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Leon Trotsky
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Como señala P. Frank en su historia de la Internacional Comunista «La fundación de la IC en el congreso de marzo de 1919 no tardó en tener repercusiones considerables en el seno del movimiento obrero mundial. Todas las organizaciones que se reclamaban de la clase obrera y del socialismo (los viejos partidos socialistas, los sindicatos, otras formaciones diversas, anarquistas, juventudes, mujeres, cooperativas, agrupamiento de intelectuales, etc.) conocieron en esa época un abundante reclutamiento y vieron cómo en su seno se formaban corrientes favorables a la adhesión a la IC, tras amplios debates todas tuvieron que pronunciarse, de una forma u otra, a favor de la adhesión o contra ella.
Este estado de cosas tenía su fuente primordial en el hecho que los meses que siguieron al 1er Congreso de la IC estuvieron marcados por un pujante ascenso de las masas y por movimientos revolucionarios que, tras más de cuatro años de sufrimientos debidos a la guerra mundial, ponían sobre el tapete considerables exigencias y atacaban, tanto en la Europa oriental como en la central, al régimen capitalista.»
En efecto, los 16 meses transcurridos desde la clausura del Primer Congreso Mundial hasta la apertura del Segundo Congreso Mundial, desde el 7 de marzo hasta el 18 de julio de 1920, marcan un intervalo repleto de acontecimientos históricos para el proletariado mundial. La intervención armada combinada de la reacción rusa blanca y las potencias imperialistas sobre suelo ruso llega a cercar Petrogrado y se aproxima a 300 kilómetros de Moscú. Por el norte la ofensiva blanca marcha por la zona báltica sobre Petrogrado, por el sur toma Odesa y se combina con la ofensiva desde Siberia de Kolchak. Sin embargo, el proletariado y el campesinado revolucionarios rusos detienen las ofensivas en todos los frentes y a punto están de conectar militarmente con la república consejista de Hungría, mientras que en las retaguardias de los ejércitos imperialistas se suceden las movilizaciones populares, los motines de soldados, la creación de soviets. El capitalismo en su fase imperialista está contra las cuerdas indudablemente en este período. La Hungría de los soviets de 1919 redobla el influjo de la revolución proletaria rusa de 1917, proyectando con sus emisarios sobre casi toda Europa el mensaje de liberación de la humanidad de manos del proletariado revolucionario. La efímera república soviética de Baviera forma parte de esa cadena indisoluble de la revolución mundial que el partido mundial de la clase obrera, la Internacional Comunista, trata de dirigir hacia la toma del poder por el proletariado en los países capitalistas más avanzados. La revuelta de los soldados ingleses de la Entente llega a contabilizar un centenar de motines mientras las huelgas y manifestaciones recorren Inglaterra hasta el punto de hacer declarar a Munro, secretario de estado en Escocia, que esas «huelgas» no deberían llamarse así sino «levantamientos bolcheviques»; la revuelta de los soldados franceses no se queda atrás y deja para la historia, como punta de lanza de esa revuelta de las tropas francesas, el motín del Mar Negro y la negativa de los marinos del acorazado France a bombardear las líneas de los revolucionarios rusos y, al final, el imperialismo francés debe abandonar su intervención en Ucrania y los revolucionarios pueden recuperar Odesa. En España los obreros, organizados en la CNT, mantienen la triunfante huelga de 44 días del sector del agua, gas y electricidad. La CNT, el PSOE y sus juventudes, discuten apasionadamente su adhesión o no al partido revolucionario mundial, a la Tercera Internacional, y acabarán enviando emisarios a su segundo congreso. En Italia el partido socialista se adhiere mientras que en Francia se diseña la fuerte corriente interna que optará por la escisión en el Congreso de Tours en diciembre de 1920, ya celebrado el segundo congreso del partido mundial revolucionario, llevándose tras sí a las dos terceras partes de la SFIO. El laborismo inglés no escapa a este poder de atracción que es la Internacional Comunista, aunque la fragmentación de los múltiples agrupamientos a favor y su mezcolanza ideológica retrasan el movimiento pro tercera internacional. No es un fenómeno exclusivo inglés, ni francés, ni italiano, ni español: el 9 de marzo de 1919 se había fundado la Unión Comunista Yugoslava mientras que en abril de 1919 se crea el Partido Obrero Socialista (comunista) yugoslavo que a fines de año contaría con 50.000 miembros. En mayo nace el partido comunista búlgaro. En junio de 1919 el partido socialdemócrata de izquierda de Suecia se adhiere tras haberlo hecho el Partido Obrero de Noruega en abril. El partido socialista suizo no llega a adherirse pero un tercio de sus miembros se pronuncia a favor en un referéndum partidario. El PC polaco confirma su adhesión el 22 de junio. En agosto una formación de origen social-revolucionaria ucraniana deviene el PC ucraniano y solicita su adhesión. En septiembre se adhiere el pequeño partido comunista de Alsacia-Lorena y la federación ucraniana del partido socialista norteamericano y el Socialist Party of America se escinde en septiembre de 1919 para dar lugar a dos agrupaciones que ambas piden su ingreso en la Internacional Comunista.
«Así, [escribe Broué en su historia de la Internacional Comunista] dos tipos de organización dudan ante la nueva Internacional, o entran o se plantean entrar.
De un lado, están los partidos socialdemócratas tradicionales, a menudo partidos de masas, con fuertes corrientes revolucionarias, sobre todo en su base obrera o entre los antiguos combatientes levantados contra la guerra y sus grandes masacres, pero también un real apego a las formas de acción tradicionales, a un modo de organización que gira alrededor del eje de las elecciones, una táctica estructurada por la acción parlamentaria. Tal es el caso del partido italiano, que se adhirió, como hemos visto, el día siguiente al nacimiento de la Comintern, con sus luchadores antiguerra pero también sus socialpatriotas y sus reformistas como Filipo Turati, que simboliza a todos.
Por otro lado, están los militantes, a veces adherentes por otra parte a esos mismos partidos socialistas, pero sobre todo muy apegados a la práctica llamada «unionista» en Norteamérica, «sindicalista revolucionaria» o «anarcosindicalista» en Europa. En el impulso que los arrastra al total rechazo del parlamentarismo, condenan el principio mismo de la «acción política», rehusando pronunciarse a favor de un «partido obrero», celebran la absoluta superioridad de los sindicatos de industria sobre los sindicatos de oficio en la lucha por la transformación del mundo.
Como resultado de ello las formaciones que se unen a la Internacional Comunista, por supuesto que nacidas en un contexto y situadas en el curso de una historia diferente, presentan los más variados tipos y sensibilidades bajo una misma etiqueta «comunista», y considerándose al mismo tiempo como émulas y discípulas del Partido Bolchevique, bajo la influencia directa o indirecta del cual se han constituido muy a menudo.»
En el transcurso de este período será el problema alemán, el de la revolución alemana que ya comienza a «prolongarse», el que marcará centralmente el ritmo y del que saldrán múltiples enseñanzas para la Internacional Comunista y, por tanto, para la clase obrera. La marcha izquierdista en el partido comunista en Alemania, su fusión con los »˜independientes»™, los consejos en el poder en Baviera y constituyéndose en todo el país, el problema del gobierno obrero, el Ejército Rojo del Ruhr, la Huelga General. Todos los problemas y las reacciones ante ellos, de una parte izquierdistas, de otra oportunistas. Trotsky está absorbido durante este período por las necesidades militares de la guerra civil. No obstante, como el mejor conocedor del movimiento obrero francés, también dedica la atención que puede a participar en sus desarrollos para la internacional combinando esta intervención con la dedicada al problema alemán (caracterizando las diferencias entre la conformación en marcha de la vanguardia francesa y alemana), como el lector podrá apreciar en los materiales de este capítulo. El CEIC le encargará de redactar el manifiesto del Primero de Mayo, manifiesto en el que, de nuevo, despliega sus capacidades analíticas y de agitación.
Con la mayor alegría acepto la sugerencia del camarada Albert, delegado del Partido Comunista de Alemania, de escribir unas pocas líneas para la prensa del partido alemán.
Habiendo sido, como todos los marxistas rusos, discípula del socialismo alemán durante mi vida de emigrante, colaboré, lo mejor que pude, en la prensa de ese partido durante algunos años.
Es con gran satisfacción que en esta oportunidad renuevo mi colaboración, bajo condiciones totalmente distintas. Durante estos años el topo hegeliano de la historia ha cavado diligentemente sus túneles subterráneos; lo que en otros tiempos estaba firme ahora yace en ruinas; lo que era débil, o parecía serlo, ahora es poderoso. Se solía considerar a Moscú, y con razón, la encarnación de la reacción mundial. Actualmente Moscú se ha convertido en el lugar de reunión del Congreso de la Tercera Internacional Comunista. En otras épocas sólo podía visitar el Berlín de los Hohenzollern usando un pasaporte falso. (Permítaseme presentar mis excusas con retroactividad a los estimados gendarmes de la monarquía prusiana que, actualmente, cumplen el rol de guardianes de la República).
A propósito»¦ Aún hoy no se puede considerar que las puertas de Berlín estén abiertas a un comunista ruso. Sin embargo, creo que para abrirlas no tendremos que esperar tanto tiempo. También hubo algunos cambios en la socialdemocracia.
El camarada Albert confirma aquello de lo que nunca dudamos: que los obreros alemanes siguen la lucha de la clase obrera rusa, no sólo con atención, sino también con fervorosa simpatía. Ni las calumnias desmedidas de la burguesía, ni las críticas más eruditas de Karl Kautsky, han cambiado ese sentimiento.
Kautsky dice que, aunque la conquista del poder político por la clase obrera es la tarea histórica de un partido socialdemócrata, como el Partido Comunista ruso no ha llegado al poder por los medios y en el momento en que él lo prescribiera, debe entregarse la República Soviética a Kerensky, Tsereteli, y Chernov, para que la reformen.
La crítica pedante y reaccionaria de Kautsky debe resultar sorprendente a los camaradas alemanes que vivieron el período de la primera Revolución rusa y leyeron sus artículos de 1905-1906.
En aquel entonces, Kautsky (es cierto que bajo la influencia benéfica de Rosa Luxemburg) comprendió y reconoció que la Revolución Rusa no podía culminar en la República democrática burguesa; que, por el nivel alcanzado por la lucha de clases en el país, y por las condiciones del capitalismo internacional, debía conducir a la dictadura de la clase obrera. En ese momento Kautsky se pronunció decididamente a favor de un gobierno de los obreros, con mayoría socialdemócrata. Ni siquiera le pasó por la mente hacer depender el curso real de la lucha de clases de las combinaciones transitorias y superficiales de la democracia burguesa.
Entonces, Kautsky comprendía que la revolución despertaría a millones de campesinos y a las masas de clase media; y que, por otra parte, no lo haría de un golpe, sino gradualmente, capa por capa. Así, cuando se llegara al momento decisivo de la lucha entre el proletariado y la burguesía capitalista, amplias masas campesinas aún se encontrarían en un nivel de desarrollo político muy elemental, y darían sus votos a los partidos políticos intermedios, reflejando sólo su retraso y sus prejuicios.
Entonces, Kautsky comprendía que, por la lógica de la revolución, el proletariado, al hallarse en condiciones de tomar el poder, no podría posponer arbitrariamente esa acción para un futuro indefinido, ya que semejante acto de renunciamiento sólo dejaría el campo libre a la contrarrevolución.
Entonces, Kautsky comprendía que el proletariado, teniendo el poder revolucionario en sus propias manos, no arriesgaría el destino de la revolución, haciéndolo depender de los fluctuantes estados de ánimo de las masas menos conscientes y aún aletargadas, sino que, por el contrario, transformaría todo el poder estatal concentrado en sus manos en un poderoso aparato de instrucción y de organización para las masas de campesinos más atrasados e ignorantes.
Entonces, Kautsky comprendía que colocar a la revolución rusa la etiqueta de «burguesa», y de ese modo limitar sus tareas, significaría ignorar absolutamente los hechos. Correctamente advirtió, junto con los marxistas revolucionarios de Rusia y Polonia, que si el proletariado ruso tomaba el poder antes que la clase obrera europea, tendría que utilizar su situación de clase gobernante para fomentar, aunque fuera con gran esfuerzo, la extensión de la revolución proletaria a Europa y a todo el mundo. Y ello, aunque sólo fuese posible salvar a la Revolución Rusa, convirtiéndola en parte integrante de la revolución europea. De esa manera se aceleraría la transición de la propia Rusia hacia un sistema socialista. En ese momento el cómo y por quién votaría el campesinado en noviembre-diciembre de 1917 en las elecciones para la Asamblea Constituyente, no dependía, ni para Kautsky ni para nosotros, de esta perspectiva mundial, impregnada del espíritu genuino de la doctrina marxista.
Actualmente, cuando las perspectivas esbozadas hace 15 años se han hecho realidad, Kautsky se niega a certificar el nacimiento de la Revolución Rusa, porque el departamento político de la democracia burguesa no lo ha hecho legalmente. ¡Un hecho sorprendente! ¡Qué increíble degradación del marxismo! Se podría decir con entera justificación que el colapso de la Segunda Internacional tiene su expresión más odiosa en la actitud filistea que adopta su teórico más destacado hacia la Revolución Rusa, más aún que en el voto emitido el 4 de agosto de 1914, a favor de los créditos de guerra.
Durante décadas Kautsky promovió y defendió las ideas de la revolución social. Hoy, cuando la revolución ha llegado, se aleja aterrorizado. Repudia al poder soviético en Rusia, se opone con hostilidad al poderoso movimiento del proletariado comunista de Alemania. Kautsky se parece a un maestro que, año tras año, encerrado dentro de las cuatro paredes de una aula mal ventilada, repite ante sus alumnos una descripción de la primavera, y luego, en el ocaso de su carrera pedagógica, tropieza y cae en el regazo de la naturaleza en plena primavera, no la reconoce, se hunde en el delirio (en la medida en que los maestros pueden delirar) y comienza a demostrar que en la naturaleza reina el mayor de los desórdenes, que la primavera real no tiene nada de primavera pues se está desarrollando en oposición a»¦ las leyes de la naturaleza. ¡Qué suerte que los obreros no escuchen a los pedantes más autorizados, y que, en cambio, sí escuchan la voz de la primavera!
Nosotros, los discípulos de la filosofía alemana, los discípulos de Marx, junto a los obreros alemanes, seguimos convencidos de que la primavera de la revolución se está desenvolviendo en un todo de acuerdo con las leyes de la naturaleza y, al mismo tiempo, de la teoría marxista. Porque el marxismo no es el puntero del jardín de infantes suprahistórico, sino el análisis social de los caminos y métodos de un verdadero proceso histórico que se está desarrollando.
Asimismo, nos enteramos por el camarada Albert de que los obreros revolucionarios alemanes rechazaron las acusaciones dirigidas en su momento en contra nuestro por el mismísimo Partido Independiente de Kautsky, que nos acusaba por haber creído posible pactar la paz de Brest-Litovsk con el militarismo alemán victorioso. En su momento, Bernstein hizo circular escritos en los que no sólo emitía las más rudas críticas a la paz que habíamos firmado con los diplomáticos de los Hohenzollern, sino que las acompañaba con las insinuaciones más negras. Nos acusó, ni más ni menos, de engañar conscientemente a los obreros rusos con la inevitabilidad de la revolución alemana, con el solo propósito de encubrir nuestras intrigas con el gobierno de los Hohenzollern. No puedo menos que referirme al hecho de que estos «teóricos del marxismo», que se consideran verdaderos realistas y sabios, no comprendieron, ni siquiera algunos meses atrás, la inevitabilidad de la catástrofe social en Alemania. Mientras que nosotros, los «utopistas», la habíamos previsto desde el primer día de guerra. Pero ¿no es acaso una aterradora estupidez política proclamar que la revolución alemana es imposible, es decir, sostener la inmutabilidad del poderoso militarismo alemán, exigiendo al mismo tiempo que el gobierno de un país debilitado y exhausto como Rusia continuara, no importa a qué precio, la guerra contra los Hohenzollern, hombro a hombro con el imperialismo inglés? Según Bernstein y compañía fuimos culpables de no haber monopolizado la lucha contra el imperialismo alemán, poniendo nuestras esperanzas en la actividad revolucionaria del proletariado alemán. Pero también en este punto estábamos en lo cierto. Contrariamente a la lógica de los pedantes y maestros, la clase obrera alemana ha ajustado sus cuentas con la monarquía y se está moviendo en el camino correcto hacia la destrucción completa de la dominación burguesa. Desgraciadamente, no tengo posibilidades de asegurar si los Bernstein ingleses y franceses acusan ahora a la clase obrera alemana porque se ha visto obligada a firmar la paz con el imperialismo anglofrancés. Pero nosotros, los comunistas rusos, no dudamos ni por un instante de que esta paz terrible, impuesta al pueblo alemán por los bandidos del mundo, ha de volverse completamente en contra de las clases gobernantes de la Entente.
Como el argumento del origen ilegítimo de la dictadura de la clase obrera rusa carece de influencia sobre los obreros alemanes, se inventó uno nuevo para calumniar a la Revolución Rusa. El gobierno soviético, vean ustedes, tiene intención de invadir el este de Prusia con el Ejército Rojo. No dudamos de que esta ficción, que los charlatanes políticos están haciendo circular para asustar y engañar a los idiotas, tampoco convence a los obreros alemanes. Nosotros creemos que cumpliremos nuestro deber con la revolución internacional si preservamos al gobierno de la clase obrera en el suelo de Rusia. Esta tarea exige del proletariado ruso un enorme esfuerzo y sacrificio revolucionarios. Hasta ahora nuestro Ejército Rojo ha desempeñado bien su tarea. En los últimos seis meses ha liberado de las garras de la Guardia Blanca un área de 700.000 quilómetros cuadrados, con una población de 42.000.000 de habitantes. Creemos, con toda confianza, que el Ejército de Obreros y Campesinos, no sólo mantendrá el poder socialista sobre este territorio sino que también barrerá el poder de la burguesía de aquellas provincias de la República Federada donde todavía se mantiene con la ayuda de los imperialistas extranjeros. En lo que hace a Alemania, consideramos que la tarea de transformarla en una república socialista atañe primordialmente a la clase obrera alemana. Precisamente por esa razón, el asunto está en manos firmes y dignas de confianza. Enviamos a los proletarios alemanes nuestros fervientes saludos y les aseguramos que nunca han sido tan queridos ni han estado tan cerca del corazón de cada comunista ruso como en este momento, cuando en medio de una lucha increíble y llena de sinsabores contra traidores y renegados, con el camino sembrado con los cadáveres de sus mejores luchadores como Liebknecht y Luxemburg, se encaminan sin descanso y con valentía hacia la victoria final.
La revolución alemana tiene rasgos que se asemejan manifiestamente con la revolución rusa. Pero sus diferencias no dejan de ser menos instructivas. A principios de octubre de 1918 tuvo lugar en Alemania una revolución del tipo de la del febrero ruso. Dos meses más tarde, el proletariado alemán atravesaba ya sus «jornadas de julio», es decir que se adentraba en un primer conflicto abierto con las fuerzas imperialistas burguesas y conciliadoras socialdemócratas, sobre nuevas bases «republicanas». En Alemania, como en nuestro país, esas jornadas de julio no fueron ni un levantamiento organizado, ni un combate decisivo de origen espontáneo. Fue la primera manifestación violenta, una pura manifestación de la lucha de clases que se producía en el terreno conquistado por la revolución, y esta manifestación vino acompañada de enfrentamientos entre destacamentos de vanguardia. En nuestro país, la experiencia de las jornadas de julio sirvió; ayudó al proletariado a concentrar con más intensidad sus fuerzas para la preparación y organización de la batalla decisiva. En Alemania, tras el aplastamiento de la primera manifestación abierta del grupo Espartaco y el asesinato de sus dirigentes, no se produjo ninguna pausa, incluso ni durante un solo día. En diferentes lugares del país se produjo una sucesión de huelgas, levantamientos y batallas abiertas. A penas había logrado restaurar el orden en las barriadas de Berlín el gobierno Scheidemann y ya la valerosa guardia, heredada de los Hohenzollern, tuvo que precipitarse sobre Stuttgart o Núremberg. Essen, Dresde, Múnich, por turno, devinieron el teatro de una sangrienta guerra civil. Cada nueva victoria de Scheidemann no es más que el punto de partida de un nuevo levantamiento de los trabajadores de Berlín. La revolución del proletariado alemán se arrastra en el tiempo y, a primera vista, se podría temer que los canallas del gobierno logren desangrarla, sector a sector, tras innumerables escaramuzas. Al mismo tiempo, la cuestión que se plantea automáticamente: los dirigentes del movimiento ¿no han cometido serios errores tácticos que amenazan con la destrucción del movimiento entero?
Si se quiere comprender la revolución proletaria alemana conviene no jugar simplemente con analogías con la revolución de octubre rusa; es preciso tomar como punto de partida las condiciones internas de la evolución específica de Alemania.
La historia se ha desarrollado de tal forma que en la época de la guerra imperialista la socialdemocracia alemana demostró (y ahora se puede afirmar con una perfecta objetividad) ser el factor más contrarrevolucionario en la historia mundial. Pero la socialdemocracia alemana no es un accidente; no cayó del cielo, es el producto de los esfuerzos de la clase obrera alemana, durante décadas de construcción ininterrumpida y de adaptación a las condiciones que dominaban bajo el régimen de los capitalistas y Junkers. El partido, y los sindicatos cercanos, atraían a los elementos que descollaban más, a los más enérgicos del medio proletario, que recibieron en ella su formación política y psicológica. Cuando estalló la guerra y llegó la hora de la mayor prueba histórica, se reveló que la organización oficial de la clase obrera actuaba y reaccionaba no en tanto que organización de combate del proletariado, contra el estado burgués, sino como un órgano auxiliar del estado burgués destinado a disciplinar al proletariado. La clase obrera, teniendo que soportar no solamente todo el peso del militarismo capitalista sino, también, el del aparato de su propio partido, quedó paralizada. Los sufrimientos de la guerra, sus victorias, sus derrotas, pusieron fin a la parálisis de la clase obrera alemana y la liberaron de la disciplina del partido oficial. í‰ste se escindió en dos. Pero el proletariado alemán permaneció sin organización revolucionaria de combate. La historia, una vez más, manifestó una de sus contradicciones dialécticas: precisamente porque la clase obrera alemana había invertido la más gran parte de sus energías, en el período precedente, para la edificación de una organización autosuficiente, que ocupaba el primer lugar en la Segunda Internacional, como partido y como aparato sindical, precisamente por ello, cuando se abrió un nuevo período, un período de transición hacia la lucha revolucionaria abierta por el poder, la clase obrera alemana se encontró completamente sin defensas en el plano de la organización.
La clase obrera rusa, que hizo la revolución de octubre, había recibido del período precedente una herencia inestimable en especie de un partido revolucionario centralizado. Los peregrinajes de la intelligentsia populista entre los campesinos; la lucha terrorista de los narodovolstsi; la agitación clandestina de los pioneros del marxismo, las manifestaciones revolucionarias de los primeros años del siglo, la huelga general de octubre y las barricadas de 1905; el «parlamentarismo» revolucionario de la época de Stolypin, íntimamente ligado al movimiento ilegal, todo ello preparó a un numeroso personal de dirigentes revolucionarios, templados en la lucha y ligados entre ellos por la unidad del programa revolucionario.
La historia no le ha legado a la clase obrera alemana nada parecido. í‰sta no se ve solamente obligada a luchar por el poder sino que, al mismo tiempo, también tiene que crear su organización y entrenar a sus dirigentes en el mismo curso de esta lucha. Es cierto que, bajo las condiciones de un período revolucionario, ese trabajo de educación se hace a un ritmo febril, pero, sin embargo, se necesita tiempo para que se cumpla. En ausencia de un partido revolucionario centralizado, teniendo a la cabeza a una dirección de combate cuya autoridad esté universalmente aceptada por las masas trabajadoras; en la ausencia de núcleos dirigentes y de dirigentes individuales probados en la acción, y habiendo adquirido su experiencia en los diversos centros y regiones del movimiento proletario, ese movimiento, cuando ha irrumpido en la calle, necesariamente ha devenido intermitente, caótico, y se prolonga. Esas huelgas que surgen, esas insurrecciones y combates de calle, constituyen en la hora actual la única forma accesible para la movilización abierta de las fuerzas del proletariado alemán liberado del yugo del viejo partido; y constituyen al mismo tiempo, bajo las condiciones dadas, el único medio de educar a los nuevos dirigentes y construir el nuevo partido. Es evidente que tal vía exige inmensos esfuerzos y sacrificios sin nombre. Pero no hay otra opción. Es la sola y única vía que puede seguir el levantamiento de clase del proletariado alemán hacia la victoria final.
Tras el domingo sangriento, el 9 de enero de 1905, cuando los trabajadores de Petrogrado y, tras ellos, los de todo el país llegaron poco a poco a comprender la necesidad de la lucha y, al mismo tiempo, tomaron conciencia de la dispersión de sus fuerzas, vino a continuación en el país un potente movimiento huelguístico pero extremadamente caótico. Entonces llegaron sabios para verter lágrimas sobre el despilfarro de energía de la clase obrera rusa, y para predecir su agotamiento y la derrota de la revolución que resultaría de ese despilfarro. En realidad, sin embargo, las huelgas espontáneas, prolongándose desde la primavera al verano de 1905, eran la única forma posible de la movilización revolucionaria y la educación organizativa. Fueron esas huelgas las que sentaron los fundamentos de la gran huelga de octubre de 1905 y de la construcción de los primeros soviets.
Existe cierta analogía entre lo que pasa actualmente en Alemania y este período de la primera revolución rusa que acabo de mencionar; pero el movimiento revolucionario alemán se desarrolla naturalmente sobre bases incomparablemente más elevadas y potentes. Aunque el viejo partido oficial haya caído completamente en bancarrota y se haya transformado en un instrumento de la reacción, ello no significa naturalmente que el trabajo cumplido por él en el período precedente haya desparecido sin dejar rastro. El nivel político y cultural de los obreros alemanes, sus hábitos y su capacidad de organización, no tienen parangón. Decenas y decenas de millares de dirigentes obreros que han sido absorbidos durante el período precedente por las organizaciones políticas y sindicales, y en apariencia asimilados por ellas, en realidad no han sufrido la violencia sobre sus conciencias revolucionarias hasta cierto punto. Hoy en día, en el curso de los combates parciales que se desarrollan, a través de las pruebas de esta movilización revolucionaria, de la ruda experiencia de esta revolución que se prolonga, decenas de millares de cuadros obreros temporalmente ciegos, equivocados y asustados, están a punto de despertar y alzarse con toda su talla. La clase obrera está buscándolos, igual que ellos mismos se esfuerzan en encontrar su lugar en la nueva lucha del proletariado. Si el papel histórico del partido independiente de Kautsky-Haase consiste en introducir dudas en las filas del partido gubernamental, y ofrecer un refugio a sus miembros asustados, desesperados o indignados, en sentido inverso el movimiento tempestuoso, en el seno del cual nuestros hermanos de armas del grupo Espartaco juegan un papel tan heroico, tendrá notablemente como efecto demoler continuamente por la izquierda al partido independiente, cuyos elementos, los mejor y más imbuidos del espíritu de sacrificio, se verán empujados hacia el movimiento comunista.
Las dificultades, las derrotas parciales, y los grandes sacrificios del proletariado alemán no deben desanimarnos ni un solo instante. La historia no ofrece alternativa al proletariado. La revolución se prolonga pero de forma obstinada, haciendo siempre irrupción de nuevo, acerca claramente el momento crítico en el que, habiendo movilizado y entrenado a todas sus fuerzas de antemano para el combate, descargará el último golpe mortal al enemigo de clase.
¡Camaradas!
Hace justo ahora 30 años que fue proclamada la fiesta del 1º de Mayo. En 1890 en el Congreso Socialista Internacional de París, en el momento en que nacía la Segunda Internacional, los obreros de todos los países decidieron festejar el 1º de Mayo como el día de la movilización de las fuerzas proletarias, como el día de la lucha, como el día de la fraternidad universal y de la propaganda socialista. La jornada de trabajo de 8 horas, la acción contra la guerra, la supresión de los ejércitos permanentes, tales eran las consignas de la fiesta del 1º de Mayo hace ahora 30 años.
La burguesía europea esperaba con temor la primera fiesta del 1º de Mayo en 1890. En Viena, en París y en toda una serie de otras capitales europeas, la burguesía preparó regimientos enteros a la espera de una revuelta inmediata de los obreros.
Después de eso, la fiesta del 1º de Mayo devino el símbolo de la solidaridad proletaria, de la unidad fraternal de los obreros de todas las naciones, de las masas de obreros de todas las naciones. Masas de obreros y obreras participaban en la conmemoración del 1º de Mayo cada vez en mayor cantidad.
Pero en los partidos socialistas oficiales siempre se introducían elementos hostiles a la masa del proletariado. Al final de su existencia, la Segunda Internacional hace perder cada vez más su color a la fiesta del 1º de Mayo. Se le daba un carácter oficial a la fiesta proletaria más grande. Se eliminaba su alma. Ciertos jefes de la Segunda Internacional, vendidos a la burguesía, llegaron a aconsejar a los obreros, simplemente, que la abandonasen.
En 1914, cuando comenzó la masacre imperialista, se realizó este deseo de los jefes sobornados. Cuando llegó el 1º de Mayo de 1915 los traidores al socialismo, alemanes y franceses, le propusieron a la clase obrera que renunciase a la fiesta del 1º de Mayo. La guerra hasta el final, la guerra «hasta la victoria nacional», tales eran las consignas de ese día. El asesinato de los obreros de un país por los de otro país debía continuar sin detenerse. En interés de la «defensa nacional» los obreros no debían interrumpir su trabajo ni un solo día, ni una sola hora, a fin que, gracias a Dios, la producción militar, es decir la de las armas con las que los obreros de un país exterminaban a los de otro país, no podía bajar el ritmo. Los partidos socialista oficiales firmaron una «paz social» con la burguesía. Nada debía molestar al buen acuerdo entre los obreros y sus patronos. El 1º de Mayo tenía que ser ofrecido en holocausto a esta paz social.
La fiesta del 1º de mayo del proletariado se transformó en fiesta del 1º de Mayo de la burguesía.
La burguesía de todos los países acogió con risa satánica, con malvada satisfacción y gran mofa, la renuncia de los socialdemócratas oficiales a la conmemoración del 1º de Mayo. Para la burguesía de todos los países esta renuncia de los obreros a su fiesta del trabajo y de la solidaridad internacional, esta renuncia le valía a la burguesía, fuera de donde fuera, más que cualquier victoria lograda en los campos de batalla.
Desde entonces han pasado cuatro largos y atormentados años en el curso de los cuales la burguesía ha exterminado implacablemente a sangre y fuego a la flor y nata de la clase obrera y arruinado a todos los países de Europa. Ahora se acaba la masacre imperialista provocada por la burguesía. Los obreros de todos los países pueden contar a sus víctimas. 30 millones de muertos y mutilados, decenas de países devastados, millares de hambrientos, nuevas deudas de guerra cifradas en miles de millones. Tal es el balance de la guerra imperialista. La guerra ha terminado y la burguesía de los países en los que se mantiene en pie no exige gran cosa a la clase obrera. Que pague ella misma las pérdidas de la producción causadas por el exterminio de esos 25 millones de obreros y campesinos. Pagar los préstamos, pagar nuevos impuestos, porque hemos remediado tan brillantemente la superpoblación de Europa. Ni más, ni menos.
La Segunda Internacional ha perecido. El 4 de agosto de 1914 firmó su propia condena a muerte cuando los socialdemócratas alemanes y franceses, con la misma ausencia de pudor, votaron a favor de los créditos de guerra, es decir votaron su apoyo a la masacre imperialista.
Pero la idea de la Internacional está viva. Jamás los obreros de todos los países sintieron una necesidad tan viva de unirse internacionalmente como la que ahora sienten.
Como la tierra agrietada tras una larga y tórrida sequía desea la lluvia vivificadora, los obreros de todos los países, enervados por cuatro años de guerra, entregados y engañados por sus jefes, desean la unión internacional unos con otros.
Los bandidos imperialistas se esfuerzan en crear en París una Internacional Negra, llamada la «Liga de las Naciones». Los obreros conscientes del mundo entero saben perfectamente que esta susodicha Liga de las Naciones sólo es la Liga de los atracadores burgueses para oprimir a las naciones, para repartirse el mundo, para someter a los obreros, para aplastar a la revolución proletaria.
Y los traidores al socialismo, la gente que en nombre del socialismo entregó la clase obrera a la burguesía y a los propietarios, intentan a su vez crear en Berna su Internacional Amarilla.
La resurrección del cadáver de la Segunda Internacional no ha tenido éxito. Los obreros revolucionarios de todos los países han rehusado participar en la vil comedia de Berna. No han enviado a sus delegados a esa reunión que se califica de internacional por la única razón que los asesinos de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburg se reúnen allí con los asesinos de los obreros franceses e ingleses. Scheidemann y Albert Thomas, Branting y Henderson, Huysmans y Axelrod, aparecen igualmente como los lacayos de la burguesía. La Internacional de Berna sólo es una filial de la Internacional Negra de París.
Las internacionales amarilla y negra se esfuerzan en convencer a los obreros de todos los países para que renuncien a la fiesta del 1º de Mayo o para que le confieran un carácter oficial sacerdotal. La reaccionaria Constituyente alemana de Weimar de la banda de Scheidemann, con el apoyo de la clerigalla y de la burguesía negra, ya ha decidido transformar el 1º de Mayo de 1919 en una fiesta nacional y patriótica, es decir burguesa, y exigir ese día la restitución a Alemania de sus colonias, etc.
Pero en 1919 se ha constituido la Internacional Roja, la internacional del comunismo. Nuestra Tercera Internacional practica la camaradería universal de los proletarios que se fijan como tarea destronar a la burguesía e instalar la república internacional de los soviets. Nuestra Tercera Internacional Comunista toma las riendas de la organización de la fiesta universal del 1º de Mayo.
¡Obreros y obreras, soldados, marineros, campesinos, todos vosotros trabajadores! La Internacional Comunista os llama a participar en la gran fiesta proletaria del 1º de Mayo.
¡Proletarios! Lanzad una mirada hacia atrás. Detrás de nosotros dejamos innumerables pilas de cadáveres, los de nuestros hermanos caídos en la más sangrienta y terrible de las guerras. ¡Lanzad una mirada hacia delante! ¿Qué nos prometen los burgueses esclavistas si se mantienen en el poder? No prometen más que una nueva guerra, nuevas conspiraciones, millares de nuevos impuestos, el hambre y la esclavitud sin fin.
¿Bajo qué circunstancias acogemos la primera fiesta de mayo tras la guerra imperialista? En toda Europa humean las ruinas, millares de hijos de proletarios se marchitan bajo el sufrimiento del hambre. En ninguna parte hay pan, pues durante cuatro años los hombres en lugar de cultivar las tierras se han degollado unos a otros según las órdenes de un pequeño grupo de amos de esclavos. Las ciudades están desiertas. En determinados países se ha matado a casi toda la población masculina. Europa está inundada de sangre. ¿En nombre de qué? Ahora que se disipa el humo del chovinismo y que se hace el balance de la guerra, cada hombre ve en nombre de qué se ha hecho esta guerra. Cuatro ministros atracadores de «grandes» potencias imperialistas, en el silencio de los despachos, ocultándose de los pueblos, se reparten el mundo, despedazan a las poblaciones, intercambian países como los bohemios intercambian caballos. He ahí por qué han caído millares de obreros y campesinos, he ahí por qué se ha hecho esta guerra, que los Judas que se llaman socialistas han glorificado como «liberadora», «grande», «civilizadora».
Pero de las ruinas del viejo mundo nace el nuevo. Cuanto más ahogaba la burguesía durante la guerra al movimiento obrero, más fuerte se elevaba la llama revolucionaria. La clase obrera toma su revancha de la horrorosa operación que la burguesía ha llevado a cabo sobre ella en alianza con los socialistas oficiales que se han vendido a ella.
El comunismo baja a la calle. La revolución comunista aumenta ante nuestros ojos. República de los Soviets en Rusia, Hungría, Baviera, tal es el balance de la lucha del proletariado en estos últimos tiempos.
Toda Alemania estremecida y en tensión por la guerra civil. En Alemania no queda ni una sola ciudad en la que la clase obrera no se levante contra el poder de la burguesía y de los socialpatriotas.
En la Península de los Balcanes la lucha de clases hierve y se transforma en guerra civil. No será hoy, pero sí mañana, cuando los comunistas logren en los Balcanes una completa victoria.
En Austria y en Bohemia los obreros se agrupan bajo la gloriosa bandera del comunismo y se acerca el momento de la última lucha decisiva.
En Francia han comenzado grandes manifestaciones obreras. La absolución del asesino de Jaurí¨s le ha abierto los ojos a los proletarios franceses más atrasados.
En Italia bulle la lucha y los comunistas invitan al proletariado a tomar la dictadura.
En Inglaterra las huelgas han adquirido un carácter epidémico. Ahora aquí, ahora allá, se organizan los soviets.
En América, la clase obrera desciende a la calle y se apresta para el combate decisivo.
En los países escandinavos la lucha de clases comienza a transformarse en guerra civil.
En los países neutrales, tales como Holanda o Suiza, centenares de millares de obreros participan últimamente en huelgas políticas.
Las manos de los proletarios, de los obreros, se alargan hacia las espadas. No pasará un año sin que toda Europa pertenezca a los soviets. Los trabajadores de todos los países han comprendido que ha llegado el momento decisivo.
Los soviets: ¡con ellos vencerás! Así hablan los trabajadores de todos los países.
Los obreros pasan con desprecio al lado de los socialistas oficiales que les predican la «democracia en general», es decir de hecho la democracia burguesa. Los obreros ven que en todos los países avanzados la democracia tan alabada no es más que arbitrariedad, dictadura sin límites de una banda de malhechores, banqueros y generales. Los obreros se dan cuenta que en las democracias burguesas más libres se ha asesinado a los gloriosos jefes de la clase obrera, como se ha matado a Karl Liebknecht y a Rosa Luxemburg en la democracia alemana. Los obreros constatan que la burguesía de todos los países se apresta, con todas sus fuerzas, a ahogar a la revolución proletaria en Rusia, Baviera y Hungría, y a la naciente revolución proletaria en Austria y en Alemania. Los obreros de todos los países saben cómo la burguesía rusa se vendió durante todo un año, uno tras otro, al monarca alemán, a los banqueros franceses y a la burguesía japonesa. Los obreros saben que únicamente la dictadura del proletariado es capaz de salvar a la humanidad de los sangrientos horrores en que la ha hundido la burguesía de todos los países. Los obreros saben que la dictadura proletaria conducirá a la victoria del socialismo.
No hay término medio: o la sangrienta dictadura de los verdugos-generales, degollando a centenares de miles de obreros y campesinos en nombre de los intereses de una banda de banqueros, o la dictadura de la clase obrera, es decir de la gran mayoría de trabajadores, desarmando a la burguesía, creando su propio ejército rojo y liberando al mundo de la esclavitud.
¡Abajo la autocracia de los zares y reyes! Este grito resonó en 1917 y su eco se ha repetido por toda Europa. Han caído las coronas de las cabezas de Nicolás Romanov, de Wilhelm Hohezollern, de Carlos de Austria y de otros verdugos de mayor o menor calibre.
¡Abajo la autocracia del capital! Este grito resuena ahora, cuando los obreros de la mayoría de los países comienzan una segunda revolución, cuando se levantan por segunda vez, cuando se preparan para la última batalla, para la batalla decisiva.
Jornada de 8 horas; esa era en el pasado la consigna de la fiesta del 1º de Mayo. Las repúblicas de los soviets ya han satisfecho esta reivindicación. Los obreros de los países en los que el poder de los soviets ya ha vencido ponen al orden del día la realización de la jornada de trabajo de 6 horas.
Contra el militarismo burgués; esta vieja reivindicación del antiguo 1º de Mayo conserva ahora toda su fuerza y en su nombre creamos nuestro propio ejército de clase, el ejército del trabajo, el ejército de los pobres, el ejército del socialismo. El ejército rojo existirá muy pronto en el mundo entero. El ejército rojo vencerá.
¡Abajo la guerra imperialista! Gritaban los obreros del mundo entero el día del 1º de Mayo. Abajo su guerra, abajo la guerra que los imperialistas de la Entente le quieren declarar a los soviets de Rusia y Hungría, decimos ahora. ¡Viva la guerra civil, la única justa en la que la clase oprimida combate contra los opresores!
La deuda de honor de los obreros exige una intervención inmediata contra los estados burgueses que quieren ahogar a las repúblicas soviéticas nacidas o naciendo ante sus ojos en Europa.
¡Abajo los imperialistas franceses, abajo la burguesía de la Entente, abajo los malhechores que quieren enviar su ejército a Rusia para devolverle el poder a los propietarios, para restaurar la monarquía, para volver a instalar a la burguesía!
¡Trabajadores y soldados franceses, ingleses, americanos, italianos, serbios, rumanos, polacos! Girad vuestras bayonetas contra vuestra propia burguesía. Vuestro enemigo está en vuestro propio país. Insurreccionaos en la retaguardia contra los gobiernos burgueses. Que incluso no puedan ni soñar con daros el papel de verdugos y estranguladores de la revolución rusa y húngara.
¡Trabajadores y soldados alemanes y austríacos! Girad vuestras bayonetas contra vuestra propia burguesía y contra los socialdemócratas que la sirven. Abreviad los dolores del parto de la sociedad comunista. íšnicamente vosotros podéis salvar a vuestro país de los sufrimientos del hambre y del paro a los que los reyes, los burgueses y los generales unidos a los traidores «socialdemócratas», lo han condenado.
¡Trabajadores y soldados polacos, lituanos, estonios y finlandeses! Vuestra propia burguesía y los imperialistas de Alemania y de la Entente os instigan contra la gran república de los soviets rusos. Recordadlo: la gran república federativa de los soviets de Rusia une a todos los trabajadores sin distinción de nacionalidad. La burguesía quiere servirse de vuestras manos para forjar vuestras cadenas. ¡A la lucha! ¡A la calle! El 1º de Mayo jurad conquistar el poder y la libertad en cada uno de vuestros países.
¡Obreros y campesinos turcos! Habéis comenzado la revolución, llevadla hasta el final. No le permitáis a vuestra burguesía que os engañe. Edificad soviets, cread vuestro ejército rojo, tended vuestras manos a todas las repúblicas de los soviets de Europa.
Comienza el asalto. El incendio de la revolución proletaria se propaga por toda Europa con una irresistible fuerza, se acerca el momento que esperaban nuestros predecesores y nuestros maestros, que preveían los genios fundadores del socialismo científico: Marx y Engels. Lo que soñaron los mejores hombres de la humanidad deviene una realidad. Nuestra bandera roja, teñida con la sangre de los corazones de generaciones enteras, de grandes luchadores y de mártires de la clase obrera, esa bandera flota en el mundo entero. El toque a muerto de vuestros opresores ha sonado. El 1º de Mayo de 1919 debe convertirse en el día del ataque, en el día de la revolución proletaria en toda Europa. Lo que hacía temblar a la burguesía europea hace treinta años, se realiza ahora.
NUESTRAS CONSIGNAS
¡Viva la dictadura del proletariado en el mundo entero!
¡Viva la república internacional de los soviets!
¡Todo por la defensa de las repúblicas de los soviets rusa, húngara y bávara!
¡Viva el ejército rojo internacional!
¡Viva la Tercera Internacional!
¡Viva el Comunismo!
¡Viva el Primero de Mayo Comunista!
Que en todas las calles de todas las capitales europeas el 1º de Mayo se muestren los batallones numerosos de la guardia roja proletaria. Que en todos los lugares donde viven y luchan los trabajadores estos desciendan a la calle el 1º de Mayo; que en cada ciudad y en cada pueblo la fiesta del 1º de Mayo esté marcada por demostraciones. Que resuenen implacablemente en los oídos de la burguesía europea los gritos: ¡Abajo el capital, viva el comunismo!
Que los trabajadores de todos los países no suelten el fusil que la burguesía puso a la fuerza en sus manos en 1914. Armamento de los obreros, desarme de la burguesía, tal es la palabra del día.
Las luchas que se han producido hasta el presente en diferentes países sólo han sido enfrentamientos de vanguardia entre el trabajo y el capital. La gran batalla es inminente, se acerca la batalla decisiva. Toda Europa retumba con el clamor de los proletarios descontentos e inclinados a la lucha. Desde la tormenta y la tempestad, desde la sangre y las lágrimas, desde el hambre y el sufrimiento infinito, nace un nuevo mundo, el mundo claro del comunismo, de la fraternidad universal de los trabajadores.
En 1919 ha nacido la gran Internacional Comunista. En 1920 nacerá la gran república internacional de los soviets.
¡VIVA EL PRIMERO DE MAYO!
El Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista
Redactado por L. D. Trotsky
Hace algún tiempo la iglesia tenía un dicho: «La luz viene del Este». En nuestra generación, la revolución comenzó en el Este. De Rusia pasó a Hungría, de Hungría a Baviera y, sin duda, marchará hacia el Oeste a través de Europa. Este devenir de los acontecimientos se opone a prejuicios supuestamente marxistas, bastante difundidos en amplios círculos de intelectuales, no sólo en Rusia.
La revolución que estamos viviendo es proletaria, y el proletariado es más fuerte en los viejos países capitalistas, donde su peso numérico, organización y conciencia de clase son mayores. Aparentemente, es lógico esperar que la revolución en Europa recorra aproximadamente los mismos senderos que transitó el desarrollo capitalista: Inglaterra, el primero, seguida por Francia, Alemania, Austria y, finalmente, Rusia.
Puede afirmarse que en esta errónea concepción reside el pecado original de menchevismo, la base teórica de su futura caída. De acuerdo, con este «marxismo» ajustado a horizontes pequeño burgueses, todos los países de Europa deben, en inexorable sucesión, atravesar dos etapas: la servidumbre feudal y la democrático burguesa, para llegar al socialismo. De acuerdo a Dan y Potresov, en 1910 Alemania estaba sólo comenzando a realizar su revolución democrático burguesa para preparar posteriormente sobre esta base la revolución socialista. Estos caballeros nunca pudieron explicar qué entendían por «revolución socialista». Además, ni siquiera experimentaron la necesidad de tal explicación, en la medida que postergaban la revolución socialista para las calendas griegas. No puede sorprender, que, cuando a lo largo de la historia se encontraron realmente con la revolución, la tomaron como... un arranque de insolencia bolchevique.
Partiendo de este chato y vacío gradualismo histórico, nada parecía tan monstruoso como la idea de que la revolución rusa, al triunfar, pudiera colocar al proletariado en el poder; que éste aun cuando lo deseara, no pudiera mantener a la revolución dentro de los marcos de la democracia burguesa. A pesar de haberse pronosticado este hecho histórico casi una década y media antes de la Revolución de Octubre de 1917, los mencheviques, sinceramente, consideraban la conquista del poder político por el proletariado un accidente y una «aventura». No menos sinceramente, consideraban al régimen soviético como un producto del atraso y la barbarie de las condiciones rusas. Estos ideólogos egocéntricos de la pequeña burguesía semi ilustrada consideraban al mecanismo de la democracia pequeño burguesa la más alta expresión de la civilización humana. Contraponían la Asamblea Constituyente a los soviets, aproximadamente del mismo modo en que puede contraponerse un automóvil a un carro de campesino.
Sin embargo, el curso posterior de los acontecimientos siguió desmintiendo al «sentido común» y a los prejuicios sociales de la clase media.
Lo más importante es que, a pesar de que en Weimar funciona la Asamblea Constituyente, con todas sus características democráticas, surgió en Alemania un partido que se fortalece más y más y que desde el primer momento atrajo a los elementos más heroicos del proletariado, un partido en cuya bandera está escrito: «Todo el Poder a los Soviets». Nadie toma nota de las creaciones de la Asamblea Constituyente scheidemanista, nadie en el mundo se interesa por ella. Toda la atención, no sólo del pueblo alemán sino de la humanidad entera, está pendiente de la gigantesca lucha entre la camarilla dominante en la Asamblea Constituyente y el proletariado revolucionario, lucha que, desde el vamos, demostró estar fuera del marco de la legalista «democracia» constituyente. En Hungría y Baviera este proceso ya ha avanzado más lejos. Allí surgió una democracia verdaderamente genuina, en la forma del gobierno del proletariado victorioso, que reemplazó a la democracia formal, ese atrasado residuo del pasado que se está convirtiendo en un freno para un mañana revolucionario.
La marcha de los acontecimientos no corresponde en absoluto al itinerario trazado por los gradualistas domesticados, que por mucho tiempo simularon ser marxistas no sólo en público sino también en privado. Este desarrollo del proceso exige una explicación. El hecho concreto es que la revolución comenzó y condujo a la victoria del proletariado en el más atrasado de los grandes países de Europa: Rusia.
Hungría constituía, indiscutiblemente, la parte más atrasada de la antigua monarquía austro-húngara, a la que en su conjunto podemos ubicar entre Rusia y Alemania, en lo que hace al desarrollo capitalista e incluso político-cultural. Baviera, en donde se ha establecido el poder soviético después de Hungría, representa en cuanto a su desarrollo capitalista, la parte más atrasada de Alemania. De este modo, la revolución proletaria, después de comenzar en el país menos avanzado de Europa, sigue ascendiendo, peldaño a peldaño hacia los de más alto desarrollo económico.
¿Cuál es la explicación de esta «incongruencia»?
El país capitalista más antiguo en Europa y el mundo es Inglaterra. No obstante, Inglaterra, especialmente durante el último medio siglo, ha sido el país más conservador desde el punto de vista de la revolución proletaria. Los social-reformistas consecuentes, es decir, los que tratan de mantener el equilibrio, extrajeron de aquí todas las conclusiones que necesitaban, afirmando que era precisamente Inglaterra la que indicaba a otros países las vías posibles del desarrollo político, y que en el futuro todo el proletariado europeo renunciaría al programa de la revolución social.
No obstante, para los marxistas, no hay nada desalentador en la «incongruencia» entre el desarrollo capitalista inglés y su movimiento socialista, en la medida en que éste está condicionado por una combinación temporaria de fuerzas históricas. El prematuro ingreso de Inglaterra a la senda del desarrollo capitalista y del saqueo del mundo, creó una privilegiada posición, no sólo para su burguesía sino también para un sector de su clase obrera. Su situación insular le ahorró la carga de mantener fuerzas militares en tierra. Su poderosa fuerza naval, aunque requiriera grandes erogaciones, se apoyaba en un reducido número de cuadros mercenarios y no exigió instituir el servicio militar universal. La burguesía británica utilizó hábilmente estas condiciones para separar a una capa obrera privilegiada de los estratos inferiores, creando una aristocracia capacitada para el trabajo «calificado», inculcándole un sindicalista espíritu de casta. Flexible a pesar de todo su conservadurismo, la maquinaria parlamentaria de Gran Bretaña utilizó la incesante rivalidad entre los dos partidos históricos (los liberales y los tories). Esta rivalidad, aunque no se basaba en nada importante, a veces asumió formas bastante tensas. Invariablemente aparecía cuando hacía falta una válvula política de escape, artificial, para el descontento de las masas obreras. Este fue un elemento más, utilizado con diabólica destreza por la camarilla burguesa gobernante, en la tarea de sobornar y mutilar espiritualmente, con bastante «exquisitez» a veces, a los dirigentes de la clase obrera. De este modo, gracias al temprano desarrollo capitalista de Inglaterra, su burguesía dispuso de recursos que le permitieron contrarrestar, sistemáticamente, la revolución proletaria. En el mismo proletariado, o más correctamente en su capa superior, las mismas condiciones originaron las más extremas tendencias conservadoras, que se manifestaron en las décadas anteriores a la guerra mundial...
El marxismo enseña que las relaciones de clase son productos del proceso de producción y que estas relaciones corresponden a un cierto nivel de las fuerzas productivas. Además, nos enseña que todas las formas de ideología y, primero y principal, la política, corresponden a las relaciones de clase. Esto no significa, sin embargo, que entre la política, los agrupamientos de clase y la producción, existan simples relaciones mecánicas calculables por medio de las cuatro operaciones aritméticas. Por el contrario, las relaciones recíprocas son extremadamente complejas. Para interpretar dialécticamente el curso del desarrollo de un país, incluso su desarrollo revolucionario, hay que partir de la acción, reacción e interacción de todos los factores materiales y superestructurales, tanto a escala nacional como mundial, y no de yuxtaposiciones superficiales o analogías formales.
Inglaterra realizó su revolución burguesa en el siglo XVII; Francia, a fines del siglo XVIII. Francia fue durante un largo tiempo el país más avanzado y «culto» del continente europeo. Los social-patriotas franceses, aún a comienzos de esta guerra, creían sinceramente que toda la suerte de la humanidad giraba en torno a París. Pero también Francia, a causa de su temprana civilización burguesa, desarrolló poderosas tendencias conservadoras. El lento crecimiento orgánico del capitalismo no destruyó mecánicamente a los artesanos franceses; los hizo a un lado, simplemente, relegándolos a otras posiciones, asignándoles un papel cada vez más subordinado. La revolución, al vender en remate las propiedades feudales al campesinado, creó la aldea francesa, capaz, tenaz, sólida y pequeñoburguesa. La Gran Revolución Francesa del siglo XVIII, burguesa en sus objetivos últimos así como en sus resultados, fue al mismo tiempo profundamente nacional, en el sentido de que congregó a su alrededor a la mayoría de la nación y, en primer lugar, a todas sus clases productivas. Durante un siglo y cuarto, esta revolución estableció un lazo de recuerdos y tradiciones comunes entre un sector considerable de la clase obrera francesa y los elementos de izquierda de la democracia burguesa. Jaurí¨s fue el último y más grande representante de este lazo ideológico conservador. Bajo estas condiciones, la atmósfera política francesa no podía dejar de contagiar de ilusiones pequeño burguesas a amplias capas del proletariado, especialmente a los semi artesanos. Contradictoriamente, su rico pasado revolucionario es el origen de la tendencia del proletariado francés a saldar cuentas con la burguesía en las barricadas. El carácter de la lucha de clases, confusa en la teoría y extremadamente tensa en la práctica, mantuvo a la burguesía francesa constantemente en guardia y la obligó a recurrir muy temprano a la exportación de capital financiero. Mientras que, por un lado seducía a las masas populares, incluyendo a los obreros, con un dramático despliegue de tendencias antidinásticas, anticlericales, republicanas, radicales, etc., la burguesía francesa, por otra parte, se aprovechaba de las ventajas resultantes de su primogenitura y de su posición de usurera del mundo, a fin de controlar el crecimiento de nuevas y revolucionarias formas de industrialismo dentro de la propia Francia. El análisis de las condiciones económicas y políticas de la evolución francesa, no solamente a escala nacional sino también internacional, es lo único que puede proveer una explicación de por qué el proletariado francés, dividido después de la heroica experiencia de la Comuna de París, en grupos y sectas, anarquistas de un lado, y «posibilistas» del otro, resultó incapaz de entrar en una abierta acción revolucionada clasista, de luchar directamente por el poder.
En Alemania, el período de vigoroso florecimiento capitalista comenzó después de las victoriosas guerras de 1864-1866-1871. El terreno de la unidad nacional, abonado por la lluvia de oro de los millones franceses, se convirtió en la base del resplandeciente reinado de la especulación ilimitada, pero también de un desarrollo técnico sin precedentes. En contraste con el proletariado francés, la clase obrera alemana creció a un ritmo extraordinario y empleó la mayor parte de sus energías en reunir, fusionar y organizar sus propias filas.
En su irresistible ascenso, la clase obrera alemana obtuvo grandes satisfacciones al comprobar, a través de los resultados de las elecciones parlamentarias o de los informes de las tesorerías de los sindicatos, como crecían sus fuerzas. La victoriosa competencia de Alemania en el mercado mundial creó condiciones tan favorables para el crecimiento de los sindicatos como para el incuestionable mejoramiento del nivel de vida de un sector de la clase obrera. En estas circunstancias, la socialdemocracia alemana se convirtió en una encarnación viviente (y a posteriori cada vez más moribunda) del fetichismo organizativo. Con sus raíces profundamente entrelazadas en el Estado y la industria nacional, y en el proceso de adaptación a todas las complejas y enmarañadas relaciones socio-políticas alemanas, que son una combinación de capitalismo moderno y barbarie medieval, la socialdemocracia alemana, y los sindicatos que dirige, se convirtieron al fin en la fuerza más contrarrevolucionaria de la evolución política europea. El peligro de tal degeneración de la socialdemocracia alemana había sido señalado hacía tiempo por los marxistas, aunque debemos admitir que ninguno previó el carácter catastrófico que llegaría a adquirir este proceso. Sólo sacándose de encima el peso muerto del viejo Partido, el proletariado alemán avanzado ha podido entrar en el camino de la lucha abierta por el poder político.
En lo que hace al desarrollo de Austria-Hungría, desde el punto de vista que a nosotros nos interesa, es imposible decir algo que no se aplique también, más claramente al desarrollo de Rusia. El tardío desarrollo del capitalismo ruso le impartió inmediatamente un carácter enormemente concentrado. Cuando en la década de 1840, Knopf estableció las fábricas textiles inglesas en la zona central de Moscú, y cuando los belgas, franceses y americanos trasplantaron a las virginales estepas de Ucrania y Rusia Blanca las inmensas empresas metalúrgicas construidas de acuerdo a la última palabra de la tecnología europea y americana, no consultaron libros de texto para saber si deberían esperar hasta que el trabajo artesanal ruso se convirtiera en manufactura, y que la manufactura a su vez nos llevara a la gran fábrica. En este terreno, es decir, en el de los textos económicos mal digeridos, surgió una vez la famosa pero esencialmente pueril controversia sobre si el capitalismo ruso era de carácter «natural» o «artificial». Si se vulgariza a Marx y se considera al capitalismo inglés, no como el punto de partida histórico del desarrollo capitalista, sino más bien un estereotipo inevitable, el capitalismo ruso aparece como una formación artificial, implantada desde afuera. Pero no sucede así si analizamos al capitalismo con el espíritu de las genuinas enseñanzas de Marx, es decir, como un proceso económico que se desarrolló primero en forma típicamente nacional y que luego excedió el marco nacional y desplegó vinculaciones mundiales. El capitalismo, para arrastrar bajo su dominio a los países atrasados, no ve la necesidad de volver a las herramientas y procedimientos de su infancia, sino que emplea en cambio la última palabra en tecnología, en materia de explotación capitalista y en chantaje político. Si analizamos al capitalismo con este espíritu, entonces el capitalismo ruso, con todas sus peculiaridades aparecerá completamente «natural», como una parte integrante indispensable del proceso capitalista mundial.
Esto no sólo se aplica a Rusia. Los ferrocarriles que han cruzado Australia no fueron el resultado «natural» de las condiciones de vida de los aborígenes australianos o de las primeras generaciones de malhechores, que fueron despachados a Australia por la magnánima metrópoli inglesa, luego de la Revolución Francesa. El desarrollo capitalista de Australia es natural sólo desde el punto de vista del proceso histórico considerado a escala mundial. A una escala diferente, nacional o provincial, es, en general, imposible analizar ni una sola de las principales manifestaciones sociales de nuestra época.
Precisamente a raíz de que la industria en gran escala de Rusia violó el orden «natural» de sucesión del desarrollo económico nacional, dando un gigantesco salto económico sobre épocas de transición, preparó no sólo la posibilidad sino la inevitabilidad del salto proletario sobre el período de la democracia burguesa.
El ideólogo de la democracia, Jaurí¨s, la describió como el supremo tribunal de la nación, elevado por encima de las clases en lucha.
Sin embargo, en tanto que las clases en lucha (la burguesía capitalista y el proletariado) no constituyen sólo los polos formales dentro de la nación sino también sus elementos principales y decisivos, lo que queda como tribunal supremo, o más correctamente, como tribunal arbitral, son únicamente los elementos intermedios, es decir, la pequeña burguesía, coronada por la intelligentzia democrática. En Francia, con su historia centenaria de artesanía y su cultura urbana artesanal, con sus luchas de las comunas de las ciudades y, más tarde, sus batallas revolucionarias de la democracia burguesa y, por último, con su conservadurismo de tipo pequeño burgués, la ideología democrática tuvo hasta hace poco alguna base histórica. Un ardiente defensor de los intereses del proletariado y profundo devoto del socialismo, Jaurí¨s, como representante de una nación democrática, se manifestó contra el imperialismo. El imperialismo, sin embargo, ha demostrado muy convincentemente que es más poderoso que la «nación democrática», cuya voluntad política puede falsificar fácilmente por medio del mecanismo parlamentario. En julio de 1914, la oligarquía imperialista, en su marcha hacia la guerra, pasó por sobre el cadáver del representante; mientras que en marzo de 1919, a través del «tribunal supremo» de la nación democrática, exoneró oficialmente al asesino de Jaurí¨s, asestando de este modo un golpe mortal a las últimas ilusiones democráticas de la clase obrera francesa...
En Rusia, estas ilusiones, desde el comienzo, no contaron con ningún tipo de apoyo. Debido a la exasperante lentitud de su magro desarrollo, nuestro país no tuvo tiempo para crear una cultura urbana artesanal. Los habitantes de una ciudad provincial como Okurov están preparados para pogromos como los que en alguna oportunidad alarmaron a Gorki; pero, indudablemente, no para un papel democrático independiente. Precisamente porque el desarrollo de Inglaterra había ocurrido «de acuerdo a lo previsto por Marx», el desarrollo de Rusia, de acuerdo al mismo Marx, tenía que transitar un camino totalmente diferente. Nutrido por la alta presión del capital financiero extranjero y ayudado por su tecnología, el capitalismo ruso, en el curso de unas cuantas décadas, dio origen a una clase obrera de un millón de hombres, que cortó como filosa cuña el corazón de la barbarie política de Todas las Rusias. Sin las masivas tradiciones del pasado detrás suyo, los trabajadores rusos, en contraste con el proletariado de Europa occidental, adquirieron no sólo rasgos de atraso cultural e ignorancia (que los ciudadanos semi ilustrados nunca se cansaron de remarcar) sino también características de movilidad, iniciativa y receptividad hacia las más extremas conclusiones que se derivaban de su posición de clase. El atraso económico de Rusia condicionó el espasmódico y «catastrófico» desarrollo del capitalismo, que inmediatamente pasó a ser el más concentrado de Europa; ese mismo atraso permitió al proletariado ruso convertirse (por supuesto, solamente durante un cierto período histórico) en el más irreconciliable, en el más abnegado portador de la idea de la revolución social en Europa y en todo el mundo.
La producción capitalista, en su evolución «natural», está en constante expansión. La tecnología avanza, el monto de los beneficios materiales aumenta, la masa de la población se proletariza. Se profundizan las contradicciones del capitalismo. El proletariado crece numéricamente, constituye una porción cada vez mayor de la población del país, se organiza y educa, y, de esta forma, constituye una potencia en permanente crecimiento. Pero este no significa en absoluto que su enemigo de clase (la burguesía) permanezca estancado. Por el contrario, el aumento de la producción capitalista presupone un crecimiento simultáneo del poder económico y político de la gran burguesía. La misma no sólo acumula colosales riquezas, sino también concentra en sus manos el aparato de la administración del Estado, al que subordina a sus fines. Con una habilidad que se perfecciona continuamente lleva a cabo sus propósitos, alternando la crueldad insensible con el oportunismo democrático. El capitalismo imperialista puede utilizar eficientemente las formas democráticas, en la medida en que la dependencia económica de las capas pequeño burguesas de la población, respecto del gran capital, se torna más cruel e insuperable; esta dependencia económica se transforma, por medio del sufragio universal, en dependencia política.
Una concepción mecanicista de la revolución social reduce el proceso histórico a un crecimiento numérico ininterrumpido del proletariado y a su fuerza organizativa en constante aumento. Cuando éste abarque «la abrumadora mayoría de la población», sin combate, o virtualmente sin una sola lucha, tomará en sus propias manos la maquinaria de la economía burguesa y del Estado, como una fruta que maduró lo suficiente como para ser arrancada. Sin embargo, la importancia del rol del proletariado en la producción crece paralelamente al poderío de la burguesía. Cuando el proletariado se unifica a nivel de organización y se educa políticamente, la burguesía, a su vez, se ve obligada a perfeccionar su aparato de gobierno y a levantar contra él a capas siempre renovadas de la población, incluyendo al llamado «nuevo tercer Estado», es decir, los intelectuales profesionales, que juegan un papel muy prominente en el mecanismo de la economía capitalista. Ambos enemigos se fortalecen simultáneamente.
Cuanto más poderoso sea un país en el sentido de su organización capitalista (siendo iguales todas las otras condiciones) mayor será el peso de inercia de las relaciones de clase «pacíficas»; tanto más poderoso, entonces, deberá ser el impulso necesario para ambas clases hostiles de su estado de equilibrio relativo y transformar la lucha de clases en abierta guerra civil. Una vez que estalle la guerra civil, será tanto más amarga y obstinada cuanto mayor sea el nivel de desarrollo capitalista alcanzado por el país, cuanto más fuertes y organizados estén ambos enemigos; cuanto mayor sea la cantidad de recursos materiales e ideológicos a disposición de los contendientes.
Las concepciones sobre la revolución proletaria que prevalecían en la Segunda Internacional, no transgredían, en realidad, el marco del capitalismo nacional autosuficiente. Inglaterra, Alemania, Francia, Rusia, eran considerados mundos independientes que se movían en una misma órbita hacia el socialismo, estaban situados en etapas diferentes de este camino. La hora del socialismo llega cuando el capitalismo alcanza sus últimos límites de madurez y, por lo tanto, la burguesía se ve obligada a ceder su lugar al proletariado, como constructor del socialismo. Esta concepción del desarrollo capitalista limitada nacionalmente suministra los fundamentos teóricos y psicológicos del social-patriotismo: los «socialistas» de cada país se consideran obligados a defender al Estado nacional como base natural y autosuficiente del desarrollo socialista.
Pero esta concepción es falsa hasta la médula y profundamente reaccionaria. Extendiéndose a escala mundial, el capitalismo estrechó, por lo mismo, las ligaduras que en la época pasada unían el destino de la revolución social con el de uno u otro de los países capitalistas altamente desarrollados. Cuanto más une el capitalismo a los países del mundo entero en un solo organismo complejo, más inexorablemente la revolución social, no sólo en el sentido de su destino común sino también de su lugar y momento de origen, depende del desarrollo del imperialismo como factor mundial, y en primer lugar de esos conflictos militares que el imperialismo debe provocar inevitablemente y que, a su vez, sacuden el equilibrio del sistema capitalista hasta sus raíces.
La gran guerra imperialista constituye ese espantoso instrumento con el cual la historia interrumpió el carácter «orgánico», «evolutivo» y
«pacífico» del desarrollo capitalista. El imperialismo, producto del desarrollo capitalista en su conjunto, aparece ante la conciencia nacional de cada
país capitalista como un factor externo, y actúa como si se propusiera nivelar el desarrollo de los respectivos
países. De una vez y simultáneamente, todos fueron impulsados a la guerra imperialista39, y sus bases productivas y sus relaciones de clase sacudidas simultáneamente. Dadas las condiciones, los primeros
países en ser sacados del estado de equilibrio capitalista inestable fueron aquéllos cuya
energía social interna era más débil, es decir, precisamente los países más jóvenes en términos de desarrollo capitalista. Aquí virtualmente se impone una
analogía entre el comienzo de la guerra imperialista y el de la guerra civil. Dos años antes de la gran
carnicería mundial, estalló la guerra de los Balcanes. Básicamente, las mismas fuerzas y tendencias operaban en los Balcanes y en todo el resto de Europa. Estas fuerzas
conducían inexorablemente a la humanidad capitalista a una sangrienta catástrofe. Pero en los grandes
países imperialistas operaba en sentido contrario una poderosa fuerza de inercia tanto en las relaciones internas como externas. El imperialismo encontró más fácil empujar a los Balcanes a la guerra, precisamente porque en esta
península hay Estados pequeños y débiles, con un nivel mucho menor de desarrollo capitalista y cultural y, consecuentemente, con menor tradición de desarrollo
«pacífico». La guerra balcánica (que estalló como consecuencia de convulsiones subterráneas, no de los Balcanes sino del imperialismo europeo, directo precursor del conflicto mundial) alcanzó, sin embargo, una significación independiente durante un cierto
período. Su curso y su resultado inmediato estuvieron condicionados por los recursos y fuerzas disponibles en la
Península Balcánica. De allí la duración comparativamente breve de esa guerra. Unos pocos meses bastaron para medir las fuerzas capitalistas nacionales en la
península golpeada por la miseria. Iniciada prematuramente, la guerra balcánica encontró una fácil solución. La Guerra Mundial comenzó después, precisamente porque cada una de los beligerantes se quedó mirando temerosamente el abismo al que los
conducían irrefrenables intereses de clase. El aumento del poder de Alemania, y su enfrentamiento con el viejo poder de Gran Bretaña, constituyeron, como se sabe, los motivos históricos de la guerra. Pero este mismo poder mantuvo a los enemigos por largo tiempo al margen de un enfrentamiento abierto. Cuando la guerra estalló realmente, la fuerza de ambos bandos condicionó el carácter prolongado y amargo del conflicto. La guerra imperialista, a su vez, empujó al proletariado al camino de la guerra civil. Y
aquí observamos un orden análogo: países con una joven cultura capitalista son los primeros en entrar al sendero de la guerra civil, en la medida en que en ellos el equilibrio inestable de las fuerzas de clase se rompe con mucha mayor facilidad. Tales son las razones generales de un fenómeno que parece inexplicable a primera vista, a saber, que en contraste con la dirección del desarrollo capitalista de Oeste a Este, la revolución proletaria se desarrolla de Este a Oeste. Pero, como se trata de un proceso sumamente complejo, es lógico que, sobre la base de estas causas fundamentales indicadas, surjan incontables causas secundarias, algunas de las cuales tienen a reforzar y agravar la acción de los factores principales mientras que otros tienden a debilitarla. En el desarrollo del capitalismo ruso, el capital industrial y financiero de Europa jugó el papel principal, particular y especialmente, el de Francia. Ya he subrayado que la
burguesía francesa, en el desarrollo de su imperialismo usurero, no sólo se guió por consideraciones económicas, sino también
políticas. Temerosa del crecimiento del proletariado francés en tamaño y
poderío, la burguesía de ese país prefirió exportar su capital y recoger ganancias de las empresas industriales instaladas en Rusia; la tarea de reprimir a los obreros rusos fue, de esta manera, endosada al Zar. Por eso, el
poderío económico de la burguesía francesa también descansaba directamente en el trabajo del proletariado ruso. Se generó
así, una cierta tendencia que favorecía las relaciones de la burguesía francesa con el proletariado de su
país. Contradictoriamente, este mismo hecho dio lugar a que el proletariado ruso estuviera en una relación de fuerzas favorable con la
burguesía rusa (pero no con la burguesía mundial). Lo que acabamos de decir se aplica, esencialmente, a todos los viejos países capitalistas que exportan capital. El
poderío social de la burguesía inglesa descansa en la explotación, no sólo del proletariado inglés sino también de las masas trabajadoras coloniales. Ello no sólo hace más rica y socialmente más fuerte a la
burguesía; también le asegura un escenario mucho más amplio para sus maniobras
políticas, que pueden concretarse en concesiones de largo alcance a su proletariado nativo, o en presionarlo utilizando para ello a las colonias (importación de materias primas y fuerza de trabajo, transferencia de empresas industriales a las colonias, formación de tropas coloniales, etc., etc.). Teniendo esto en cuenta, nuestra Revolución de Octubre no fue solamente una rebelión contra la
burguesía rusa, sino también contra el capitalismo inglés y francés; y no sólo en un sentido histórico general (como el comienzo de la revolución europea) sino en un sentido más directo e inmediato. Expropiando a los capitalistas y negándose a pagar las deudas del Estado zarista, el proletariado ruso asestó el golpe más cruel al poder social de la
burguesía europea. Esto sólo basta para explicar por qué era inevitable la intervención contrarrevolucionaria de los imperialistas de la Entente. Por otra parte, esta misma intervención fue posible sólo porque el proletariado ruso se vio obligado por la historia a realizar su revolución antes de que pudieran hacerla sus hermanos mayores europeos, mucho más fuertes. Este es el origen de las dificultades a las que el proletariado ruso se ve enfrentado al tomar el poder. Los filisteos socialdemócratas deducen, de todo esto, que no había necesidad de salir a la calle en Octubre. Incuestionablemente, hubiera sido mucho más «económico» para nosotros haber comenzado nuestra revolución después de la inglesa, la francesa y la alemana. Pero, en primer lugar, la historia no ofrece, a la clase revolucionaria, en absoluto, una libre elección en este sentido, y nadie ha probado
todavía que el proletariado ruso tenga garantizada una revolución «económica». Segundo, la misma cuestión de la
«economía» revolucionaria de fuerzas tiene que ser revisada a escala nacional e internacional. Precisamente a causa del desarrollo precedente con todas sus implicancias, la tarea de iniciar la revolución, como ya hemos visto, no fue planteada a un viejo proletariado con poderosas organizaciones sindicales y
políticas, con masivas tradiciones de parlamentarismo y sindicalismo, sino al joven proletariado de un
país
atrasado. La historia siguió la línea que ofrecía menor resistencia. La etapa revolucionaria irrumpió a través de la puerta más débilmente apuntalada. Estas dificultades extraordinarias, verdaderamente sobrehumanas, que, por consiguiente, cayeron sobre el proletariado ruso, han preparado, acelerado y facilitado, en cierta medida, el trabajo revolucionario que aún tiene que cumplir el proletariado europeo occidental. En nuestro análisis no hay siquiera un átomo de «mesianismo». La «primogenitura» revolucionaria del proletariado ruso es sólo temporaria. Cuanto mayor sea el oportunismo conservador entre los jerarcas del proletariado alemán, francés o inglés, más grandioso será el poder generado por la embestida revolucionaria del proletariado de estos
países, como ya está comenzando a ocurrir en Alemania. La dictadura de la clase obrera rusa podrá afianzarse y llevar a cabo una genuina construcción socialista en toda la
línea, sólo a partir del momento en que la clase obrera europea nos libre del yugo económico y, especialmente, del militar, de la
burguesía europea; cuando ya derribada ésta venga en nuestra ayuda con su organización y
tecnología. Al mismo tiempo, el principal papel revolucionario será transferido a la clase obrera con mayor poder económico y organizativo. Si hoy en
día, el centro de la Tercera Internacional lo constituye Moscú (y de eso estamos profundamente convencidos) mañana se desplazará hacia el Oeste: hacia
Berlín, París, Londres. El proletariado ruso recibió con alborozo a los representantes de la clase obrera mundial en el Kremlin; pero será una
alegría aún mayor enviar sus propios representantes al Segundo Congreso de la Internacional Comunista a una de las capitales de Europa Occidental. Un Congreso comunista mundial en
Berlín o París significaría el triunfo completo de la revolución proletaria en Europa y, consecuentemente, en el mundo entero.
Estimados amigos,
Me dirijo a cada uno de vosotros en particular pues me liga, con cada uno de vosotros, una amistad personal y os escribo a todos conjuntamente porque nos unen ideas comunes bajo la misma bandera. A pesar del bloqueo con el que se esfuerzan MM. Clémenceau, Lloyd Georges y sus pares para devolver a Europa a la barbarie de la Edad Media, desde aquí seguimos con atención vuestro trabajo y el crecimiento del comunismo revolucionario en Francia. Y, personalmente y siempre con alegría, me entero de que vosotros, queridos amigos, estáis en primera fila en el movimiento que debe regenera a Europa y a la humanidad.
Nuestra República de los Soviets atraviesa actualmente el período de mayor tensión de sus fuerzas para acabar definitivamente con los atentados militares contra la revolución proletaria. En el curso de estos dos últimos meses hemos sufrido graves reveses en nuestro frente sur, principalmente en Ucrania. Pero permitidme que os diga queridos amigos que en este momento la República de los Soviets es más fuerte que nunca.
Hemos desecho a Kolchak. La burguesía rusa y extranjera, incluyendo a la burguesía francesa, confiaba en uncir a Kolchak con la corona de los autócratas en el Kremlin. Las tropas de Kolchak se aproximaban al Volga. Esas tropas ahora han sido vencidas y dispersadas. Desde principios de mayo hasta el día de hoy (1 de septiembre) los ejércitos rojos han atravesado combatiendo más de mil quilómetros. Hemos devuelto a la revolución de los soviets los Urales, su industria y su población proletaria. Así hemos creado una segunda base para la obra de la revolución comunista.
La derrota del ejército de Kolchak nos ha permitido concentrar nuestras fuerzas y reservas en el frente sur contra el general Denikin. Durante estos últimos días hemos pasado a la ofensiva en toda le extensión del frente sur. Esta ofensiva ya ha dado resultados. En determinados direcciones extremadamente importantes el enemigo ha retrocedido 100 quilómetros y más. Nuestras fuerzas y nuestro armamento son completamente suficientes para acabar nuestra victoria sobre Denikin, es decir, para extirpar totalmente del suelo la contrarrevolución del sur.
Queda el frente oriental que ahora no tiene más que una importancia de tercer orden en nuestro mapa estratégico revolucionario. Momentáneamente la hidalguía polaca puede obtener aquí éxitos merodeando. Vemos sin gran inquietud el avance temporal de las débiles tropas polacas. Cuando hayamos acabado con Denikin (y está cercano ese día) lanzaremos amplias reservas sobre el frente occidental. Según los diarios, Lord Churchill se vanagloria de haber movilizado contra Rusia a 14 estados. Pero se trata de 14 apelativos geográficos y no de 14 ejércitos. Denikin y Kolchak hubiesen preferido recibir en lugar de esos 14 aliados a 14 buenos cuerpos de ejército. Pero afortunadamente ni Clémenceau, ni Lloyd Georges están ya en condiciones de dárselos y el mérito recae sobre vosotros, sin duda alguna.
Recuerdo el primer período de la guerra, cuando MM. Renaudel, Jouhaux y compañía predecían que la victoria de Francia e Inglaterra sería la de la democracia occidental, que sería el triunfo del principio de las nacionalidades, etc., etc. Igual que vosotros, despreciamos esas ilusiones pequeñoburguesas, emponzoñadas, de charlatanismo imperialista.
El grupo de Jean Longuet piensa que se podía corregir la marcha de la historia mundial con una política al estilo Renaudel, con anotaciones, reticencias y equívocos. Así, ha desenmascarado la repugnante mentira del socialpatriotismo de Renaudel y consortes. La Francia imperialista aparece como el escudo de la contrarrevolución mundial. Las tradiciones de la gran revolución francesa, las secularizaciones de la ideología democrática, la fraseología republicana, todo ello se utiliza, con la embriaguez de la victoria, para sostener y reforzar la posición del capital contra las ascendentes oleadas de la revolución social.
Si Francia se ha convertido en el escudo de la contrarrevolución capitalista, la tendencia Renaudel aparece ahora en Francia como una fuerza más reaccionaria que el mismo clericalismo. Ahora bien, Renaudel es inconcebible sin Longuet. Renaudel es demasiado franco, demasiado rectilíneo, demasiado cínico en su reaccionarismo social. Jean Longuet, que sostiene la intangibilidad del orden capitalista en todas las cuestiones fundamentales, usa lo mejor de su fuerza y su ingeniosidad en cubrir ese trabajo con ritos y fórmulas rituales del culto socialista e incluso internacionalista. La gesta de Merreheim pasando al lado de nuestros enemigos no me ha sorprendido nada. En el primer período de la guerra Marreheim en lugar de marchar con nosotros nos seguía renqueando. En la época en que vivimos es mejor tener enemigos declarados que amigos dudosos.
Entre nosotros, casi todos los hombres de este tipo han demostrado estar al otro lado de la barricada en el momento decisivo. Han cubierto su traición a la causa de la clase obrera con frases sobre la «democracia». Hemos visto y mostrado que la época de la revolución social las formas y los ritos de la democracia burguesa son tan engañosos como el derecho internacional en la época de la guerra imperialista. Allí donde dos clases irreconciliables han entablado la lucha decisiva no hay lugar para un arbitraje que zanje sus diferencias. Rechazando la mentira convencional del parlamentarismo democrático hemos creado la verdadera democracia de la clase obrera bajo la forma de los soviets. La Rusia de los soviets ha llamado a millones de obreros y campesinos a la obra de la construcción de la nueva vida. Las masas trabajadoras de Rusia han creado su ejército rojo a través de inauditas dificultades. Sobre todos los campos de batalla sus jefes son proletarios de Petrogrado y Moscú. Los campesinos de los Urales, de Siberia, del Don, de Ucrania, acogen a este ejército como a un ejército libertador. Los comisarios de nuestros batallones y regimientos en las regiones liberadas son los portadores de la cultura comunista, los constructores de la nueva vida.
Aquí, la crisis económica del abastecimiento únicamente no ha sido superada todavía porque las fuerzas y recursos principales del país están absorbidos por la guerra que nos impone ferozmente el capitalismo inglés y francés. Confiamos en acabar durante los próximos meses con nuestros enemigos y con todas sus fuerzas. Todos los recursos del país, todo el entusiasmo, todo el ardor del proletariado avanzado se dirigirán entonces hacia la vía de la nueva reconstrucción económica.
Acabaremos con la desorganización económica y con la insuficiencia del abastecimiento, igual que hemos acabado con Kolchak, como acabaremos con Denikin. En las estepas de Siberia y en las rutas del Turquestán, nuestros batallones victoriosos levantan el entusiasmo revolucionario de los pueblos oprimidos de Asia. Y en este mismo momento no dudamos, ni un instante, que se acerca la hora de la ayuda decisiva que nos vendrá de occidente, que está próxima la hora de la revolución social en toda Europa.
Cuanto más brutal sea el triunfo del militarismo, del vandalismo y de los socialtraidores en Francia, más severa será la revuelta proletaria, más decisiva será su táctica y más completa su victoria.
En nuestros momentáneos reveses y en nuestros decisivos éxitos nunca os olvidamos queridos amigos. Sabemos que la causa del comunista está en vuestras manos íntegras y firmes.
¡Viva la Francia revolucionaria y proletaria!
¡Viva la revolución social universal!
Petrogrado, 1 de septiembre de 1919
A los socialpatriotas y sus inspiradores burgueses les gusta señalar que los dirigentes de la Tercera Internacional (a veces dicen «Moscú» o también «los bolcheviques») les plantean a los otros partidos, como condiciones para su admisión en la Tercera Internacional, exigencias dictatoriales, como la exclusión de determinados miembros o cambios de táctica. Los socialistas del centro (los kaukystas y longuetistas) repiten estas acusaciones bajo una forma menos dura, tratando de herir en carne viva el sentimiento nacional y despertar en esos partidos la sospecha de que se busca condenarlos «desde fuera».
En realidad, las acusaciones e insinuaciones de este tipo sólo expresan o bien una deformación, debida a la mala fe burguesa, o bien una incomprensión, debida a la necedad burguesa, respecto a la esencia misma de la Internacional Comunista: ésta, en efecto, no es un simple agrupamiento de las organizaciones obreras y socialistas de diferentes países sino que constituye, por sí misma, una organización internacional autónoma y persigue objetivos definidos y formulados de forma precisa gracias a medios revolucionarios igualmente definidos.
La organización obrera de cualquier país que se adhiera a la Tercera Internacional no se somete solamente con ello a su dirección general, vigilante y exigente. Adquiere también el derecho a participar activamente en la dirección de todo el resto de partidos de la Internacional Comunista. La adhesión de un partido a la Internacional no significa solamente que aquél adopte una etiqueta internacional sino que decide asumir las tareas del combate revolucionario. En ningún caso puede basarse en omisiones, malentendidos o ambigí¼edades de lenguaje. La Internacional Comunista rechaza con menosprecio los estatutos que paralizan completamente a la Segunda Internacional: los dirigentes de cada partido fingen ignorar las iniciativas chovinistas de los dirigentes del resto de partidos y esperan de ellos la recíproca. Las relaciones entre partidos «socialistas» nacionales no son más que una mediocre transposición de las relaciones entre diplomáticos burgueses en la época de la paz armada. Precisamente por ello, el convencionalismo y la mentira diplomática entre «partidos hermanos» ha dado paso al militarismo abierto de sus dirigentes en cuanto los generales del capitalismo han rechazado la diplomacia capitalista.
La III Internacional es la organización de la acción revolucionaria del proletariado internacional. Los elementos que se declaran dispuestos a entrar en la III Internacional pero que, al mismo tiempo, se rebelan contra el hecho que «desde fuera» se planteen condiciones a su entrada, demuestran con ello su total incomprensión de los principales métodos de acción de la III Internacional. La creación de una organización de lucha a favor de la dictadura del proletariado sólo es posible con la condición de que solamente se admitan en la III Internacional a organizaciones compenetradas con el verdadero espíritu de la insurrección proletaria contra la dominación de la burguesía y, en consecuencia, interesadas ellas mismas en que, tanto en sus filas como en las organizaciones políticas y sindicales con las que trabajan, no se encuentren ni traidores ni soplones, ni tampoco escépticos sin voluntad, elementos perpetuamente en duda que siembran el pánico y la confusión en las ideas. Para alcanzar este resultado es necesario depurar, obstinada y permanentemente, sus propias filas, purgarlas sistemáticamente, tanto de falsas ideas y métodos de acción erróneos como de quienes los propagan.
Las condiciones que plantea la III Internacional, y que continuará planteando a toda organización que desee ingresar en sus filas, están destinadas, precisamente, a servir a este objetivo. Lo repito: la Internacional Comunista no es solamente un agrupamiento de partidos obreros nacionales. Es el partido comunista del proletariado internacional. Los comunistas alemanes tienen el derecho y el deber de preguntarse por qué motivo un Turati se encuentra entre las filas de su partido. Examinando la cuestión de la admisión en la III Internacional de los socialdemócratas independientes de Alemania y de los socialistas franceses, los comunistas rusos tiene el derecho y el deber a plantearles las condiciones que, desde su punto de vista, puedan asegurar a nuestro partido internacional frente a la desintegración y descomposición. Pero toda organización que entra en la Internacional Comunista adquiere a su vez el derecho y la posibilidad de ejercer una influencia activa sobre la teoría y la práctica de los bolcheviques rusos, de los espartaquistas alemanes y del resto.
El Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, en su llamamiento (que, por otra parte, agota la cuestión) al Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, trata en principio a los independientes alemanes y a los longuetistas franceses de forma idéntica. Esto es completamente correcto»¦ Pero si se plantea la cuestión del socialismo francés bajo un ángulo más práctico es preciso señalar también, junto a semejanzas fundamentales, importantes diferencias.
Y en primer lugar el hecho que el Partido Socialista Francés en su conjunto ha manifestado tendencias a favor de la adhesión a la III Internacional inspira en sí mismo legítimos temores. Si se compara la situación del socialismo respectivamente en Francia y en Alemania aumentan estos temores.
La vieja socialdemocracia alemana está actualmente dividida en tres partes: 1º, la socialdemocracia abiertamente gubernamental y chovinista de Ebert-Scheidemann; 2º, el partido «independiente», cuyos jefes oficiales tratan de mantenerse en el marco de una oposición parlamentaria cuando las masas arden en rebeldía para lanzarse a la insurrección abierta contra la sociedad burguesa; 3º, el partido comunista, parte integrante de la Internacional Comunista.
Si se examina la cuestión de la entrada del Partido Independiente en la III Internacional en primer lugar es preciso señalar la discrepancia entre el comportamiento de los jefes y las aspiraciones de las masas. Esto constituye, precisamente, el punto de apoyo de nuestra palanca. (En lo concerniente a la socialdemocracia de Scheidemann, que con la formación de un gobierno puramente burgués pasa ahora a una semioposición, no es cuestión, evidentemente, de admitirla en la III Internacional, ni incluso tampoco, de ninguna manera, entrar en conversaciones con ella). Pero el Partido Socialista francés, tal como es ahora, no es en nada una organización del tipo del Partido Independiente alemán pues no ha conocido escisiones y los Ebert, Scheidemann y Noske franceses conservan en él sus puestos de responsabilidad.
Durante la guerra, la conducta de los jefes del partido socialista francés no fue superior ni por asomo a la de los socialtraidores alemanes más reputados. La traición de clase ha sido tan profunda por una parte como por la otra. En cuanto a las formas que ésta ha revestido, han sido incluso más escandalosas y vulgares por parte francesa que en el campo de Scheidemann. Pero, mientras que la socialdemocracia independiente alemana rompió, bajo la presión de las masas, con sus propios Scheidemann, en las filas del Partido Socialista francés se mantienen MM. Thomas, Renaudel, Varenne, Sembat y otros. Más importante aún es la forma efectiva, práctica, con la que los guías oficiales del Partido Socialista Francés se plantean la lucha revolucionaria por la toma del poder. Bajo la dirección de los longuetistas, el Partido Socialista no solamente no se está preparando para esta lucha, con todos los medios de agitación y organización, abierta y clandestinamente, sino que, por el contrario, con las palabras de sus representantes sugiere a las masas la idea que la época actual de desorganización y de ruina económica no es favorable para la dominación de la clase obrera. En otras palabras, el Partido Socialista Francés, bajo el impulso de los longuetistas, les dicta a las masas obreras una táctica de pasividad y dilación, les inculca la idea que la burguesía. En la época de las catástrofes imperialistas, es capaz de hacer salir a su país del caos económico y de la miseria, y preparar, así, condiciones «favorables» para la dictadura del proletariado. Es inútil decir que si la burguesía logra (lo que está excluido) provocar el renacimiento económico de Francia y Europa, el Partido Socialista Francés tendría entonces menos motivos, posibilidades e interés, de los que tiene ahora para llamar al proletariado al derrocamiento revolucionario de la dominación burguesa.
En otras palabras, en su táctica fundamental, el Partido Socialista Francés ejerce un papel contrarrevolucionario bajo la dirección de los longuetistas. Cierto que, contrariamente al partido de Scheidemann, el Partido Socialista Francés ha abandonado la II Internacional. Pero si se toma en consideración el hecho que esta salida se realizó sin afectar en nada a la unión con Renaudel, Thomas y otros sirvientes de la guerra imperialista, se hace completamente claro que, para una importante fracción de los representantes del socialismo oficial francés, el abandono de la II Internacional no ha significado una renuncia a sus métodos sino que, en realidad, ha constituido una vulgar maniobra destinada a engañar a las masas trabajadoras.
Durante la guerra, el Partido Socialista Francés se levantó con tal energía contra el socialismo kaiseriano de Scheidemann, que en la hora actual se les hace muy difícil no solamente a Longuet, Mistral, Pressemane y otros partidarios del centro sino también, incluso, a Renaudel, Thomas y Varenne, mantenerse en el círculo de la II Internacional junto a los Ebert, Scheidemann y Noske, como si estuviesen en estrecha comunión de ideas con ellos. Al socialismo francés, pues, le venía dictada su salida de la cocina de Huysmans por las consecuencias de su posición patriótica. Es cierto que ha hecho lo posible para dotar a ese rechazo patriótico a la colaboración en lo inmediato con Noske y Scheidemann con la apariencia de un gesto dictado también por el internacionalismo. Pero la fraseología de las resoluciones de Estrasburgo no puede borrar, ni incluso atenuar, el valor del hecho que, en las filas de la mayoría del partido en Estrasburgo, no figuran los comunistas mientras que, por el contrario, en ellas se encuentran todos los chovinistas conocidos. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, organización en competencia con la socialdemocracia patriótica, se ve obligado a llevar adelante contra ésta una lucha abierta tanto ideológica como política, en su prensa y en sus reuniones: con este hecho, a pesar del carácter archioportunista de sus diarios y jefes, contribuye a hacer revolucionarias a las masas de trabajadores. En Francia, por el contrario, se observa en estos últimos tiempos un acercamiento entre la antigua mayoría y la antigua minoría longuetista, y la cesación de toda lucha ideológica, política y organizativa entre ellas.
Bajo estas condiciones, la cuestión de la adhesión del Partido Socialista Francés a la III Internacional presenta todavía más dificultades y peligros que la de la socialdemocracia independiente alemana.
Al Partido Socialista Francés, en la medida en que actualmente plantea en la práctica el interrogante de su entrada en la III Internacional, es necesario proponerle preguntas claras y nítidas, definidas de acuerdo con las consideraciones expuestas más arriba. Al interrogante de la entrada del Partido Socialista Francés en la organización comunista internacional solamente se le puede dar un contenido real con respuestas francas y precisas, confirmadas por el «partido», es decir por sus elementos responsables.
Podrían ser, por ejemplo, las siguientes preguntas:
1.- ¿Sigue reconociendo, como lo hizo en el pasado, el deber de defensa nacional del Partido Socialista respecto al estado burgués? ¿Considera admisible apoyar a la república burguesa francesa en sus eventuales conflictos militares con otros estados? ¿Ve admisible el voto a los créditos militares, tanto actualmente como en el caso de una nueva guerra mundial? ¿Renuncia categóricamente a la consigna traidora de defensa nacional, sí o no?
2.- ¿Considera admisible la participación de los socialistas en los gobiernos burgueses, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra? ¿Considera admisible que el grupo parlamentario socialista, la fracción socialista en el Parlamento, pueda apoyar, directa o indirectamente, al gobierno burgués? ¿Considera posible tolerar mucho más tiempo en las filas de su partidos a hombres indignos, que venden sus servicios a los gobiernos capitalistas, a las organizaciones del capital, a la prensa capitalista y que los sirven en calidad de funcionarios responsables de la liga de bergantes bautizada Sociedad de Naciones, como a Albert Thomas, redactores de la prensa burguesa, como Alexandre Varenne, abogados o defensores en el parlamento de los intereses capitalistas como Paul-Boncour y otros? ¿Sí o no?
3.- Estando dada la violencia que el imperialismo francés ejerce sobre pueblos débiles y en particular sobre los pueblos coloniales atrasados de áfrica y Asia, ¿considera su deber llevar adelante una irreconciliable lucha contra la burguesía francesa, su parlamento y ejército, en las cuestiones del pillaje del mundo? ¿Se compromete a apoyar esta lucha con todos los medios a su disposición, en todos los lugares donde surja, en particular bajo forma de insurrección abierta de los pueblos coloniales oprimidos contra el imperialismo francés? ¿Sí o no?
4.- ¿Considera que es necesario desencadenar una lucha sistemática y sin merced contra el sindicalismo francés oficial, el cual se orienta sin reserva alguna hacia la concordia económica, la colaboración de clases, el patriotismo, etc., y substituye hoy en día deliberadamente la lucha a favor de la expropiación revolucionaria de los capitalistas y de la dictadura del proletariado por un programa de nacionalización de los ferrocarriles y minas por el estado capitalista? ¿Considera como un deber del Partido Socialista desarrollar entre las masas obreras (en estrecha relación con Loriot, con Monatte, con Rosmer) una agitación a fin de desembarazar al movimiento obrero francés de los Jouhaux, Dumoulin, Merreheim y otros traidores a la clase obrera? ¿Sí o no?
5.- ¿Cree usted posible aguantar la presencia en las filas del partido socialista de hombres que predican la pasividad y que paralizan la voluntad revolucionaria del proletariado inculcándole la idea que el «momento actual» no es favorable para la instauración de su dictadura? ¿Considera, por el contrario, su deber denunciar a las masas obreras el engaño según el cual el «momento actual», de acuerdo con la interpretación de los agentes de la burguesía, nunca es propicio para la desaparición de la burguesía: ayer porque se trataba de la defensa nacional, hoy en día porque es preciso curar las llagas abiertas por los hitos de la defensa nacional, y mañana porque el trabajo de reconstrucción de la burguesía habrá provocado una nueva guerra y habrá resucitado de golpe el deber de la defensa nacional? ¿Piensa que el partido socialista debe comenzar sin más tardanza una verdadera preparación para el asalto revolucionario contra la sociedad burguesa a fin de apoderarse, en el plazo más breve, del poder de estado? ¿Sí o no?
Antes de la guerra, el Partido Socialista Francés se presentaba, en sus cúspides dirigentes, como la expresión más completa y acabada de todos los aspectos negativos de la II Internacional: aspiración permanente a la colaboración de clases (nacionalismo, participación en la prensa burguesa, voto de los presupuestos y de la confianza a gobiernos burgueses, etc.), actitud desdeñosa o indiferente hacia la teoría socialista, es decir hacia las tareas fundamentales socialistas-revolucionarias de la clase obrera, superstición respeto a los ídolos de la democracia burguesa (la República, el Parlamento, el Sufragio Universal, la responsabilidad gubernamental, etc.), internacionalismo de ostentación y puramente decorativo junto a una extrema mediocridad nacional, al patriotismo pequeño burgués y, a menudo, un grosero chovinismo.
La forma más clara de protesta contra esos aspectos del partido socialista fue el sindicalismo revolucionario francés. Como la práctica del reformismo y patriotismo parlamentarios se disimulaba tras los despojos de un pseudomarxismo, el sindicalismo se esforzaba en apuntalar su oposición al reformismo parlamentario con una teoría anarquista adaptada a las formas y métodos del movimiento sindical de la clase obrera.
La lucha contra el reformismo parlamentario devenía, así, una lucha no solamente contra el parlamentarismo sino contra la «política» en general, una pura negación del estado en tanto que tal. Se proclamaba que los sindicatos eran la única forma revolucionaria legítima y auténtica del movimiento obrero. A la representación de tipo parlamentario, al hecho de sustituir en los pasillos a la clase obrera por elementos que el eran extraños, se oponía la acción directa de las masas obreras, se atribuía el papel decisivo a la minoría con iniciativa en tanto que órgano de esta acción directa.
Esta breve caracterización del sindicalismo muestra que éste se esforzaba en darle una expresión a las necesidades de la época revolucionaria que se acercaba. Pero errores teóricos fundamentales (los mismos del anarquismo) hacían imposible la creación de un sólido núcleo revolucionario, bien soldado ideológicamente y capaz de resistir efectivamente las tendencias patrióticas y reformistas.
La caída del sindicalismo francés en el social-patriotismo se produjo paralelamente a la del partido socialista. En la extrema izquierda del partido, la bandera de la insurrección contra el social-patriotismo la desplegó el pequeño grupo dirigido por Loriot. En la extrema izquierda del sindicalismo, el mismo papel recayó sobre el pequeño grupo de Monatte y Rosmer; entre los dos se estableció muy pronto el lazo necesario, tanto en el plano ideológico como organizativo.
Hemos indicado que la mayoría longuettista, sin fuerza ni substancia, se confunde con su minoría renaudeliana.
En lo concerniente a la minoría sindicalista que, en el último congreso de Lyon, alcanzaba casi, y sobre determinadas cuestiones, a la tercera parte de los delegados presentes, constituye una corriente aún muy mal definida, en la que los comunistas revolucionarios se codean con anarquistas, que todavía no han roto con las viejas supersticiones, y «longuettistas» del socialismo francés. Las supersticiones anarquistas contra la toma del poder son allí aún muy vigorosas y, en numerosos de ellos, son simplemente el miedo ante la iniciativa revolucionaria y la ausencia de voluntad de acción que se disimulan tras este escudo. De esta minoría sindicalista salió la idea de la huelga general concebida como el medio para imponer la nacionalización de los ferrocarriles. El programa de nacionalización planteado, de acuerdo con los reformistas, como una consigna de colaboración con las clases burguesas, se opone en su esencia, en tanto que consigna que interesa a toda la nación, al puro programa de clase que no puede ser otro más que la expropiación revolucionaria por la clase obrera los capitales de los ferrocarriles y de otras empresas. Precisamente el carácter «conciliador» y oportunista de esta consigna impuesta a la huelga general, lo que ha paralizado el impulso revolucionario proletariado, provocando su falta de seguridad y sus dudas, y, finalmente, lo ha obligado a retroceder, indeciso, ante la acción de un medio tan extremo como una huelga general que le pedía el más grande de los sacrificios en nombre de un objetivo puramente reformista, cogido prestado del arsenal del radicalismo burgués.
La forma clara y nítida con la que los comunistas plantean los problemas revolucionarios es la única capaz de aportar la necesaria claridad a la misma minoría sindicalista, de librarla de las supersticiones y compañeros de suerte y (esto es lo principal) de suminístrales a las masas proletarias revolucionarias un programa preciso de acción.
Agrupamientos exclusivamente formados por intelectuales como Clarté son muy sintomáticos de los períodos pre-revolucionarios en los que una pequeña fracción (la mejor) de los intelectuales pequeñoburgueses, presintiendo el acercamiento de una profunda crisis revolucionaria, se separa de la clase dominante en plena descomposición y se lanza a la búsqueda de otra orientación ideológica. Conforme a su naturaleza de intelectuales, estos elementos, naturalmente inclinados al individualismo, a la diseminación en pequeños grupos que descansan sobre afinidades o lazos personales, no son capaces de elaborar, y aún menos de aplicar, un sistema preciso de ideas revolucionarias: en consecuencia, reducen su trabajo a una propaganda abstracta y puramente idealista, vagamente pintada con un comunismo anegado por consideraciones puramente humanitarias. Sintiendo sinceramente muchas simpatías hacia el movimiento comunista de la clase obrera, los elementos de este tipo a menudo se desvían, sin embargo, del proletariado en el momento más agudo, cuando las armas de la crítica dejan paso a la crítica de las armas: le devuelven su simpatía al proletariado cuando éste, habiendo tomado el poder, tiene de ahí en adelante la posibilidad de desplegar en el dominio cultural su genio creador. La tarea del comunismo revolucionario consiste en explicarle a los obreros avanzados el valor, en tanto que síntomas, de tales agrupamientos, al mismo tiempo que los critica por su pasividad idealista y su mediocridad. En ningún caso, los obreros avanzados pueden agruparse como una especia de coro alrededor de intelectuales que hacen de solistas: cueste lo que cueste deben crear una organización autónoma que trabaje independientemente de los flujos y reflujos de la simpatía de los intelectuales burgueses, incluso tratándose de los mejores de ellos.
En Francia es necesario actualmente, al mismo tiempo que revisar radicalmente la teoría y política del socialismo parlamentario, revisar igualmente de forma decidida la teoría y práctica del sindicalismo, a fin que sus anticuadas supersticiones no obstaculicen el desarrollo del movimiento comunista revolucionario.
a) Es evidente que si el sindicalismo francés persiste en su «negación» de la política y del papel del estado ello equivaldrá a capitular ante la política de la burguesía y ante el estado capitalista. No es suficiente con negar el estado. Hay que apoderarse de él para poder destruirlo. La lucha por la posesión del estado es la política revolucionaria. Renunciar a eso es renunciar a las tareas fundamentales de la clase revolucionaria.
b) La «minoría de iniciativa», a la que la teoría sindicalista le abandona la dirección, poniéndola, de hecho, por encima de las organizaciones sindicales de masas obreras, no puede existir sin tomar forma. Ahora bien, si se organiza con reglas a esta minoría de iniciativa de la clase obrera, si se la suelda con una disciplina interna que repose en las necesidades inexorables de la época revolucionaria, si se le arma con una doctrina justa, con un programa científicamente elaborado de la revolución proletaria, se obtendrá, precisamente, un partido comunista, situado por encima de los sindicatos como de todas las otras formas del movimiento obrero, fecundándolas con sus ideas y dándoles una dirección de conjunto de su trabajo.
c) Los sindicatos que agrupan a los obreros de rama de industria no pueden devenir los órganos de la dominación revolucionaria del proletariado. La minoría de iniciativa (el partido comunista) no puede encontrar tal aparato más que en los soviets, que agrupan a los obreros de todas las ramas de industria, de todas las profesiones y, por eso mismo, ponen en primer plano los intereses fundamentales comunes, es decir los intereses socialistas-revolucionarios del proletariado.
De todo esto se deduce la imperiosa necesidad de crear un partido comunista que realice en su seno la fusión total del ala revolucionaria del partido socialista y del destacamento revolucionario del sindicalismo francés. El partido debe crear su propio aparato, perfectamente autónomo, rigurosamente centralizado, independiente tanto del partido socialista como de la CGT y de los sindicatos locales.
La situación actual de los comunistas franceses, que constituyen una oposición interna, a la vez en la CGT y en el partido socialista, priva al comunismo francés de su papel de factor autónomo, lo convierte en complemento (negativo) de los órganos existentes, partido y sindicato, que así permanecen como esenciales. Esta situación le priva de la combatividad necesaria, de la inmediata ligazón con las masas y de la autoridad de una dirección.
El comunismo francés debe a todo precio salir de esta fase preparatoria. El medio es comenzar inmediatamente la construcción de un partido comunista centralizado y, ante todo, fundar sin tardanza diarios en los principales centros obreros, diarios que, a diferencia de los actuales publicaciones semanales, no sean órganos de crítica interna de las organizaciones y de propaganda abstracta, sino órganos de agitación revolucionaria directa y de dirección política de las masas proletarias.
La creación de un partido comunista militante en Francia es una cuestión de vida o muerte para el movimiento revolucionario del proletariado francés.
La situación de Francia está plagada de profundas contradicciones. A veces éstas parecen incluso algo enigmáticas. No contamos con la información suficiente como para poder entender todos los zigzags del proceso interno francés. Hace pocas semanas, por la radio nos enteramos de huelgas, manifestaciones, estallidos, todos éstos, indicios del avance de la creciente oleada revolucionaria. Al mismo tiempo, los últimos cables nos informan que la reacción imperialista se ha apuntado una victoria completa en las elecciones parlamentarias. A primera vista ¡qué flagrante contradicción! Y sin embargo, la teoría del comunismo, el marxismo, la explica bien y esta contradicción corrobora de manera sorprendente la corrección de esta teoría.
El parlamentarismo es un instrumento de la dominación burguesa que se hace tanto más obsoleto cuanto más se profundiza la revolución proletaria. En la medida en que el movimiento obrero francés comienza a transitar las primeras etapas de la guerra civil, los medios y procedimientos del parlamentarismo se vuelven, cada vez más abiertamente, patrimonio de las camarillas capitalistas, su aparato de autodefensa clasista.
La victoria electoral de la reacción partidaria de Clemenceau no refuta la proximidad de la revolución proletaria en Francia, por el contrario, constituye su confirmación más evidente. Al mismo tiempo, estos contrastes mutuamente complementarios, el crecimiento de la reacción en el parlamento y el de la insurrección en las calles, son una prueba incontrovertible de que en Francia, en la tierra de la así llamada «república democrática», el gobierno del proletariado no se realizará jamás a través del mecanismo de la democracia burguesa sino de la abierta dictadura de clase, que será tanto más cruel cuanto más frenética sea la resistencia de la burguesía imperialista.
¿En qué medida está la Francia[44] revolucionaria preparada política y organizativamente para la dictadura del proletariado?
Es necesario comenzar por reconocer las dificultades enormes que se deben superar en este sentido. Francia ha sido tradicionalmente el país de las sectas socialistas y anarquistas del movimiento obrero, siempre enfrascadas en destructivas disputas. La unidad del Partido Socialista se ganó y aseguró sólo después de las luchas fratricidas más crueles, pocos años antes de la guerra imperialista. Ambas alas, la derecha y la izquierda, anhelaban por igual la unidad. Mientras tanto, la experiencia de la guerra reveló que tanto el Partido como los sindicatos franceses estaban completamente corroídos por el conciliacionismo, el chovinismo y todos los otros prejuicios reaccionarios pequeño-burgueses que existen en este ancho mundo.
El proletariado francés cuenta con un glorioso pasado revolucionario. La naturaleza y la historia lo han dotado de un soberbio temperamento combativo. Pero al mismo tiempo, ha conocido demasiadas derrotas, desilusiones, perfidias y traiciones. Antes de la guerra, la unidad del partido socialista y de la organización sindical fue su última gran esperanza. Esta ilusión, al marchitarse, tuvo un efecto perjudicial sobre la conciencia de los obreros de vanguardia, y el movimiento proletario de Francia se hundió en una parálisis frenadora. Hoy, cuando masas nuevas, y aún políticamente inexpertas, presionan sobre los pilares de la sociedad burguesa, la incongruencia entre la vieja organización y las tareas objetivas del movimiento se va revelando en toda su fuerza. De aquí surge no sólo la probabilidad sino, también, la inevitabilidad de que poderosos movimientos de masas se desarrollen antes de que la nueva organización esté preparada para dirigirlos.
Es evidente la urgencia de crear, de antemano, bases organizativas por todos los distritos, puntos de apoyo organizativos con la necesaria independencia, no limitados por la disciplina política y sindical de las viejas organizaciones, y capaces de tomar rápidamente su lugar a la cabeza del movimiento. Nuestros camaradas franceses están totalmente dedicados a esta tarea. Si al comienzo los agrupamientos revolucionarios se mostraron demasiado débiles como para dar una auténtica dirección al movimiento, en una etapa posterior, después de la primera oleada revolucionaria, rápidamente ganarán fuerzas, crecerán y se consolidarán en el curso de la propia lucha.
En la medida en que uno puede juzgar desde tan lejos, me parece que esta doble tarea de construir la organización prácticamente de nuevo, asumiendo el mismo tiempo la dirección de un movimiento de masas que se desarrolla velozmente, representa la dificultad principal para llevar a cabo hoy la labor revolucionaria en Francia.
«Las huelgas» dice el valiente sindicalista revolucionario Monatte, «estallan por todos lados». Pero su bancarrota interna «no permite a la Confederación General del Trabajo (CGT) dirigirlas». Es necesario un nuevo aparato. Sin embargo, es imposible postergar el movimiento hasta que se cree la organización dirigente necesaria. Por otra parte, estas huelgas espontáneas, que tienden a transformarse en acontecimientos revolucionarios decisivos, no pueden triunfar sin una organización revolucionaria genuina, que no mienta a los obreros, que no los engañe, que no se oculte de ellos ni les tire arena a los ojos, que no los traiciones en los despachos cerrados del parlamentarismo o del conciliacionismo económico, sino que los dirija hasta el fin sin desvíos. Tal organización aún debe ser creada.
Esto dice La Vie Ouvrière, el periódico de Monatte y Rosmer: «¿Hacia dónde vamos? De la insatisfacción a una insatisfacción mayor, de huelga en huelga, de huelgas semi económicas, semi políticas, a huelgas de carácter puramente político. Vamos directamente hacia el derrocamiento de la burguesía, esto es, la revolución. Las masas insatisfechas están avanzando a grandes pasos por este camino.»
Los representantes revolucionaros del proletariado francés, conjuntamente con el núcleo central comunista (tanto de origen socialista como sindicalista) que, aunque numéricamente escasos, poseen un conocimiento claro y consciente de los objetivos del movimiento, tienen como tareas la de integrar firmemente a aquellos dirigentes que pasan a primera fila en las huelgas, demostraciones y, en general, en todas las manifestaciones del genuino movimiento de masas. Sin temor a las dificultades, la tarea consiste en asumir ya mismo la dirección de este movimiento espontáneo, y en consolidar, sobre este terreno, a la propia organización como aparato del alzamiento del proletariado.
Esto presupone una ruptura completa con la disciplina de aquellas organizaciones contrarrevolucionarias por esencia, es decir, en relación con las tareas básicas del movimiento: los partidos de Renaudel-Longuet y los sindicatos de Jouhaux-Merrheim.
Ante el llamado a la huelga del 21 de junio para protestar por la intervención de la Entente en Rusia, la respuesta de las masas obreras fue muy pobre. Pero no se debe culpar de esto a los obreros. En los últimos años, los trabajadores en general, y los franceses en particular, han sido engañados frecuentemente con ingenio más diabólico y con consecuencias más trágicas que en cualquier otro momento histórico. La mayoría de los dirigentes que citaban de memoria frases conocidas convocando a los obreros a la lucha contra el capitalismo, se pusieron abiertamente la librea del imperialismo en el otoño de 1914. Los sindicatos oficiales y los partidos, a los que los obreros de vanguardia se habían acostumbrado a asociar con la idea de la emancipación, se transformaron en instrumentos del capitalismo. Este hecho, no sólo ha creado a la clase obrera dificultades organizativas increíbles sino que, también, se convirtió en la causa de una profunda catástrofe ideológica; la posibilidad de que se supere está en proporción inversa al rol jugado por la vieja organización en la vida de las capas de vanguardia del proletariado.
La clase obrera lucha heroicamente para lograr levantarse después de la caída, y sobreponerse a los efectos del golpe. De ahí, entonces, la afluencia sin precedentes hacia los sindicatos. Pero, al mismo tiempo, una clase obrera ideológicamente desarmada y políticamente confusa, se está forjando con dificultad una nueva orientación. Pero esta labor no será fácil; por el contrario, no podrá realizarse si los dirigentes revolucionarios mantienen una posición de transición durante largo tiempo, si no aparecen ante las masas con la independencia y resolución necesarias, sino que se mantienen sumergidos en el trasfondo general de las viejas organizaciones partidarias y sindicales.
Cualquiera sea la razón que explique la tendencia a preservar la unidad de la vieja organización, para las masas revolucionarias debe resultar incomprensible que aquéllos que las llaman a la revolución sigan sentándose a la misma mesa con individuos que las han engañado, especialmente con aquellos que tan descarada y vergonzosamente las traicionaron durante la guerra. La masa revolucionaria valora enormemente su propia unidad en la lucha, pero es dudoso que entienda fácilmente la unidad de los luchadores revolucionarios con la pandilla de Jouhaux-Merreheim y de Renaudel-Longuet.
Bajo las condiciones actuales, la consigna de preservar la unidad surge de la psicología de la organización oficial: dirigentes, presidentes, secretarios, parlamentarios, periodistas y, en general, funcionarios del aparato de la vieja democracia obrera sindical y parlamentaria, que sienten que se mueve el suelo bajo sus pies. Sin embargo, el proletariado hoy tiene la posibilidad de elegir, ya sea desintegrarse por completo, atomizándose y dejando el lugar a los privilegiados adherentes al imperialismo triunfante, o unir sus filas para lazarse contra el capitalismo. La clase obrera necesita unirse en la lucha revolucionaria, en el levantamiento de clase. La unidad de organizaciones que apenas sobreviven se vuelve, cada vez más, un obstáculo en este camino. Las masas desequilibradas por la guerra necesitan hoy más que en cualquier otro momento del pasado, claridad en las ideas, precisión en las consignas, un camino recto y dirigentes que no oscilen. La táctica basada en preservar la unidad de las viejas organizaciones, crea una caricatura de parlamentarismo en las organizaciones obreras que están bajo la dirección tradicional; es como si hubiera «gabinetes ministeriales» con una oposición, con normas fijadas estatutariamente, investigaciones oficiales, votos de confianza, etc., etc. Al establecer vínculos con los conciliacionistas a través de una organización unificada, la oposición comunista depende de la voluntad de la mayoría conciliacionista en todas las cuestiones fundamentales, y gasta su energía en adaptarse al «parlamentarismo» sindical y partidario. Los sucesos e incidentes minúsculos de una lucha interna en la organización, adquieren así una importancia desproporcionada a expensas de las cuestiones básicas del movimiento revolucionario de masas.
La caricatura de «parlamentarismo» en las organizaciones obreras produce consecuencias ulteriores. Secretarios, presidentes, ministros socialistas, periodistas y diputados acusan a la oposición de tratar de apoderarse de sus sillones y de sus carteras ministeriales. La oposición se defiende y frecuentemente termina firmando declaraciones de «estima» a los dirigentes del bando opuesto, subrayando concienzudamente que su lucha es contra «los principios» y no contra «las personas». A su vez, esto hace que los conciliadores se afiancen en los puestos que ocupan.
La Vie Ouvrière del 24 de septiembre sostiene que el voto de confianza en el Congreso de los Obreros Metalúrgicos no tenía el objetivo de suscribir la política de la dirección conciliadora sino de expresar confianza y simpatía personal a los secretarios. En otras palabras, fue un voto de sentimentalismo pequeño-burgués y no de una valiente política de clase. El camarada Carron demuestra fehacientemente en su artículo que quienes votaron de esta forma, y sobre todo las masas que los siguieron, están completamente identificados con los partidarios de la Tercera Internacional. Si, a pesar de ello, votaron confianza en la dirección, se debe únicamente a que los falsos argumentos, dirigidos a probar que uno debe luchar contra las ideas y no contra las personalidades, los están confundiendo. En definitiva, con su voto de confianza a Merrheim han contribuido a mantener, en un puesto de responsabilidad, a un hombre que defiende el oportunismo, la conciliación y la obsecuencia al capitalismo.
En el Congreso de los Trabajadores de Correos y Telégrafos, la política conciliacioniststa de la dirección se aprobó por 197 votos contra 23, con 7 abstenciones. Un miembro de la dirección, el internacionalista Victor Roux, escribe que un gran número de los delegados simplemente sentía simpatía personal hacia el secretario del sindicato, el conciliador Borderes, cuyo valor moral, según se afirma, está más allá de toda discusión. «Personalmente, reconozco», dice el autor, «que ha prestado grandes servicios a la organización, en tiempos difíciles»¦» Y así por el estilo. (La Vie Ouvrière, 15 de septiembre de 1919)
Jouhaux, Renaudel, Longuet, Merrheim y sus semejantes, al margen de los «servicios» que hayan prestado en el pasado, se comportan hoy como parte integrante del sistema burgués y constituyen, en realidad, su apoyo más importante.
El eje del conjunto de su actividad está en su interés de exagerar, ante el proletariado, todas y cada una de las concesiones de la burguesía, ya que, después de todo, éstas son el fruto de su diplomacia de clase. Aunque critican al capitalismo, lo embellecen, y su conclusión final, a pesar de todos los ejercicios oratorios, es la necesidad de adaptarse a él, es decir, someterse al dominio capitalista.
El crimen principal de la jerarquía del sindicalismo reinante, como lo ve correctamente Alfred Rosmer, radica en que los dirigentes sindicales «han reemplazado la acción directa de la clase obrera por la solicitud de favores al gobierno». Sin embargo, no se puede cambiar esta táctica contrarrevolucionaria «solicitándolo» a los social-imperialistas del movimiento político y sindical. Mientras Jouhaux, Renaudel, Marrheim y Longuet están ocupados convenciendo a los capitalistas y a los diputados burgueses de que es necesario hacer concesiones a la clase obrera, los auténticos representantes del proletariado no pueden perder su tiempo convenciendo a Renaudel y Longuet de la necesidad de la lucha revolucionaria. Para sacarse de encima a los capitalistas y a los diputados burgueses, la clase obrera debe echar a los Renaudel y a los Longuet de sus organizaciones.
Se debe conducir la lucha contra ellos no como si se tratara de una riña familiar o una discusión académica sino de manera adecuada a la gravedad de la cuestión, de modo que el abismo que nos separa de los social-imperialistas aparezca ante las masas en toda su profundidad.
Nuestra tarea consiste en utilizar hasta el fin las espantosas lecciones de la guerra imperialista. Tenemos que inculcar en la conciencia de las masas las experiencias del último período y hacerles comprender que les será imposible seguir viviendo por mucho tiempo en los marcos del capitalismo. Es necesario irritar al máximo el odio naciente de las masas hacia el capitalismo, hacia los capitalistas, hacia el estado capitalista y sus órganos, y también a todos aquellos que defienden al capitalismo, que tratan de ocultar sus llagas pestilentes, de restar importancia a sus crímenes.
Después de la fracasada demostración del 21 de junio, Monatte escribió:
«De aquí en adelante, las masas sabrán que no es posible vacilar ni engañarse con esperanzas falsas por más tiempo; y que es necesario depurar implacablemente el personal de los sindicatos.» (La Vie Ouvriere, 25 de junio de 1919)
En política, la lucha contra los principios falsos implica inevitablemente una lucha contra aquellos individuos que los personifican. Regenerar el movimiento obrero significa expulsar de sus filas a todos los que se han deshonrado con la traición y la perfidia, a todos los que han socavado la fe de las masas obreras en las consignas revolucionarias, vale decir, en su propia fuerza. En cuestiones de este tipo, la indulgencia, el sentimentalismo y la blandura se pagan sacrificando los intereses vitales del proletariado. Las masas que despiertan exigen que las cosas se digan en voz alta, que se las llame por su nombre, que no haya medios tonos indefinidos sino límites políticos claros y precisos, que los traidores sean boicoteados y despreciados, y que su lugar sea ocupado por revolucionarios entregados a la causa en cuerpo y alma.
La camarada Luisa Saumoneua[45] describe así la lucha por extender la influencia de las ideas de la Tercera Internacional, durante las elecciones recientes:
«La propaganda entre las masas, tanto dentro como fuera de las organizaciones, podemos realizarla más fácilmente en los grandes actos públicos durante las elecciones»¦ La resistencia a la internacional revolucionaria tiene su apoyo principal entre los viejos cuadros que tan pobremente han pilotado la nave de nuestro partido en el período de la guerra. Nuestros jóvenes y ardientes camaradas, llenos de celo revolucionario, deben esforzarse en adquirir los hábitos prácticos y la experiencia indispensables para una organización que funcione bien. Este conocimiento se adquiere muy fácilmente, y sin embargo, bajo las condiciones actuales de lucha, sirve de cobertura para todo tipo de nulidades y para mantener la influencia fatal de algunas momias vivientes en nuestras organizaciones. Las fuerzas de la juventud deben alentar en todas partes a la clase revolucionaria que ha surgido para combatir por la causa de la Tercera Internacional; deben afirmarse en todas partes, y, aunque sea preciso echarlos, reemplazar a todos aquéllos que están marcados por cuatro años de renuncia al socialismo»¦»
Estas palabras muestran, con mucha claridad, una comprensión total de la necesidad de eliminar de la dirección a todos aquellos individuos que encarnan el estancamiento y la muerte en el movimiento revolucionario, en la lucha contra las ideas reaccionarias.
Los «dirigentes» en bancarrota del socialismo y del sindicalismo, revolucionarios de palabra hasta ayer, hoy dóciles capituladores, echan la culpa de su propia traición, no a sí mismos, sino»¦ al proletariado.
En el Congreso de Lyon, Bidégarry, secretario de la Federación de Ferroviarios, culpó a las masas obreras de todo lo sucedido. «Es cierto que los sindicatos han crecido numéricamente. Pero, entre los obreros organizados, hay muy pocos sindicalistas (es decir, revolucionarios conscientes). La gente sólo se preocupa por sus intereses inmediatos.»
«En cada ser humano», dice Bidégarry con espíritu filosófico, «hay un pequeño cerdo dormido».
De manera similar, Rouger, delegado de Limoges, culpa de todo al proletariado. El proletariado está en falta. «Las masas no están suficientemente esclarecidas. Se unen a los sindicatos con el único objeto de lograr un aumento de salarios.»
Merreheim, secretario del Sindicato de Obreros Metalúrgicos, alardea en la tribuna de los oradores sobre su «conciencia tranquila». Fue a Zimmerwald como si se tratase de un banquete sindical. Por así decirlo, fue una especie de pequeño peregrinaje pacifista, realizado para absolver su propia conciencia. Merrheim luchó. Pero no pudo despertar a las masas. «No, no he sido yo quien traicionó a la clase obrera, sino la clase obrera quien me traicionó a mí». ¡Estas son sus palabras textuales!
El sindicalista Dumoulin, un «honesto» regenerado del tipo de Marrheim, zimmerwaldiano cuando el estallido de la guerra, hoy digno compañero de ruta del secretario general Jouhaux, declaró en el Congreso de Tours del Sindicato de Maestros, que Francia no estaba preparada para la revolución, pues las masas aún no han «madurado». No contento con esto, Dumoulin cayó sobre los maestros internacionalistas, culpándolos por el»¦ atraso del proletariado; como si la educación de las masas trabajadoras tuviera su origen en la miserable escuela burguesa para niños proletarios y no en la poderosa escuela de la vida, bajo la influencia de los patrones, el gobierno, la iglesia, la prensa burguesa, los parlamentarios y los «pobres pastores» del sindicalismo.
Los renegados, los cobardes y los escépticos que han llegado a la completa degradación siguen repitiendo sin cesar la frase: «Las masas no han madurado». ¿Qué conclusión se saca de esto? Sólo una: la renuncia al socialismo, no temporaria sino total. Porque si las masas, que han pasado por la larga escuela preparatoria de la lucha política y sindical y por los cuatro años de carnicería, no han madurado para la revolución, ¿cuándo y cómo madurarán entonces? ¿Quizás Merrheim y los otros piensan que el victorioso Clemenceau ha de crear, entre murallas del estado capitalista, una red de academias para la educación socialista de las masas? Si el capitalismo reproduce las cadenas de la esclavitud asalariada de una generación a la siguiente, entonces el proletariado, en sus capas más profundas, arrastra la oscuridad y la ignorancia de generación en generación. Si las masas proletarias pudieran alcanzar un desarrollo mental y espiritual elevado bajo el capitalismo, entonces éste no sería tan malo y no habría necesidad de una revolución social. El proletariado necesita una revolución precisamente porque el capitalismo lo mantiene en cautiverio mental y espiritual. Bajo la dirección de las capas más adelantadas, las masas inmaduras han de alcanzar la madurez durante la revolución. Sin la revolución, caerán postradas y la sociedad, en su conjunto, decaerá.
Millones de nuevos obreros están inundando los sindicatos. En Inglaterra, han duplicado el número de sus miembros, que en la actualidad alcanza a 5.200.000. En Francia, el número de sindicados ha crecido de 400.000 en vísperas de la guerra, a 2.000.000. ¿Qué cambios introduce en la política del sindicalismo este crecimiento numérico de los obreros organizados?
«Los obreros únicamente se incorporan a los sindicatos con el objetivo de lograr ventajas materiales», replican los conciliadores. Esta teoría es falsa del comienzo al fin. El gran ingreso de obreros a los sindicatos no es provocado por minúsculas cuestiones cotidianas, sino por el hecho colosal de la Guerra Mundial. El gran cataclismo histórico alertó y alarmó a las masas obreras, no sólo a sus capas superiores sino de conjunto. Cada individuo proletario ha sentido su desamparo ante la poderosa maquinaria imperialista hasta un punto nunca igualado. La urgencia de establecer vínculos, unificar y consolidar fuerzas, se ha manifestado con un poder sin precedentes. De aquí surge la oleada de millones de obreros hacia los sindicatos o hacia los soviets de diputados, es decir, hacia aquellas organizaciones que no exigen una preparación política pero representan la expresión más general y directa de la lucha de clases proletaria.
Perdida la fe en las masas proletarias, los reformistas de la laya de Merrheim-Longuet deben buscar puntos de apoyo entre los representantes «esclarecidos» y «humanitarios» de la burguesía. Y, de hecho, la insignificancia política de esta gente se demuestra en su actitud de éxtasis reverencial ante «el gran demócrata» Woodrow Wilson. Ellos, que se consideran los representantes de la clase obrera, se creen, en serio, que el capitalismo norteamericano puede poner a la cabeza de su estado a un hombre con quien la clase obrera europea pueda marchar de la mano. Aparentemente, estos caballeros nada han oído sobre las razones reales de Estados Unidos para intervenir en la guerra, ni sobre las maquinaciones desmedidas de Wall Street, ni sobre el rol de Wilson, a quien los súper-capitalistas de los Estados Unidos han encargado levantar las consignas del pacifismo filisteo para ocultar sus extorsiones sangrientas. ¿O quizás presumieron que Wilson podría contradecir a los capitalistas y realizar su programa en vida contra la voluntad de los multimillonarios? ¿O contaban quizás con que Wilson, con sus sermones de cura, obligaría a Clemenceau y a Lloyd George a ocuparse de liberar a los pueblos pequeños y débiles y a establecer la paz universal?
No hace mucho tiempo, es decir, luego de la aleccionadora escuela de las negociaciones de «paz» de Versalles, Merrheim lanzó un ataque en la Conferencia de Lyon contra el sindicalista Lepetit, que se había permitido (¡horror de horrores!) referirse a Mr. Wilson en forma irrespetuosa. «Nadie tiene derecho», proclamó Merreheim, «a insultar a Wilson en una convención sindicalista». ¿Cuál es el precio de la tranquilidad de conciencia de Merrheim? Si su envilecimiento no lo pagan los dólares norteamericanos (y admitimos sin problemas que no es así) de cualquier modo es el mismo envilecimiento básico de un lacayo que se humilla ante el «demócrata» hecho poderoso por la gracia del dólar. Verdaderamente, hay que haber llegado hasta el último grado de degradación espiritual para ser capaz de impulsar las esperanzas de la clase obrera en los «hombres honestos» de la burguesía. «Dirigentes» capaces de semejante política nada tienen en común con el proletariado revolucionario. Se los debe echar sin misericordia. «Gente que ha hecho todo esto», dijo Monatte en la Conferencia de Lyon de los sindicalistas, «son indignos de continuar siendo los intérpretes de las ideas del movimiento obrero francés».
Las elecciones parlamentarias francesas constituirán una clara línea divisoria en el desarrollo político de Francia. Estas elecciones significan que los agrupamientos políticos intermedios han sido eliminados. A través del parlamento, la burguesía entregó el poder a la oligarquía financiera, y ésta ha confiado a los generales la tarea de conquistarle el país; completado su sangriento trabajo, los generales, en combinación con los corredores de bolsa, utilizan el aparato parlamentario para movilizar a todos los explotadores y vampiros, a todos aquéllos que arden de codicia y suspiran por el botín, a todos los que se aterrorizaron por el despertar revolucionario de las masas.
El parlamento se ha convertido en el estado mayor general político de la contrarrevolución. La revolución ganó las calles y está tratando de crear su propio estado mayor general extraparlamentario.
La eliminación de los grupos intermedios (los radicales y los radical-socialistas) de la política nacional, lleva inevitablemente al mismo fenómeno en el movimiento obrero. Longuet y Merrheim conservan sus esperanzas en las fuerzas reformistas «esclarecidas» de la sociedad burguesa, cuya bancarrota los condena a muerte, ya que la desaparición de un objeto implica la desaparición de su sombra.
Los infinitos matices, desde Renaudel hasta Loriot, desde Jouhaux hasta Monatte, desaparecerán en poco tiempo. Permanecerán dos agrupamientos fundamentales: Clemenceau y sus seguidores, por un lado; los comunistas revolucionarios por el otro.
Ni siquiera se puede hablar de mantener por más tiempo la unidad aunque sea formal en el partido y en las organizaciones sindicales.
La revolución proletaria debe crear y creará su propio estado mayor central a partir de los socialistas y sindicalistas, reunidos en la tendencia comunista revolucionaria.
Descorazonado y abandonado en el medio del mar por las revoluciones rusa y alemana, Kautsky puso todas sus esperanzas en Francia e Inglaterra, a los que el humanitarismo, ataviado con las vestiduras de la democracia, estaba destinado a conquistar.
En realidad, vemos que en estos países, en las cumbres de la sociedad burguesa, el poder es conquistado por la reacción más monstruosa, reacción que danza entre vahos de chovinismo, mostrando los colmillos y los ojos inyectados en sangre. Y para enfrentarla, el proletariado se está levantando, listo para tomar la más cruel de las venganzas por todas sus derrotas, degradaciones y torturas pasadas. En este combate no habrá cuartel. Será a muerte. La victoria estará del lado de la clase obrera. La dictadura proletaria ha de barrer el montón de basura de la democracia burguesa y ha de preparar el camino para la sociedad comunista.
Ayudada por un feliz accidente, la proverbial amabilidad de Jean Longuet ha puesto ante mis ojos el acta taquigráfica del discurso pronunciado el 18 de septiembre (dos meses antes de las elecciones) por el honorable diputado en la tribuna de la cámara francesa. Este discurso se titula «¡Contra la paz imperialista! ¡Por la revolución rusa!». La lectura de este folleto me ha sumergido durante media hora en el corazón mismo del parlamentarismo en esta época de decadencia de la república burguesa.
Me ha recordado el saludable desprecio que manifestaba Marx hacia la atmósfera emponzoñada del parlamento.
Visiblemente deseoso de ganarse inmediatamente la benevolencia de sus adversarios, Longuet comienza evocando ante sus colegas la moderación y cortesía que siempre le han acompañado en el seno de la honorable asamblea. Se adhiere plenamente a las «consideraciones tan juiciosas que nuestro colega Viviani acaba de desarrollar con una tan notable elocuencia». Sin embargo, cuando Longuet intenta servirse del bisturí de su crítica, los más cínicos chillones del nacionalismo le espetan en la cara «Alsacia-Lorena». Pero el espíritu de conciliación, virtud cardinal de Jean Longuet, le obliga a buscar ante todo un terreno de entendimiento con el enemigo. ¡Alsacia-Lorena! ¿Acaso el mismo Longuet no acaba de decir que saluda en el tratado de paz toda una serie de afortunados párrafos? «Se acaba de aludir a Alsacia-Lorena. Estamos de acuerdo al respecto», y Jean Longuet guarda en el bolsillo de su chaleco un bisturí que más bien parece una lima de uñas.
Para su examen del tratado de paz, Longuet adopta como criterio la idea de patria tal cual está definida por Renan, ese jesuita reaccionario y ateo. Longuet pasa de Renan, que le debe procurar la comunión con el parlamento nacional, al «derecho de los pueblos a disponer de sí mismos», «proclamado por la revolución rusa y adoptado por el presidente Wilson». Precisamente ese principio, sí, señores, ese generoso principio de Renan, de Lenin y de Wilson, es el que Jean Longuet quisiera ver inscrito en el tratado de paz. Pero, «en cierto número de casos [sic], ese derecho de las nacionalidades a disponer de sí mismas no ha sido sancionado», por lo que Longuet se declara apenado.
Este orador tan cortés es tratado, sin embargo, de abogado de Alemania por groseros interpelantes. Jean Longuet se defiende enérgicamente ante la acusación de abogado de la causa de Alemania, es decir de apoyar a un pueblo aplastado y oprimido contra la Francia o, más aún, contra los verdugos que gobiernan y deshonran a Francia.
«Mis amigos en Alemania, exclama Longuet, son los que se rebelan contra el káiser, los que han sufrido años de prisión, y de los que algunos de ellos han ofrecido su vida por la causa que defendemos». ¿De qué causa se trata justamente? ¿La de la burguesía? Longuet olvida precisarlo. Los cadáveres de Liebknecht y de Rosa Luxemburg le sirven de escudo contra los ataques de los imperialistas franceses. En vida, los héroes del comunismo alemán renegaban de los Longuet de toda especie y los censuraban, esos Longuet uncidos al carro nacionalista desde el que reinaba el zar. Muertos, son habilidosamente acaparados por este hombre que saca de ellos, deshonestamente, gloria ante los trabajadores franceses.
Jean Longuet habla después del «elocuente discurso de nuestro amigo Vandervelde». Tres cortas líneas de texto separan el recuerdo del martirio de Liebknecht y Rosa Luxemburg de la referencia a «nuestro amigo Vandervelde». Cuando la vida ha abierto un abismo entre Liebknecht y Vandervelde, dejando subsistir entre estos dos hombres únicamente el desprecio del revolucionario hacia el renegado, el amable Longuet abarca en el mismo abrazo al héroe y al renegado. Esto no es bastante. A fin de darle fuerza de ley a su respeto parlamentario hacia Liebknecht, Longuet llama al rescate al ministro del rey, Vandervelde que ha proclamado (¿quién podría saberlo mejor que él?) que dos hombres han salvado el honor del socialismo alemán: Liebknecht y Bernstein. Pero Liebknecht trataba a Bernstein de miserable lacayo del capitalismo. Pero Bernstein trataba a Liebknecht de loco y criminal. ¿Cómo salir del dilema? Ante ese parlamento agonizante, en esta atmósfera artificial de mentira y prejuicios, Jean Longuet une cortésmente y sin esfuerzo a Liebknecht, Vandervelde y Bernstein, como unía hacía poco a Renan, Lenin y Wilson.
Pero los agentes parlamentarios del imperialismo no muestran ningún interés en seguir al elocuente Longuet en el terreno de entendimiento al que se propone llevarlos. No, no cederán ni un palmo en su posición. Sea cuál sea la opinión de Vandervelde sobre Liebknecht y Bernstein, los socialistas belgas han votado a favor del tratado de paz: «Responda, señor Longuet, ¿los socialistas belgas han votado a favor del tratado de paz? ¿Sí o no?» (¡Muy bien, muy bien!) Ahora bien, el mismo Jean Longuet, a fin de redorar un poco tardíamente su blasón socialista, se prepara para votar contra el tratado del que ha preparado la elaboración con toda su actitud anterior. Por ello simplemente se abstiene de responder al interrogante «¿Sí o no?» Jean Longuet se calla. Aquellos hechos que no se enuncian en la tribuna parlamentaria son tenidos como inexistentes. Nada obliga a Jean Longuet a dar a conocer las acciones indecentes de su «elocuente amigo Vandervelde», mientras que es extremadamente cómodo citar sus discursos trabajados con esmero, ¡de pulido estilo!
¡Y además! ¡Vandervelde! ¡Bélgica! ¡La violación de la neutralidad belga! «Sobre esto somos unánimes», Todos repudiamos este ataque a la independencia de un pequeño país. Es cierto que los alemanes también han protestado (un poco tarde). Por desgracia tal es el curso de la historia. «La conciencia del pueblo, oprimido y engañado, sólo se despierta lentamente, por grados», explica melancólicamente Longuet. ¿No ocurría acaso lo mismo, hace ahora cuarenta y siete años, bajo el Imperio?
Y en el momento en que los vigilantes lacayos del capitalismo ponen la oreja preguntándose si Longuet no iba a decir: «¿Nuestro propio pueblo no sufre acaso hoy en día vuestro yugo? ¿No está engañado, aplastado y envilecido por vosotros? ¿No han hecho ustedes de él el verdugo de las naciones? ¿Se ha vivido jamás una época en la que un pueblo haya ejercido, con la violencia y tiranía de sus gobiernos, un papel más criminal, miserable y deshonroso que el papel ejercido en la actual hora por el pueblo francés completamente esclavizado?», en ese momento preciso, el muy hábil Longuet abandona galantemente al pueblo francés de 1872 para denunciar a la camarilla criminal que engaña, oprime y violenta al pueblo no en el gobierno victorioso de Clemenceau sino en el de Napoleón III, desde hace mucho tiempo ya abatido y cuyas vilezas han sido desde entonces infinitamente superadas.
Pero he aquí que de nuevo brilla en las manos de nuestro diputado el inofensivo bisturí de bolsillo. «Ustedes sostienen a Noske y a sus 120.000 soldados que el día de mañana pueden constituir contra nosotros los cuadros de un potente ejército». ¡Sorprendente reproche! ¿Por qué estos representantes de las finanzas no habrían de apoyar a Noske, centinela de la Bolsa alemana? Les une un odio común contra el proletariado. Pero Jean Longuet no plantea esta cuestión capital. Prefiere asustar a sus colegas con el temor de que el ejército de Noske intervenga «contra nosotros». ¿Contra quién? Noske asesinó a Rosa Luxemburg, Liebknecht y a los espartaquistas. «Contra nosotros», ¿puede que sea contra los comunistas franceses? Ciertamente no, pero sí puede ser muy bien contra la III República, contra la razón social Clemenceau-Barthou-Briand-Longuet.
Y he aquí que reaparece Alsacia-Lorena. De nuevo, «en eso somos unánimes». Es una lástima que no se haya realizado un plebiscito. Y mucho más teniendo en cuenta que «nosotros» no tenemos nada que temer. Por otra parte, se celebrarán las próximas elecciones. Y entretanto, M. Millerand habrá cumplido en Alsacia-Lorena el trabajo preparatorio de educación y depuración a fin que el futuro plebiscito pueda reconciliar definitivamente la conciencia jurídica (talmente cortés) de Jean Longuet y las realidades de la política Foch-Clemenceau. Jean Longuet únicamente suplica que el trabajo de depuración se haga guardando las proporciones, a fin de no «disminuir las profundas simpatías de Alsacia y Lorena hacia Francia». Suavícese usted, señor Millerand, y todo se hará para bien en el mejor de los mundos.
El capital francés se ha apoderado de la cuenca carbonífera del Sarre. Allí ya no es cuestión de la «reparación de los ataques contra el derecho», y ningún celoso informante ha descubierto en ese lugar «profundas simpatías». Estamos en presencia de un acto de bandidismo cometido abiertamente. Longuet está apenado. Longuet está afligido. Y su aflicción no se alimenta exclusivamente de consideraciones humanitarias. «El carbón de la cuenca del Sarre», nos dice, «no es, según los informes de los expertos, de la mejor calidad». ¿No podríamos, pregunta Longuet, obtener de Alemania crucificada el carbón que necesitamos y tomarlo de la cuenca del Ruhr donde éste es de una calidad infinitamente superior? Ello nos habría evitado debates parlamentarios sobre el derecho de las nacionalidades a disponer de sí mismas. El señor diputado no está desprovisto en absoluto del sentido práctico.
Naturalmente, Jean Longuet es internacionalista. Lo proclama, ¿y quién podría saberlo mejor que él mismo? Pero ¿qué es un internacionalista? «Nunca lo hemos entendido como significado de una disminución de las patrias y la nuestra es bastante bella para no necesitar que se le contrapongan los intereses de cualquier otra nación.» (Coro de amigos: ¡Muy bien, muy bien!). El internacionalismo de Jean Longuet no piensa de ninguna manera impedirle a esta bella patria, donde ahora reinan los Foch y los Clemenceau, utilizar el carbón (de excelente cualidad) de la cuenca del Ruhr. Solamente pide que se respete la forma parlamentaria que nos vale, vea usted, la aprobación de todos nuestros amigos.
Jean Longuet pasa enseguida a Inglaterra. Si para apreciar la política de su propio país Jean Longuet se escuda tras Renan, para descender a la arena de la política británica se hace acompañar por la más respetable de las compañías. Teniendo que hablar de Irlanda, «¿No nos estaría permitido hacer memoria de los grandes hombres de estado ingleses, Gladstone y Campbell-Bannermann?» Si Inglaterra hubiese acordado la autonomía para Irlanda, nada hubiese impedido a los dos países formar una federación. Habiendo asegurado así, con los métodos del ilustre Gladstone, la felicidad de Irlanda, Jean Longuet tropieza con nuevas dificultades. Francia también tiene su Irlanda, Longuet nombra a Túnez. «Me permitirán ustedes, señores, recordarles que este país ha ofrecido a Francia, en el curso de la guerra, los más nobles y pesados sacrificios. De los 55.000 combatientes que Túnez dio a Francia, 45.000 han resultado muertos o heridos; esta nación ha conquistado con sus sacrificios el derecho a más justicia y más libertad.» (Coro de amigos: ¡Muy bien, muy bien!). Pobres árabes tunecinos arrojados por la burguesía francesa en el crisol ardiente de la guerra, triste carne de cañón que, sin la menor luz de conciencia, perecía en el campo de batalla de Somme o del Marne (como caballos importados de España o vacas de América), esta repugnante mancha en el inmundo cuadro de la gran guerra es presentada por Jean Longuet como un noble y gran sacrifico que debe recompensarse con la otorgación de algunas libertades. Tras un tierno desvarío sobre el internacionalismo y el derecho de las nacionalidades a disponer de sí mismas, he aquí que se discute el derecho de los árabes tunecinos a una libertad inferior, a una gratificación que la Bolsa francesa, generosa pues está saciada, cediendo a las solicitudes de uno de sus artesanos parlamentarios, ¡arroja a sus esclavos!
Por fin nos dirigimos a Rusia.
Con el tacto propio de él, Jean Longuet dirige en primer lugar un profundo saludo al mismo Clemenceau: «¿Acaso no hemos aplaudido aquí unánimemente al señor Clemenceau cuando nos leyó desde lo alto de la tribuna el párrafo que anula el vergonzoso tratado de Brest-Litovsk?» En el recuerdo del tratado de Brest-Litovsk, Jean Longuet pierde su autocontrol. Truena: «La paz de Brest-Litovsk se mantiene como un monumento de la ignominia y bestialidad del militarismo prusiano.» Las manos de Longuet lanzan rayos parlamentarios contra el tratado de Brest-Litovsk, destrozado hace ya tiempo por la revolución, componiendo, mediante delicadas operaciones críticas del honorable diputado sobre la paz de Versalles, un fondo del más hermoso de los efectos.
Jean Longuet es partidario de la paz con la Rusia de los soviets. No hace falta decir que no aconseja ningún compromiso. ¡No lo quiera Dios! Longuet conoce admirablemente el buen camino para llegar a la paz. Es el que traza el mismo Wilson cuando envía a la Rusia soviética a su encargado de negocios, M. Bullitt.
El alcance y el objetivo de la misión Bullitt son ahora bastante conocidos. Sus condiciones no hacían más que repetir, agravándolas, las cláusulas dictadas en Brest-Litovsk por von Kí¼hlmann y Czernin. En él, se consagraban el desmembramiento de Rusia al mismo tiempo que su pillaje económico. Pero»¦ busquemos mejor otro tema para nuestras variaciones oratorias. Wilson es (¿quién no lo sabe?) partidario del derecho de las nacionalidades a disponer de sí mismas mientras que Bullitt»¦ «Considero al señor Bullit como a un hombre de los más correctos, honestos y bien intencionados.» ¡Qué agradable es conocer por el señor Longuet que la raza de los justos no se ha extinguido todavía en la Bolsa estadounidense y que todavía, en el seno del parlamento francés, hay diputados capaces de estimar en su justo precio la virtud estadounidense!
Habiendo hecho justicia a los señores Celemenceau y Bullit en cuanto a su buena disposición hacia Rusia, Longuet no le niega tampoco su aprobación a la República de los Soviets. «Nadie puede creer [dice] que el régimen de los soviets haya podido mantenerse durante dos años si no tuviese a su favor a las masas profundas del pueblo ruso. Sin ese apoyo no hubiese podido formar un ejército de 1.200.000 hombres, dirigido por los mejores oficiales de la antigua Rusia y que combate con el entusiasmo de los voluntarios de 1793.» Llegamos al punto culminante del discurso de Jean Longuet. Recordando los años de la Convención, se sumerge en la tradición nacional, la utiliza para disimular el antagonismo de clases, comulga con Clemenceau en sus recuerdos heroicos (y crea, bajo mano, la fórmula histórica para una justificación de la aprobación por Europa de la república de los soviets y de su ejército).
Tal es Longuet. Tal es el socialismo oficial francés. Tal es, en su expresión más «democrática», el parlamentarismo de la III República. Rutina y fraseología, mentiras endulzadas, vueltas y rodeos de un abogadillo que confunde la baja altura de su tribuna para haraganes con la inmensa arena de la historia.
En la hora en la que se ha entablado la lucha violenta de las clases, en la que las ideas históricas, armadas hasta los dientes, se juegan su futuro a la suerte de las armas, los «socialistas» del tipo Longuet son una insultante mofa. Acabamos de verlo: Longuet dirige un saludo a derecha, una reverencia a izquierda, una plegaria a Gladstone. Se inclina ante Marx, su abuelo, que despreciaba y odiaba al hipócrita Gladstone, hace el elogio de Vandervelde, el hombre de paja del zar, primer presiente del consejo de la guerra imperialista. Asocia Renan y la revolución rusa, Wilson y Lenin, Vandervelde y Liebsknecht, basa el «derecho de los pueblos» en el carbón del Ruhr y los esqueletos de los árabes de Túnez; después, habiendo cumplido todas esas maravillas, ante las cuales tragar estopa en llamas es sólo un juego infantil, se convierte él mismo en la encarnación cortés del socialismo oficial, el máximo exponente del parlamento francés.
¡Estimado amigo! Ha llegado el momento de acabar con este largo malentendido. Tareas demasiado serias le esperan a la clase obrera, y le esperan en condiciones demasiado difíciles como para que uno pueda tolerar ya el acoplamiento del miserable longuettismo y de esta potente realidad: la lucha del proletariado por el poder.
Por encima de todo necesitamos claridad y verdad. Es necesario que cada obrero sepa muy bien dónde están sus enemigos, dónde están sus amigos, quiénes son los camaradas de armas en los que puede confiar y quiénes son los traidores. Liebknecht y Rosa Luxemburg son de los nuestros. Longuet y Vandervelde deben ser implacablemente rechazados, devueltos a la burguesía corrompida de la que tratan vanamente de separarse para intentar conservar un lugar en la ruta clara que lleva al socialismo. Lo que exige nuestra época son pensamientos claros y palabras francas que preludien gestos francos y actos claros. Lejos de nosotros los ajados decorados del parlamentarismo, sus claroscuros, sus ilusiones ópticas. Lo que es necesario es que el proletariado francés aspire a pleno pulmón el aire de sus calles llenas de luz y de valentía, que tenga en la cabeza ideas claras, una firme voluntad en el corazón, un buen fusil entre las manos. Curarse del longuettismo, he ahí la tarea más imperiosa y más urgente, ordenada por la higiene pública. Y por ello, replicando al discurso de Longuet, me veo animado por sentimiento que el excesivamente cortés lenguaje parlamentario no puede expresar con bastante virilidad. Pero, al final de mi carta, pienso con alegría en la magnífica obra de limpieza que el ardiente proletariado francés llevará a cabo en el viejo edificio social, sucio e infectado de basura por la República burguesa, desde el momento en que aborde la solución a su última tarea histórica.
León Trotsky
Moscú, 18 de diciembre de 1919
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NOTAS
[35] Tomado de A los camaradas de la Liga Espartaco, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[36] Tomado de Una revolución que se prolonga, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[37] Tomado de ¡Viva el Primero de Mayo! ¡Viva el comunismo! A los trabajadores de todos los países, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[38] Tomado de En camino: consideraciones acerca de la revolución proletaria, Marxists Internet Archive / Sección en español / León Trotsky.
[39] He aquí algunas tesis que se podrían proponer para una disertación kautskyana: «Rusia intervino prematuramente en la guerra imperialista. Debería haber permanecido a un lado y dedicado sus energías a desarrollar sus fuerzas productivas sobre la base del capitalismo nacional. Esto habría dado oportunidad a las relaciones sociales de madurar para la revolución social. El proletariado podría haber llegado al poder dentro del marco de la democracia, etc, etc.» A comienzos de la revolución, Kautsky actuó como Comisionado en el Ministerio de Relaciones Exteriores de los Hohenzollern. Es una verdadera lástima que Kautsky no haya actuado como Comisionado del Señor Dios Jehová cuando éste predeterminó los senderos del desarrollo capitalista. L. T.
[40] Tomado de Carta del camarada Trotsky a los camaradas franceses, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[41] Tomado de Las condiciones de admisión, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[42] Tomado de Los agrupamientos en el movimiento obrero francés y las tareas del comunismo francés, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[43] Tomado de El socialismo francés en vísperas de la revolución, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.
[44] Para todas las referencias que realizo en adelante, utilizo los ejemplares recientemente recibidos del semanario sindicalista-revolucionario La Vie Ouvrière, de junio a septiembre de 1919. Este periódico es editado por nuestros amigos franceses Monatte y Rosmer, quienes ni por un momento han arriado su bandera en esta época de la mayor desintegración y cuando buena parte de los autotitulados «dirigentes» reniegan de sus posiciones. L.T.
[45] La camarada Saumoneau está realizando una agitación incansable por las ideas de la Tercera Internacional; junto con el camarada Lorito, está a la cabeza de los comunistas del Partido Socialista de origen no sindical. Hay una vinculación estrecha entre los comunistas sindicalistas y los comunistas-socialistas. Loriot y Saumoneau colaboran en el semanario La Vie Ouvrière. L.T.
[46] Tomado de Jean Longuet, Edicions Internacionals Sedov / Trotsky inédito en internet y en castellano.