Escrito: 1934.
Primera vez publicado:
L’Estrella Roja, 1 diciembre 1934.
Fuente/Edición digital: La
Bataille Socialiste.
Esta edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2010.
Las situaciones de equilibrio inestable no pueden sostenerse durante largo tiempo. La tensión producida entre las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución desde el otoño de 1933 tenía forzosamente que encontrar una salida, y la encontró en el alzamiento del mes de octubre.
Constituían las fuerzas de la revolución la pequeña burguesía radical y el proletariado. No se contaba, sin embargo, con la alianza de la gran masa campesina y semiproletaria, desmoralizada por la huelga de junio. Puede afirmarse, pues, que el movimiento comprendía la lucha de las regiones industriales y mineras contra la España agrícola, en sus formas arcaicas de producción.
El Partido Socialista se había lanzado, durante un año, a una campaña de agitación revolucionaria, en el transcurso de la cual se preconizaba la dictadura del proletariado, sin fijar, no obstante, objetivos concretos a la lucha. En realidad, los dirigentes (como quedó de manifiesto en el discurso de Prieto en el Monumental Cinema) aspiraban a tomar el poder para instaurar un régimen democrático avanzado, que contase con la ayuda de la pequeña burguesía radical e incluso de la burguesía industrial. Esperaban que el presidente de la República les entregaría el poder sin recurrir a la violencia, y, por eso mismo, al verse arrastrados por las circunstancias, llevaron al movimiento el espíritu derrotista que les animaba.
Presionados por las masas, aceptaron el reto del Gobierno reaccionario, presentando combates en inferioridad de condiciones, porque no habían hablado a la clase obrera con la claridad necesaria sobre los objetivos que se perseguían, porque desconocían el arte de la insurrección y no crearon los organismos que tenían que traducir en hechos la voluntad de las masas.
La insurrección, a excepción de Asturias y Cataluña (ésta constituye un caso especial, aunque se mueve en la órbita de la revolución española), ha sido un movimiento sectario que movilizaba exclusivamente a los miembros del Partido Socialista, se apoyaba en comités secretos, en lugar de apoyarse en la clase avanzada, y en la oficialidad del ejército, que les traicionó al comprobar las vacilaciones de los dirigentes, en lugar de apoyarse en los soldados y en la voluntad de las masas trabajadoras. Allí donde los jefes pudieron controlar las iniciativas y los deseos de las masas, el movimiento no fue más que un deseo frustrado.
La clase obrera se encontraba en la reserva, esperando instrucciones que no llegaban. En cambio, allí donde las masas estaban organizadas en frente único, los líderes socialistas fueron desbordados en sus intenciones. Así nos explicamos que en Asturias, donde los organismos de Alianza Obrera existían y actuaban desde hacía cerca de un año, se constituyera rápidamente el Ejército Rojo, los comités de abastos, el Tribunal Revolucionario y tantas otras instituciones peculiares de los primeros momentos de la revolución proletaria. Los trabajadores asturianos lucharon como leones porque se sentían unidos en la acción y tenían confianza en los organismos directores.
Para llevar a cabo con éxito un movimiento revolucionario, es indispensable seguir un plan preconcebido, con ligeras variantes adaptadas a las circunstancias del lugar. De lo contrario, se corre el peligro no sólo de no alcanzar el objetivo propuesto, sino que al realizar actos sin ningún objetivo o poco preciso, pueda desvanecerse fácilmente el camino que conduce a la victoria. Si se hubiesen tenido en cuenta estos preceptos insurreccionales del marxismo, a estas horas el proletariado sería la clase dominante en España. Pero los dirigentes del movimiento no sabían lo que se hacían. Permanecieron a la expectativa, aguardando a que los nacionalistas catalanes y vascos proclamasen la República federal. En la pretensión de ser el juez que ha de fallar la suerte de las clases fundamentales de la sociedad, la pequeña burguesía no hizo otra cosa que servir los intereses históricos de la burguesía. Una vez más, esta clase social se ha mostrado incapaz de dirigir el movimiento revolucionario hasta el fin. El haberse mantenido a la defensiva, sobre todo en lugares como Cataluña, donde las condiciones eran excepcionalmente favorables para una ofensiva, fue la muerte de la insurrección.
Excepto de la gloriosa insurrección de Asturias, al proletariado español le ha faltado conciencia de la necesidad de la conquista del poder. Allí donde el Partido Socialista gozaba de más influencia, la clase obrera no había recibido las enseñanzas que el partido revolucionario del proletariado tiene la obligación de infiltrar en la conciencia de las masas populares. Los anarquistas no secundaron el movimiento por su “carácter político” y porque no establecían distinciones entre Gil Robles, Azaña y Largo Caballero. Por eso era necesario un partido que, interpretando los intereses legítimos de la clase obrera, se esforzara en constituir previamente los organismos del frente único, con el fin de conquistar a través de las Alianzas Obreras, la mayoría de la población. Le ha faltado al ejército revolucionario un estado mayor con jefes capaces, estudiosos y experimentados. SIN PARTIDO REVOLUCIONARIO, NO HAY REVOLUCIÓN TRIUNFANTE. Esta es la única y verdadera causa de la derrota de la insurrección de octubre. Que no se atribuya este fracaso a la traición de los anarquistas, con los cuales no se había contado, ni a la deserción de los campesinos, mal trabajados por la propaganda, ni a la traición evidente de los nacionalistas vascos y catalanes, temerosos por el cariz que tomaban los acontecimientos, que sobrepasaban sus intenciones democráticas. El partido revolucionario de la clase obrera tiene la obligación de prever estas contingencias, con el fin de obrar, como es menester, antes y después de producirse.
A pesar de todo, este fracaso no significa que el movimiento obrero esté liquidado. La clase trabajadora ha sido vencida, pero no eliminada, con la particularidad de que el movimiento ha permanecido intacto en la mayoría de las poblaciones españolas, porque la clase obrera se ha mantenido a la reserva sin agotarse. El proletariado español se ha enriquecido con una experiencia más, que si se analiza en todos sus aspectos con espíritu crítico y sin tratar de justificar actitudes fracasadas, redundará en provecho de la causa revolucionaria, como también demostrará el fracaso de dos ideologías que tienen las mismas raíces económicas: del reformismo y del estalinismo, como ideologías de la pequeña burguesía burocrática.
El tiempo de la contrarrevolución es pasajero, a costa de la destrucción de todas las ilusiones y de todas las esperanzas que la revolución española habrá hecho concebir a los obreros españoles. Pero este triunfo no ha conseguido, ni conseguirá, conciliar aquello que está separado por un profundo antagonismo de intereses; no podrá unir a la clase obrera con la burguesía y sus aliados. La oligarquía dominante espera llevar a feliz término sus planes explotadores, inhabilitando las asociaciones obreras que han tomado parte en el movimiento, revisando la Constitución, derogando las leyes sociales vigentes y creando dificultades a la organización sindical y política del proletariado. Aspira a un Estado corporativo, más o menos definido; pero, por ahora, no se atreve a poner fuera de la ley a los partidos políticos del proletariado, porque el fascismo español está falto de masas y de jefes, y no supo aprovecharse de la descomposición intensa que se inició en los primeros momentos que siguieron al fracaso, sin que llegasen a producirse mayores males. Ahora el movimiento se ha reanudado, la clase obrera se siente confiada y optimista y las posibilidades fascistas son menores.
La contrarrevolución sigue temiendo a la revolución, porque sabe que ha sido vencida y porque, además, hay tres grandes problemas que no admiten aplazamiento. La libertad que anhelan las nacionalidades oprimidas y las mejoras de los proletarios y campesinos españoles no las puede otorgar la oligarquía dominante, porque implicaría su derrota. El pan que pide el ejército de los sin trabajo no lo puede dar el Estado burgués agrario, porque la penuria es el resultado de su política explotadora. La tierra que reclaman millones de campesinos no quieren entregarla los terratenientes, lo mismo que se niegan a conceder todo aquello que signifique un ataque a la propiedad privada, base de su dominación.
Si no tuviéramos la seguridad de que el movimiento de la clase obrera hacia un fin ideal, aunque haya sufrido un retroceso, no es una tarea de hacer y deshacer, la Izquierda Comunista no reclamaría el lugar que le corresponde en las tareas de reagrupamiento y de reorganización, difíciles, pero no imposibles, y de resultados prácticos indudables en el marco de un Estado en descomposición y en la órbita de una revolución que no ha llegado, ni mucho menos, a su última etapa. Si sólo nos fijásemos en los fracasos que ha experimentado el movimiento obrero durante estos últimos años, decaerían nuestra moral y nuestras convicciones. Pero son precisamente estos fracasos los que vienen a confirmar la teoría marxista con tanta o más insistencia que las victorias obtenidas.
Más que nunca, hay que propagar la necesidad de organizar al proletariado en las Alianzas Obreras y en los comités de fábrica, y, a través de estos organismos, conquistar la mayoría de la población, que se moverá con impulso irresistible bajo la influencia del partido revolucionario que todavía no se ha formado, pero que surgirá, potente, como guía de los explotados en su lucha por la emancipación de la Humanidad.