Volver al Indice



Karl MARX


EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE

Capítulo VI



La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o de la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleans o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la temperatura política que descompuso el producto en sus elementos originarios.

El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el artículo 45 que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como disponía de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar.

Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión constitucional y del propio partido del orden. Una revisión puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría el camino a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una restauración orleanista no sólo eran no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.

La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que sus interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad. Como realistas, volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la lucha por la supremacía de la propiedad territorial o la del dinero, y la expresión suprema de este antagonismo, su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías. De aquí la resistencia del partido del orden contra la vuelta de los Borbones.

El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente, en 1849, 1850 y 1851, la proposición de derogar el decreto de destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba, con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique VI con la observación de que era demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de las circunstancias, se habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente la decisión del pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.

La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par que la república, la dominación en común de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una restauración de la monarquía, la rivalidad de intereses que ésta había representado alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos del partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas dinastías, mediante una llamada fusión de los partidos realistas y de sus casas reales. La verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de Julio era la república parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y legitimista y las especies burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el burgués como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la monarquía, encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la expresión de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de su interés común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho la abolición de dos monarquías, la República. Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o la monarquía burguesa en la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra! ¿Como si la propiedad territorial y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad territorial, mientras que ésta no se decide a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana, el conde de París no se convertiría por ello en rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas. Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían a medida que el problema de la revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven a laborar en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías. Los intentos de reconciliar a la familia de Orleans con Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas, solamente se representaban, en general, durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, en los entreactos , entre bastidores, más por coquetería sentimental con la vieja superstición que como propósito serio, se convirtieron ahora en acciones dramáticas, representadas por el partido del orden en la escena pública, en vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los correos volaban de París a Venecia, de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El conde de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda de todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración, sino la restauración «nacional». El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación a Claremont, a convencer a los Orleans. Los fusionistas se dan cuenta demasiado tarde de que los intereses de familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V reconociese al conde París como su sucesor (único éxito que, en el mejor de los caso, podía conseguir la fusión), la casa de Orleans no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los que había conquistado la revolución de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos que, en una lucha casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones, cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la monarquía moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la fusión no sería más que la abdicación voluntaria de la casa de Orleans, su resignación legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica. Una retirada que, además, no la llevaría siquiera al trono que había perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los antiguos ministros orleanistas, Guizto, Duchâtel, etc., que fueron también corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad la resaca que había dejado la revolución de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en la monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la legitimidad como último amuleto contra la anarquía. Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón, sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio, el sector viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze, etc., convenció con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías y ésta, as u vez, la abdicación de la casa de Orleans, en cambio correspondía por entero a la tradición de sus antepasados el reconocer provisionalmente la república esperando a que los conocimientos permitiesen convertir el sillón presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose en suspenso la curiosidad pública, y algunos meses más tarde, en septiembre, después de rechazarse la revisión constitucional, fue públicamente proclamada.

De este modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión realista entre orleanistas y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria, su forma común republicana volviendo a despoblar el partido del orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto más crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía su avenencia y más se iba extendiendo la agitación a favor de Joinville, más acuciantes y más serias se hacían las negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.

La descomposición del partido del orden no se detuvo en sus elementos primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista; como ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua; como si hubiesen recuperado la suficiente energía vital para formar grupos propios y antagonismos independientes. Los legitimistas veíanse transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerìas y el Pabellón Marsan, entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé, Broglie, Thiers y Odilon Barrot.

El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los límites de la revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado, y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar, bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó a un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y amplia proposición:

«Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan la moción de que la Constitución sea revisada.»

Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía derecho a pedir la abolición de la república que este derecho sólo correspondía a la cámara encargada de la revisión. las tres cuartas partes de los votos constitucionalmente prescritas. Tras seis días de turbulentos debates, el 19 de julio fue rechazada, como era de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra 278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera, votaron contra los republicanos y la Montaña.

La mayoría del parlamento se declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta se declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo como obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no había supeditado la Constitución a la mayoría parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba toda su política anterior en la supeditación de los artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición bíblica por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional no significaba más que la continuación del poder presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución sólo significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento se había declarado a favor de él, pero la Constitución se declaraba en contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar la Constitución, y en un sentido constitucional al disolver el parlamento.

El parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su propia dominación, «fuera de la mayoría», con su acuerdo había derogado la Constitución y prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo que ni aquélla podía morir, ni éstos vivir mientras él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguay d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de las jornadas de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había comprometido más o menos por él con motivo de la expedición de Boulogne.

El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar ni servir, vivir ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba la solución de todas las contradicciones? Del calendario, de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que se impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder, al que, en su lucha contra el pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente a él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar el plan de lucha contra él con mayor desembarazo, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto al 4 de noviembre.

El partido parlamentario no sólo se había despoblado en sus dos grandes facciones y cada una de éstas no sólo se había subdividido, sino que el partido del orden dentro del parlamento se había divorciado del partido del orden fuera del parlamento. Los portavoces y escribas de la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de la burguesía y la burguesía misma, los representantes y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían más.

Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su limitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía en el pecado original, pero no en la diplomacia.

Incomparablemente más funesta y más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial con sus políticos. Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el contrario, el aferrarse a principios ya superfluos.

Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial que se había llevado la parte del león en el Gobierno de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había hecho bonapartista. Fould no sólo representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la pinta del modo más palmario una cita tomada de su órgano europeo, el Economist de Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista publica la siguiente correspondencia de París:

«Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo».

En su número del 29 de noviembre de 1851, el Economist declara en su propio nombres:

«En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente como el guardián del orden».

Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria del partido del orden contra el poder ejecutivo como una alteración del orden y festejaba todos los triunfos del presidente sobre los supuestos representantes de ella como un triunfo del orden. Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo los grandes empresarios de los empréstitos y los especuladores en valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por razones bien comprensibles, con los del poder público. Todo el moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria, se halla entretejida del modo más íntimo con el crédito público. Una parte de su capital activo se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el capital puesto a su disposición y distribuido por ellos entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de los dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastra junto a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?

También a la burguesía industrial, en su fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del partido parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después de su voto del 18 de enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès, Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre todo su coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas que se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha por defender su interés público, su propio interés de clase, su poder político, no hacía más que molestarle y disgustarle como una perturbación de su negocio privado.

Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales, etc., le recibían en todas partes casi sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden.

Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos de 1851, la burguesía comercial se enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal, como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851, acusaba a las luchas parlamentarias de ser la causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí se trataba del ser o no ser de la forma de gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más autorizada a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora situación provisional, ella entendía precisamente su perpetuidad, el aplazar hasta un remoto porvenir el momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste dimitiese constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba la segunda solución y no supo dar a sus representantes mejor consejo que callar, no tocar el punto candente. Creía que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente la Constitución y no abdicase sin más rodeos.

Los Consejos generales de los departamentos, representaciones provinciales de la gran burguesía, reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se declararon casi unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte.

Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus representantes parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de defender los derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa.

Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía; destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.

Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había rebelado ya contra la lucha puramente parlamentaria y literaria en pro de la dominación de su propia clase y traicionado a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar a posteriori al proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó su interés general de clase, su interés político, al más mezquino y sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio, ¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrifique a sus intereses materiales, los intereses políticos ideales de ella! Se presenta como un alma cándida a quien el proletariado, extraviado pro los socialistas, no ha sabido comprender y ha abandonado en el momento decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo burgués. No me refiero, naturalmente, a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me remito, por ejemplo, al mismo Economist, que todavía el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas», y que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había reducido a la tranquilidad a aquellos anarquistas, clama acerca de la traición cometida por las «ignorantes, incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los conocimientos, la disciplina, la influencia espiritual, los recursos intelectuales y el peso moral de las capas medias y elevadas de la sociedad». La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie más que la propia masa burguesa.

Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se puso de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto a 1850, en marzo se resintió el comercio y se cerraron las fábricas, en abril la situación de los departamentos industriales parecía tan desesperada como después de las jornadas de febrero, en mayo los negocios no se habían reavivado aún; todavía el 18 de junio, la cartera del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento del comercio con motivos puramente políticos, con la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la inestabilidad de una forma de gobierno puramente provisional, con la perspectiva intimadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré que todas estas circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas industriales en París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de las circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre, en el momento en que la situación política empeoraba, en que el horizonte político se oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo demás, el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su nariz, pudo dar con la nariz en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró la Exposición Industrial de Londres. Mientras en Francia se cerraban las fábricas, en Inglaterra estallaban las bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo el pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo el pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto ocurría con la manufactura de la seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían trabajando, no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había más diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial y en Inglaterra comercial; que, mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se extendía su producción, pero bajo condiciones más favorables que en los años anteriores, que en Francia la que salía peor parada era la exportación y en Inglaterra la importación. La causa común que, naturalmente, no ha de buscarse dentro de los límites del horizonte político francés, era palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron años de la mayor prosperidad material y de una superproducción que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de este año, aún se la fomentó de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial. Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero, la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que se esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto había sido todavía inferior, por lo menos en Francia, a la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana no podía darle abasto y el precio de la lana en bruto subió muy desproporcionadamente en relación con el precio de los artículos de lana. Aquí, en la materia prima de tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues, ya triple material para un estancamiento de comercio. Prescindiendo de estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851 no era más que el alto que la superproducción y superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y llegar de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general. En estos intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas comerciales, mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte obligada a retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados, competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre preferentemente las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios. De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales, recorre sus propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más determinadas y condicionadas por el estado general del mercado mundial que por las influencias locales francesas. No carecerá de interés oponer al prejuicio del burgués de Francia el juicio del burgués de Inglaterra. Una de las mayores casas de Liverpool escribe en su memoria comercial anual de 1851:

«Pocos años han engañado más que éste en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó ser uno de los años más decepcionantes desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente, a las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo, al comenzar el año había indudablemente sus razones para pensar lo contrario; las reservas de mercancías eran escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba asegurado un año próspero; paz inalterada en el continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras en nuestro país; realmente, nunca se habían visto más libres las alas del comercio... ¿A qué atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones. Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites más estrechos, nada podrá sujetarnos dentro de los carriles, más que un pánico cada tres años.»

Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio de este pánico de los negocios, con su cerebro obsesionado por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de golpe de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones comunistas del sur de Francia y las supuestas jacqueries de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos de los distintos candidatos a la presidencia, por las consignas chillonas de los periódicos, por las amenazas de los republicanos de defender con las armas en la mano la Constitución y el sufragio universal, por los evangelios de los héroes emigrados in partibus, que anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo de 1852, y comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución. el burgués, jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin

Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión se aguzó por la creciente violencia de sus acreedores, que veían en cada crepúsculo que los iba acercando al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta del movimiento de los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había frustrado a Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura del príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones.

Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de sí una sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas había pasado un mes desde su elección, hizo una proposición en este sentido a Changarnier. Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había denunciado veladamente en el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850, la política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny había intentado otra vez más ganar a Changarnier para el golpe y el Messager de l'Assemblée había hecho públicas estas negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba todas las noches con la swell mob de ambos sexos, en cuanto se acercaba la media noche y las abundantes libaciones desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro de que había escapado una vez más. Durante los meses de septiembre y octubre se atropellaban los rumores sobre un coup d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo color, como un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de septiembre y octubre en las selecciones de los órganos de la prensa diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de este tipo:» París está lleno de rumores de un golpe de Estado. Se dice que la capital se llenará de tropas durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento del Sena en estado de sitio, resturando el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales». Las correspondencias que dan estas nociticas terminan siempre con la palabra fatal «aplazado». El golpe de Estado fue siempre la idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió a pisar el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso. Y era tan débil, que volvía a abandonarla también a cada paso. La sombra del golpe de Estado había hecho tan familiar a los parisinos como espectro, que cuando por fin se les presentó en carne y hueso no querían creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado. Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél y a ciencia y conciencia de ésta, como resultado necesario e inevitable del proceso anterior.

El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución de restaurar el sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión, y el 26 conoció París la formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía Carlier fue sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de la primera división, Magnan, concentró en la capital los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso el curso que había acabado y probar que la habían enterrado sólo después de morir.

El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más remedio que confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión permanente había recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en nombre de los nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes como la restauración del sufragio universal! Pero se trataba precisamente de no sacar nada adelante en el Parlamento, sino de sacarlo todo contra el Parlamento.

El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional recibió el mensaje en que Bonaparte exigía la restauración del sufragio universal y la derogación de la ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en este sentido. La Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros, y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra 348. De este modo, volvió a romper una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más que había dejado de ser la representación libremente elegida del pueblo, para convertirse en el parlamento usurpador de una clase, confesó una vez más que había cortado por su propia mano los músculos que unían la cabeza parlamentaria con el cuerpo de la nación.

Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración del sufragio universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo, el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre cuestores había de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente el auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro entre ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como poder decisivo del Estado, tenía necesariamente que confirmar, de tora parate, que había abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía sobre su derecho a requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores, conversaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió, por tanto, la votación. Se encontraba en la situación del asno de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un lado, el miedo a Changarnier; de otro, el miedo a Bonaparte. Hay que reconocer que la situación no tenía nada de heroica.

El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las elecciones municipales presentada por el partido del orden, en la que se disponía que los electores municipales no necesitarían tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se desechó por un solo voto, este voto resultó inmediatamente ser un error. Escindido en sus fracciones enemigas, el partido del orden había perdido desde hacía ya mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía de manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos por ninguna fuerza de cohesión; había gastado su último hálito de vida, estaba muerta.

Finalmente, algunos días antes de la catástrofe, la masa extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar solemnemente una vez más su ruptura con la burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como héroe parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad incurable del cretinismo parlamentario, había maquinado después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria con el Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que se pretendía sujetar al presidente dentro de los límites de la Constitución. Así como el 15 de septiembre, en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado de París, Bonaparte había fascinado a las dames de Halles, a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro está que una de estas pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo que, después de presentada la ley sobre cuestores, entusiasmaba a los tenientes obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía industrial, congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de los premios por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa de su discurso, tomada del Journal des Débats.

«Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a decir cuán grande sería la República Francesa si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar sus instituciones, en vez de verse constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial serio. En lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres que antes eran el más celoso sostén de la autoridad y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios de una Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.) Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han deplorado más que nadie, y que provocan una nueva, sin más objeto que encadenar la voluntad de la nación... Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo», «Bravo», atronadores «Bravo».)

Así aplaude la burguesía industrial con su reclamación más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado la mayoría de los vítores.

Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió solo al centro del salón de sesiones, sacó el reloj para que aquél no viviese ni un solo minuto más del plazo que le había señalado y fue arrojando del salón a los diputados uno por uno con insultos alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le leyó, aunque con voz entrecortada, su sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy distinto del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su modelo en los anales de la historia universal, sino en los anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos, compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15 francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas por la noche con sus cómplices, como un ladrón, manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos, sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô, Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales de París y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer, en todos los muros, carteles estridentes proclamando la disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la restauración del sufragio universal y la declaración del departamento del Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta en el Moniteur un documento falso, según el cual influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un Consejo de Estado.

Los restos del parlamento, formados principalmente por legitimistas y orleanistas, se reúnen en el edificio de la alcaldía del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la república!» la destitución de Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta congregada delante del edificio y, por último, custodiados por tiradores africanos, son arrastrados primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en coches celulares y transportados a las cárceles de Mazas, Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí en breves rasgos, antes de pasar rápidamente a las conclusiones, el esquema de su historia.

I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización general.

II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.

  1. Del 4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las clases contra el proletariado. Derrota del proletariado en las jornadas de junio.

  2. Del 25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de los republicanos burgueses puros. Se redacta el proyecto de Constitución. Declaración del estado de sitio en París. El 10 de diciembre se elimina la dictadura burguesa con la elección de Bonaparte para presidente.

  3. Del 20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha de la Constituyente contra Bonaparte y el partido del orden coligado con él. Caída de la Constituyente. Derrota de la burguesía republicana.

III: Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.

  1. - del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los pequeños burgueses contra la burguesía y contra Bonaparte.

  2. Del 13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura parlamentaria del partido del orden. Corona su dominación con la abolición del sufragio universal, pero pierde el ministerio parlamentario.

  3. Del 31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 1851. Lucha entre la burguesía parlamentaria y Bonaparte.

    1. Del 31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El parlamento pierde el alto mando sobre el ejército.

    2. Del 12 de enero al 11 de abril de 1851. Sucumbe en sus tentativas por volver a adueñarse del poder administrativo. El partido del orden pierde su mayoría parlamentaria propia. Coalición del partido del orden con los republicanos y la Montaña.

    3. Del 11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de revisión, de fusión, de prórroga de poderes. El partido del orden se descompone en los elementos que lo integran. Definitiva ruptura del parlamento burgués y de la prensa burguesa con la masa de la burguesía.

    4. Del 9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca entre el parlamento y el poder ejecutivo. El parlamento consuma su defunción y sucumbe, abandonado por su propia clase, por el ejército y por las demás clases. Hundimiento del régimen parlamentario y de la dominación burguesa. Triunfo de Bonaparte. Parodia de restauración imperial.

Capítulo VII