Guy Aldred

Sindicalismo y guerra de clases

 


Datos de publicación: Apareció por vez primera con el título "Trade Unionism and the Class War" en Pamphlets for the Proletarian, núm. 11 (1911) y tuvo una segunda edición en The Spur, núm. 4 (1919). Luego apareció en una colección de textos de Aldred títulada Studies in Communism (1940) del cual se extrae la versión que sirvió de base para esta traducción.
Traducción al castellano: Por el Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques (CICA) con apoyo de la traducción gallega realizada por Comunistas de Conselhos de Galiza, 2007.
Versión digital: Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques (CICA), julio de 2008.
Esta edición: Marxists Internet Archive, marzo de 2009.  Se han realizado leves ajustes a la traducción en base al texto en inglés según aparece en libcom.org.


 

NOTA DEL AUTOR A LA EDICIÓN DE 1919.

Sindicalismo y Guerra de Clases fue publicado por primera vez en 1911. Se encontró con una gran crítica y recibió una nota complementaria. ¡Esta era de "Dangle" del Clarion! Fue reimpreso en 1914 en el Herald of Revolt (Heraldo de Revuelta). La edición actual está revisada.  La sección introductoria se extendió en un capítulo. La tercera sección del folleto original -que habría sido la cuarta tal como está ahora el ensayo- tratando de la cuestión de la representación está omitida . Ésta pertenece propiamente al ensayo contiguo, La Representación y el Estado, y será incorporado a él cuando ese folleto sea revisado.   Muchas personas objetan el razonamiento de este ensayo porque consideran su lógica fatal para toda idea de acción. Esta crítica está basada en un malentendido. Yo no niego que los hombres y las mujeres deban actuar bajo el capitalismo y empeñarse constantemente en disputas menores. Solamente insisto en que tales disputas no son vitales. Predicando el descontento, estoy removiendo la tendencia a comprometerse en un esfuerzo paliativo sin valor, y a acelerar la crisis. Después de todo, la acción que no logra nada, no es de mucha importancia. Y el sindicalismo no consigue nada en lo que respecta al bienestar del conjunto de la clase obrera. El alegato por la revolución no es pedantería. Es una simple declaración de la dura necesidad.  El segundo y el tercer capítulos están inalterados, excepto por una palabra de pasada aquí y allí, en relación al folleto original.

Londres, Junio de 1919.

G. A. A.

 

Sindicalismo y guerra de clases

 

I. Sindicalismo y revolución

La lucha de los Mártires de Tolpuddle por el derecho de asociación bajo el Ministerio de la Reforma de 1832 marca los comienzos del sindicalismo británico. La fascinación romántica que corresponde a su origen ha contribuido a su exitoso desarrollo como institución social. Ocho años después de la revocación de las leyes de asociación, el sindicalismo fue juzgado como una conspiración ilegal. Hoy es el baluarte del sistema capitalista. Se necesita algo más que la tradición para explicar este pasaje de la ilegalidad a la respetabilidad. La explicación es económica. El sindicalismo ha conquistado poder social y comandó influencia en tanto satisfizo las necesidades sociales de la época capitalista, de las que surgiera. Debido a que respondía a las necesidades capitalistas, el sindicato fue calificado por su posición moderna como la rúbrica del trabajo especializado.

Pero el crecimiento en importancia social y política del dirigente sindical no amenazó los fundamentos de la sociedad capitalista. Éste fue mencionado cada vez más como el amigo de la reforma y el enemigo de la revolución. Se insistió en que es un miembro sobrio y responsable de la sociedad capitalista. Consecuentemente, los apologistas capitalistas fueron obligados a reconocer que éste desempeñaba funciones útiles e importantes en la sociedad.

Esta admisión les forzó a afirmar que la ley de la oferta y la demanda no determina, con exactitud, el precio nominal -ni aún el precio real- de la mercancía, la fuerza de trabajo. Por eso se permitió que los sindicatos capaciten a sus miembros para incrementar el precio recibido por su fuerza de trabajo, sin ser perjudicial para los intereses de la comunidad -es decir, para la clase capitalista- cuando se conducen con moderación y justicia.

El sindicalismo moderno disfruta de esta respetable reputación en gran medida porque sacrificó su vitalidad original. Esto era inevitable, dado que, en su mismo origen, era reformista y no revolucionario. El sindicalismo no sacrificó ningún principio económico durante su desarrollo centenario. No renunció a ninguna coherencia industrial o política. Pero no mantuvo su primer ahínco o sentimiento de solidaridad. Lo habría hecho así si hubiese sido compelido a evolucionar social y políticamente. En lugar de estancarse en la reforma, tendría que progresar hacia la revolución.

El apologista sindical, coherentemente con su perspectiva reformista, tenía que defender las tendencias restrictivas de la organización sectorial. Tenía que negar la solidaridad revolucionaria del trabajo para defender la fabricación sindical de esquiroles. Se regocijó en una organización de oficio que hiere materialmente los intereses del trabajo como un todo, sin mismo beneficiarlo sectorialmente. No mostró escrúpulo alguno en apoyar un sistema representativo de administración que traiciona al obrero a los intereses capitalistas.

Toda esta actividad procede inevitablemente de la creencia de que el sindicalismo beneficia económicamente al obrero. Esto se sigue de modo natural de la noción de que el obrero puede mejorar su condición social y económica bajo el capitalismo.

El sindicalismo, por consiguiente, únicamente es inteligible sobre la base de que la reforma es posible y la revolución innecesaria. La paliación industrial, como la paliación política, está basada en el entendimiento de que ninguna época desemboca nunca en una crisis. Esto es lo mejor que podemos decir acerca de la necesidad del sindicalismo.

Pero suponga que la ley de la oferta y la demanda determina, con exactitud, tanto el precio nominal como el precio real de la mercancía, de la fuerza de trabajo.

Entonces, lo mejor que puede decirse acerca de la necesidad del sindicalismo, en cuanto opuesto a la organización y a la acción comunistas revolucionarias, ha dejado de poseer cualquier significado.

Desarrollar este argumento económico a favor de la revolución social, y contra la reforma sindical, es mi propósito al escribir el presente folleto.

II. El caso del sindicalismo

Los salarios nominales son, en realidad, recibidos en efectivo independientemente de las condiciones del empleo. Los salarios reales son los salarios nominales más las condiciones de empleo, horas de trabajo, etc.

¿Cuál es la base de los salarios?

Marx nos pidió que supongamos que 1 hora media de trabajo se realiza en un valor igual a 6 peniques, o que 12 horas medias de trabajo se realizan en 6 chelines. Si, entonces, en la materia prima, maquinaria y demás, consumidos en una mercancía, fueran realizadas 24 horas de trabajo medio, su valor ascendería a 12 chelines. Si, además, el obrero empleado por el capitalista aumenta 12 horas de trabajo a estos medios de producción, estas 12 horas se realizarían en un valor adicional de 6 chelines. El valor total de la producción sumaría, por consiguiente, 36 horas de fuerza de trabajo realizada y sería igual a 18 chelines. Pero, como el valor de la fuerza de trabajo, o los salarios pagados al obrero, serían de 3 chelines solamente, no se pagaría equivalente por parte del capitalista para las 6 horas de plusvalor trabajadas por el obrero y realizadas en el valor de la mercancía. Vendiendo esta mercancía a su valor por 18 chelines, el capitalista realizaría, por lo tanto, el valor de los 3 chelines por los cuales él no pagó ningún equivalente. Estos 3 chelines constituirían la plusvalía o ganancia embolsada por él. Cualquier incremento en los salarios de los obreros tiene que reducir la suma de su plusvalía, dado que es el único fondo a partir del cual ese incremento podría obtenerse. Es posible que los salarios del obrero se eleven tanto que no sólo equivalgan aproximadamente al valor de su producto, sino que realmente equivalgan a él. En una palabra, si la ley de la oferta y la demanda funciona con la inexactitud asumida por el sindicalista como siendo el caso, la paliación no es justificable meramente sobre la base en la conveniencia; es el camino directo a la emancipación.

¿Es verdad que la ley de la oferta y la demanda fija el precio con tan poca exactitud, que la oferta y la demanda se vuelven no equivalentes en un punto exacto del precio? ¿Puede ser que varios precios, o una serie de precios, satisfagan los requisitos de la ley? ¿Que haya, o pueda haber, un tipo de de tabla rasa dentro de la cual la ley no opera? Permítasenos tomar un ejemplo típico de los economistas políticos sindicales. Un quintal de pescado [100 libras] es vendido por la Subasta Holandesa, es decir, el vendedor ofrece a la baja en lugar de que los compradores ofrezcan al alza. Un comprador puede querer dar 20 chelines por el lote, y ningún otro comprador quiere dar más que 18 chelines, y el hombre que quiere dar 20 chelines conseguirá el pescado en 18 chelines o una fracción por encima. De modo que, en el mismo mercado, con la misma cantidad de pescado a la venta, y con clientes idénticos en número y en los demás aspectos, el mismo lote de pescado podría rendir dos precios muy distintos, siendo la ley de la oferta y la demanda cumplida por igual y completamente por cualquiera de estos precios. Dentro de un límite de 2 chelines, la ley es inoperante.

Se reclama que, en un caso como este, depende mucho de quien tiene la iniciativa en la negociación. En el caso dado, el poseedor de la iniciativa proporciona al vendedor una ganancia diferencial de 2 chelines, no contabilizados por la ley de la oferta y la demanda. Suponiendo que el precio de la fuerza de trabajo cayese dentro de una categoría similarmente eximida, el mismo principio que operaba contra el comprador en el caso de Subasta Holandesa operará ahora contra el vendedor en el mercado de trabajo. Es el comprador quien tiene la iniciativa en la fijación del precio; el patrono, el comprador de fuerza de trabajo, hace la oferta de los salarios. El negociante o vendedor, es decir, el trabajador, acepta o rechaza. La ventaja de la iniciativa está, en consecuencia, con el patrono. Esto solamente puede ser modificado por una estrecha asociación entre los empleados, por medio de la cual ellos pueden poner un precio mínimo a su trabajo. Bajo estas circunstancias, el trabajo organizado puede asegurarse una suma positiva más amplia del producto de su fuerza de trabajo, dentro de los límites no cubiertos por la ley de la oferta y la demanda. Puede, por consiguiente, asegurarse el equivalente económico de la cultura en virtud de su condición organizada.

Fuera de esta tabla rasa, la ley de la oferta y la demanda permanece intacta. Cuanto más numerosos los competidores por el empleo, más bajos serán los salarios, siendo otras cosas iguales. Este hecho fuerza, en la consideración de los sindicalistas, la necesidad de normas restrictivas, prohibiendo el empleo de no sindicalistas y limitando el número de los aprendices. Tales normas son indispensables para la completa eficacia del sindicalismo. Ellas hacen del sindicalista un apologista de una aristocracia del trabajo especializado.

El refugio final del sindicalismo es el malthusianismo. Su pretensión plausible es que la parte ignorante e inexperta del proletariado crecerá en población, hasta el punto de que mantendrá sus salarios en tal nivel miserable que la baja escala de sus ideas y hábitos se hará tolerable para ellos. Mientras sus mentes permanezcan en tal estado, el sindicalista reivindica que no les hace ningún daño real al impedirles competir con él por el empleo. Él solamente se salva a sí mismo de ser rebajado a su nivel. Él no se equivoca atrincherándose a sí mismo tras una barrera para excluir a aquellos cuya competición derrumbaría sus salarios, sin más que la elevación momentánea de los de aquellos.

De nuevo, aun si se muestra que el sindicalismo no incrementa la tasa nominal de los salarios, tiene que admitirse (dice el sindicalista) que es capaz de hacer mucho elevando la tasa real de los salarios. Su menor logro es resistir exitosamente las irritantes, arbitrarias y opresivas condiciones de empleo.

Pero el poder de la organización del trabajo en este sentido se traduce en su reconocimiento. En tiempos de disputa puede haber lugar para negociaciones entre patronos y empleados sobre la cuestión de las demandas máximas y mínimas. Para que el sindicato sea efectivo allí, no puede haber lugar para la transigencia en la cuestión del reconocimiento del sindicato y en la recepción de los funcionarios sindicales representativos. Esto limita cualquier necesidad o aprehensión por una huelga para tal reconocimiento. Así, reconocido de este modo el derecho de asociación, las demandas de los hombres se convierten en una materia de arreglo amigable.

Tal es el caso del sindicalismo. Nosotros nos proponemos exponer ahora sus falacias, y poner al desnudo sus hipocresías.

III. El caso de los trabajadores contra el sindicalismo.

La réplica al argumento que desarrollé en la defensa del sindicalismo en la sección precedente, se divide naturalmente en la siguiente ramificación:

(1) El funcionamiento de la ley económica contra la posibilidad de paliación, en cuanto a lo que a la clase obrera entera concierne. Aunque es cierto que la ley de la oferta y la demanda no fija los términos de ninguna negociación particular, el funcionamiento de esa ley no acaba con la conclusión de esa negociación particular. Esto se ha demostrado claramente por Cree en su réplica a Mill. Según sea el comprador o el vendedor quien afiance lo que se denomina "una negociación", la demanda o la oferta se restringe o estimula. Esto se aplica a la venta de pescado de Subasta Holandesa. Una venta de 20 chelines tendería a estimular la oferta futura y a restringir la demanda. La tendencia consecuente será a una caída en el precio. Una venta de 18 chelines tendería a traer más compradores y a reducir el incentivo de ir al mar. La tendencia consecuente sería la caída en el precio. Esto traería más vendedores y reduciría el número de compradores una vez más. Esto es cierto también para los salarios del trabajo. Salarios más altos traen más obreros, pero reducen los beneficios del patrono. De modo que el patrono se vuelve menos ansioso por contratar obreros. Un salario más bajo tiene el efecto inverso. El obrero se vuelve ahora menos ansioso por ser empleado. Pero el patrono está más deseoso de emplear. Una vez más hay repetición. Funcionando únicamente mediante la tendencia, la ley económica se acerca a la exactitud sobre una multiplicidad de casos, pero no en un caso particular cualquiera. El mecanismo de las oscilaciones del precio es ahora una cuestión exacta, no una serie de precios. Los términos de cualquier negociación particular son, consecuentemente, sólo de la importancia más pasajera, aun para aquellos inmediatamente involucrados. Pero son de poca o ninguna importancia para los obreros o patronos como clase, dado que están siendo constantemente llevados de vuelta a su verdadera posición económica. Siendo inevitables y automáticas las influencias compensatorias, se verá que, en su posición como clase, la clase obrera no tiene nada que ganar de la actividad paliativa sindical. Su única esperanza práctica, tanto como su hermoso sueño, es, en primer lugar, en último y todo el tiempo, el socialismo, el individualismo comunal del que Oscar Wilde se hiciera el profeta en ese magnífico libro, El alma del hombre.

(2) La imposibilidad de elevar los salarios reales sin tener en cuenta los salarios 'nominales'. Mavor ha formulado el caso en pocas palabras. Si una reducción de las horas de trabajo resulta en una producción disminuida, los salarios caerán, siguiendo iguales otras cosas. Si la reducción de horas resulta en el mantenimiento de la producción por hombre no habrá empleo adicional, siguiendo idéntico el resto. La identidad de los otros factores vuelve sobre la ley de la oferta y la demanda lo que no efectúa la asociación paliativa. Consecuentemente, el sindicalismo no puede efectivizar ni los salarios ni aun la cuestión del empleo.

(3) La imposibilidad de organizar el conjunto del trabajo sobre la base del sindicalismo. El sindicalista, excluyendo al esquirol y al mismo tiempo fabricándolo, pretende buscar una completa federación del trabajo. Pero si todo el trabajo está en la plataforma de la asociación paliativa -algo muy diferente de la solidaridad revolucionaria- el efecto será nulo en vista de los mecanismos de la ley de la oferta y la demanda. Una unión de todo el trabajo es tan buena como ninguna unión en absoluto desde el punto de vista paliacionista. Incluso un "salario mínimo" de una tasa más alta que la actualmente establecida significa solamente el decreciente poder adquisitivo del dinero. Entre la fuerza de trabajo como mercancía y las otras mercancías existe una proporción definida de cambio. De modo que un "salario mínimo" es un sinsentido. Pero una unión de todo el trabajo sobre la base del sindicalismo es imposible. Con todas las ocupaciones organizadas sobre una base restringida, seria imposible para cualquier profesión librarse de su excedente provocando que sea absorbido en cualquier otra ocupación. Pero, para que el sindicalismo tenga éxito -con el creciente uso de la maquinaria y la consecuente reducción del trabajo cualificado y no cualificado-, debe también organizar el trabajo no cualificado. El trabajo no cualificado no puede, por lo tanto, absorber el excedente de todas las ocupaciones cualificadas. Y no solo eso, sino que a este excedente tendría que añadir un enorme excedente de él mismo. Así, el unionismo restrictivo solamente puede resultar en, primero, engañar a la clase obrera, luego traicionarla, y finalmente reducir su parte más grande a esquiroles en el presente y el futuro.

(4) La amenaza de la representación sindical. La cuestión de la dirección del trabajo. El sindicalismo encarna la amenaza del sistema representativo en su constitución, ciertamente no menos que la máquina legislativa. Sus dirigentes electos concluyen huelgas y disputas dando el consentimiento a las condiciones de compromiso ofrecidas por los Ministros del Trabajo capitalistas y Presidentes del Ministerio de Comercio. Pretender que tales términos de acuerdo son antagónicos con los intereses capitalistas es estar perturbado por un duende. Por otra parte, ¿para qué se esfuerza generalmente el dirigente huelguístico? Para conseguir que sea reconocida su autoridad. Este es el primer paso hacia la posición y el poder. Se pretende que, cuanto más grande sea el apoyo dado al dirigente obrero, más grande será la concesión que él pueda arrancar a la clase capitalista. Se olvida que, cuanto mayor sea la confianza puesta en él, más eficazmente puede traicionar esa confianza. Consecuentemente, vuestro dirigente de huelgas "oficial" está siempre por "el entusiasmo y el ahínco", pero de la variedad del "lento y seguro". Por lo que él ruega es por cautela; lo cual significa que a él se le permite hacer la negociación, pero no ser sometido a crítica. La crítica se considera como una amenaza a su autoridad. Ésta ciertamente reduce su valor de venta.

(5) La absurdidad de la iniciativa. El argumento sindicalista de que el obrero desorganizado sufre de carecer de la iniciativa es un sinsentido. A lo mejor -si realmente contase, que no lo hace- la simpatía de uno debería estar con el patrono, que usa la iniciativa contra el obrero desorganizado. En el caso del sindicalista organizado, la simpatía debe estar con el obrero, que es amenazado por haber sido usada la iniciativa en su nombre por el dirigente obrero, quien generalmente tiene éxito en representarlo de un modo falso. Todo el mundo sabe que los patronos arrojan a menudo el fardo de la iniciativa sobre el obrero. En una negociación, ambos, comprador y vendedor están ansiosos únicamente de evitarla. "¿Qué es lo que quieres?" dice el comprador. "Esa no es la cuestión, ¿qué es lo que darás?", replica el vendedor. Ambos partidos están deseosos por afianzar un convenio, y consecuentemente evitan la iniciativa. Ésta no tiene ninguna ventaja, a pesar de que funcione muy poco, en un sentido o en otro, en el mercado de trabajo. Así que el sindicalismo no tiene nada que ofrecer al obrero a este respecto.

A partir de estas consideraciones, por lo tanto, y por estas razones, el sindicalismo debe abandonarse. La única esperanza de los obreros en el campo industrial, así como en el campo político, es el socialismo revolucionario.

IV. La cuestión de la representación

Mucho de lo que se ha instado en el presente folleto tendió a negar la idea de la norma de la mayoría, como también el principio de representación. Como la mayoría de los rebeldes -y, para esa materia, la mayoría de los estudiosos de la historia- yo no tengo fe en la mayoría, tengo menor incredulidad en la minoría y mayor confianza en el individuo. Thomas Paine consideraba que el Gobierno era, como el vestido, un distintivo de la inocencia perdida. Él también consideraba la abolición del gobierno formal como el comienzo de la verdadera asociación. Esto me parece que es incontrovertible. Consecuentemente, si mi opinión es correcta, la representación, como una expresión del gobierno formal, no puede tener peso, y debe necesariamente jugar un pequeño papel, en la lucha por el nacimiento revolucionario de la comunidad proletaria.

Para llevar esta teoría al reino de la práctica, quiero que el lector considere el siguiente caso, que se me ha presentado frecuentemente en el curso de debates y discusiones en las que he desempeñado un papel protagonista. Se dijo que, si un cierto individuo estuviera trabajando en un establecimiento donde estén empleados sesenta hombres, y cincuenta deseasen declararse en huelga mientras que diez quisieran seguir, el autor de este caso hipotético estaba a favor de forzar a los diez y hacerles declararse, al tiempo que los cincuenta combatían al "jefe". Tal coerción, se alega, sola libraría al proletariado de su sujeción al capitalista y al capitalismo.

De esta opinión yo aventuro diferir. De hecho, repito por escrito lo que he urgido frecuentemente en la tribuna, en respuesta al caso hipotético ya enunciado de que la mayoría no tenga más derecho a ejercer coerción sobre una minoría del que la minoría tenga a ejercer coerción sobre la mayoría. Los cincuenta no tienen más derecho a ejercer coerción sobre los diez del que tienen los diez a coaccionar a los cincuenta, dado que, en relación a la sociedad, los hipotéticos cincuenta huelguistas no son sino una pequeña minoría, y si es cierto que muchos tienen razón donde pocos están equivocados, entonces la presencia de setenta rompehuelgas en la vecindad de la huelga, más setenta soldados, autorizaría a la "mayoría" de 150 hombres, en tanto opuesta a la minoría de cincuenta, a "coaccionarles" fuera del barrio. En esto descansa la apología capitalista de Mitcheistown, Featherstone, Hombrestead, Belfast y cualquier otra escena de asesinato patriótico de la clase obrera por los asesinos contratados de los negociantes de provecho. Por esto, debe recordarse que no estamos tratando sobre la ética de la coerción en relación con las minorías oprimidas, sino de la economía de los derechos aparentes de las mayorías para ejercer coerción sobre una minoría.

Si consintiéramos en tratar con probabilidades más que con hechos, se alegaría que los 150 hombres no representan la sociedad, ni a la totalidad de la clase obrera, pues es probable que la última estuviese de parte de los cincuenta. Con todo, cualquier obrero, como también cualquier patrono, sabe que las noticias de la huelga podrían ser transmitidas por todo lo ancho y amplio de la tierra sin la bellaquería oficial, siendo sus esquiroles denunciados ante todos los obreros en huelga por simpatía y, de este modo, amenazando con coaccionar a los esquiroles que quedarían en minoría. Aun con todos sus sentimientos de simpatía y fervorosa devoción a la causa del esfuerzo unitario, sería imposible para el conjunto de las organizaciones de la clase obrera exhibir la solidaridad industrial.

Si todos los obreros quisieran ponerse en huelga, solamente necesitan quedarse en el trabajo y apropiarse de los medios e instrumentos de producción para su propio uso. La revolución reemplazaría a la mera lucha industrial. Los obreros no estarían concernidos con una organización divisora industrial o de oficio, ni con la coerción local de esquiroles, ni con la huelga de propaganda incluso, sino únicamente con la emancipación de su clase. La lucha seria constructiva, no negativa. No habría necesidad de la coerción por la fuerza física a los esquiroles, dado que la existencia económica de caballeros de esta fraternidad sería imposible bajo tales circunstancias. Si todos los obreros fuesen educados hasta ese estadio de solidaridad económica, en que quisieran ponerse en huelga por simpatía y masacrar a los esquiroles de acuerdo con los reglamentos puestos por el sindicato, la revolución de la clase obrera sería internacional y espontánea. No habría huelga por salarios nominales más altos, ni por salarios reales más altos; solamente la unificación de los obreros internacionalmente para el derrocamiento político e industrial de la burguesía, y la asunción de cualquier actividad unitaria industrial y política que la guerra de clases demandase por la vía de su expresión culminante.

Si los obreros rechazasen ponerse en huelga por simpatía, sería porque no simpatizan industrialmente con los cincuenta en revuelta. Con todo, como consumidores y compañeros esclavos del salario, por la lógica de la producción y distribución económica, serían afectados igualmente por la existencia de la huelga y su terminación. La cuestión de si ellos tenían razón estando pasivamente al lado de los patronos no entra en el problema tal como es formulado por el defensor pseudoproletario de la representación. La única cuestión es el derecho de la mayoría.

Mediante la negativa, la mayoría ha mostrado que están opuestos a este señor y a sus cuarenta y nueve colegas imaginarios. Su posición se altera ligeramente, y el manifiesto de los cincuenta resueltos es ahora dirigido al conjunto de la clase obrera restante, que no está comprometida en ponerse en huelga por simpatía, sino en estar pasivamente al lado de la minoría local de esquiroles y de la clase capitalista. El manifiesto, por lo tanto, declararía: "Estando en un establecimiento donde están trabajando sesenta hombres, y cincuenta de nosotros quieren luchar, y diez no, estoy a favor de ejercer coerción sobre los diez y hacerles declararse en huelga, mientras nosotros los cincuenta combatimos al 'jefe'. Como el resto de la clase obrera y el conjunto de la clase capitalista están del lado del 'jefe' y de los diez no huelguistas, estoy a favor de la coerción de la mayoría de mi propia clase y del conjunto de la clase capitalista también."

¿Cuál sería la respuesta de la sociedad? ¡Pues vaya rectitud del apologista sindical o del huelguista creyente en la mayoría! Así, un obrero que no estaba a favor del huelguista diría: "Si estoy en una sociedad donde una vasta mayoría del proletariado puede ver su malestar actual intensificado, y pobreza adicional a su pobreza, a causa de cincuenta hombres yendo a la huelga, yo estoy a favor de coaccionar a los cincuenta y hacerles volver al trabajo, al tiempo que nosotros, la mayoría de los obreros, nos reunimos con el 'jefe' a través de nuestros representantes en juntas de arbitraje y conciliación, y a través de mediaciones pacíficas, aseguramos salarios más altos y mejores condiciones."

Quizás el irritante defensor de la huelga se haría a un lado con su fornida banda de seguidores, contando cuarenta y nueve en total y suspirando algo críticamente, alivia sus sentimientos dando elocución a la siguiente pieza de filosofía: "La mayoría no tiene más derecho a ejercer coerción sobre una minoría del que la minoría tiene de ejercer coerción sobre una mayoría. Los cincuenta no tienen más derecho a ejercer coerción sobre los diez del que los diez lo tienen de ejercer coerción sobre los cincuenta. La sociedad no tiene más derecho a ejercer coerción sobre los cincuenta huelguistas de la que tienen los cincuenta huelguistas para ejercer coerción sobre la sociedad. Pero la minoría tiene tanto derecho de coaccionar a la mayoría como la mayoría lo tiene de coaccionar a la minoría. Diez huelguistas tienen tanto derecho a coaccionar a cincuenta no huelguistas como cincuenta lo tienen para coaccionar a diez no huelguistas. Y la sociedad tiene tanto derecho, y no más, de coaccionar a cincuenta huelguistas como cincuenta huelguistas de coaccionar a la sociedad. Donde el poder reina los derechos no existen. Donde el reflejo político de la complejidad industrial es la centralización del control y la administración, la autonomía individual es imposible. La única cuestión es: viendo que la emancipación de la clase obrera significa la emancipación del mundo, y que basamos nuestro argumento en la lógica y en la razón; que mediante la actividad tranquila y resuelta los obreros pueden ser unificados en un movimiento revolucionario "imposibilista" para enlazar los centros de trabajo del mundo, entre los anatemas y la violencia del capitalismo impotente luchando en su agonía; que la violencia contra nuestra propia clase nunca puede compensar por la violencia de la clase capitalista contra nosotros, sino solamente provocar una orgía de derramamiento de sangre que retrasará el seguro y cierto derrocamiento del parasitismo; viendo, de hecho, que el socialismo es inevitable y que la misma opresión de la clase obrera constituye su última fortaleza económica y política; una violencia extraña, es decir, una interferencia con la libertad del rompehuelgas, en virtud de la fuerza física, por encima y además de la ley del efecto económico en la producción, distribución y consumo, ¿es aconsejable para los intereses de los obreros de hoy, y para el aseguramiento de la comunidad por la que se están esforzando?".

Ésta, repito, es la cuestión acerca de nuestra fuerza física que el paliacionista constitucional, suponiendo que entendiera la situación, se preguntaría.

Mi réplica -dado que no poseo ningunos arsenales, no tengo ningún monopolio de revólveres o ametralladoras, y no soy un ministro inconformista del gabinete-, será "no", especialmente dado que, de acuerdo con la ley de la evolución social, yo creo en la conservación de todos los principios del progreso pasado en dirección a la libertad. Y la libertad, tanta como permiten las tendencias económicas, sostengo que es un principio tal. En verdad, el hecho de que tenga que calificarla así, significa que el derecho a la libertad es admitido, con raras excepciones, si es que alguna, mientras tanto el status quo económico no sea perturbado.

Aunque la expresión de la lucha de clases será política, su base será económica, de modo que ya no puede ser ordenada como una fuerza física. No se requiere que el lector deba estar de acuerdo conmigo en este punto para que comprenda que la mayoría no está especialmente investida de ninguna prerrogativa para el asesinato, el boicot o la coerción, porque la deidad de los derechos abstractos haya decidido que la mayoría es la mayoría. Si la coerción es correcta, su prosperidad debe decidir sobre su empleo. Exitoso o al contrario, coaccionar no es más derecho para la minoría que para la mayoría, y ni más ni menos obligatorio no ejercerlo en ese caso.

Esta es la mi posición -como socialista- de los derechos iguales para la mayoría y la minoría, que, siendo reconocidos, no conducirán a la confusión sin esperanza a que lo hace la norma de la mayoría. Ésta es una confusión de origen burgués, que conduce a las experiencias de Motherwell, Hull, Grimsby, Featherstone, Penrhyn, Mitchelstown y Belfast. La negación del alegado derecho de la mayoría a la violencia está basado en la economía de la guerra de clases.

Nuestro amigo sindicalista, con su violencia y conminación revolucionarias desatadas, en cuanto opuestas a la sólida actividad revolucionaria, situándose consciente o inconscientemente del lado de la sociedad burguesa, insistirá en que debe haber representación y delegación de autoridad. A esto yo contesto con la formulación de la filosofía marxiana de que cada época industrial tiene su propio sistema de representación. El hecho de que las normas de la minoría y de la mayoría encuentren su expresión armoniosa en la autocracia burocrática política del capitalismo significa que su negación en términos del socialismo incorporará una contraafirmación que encarnará el principio de la verdadera organización y libertad de la idiosincrasia individual. Cuáles serán los detalles de esa organización se convertirá en objeto de discusión en otro ensayo. Que no será "una mayoría socialista" puede verse en el hecho de que la democracia significa, usualmente, la rendición de la incompetencia y de la falta de educación de la mayoría a los intereses de la pericia de la minoría y la concentración burguesa de su poder sobre las vidas y destinos de los proletarios explotados, no menos por medio del sindicato de oficio e industrial del obrero, que por medio del Estado capitalista.

Marx ciertamente concibió el Estado burgués como no siendo sino un comité ejecutivo para la administración de los asuntos de la clase burguesa entera, que ha despojado de su halo a toda profesión anteriormente venerada y considerada honorable, y así tornado el médico, el abogado, el sacerdote, el poeta, el filósofo y el dirigente obrero en sus trabajadores asalariados pagados. El sindicato se convierte diariamente, cada vez más, en un departamento o expresión esencial del Estado burgués.

A partir del sistema social de clases o de propiedad no puede emerger una "representación" que signifique un intento honesto de asegurar la justa exposición de principios y expresiones de intereses antagonistas. Donde no hay igualdad social o económica, no puede haber ninguna democracia ni ninguna representación. El desierto yermo del dinero, escamoteando la "libertad", no puede asegurar la auténtica libertad personal de ser a ningún ciudadano. La verdadera organización, como la verdadera libertad, pertenece al futuro -al igual que la comunidad socialista, o, como la he denominado en alguna parte, la República Anarquista.