Redactado: En 1884.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 8 de marzo
de 2012, Día Internacional de la Mujer.
Fuente de la edicion: Concepción Arenal, La mujer del porvenir, en Wikisource (
http://es.wikisource.org/wiki/La_mujer_del_porvenir
), 2007.
Más bien te preveo hostil que te espero benévolo, lector, a quien por tanto no me atrevo a llamar amigo.
Te presento este librito, y si te propones leerle, me debes agradecer que sea tan breve, porque el asunto es largo, y te aseguro que me ha costado trabajo no decir más sobre él.
He procurado agrupar los argumentos y concentrar las razones para que tengan más fuerza, porque ya se me alcanza que no será poca la resistencia que necesitan vencer.
Los que se dirigen a ti, suelen tener la idea de atraerte a su creencia, a su opinión; mis pretensiones son más modestas: no intento persuadirte ni convencerte; toda mi ambición se limita a que al concluir estas páginas, dudes y digas, primero para ti y después para los otros: «¿Si tendrá razón esta mujer en algo de lo que dice?»
El error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia, es la contradicción: si quisiera ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que puede ser bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca bastante perversa o insensata para permitirle que saque todas sus consecuencias: le opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige; podemos estar seguros de que donde hay contradicción, hay error o impotencia.
Aplicando esta regla al papel que la mujer representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre, vendremos a convencernos de su falta de razón, primero, y de justicia, después.
Una mujer puede llegar a la más alta dignidad que se concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero todavía muy alta, puede ser mártir y santa, y el hombre que la venera sobre el altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del sacerdocio. ¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería que en el templo osara aspirar a la categoría del último sacristán. La lógica aquí sería escándalo, impiedad.
Si del orden religioso pasamos al civil, las contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser empleada en Aduanas o en la Deuda, desempeñar un destino en Fomento o en Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado. En el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera; que pretendiese ocupar los puestos intermedios, sería absurdo. No hay para qué encarecer lo bien parada que aquí sale la lógica1.
En las relaciones de familia, en el trato del mundo, ¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada, ¿cuál es su valor?, ¿cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es mirada con respeto, y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava, otras tiraniza; ya no puede hacer valer su razón, ya impone su capricho. Buscad una regla, una ley moral: imposible es que la halléis en el caos que resulta del choque continuo entre las preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la injusticia y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud, cree en la de su madre; el cínico arriesga la vida en un desafío por defender el honor de su hermana; el que ha hecho muchas víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal un capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano, viene a ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los instintos, la conciencia, se oponen de continuo en la práctica a esas teorías que conceden al hombre superioridad moral sobre la mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo que llama su derecho cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no establece reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la generosidad del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe sin reflexión. Así, pues, en las relaciones domésticas y sociales del hombre y la mujer, como lo que se llama justicia no lo es, ni puede por lo tanto convertirse en regla permanente y respetada, todo está a merced de los afectos y de las pasiones, todo es tan ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido: son, el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa en rededor nuestro, veremos tantas contradicciones como individuos hemos observado.
Si dejando las costumbres pasamos a las leyes, ¿qué es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien triste, porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el padre, y el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser justos, la ley inflexible no se compadece del dolor ni se detiene ante la injusticia. Las contradicciones de la ley pesan sin lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la ley de gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de luz que ha penetrado en obscuridad tan profunda, las leyes civiles consideran a la mujer como menor si está casada, y aun no estándolo, le niegan muchos de los derechos concedidos al hombre.
Si la ley civil, mira a la mujer como un ser inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué la ley criminal le impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué para el derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber se la tiene por igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que obra sin discernimiento, o cuando menos como al menor? Porque la conciencia alza su voz poderosa y se subleva ante la idea de que el sexo sea un motivo de impunidad: porque el absurdo de la inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que le ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que necesariamente tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la verdad y optar por la contradicción. Es monstruosa la que resulta entre la ley civil y la ley criminal; la una nos dice: «Eres un ser imperfecto; no puedo concederte derechos.» La otra: «Te considero igual al hombre y te impongo los mismos deberes; si faltas a ellos, incurrirás en idéntica pena.»
La mujer más virtuosa e ilustrada se considera por la ley como inferior al hombre más vicioso e ignorante, y ni el amor de madre, ¡ni el santo amor de madre!, cuando queda viuda, inspira al legislador confianza de que hará por sus hijos tanto como el hombre. ¡Absurdo increíble!2
Es tal la fuerza de la costumbre, que saludamos todas estas injusticias con el nombre de derecho.
Podríamos recorrer la órbita moral y legal de la mujer y hallaríamos en toda ella errores, contradicciones e injusticias. La mitad del género humano, la que más debiera contribuir a la armonía, se ha convertido por el hombre en un elemento de desorden, en un auxiliar del caos, de donde salen antagonismos y luchas sin fin.
Los problemas de la mujer en sus relaciones con el hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera de la ley lógica. ¿Es esto razonable?, ¿es racional siquiera? No hay más que una razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la pluralidad donde la unidad es necesaria, introduce la injusticia y con ella la desventura.
Si supiera el hombre que nunca se equivoca impunemente, buscaría el acierto con mayor solicitud. Nosotros, que tenemos esta íntima persuasión, procuraremos desvanecer los errores que existen con respecto a la mujer. Tal es el objeto del presente escrito.
Después de haber manifestado que las contradicciones en las leyes y en las costumbres con respecto a la mujer prueban los errores que acerca de ella existen, nos parece lógico investigar si su inferioridad social es consecuencia de su inferioridad orgánica; si así como su sistema muscular es más débil, su sistema nervioso es también más imperfecto; si hay en ella una desigualdad congénita que la rebaja; si su cerebro, en fin, es un instrumento del alma menos apropiado que el del hombre para las profundas meditaciones y los elevados pensamientos.
En los tiempos en que la fuerza material lo era todo, se comprende que la mujer no fuese nada. La inferioridad de sus músculos debía hacer imposible la sanción de sus derechos, y en sociedades formadas por los combates y para los combates, ¿qué consideración había de merecer en la paz la que era inútil en la guerra?
Las sociedades modernas están lejos de haberse limpiado de la lepra de sus preocupaciones. Hijas de la conquista, no han renunciado del todo a la desdichada herencia de su madre, y aun hay leyes que parecen escritas con una lanza, costumbres formadas en el campamento romano, y opiniones salidas del castillo feudal. No obstante, el progreso es visible, la fuerza es cada vez menos fuerte, y en casi todas sus manifestaciones paga tributo a la inteligencia. Aflige, es cierto, ver la profanación de la ciencia aplicada a la guerra y convertida en elemento de destrucción; pero la gran ley providencial no se infringe: la sociedad, como el hombre, se mejora ilustrándose; en su cólera, es menos feroz, y cuanta más ciencia se emplea en la guerra, hay en ella menos crueldad: aun en el campo de la fuerza la victoria corresponde en adelante a los que saben más.
Si mucho en el presente, si más en el porvenir depende de la inteligencia, preciso será discutir si la de la mujer es realmente inferior a la del hombre, y siesta inferioridad es orgánica, o lo que es lo mismo, si es obra de la Naturaleza. Consultemos para esta discusión a un gran maestro de la anatomía y de la fisiología del cerebro, a Gall, y como su opinión está conforme con la de otros muchos, veamos si se halla fundada en hechos y razones, o si el gran observador, tan circunspecto casi siempre, resolvió esta cuestión sin meditarla bastante.
«Sólo por la diferente organización de los dos sexos, dice el Dr. Gall, puede explicarse cómo ciertas facultades son más enérgicas en el hombre y otras en la mujer.
«El cerebro de la mujer está generalmente menos desarrollado en su parte anterior-superior, y por eso, por lo común, las mujeres tienen la frente más estrecha y menos elevada que los hombres.
»Las mujeres, en cuanto a sus facultades intelectuales, son generalmente inferiores a los hombres.
»Si tales debilidades (la superstición y la fe en oráculos, sueños, presagios, etc.) son más bien propios de las mujeres, aunque sean muy instruidas y de talento, la razón es que, generalmente, la parte cerebral anterior-superior adquiere un desarrollo mucho menor en las mujeres que en los hombres, y que, por consiguiente, apenas les ocurre que no puede haber ningún suceso, ningún efecto sin causa.»
Por lo que dejamos copiado, y por otras citas que podríamos hacer de la misma obra, se ve que, en opinión de Gall, la inferioridad intelectual de la mujer es orgánica. Veamos ahora si al afirmarlo así, apoyándose en el menor volumen de la parte anterior-superior de la cabeza de la mujer, no está en contradicción consigo mismo y con los hechos.
«La energía de las funciones (del cerebro) no depende solamente del tamaño de los órganos, sino también de su irritabilidad.
»Las mujeres están dotadas de una irritabilidad más pronta y de una sensibilidad más exquisita.
»La perfección, con la cual los sistemas nerviosos diferentes del encéfalo llenan sus funciones, no depende de ningún modo de la masa mayor o menor del cerebro, sino de su propia organización más o menos perfecta. ¿No vemos ciertos insectos dotados de un tacto, de un oído, de un gusto sumamente delicados, aunque su cerebro es muy sencillo y muy pequeño?
»Vemos, además, que la naturaleza con masas cerebrales extraordinariamente pequeñas, llega a producir los efectos más admirables; ¿quién no recuerda aquí la hormiga, la abeja etc., etc.?
»Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas relativamente a ciertos objetos».
Resulta, pues, que el mismo autor que da como cosa cierta la inferioridad intelectual de la mujer, apoyándose en el volumen menor de su frente, afirma que la energía de las funciones del cerebro no depende solamente de su tamaño; que con masas cerebrales muy pequeñas, la naturaleza produce los efectos más admirables; que la IRRITABILIDAD de los órganos influye en la energía de las funciones, con todo lo demás que acabamos de ver. Fijémonos bien en esta última circunstancia: la irritabilidad. Gall dice, y todo el mundo sabe, que el sistema nervioso de la mujer es más irritable; el vulgo dice que es más nerviosa, y está fuera de duda que su sistema nervioso tiene más actividad. Siendo, pues, más activo, ¿no podrá hacer el mismo trabajo intelectual con menor volumen? ¿No vemos esto mismo en muchos hombres más inteligentes que otros, cuya frente es mucho mayor? Cualquiera que haya observado cabezas y comparado inteligencias, ¿puede dudar de que en muchos casos la calidad de la masa cerebral suple la cantidad?
Además, según la experiencia lo aconseja, y el autor que vamos refutando lo hace, no se han de apreciar las masas cerebrales teniendo en cuenta su volumen absoluto, sino el relativo; de otro modo, el elefante y muchos cetáceos serían más inteligentes que el hombre. Apreciando, pues, como se debe, el volumen de la cabeza de la mujer, no de una manera absoluta, sino relativa, ¿resultará menor que la del hombre? Si su cuerpo es menor, ¿no ha de serlo la masa cerebral?
No siendo el diámetro del occipital al frontal, que es mayor en la mujer, lo cual atribuye Gall al mayor desarrollo del órgano del amor a los hijos; no siendo este diámetro, decimos, todos los demás de la cabeza de la mujer son menores que los de la del hombre, o lo que es lo mismo, la cabeza de la mujer es más pequeña. Si fuera necesaria la igualdad de volumen para que la energía en las funciones fuese la misma, la inferioridad de la mujer sería para todo. Sus sentidos serían más torpes, y siguiendo a Gall en su clasificación de facultades, sería menor su circunspección, su instinto de localidad, su amor a la propiedad, su sentimiento de la justicia, su disposición para las artes, etcétera, etc. Nada de esto sucede: en la mayor parte de las facultades la mujer es igual al hombre; la diferencia intelectual sólo empieza donde empieza la de la educación. Los maestros de primeras letras no hallan diferencia en las facultades de los niños y de las niñas, y si la hay, es en favor de éstas, más dóciles por lo común y más precoces.
En la gente del pueblo, entre los labradores rudos y siempre que los dos sexos están igualmente sin educar, ¿qué observador competente puede decir con verdad que nota en el hombre superioridad intelectual? En los matrimonios de esta clase, la autoridad del marido se apoya en su fuerza muscular; de ningún modo en la de su inteligencia.
Dice el doctor Gall que el órgano del cálculo está generalmente menos desarrollado en las mujeres que en los hombres; pero nunca hemos visto que los niños cuenten mejor que las niñas antes de aprender aritmética, ni que los hombres del pueblo que no la saben manifiesten mayores disposiciones para el cálculo que las mujeres.
Bien podría suceder también, que como la forma del cráneo depende de la del cerebro, y todo órgano aumenta con el ejercicio y disminuye en la inacción, bien podría suceder, decimos, que no cultivando las mujeres ciertas facultades, los órganos del cerebro correspondientes menguasen por falta de ejercicio; que esto contribuyese algo a su menor volumen, siendo efecto lo que se considera como causa.
Ya hemos dicho que, según el doctor Gall: «Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas, relativamente a ciertos objetos.» ¿Tienen las mujeres este ejercicio indispensable? ¿Pueden tenerle? Y si no lo tienen, ni por regla general es posible que lo tengan, ¿cómo combinarán muchas ideas, relativamente a ciertos objetos, tarea que en efecto necesita una gran gimnasia intelectual?
El trabajo de la inteligencia está lejos de ser una cosa espontánea en el hombre. El temor, la necesidad, el cálculo, el amor a la gloria, vencen la natural repugnancia que por lo común inspiran las fatigas del entendimiento. El profesor y el discípulo necesitan un esfuerzo, grande por regla general, para habituarse a los estudios graves y a las meditaciones profundas. ¿Cómo las mujeres vencerán esta resistencia natural, cuando para vencerla no ven objeto; cuando se les dice que no la pueden ni la deben vencer, y cuando tienen para ello hasta imposibilidad material? Si ciertas facultades sólo se revelan con el ejercicio continuado, cuando este ejercicio falta, de que no se manifiestan ¿debe concluirse que no existen? ¡Extraña lógica! Tanto valdría afirmar que un hombre no tiene brazos, porque habiéndolos tenido toda la vida ligados y en la inacción, no puede levantar un gran peso. Y decimos grande, porque la mujer no aparece privada de ninguna de las facultades del hombre: como él, reflexiona, compara, calcula, medita, prevé, recuerda, observa, etc. La diferencia está en la intensidad de estas funciones del alma y en los objetos a que se aplican. Su esfera de acción es más limitada, pero no vemos que en ella revele inferioridad. La inferioridad, dicen, aparecería si la esfera se ensanchase. Esto es lo que no hemos visto demostrado con razones, esto es lo que nadie puede probar con hechos; esto es lo que importa mucho que se averigüe, y esto es lo que con el tiempo se averiguará. Palabras sonoras, pero vacías: autoridades, costumbres, leyes, rutinas, y el ridículo y el tiempo; esto es lo que suele traerse al debate en vez de razones. En tratándose de las mujeres, los mayores absurdos se sientan como axiomas que no necesitan demostración.
Ni el estudio de la fisiología del cerebro ni la observación de lo que pasa en el mundo, autorizan para afirmar resueltamente que la inferioridad intelectual de la mujer sea orgánica, porque no existe donde los dos sexos están igualmente sin educar, ni empiezan en las clases educadas, sino donde empieza la diferencia de la educación.
Hay autores (les haremos el favor de no citarlos) que afirman la inferioridad moral de la mujer; hay leyes que no se comprenden si no son consecuencia de la misma opinión, y la suponen también algunas costumbres, aunque pocas, y próximas a desaparecer. En las costumbres, este error puede decirse que acaba, que está agonizando.
¿Qué es la superioridad moral? Comparando dos seres libres y responsables, es moralmente superior al otro aquel que tenga más bondad y más virtud, aquel que sienta menos impulsos malos o los enfrene con mayor energía, aquel que haga más bien y menos mal a sus semejantes, y para decirlo brevemente: aquel que sea mejor. ¿El hombre es mejor que la mujer? Investiguémoslo.
La bondad es sensibilidad, compasión y paciencia. ¿El hombre es tan sensible, tan compasivo y tan paciente como la mujer? Suponemos que no habrá ninguno bastante obcecado para responder afirmativamente; mas por si lo hubiere, que al cabo existen en el mundo seres inverosímiles, nos haremos cargo de algunos hechos de tanto bulto, que quien no los vea podrá palparlos.
La paciencia de la mujer, facultad que tiene bien ejercitada, se echa de ver en todas las situaciones de la vida. Niña, empieza a auxiliar a su madre, a cuidar a sus hermanos pequeñuelos, a ocuparse en faenas minuciosas y en labores de un trabajo prolijo, que acepta sin murmurar, y a que sería difícil, si no imposible, sujetar a ningún niño. Madre, tiene con sus hijos una paciencia verdaderamente infinita, de que ni remotamente es capaz el hombre. Sin que creamos que todos los maridos son unos tiranos, sabiendo, por el contrario, que hay muchos, muchísimos muy buenos, y que casi todos son mejores de lo que debería esperarse dadas las leyes, las opiniones y el estado de inferioridad intelectual de la mujer, no obstante, no nos parece dudoso que, generalmente hablando, la paz de los matrimonios exige mayor paciencia de la esposa, que, con pocas excepciones, es la más paciente.
Teniendo menos fuerza, es providencial que la mujer tenga más paciencia; si no, sucumbiría en una lucha fácil de provocar e imposible de sostener.
Que la sensibilidad de la mujer es mayor se ve harto claro, aun sin observarla; todo la conmueve, todo la impresiona más que al hombre. Se asusta, se exalta, se entusiasma, adivina antes que él. Su ¡ay! es el primero que se escucha, su lágrima la primera que brilla; los dolores le duelen más, y cuando el hombre se estremece, ella tiene una convulsión. El fisiólogo dice que es más irritable, el vulgo que es más débil; pero todos convienen, porque es evidente para todos, en que es más sensible.
¿Quién cuida del niño abandonado, del enfermo desvalido y del anciano decrépito? ¿Quién halla disculpa para todos los extravíos del triste? ¿Quién tiene lágrimas para todos los afligidos? ¿Quién no puede ver llanto sin llorar? ¿Quién padece con los que sufren y es compasiva como la mujer? No suele el hombre afligirse al par de ella de los ajenos dolores, ni afanarse tanto por buscarles alivio.
Siendo más paciente, más sensible y más compasiva, ¿no podremos concluir que es mejor?
Y si cuando se trata de consolar a los tristes la mujer se presenta la primera, ¿lo es también para hacer desgraciados, para causar mal? ¿Infringe los preceptos de Dios y las leyes humanas, ataca la honra, la vida y la propiedad con tanta frecuencia como el hombre? Aquí responden los números.
La mujer, más impresionable, menos educada, puesta a veces por la opinión en circunstancias terribles, oprimida otras por la fuerza brutal; reducidas muchas a la miseria por la sociedad que le cierra la mayor parte de los caminos para ganar su subsistencia, escuchando el grito horrible de sus hijos hambrientos cuando no tiene pan que darles, recibiendo el bofetón ignominioso del desprecio público cuando ha sido débil, expuesta al tedio por falta de ocupación racional y útil, la mujer debía abandonarse a la desesperación con más frecuencia que el hombre y recurrir más veces al suicidio. Y, sin embargo, no es así; el ser débil soporta con mayor fortaleza una vida de dolores; lucha hasta caer herida por la mano de Dios omnipotente, y no por la suya culpable. La proporción varía de unos países a otros, pero en todos es menor el número de mujeres que se suicidan que el de hombres.
No falta quien diga que esto es cobardía; ¡como si el suicidio fuera un acto de valor, y como si las mujeres no supieran arrostrar la muerte cuando el deber o la caridad lo mandan, como si retrocedieran ante el peligro en los cataclismos y las epidemias!
Las mismas causas que debieran impulsar al suicidio más mujeres que hombres, debían llevar mayor número a las cárceles. Más pobres, más despreciadas y con peor educación, están en las circunstancias más propias para ceder a las tentaciones del crimen y pagar mayor tributo a la prisión y al patíbulo. No sucede así. En ningún pueblo del mundo puede compararse la criminalidad de la mujer con la del hombre, ni por el número ni por la gravedad de los delitos. En los Estados Unidos, donde están mejor educadas y tienen mayor facilidad de ganar el sustento honradamente, el número de mujeres criminales es tan corto, que al establecer el sistema penitenciario creyeron los reformadores que podían prescindir de ellas. En España la proporción de criminalidad entre los dos sexos es de siete hombres por una mujer, y mientras en los hombres la cuarta parte de los delitos son contra las personas, entre las mujeres, uno de trece.
Cuando la mujer, en las malas condiciones en que esté, hallando tantas dificultades para proveer a su subsistencia, careciendo de educación y siendo poco considerada, en general, se ve más en las casas de beneficencia y menos en las prisiones que el hombre; es decir, que hace a la sociedad más bien y menos mal, ¿no podremos afirmar que es mejor? Observando con atención e imparcialidad no es posible desconocer la superioridad moral de la mujer. Sus pasiones son menos agresivas, y menos fuertes en ellas esos instintos cuya preponderancia conduce al crimen. El deseo de agradar, que torcido por una educación absurda la lleva con frecuencia a ridículas frivolidades, la hace muy sensible a la reprobación, y en muchos casos le sirve de freno. Tienen sus pasiones otro eficaz, el sentimiento religioso, mucho más fuerte en ella que en el hombre. El temor de Dios la contiene, su amor la eleva y purifica, y la esperanza en Él le da fortaleza y resignación; el sexo piadoso tiene en la piedad un elemento más para marchar con firmeza por el camino de la virtud y para levantarse cuando una vez ha caído.
Padres amantes que veis con tristeza el nacimiento de una hija porque prevéis para ella más penalidades que si fuera varón, calmaos, porque esta criatura, físicamente débil y sujeta a tantos dolores, tendrá la fortaleza de la resignación y el consuelo de la esperanza. Su mayor sensibilidad, origen de muchas tristezas, lo será también de muchas alegrías; las malas pasiones la arrastrarán menos veces, y en medio de la lucha recia con el mundo, le será más fácil hallar la paz del alma. Ni siempre que aparezca como víctima lo será en efecto, porque halla más goces en la abnegación que en el egoísmo. Si va mucho por los caminos de la tristeza, no frecuentará los de la culpa. Sus ojos derramarán lágrimas, pero casi nunca sus manos verterán sangre. No recibáis a la pobre niña recién nacida con desdén o con temor; dadle el ósculo de bienvenida, diciendo: ¡Hija del alma! Si acaso eres menos afortunada por ser mujer, también serás probablemente mejor.
Lo que se llama historia en la vida intelectual de la mujer es una patraña, porque no se puede hacer la historia de lo que no existe. Las mujeres no han tenido hasta aquí vida intelectual: algunas, venciendo todo género de obstáculos, se elevaron muy altas en las regiones del pensamiento, como otras tantas protestas que decían al hombre: «Calumnias a la mitad del género humano.» Pero a estos rayos de luz se les llamó unarara excepción, sin dudar ni un momento que pueda haber error ni daño en pensarlo así. Es de notar que en todos sus juicios acerca de las mujeres los hombres se creen infalibles: su opinión es una especie de dogma; sus ideas, artículos de fe. Aun los que están dispuestos a discutirlo todo admiten mal la discusión en este terreno; parece que en él no se puede encender una luz sin incurrir en la nota de incendiario; que todo llamamiento es somatén, y que el orden ha de establecerse necesariamente en silencio y a tientas. Esta observación, de cuya exactitud puede cerciorarse cualquiera, debería dar a todos que pensar.
En los pueblos salvajes, la mujer, instrumento pasajero de placeres brutales, es horriblemente desdichada. Su feroz tirano la sacrifica y la abruma de trabajo y de dolor. Sin más ley que la fuerza ni más necesidades que groseros apetitos, oprime a la pobre esclava, que no halla misericordia, porque su verdugo no sabe lo que es amor, compasión ni justicia; tampoco sabe lo que es felicidad.
La vida del bárbaro ya no es tan dura ni tan rudo su entendimiento. Empieza a pensar, a sentir, a guarecerse de la intemperie; su mujer le parece hermosa y, aunque con un amor grosero, la ama.
El hombre se civiliza, se hace más sensible, más humano, más justo; se mejora. Entonces, hasta sus necesidades materiales deben satisfacerse de un modo menos material; quiere adornar su casa y su persona; quiere que la mujer sea bella, y para esto necesita pensar en que, al menos materialmente, no sufra, y cuida, en efecto, de que sus sufrimientos no disminuyan sus atractivos: este egoísmo está ya muy lejos del egoísmo salvaje, y prueba bien que el hombre es mejor a medida que es menos grosero. Cuando da un paso más; cuando su corazón empieza a tener necesidades; cuando observa que en aquel ser, donde al principio no había visto más que belleza material, hay tesoros de amor que pueden serlo de dicha para él, entonces el instinto se hace sentimiento, se purifica, se espiritualiza y el placer se convierte en felicidad. Pero, veleidoso, busca el bien en uniones pasajeras o, grosero todavía, se deja arrastrar muchas veces por sus instintos brutales. Entonces aparece una religión que diviniza la castidad, santifica el amor, bendice la unión de los dos sexos y hace del matrimonio un sacramento. La mujer pudo creerse doblemente redimida por el que murió en la cruz.
Elevada a compañera del hombre, quedó moralmente rehabilitada. El guerrero del Norte rompió lanzas por su belleza y por su virtud; su amor formó el caballero, hermosa creación que puso un freno a la fuerza, dio amparo a la debilidad y apoyó a la justicia. La virtud de la mujer fue una necesidad para la familia, y con su honra se identificó el honor del esposo y del padre.
Así ha vivido mucho tiempo elevada hasta el hombre por el corazón, considerada inferior a él porque era físicamente más débil, y la fuerza lo era todo en la sociedad. Pero la manera de ser de los pueblos cambia; empiezan a cultivarse las artes y las ciencias; al ejercicio de los músculos sucede el de las facultades intelectuales, y el mundo recibe leyes, no del que maneja con más bríos una lanza, sino del que discurre mejor. El hombre estudia, medita, sabe; y así como al principio de la civilización quiso adornar materialmente a la mujer para gozarse más en su hermosura física, ahora empieza a sentir un vacío, viendo que no puede asociarla a los altos goces de la inteligencia, y se ha preguntado: «¿La mujer podrá ser verdaderamente mi compañera? ¿Sus facultades intelectuales cultivadas podrán levantarse hasta las altas regiones del pensamiento? ¿Su razón podrá comprender la mía y auxiliarla?» A estas preguntas el hombre no ha respondido todavía; pero el problema se ha planteado y el tiempo despejará la incógnita.
En todas las cuestiones de sentimiento, de honra, de delicadeza y de conciencia, la mujer ha mostrado que llega a donde puede llegarse apenas se la ha sacado del envilecimiento en que yacía. Tratándose de las facultades intelectuales, no ha podido hacer esta demostración por estarle vedado el terreno en que se cultivan. Alguna vez se ha entrado por él con gran trabajo y no pequeño peligro, recogiendo óptimos frutos y siendo calificada, como hemos dicho, de excepción rara, que no se admite como argumento en pro de su inteligencia. Algunos hechos hay, sin embargo, que hablan muy alto en favor de ella.
El hombre, padre cariñoso, no ha querido privar a su hija, porque no era varón, de la herencia paterna, y cuando las naciones se consideraban como el patrimonio de los reyes, a falta de varón, las mujeres han subido al trono. ¿Han dado a esa altura muestras de incapacidad intelectual? Cuéntese el número de reyes y de reinas en los países en que las hembras pueden ceñir la corona y véase si no están en mayor proporción las reinas notables por sus talentos y aptitud para el mando. Isabel I, doña María de Molina, Isabel de Inglaterra, Cristina de Suecia, las Catalinas de Rusia forman un grupo de mujeres inteligentes que, si se compara al corto número de las que han reinado, debe hacer pararse al más resuelto campeón de la inferioridad intelectual de la mujer.
En las artes se distinguen las mujeres a pesar de la desventaja con que las cultivan. Aunque, por regla general, con menos instrucción que el hombre, no se muestran inferiores en la escena, y son cómicas, trágicas y cantatrices eminentes. ¿Para esto no se necesita inteligencia, y mucha inteligencia?
En el trono y en el teatro, que es donde han podido brillar los talentos de la mujer, brillan, cuando menos, al par de los del hombre. ¿Qué razón hay para afirmar tan resueltamente que en otros terrenos, si no fuesen vedados para ella, no manifestaría análoga aptitud?
Y si de los hechos públicos que pueden consignarse en la historia pasamos a los privados y observamos en el hogar doméstico, ¿quién no recuerda haber oído en su casa o en las ajenas que muchas veces, comparando a los hermanos de diferente sexo, se dice: «Aquí están cambiados; la fulanita debía ser hombre, porque aprende incomparablemente mejor que su hermano, etc.» Al cabo de algunos años las aventajadas facultades de la niña estarán, por falta de ejercicio, embotadas en la mujer, que parecerá vulgar, y el hermano habrá recibido un título académico, y será muy superior a ella, y su superioridad será un hecho, y un argumento poderoso en favor de la de su sexo.
En los adultos sin educar no se advierte diferencia en las facultades intelectuales de los dos sexos. Tampoco se nota entre los niños y niñas de las clases educadas.
PROBLEMA. -¿A qué edad empieza la superioridad intelectual del hombre? Si coincide con la de la instrucción, ¿no hay motivo para sospechar que depende de ella? La historia no puede aún ofrecer datos para resolver el problema, inspira dudas, pero no autoriza afirmaciones contra la aptitud intelectual de la mujer.
Tenemos a la vista una noticia de M. Trippeau sobre la instrucción superior en los Estados Unidos. Copiaremos algunos párrafos de ella para que los observadores imparciales vayan tomando nota de hechos que en ciertos casos, como sucede en éste, son argumentos.
«No fueron los pobres maestros de escuela los que menor tributo pagaron a la muerte en esta guerra (la de los Estados del Norte con los del Sur). Del Estado de Connecticut solamente se alistaron 2.500 en el ejército del Norte y han sido contados los que han vuelto a su hogar. Fue necesario, pues, que las maestras se multiplicaran para sustituirlos, y así se verificó, de tal modo, que de cada 100 escuelas de los Estados Unidos, 70 están dirigidas por mujeres.
»Las consecuencias de la guerra han sometido el talento de éstas a una nueva prueba. El triunfo del Norte sobre el Sur ha rescatado una población de negros calculada en 4.000.000 de almas, que gemían sujetas a la ominosa esclavitud. La religión y la humanidad, como era consiguiente, se ocupan de aliviar la suerte de los infelices, que al día siguiente de ser manumitidos se veían arrojados por sus señores y obligados a buscar el sustento y el de sus hijos en el trabajo. Pero en los Estados Unidos no podían faltar numerosas asociaciones para la fundación de escuelas, y, en efecto, en los del Norte se fundaron más de 6.000 para los niños negros de ambos sexos. Con este motivo se hizo un llamamiento entusiasta a las personas bien acomodadas, de esas que allí se asocian siempre, y ya como por costumbre, a todos los actos de beneficencia, y desde el año de 1863 se han establecido 4.000 escuelas para la juventud de color en los Estados del Sur.
»La enseñanza en estos nuevos centros de caridad y de instrucción se ha encomendado a las mujeres, a estas generosas misioneras de la ciencia, que no han vacilado en abandonar su país y sus familias para consagrarse a un trabajo penoso de suyo, y más todavía por la acogida poco benévola que de ordinario encontraban en las poblaciones donde se establecían. Yo he tenido ocasión de verlas en el ejercicio de sus funciones, y no sé qué admirar más, si su celo e inteligencia, o los sorprendentes resultados de su enseñanza. Así se explica que en las memorias anuales de los inspectores de las escuelas públicas se consigne siempre por estos funcionarios que las mujeres demuestran en el magisterio, una inteligencia, una habilidad y un tacto que difícilmente se encontraría en los hombres, hasta el punto de que si de algo se las puede motejar, es del excesivo ardor con que se entregan al trabajo, a veces con perjuicio de su salud.
»La enseñanza en las escuelas públicas de los Estados Unidos dista mucho de hallarse encerrada en los límites de la que nosotros llamamos instrucción primaria; puesto que comprende las materias de la escuela elemental, las de los colegios de enseñanza especial y la mayor parte de las que son propias de los Liceos (Institutos en España); y con ser así, se dispensa gratuitamente a los alumnos de ambos sexos, desde cinco hasta dieciocho años. Latín, Griego, Alemán, Francés, Historia (en particular de los Estados Unidos), Geografía, Literatura, Aritmética, Álgebra, Geometría, Astronomía, Física, Química, Historia Natural, Anatomía; todas estas lenguas y ciencias se enseñan así a las niñas como a los niños, reunidos en las mismas escuelas, en las mismas salas y generalmente sentados en los mismos bancos.
»Ahora bien: como hay muchos Estados que para la enseñanza prefieren decididamente a las maestras, calcúlense los conocimientos que deberán atesorar para obtener su título de capacidad. Así es que nada asombraría tanto a un habitante de Nueva York, de Boston o de Filadelfia como el que se tratase de convencerle de que, entre las diferentes ramas de los conocimientos humanos, hay algunas que deben reservarse a los hombres, con entera exclusión de las mujeres.
»Mr. Vassar, enriquecido por el comercio, concibió la idea de consagrar su pingüe fortuna a la creación de un gran establecimiento de enseñanza, en donde las jóvenes pudieran recibirla tan vasta como la que se da a los varones en los mejores colegios de los Estados Unidos. Para realizar semejante proyecto se puso en relación con los hombres más entendidos, de los que en diferentes países se dedicaban a elevar por medio de la enseñanza el nivel intelectual de las mujeres, y en 1861 puso por obra su plan, que había meditado mucho, y fundó el colegio que de su nombre se llama Vassar.
»El día en que la Legislatura de Nueva York, aceptando el ofrecimiento hecho por el señor Vassar, decretó la incorporación de este colegio a la Universidad, es una fecha importante en la historia de la instrucción pública de los Estados Unidos, porque en ella quedó solemnemente reconocido el derecho de la mujer a recibir la enseñanza superior, hasta entonces reservada a los hombres, proclamándose con no menos solemnidad el principio de igualdad de inteligencia en ambos sexos.
»La edad de catorce años es la fijada para que las alumnas sean admitidas en el colegio, en donde los estudios duran cuatro años. Para cursar el primero de éstos se requiere que las aspirantes sepan traducir y comentar de César (4 libros), de Cicerón (4 discursos), de Virgilio (6 libros), y que hayan estudiado álgebra hasta las ecuaciones de segundo grado, retórica y un compendio de historia general.
»La enseñanza de los cuatro años comprende: la de las lenguas latina, griega, francesa, alemana e italiana; la de las matemáticas, física, química, geología, botánica, zoología, anatomía, fisiología, retórica, literatura inglesa, literatura extranjera, lógica y economía política.
»La consideración más importante que nos inspira el colegio Vassar es que las alumnas no resultan inferiores bajo ningún concepto, y sean cualesquiera los estudios a que se dediquen, a los jóvenes de los demás colegios que tienen la misma edad y circunstancias. De ello he podido convencerme plenamente asistiendo, como lo he hecho, a todas las clases, y viendo a las alumnas siempre dispuestas a contestar con el mayor lucimiento a cuantas preguntas se les dirigían. Iguales resultados he tenido ocasión de observar en los demás establecimientos de enseñanza superior destinados a las mujeres»3.
Estos hechos, ¿no son de bastante bulto para hacer dudar siquiera a los que temen más comprometer su infalibilidad que su justicia, y llaman bueno al camino trillado, sueño a todo lo que no se ha realizado, peligro a cualquiera innovación, trastorno al movimiento y creen atentatorio a la dignidad del género humano que se eleve el nivel intelectual de la mitad de él?
Todavía queda por algún tiempo el recurso de negar hechos que no son muy conocidos; pero día vendrá en que sean evidentes y abrumadores para los que miran con desdén las teorías. Día vendrá en que los hombres eminentes que hoy sostienen la incapacidad intelectual de la mujer serán citados como prueba del tributo que a veces pagan a su época las grandes inteligencias, y se leerán sus escritos con el asombro y el desconsuelo que causa ver en los de Platón y Aristóteles la defensa de la esclavitud.
El error de que las facultades intelectuales de la mujer no pueden compararse a las del hombre tiene fatales consecuencias, como todos los errores, y más que muchos. Los hay que se podrían llamar simples y otros compuestos; el que tratamos de combatir hoy es de los últimos, y sus resultados se extienden y ramifican al infinito. Aunque la injusticia y el error son malos para todos, aunque cuanto perjudica a la mujer es en perjuicio del hombre, y no puede haber cosa mala para entrambos que sea buena para la sociedad, a fin de fijarnos mejor, veamos algunas consecuencias de la supuesta inferioridad de la mujer.
Primero. Para ella.
Segundo. Para el hombre.
Tercero. Para la sociedad.
En el orden moral la mujer se encuentra rebajada, porque no se puede separar la moralidad de la inteligencia. De aquí el que la legislación la haya tratado como menor en muchos casos, dado poco valor a su testimonio, y que sólo por las necesidades de la justicia, a impulsos de la conciencia e incurriendo en grave contradicción, se la iguale al hombre. Esta desigualdad ante la ley la perjudica, no sólo por los derechos de que la priva, sino por lo que disminuye su prestigio. Rebajada la mujer en el concepto de todos y en el suyo propio, no reclama, no puede reclamar ni aun los derechos que tiene. Todo lo ignora, todo lo teme, todos se atreven a vejar a una mujer sola, y la letra de la ley es muerta cuando la favorece, si no hay una persona del otro sexo que haga valer su justicia. Estos valedores son rara vez desinteresados, y por regla general la engañan y la explotan, sin que pueda evitarlo, sin que lo intente siquiera, porque ella es la primera convencida de su inferioridad.
Las desdichas que esto le acarrea no tienen cuento; soltera, ve disminuirse y tal vez desaparecer el fruto de los sudores de su padre; viuda, mira acaso sumidos en la miseria a sus hijos, que podrían vivir holgadamente sin su incapacidad para los negocios; soltera, casada o viuda, es tenida y se tiene por incapaz de ninguna profesión que exija inteligencia, y esto es lo más grave de todo.
La ley prohíbe a la mujer el ejercicio de todas las profesiones: sólo en estos últimos tiempos se la ha creído apta para enseñar a las niñas las primeras letras.
La opinión ha sacado las últimas consecuencias de estas premisas y ha ido mucho más allá que la ley. En cuanto un trabajo, aunque sea mecánico, exige alguna inteligencia, no se permite a la mujer que en él tome parte, ni ella lo intenta. Cosa bien material es copiar; pero como es preciso, o por lo menos conveniente, tener ortografía, no hay escribientas. Bien propios para las delicadas manos de una mujer son los trabajos de relojería; pero como conviene saber un poco de mecánica, aunque sea rutinaria, ya no hay relojeras. Así podríamos continuar haciendo una larga lista de oficios lucrativos que no exigen fuerza muscular y a que no pueden dedicarse las mujeres. En cambio llevan grandes pesos, sobre todo en algunos países: son lavanderas, etc.
Hay muchos oficios que no exigen mayor inteligencia que otros a que se dedican las mujeres, monopolizados, no obstante, por los hombres, nada más que porque así es costumbre. Esto consiste en que la vida toda de la mujer está encadenada a la rutina; en que el uso, bueno o malo, es para ella ley, y en que el ridículo la amenaza apenas quiere salir del carril trazado. ¿Cómo con su falta de iniciativa, con su debilidad y la idea que tiene de su incompetencia, podrá superar tantos obstáculos? No lo intenta. Su trabajo queda reducido a ocupaciones cada día menos retribuidas, porque las máquinas le hacen una competencia imposible de sostener, y si resta alguna tarea a que pueda dedicarse, acuden tantas operarias, que precisamente les ha de dar la ley, y una ley dura, el que les dé trabajo.
Si se exceptúa alguna artista, alguna maestra y alguna estanquera, en ninguna clase de la sociedad la mujer puede proveer a su subsistencia y la de su familia. Hija, no puede auxiliar a sus padres ancianos; esposa, no puede ayudar al esposo; madre, se ve en el mayor desamparo, si la muerte la deja viuda o la perversidad de su marido la abandona. De aquí la miseria y la desdicha bajo tantas formas; de aquí la prostitución y los matrimonios prematuros o hijos del miserable cálculo y triste necesidad, porque el matrimonio es la única carrera de la mujer.
El concienzudo autor que ha estudiado la prostitución en París observa que la mayor parte de las mujeres que figuran en los afrentosos registros habían sido lanzadas por la miseria al abismo de la prostitución. ¡Cuántas víctimas se le arrancarían si se dejaran a la mujer expeditos todos los caminos para ganar honradamente su subsistencia; si la ley y la opinión no le creasen obstáculos por todas partes; si no tuviera que sostener una lucha en que es a veces tan difícil que triunfe su virtud!
La prostitución es para la mujer el más horrible de los males, y repetiremos con este motivo lo que decíamos hace años en un libro impreso, pero no leído4.
«Nunca se conmueve tan tristemente mi ánimo como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral con chanzas obscenas y con blasfemias y con carcajadas que, como las de un loco, hacen llorar. Quieren embriagarse con el vicio: no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado, que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver a aquella mujer, que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, querida, y hoy para ganar pan arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena, vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de transmitirle una enfermedad asquerosa, y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos causa desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir, como a un animal que enferma y curado puede ser útil? Digo mal; esta comparación no da todavía la idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige por vía de consuelo alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su muerte, que nadie llora!
»La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta; no hay hombre tan vil que no se juzgue superior a ella y la desdeñe. Como la primera necesidad de su ser moral es inspirar amor y sentirlo; como, por más que haga la mujer, no puede ser feliz, sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada; cuando dice otra cosa, miente, y mentiras son su gozo cuando parece alegre, su contento cuando canta y su satisfacción cuando ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable, cubierta con paño lujoso: y digo algún tiempo porque si la felicidad fuera posible, no duraría más que su hermosura, que dura bien poco.»
A esta inmensa desdicha de la mujer contribuyen eficazmente la falta de educación y la imposibilidad en que muchas veces se halla de ganar honradamente su subsistencia, por no poder ejercer ninguna profesión ni oficio lucrativo.
Es preciso ver cómo viven las mujeres que no tienen más recursos que su trabajo; es preciso seguirlas paso a paso por aquel vía crucistan largo, luchando de día y de noche con la miseria, dando un adiós eterno a todo goce, a toda satisfacción; encerrándose con su destino como con una fiera que quiere su vida y que la tiene al fin, porque la enfermedad acude y la muerte prematura llega. ¿Cómo no ha de llegar, llamada por la pestilente atmósfera de la reducida habitación, por la humedad y el frío intenso y el excesivo calor, y la comida mala y escasa, y el trabajo continuo, que no basta para libertar de la miseria a los seres queridos, y tantas penas del alma, y tantas lágrimas de los tristes ojos a los que no trae alegría el sol al salir, ni promete descanso la campana que toca la oración de la tarde? Quien ve estas existencias y las comprende y las siente, se admira de que no sea mayor el número de las prostitutas, de las suicidas, de las criminales, y cree en Dios y en su conciencia que debe pedir educación para la mujer, que debe reclamar para ella el derecho al trabajo, no en el sentido absurdo de que el Estado esté obligado a darle, sino partiendo del principio equitativo de que la sociedad no puede en justicia prohibir el ejercicio honrado de sus facultades a la mitad del género humano.
Y aunque no giman luchando con los horrores de la miseria, y aunque no se vean unidas a un hombre que no aman o que les es antipático, y aunque no se atropelle su derecho y no se menoscabe su hacienda, ¡cuántos sinsabores y cuánto tedio acibaran la vida de la mujer por su mala educación!
Falta de autoridad en las cosas que no son de su competencia, es decir, en todo lo que no se refiere a los cuidados domésticos, ve extraviarse el esposo o el hijo, lo siente con su instinto o lo percibe con su natural razón, y se esfuerza para apartarlos del mal camino; pero se esfuerza en vano, porque le imponen silencio con un «¿Qué entendéis las mujeres de esto?» y es preciso callar hasta que llore los males que había previsto y que su falta de prestigio no pudo evitar. Harto frecuente es ver que los hombres cometen los desaciertos y las mujeres sufren sus consecuencias; que la que el día del consejo no fue escuchada, el día de la desventura tenga la primera voz para la resignación, y el consuelo y el sacrificio.
El tedio es otra consecuencia de la falta de educación en las mujeres; muchas temen los días de fiesta.Y no se crea que el tedio es un mal de poca importancia y que no puede influir poderosamente en la felicidad doméstica y poner en riesgo la virtud: tal vez es un enemigo más terrible que el dolor. El dolor es activo, se gasta con el tiempo, se alivia; el tedio es una cosa pasiva, es un vacío que se siente siempre lo mismo, si no se siente más. El dolor ocupa, no deja a la imaginación que se extravíe más que en una dirección; si alguna vez da oídos a la tentación del crimen, rechaza las sugestiones del vicio; el tedio puede escuchar todas las voces tentadoras, tiene caminos para todos los extravíos, y no hay aberración que en un momento dado no pueda servirle de espectáculo. El dolor es motivado, impone respeto; el fastidio vago, sin causa determinada, halla poca tolerancia; el dolor hiere, el fastidio corroe.
En la vida íntima, una mujer muy fastidiada es difícil que no sea muy fastidiosa, a menos que tenga grandes tesoros de cariño y de bondad; y más difícil aún que el hombre tolere paciente un malestar a su parecer inmotivado. Su esposa tiene que comer y que vestir, y la casa bien amueblada; ni sus hijos le dan disgustos, ni él tampoco; todos disfrutan salud; ¿qué le falta a aquella criatura, y por qué se le ha de tolerar su mal humor, a ella que, más joven, tenía tan buen carácter? No se lo tolera, y se impacienta, y la paz se turba, y le es desagradable su casa, y tal vez busca otras satisfacciones culpables.
El hombre que no halla razón para tolerar el mal humor de su compañera, no repara que su amor se ha convertido en amistad, acaso tibia; que sus hijos no la ocupan ya incesantemente como en la infancia; que se van de casa a sus ocupaciones y a distraerse con él, y que su mujer pasa la vida casi sola. Los cuidados domésticos la ocupan, pero no lo bastante; no pueden satisfacer las necesidades de su ser moral e intelectual, y cuanto más activa sea y más inteligente, estará peor.
Si es devota, corre riesgo de hacerse beata; si no lo es, está en peligro de disiparse, arruinando a su marido con lujo y diversiones; suponiendo que no le deshonre con excesos, cuando no le sucede ninguna de estas dos cosas, se fastidia en el hogar doméstico, siendo realmente desgraciada. El tedio es una enfermedad del entendimiento que no acomete sino a los ociosos. Las ocupaciones de la mujer no le ocupan más que las manos; llega un tiempo en que a fuerza de abusar de ella en trabajos minuciosos, casi microscópicos, la vista le falta, y hasta la ocupación manual queda reducida a muy poca cosa.
Si las mujeres no tuvieran facultades intelectuales, debían estar satisfechas cuando no sienten grandes penas en el corazón ni les falta lo necesario para la vida material; no obstante, no es así. Tal vez se nos arguya diciendo que incurrimos en un error de hecho; que las mujeres a que aludimos, cuando no se quejan, prueba es de que se encuentran bien, y que su desdicha es obra de nuestra imaginación o del deseo de hallar argumentos en confirmación de nuestras opiniones.
No son los hechos una cosa tan fácil de ver como se cree. ¡Cuántos hombres tocan los desdichados efectos del tedio de su mujer sin sospechar la causa! ¡Cuántas mujeres se hallan mal, o tal vez son desgraciadas sin que acierten por qué, y miran como inevitable su malestar, atribuyendo a sus nervios, a su desdicha o a su culpa, lo que es consecuencia de la inacción de sus facultades más nobles!
El tedio de la mujer hace grandes estragos en la paz doméstica; enemigo invisible y poderoso, parece como que se identifica con las existencias que envenena, y se presenta con el poder de la fatalidad. Es probable, es casi seguro, que muchos lectores creerán que exageramos sus consecuencias; pero todo el que le observe con atención se convencerá del daño que hace, de que produce un malestar en la mujer que se comunica a la familia, y es como ciertas enfermedades que revisten mil formas, pero cuyo origen es el mismo. Fuera de los casos excepcionales de virtud heroica o bondad sublime, cierto grado de malestar es un obstáculo insuperable para derramar el bien en derredor de sí, y cuando se derrama, hay siempre en él una acritud o una melancolía que revelan su triste procedencia.
Todos estos inconvenientes y otros muchos se remediaban con que las mujeres tuvieran ocupaciones útiles y racionales, ocupaciones que las ocupasen, y en que entrase en mayor o menor escala el ejercicio de las facultades más nobles. Las personas que empleen todas las que han recibido de la naturaleza, serán desgraciadas cuando Dios les mande alguna terrible prueba, pero no se fastidian nunca: el tedio es hijo de la ociosidad.
Otro inconveniente de no levantar el espíritu de la mujer a las cosas grandes es hacerla esclava de las pequeñas. Las minuciosidades inútiles y enojosas, los caprichos, la idolatría por la moda, la vanidad pueril, todo esto viene de que su actividad, su amor propio, tiene que colocarse donde puede, y hallando cerrados los caminos que conducen a altos fines, desciende por senderos tortuosos a perderse en un intrincado laberinto. Las necesidades verdaderas, según la clase de cada uno, tienen límites; no los hay para las del capricho y la imaginación, que pide al lujo goces acaso incompatibles con la honra. La mujer se hace esclava del figurín y de la modista, cifrando su bienestar en la elegancia y la riqueza de su traje, y en que la casa esté lujosamente amueblada. Hay pocas disposiciones de nuestro espíritu con tendencias tan invasoras como la vanidad: se desborda si no se le pone coto. ¿Y cómo podrá contrarrestarla con sólidos diques el entendimiento de la mujer sin educación y sin ejercicio? Lejos de hallar grandes obstáculos, la vanidad encuentra poderosos auxiliares en las ocupaciones, en los hábitos, en los devaneos intelectuales de la mujer, y así hace en ella tantos estragos; al verlos, se llaman inclinaciones innatas a las monstruosidades engendradas por el error, e imperfecciones naturales a la ignorancia de la naturaleza o a la impiedad de querer desfigurar con mano sacrílega la obra de Dios.
Es una inmensa desdicha para la mujer el dar mucha importancia a lo que tiene poca, poniéndose bajo el yugo de las cosas pequeñas. Como son tantas, la desgracia puede venirle de muchas partes, y a veces sin voluntad o sin remordimiento del que la envía. En estas penas desproporcionadas al mal que las causa se sustituye el ridículo a la gravedad; la prueba no proporciona triunfos a la virtud, ni da la resignación ejemplo, ni purifica el dolor. La existencia de la mujer se ve muchas veces como acribillada por un enjambre de insectos, que llegan uno a uno, fáciles de aniquilar aislados, irresistibles reunidos, y no los pisa, no los aniquila, porque ha aprendido en mal hora que es para ella imposible. ¡Cuántas veces se parece su abatimiento al de aquel loco inmóvil en su asiento porque creía que era una gruesa cadena el hilo con que estaba atado!
¿Hay para la mujer más desdichas creadas o agravadas por la inactividad de sus facultades intelectuales? Sí, hay otro mal que estremece: la pasión; fiero enemigo ante el cual se halla sin defensa; ¿qué decimos defensa?, le presta auxilio poderoso todo su modo de ser tal como la sociedad le ha forjado en el terrible yunque de su voluntad ciega.
No es ya la mujer la hembra del bárbaro o del salvaje, embrutecida y mártir, que apenas tiene fuerza ni tiempo más que para resistir el dolor y la opresión; no es tampoco la mujer de Oriente, cuya belleza física se precia escarneciendo la hermosura de su alma; el hombre ha comprendido que su corazón es un tesoro, y la mujer del mundo civilizado y cristiano, moralmente rescatada de su largo cautiverio, es amada, puede amar, ama: sus facultades afectivas se han reconocido antes que sus facultades intelectuales, y su corazón no se halla dentro de un círculo de hierro como su inteligencia. Así era necesario; el hombre siente antes que piensa. El cariño, si no es mutuo, no puede ser dichoso, y el hombre no podía prohibir a la mujer el sentimiento sin vedarse a sí propio la felicidad. En el mundo de los afectos, la mujer tiene ya personalidad, nadie le niega su competencia y su derecho.
Tal es la situación de la mujer; abiertos todos los caminos de sentimiento, cerrados todos los de la inteligencia. Impresionable y amante por naturaleza, toda su actividad se lanza por el único camino que no le está vedado.
Amar para ella es la vida, toda la vida; el amor es a la vez un recurso, una ocupación, un sentimiento, y ama sin medida, ciegamente, con locura, con delirio, porque sin el amor, sin algún amor, su existencia es la negación, es la nada. Así se la ve recorrer apasionadamente la escala de todos los amores, los sublimes como los ridículos, desde el santo amor de Dios, al que le inspira su perro o su gato. Más impresionable, más amante que el hombre, para no verse arrastrada por la pasión, necesitaba mayor contrapeso que él, y no tiene ninguno. El hombre cultiva sus facultades intelectuales, preparando así el equilibrio, ya por la actividad que se reparte, ya por el adversario que el día de la lucha hallarán los afectos en la razón ilustrada. El hombre tiene una vida activa y necesidad de prestar atención a las cosas exteriores y de concentrarla en los trabajos del espíritu; así puede prestar menos al sentimiento, preparando contra sus extravíos armas poderosas para defenderse. Su existencia es compleja, el bien y el mal tienen muchos caminos, pero lleva en sí medios variados para buscar el uno y huir del otro.
La vida de la mujer es sedentaria y monótona: no tiene ni actividad ni variedad. Si es vulgar, admite el amor, cualquier amor, como pasatiempo; si no lo es, ama con vehemencia, con pasión. Toda la febril actividad de su alma se concentra en un solo punto; ninguna cosa la distrae de su peligroso éxtasis, y el día que se extravía, nada la contiene, y el día que se aflige, nada la consuela; porque un ser era la luz de sus ojos, y cuando la pierde, queda en la oscuridad y ve extrañas visiones. El mundo con sus trabajos, con sus ruidos, con sus hechos, no turbó sus sueños de felicidad, ni consolará las realidades de su desgracia. En sí no halla recursos para combatir la pasión, que es la única forma en que concibe la vida. Su dicha no tiene más que un molde; roto éste, es imposible. Hará oír el gemido de la mujer piadosa o la carcajada de la prostituta, y según el camino que elija, será digna de desprecio o de respeto, pero nunca será feliz. La pasión para el hombre es un torrente; para la mujer, un abismo.
Tal es la situación de la mujer en el mundo civilizado y cristiano, en que tiene grande actividad la parte afectiva de su alma, mientras permanece en letargo su inteligencia. Más impresionable y más amante por naturaleza, todos los amores de la mujer serán siempre más vehementes; pero con otra educación, más y mejor ocupada, atrayendo una parte de su actividad a sus facultades intelectuales, que pudieran en el día de la lucha hacer de contrapeso, servir de faro y llenar un vacío, la mujer no se vería indefensa contra la pasión que clava en ella la garra, destrozando sus entrañas. De todas sus grandes desdichas ésta es acaso la mayor. Para la mujer vehemente y apasionada, inevitables son las borrascas de la vida, lo sabemos; pero si ha de lanzarse al mar tempestuoso, no privarla siquiera de brújula y de timón.
La inteligencia que ha profundizado más en el estudio de las pasiones, Mad. Staël, dice: «...las leyes mismas de la moralidad, según la opinión de un modo injusto, parecen suspendidas en las relaciones entre las mujeres y los hombres; pueden ser buenos y haberlas causado el más horrible dolor que a un mortal le es dado producir en el alma de otro; pueden engañarlas y pasar por veraces; en fin, pueden recibir de una mujer servicios, pruebas de abnegación que unirían a dos amigos, a dos compañeros de armas, deshonrando al que fuese capaz de olvidarlas; pero si estas mismas pruebas las recibió de una mujer, a nada queda obligado, atribuyéndolo todo al amor, como si un sentimiento, un don más, disminuyera el precio de los otros».
Esto es evidente. Que hay una moral para las relaciones de los hombres entre sí, y otra para su trato con las mujeres; que con ellas los compromisos, la palabra empeñada, el honor, la gratitud, tienen una significación distinta, no es cosa que puede ponerse en duda. Un hombre puede ser mil veces infame, y con tal que lo sea con mujeres, pasará por caballero; puede ser vil, y gozar fama de digno; puede ser cruel, sin que le tengan por malo.
¿Cuál será la causa de este increíble absurdo que apenas se nota? ¡Tal es la desdichada facilidad con que nos acostumbramos a respirar la atmósfera del error! ¿Cómo hay dos criterios, uno aplicable al mal que hacen a las mujeres y otro al que pueden hacerse los hombres entre sí? La razón de esto es la supuesta inferioridad de la mujer; nada puede ser mutuo entre los que no se creen iguales. ¿A qué se juzga obligado, moralmente hablando, un orgulloso aristócrata con el último de sus criados? A muy poca cosa. Y si le habla y le considera, y le compadece, y no le falta en nada, dígalo o no, cree hacerle un favor, y llama a su deber caridad. A medida que sus inferiores se aproximan a él les concede más derechos, es decir, cree que tiene más deberes, y no le parecería decentemirar a su mayordomo o a su contador como a su mozo de cuadra.
Si recorremos la escala de las relaciones que los hombres tienen entre sí, veremos que para con el esclavo, ser inferior, vil y despreciado, apenas hay más que derechos: a medida que el hombre se levanta en la ley y en la opinión, y le creemos más semejante, el número de nuestros deberes se va aproximando al de nuestros derechos, hasta la perfecta igualdad, en que no hay derecho que no imponga un deber.
Si el hombre no se cree obligado con la mujer como con otro hombre, es porque la juzga inferior, y tan cierto es esto, que la opinión le permite perjudicar a una criada mucho más que a una señora, y a medida que su víctima desciende en la escala social, puede subir él en la de la maldad, sin que le llamen malvado.
Hay mujeres que se quejan del matrimonio, atribuyendo a la institución que más las favorece los males que vienen de otra parte. No hay contrato que establezca igualdad ni deberes mutuos entre dos seres, uno de los cuales se cree más perfecto que el otro. El mal no está, pues, en el matrimonio, que favorece mucho a la mujer, dadas sus condiciones, sino en la desventaja con que va a él, siendo inferior en la opinión y en la realidad, porque inferior es su inteligencia no cultivada.
Bajo cualquier aspecto que se considere la vida de la mujer, se ve la necesidad de educarla y las tristes consecuencias de que no se eduque. Físicamente más débil, necesita suplir con la inteligencia la falta de fuerza muscular; más impresionable, más vehemente, ha menester educar sus facultades intelectuales para que sirvan de contrapeso a los extravíos de su imaginación y a los ímpetus de su vehemencia. El hombre, no obstante, le cierra los libros del saber, y, ¡cosa increíble!, le permite que abra los que pueden hacerle un daño incalculable, y no lleva a mal que se envenene con novelas inmorales y que resabie su entendimiento con lecturas frívolas: más lógico y más racional era no enseñarla a leer. Combate el tedio con las novelas; y las novelas, ¿con qué las combatirá? Bebidas hay que aumentan la sed, y distracciones que, buscadas para llenar el vacío, le hacen mayor.
La falta de educación, tan fatal para la mujer, ¿es ventajosa para el hombre? Investiguémoslo.
Con decir que la mujer es la compañera del hombre; que hija, madre, esposa, hermana, marcha con él por el camino de la vida; que unidos arrostran sus borrascas y atraviesan sus desiertos, parece que se ha dicho que el hombre está interesado en que esa criatura que ha de ir con él, de la que no puede separarse, sea todo lo fuerte, todo lo perfecta, todo lo parecida a él que fuere posible, para que le ayude más, para que le comprenda mejor y, en fin, para que su compañía en muchos casos no le deje enteramente solo. Esta verdad es tan clara, que no debería necesitar explicación alguna; pero como el hombre parte, para formular sus opiniones y sus leyes, de los errores opuestos, necesario es combatirlos por su propio bien, que desconoce.
Hay casos en que el hombre empieza a sentir antes de nacer las fatales consecuencias de la inferioridad de la mujer.
La pobre madre abandonada por su amante o por su marido, o que, viéndolos enfermos, necesita dedicarse a un trabajo superior a sus fuerzas, no tiene pan, sufre amarguras y dolores punzantes, que influyen en la criatura que lleva en su seno. ¡Quién sabe si la expondrá en el torno de una inclusa, si la inmolará tal vez!
Si la mujer, mejor educada, fuese menos crédula; si su imaginación y sus instintos tuvieran el contrapeso de una razón más cultivada y de una ocupación más racional, ni sería débil tantas veces, ni abandonaría tantas el fruto de una unión ilegítima, por la imposibilidad de sostenerla sola.
En las clases elevadas, el tedio, la excitabilidad, las exigencias caprichosas que producen tempestades domésticas, la falta de higiene, la presión del vientre y tantas otras cosas análogas que ocasiona o exagera la educación frívola de la mujer, ¿no influyen en el hijo que lleva en su seno?
Nace éste, y aun favorecido por la fortuna, difícil será que no le perjudique la falta de conocimientos higiénicos de su madre. Si es pobre, luego empezará a sentir las consecuencias de la pobreza, contra la que lucha en vano una pobre mujer, cuyo trabajo, si acaso le halla, es tan mal retribuido, que, abandonando a sus hijos todo el día, no gana para pan. Aunque tenga marido y no esté enfermo y trabaje, y no distraiga para vicios una parte de su salario, cosas que muchas veces no suceden, un jornalero no puede atender a todas las necesidades de una numerosa familia, y la mujer le ayuda poco o nada, porque se la considera inútil para los oficios más lucrativos.
Con la falta de lo necesario vienen la niñez enfermiza, y la juventud débil, y la enfermedad, y la muerte prematura. Con la falta de lo necesario se exaspera el carácter, se endurece el corazón, se aflojan los lazos de familia, la educación es imposible, y fácil pagar tributo al vicio, al crimen tal vez. Todo lo que tiende a hacer miserables, tiende a hacer degradados, y la inferioridad de la mujer, su inutilidad en muchos casos, es un elemento de miseria.
Aun en las clases mejor acomodadas, dado el desnivel de las aspiraciones que se creen necesidades con los medios de satisfacerlas, es raro que en la casa haya desahogo y bienestar, que no haya apuros y privaciones que turben más o menos la paz doméstica. El niño y el joven empiezan a sentir los efectos de este malestar, de este desnivel que se nota entre las aspiraciones y los medios, y sería menor si su madre tuviera una ocupación racional y lucrativa, que la hiciera aumentar un poco los ingresos y disminuir algún tanto su presupuesto de gastos en el capítulo de lujo.
Cuando el adolescente trata de seguir una carrera, su madre es quien mejor puede guiarle, porque es la que mejor le conoce y la que le quiere más. Pero ¿sabe su madre la conexión que existe entre ciertas aptitudes y ciertas profesiones? ¿Conoce ella si las disposiciones que nota en su hijo deben hacerle sobresalir en tal carrera, si tales deficiencias le hacen inútil para tal otra? La madre no suele influir en la dirección que ha de seguir su hijo, o influye con poco acierto. Si tal vez su buen instinto le hace adivinar lo mejor, su voto carece de autoridad, y con un las mujeres no entendéis de estas cosas, el joven obedece a su padre, o toma consejo de su vanidad o de su pereza, y se acuerda tristemente del de su madre cuando ya no es tiempo de seguirle. Quien le ama y le conoce mejor, no tiene competencia para guiarle, y su entendimiento se halla en una especie de orfandad que tal vez llore toda la vida.
El niño tiene el instinto de Dios; su madre le convierte en sentimiento y le enseña a orar. La religión es un consuelo y un freno; el freno estorba al joven, y le rompe, porque por el momento tiene la dicha de la juventud, y no necesita consolarse; además, para parecer hombre en ciertos países no basta fumar, conviene también no ir a la iglesia. Su pobre madre le ve extraviarse, le mira ya en el camino del vicio que envenena el alma y el cuerpo, quiere hablarle de Dios y de sus mandamientos que pisa, pero su palabra no tiene prestigio ni su voz autoridad; la religión escosa de mujeres, y él debe ostentar sus bríos varoniles no creyendo en nada, máxime cuando aquella creencia le impone deberes que no está dispuesto a cumplir y le estorba para sus devaneos o para sus vicios. Su madre, poco ilustrada, acaso fanática o supersticiosa, le da pretexto o motivo para que no la escuche dócil; tal vez atribuye más importancia a una práctica indiferente que a una ley santa; tal vez compromete el prestigio de las cosas graves con exageraciones ridículas; tal vez tiene en más la forma que la esencia; tal vez no sabe cuándo es menester ceder un poco para no comprometerlo todo; tal vez quiere combatir una ceguedad con otra, y se irrita con el choque inevitable. La mujer es la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos; si la ignorancia la hace fanática y supersticiosa; si mira la razón como un monstruo y quiere combatirla siempre sin concederle nada nunca, se queda sola: sus hijos se van con su padre por el camino de la duda, de la indiferencia o del error, tan fácil al principio, tan penoso después. ¡Qué de amarguras prepara al hombre y al anciano el joven que rompe con toda creencia religiosa y pierde enteramente la fe, que tal vez conservaría si su madre hubiera sido más respetada y más razonable! Hay muchas personas que ven en la educación intelectual de las mujeres un gran peligro para la religión; a nosotros nos parece evidente que la regeneración religiosa sólo puede venir por ellas; que sólo cuando no se presten a ser instrumento de exageraciones absurdas o de cálculos interesados; sólo cuando aparten del santuario lo que desfigura su majestad; sólo cuando no conviertan muchas de sus acciones en argumento contra sus creencias; sólo, en fin, cuando sepan razonarlas podrán inocular su fe en un mundo corroído por la duda, gangrenado por la indiferencia.
El joven ama, y halla en su amada las consecuencias de una educación absurda. La coquetería en la mujer tiene una parte natural e inocente; la mayor y la peor parte es obra de la sociedad. La mujer ociosa, pueril y vana, tal vez acoge las protestas de amor, tal vez responde a ellas, no porque ame, sino por vanidad y pasatiempo. Los afectos del corazón, una cosa tan seria, tan grave, vienen a ser acaso un medio de distracción para una persona desocupada. Hay muchos hombres, y suelen ser los que más valen, que en la mejor época de su vida, si no en toda ella, son esclavos de su corazón, es decir, de una mujer que tal vez no les corresponde, porque no hay en ella nada grave ni formal, porque su vida es una vanidad de vanidades, y porque siendo el juguete de tantas cosas, concluye por tomarlo todo a juego. Imposible parece que los hombres no traten de ilustrar la razón y fortificar la conciencia de una criatura que puede llegar a ser su tirano, y, no obstante, así sucede.
Las comedias, las novelas, los sainetes, los refranes, todas las expresiones del sentido común, están llenas de los caprichos, de las veleidades, de la inconstancia de la mujer. En esto hay un fondo de verdad. El alma de la mujer tiene que aparecer en muchas ocasiones con los defectos propios de la esclavitud y de la ociosidad. Si ama, si ama de veras, se salvará su virtud, su moralidad. Hija, esposa, madre amante, es buena, noble, sincera; el fuego santo que arde en su corazón purifica todo su ser, le ocupa, le llena. Está en riesgo, en grave riesgo de ser muy desgraciada; pero está segura de no ser infame ni vil.
Todo cariño verdadero, vehemente, puro, es noble, es moral; la mujer que le siente tiene en él un guía y un escudo, si no contra el dolor, contra la maldad; pero si su corazón no es capaz de amar bastante, o si no ha visto ninguna criatura digna de su amor; si la injusticia y el desdén con que se ve tratada la irritan y hacen injusta; si en la ociosidad en que vive su alma y en el tedio que a veces la abruma, quiere distraerse y toma el gusto de un pensamiento, por el goce de una pasión, entonces es fácil que, engañándose a sí propia, o no escrupulizando en engañar a los otros, jure un amor que es mentira, y sea, según su carácter y su inteligencia, la coqueta vulgar, o la mujer peligrosa, verdaderamente infernal, como muchas veces se la llama.
La mujer sin ocupación ni educación para sus facultades superiores va por el mar de la vida sin timón y sin brújula; el sentimiento que puede salvarla, si no es muy puro, puede extraviarla también, y cuando se estrella hace víctimas, porque no va sola.
Esta mujer de ahora, de que tanto se queja el hombre, no es a veces muy propia para contentarle; es, permítasenos la frase, una mujer de transición, «con todos los defectos y las desdichas de quien vive en medio de la lucha del pasado y del porvenir, marchando por el caos a la luz de los relámpagos y queriendo comprender en vano las armonías de la tempestad.
El amante no sólo tiene que temer las veleidades y caprichos pueriles de la que pretende hacer su esposa, y que le escuche por pasatiempo, y que le engañe, engañándose ella misma, en aquella unión a que él no lleva más que amor, puede llevar ella nada más que cálculo. Puede no amarle, ni sentirse con vocación para el matrimonio y, no obstante, casarse, porque las mujeres no tienen otra carrera. La joven mira su porvenir: muerto su padre, casados sus hermanos, le espera la pobreza, tal vez la miseria, o el amargo pan que le dé una cuñada; la soledad material y moral de quien recorre la triste escala de no ser necesaria, ser inútil y ser estorbo; ve su destino de vestir imágenes y su apodo de solterona, y se casa sin amor, tal vez sintiendo aversión por el hombre que ha de ser su compañero hasta la muerte. ¡Desdichado si la ama! ¡Desventurados los dos si ella ama a otro algún día!
¿Sucedería esto si la mujer tuviera medios de ganar su subsistencia, según su clase, como el hombre? ¿Si tuviese verdadera personalidad, y no esa mentida, que se pierde cuando concluyen los atractivos de la belleza y las simpatías del sexo? Si adquiriese instrucción proporcionada a su categoría, ocupación racional y lucrativa y adornase su alma con los encantos que no envejecen, ¿vería al quedarse sola la pobreza, el abandono y el ridículo? ¿Tendrían los hombres que temer con tanta frecuencia que la mujer que quieren hacer su esposa por amor se una a ellos por... cuesta trabajo, pero es preciso decirlo, por comer?
La mujer necesita en este caso, como en otros muchos, una especie de heroísmo para no mentir, para no engañar, y la mujer miente y engaña. ¿Con qué derecho exige de ella fortaleza el que hace cuanto puede para que sea débil?
Una vez casado, el hombre sufre las consecuencias de la falta de educación intelectual de su mujer. En nada relativo a su profesión puede ayudarle, sigue tal vez el consejo del amigo pérfido y no consulta a la compañera que le ama y está identificada con él. Su buen sentido y su afecto la hacen adivinar los peligros de una empresa arriesgada, lo descabellado de un proyecto; pero se le impone silencio con la frase sacramental: «¿Qué entendéis las mujeres de estas cosas?»
El sentido común se ha hecho cargo de lo que vale el consejo de la mujer a pesar de su incompetencia, y si bien, para no comprometer la supremacía masculina, dice que vale poco, añade que el que no le toma es un loco. Contradicción notable que, como otras muchas, es el resultado de las ideas, viniéndose a estrellar contra la evidencia de los hechos. La naturaleza, que hizo a la mujer más débil, le dio más sagacidad: su consejo ilustrado debía valer mucho, y el hombre se priva de él o le desdeña.
Enfermo o agobiado de trabajo, en nada puede auxiliarle la esposa que tanto sufre, viendo que compromete su salud y tal vez su vida por no tener un descanso que ella le daría a costa de los mayores sacrificios, y que en su ignorancia no puede proporcionarle.
Vienen a comprometer la paz doméstica, o por lo menos a hacer menos grato el hogar:
El tedio, cuyos efectos son tristes, aunque la causa pase inadvertida.
Las vanidades pueriles y los despilfarros, que son su consecuencia.
Las genialidades indómitas, no tenidas a raya por las facultades más nobles, que se debilitan en la inercia.
El ocio intelectual, que exalta la imaginación, que quiere dar cuerpo a fantasmas soñados y forja amantes quiméricos que no realizan los maridos.
La lucha, en fin, de dos personas que ven las cosas de muy distinta manera.
La naturaleza ha hecho al hombre y a la mujer diferentes, pero armónicos; la sociedad los desfigura, de modo que vienen en muchos casos a ser opuestos.
El hombre recoge también en sus hijos las consecuencias de la degradación intelectual de la mujer. Sobre ellos se refleja todo malestar o lucha doméstica, la falta de higiene, y el mal humor que el tedio produce, y los efectos de la ignorancia de su primera maestra, que alguna vez los extravía en lugar de guiarlos, que no tiene prestigio para encaminarlos bien. Todos los defectos, todos los extravíos de los hijos, son pena para el padre. Si tiene hijas, recogerá en ellas todo el fruto de los errores que sembró respecto a su sexo. Tal vez las vea desgraciadas en el matrimonio, o tenga el desconsuelo de dejarlas en la soledad y en la pobreza; tal vez anciano, enfermo y pobre, sufre en la miseria porque su hija se esfuerza en vano para proporcionarle recursos con su trabajo; y por mucho que la fortuna le favorezca, será difícil que no le lleguen de algún modo los efectos de tantas desventajas como tiene la mujer, de tantos dolores como son su consecuencia.
Hermano, ve sufrir a las dulces amigas de su infancia, y ¡cuántas veces tiene que imponerse sacrificios para auxiliarlas!
Desde la cuna hasta el sepulcro, en todo el camino de la vida, va recogiendo el hombre las tristes consecuencias de la inferioridad intelectual de la mujer. Es preciso que así sea. Aunque no la mirase más que como instrumento de placer, claro está que le dará más cuanto sea más perfecto. El día que se ilustre bastante para aprender a ser razonablemente egoísta, la educación intelectual de la mujer no tendrá impugnadores.
El hombre civilizado y cristiano que ama a su esposa y venera a su madre está bien lejos del salvaje que oprime a la hembra. El mundo antiguo consagró el abuso de la fuerza; el mundo moderno le escarnece. Maltratar a una mujer parece hoy cosa tan vil, que es raro que ningún hombre lo haga, si no está embriagado por el vino o por la cólera. Y cuando vuelve en sí, y alguno le dice: «¿No te avergüenzas de pegar a una mujer?», es seguro que le da vergüenza o no la tiene.
A medida que el hombre se ilustra, se civiliza, se hace mejor, mejora la condición de la mujer; le da derechos, le reconoce más semejanza. Esto es necesario: no puede progresar dejando a la mujer estacionaria, ni tener los goces sublimes del corazón y de la inteligencia con un ser grosero. Aunque en esto no haya obrado por cálculo, puede notar que cada concesión que hace a su compañera es para él como un manantial de bienes, y que se eleva a medida que la levanta. ¿Se concibe dignidad en un hombre cuya esposa, cuya madre y cuya hija sean viles? ¿Se concibe libertad en un hombre cuya esposa, cuya madre, cuya hija sean esclavas? ¿Se concibe idea de derechos en un hombre que no reconozca deberes para con su esposa, su madre y su hija? ¿Se concibe dicha en un hombre que haga desdichadas a su esposa, a su madre y a su hija? La ventura es mutua, el bien es armonía, y por la justicia de los hombres se mide su felicidad.
Todo lo que altera los componentes ha de alterar el compuesto. En los dos capítulos anteriores tenemos los sumandos; en éste no hay más que verificar la suma.
Si por la falta de educación de la mujer, ella y el hombre son peores y más desgraciados, peor y más desgraciada será la sociedad. La prostitución aumentará a medida de la miseria y la ignorancia de las mujeres, y en la misma proporción aumentarán las enfermedades vergonzosas que degradan las razas y los delitos que llenan las prisiones, porque es muy raro que una mujer pura sea criminal, y que en las grandes maldades de un hombre no entre por algo alguna mujer mala.
La religión, esta poderosa palanca social que debía fortificar a la mujer, queda muchas veces debilitada por ella; al desfigurarla, la desacredita; carece de conocimientos para razonar sus creencias, contesta a los argumentos de los impíos cerrando los ojos y no puede ser, como debía, el lazo entre la ciencia y la fe. La educación es imposible con la ignorancia y la falta de prestigio de la mujer. El catedrático enseña al abogado, al médico o al ingeniero; pero al hombre le educan la madre, la mujer y la hija, porque la educación dura toda la vida. En la práctica de todas las profesiones, de todas las ciencias, entra por mucho, entra por la mayor parte, el elemento moral, la honradez, la elevación de miras, el noble orgullo, el sentimiento. ¿De qué sirve un operador sin conciencia que calcula las ventajas de la operación por los miles de reales que puede valerle? ¿El abogado que defiende todas las causas malas con tal que le paguen en buena moneda? ¿El militar que se rebela por un grado? ¿El notario que da fe de lo que no ha visto, siempre que vea provecho? ¿El farmacéutico que difama o engaña al médico y sacrifica el enfermo por embolsarse íntegro el precio de una droga cara? ¿El ingeniero que arriesga la vida de los viajeros o de los operarios por recibir la gratificación del contratista? ¿El empleado, el hombre político que toma dinero a cuenta de maldades, ni el juez que vende la justicia? ¿Para qué sirve la ciencia a todos estos hombres sino para hacer más repugnante, para hacer inconcebible su degradación?
Pero se dirá: el hombre tiene resortes nobles, tiene la idea del deber; la mujer le olvida muchas veces, cede con frecuencia a sus malas inclinaciones, y en el mundo ha de haber siempre quien escuche la voz de su interés y esté sordo a la de su conciencia.
Así es la verdad; pero es igualmente cierto que, negando a la mujer toda competencia intelectual en las cosas de la vida, se disminuye la influencia de muchos sentimientos y, por consiguiente, de la moralidad. La ciencia y la razón tienen su puesto, la benevolencia y la ternura tienen el suyo, y es absurdo, al organizar una sociedad de seres sensibles, prescindir del sentimiento. Medítese la historia y se verá cuántos siglos necesita a veces la razón para llegar a la justicia que el corazón comprende instantáneamente.
No sólo la prostitución, como hemos dicho, degrada las razas; también contribuyen a este mal grave los matrimonios precoces. El hombre, por regla general, no se casa hasta concluir su educación industrial, mercantil, artística o científica; hasta que puede dedicarse a una profesión u oficio y sostener la familia de que va a ser jefe. La mujer, como no tiene más carrera que el matrimonio, se casa así que se le presenta ocasión, y cuanto antes mejor. Los padres suelen tener una impaciencia, que en algunos podríamos llamar febril, por colocar a sus hijas; muchas se casan, más que por amor, por temor de verse en el abandono y en la pobreza. Las consecuencias de los malos matrimonios son fatales para la sociedad, y aunque estén bien avenidos, una niña, ni física ni moralmente, debe ser madre. Cuando todavía no está completamente formada, los nuevos seres a que da vida son débiles y la debilitan. Del matrimonio precoz viene la vejez precoz y la prole raquítica; viene la inexperiencia para criar a los hijos y para educarlos; viene la pérdida de los atractivos físicos y el alejamiento del esposo; vienen el mal gobierno de la casa y los caprichos infantiles, y el arrepentirse la mujer de los compromisos irrevocables, contraídos por la niña, y el sentir su primera, su única pasión por un hombre a quien no puede unirse, y vienen todos los males que a la sociedad llevan todas estas cosas.
Gran número de profesiones, todas las que exigen más imperiosamente sensibilidad y buenas costumbres, se desempeñarían mejor por las mujeres, a quienes están vedadas.
Al hablar de su educación, se habla sólo de la madre, y se prescinde de las que no lo son: error grave y reminiscencia brutal de los tiempos en que la mujer se miraba nada más que como hembra. Dedicaremos un capítulo especial a la mujer soltera, por cuya razón sólo indicamos aquí que por falta de educación intelectual deja de prestar a la sociedad grandes servicios la mujer que no se casa.
Así como es absurdo excluir el sentimiento de la organización social, lo es del propio modo prescindir de la razón en las cosas del sentimiento. Ya no se niega en teoría que la caridad es de la competencia de la mujer; pero se ve que en la práctica es un obstáculo su ignorancia; que las que compadecen no saben; que se separan la caridad y la beneficencia, y que en este ramo hay empleados, con gran perjuicio de la sociedad y de la desgracia. Este mal es grave, muy grave: la beneficencia pública y la caridad privada se resienten de la falta de educación intelectual de la mujer, de su falta de medios pecuniarios, de iniciativa, de esa perseverancia firme y razonada, que es la única capaz de vencer los grandes obstáculos, y que no puede existir en quien no tiene más que buena voluntad. Las prisiones de mujeres piden también a grandes voces el concurso reunido de la caridad y de la inteligencia.
Los impulsos benévolos y compasivos de la mujer se esterilizan en todo o en parte por falta de aptitud para el trabajo intelectual, por ignorar cómo puede realizarse un buen pensamiento, o por no saber combatir las inteligencias egoístas, para las cuales es muy cómodo poder incluir la compasión entre las debilidades del sexo, y desdeñar los deberes de humanidad como cosas de mujeres.
La mujer, que debía ser un grande auxiliar del progreso, se convierte a veces en un gran obstáculo por falta de educación intelectual. Todo error, toda preocupación, todo fanatismo, toda rutina, han de hallar poderoso valedor en su ignorancia, y ninguna reforma puede prometerse apoyo de quien no comprende sus ventajas. Por regla general, las mujeres que están a favor de las reformas lo hacen, por afecto a los hombres reformadores, o por instinto, y aquel voto que no se razona es ocasionado a exageraciones y extremos, más propios para perjudicar que para servir la causa que patrocinan.
Debemos insistir de nuevo, porque la cuestión es de gran importancia para la sociedad, en que, siendo la prostitución hija de la miseria y de la ignorancia de la mujer, debe combatirse ilustrándola, no cerrándole los caminos por donde puede ganar el pan honradamente. La civilización sustituye el trabajo de la inteligencia al de la fuerza bruta, las máquinas a los trabajos manuales, y como algunos de éstos son los únicos a que puede dedicarse la mujer, tiene cada día menos ocupación, más miseria y se prostituye más. La mecánica va haciendo todo lo que ella hacía. ¿Se la condenará a que sea una máquina inútil, desechada, porque hay otras más perfectas? Irá entonces a engrosar el ejército de las prostitutas, a envenenar material y moralmente la sociedad, a escupir sobre ella su oprobio, a escarnecer la virtud con su carcajada, a destilar ignominia y dolor sobre todo lo que la rodea, porque estas máquinas, que sienten y sufren, cuando son inútiles se convierten en máquinas infernales.
No acabaríamos nunca si quisiéramos enumerar todos los males de la falta de educación de la mujer, y seguirlos por todos sus variados caminos, y ver cómo se combinan y multiplican y crecen: basta lo dicho para comprender que no pueden sembrarse errores sin recoger desventuras.
No hay bastantes datos para que la experiencia pronuncie su inapelable fallo respecto a la aptitud intelectual de la mujer; pero el raciocinio y las observaciones hechas inducen a pensar que tiene inteligencia suficiente para el ejercicio de las profesiones, artes y oficios que no se le permiten desempeñar. Como no hay facultades inútiles, y todo el que las desvía de su destino las deprava más o menos, prohibiendo a la mujer que cultive y ejercite su entendimiento, se hace de ella un ser imperfecto, se convierte en elemento de perturbación el que debería serlo de armonía, y se establecen reglas en la sociedad opuestas a las leyes de la Providencia.
La mujer puede ejercer toda profesión u oficio que no exija mucha fuerza física y para el que no perjudique la ternura de su corazón. Y aun fuerza física tiene la mujer mucha cuando la ejercita, como puede observarse en las comarcas en que se dedican a los más rudos trabajos de la agricultura y a llevar pesos enormes.
Aun concediendo por un momento que la mujer no pudiera remontarse a las más elevadas esferas del pensamiento; que no fuese Hipócrates, Demóstenes, Virgilio, Platón, Galileo, Watt, Leibnitz, Pascal, Monge, Montesquieu, Kant ni Cervantes, San Isidoro ni Bossuet; suponiendo que no hiciera dar grandes pasos a las ciencias, ¿se sigue de aquí que sea incapaz de aplicarlas y de ejercer con ventaja cualquiera profesión?
Observemos lo que saben y lo que hacen un farmacéutico, un abogado, un médico, un notario, un catedrático, un sacerdote, un empleado, vulgares, de la talla común; observemos bien, sin preocupación, en conciencia, y digamos si no puede una mujer aprender lo que ellos saben y hacer lo que ellos hacen.
Siendo la mujer naturalmente más compasiva, más religiosa y más casta, nos parece mucho más a propósito para el sacerdocio, sobre todo en la Iglesia católica, que ordena el celibato del sacerdote y la confesión auricular. Muchos inconvenientes de esta confesión, hecha entre personas de diferente sexo, desaparecerían si la mujer pudiera ejercer el sacerdocio, cuyos deberes están tan en armonía con sus naturales inclinaciones. Instruir a los niños, enseñar a los ignorantes cosas buenas, sencillas y precisas; acompañar a los enfermos; auxiliar a los moribundos; compadecer a los desdichados; consolar a los tristes; hablar a todos de Dios, en quien cree con tanta fe, son cosas muy propias del sexo compasivo y piadoso. No sabemos si entre las mujeres habría muchas doctoras que causaran admiración; pero de seguro habría muchos ejemplos que imitar y muchas virtudes que harían amar la religión que las inspiraba. Sintiendo se hace sentir; la religión es principalmente un sentimiento, y la mujer su más natural y fiel intérprete. Capacidad le sobra para adquirir la instrucción indispensable; no es un monstruo ni está fuera de las leyes de la armonía del universo, donde se ve que si Dios concede pocas veces sus altos dones, distribuye con mano pródiga todo lo que es necesario.
Esto que vamos diciendo parecerá muy extraño, muy absurdo, y probablemente será para algunos poco piadoso; hemos meditado mucho sobre la materia, y nos parece más fácil hallar chistes para ridiculizar nuestras ideas que razones para combatirlas. El ridículo tiene su esfera de acción activa, pero limitada, y no llega a las regiones del entendimiento, en que de buena fe se busca la utilidad por las vías de la justicia. El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda: toda persona sensata sabe que suelen pensar poco los que se ríen mucho, y no debe parecerle bien que se traten con risa las cuestiones de un mundo en que se llora tanto. Por lo que hace al anatema que tal vez alguno quiera lanzar contra nosotros, le conjuramos diciendo: que nuestras opiniones tendrán de poco piadosas todo lo que tengan de erróneas; pero que si tenemos razón, no podemos tener culpa: el error es impío, la verdad es santa.
En el ejercicio de todas las profesiones, consideradas bajo el punto de vista del bien social, entra, por tanto, casi siempre por más, la conciencia que la ciencia. Poco le basta saber a un escribano; lo que necesita aquel en cuya causa o en cuyo pleito actúa es su honradez, su buena fe: que no enrede, como vulgarmente se dice.
La ciencia del jurisconsulto es profunda, profundísima la del criminalista; pero la del abogado vulgar, la necesaria para deslindar lo tuyo de lo mío y saber lo que es contra derecho y contra ley, no supone ni una gran capacidad ni un grande estudio. Lo que le importa mucho al cliente es la conciencia del abogado, para que le diga que no tiene derecho si no lo tiene, y le evite un pleito con todos los sinsabores y perjuicios que trae. Hay casos dudosos, pero en general la justicia es clara, y en un pleito, uno de los abogados sabe que no la defiende. Lo que como juez condenaría, sostiene como letrado; su buena reputación consiste en ganar todos los pleitos, sean justos o no lo sean; su inteligencia se alquila al que la paga, y, como una fuerza ciega, defiende indistintamente el absurdo y la razón, la verdad y la mentira. El que no lo hace así, el que no admite ninguna causa que no sea justa, es ciertamente un dechado de virtud, casi un santo, porque el ejemplo y la opinión le arrastran en una sociedad que con frecuencia prescinde de toda moralidad en las acciones de los hombres.
El médico necesita ciencia; pero ¡ay del enfermo si no tiene conciencia también! ¡Si no le trata como él quisiera ser tratado! ¡Si no pesa y mide y calcula por átomos las ventajas e inconvenientes de un medicamento! ¡Si no tiene más temor de hacer mal que vana ostentación de hacer bien! ¡Si no está pronto a sacrificar su amor propio a su amor a la humanidad! Y en fin, ¡si no conserva aquella sensibilidad sin la cual falta un sentido a su razón!
Sin que nosotros creamos que cualquiera puede ser buen empleado; pensando, por el contrario, que necesita conocimientos especiales, según el ramo a que se dedique, en todos le hace tanta falta la conciencia como la ciencia, y no hay ninguno en que la moralidad no entre por mucho.
El farmacéutico necesita ciencia, pero más conciencia todavía, porque principalmente de ella depende que no sea inútil el acierto del médico o, en muchos casos, la salud o la vida del enfermo.
Si las observamos de cerca, no hay profesión en cuyo ejercicio no entre por la mayor parte, o por mucho, la moralidad del que la ejerce. ¿Y no podría desempeñarlas la mujer, más sensible, más compasiva, más religiosa, más casta, más moral, en fin?
En la práctica de la medicina las mujeres podrían hacer mucho bien, sobre todo a las personas de su sexo, cuyo pudor no ofenderían; a los pobres, a quienes compadecen, y a los niños, a quienes adivinan5. Como operadoras tal vez no se distinguirían; la mujer tiene un santo horror a la sangre. ¿Para qué vencerle? Dejemos a los hombres las operaciones cruentas, útiles sólo cuando están hechas por manos muy hábiles, y cuya omisión no sería una gran pérdida para la humanidad.
Excusado es decir que las mujeres no se han de dedicar a la profesión de las armas, tan antipática a su natural sensible y compasivo. No deben ir a la guerra más que para curar a los heridos, ni arrostrar la muerte sino para salvar alguna vida.
A la mujer, que desempeñaría bien la profesión del letrado, no le daríamos el cargo de juez, y no porque no esperásemos mucho de su rectitud, y quién sabe si de su firmeza, sino porque no queremos provocar una lucha continua entre su deber y su corazón, ni que su nombre esté nunca al pie de una sentencia aflictiva. Su mano ha de enjugar lágrimas, no hacerlas asomar ni aun a los ojos del criminal; no le ha dado Dios su voz suave para que formule fallos terribles.
Puede desempeñar bien un empleo, pero no le estaría bien la autoridad. En el ejercicio de la autoridad hay siempre algo de militante; puede ser necesaria la coacción, y, además, el respeto que inspira la mujer no es, ni puede ser, ese respeto mezclado de temor que inspiran y necesitan inspirar los que han de vencer las resistencias que se presentan a la ejecución de la ley en todas las esferas. La mujer, que domina por la persuasión, la dulzura y el cariño, no ha nacido para mandar por medio de la fuerza; sufre donde hay necesidad de coacción.
Tampoco quisiéramos para ella derechos políticos ni parte alguna activa en la política. Hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante, de militante en la política; hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante en ella, de pasiones, de intereses, de intrigas, de luchas de mal género, de ruido desacorde, de aceptar medios no siempre honrados e instrumentos y auxiliares no siempre puros, para que queramos ver a la mujer en ese campo de confusión, de mentira, y muchas veces de iniquidad. El tiempo, dicen, suavizando las costumbres y educando las masas, hará que la política no tenga nada de antipático a la naturaleza femenina. Lo dudamos. Dudamos que los vestigios de lo pasado, los intereses del presente y las aspiraciones del porvenir, unidos a las pasiones del hombre y a los dolores de la humanidad, dudamos que estos elementos de la política de todos los tiempos dejen de producir lucha, que podría suavizarse en la forma, pero que en el fondo tendrá siempre injusticias y rencores. En las ciencias sociales la idea necesita hacerse hombre, y al encarnar, pierde mucho de su diáfana pureza.
Si no por siempre, por mucho tiempo, por muchos siglos, la política será militante; y si la mujer toma parte activa en ella, podrá verse envuelta en sus persecuciones, y la familia dispersa y los huérfanos sin amparo. Necesita ser neutral, sagrado, el hogar que custodia la mujer; allí debe estrellarse el oleaje de las pasiones políticas, vivir en paz el padre del rebelde, el hijo del proscrito, y acogerse los vencidos, sean quienes fueren.
Y la mujer, ser inteligente, ¿no ha de tener opinión ni influencia en una cosa tan importante como la política? Puede pertenecer a una escuela, puede tener opinión e influir en la de los otros por muchos medios eficaces, pero no quisiéramos que tuviera partido ni voto. ¿Le necesita, por ventura, para contribuir poderosamente al triunfo de sus ideas? De ningún modo. Cuando sea ilustrada, influirá en la política, aunque no tome parte directa en ella, porque influirá en el voto del hermano, del esposo, del hijo, del padre y hasta del abuelo.
Quédele al hombre el desdichado monopolio de todas las luchas, de todas las guerras, de todas las iras; la misión de la mujer sea de paz, y aliada natural de todo el que sufre, vuélvanse de su puerta todos los perseguidores.
Todo el mundo sabe que con la civilización se suavizan las costumbres; que los pueblos menos civilizados son los más feroces. Este incontestable hecho social significa que el individuo, a medida que se educa, que se instruye, se hace menos irascible, menos violento, más benévolo. Esto, para los pueblos, para los hombres. ¿Y las mujeres? ¡Oh! Con las mujeres se cree que sucederá lo contrario, porque todo lo que a ellas se refiere se rige por reglas especiales: el absurdo tiene también su lógica, que aplica hasta donde puede.
Más clara o más confusa, es muy común la idea de que la mujer, cuyas facultades intelectuales se eduquen, ha de hacerse más varonil; que ha de perder la suavidad y la dulzura, que son el encanto de su sexo; que ha de ser menos manejable; que ha de querer revestirse de autoridad con perjuicio de la de su marido; es decir, que la educación en ella ha de producir un efecto diametralmente opuesto al que produce en todos los vivientes racionales e irracionales. Esta opinión podrá carecer de sentido común, pero en cambio tiene numerosos partidarios.
Preguntemos a la experiencia, pues aunque tratándose de la educación de la mujer está muda en muchos casos, debemos recoger respetuosamente sus respuestas cuando puede darlas. ¿Qué nos dice? Que la educación, aun incompleta, produce en la mujer los mismos efectos que en el hombre.
Esas mujeres duras, brutales, crueles, desalmadas, intratables, pertenecen, por regla que apenas tiene excepción, a las clases no educadas. A medida que la mujer se educa, menos por lo que aprende en el colegio, que por lo que se modifica con el trato, el ejemplo y el amor del hombre ilustrado, ¿no se hace más dulce, más afectuosa, más dócil a la voz del deber, de la razón y del cariño?
Nuestro ser es un compuesto de instintos, de facultades, de sentimientos; buenos cuando se dirigen al bien, malos cuando al mal se encaminan. ¿Qué es la educación en la mujer? Lo mismo que en el hombre. El medio de fortificar los buenos impulsos y de debilitar los malos. Tal vez se nos dirá: ¿esos impulsos naturales no son naturalmente armónicos? Responderemos: que los instintos, estando encargados de la conservación del individuo y de la especie, nacen educados; son necesariamente de una energía más espontánea que las facultades, y por un misterio impenetrable de la Providencia, esta energía necesaria pasa fácilmente el límite debido, y se convierte en crimen o pasión perturbadora apenas le ha pasado.
Los instintos son indispensables a nuestra vida material, y la vida del alma es muchas veces una guerra contra los instintos, que tienen tendencia a desbordarse y son fatales cuando se desbordan. ¿Por qué son los salvajes lascivos, sanguinarios, egoístas y ladrones? Porque se dejan arrastrar por sus instintos. Combatiéndolos el hombre civilizado, se hace un ser moral y llega a la benevolencia, a la piedad, a la abnegación, a la virtud. ¿Cómo se combaten los instintos? Con los sentimientos y la inteligencia; pero las manifestaciones de ésta, necesaria a la perfección, no a la vida, son menos enérgicas y han menester educarse. A medida que se educa, los instintos se tienen a raya, los sentimientos se elevan, las ideas se extienden y el hombre se purifica. A la mujer le sucede lo propio, y no es posible sostener que su compañero estará peor con ella cuando sea más dulce, más razonable, mejor.
Pero se dice: el hombre quiere ser obedecido sin discusión, sin razonar sus órdenes; así lo exigen su instinto de mando y la paz doméstica.
Respondemos: que el instinto pierde terreno a medida que la razón avanza; que la paz va siendo, no el silencio, sino la armonía; que el principio de autoridad no razonada e irresponsable no puede vivir en la familia cuando muere en la sociedad. Y no vive en efecto. El marido que no es bueno, abusa muchas veces de su fuerza y de la ventaja que le proporciona la ley; pero el hombre justo y razonable, muchas veces toca también los inconvenientes de que su mujer no se haga cargo de la razón. ¿No tiene que transigir con las genialidades y con los caprichos, y siguiendo el consejo de San Pablo, por la paz ceder de su derecho? ¿No tiene que renunciar a hacer valer su razón, y calla como quien trata con una criatura que de ella carece, por no aceptar y educar la inteligencia en su mujer? ¿No se ve en la precisión de concederle privilegios muy parecidos a los de los niños y los locos, y cuyo límite es más fácil extender que fijar? ¿Al imponer la tiranía de los fuertes, no sufre la de los débiles, que si son queridos, pueden ejercerla?
El principio de autoridad está debilitado en el hogar doméstico como en la plaza pública; las mujeres se quejan de la tiranía de los maridos y éstos de la desobediencia de las mujeres, y es que la época es de transición, y que la paz doméstica no tiene ya los elementos del pasado ni cuenta todavía con los del porvenir.
Si se respetan los fueros de la justicia, la paz entre seres sensibles y razonables ha de establecerse por la razón y el sentimiento. La mujer educada sentirá y comprenderá mejor, tendrá más elevación para pensar y más delicadeza para sentir, y será con su marido más razonable y más amante. ¿Qué hombre, si no es perverso o brutal, preferirá la obediencia ciega del temor a la docilidad razonada del cariño?
Pero, en fin, ¿quiénmandará en casa, quién será el jefe de familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente eterna, en el hogar doméstico.
La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su organización sufrir más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto mucha autoridad por un poco de amor y suplirá con la voz dulce y persuasiva que Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tememos conflictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe, no el tirano.
Así como no vemos diferencia de inteligencia en los niños de diferente sexo, vemos muchas de carácter. La niña es desde luego más dócil, más dulce, más cariñosa, menos egoísta: es ya el germen de la madre, que ensaya con sus muñecas lo que más adelante hará con sus hijos. Son naturales, y por consiguiente eternas, las diferencias de carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban.
Entremos en el hogar doméstico y observemos un matrimonio. La paz no se alterará nunca porque piensen del mismo modo, sino que, al contrario, será tanto más perfecta cuanto sus opiniones sean más idénticas y sus entendimientos puedan marchar más tiempo unidos. Donde las diferencias son necesarias es en el carácter, y allí están grabadas por la mano de Dios. La dulzura, la perseverancia, la docilidad, la abnegación, la paciencia de la mujer; su natural más compasivo, más amante, más complaciente y sufrido: éstos son los elementos de la armonía. Añádase que en el hombre, al menos en el hombre de nuestra raza, cristiano y civilizado, hay, además del amor, muchos sentimientos que, lejos de arrastrarle al abuso de la fuerza, le impulsan a amparar la debilidad, a proteger a la mujer, a devolver en consideración y respeto todo lo que puede haber recibido de su abnegación y de su paciencia. Cuando la mujer no tiene ya ningún atractivo, es todavía objeto de miramientos y consideraciones, en que no tienen parte las simpatías del sexo; independientemente del amor hay entre los dos sexos armonías, cuyo origen está en las condiciones de carácter y de modo de sentir.
Existen pocos hombres que no cedan a la razón y a la dulzura de una mujer prudente, y si no ceden, bien pueden entrar en alguna de las diferentes categorías del malvado. Como creemos que la mujer será tanto más prudente y más dulce y suave de carácter cuanto esté mejor educada, tenemos por cierto que habrá más armonía en el matrimonio a medida que la esposa tenga más cultivada su razón y más elevados sus sentimientos. No puede llamarse armonía el silencio de la mujer, que si no tiene una palabra para la contradicción, tampoco la halla para el consejo, y que si no se opone a nada, tampoco comprende ni consuela.
La experiencia poco puede decir en la materia, porque en nuestra patria es muy corto el número de mujeres que tienen alguna instrucción, y ésta, poco sólida, adquirida sin plan ni método, y a veces teniendo que vencer grandes obstáculos. En las mujeres que hemos podido observar de cerca, hemos visto lo que no podíamos menos de ver, que la instrucción las hace más razonables y mejores, más dulces y menos expuestas a devaneos y extravíos. Sentimos no poder citar aquí algunos nombres, que probarían la natural alianza de una inteligencia cultivada, de un corazón amante y de una abnegación sin límites.
Si se nos presentase algún ejemplo de lo contrario, responderemos que no hemos creído que instruyéndose las mujeres no ha de haber ninguna díscola, viciosa o perversa; responderemos que pueden rechazarse todos los ejemplos, porque entre nosotros no hay mujeres que tengan verdadera instrucción, y responderemos, en fin, que habiendo sido hasta aquí necesario sostener una lucha para que la mujer en España se instruyese algo, ha necesitado a veces condiciones de carácter especiales para instruirse, y nada tendría de extraño que esta energía tuviese la apariencia y acaso la realidad de mayor violencia y menos dulzura que en lo general del sexo. Aunque así fuese, carecería de fuerza el argumento que en este hecho se apoya; pero repetimos que no es así; aunque hecha la observación en las condiciones más desfavorables, ha confirmado siempre esta verdad: Todo ser racional o irracional se mejora a medida que se instruye y se educa.
Hay mucho que esperar y nada que temer para la armonía y paz doméstica de la educación intelectual de la mujer, que no necesita mandar para dirigir, ni dominar para ser dichosa. No queremos quitar al hombre las ventajas que recibió de la naturaleza; pero abusará poco de ellas cuando halle enfrente la razón ilustrada, la ley, la opinión y el cariño. No queremos que se pretenda destruir la obra de Dios prohibiendo a la mujer el uso de las facultades que de Él ha recibido. Ni tememos que, excepción inconcebible entre todos los seres educables, sea menos dulce y suave cuando esté mejor educada. No queremos que se la prive de su derecho, ni tememos que abuse, ni que use de él siquiera reclamándole con todo rigor; halla más gusto en hacer gracia que en exigir justicia, y el consejo que San Pablo da al hombre, ella le recibe de su corazón: por la paz cederás de tu derecho.
Creemos que en todas las clases se podía y se debía dar alimento al espíritu; creemos que en todas se podía y se debía hallar tiempo para pulir los gustos groseros, elevar los sentimientos, rectificar los errores, enseñar las verdades necesarias y elevar el alma del trabajador, redimiéndola de la esclavitud en que ahora gime. Grave cuestión es ésta, que no puede tratarse incidentalmente, y sólo hablaremos de aquellas clases que tienen hoy tiempo para educarse.
Las niñas, por regla general, más precoces y más dóciles que los niños, ¿qué hacen desde que son susceptibles de recibir instrucción hasta que se casan? Aprender a leer, escribir y contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura, bordado, más o menos primoroso, y cuya utilidad consiste en gastar algún dinero en sedas y en estambres, y mucha vista para contar hilos y combinar colores. Si la educación es esmerada, se agrega un poco de geografía, historia y música; en algunos casos, dibujo y francés: entonces son ya jóvenes instruidas. Por regla general todo esto se aprende con poca formalidad, sin tomarse el trabajo constante, necesario para saber bien una cosa, y sin la idea de que pueda servir para algo útil y positivo: la joven no trata de adquirir conocimientos, sino habilidades. Generalmente las olvida cuando se casa, es decir, que ha gastado muchos años de su niñez y juventud y algún dinero, a veces bastante, para aprender lo que primero no le sirve de nada, y después olvida. Como no se ocupa formalmente, se aburre y lee novelas, muchísimas novelas, con las que completa su educación intelectual.
Así despilfarra la joven los primeros y mejores años de su vida, sin hacer nada útil, ni tratar de nada formal, ni pensar en nada grave. Así tiene la veleidad y la ligereza propias del que no se emplea en nada serio; así adquiere hábitos de holganza intelectual, que la imposibilitarán toda la vida para los trabajos del espíritu, que exigen mucho esfuerzo y perseverancia; así, no pudiendo ser para ella la vida una ocupación, quiere convertirla en un entretenimiento.
Se dirá: la joven aprende a gobernar la casa, que es lo que importa. No creemos que sepa gobernar la casa quien no sabe gobernarse a sí misma, y aunque el gobierno de la casa se limitara al papel de ama de llaves, dudamos que le desempeñase bien. Es muy común en las jóvenes bien educadas y llenas de habilidades, no saber coser bien un punto a una media, ni hacer un zurcido, ni echar una pieza, y, lo que es peor, difícilmente tendrá espíritu de orden quien tiene poca fijeza en sus ideas y base poco estable para sus juicios.
Pero supongamos que la joven tiene buen juicio, y mucho instinto del bien, y bastante conocimiento práctico de las cosas materiales, y hábitos de orden y economía. El gobierno de la casa, ¿absorberá toda su existencia? Soltera en casa de su padre, casada en la suya, ¿no le quedará tiempo para ningún otro trabajo?
La dificultad y el mérito del gobierno de la casa se han exagerado mucho, y no podía menos de suceder así. Los hombres no entienden de eso y creen que es cosa ardua, como las mujeres se figuran que es muy difícil el más sencillo trabajo intelectual. Además, la mujer exagera la dificultad de los cuidados domésticos por la natural propensión a exagerar la importancia de lo que constituye la única ocupación de la vida, y porque si el gobierno de la casa no es un problema muy difícil, no ha de ser tan grande el mérito de quien le resuelve.
Las grandes señoras y las señoras ricas no gobiernan su casa, ni aun suelen dirigirla. Semejante ocupación es para las mujeres de la clase media y las pobres; éstas trabajan muchas horas del día y de la noche para ganar pan, y les quedan pocas horas para el gobierno de la casa.
La costura llevaba antes mucho tiempo, malgastando en ella no poco las mujeres hacendosas. No era, ni es raro, ver cómo se gastan muchas horas o muchos días en coser una pieza de ropa vieja, que se rompe a la primera lavadura, cuando el valor del tiempo, aun tan mal pagado como se paga el de las mujeres, bastaba para comprar nueva aquella prenda. Entre no componer la ropa usada y empeñarse en coserla cuando ya no vale el tiempo que cuesta, hay un medio, y ateniéndose a él, y con las máquinas, la mujer más hacendosa no necesita dedicar, en general, mucho tiempo a la costura, aun suponiendo que no tenga quien la auxilie.
El cuidado de la despensa y la vigilancia de la cocina no exigen tampoco tanto tiempo, que a una mujer que madruga y sabe aprovecharle, no le queden algunas horas, o muchas, según las circunstancias de su familia, para dedicarse a trabajos útiles, mentales o materiales, según su disposición o su gusto.
Hablamos por experiencia propia y ajena; conocemos mujeres que, sin descuidar sus deberes domésticos, hallan tiempo que dedicar a trabajos mentales, a buenas obras, o a uno y otro. Para que la mujer tenga tiempo para todo, no se necesita más que fortificar su juicio, a fin de que no le pierda de mil maneras, salvo cuando tenga muchos hijos pequeños y nadie que le ayude (lo que quiere tomarse como regia, y es la excepción), o mediando alguna otra circunstancia fuera de lo ordinario, en los demás casos la mujer tiene tiempo para instruirse y utilizar su instrucción en provecho suyo y de su familia.
Todo esto que vamos diciendo podrá parecer absurdo, pero es exacto, y cualquiera que observe en el hogar doméstico a las mujeres de la clase media se convencerá de que si para dedicarse a algo útil, después de atender al gobierno de la casa, les falta tiempo, es porque le malgastan. El modo de emplearle bien es una de las primeras cosas que deberían aprender. La educación de las mujeres hasta aquí podría llamarse, sin mucha violencia, Arte de perder el tiempo.
Se supone que todas las mujeres son madres, que todas pueden dedicarse exclusivamente al cuidado de sus hijos, y que toda la vida de la mujer necesita estar empleada en llenar los deberes materiales, minuciosos, incesantes de la maternidad. Partiendo de supuestos falsos, las consecuencias no pueden ser verdaderas.
Hay un gran número de mujeres que no son madres: de ellas trataremos en el capítulo de la mujer soltera.
La inmensa mayoría, compuesta de mujeres pobres, no puede dedicarse al cuidado asiduo e incesante de sus hijos pequeñuelos, porque necesitan trabajar para darles pan. Unas veces llevan consigo al hijo que amamantan, exponiéndole a la intemperie; otras le dejan al cuidado de alguna anciana, o le dejan solo: si hay alguna casa benéfica donde le recojan mientras van a su trabajo, es gran favor para el inocente y gran descanso para ellas. En la mayoría de los casos, es gratuita la suposición de que la mujer está ni puede estar continuamente al cuidado de sus hijos.
Queda reducida la cuestión a saber cuál será mejor: que deje la casa para ejercer una profesión u oficio lucrativo o para dedicarse a un trabajo material, penoso y mal pagado. Afirmamos, sin vacilar, que la mujer más educada, más perfecta, más útil, puede atender más constantemente al cuidado de sus hijos, porque puede estar más tiempo en casa y tener más vagar. Su trabajo, muy mal retribuido, lo será cada vez menos, porque es mecánico, y como máquina, es inferior a las que perfecciona todos los días el genio del hombre. Para ganar, no digamos algunos reales, sino algunos céntimos, necesita estar trabajando en su casa, o fuera, todo el día, y a veces una parte de la noche. Si entrara por algo la inteligencia en su obra, se pagaría mejor, ganaría mayor suma en menos tiempo y podría dedicar más a sus hijos. Para que los atienda, pedimos que, según su clase, tenga educación y utilice las facultades que ha recibido de Dios. Es extraño modo de observar fijarse en un corto número de mujeres de la clase media que se dedican asiduamente al cuidado de sus hijos y prescindir de la inmensa mayoría de mujeres pobres que para buscar pan tienen que dejarlos o no atenderlos bastante.
El hijo necesita siempre de su madre, aunque la mantenga. ¿Quién le amará como ella le ama? Pero el cuidado asiduo de todos los momentos no es necesario sino en los primeros años de la vida. La mujer vive sesenta o setenta años; según su fecundidad, tiene hijos pequeños, cuatro, seis, ocho, diez o doce años. ¿Es esto la vida? Aunque en este período tuviera que dedicarse al cuidado exclusivo de sus hijos y no pudiera hacer otra cosa; aunque no estuviera a su lado madre o tía anciana que la ayudase, o hermana que le diera auxilio, antes y después de este período, y aun en el mismo, ¿no tiene la mujer tiempo y necesidad de cultivar sus facultades para que su trabajo sea más útil y más lucrativo y para perfeccionarse?
Esta consideración se aplica, como a las mujeres del pueblo, a las de las clases elevadas, y más aún, porque en ellas son las mujeres menos fecundas, y es menos el tiempo en que la lactancia y corta edad de los hijos exigen cuidados incesantes. ¿Y lo son siempre tanto como se dice? El ama, la niñera, la abuela, la tía o la hermana, ¿no procuran algún descanso y dejan algún tiempo que puede emplearse con utilidad mayor, según el mayor grado de perfección a que se haya llegado? Cuando el esposo está enfermo o abrumado de trabajo, para ayudarle; cuando falta, para suplirle, ¿no podría la mujer hallar algunas horas que dedicar a trabajos lucrativos, para que sus hijos no careciesen de lo necesario y para que la enfermedad o la muerte del padre no fueran la ruina de la familia?
Aun en este período, no muy largo comparado con la vida entera, en que los hijos pequeños necesitan cuidados continuos, se ve que las mujeres pueden disponer de algún tiempo, que unas emplean útilmente y otras malgastan de una manera lastimosa.
La mujer educada será madre, no sólo más inteligente y capaz de allegar recursos para sus hijos, sino más tierna y cariñosa; las infanticidas no son personas instruidas, ni tampoco las que tratan a sus hijos con incomprensible dureza. Lo repetimos: la mujer no sale ni puede salirse de la ley eterna, por la cual todo ser que se educa dulcifica su carácter, se hace más humano, y cuando la mujer dilate los horizontes de su entendimiento; cuando comprenda las armonías del mundo moral; cuando vea toda la fealdad del vicio y del crimen y toda la hermosura de la virtud; cuando su exaltación se convierta en entusiasmo y sus instintos se eleven a sentimientos; cuando su razón pueda servirle de faro en las borrascas de la vida y de apoyo contra los embates del mundo; cuando el ejercicio de las facultades más nobles eleve su ser, purifique sus afectos y le dé mayor delicadeza y sensibilidad; cuando, en fin, sea más buena, ¿no será mejor madre?
Si no fuera éste nuestro íntimo convencimiento; si tuviéramos la más leve duda de que la mujer, al cultivar su inteligencia, disminuía en lo más mínimo su cariño maternal, arrojaríamos estas páginas al fuego. ¿Cómo habíamos de querer despojar a la humanidad de su sentimiento más elevador?
En todos los amores de la tierra se revela, por algún egoísmo, el miserable barro de que está hecho el hombre: sólo el amor de una madre nos puede dar idea del amor del Cielo; sólo en él hay pureza inmaculada, abnegación que no conoce límites, perdón para todas las culpas, olvido para todas las faltas, y piedad y misericordia sin medida: sólo él purifica cuanto toca, hace comprender al alma un mundo de afectos sublimes y la pone en relación con el Infinito.
Mirad en su prisión a la mujer más despreciable, a la prostituta delincuente; vedla trasfigurada al lado de su hijo enfermo, y escuchad las palabras sublimes que no se manchan al pasar por sus labios impuros.
Ved aquel reo en capilla; es un monstruo: cínico e impenitente, repugna y espanta. ¡Su madre! Al verla llegar se estremece el centinela y se conmueve hasta el verdugo. Cuando la sacan, la expresión del monstruo ha cambiado; aquella alma empedernida se ha conmovido, e inclina su frente ungida por las lágrimas de la que le dio el ser. Allí donde todo inspiraba repugnancia y horror, hay algo que hace sentir compasión y respeto; aquella atmósfera pestilente se ha purificado al pasar por ella el amor desolado de una madre.
Y este amor, lo más grande que hay en el mundo moral, ¿había de ser incompatible con la perfección del entendimiento, lo más grande que hay en el mundo de la inteligencia? ¿Había de haber antagonismo entre los atributos más nobles de la humanidad? ¿No sería posible la armonía entre las cosas más sublimes, ni que la mujer que piensa fuese madre amorosa?
Dios, que es inteligencia y amor, ¿apartaría en la madre el amor de la inteligencia? ¡Hijos de las mujeres pensadoras y amantes, vosotros responderéis algún día a esta especie de blasfemia!
La mujer soltera inspira cierto desdén; reminiscencia brutal, como hemos dicho, de los tiempos en que no se la consideraba más que como hembra, y efecto de que, por falta de educación, no es todo lo útil que pudiera ser. A veces parece que su vida sin objeto es una carga para la sociedad.
Hay un tipo de mujer soltera, ciertamente poco recomendable. Egoísta, extravagante, concentra sus afectos en su perro o en su gato, o se vuelve a Dios con tan poca benevolencia para las criaturas, que hace incomprensible su amor verdadero al Creador. Es la mujer excéntrica, intratable, o la beata maldiciente, sin caridad. Este tipo va siendo raro; lo sería mucho más si la mujer se educase; aun creemos que llegaría a desaparecer, porque es una consecuencia del fastidio, del ocio intelectual y del sentimiento de la propia inutilidad: la prueba es que la solterona extravagante de la clase media y elevada no existe en la mujer del pueblo que trabaja.
La mujer, es mujer aunque no sea madre, es decir, que es compasiva, afectuosa y dispuesta a la abnegación. Más aún: sin ser madre, tiene afectos maternales. Observemos en el hogar doméstico cuántas veces la hermana o la tía soltera cuidan de los niños con celo incansable, y los sufren y los aman con afecto verdaderamente maternal. Observemos esas sagradas legiones de Hermanas de la Caridad que amparan a los pobres niños que dejaron huérfanos la muerte, la miseria o el crimen. En toda mujer cuyo natural no se haya torcido de algún modo, hay amor a los niños, compasión hacia el que sufre y piedad religiosa. La sociedad, en vez de explotar este tesoro, le desdeña, si acaso no le escarnece.
La mujer soltera casta, si tiene un poco de pan y un poco de educación, no es, como el hombre célibe, un elemento de vicios, desórdenes y males, sino que, por el contrario, puede consagrar toda su existencia al bien de la sociedad. El amor de Dios y del prójimo forma parte muy esencial de su naturaleza: la lleva a los hospicios, a los hospitales, a la inclusa, al campo de batalla, y la hace atravesar los mares en busca de dolores que consolar. Dad instrucción a esta criatura así organizada, dadle instrucción sólida, y veréis desaparecer los empleados de los asilos benéficos, y veréis convertirse las casas de beneficencia en casas de caridad.
La mujer soltera, que caritativa e ilustrada se dedica al consuelo de sus semejantes, es un elemento social de bien y prosperidad que no tiene precio; su actividad, su vehemencia, su piedad, su abnegación, su vida entera, se concentran en la buena obra objeto de sus afanes; allí está su hogar y su familia, allí sus alegrías y sus dolores. Toda mujer en la cual la educación no haya contrariado los buenos sentimientos, tiene cuidados, o por lo menos disposiciones maternales, para los desvalidos que padecen; esto es tan cierto que los acogidos en las casas de beneficencia, por instinto o por gratitud, llaman a las Hijas de la Caridad las madres.
No es necesario que la mujer soltera haga votos ni vista un hábito para que su vida se consagre al bien de los demás. ¡Cuántas veces sola en su casa vive exclusivamente para la caridad bajo cualquiera de sus formas, o agregada a una familia cuida al niño como si fuera su madre, y al anciano como si fuera su hija! Y si esto no sucede con más frecuencia, y la mujer soltera no es más útil, consiste en que no tiene conciencia de todo lo que vale; en que muchas veces se considera como un ser inútil que para nada sirve; en que no hay en ella esa independencia moral y esa firmeza e igualdad de carácter que da la ocupación útil y la inteligencia cultivada, y, en fin, en que carece de recursos, porque no puede dedicarse a oficios o profesiones lucrativas.
Si para convencernos de que los errores se encadenan como las verdades, necesitásemos una prueba más, lo sería la especie de desdén que inspira la mujer soltera, en vez del respeto que debería inspirar. Dada la preocupación de que en la mujer no hay facultades intelectuales que cultivar ni aptitudes para las artes, la industria y el comercio; suponiendo que multiplicar la especie es su única misión, cuando no la llena lógico es que se la considere como un ser inútil. Este absurdo está en armonía con otros, y lo estaba con el modo de ser de las sociedades antiguas, en que el suelo carecía de pobladores. Pero en el mundo moderno, en los pueblos civilizados, los hombres se multiplican con sobrada rapidez, el exceso de población se hace sentir con frecuencia, no son madres lo que faltan, y la mujer pura y benéfica que se dedica a hacer bien a sus semejantes, que como no hace falta a nadie está pronta a sacrificarse por todos, que tiene en mucho el hacer bien a cualquiera y en poco su vida, que forma su familia de aquella parte del género humano que sufre y la necesita, y que usa de su libertad haciéndose esclava de los santos deberes que se impone; esta mujer es tan respetable y tan útil como la mejor de las madres. Y no se diga que éste es un ser ideal; hay muchas de estas mujeres, y podría haber más.
Es tiempo de que no se trate sólo de la madre cuando se habla de la mujer; de que se comprenda que en toda mujer honrada hay sentimientos maternales; de que no se mire desdeñosamente un gran elemento de bien para la sociedad; de que se salga de las rutinas para el respeto y para el desprecio; de que no se rebaje nada que esté elevado, ni se niegue prestigio a nada bueno, ni admiración a nada sublime, ni se quieran hacer moldes para vaciar el mérito. Es tiempo de poner fin a la reacción que enaltecía el celibato sobre el matrimonio, y de considerar la excelencia de las acciones y no el estado de quien las lleva a cabo. ¡Santas mujeres, que no siendo madres habéis prohijado al género humano, recibid el homenaje de mi respeto, el recuerdo de mi cariño y las lágrimas que corren de mis ojos al pensar en las que habéis enjugado! Sirva vuestra vida ejemplar de argumento contra los que, combatiendo una preocupación con otra, se niegan a haceros justicia.
Hemos procurado demostrar las contradicciones de las leyes y la confusión de las opiniones y de las costumbres en lo que a los derechos y capacidad de las mujeres se refiere.
Las contradicciones en que incurren algunos fisiólogos al asegurar la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de la mujer.
La superioridad moral de ésta.
Que habiéndose vedado a la mujer el ejercicio de las facultades intelectuales superiores, poco puede decir la Historia, y, no obstante, su testimonio es favorable a la opinión de que la inteligencia de la mujer puede cultivarse con ventaja como la del hombre.
Las funestas consecuencias que acarrea para el hombre, para la sociedad y para la mujer el error de su incapacidad intelectual, y la imposibilidad de ejercer ninguna profesión y la mayor parte de los oficios.
Que la mujer puede ejercer todas las profesiones y oficios para los que no se necesite mucha fuerza física ni sea un obstáculo la ternura de su corazón, ni tengan algo que repugne a su natural benigno.
Que la mujer educada será más dulce, más benévola, porque la educación suaviza el carácter hasta de los irracionales.
Que no hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos.
Que los hijos, en vez de perder, ganarán cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo.
Que la mujer soltera no debe ser mirada con desdén; que educada puede llenar una alta misión social; que cuando la llena, es tan respetable como la madre.
Esto es lo que hemos procurado probar con toda la brevedad que nos ha sido posible, y tratando sólo las verdades esenciales que una vez admitidas conducen a todas sus múltiples consecuencias.
¿Defendemos lo que se ha llamado emancipación de la mujer? No está muy bien definido lo que con estas palabras se quiere dar a entender, y nosotros deseamos consignar con claridad nuestro pensamiento.
Queremos para la mujer todos los derechos civiles.
Queremos que tenga derecho a ejercer todas las profesiones y oficios que no repugnen a su natural dulzura.
Nada más. Nada menos8.
Queremos para la mujer la dependencia del cariño, y la que ha establecido la naturaleza haciéndola más débil, más sufrida y más impresionable; pero rechazamos la dependencia apoyada en leyes injustas, en costumbres inmorales o absurdas, y en la pobreza o la miseria de quien no tiene medios de ganar lo indispensable. Queremos la independencia de la dignidad, la independencia moral de un ser racional y responsable; pero estamos persuadidos de que la felicidad de la mujer no está en la independencia, sino en el cariño, y que como ame y sea amada, cederá sin esfuerzo por complacer a su marido, a su padre, a su hermano y a su hijo.
Queremos que sea dulce madre, hija y esposa tierna antes que todo; que su misión sea una especie de sacerdocio, y que la llene con todo el amor de su corazón y todas las facultades de su inteligencia.
Queremos que, puesto que las costumbres le conceden mayor libertad que a la mujer de Oriente, de la Edad Media y aun de principios de este siglo, su educación esté en armonía con esta libertad, para que sepa usar de ella.
Queremos que sea la compañera del hombre. Pudo serlo, sin educar, del hombre ignorante de los pasados siglos; no lo será del hombre moderno mientras no exista entre sus ideas la misma armonía que hay entre sus sentimientos.
Queremos que no se establezcan diferencias caprichosas entre los dos sexos, sino que se dejen las establecidas por la naturaleza que están en el carácter y bastan para la armonía, porque conviene no olvidar que ésta se establece con tanta mayor facilidad cuanto las ideas están más acordes.
Queremos que en la vida social esté representado el sentimiento y admitida la realidad de sus verdades; que esta representación la tengan las mujeres principalmente y lleven a las costumbres, a la opinión y, por consiguiente, a las leyes, un elemento que muchas veces les falta. Que sin negar a la razón sus derechos, hagan valer los del corazón, y digan y prueben que hay casos y cuestiones, grandes cuestiones, en que un ¡ay! es un argumento y una lágrima una demostración.
Queremos que la mujer avive el sentimiento religioso por medios que estén en armonía con la época en que vive. Ya no se imponen las creencias con la autoridad ni se infunden por el martirio. La caridad y la razón deben fortificar la idea de Dios. La caridad está viva; pero la razón yace casi muerta en la mujer, y se semeja a un misionero que ignorase el idioma de los pueblos que quería convertir. Es necesario que aprenda ese lenguaje; que purifique sus creencias de toda superstición; que con su ejemplo combata la idea de los que pretenden hacer incompatibles la instrucción y la piedad; que multiplique los caminos para llegar a Dios, y, sobre todo, que no haga reflejar sobre la religión algo del descrédito intelectual de quien la practica.
La mujer tiene que quebrantar por segunda vez la cabeza de la serpiente, de ese escepticismo que se enrosca alrededor de nuestra existencia, que nos inocula su veneno, que nos hiela con su frío, y, en vez de armonías sublimes, nos da su silbar siniestro.
Las grandes cuestiones se resuelven hoy a grandes alturas intelectuales, y es necesario que la mujer pueda elevarse hasta allí para que no preponderen el egoísmo, la dureza y la frialdad; para que no se llame razón al cálculo, y cálculo a la torpe aplicación de la aritmética.
Dulce, casta, grave, instruida, modesta, paciente y amorosa; trabajando en lo que es útil, pensando en lo que es elevado, sintiendo lo que es santo, dando parte en las cosas del corazón a la inteligencia del hombre, y en las cuestiones del entendimiento a la sensibilidad femenina; alimentando el fuego sagrado de la religión y del amor; presentando en esa Babel de aspiraciones, dudas y desalientos el intérprete que todos comprenden, la caridad; oponiendo al misterio la fe, la resignación al dolor, y a la desventura la esperanza; llevando el sentimiento a la resolución de los problemas sociales, que nunca, jamás, se resolverán con la razón sola: tal es la mujer como la comprendemos; tal es la mujer del porvenir. Por ella nacerán a la vida del alma los hijos del pueblo en las generaciones futuras; por ella será más pausada y más continua la marcha de las sociedades, sin alternativas de velocidad vertiginosa y de paralización mortal; por ella se acabarán, si es posible, las luchas sangrientas y las victorias de la fuerza; por ella será magnetizado ese mundo, tantas veces impenetrable a la palabra de vida.
Y si todos los pueblos necesitan que conmuevan sus entrañas la sensibilidad de la mujer, mucho más aquellos menos adelantados y menos dichosos. La comunicación continua con otros países da lugar a comparaciones desventajosas, que si unas veces determinan nobles impulsos de emulación, no pocas inspiran desdén y desaliento y el afán de ir a gozar en el extranjero las ventajas de una civilización más adelantada. Contra ese deseo, tantas veces puesto por obra y causa permanente de empobrecimiento, ¿pediremos leyes a los hombres? No. Invoquemos una que Dios ha grabado en el corazón de la mujer. Vosotras, ¡oh mujeres!, que no dais el primer lugar en vuestro cariño a los predilectos de la naturaleza o de la fortuna; vosotras que queréis más al hijo enfermizo, deforme, desventurado, comunicad al hombre el más generoso de vuestros instintos; enseñadle a amar a la patria, a su madre, porque es infeliz; hacedle sentir cuán vil es y cuán culpable el que abandona a los suyos en la desgracia; cread una nueva, una grande escuela política: que no combata más que con un adversario, con el egoísmo; que no escuche más que un oráculo, el corazón.