sólo toma al singular como representante de lo general -con cuyo nombre lo denomina-, se completan. El concepto queda remplazado por la subsunción decretal bajo cualesquiera clichés ya hechos, sustraídos a la corrección dialéctica, que descubren su deletéreo poder bajo los sistemas totalitarios -y también su forma es la aisladora, espectadora e inobjetada forma del "En esto"-. Sin embargo, puesto que la seudoformación cultural se aferra, pese a todo, a las categorías tradicionales, que ella ya no satisface, la nueva figura de la conciencia sabe inconscientemente de su propia deformación; lo cual irrita y encoleriza a la seudoformación -quien sabe de qué se trata en todo quiere siempre, a la vez, ser un sabihondo-. Un slogan seudoculto que ha visto mejores tiempos es el del resentimiento; pero la seudocultura misma es la esfera del resentimiento a secas, del cual acusa ella a cualquier cosa que siga conservando una función de autognosis. Bajo la superficie del conformismo vigente, es inconfundible el potencial destructivo de la seudoformación cultural: mientras que confisca fetichistamente los bienes culturales como posesión suya, está constantemente al borde de destrozarlos.
Se asocia a la paranoia, al delirio de persecución; pero la chocante afinidad de un estado de conciencia como el de la seudoformación con los procesos psicóticos, inconscientes, sería una enigmática armonía preestablecida si los sistemas delirantes no tuviesen también; aparte de su valor y puesto en la economía psicológica de la persona singular, una función social objetiva. Pues sustituyen a aquella intuición esencial que queda obstruida por la seudoformación: quien se pasa sin la continuidad del juicio y de la experiencia se ve, provisto, por tales sistemas, de esquemas para subyugar la realidad, que ciertamente no alcanzan a ésta, pero que compensan el miedo ante lo incomprendido; y los consumidores de prefabricados psicóticos se sienten cubiertos así por todos los igualmente aislados en su aislamiento bajo una alienación social radical, estática y dinámica están vinculados por una insania común. La satisfacción narcisista de ser en secreto un elegido a una con otros elegidos exonera -en cuanto sobrepasa y trasciende los intereses más próximos- de la contrastación con la realidad, en la que el yo de antiguo estilo tenía, según Freud, su tarea más noble: los delirantes sistemas de seudoformación cultural son un cortocircuito en permanencia. Ha gustado explicar la propensión colectiva hacía las formas de conciencia que Corel y Rosenberg bautizaron unánimemente como mitos a base de que la realidad social actual, en sí mismo difícil, compleja e incomprensible, provocaría semejantes cortocircuitos; pero justamente esta deducción, en apariencia objetiva, apunta demasiado corto: en muchos respectos, la sociedad es -por supresión de mecanismos que remitían al mercado, por remoción del juego ciego de fuerzas en amplios sectores- más transparente que lo ha sido nunca; si el conocimiento no dependiera de nada sino de la índole funcional de la sociedad, probablemente podría la célebre mujer de limpieza entender a la perfección todos los engranajes; mas lo producido objetivamente es más bien la índole subjetiva que hace imposible la comprensión objetivamente posible; y la sensación de no rayar con el poder de lo existente, de tener que capitular ante él, paraliza hasta los movimientos impulsivos del conocimiento. Lo que se presenta al sujeto como inalterable se fetichiza, se vuelve impenetrable e incomprendido; se piensa bivalentemente, de acuerdo con el esquema de los predestinados a la salvación y los predestinados a la condenación; el seudoculto se cuenta todas las veces entre los salvados, mientras que se condena todo cuanto podría poner en tela de juicio su reino -y, con ello, lo existente de turno, hacia lo cual sirve de mediador este reino-; y en el juicio contra el oponente -frecuentemente elegido por uno mismo o inventado de pies a cabeza- se filtra incluso el momento de rudeza que está impuesto objetivamente por el naufragio de la cultura en aquello que la reclama. La seudoformación es defensiva: esquiva los contactos que pudieran sacar a luz algo de su carácter sospechoso. Y lo que origina las formas psicóticas de reacción a lo social no es la complejidad, sino el enajenamiento -la psicosis misma es el enajenamiento objetivo que el sujeto se ha apropiado hasta lo más íntimo-. Los sistemas delirantes colectivos de la seudoformación cultural componen lo incompatible: pronuncian el enajenamiento y le sancionan como sí fuese un oscuro misterio y trae un sustitutivo de experiencia, mentiroso y aparentemente próximo, en lugar de la experiencia destruida. Para el seudoculto, todo lo mediato -hasta la lejanía excesivamente poderosa- se transforma como por encantamiento en inmediato. De ahí la tendencia a la personalización: las relaciones objetivas se cargan a la cuenta de personas singulares y de personas singulares se espera la salud, progresando su culto delirante con la despersonalización del mundo. Por otra parte, la seudoformación, en cuanto conciencia enajenada, no sabe de relación inmediata con nada, sino que se queja fijada siempre en las nociones que ella acerca a la cosa: su postura es la del taking something for granted, y su tono revela un incesante "¿Cómo? ¿No sabe usted eso?", especialmente en las conjeturas más desenfrenadas, mientras que la conciencia crítica se ha contrahecho a una turbia tendencia a mirar entre bastidores -lo cual ha sido inscrito por Riesman en el tipo del inside dopester- . [Literalmente, drogador interno (N. del T.)] Sin embargo, las respuestas y los teoremas supremos de la pseudoformación siguen siendo irracionales, y de ello proceden sus simpatías por los irracionalismos de cualquier color, sobre todo por el depravado de la apoteosis de la naturaleza y del alma: es, a una, espiritualmente pretencioso y bárbaramente antiintelectual. Es palmaria la afinidad electiva entre la seudo-formación y la pequeña burguesía; pero al socializarse la seudoformación, sus arranques páticos empiezan a contagiar toda la sociedad, como corresponde a la instauración como carácter y tipo social dominante del pequeño burgués puesto en circulación. La ciencia no ha visto la conexión social entre insania y seudocultura, mientras que cierta literatura que nunca ha gozado del prestigio debido lo ha hecho perfectamente: la descripción de la suegra, devastadora universal de la comedia Der Störenfried ("El aguafiestas") de Benedix, traza una fisognómica completa de la pseudoformación cultural; si bien, verosímilmente, la sociología seria capaz de desarrollar la ontología global de ésta, una articulación estructural de sus categorías fundamentales -surgidas, a la vez, de condiciones sociales-. El pseudoformado culturalmente, en cuanto excluido de la cultura y, sin embargo, asentidor a ella, dispone de una segunda cultura sui generis, no oficial, que, por supuesto, se huelga con un auténtico encuentro aderezado por la industria cultural: el mundo de los libros que no se quedan en la estantería, sino que se leen, y que parecen ser tan ahistóricos, tan insensibles frente a las catástrofes de la historia como lo inconsciente mismo. Y, de igual modo que esto último, la pseudoformación es tendencialmente irresponsable, lo cual dificulta tanto su correlación pedagógica: sin duda, sólo una actuación de psicología profunda podría contrarrestarla, apoyándose en que ya en fases tempranas del desarrollo se aflojan sus induraciones y se robustece la reflexión crítica.
Sin embargo, los requisitos de esta clase chocan bien pronto con un bloque. El conocimiento de los abusos sociales de la pseudoformación confirma que no es posible cambiar aisladamente cuanto es producido y reproducido por estados de cosas objetivos que mantengan impotente la esfera de la conciencia; y, en totalidades contradictorias, el problema de la formación cultural se ve envuelto también en una antinomia: la ininterrumpida parlería de la cultura es algo ajeno al mundo e ideológico con respecto a la tendencia objetiva a la liquidación de aquélla, que se manifiesta por encima y más allá de todas las fronteras de los sistemas políticos. Además, no cabe ascender la cultura in abstracto a norma ni a un llamado valor, pues las protestaciones de tenor semejante, debido a su misma enorme arrogancia, cortan las relaciones de todo lo cultural con el procurar una vida digna de seres humanos y contribuyen a aquella neutralización del espíritu que, por su parte, aniquila la formación cultural. Mas, a la inversa, la teoría de la sociedad -lo mismo que toda praxis que se oriente por ella- tampoco puede, con el ánimo de la desesperación, decidirse en favor de la tendencia más fuerte, golpear lo que cae y hacer propia la liquidación de la cultura: en este caso se haría cómplice directa de la regresión a la barbarie. (Entre las tentativas del espíritu desconcertado consigo mismo, no es la más inocua la que Anna Freud ha llamado en psicología la identificación con el agresor: [Cf. "Superstición de segunda mano", en este mismo libro.] la de suscribir complacientemente lo que se supone ser inevitable.) Actualmente, el intelectual crítico prospera menos que quien utiliza el medio del intelecto -o lo que torna por éste- para la ofuscación; pero también sería fatua la presunción de que haya nadie -y con ello se refiere siempre uno a sí mismo- exceptuado de la tendencia a la seudoformación socializada; y lo que con justicia osa llamarse progreso de la conciencia, la penetración crítica y carente de ilusiones en lo que haya, converge, con la pérdida de la formación: la sobriedad y la formación tradicional son incompatibles. De suerte, que no es casual que, ya cuando Marx y Engels concibieron la teoría crítica de la sociedad, se tomase de modo grosero y primitivo la esfera a que apuntan primariamente el concepto de formación cultural, la filosofía y el arte; esta simplificación se ha hecho incompatible con la intención social de salir finalmente fuera de la barbarie, pero, mientras tanto, apoya en el Este al terror mudo. La conciencia en progreso, que resiste a la cultura alistada y hecha una lástima --al hacerse una posesión-, no sólo está por encima de la formación cultural, sino, a la vez, también siempre por debajo de ella: la nueva cualidad que se adelanta es invariablemente más y menos que la que se hunde, y en el mismo progreso, en la misma categoría de lo nuevo, va mezclada, corno fermento, una adición de barbarie -pues se barre-. Sería preciso apuntar hacia una situación que ni jurase la cultura, conservando sus restos, ni acabase con ella, sino que estuviera incluso por encima de la contraposición entre formación cultural y su ausencia, entre cultura v naturaleza; pero tal cosa requiere que no solamente se quebrante la absolutización de la cultura, sino asimismo que no se hipostasíe, que no se coagule en una tesis adialéctica su interpretación como algo no independiente, como mera función de la praxis y mero remitir a ella. La inteligencia de que lo que se ha originado no se reduce a su origen -no puede hacerse equivalente a aquello de donde ha procedido- se refiere también al espíritu, que tan fácilmente se deja inducir a arrogarse la calidad del origen; sin duda dondequiera que anuncie semejantes reivindicaciones a la propia exaltación se le ha de replicar señalando su dependencia de las condiciones vitales reales y su inextricabilidad de la configuración de éstas, así como, finalmente, su propia creencia natural; pero si el espíritu se reduce nudamente a aquella dependencia y se conforma por sí misma con el papel de mero medio, entonces hay que recordar lo contrario. Y en esta medida tiene su derecho en la hora histórica presente el cuidado por la formación cultural: el que el espíritu se separe de las condiciones de vida reales y se independice frente a ellas no constituye sólo su falsedad, sino también su verdad, pues no cabe desvirtuar ningún conocimiento obligativo ni ninguna obra de arte conseguida mediante la alusión a su génesis social. Si los hombres han desarrollado el espíritu para conservarse vivos, las imágenes espirituales que de otro modo no existirían no son ya medio de vida alguno. La irrevocable independización del espíritu frente a la sociedad -la promesa de libertad- es ella misma algo tan social como lo es la unidad de ambos; y si se reniega simplemente de tal independización, el espíritu queda sofocado y convierte lo que existe en una ideología no menos que cuando usurpaba ideológicamente el carácter absoluto. Lo que sin afrenta, más allá del fetichismo de la cultura, osa llamarse cultural es únicamente lo que se realice en virtud de la integridad de la propia figura espiritual y repercuta en la sociedad mediatamente, pasando a través de tal integridad, no a través de un ajuste inmediato a sus preceptos; pero la fuerza para ello no le crece al espíritu viniendo de parte alguna como de lo que en otro tiempo era formación cultural. De todos modos, si el espíritu no ejecuta lo socialmente justo más que en cuanto que no se fusione en una identidad sin diferencias con la sociedad, estarnos en la época del anacronismo: aferrarse a la formación cultural después que la sociedad le ha privado de su base -pero la cultura carece de toda otra posibilidad de sobrevivir fuera de la autorreflexión crítica sobre la seudocultura, en la que se ha convertido necesariamente.